Prólogo El regreso Invierno 1918 -1919


El amanecer tardaba en llegar. Siempre tarda en diciembre, pero la noche parecía encontrar un perverso placer en entretenerse, como si no pudiera resignarse a abandonar la escena.

Desde que el tren había atravesado el Brennero, donde un obelisco recién instalado señalaba la nueva frontera del antiguo imperio austrohúngaro, Aldo Morosini, incapaz de mantener los ojos cerrados más de unos minutos, no conseguía conciliar el sueño. En el cenicero del vetusto compartimento que desde Innsbruck ocupaba solo se amontonaban las colillas. Aldo encendía un cigarrillo y para disipar el humo tuvo que bajar la ventanilla varias veces. Cuando lo hacía, el aire helado del exterior entraba junto con la carbonilla que escupía la vieja locomotora, cuyo estado predecía un próximo retiro. Pero también penetraban los olores alpinos, fragancias resinosas y de nieve mezcladas con algo más suave, apenas perceptible pero que ya traía a la mente los efluvios familiares de las lagunas.

El viajero esperaba Venecia como en otros tiempos esperaba a una mujer en lo que él llamaba su «atalaya». Con más impaciencia quizá, porque Venecia no lo decepcionaría nunca y él lo sabía.

Renunciando a cerrar la ventanilla, se recostó contra el terciopelo gastado del compartimento de primera clase, decorado con taraceas desconchadas y espejos empañados en los que, también en otros tiempos, se reflejaban los uniformes blancos de los oficiales que iban a incorporarse a la flota austríaca en la rada de Trieste. Reflejos desvanecidos de un mundo que acababa de caer en el horror y la anarquía para los vencidos, y en el alivio y la esperanza para los vencedores, grupo al que el príncipe Morosini se sentía muy sorprendido de pertenecer.

La guerra como tal había terminado para él el 24 de octubre de 1917. Se encontraba entre esa inmensa cohorte de unos trescientos mil prisioneros italianos capturados en Caporetto con tres mil cañones, lo que le valió pasar el último año en un campo de concentración donde, como favor especial, disfrutó de una habitación no muy grande pero para él solo. Y ello por una razón simple, aunque bastante irregular: antes de la guerra había coincidido en una partida de caza en Hungría, en casa de los Esterhazy, con el general Hotzendorf, entonces todopoderoso.

Un buen tipo, Hotzendorf. Capaz de tener ideas geniales inmediatamente después de dramáticos períodos de sequía. En el aspecto físico, un rostro alargado e inteligente cruzado por un bigote de estilo «archiduque», cabellos rubios cortados al cepillo y ojos soñadores de un color impreciso. Sólo Dios sabía qué había sido de él después de caer en desgracia el pasado julio, como consecuencia de sus derrotas en el frente italiano de Asiago. El final de la guerra lo devolvía a una especie de anonimato y, para Morosini, volvía a situarlo en los límites de una relación pasada.

E1 tren llegó a Treviso hacia las seis de la mañana entre ráfagas de viento cortante. Treinta kilómetros separaban todavía al príncipe de su querida ciudad. Encendió el último cigarrillo que le quedaba con mano un tanto trémula y expulsó lentamente el humo. Este era aún austríaco. El siguiente tendría el sabor divino de la libertad recuperada.

Era de día cuando el convoy se adentró en el largo dique que amarraba la balsa veneciana a la tierra firme. Un día gris en el que la laguna brillaba como estaño antiguo. La ciudad, envuelta en una neblina amarillenta, apenas se distinguía, y por la ventanilla abierta entraban el olor salado del mar y el grito de las gaviotas. El corazón de Aldo comenzó a latir de repente al peculiar ritmo de las citas amorosas. Sin embargo, ninguna esposa o prometida lo esperaba al final del doble cable de acero tensado por encima del agua. Su madre, la única mujer a la que nunca dejó de adorar, había muerto unas semanas antes de su liberación, lo que había abierto en él una herida que la sensación de absurdo y la decepción hacían más dolorosa; una herida que sería difícil de curar. Isabelle de Montlaure, princesa Morosini, descansaba ahora en la isla de San Michele, bajo el mausoleo barroco situado junto a la capilla Emiliana. Y dentro de muy poco, el palacio blanco posado como una flor sobre el Gran Canal sonaría a hueco, sin alma.

La evocación de su casa ayudó a Morosini a dominar el dolor; el tren estaba entrando en la estación y no era conveniente abordar Venecia con lágrimas en los ojos. Los frenos chirriaron; se produjo una ligera sacudida y luego la locomotora soltó una vaharada de vapor.

Aldo cogió de la redecilla su escaso equipaje, bajó al andén y echó a correr.

Cuando salió de la estación la bruma se teñía de reflejos malva. Enseguida vio a Zaccaria de pie junto a los peldaños que descendían hacia el agua. Tieso como una vela, con su bombín y su largo abrigo negro, el mayordomo de los Morosini esperaba a su señor con el envaramiento que se había convertido en algo natural en él, hasta el punto de integrarse en su carácter. Un porte bastante difícil de adquirir para un veneciano fogoso cuyo físico, en su juventud, lo acercaba más a un tenor de ópera que al sirviente de una casa principesca.

Los años, unidos a la generosa cocina de su mujer, Celina, envolvieron a Zaccaria en una especie de melosidad, unas formas más imponentes y una seguridad, gracias a las cuales prácticamente consiguió esa majestuosidad olímpica, algo desdeñosa, que tanto había envidiado a sus colegas británicos. Al mismo tiempo, curiosamente, la gordura reveló un parecido con el emperador Napoleón I, cosa de la que se mostraba sumamente orgulloso. En contrapartida, sus maneras solemnes tenían la virtud de exasperar a Celina, aunque sabía que no afectaban a sus sentimientos. Solía decir que, si la viera desplomarse muerta, la preocupación por su dignidad se impondría a un pesar que, por lo demás, no ponía en duda, y que su primera reacción sería arquear las cejas con expresión reprobatoria ante semejante falta de compostura.

Con todo, al ver aparecer a Aldo con su ancho uniforme raído y esa tez cerosa de las personas que han sufrido privaciones y falta de sol, el imperial Zaccaria abandonó de golpe toda su soberbia. Con lágrimas en los ojos, se precipitó hacia el recién llegado para cogerle la bolsa de viaje al tiempo que se quitaba el sombrero con tanta impetuosidad que se le escapó de la mano y, como una pelota negra, fue rodando hasta el canal, donde se puso a flotar alegremente sin que Zaccaria, consternado, se preocupara lo más mínimo.

—¡Príncipe! —exclamó—. ¡En qué estado se encuentra, Dios mío!

Aldo rompió a reír.

—¡Vamos, no dramatices! Mejor dame un abrazo.

Cayeron uno en brazos de otro ante la mirada enternecida de una joven florista que estaba instalando su mercancía y que, tras escoger un espléndido clavel rojo oscuro, se lo ofreció al viajero haciendo una pequeña reverencia.

—Es la bienvenida de Venecia a uno de sus hijos recuperados —dijo con una sonrisa emocionada—. Acéptela, Excellenza. Esta flor le traerá felicidad.

La florista era guapa y poseía la misma frescura que su pequeño y ambulante jardín. Morosini aceptó el presente y le devolvió la sonrisa.

—Conservaré esta flor como recuerdo. ¿Cómo se llama?

—Desdémona.

Era, en efecto, la bienvenida de la propia Venecia.

Acercándose la flor a la nariz, aspiró su intenso perfume antes de ponérsela en uno de los ojales de su viejo dolmán y seguir a Zaccaria a través del barullo al que ninguna guerra era capaz de poner fin: el de los recaderos de los hoteles vociferando el nombre de su establecimiento, los funcionarios de correos cuyo barco esperaba la correspondencia y los gondoleros en busca de clientes matinales, además de los empleados del vaporetto detenido en la estación de Santa Lucia.

—Es increíble. No hace nada que los cañones han dejado de sonar y ya hay turistas —comentó, sorprendido, Morosini.

El mayordomo se encogió de hombros.

—Siempre hay turistas. Tendría que engullimos el mar para que no viniera nadie, y aun así…

Al final de la escalera, soberbia con sus leones de bronce con las alas desplegadas y sus terciopelos amaranto bordados en oro, una larga góndola aguardaba ante una hilera de chiquillos y de curiosos; era raro ver embarcaciones tan bonitas delante de la estación. El gondolero, un muchacho alto de cabellos rubios tirando a rojo, delgado como un bailarín, se afanaba en recuperar el sombrero de Zaccaria. Lo consiguió justo cuando el príncipe embarcaba; agarró el bombín empapado y lo dejó caer a sus pies para saludarlo alegremente:

—Bienvenido, príncipe, es una gran alegría tenerlo de vuelta. Hoy es un día espléndido.

Morosini le estrechó la mano…

—Gracias, Zian. Tienes razón, es un día espléndido, aunque el sol no parezca querer salir.

No obstante, este hacía un tímido intento sobre la cúpula verde de San Simeone, que brilló un instante como si hiciera un guiño amistoso. Sentado junto a Zaccaria, Aldo se dejó bañar por el aire marino mientras Zian, tras saltar con agilidad a la cola del «escorpión» negro realzado con filetes rojos y dorados, lo conducía al centro del canal con un solo impulso de su largo remo. Y los encajes de piedra en todos los tonos de la carne que bordeaban la gran avenida líquida, los palacios, comenzaron a desfilar. El recién llegado recitaba sus nombres mentalmente como para asegurarse de que la ausencia no los había borrado: Vendramin-Calergi, Fontana, Pesaro, Sagredo, los dos Corner, Cà d'Oro, Manin, donde nació el último dux. Dandolo, Loredano, Grimani, Papadopoli, Pisani, Barbarigo, Mocenigo, Rezzonico, Contarini… Esas moradas abrían ante el viajero el Libro de Oro de Venecia, pero sobre todo representaban a padres, amigos, rostros medio borrados, recuerdos, y la bruma irisada de la mañana, que curaba misericordiosamente algunas grietas, algunas heridas, les sentaba bien. Finalmente, en la segunda curva del Canal apareció una fachada Renacimiento coronada por dos delgados obeliscos de mármol blanco y Morosini interrumpió el hilo de su pensamiento: estaba llegando a su casa.

—Celina está esperándolo —dijo Zaccaria—, y se ha puesto el uniforme reservado para las grandes ocasiones. Espero que le guste.

En efecto, al pie del alto pórtico semicircular, desde el que los largos peldaños blancos se deslizaban hasta el agua verde, tres mujeres reproducían el juego de chimenea: la de en medio, de forma bastante ovoide, se identificaba con el reloj, y las otras dos, con los finos candelabros.

—Démonos prisa, entonces —dijo Aldo, mirando divertido el bonito vestido de seda negra con pliegues almidonados y la cofia de encaje que lucía su cocinera—. Celina no soporta ir mucho rato vestida de gala. Asegura que eso le corta la inspiración, y yo llevo meses soñando con mi primera comida en casa.

—No se preocupe. Ayer me hizo ir cuatro veces a San Servolo para conseguir las cigalas más grandes y la bottega más fresca. De todas formas, tiene razón, más vale procurar que siga de buen humor.

Se trataba de simple prudencia. Los enfados de Celina eran tan famosos en el palacio Morosini como sus habilidades culinarias, su ilimitada generosidad y los extravagantes perifollos que le gustaba ponerse para oficiar ante sus fogones. Nacida al pie del Vesubio, parecía alimentar tanta lava ardiente y efervescencia como su volcán natal, lo que en Venecia constituía una especie de rareza. Allí la gente era más tranquila, más fría, más civilizada.

Ella era el principal recuerdo que la madre de Aldo había traído de su viaje de novios. La había encontrado en una calleja del viejo Nápoles, gritando y llorando sobre el cuerpo de su hermano, que acababa de ser víctima de una de las bandas que exigían pagos a la gente de los barrios pobres de la ciudad. Este hermano era la única familia de Celina, quien además acababa de librarse por un pelo de sufrir la misma suerte. Pero ¿por cuánto tiempo? La princesa Isabelle se compadeció de ella y decidió tomarla a su servicio.

A la pequeña napolitana le gustó Venecia; aunque el clima le pareció poco alegre y los habitantes de natural distante, la fisonomía romana y los bellos ojos negros de Zaccaria, entonces segundo lacayo, no tardaron en conquistarla.

Dado que se había manifestado una entusiasta reciprocidad, los casaron un caluroso día de verano en la capilla de la villa palaciega que los príncipes Morosini poseían a orillas del Brenta. Por supuesto, a la ceremonia siguió una fiesta, durante la cual el novio abusó un poco del vino. Eso hizo que la noche de boda fuese un poco movida, pues, indignada por verse sometida a los instintos lúbricos de un borracho, Celina empezó por vapulear a su esposo con el mango de una escoba antes de sumergirle la cabeza en un barreño de agua fría. Después de lo cual, fue a las cocinas para prepararle el café más negro, más cargado, más cremoso y más aromático que Zaccaria hubiera bebido jamás. Agradecido y despejado, este olvidó los escobazos y puso todo su empeño en hacerse perdonar.

Desde esa memorable noche de 1884, imprecaciones y maldiciones alternaron en el matrimonio Pierlunghi con besos apasionados, promesas de amor eterno y pequeños platos refinados que Celina preparaba a escondidas para su esposo cuando la cocinera del palacio estaba acostada, pues en aquella época Celina ocupaba un puesto de doncella.

Zaccaria disfrutaba con esas cenas íntimas, pero una noche el príncipe Enrico, padre de Aldo, volvió de su círculo antes de lo previsto y, al llegar hasta su nariz un indiscreto olor, se presentó en la cocina y descubrió el pastel al mismo tiempo que el talento culinario de la doncella. Encantado, se sentó de la forma más democrática al lado de Zaccaria, pidió un plato y un vaso y degustó su parte del festín. Ocho días más tarde, la cocinera titular arrojaba su delantal almidonado a la cabeza de la intrusa mientras esta abandonaba sus distintivos de doncella para tomar posesión de las cazuelas principescas y reinar sobre el personal de cocina con la bendición plena y total de los señores de la casa.

Nacida en el seno de una antiquísima y muy noble familia del Languedoc, los duques de Montlaure, la princesa Isabelle incluso encontró cierta satisfacción en dar algunas recetas del otro lado de los Alpes a su excelente cocinera, que las ejecutó de maravilla. Gracias a ello, toda la infancia del joven Aldo estuvo amenizada por una grata sucesión de soufflés aéreos, tartas crujientes o esponjosas, cremas sublimes y todas las maravillas que pueden nacer en una cocina cuando la sacerdotisa del santuario se dedica a mimar a los suyos. Puesto que el Cielo no le había concedido el privilegio de procrear, Celina concentró su amor en un joven señor que no tuvo motivos de queja.

Como sus padres viajaban mucho, Aldo se encontró a menudo solo en el palacio. Así pues, pasó plácidas horas, sentado en un taburete, mirando a Celina dedicarse a su suculenta alquimia regañando a sus pinches y cantando con voz potente arias de ópera y canciones napolitanas, de las que conocía un amplio repertorio. Había que verla, tocada con cintas multicolores como era típico en su región y vestida, bajo el blanco delantal de percal, con unos perifollos vistosos pero de formas imprecisas, ensanchados a medida que su propietaria se acercaba a la forma perfecta del huevo.

Pese a tantos atractivos Aldo no se pasaba la vida en las cocinas. Le habían asignado un preceptor francés, Guy Buteau, joven borgoñón cultivado que se esforzó en transferir su saber al cerebro de su alumno, aunque en un orden disperso. Le enseñó revueltos a los griegos y a los romanos, a Dante y Moliere, a Byron y los faraones constructores, a Shakespeare y Goethe, a Mozart y Beethoven, a Musset, a Stendhal, a Chopin, a Bach y los Románticos alemanes, a los reyes de Francia, a los dux de Venecia y la civilización etrusca, la sublime sobriedad del arte Románico y las locuras del Renacimiento, a Erasmo y Descartes, a Spinoza y Racine, los esplendores de la Ilustración francesa y la grandeza de los duques de Borgoña de la segunda generación, en pocas palabras, todo lo que se amontonaba en su propia cabeza, con la esperanza de convertir a su discípulo en un verdadero erudito. Le enseñó también algunas interesantes nociones de matemáticas, así como de ciencias físicas y naturales, pero sobre todo lo inició en la historia de las piedras preciosas, por las que sentía una pasión tan fuerte como la que le inspiraba la producción vitícola de su tierra natal. Gracias a su celo, a los dieciocho años el joven Morosini hablaba cinco idiomas, sabía distinguir una amatista de una turmalina, un berilo de un corindón, una pirita de cobre de una pepita de oro y, en otro plano, un vino de Meursault de uno de Chassagne Montrachet, sin olvidar, aunque con una pizca de condescendencia, un Orvieto de un Lacryma Christi. Naturalmente, el antro de Celina interesó al preceptor. Sostuvo con la cocinera asombrosas justas oratorias interrumpidas por degustaciones discretas, pero sin faltar nunca a las reglas del decoro. Resultado: delgado como un personaje de Octave Feuillet al llegar a Venecia, Guy Buteau había adquirido unas redondeces casi eclesiásticas cuando el príncipe Enrico le comunicó que estaba pensando en enviar a su hijo a un establecimiento educativo suizo. El pobre muchacho se quedó consternado por la noticia, pero se recuperó enseguida al enterarse de que no tendría que separarse de un hombre de su categoría. De preceptor, pasó a ser bibliotecario. O sea, entró en el paraíso, y sólo abandonaba su gran obra sobre la sociedad veneciana en el siglo XV para apreciar las suculencias que brotaban de las manos de Celina como de un inagotable cuerno de la abundancia.

Tras la muerte de su padre como consecuencia de una caída del caballo en el bosque de Rambouillet mientras cazaba ciervos con la intrépida duquesa de Uzès, Aldo no introdujo ningún cambio en el orden establecido. Todo el mundo quería al señor Buteau in casa Morosini y a nadie le pasaba por la cabeza que pudiera marcharse algún día. Hizo falta la guerra para privar al amable muchacho de su agradable sinecura. Desgraciadamente, no se sabía qué había sido de él. Dado por desaparecido en el frente de Chemin des Dames, dedujeron que había encontrado una muerte oscura y tanto más gloriosa. De repente, olvidando sus interminables discusiones, Celina lo lloró como si fuera un hermano e inventó una tarta de grosellas negras a la que puso su nombre.

Cuando la góndola atracó al pie de la escalera donde ella esperaba, Celina abrió con asombro los ojos, inmediatamente anegados de lágrimas, y luego, profiriendo una especie de berrido que hizo asomarse a muchos a las ventanas y zambullirse de pena a una gaviota ocupada en pescar, se echó al cuello de su «pequeño príncipe», como seguía llamándolo pese a su elevada estatura.

¡Madonna Santissima! ¡Cómo me lo han dejado esos descreídos! ¡No es posible que me lo hayan maltratado así!… ¡Mi niño! ¡Mi Aldino! Si hubiera justicia en este mundo ruin…

—Y la hay, Celina, puesto que Austria y Alemania han sido vencidas.

—¡Eso no es suficiente!

Besado, mimado, bañado en lágrimas, arrastrado sobre el oleaje de un vasto pecho sin que cesara un instante el vocero vengador de su «nodriza», Morosini se encontró sentado en la cocina, en su taburete de antaño, sin comprender cómo había podido atravesar el gran vestíbulo, el cortile y la antecocina del palacio sin ver nada. Una taza de café humeaba ya delante de él, mientras la opulenta mujer untaba con mantequilla unos panecillos que acababa de sacar del horno.

—¡Bebe, come! —ordenó—. Después hablaremos.

Aldo aspiró con los ojos entornados la sublime infusión, se obligó a comer una tostada para complacerla, pues la emoción le había quitado el apetito, y degustó tres aromáticas tazas. Luego apartó la vajilla y apoyó los codos en la mesa.

—Ahora háblame de mi madre, Celina. Quiero saber cómo ocurrió.

La napolitana se quedó inmóvil delante de uno de los aparadores donde estaba guardando diversos objetos. Su espalda se tensó como si la hubiera alcanzado un proyectil. Luego, la mujer exhaló un largo suspiro.

—¿Qué quieres que te diga? —dijo sin volverse.

—Pues todo, porque no sé nada. En tu carta no eras muy explícita.

—Escribir nunca ha sido mi fuerte, pero no quería que te enteraras de esa desgracia por otros. Me parecía que a través de mí te haría sufrir menos. Además, Zaccaria estaba demasiado afectado para garabatear tres palabras seguidas. Pese a las apariencias, es un hombre muy sensible.

Aldo se levantó, se acercó a ella y la rodeó por los hombros con afecto, emocionado al notar el temblor producido por la tristeza que la embargaba.

—Estabas en lo cierto, Celina. Nadie me conoce mejor que tú, pero ahora ven a sentarte y cuéntame. Todavía no consigo creérmelo.

Le acercó una silla y ella se sentó sacando un pañuelo para secarse los ojos. Luego se sonó y finalmente suspiró.

—No hay gran cosa que contar. ¡Todo fue tan rápido! Esa tarde, tu prima Adriana vino a tomar el té, y de repente, la princesa se encontró mal. No le dolía nada, pero estaba muy cansada. La señora Adriana insistió en que se acostara y la acompañó a su habitación. Cuando bajó al cabo de un rato, dijo que Su Alteza no cenaría, pero que debería prepararle una tila.

»Subí en cuanto la infusión estuvo preparada, pero tu pobre madre no quiso tomársela. Incluso dijo, un poco enfadada, que la señora Adriana era una cabezota y que se empeñaba en que tomara algo cuando ella no tenía ganas. Yo contesté que mi tila endulzada con miel la relajaría y que, en cualquier caso, no le veía buena cara, pero me di cuenta de que la molestaba; quería que la dejaran dormir, Así que dejé la taza en la mesilla de noche, salí después de desearle que pasara una buena noche y le aconsejé a Livia que no la molestara. Pero a la mañana siguiente, cuando Livia subió con la bandeja del desayuno, la oí gritar y llorar. Zaccaria y yo subimos enseguida… y vimos que la señora Isabelle nos había dejado y que… ¡oh, Dios mío!

Aldo la dejó llorar un momento sobre su hombro, luchando contra su propio dolor, y luego preguntó:

—¿Quién es Livia?

—La mayor de las dos muchachas que has visto al llegar. Ella y Frisca sustituyen, con nosotros dos, al personal de antes; los hombres se fueron a la guerra y algunas de las mujeres, demasiado mayores o demasiado preocupadas, decidieron irse con sus familias. Además, era imposible mantener tanto personal. Venturina, la doncella de tu madre, murió de la gripe y la sustituyó Livia. Una buena chica que hace bien su trabajo; la princesa estaba contenta.

—¿Qué dijo el médico? Ya sé que mi madre nunca lo llamaba, pero, dadas las circunstancias, debisteis de llamar al doctor Graziani, ¿no?

—Está paralítico desde hace dos años y no se mueve del sillón. El que vino dijo que había sido un ataque cardíaco.

—Eso no tiene sentido. Mi madre jamás había padecido del corazón, y desde la muerte de mi padre llevaba una vida bastante austera.

—Lo sé, pero, como dijo el doctor, basta una vez…

Zaccaria, que no había querido obligar a su mujer a compartir ese primer rato con el que ella consideraba su hijo, entró en ese instante. Los ojos enrojecidos de Celina y el semblante apenado de Aldo le indicaron de qué estaban hablando. Inmediatamente, su emoción se sumó a la de ellos:

—Un golpe tremendo para nosotros, don Aldo. El alma de este palacio se marchó con nuestra querida princesa.

—Las lágrimas pugnaban por salir, pero se rehízo para anunciar que el señor Massaria, el notario, acababa de telefonear para preguntar si el príncipe Morosini no tenía inconveniente en recibirlo a última hora de la mañana, si es que no estaba demasiado cansado por el viaje.

Un tanto sorprendido y preocupado por semejante prisa, Aldo aceptó esa primera visita: a las once y media estaría muy bien; así tendría tiempo de asearse con calma.

—El baño está a punto —anunció Zaccaria, que empezaba a recuperar su tono solemne—. Ayudaré a Su Excelencia.

—¡Ni hablar! En el lugar del que vengo he aprendido a arreglármelas solo. Tú intenta encontrar en mi guardarropa algo que me quede más o menos bien.

Contrariado, el mayordomo salió de la cocina. Morosini se dirigió de nuevo a Celina para hacerle una última pregunta: ¿sabía si la condesa Vendramin había vuelto a Venecia?

El semblante de Celina perdió súbitamente toda su expresividad. Irguió la espalda, sacó el pecho como una gallina ofendida y declaró que no tenía ni idea, pero que, gracias a Dios, había pocas posibilidades.

Morosini se limitó a sonreír; esperaba una respuesta de ese tipo. De modo bastante inexplicable, Celina, que más bien tenía tendencia a alentar sus aventuras con damas, detestaba a Dianora Vendramin. Sin conocerla, por supuesto, sino basándose en las habladurías y por el hecho de ser extranjera. Pese a la vocación cosmopolita de Venecia, la gente humilde profesaba por «los del norte» una antipatía que la larga ocupación austríaca explicaba en parte, y Dianora era danesa.

La joven, hija de un barón arruinado, sólo tenía dieciocho años cuando despertó una loca pasión en uno de los más nobles patricios de la laguna, que se casó con Dianora pese a tener cuarenta años más que ella. Dos años más tarde, se quedó viuda; su esposo había muerto en un duelo contra un hospodar rumano, conquistado por el encanto nórdico y los ojos de aguamarina de la joven.

Aldo Morosini la conoció unos meses antes de la declaración de guerra, la Nochebuena de 1913, en la fiesta de lady de Grey, una professional beauty que recibía en su palacio del Lido a una sociedad cosmopolita, un poco «mezclada» pero elegante y adinerada. La condesa Vendramin volvía a integrarse esa noche en un mundo del que se había apartado durante los tres años siguientes a la muerte de su esposo. Esa actitud discreta le había evitado numerosas humillaciones, pues se rumoreaba que el rumano había sido su amante y que ella había encontrado esa manera de librarse de un marido molesto pero rico.

La aparición tardía de la joven viuda, justo en el momento en que iban a pasar a la mesa, cortó en seco las conversaciones por su aspecto cautivador: la condesa, que lucía una creación del joven costurero Poiret realizada en una seda gris claro ligeramente azulado, totalmente cuajada de perlitas de cristal, y cuya línea fluida, ceñida bajo el pecho, acariciaba un cuerpo espigado que jamás había conocido el corsé, parecía una flor envuelta en escarcha. El vestido se estrechaba alrededor de unos tobillos dignos de una bailarina y de unas piernas estilizadas que el drapeado revelaba abriéndose antes de terminar en una corta cola. La mangas, largas y estrechas, se adentraban en el dorso de la mano, cargada de diamantes, pero el profundo escote en punta mostraba unos hombros exquisitos y el nacimiento de unos pechos encantadores. Una diadema de doscientos quilates, a juego con la gargantilla que rodeaba el largo y gracioso cuello, subrayando su fragilidad, coronaba la masa sedosa de los cabellos de lino peinados al estilo griego. Realmente era una reina la que acababa de hacer su entrada, y todos —especialmente todas— tuvieron plena conciencia de ello, pero nadie tanto como el príncipe Morosini, que se sintió esclavo de esa mirada transparente. Dianora Vendramin era tan bella que incluso eclipsaba a la deslumbrante princesa Ruspoli, que esa noche llevaba unas perlas fabulosas que habían pertenecido a María Mancini.

Loco de dicha al descubrir que la sílfide de las nieves era su vecina de mesa, Aldo apenas prestó atención a la conversación general. Se conformaba con mirarla, deslumbrado, incapaz de recordar siquiera, una hora más tarde, las palabras que había intercambiado con la belleza. No escuchaba las palabras, sino sólo la música de aquella voz grave, un poco velada, que pasaba sobre sus nervios como el arco sobre las cuerdas de un violín.

A medianoche, cuando los lacayos con pelucas empolvadas abrieron las ventanas para que pudieran escuchar las campanadas y los cánticos de los niños apiñados en góndolas, le besó la mano deseándole una Navidad tan luminosa como la que él estaba viviendo gracias a ella. Entonces ella sonrió.

Más tarde bailaron. Después, la condesa le permitió acompañarla y entonces Aldo se atrevió, con una voz vacilante que no reconocía como suya, a hablarle de amor y a intentar traducir la pasión que había encendido en él. Ella lo escuchó sin decir nada, con los ojos cerrados, tan inmóvil en la mullida suavidad de su capa de chinchilla que él creyó que estaba dormida. Desconsolado, se calló. Entonces ella entreabrió sus largas pestañas sobre el lago claro de su mirada para susurrar, apoyando la cabeza titilante en el hombro del príncipe:

—Continúe. Me gusta oírle.

Un instante después, él tomaba su boca, y un poco más tarde, en la antigua y encantadora casa que la joven poseía en el Campo San Polo, hacía caer el vestido de color luna y hundía su rostro en la masa liberada de una cabellera de seda clara, sin acabarse de creer el fabuloso regalo de Navidad que le hacía el destino: poseer a Dianora la misma noche de su primer encuentro.

Siguieron unos meses: un destello de loca pasión vivido entre el perfume de los naranjos de una villa de Sorrento, cuyos jardines descendían hasta el mar, donde a los dos les gustaba bañarse desnudos bajo las estrellas, y luego en un pequeño palacio enterrado bajo las adelfas a orillas del lago de Como. La pareja había, huido de Venecia y sus miles de miradas despreciativas. Además, Aldo no quería ofender a su madre, y sabía que le daba miedo esa relación con una mujer considerada peligrosa.

No obstante, con la embriaguez de los primeros días, ofreció a Dianora convertirse en princesa Morosini, propuesta que la joven rechazó alegando, no sin razón, que los tiempos no eran favorables al matrimonio. Desde hacía unos meses, corrían de una punta a otra de Europa rumores siniestros, como nubes anunciadoras de tormenta. Incluso parecía que estaban afianzándose.

—Es posible que tengas que combatir, querido —dijo ella—, y a mí no me atrae la angustia. Y menos aún el papel de viuda que me ha tocado y que tú me haces olvidar.

—Podrías borrarlo del todo, y si me quieres tanto como creo, casados o no, la angustia será la misma.

—Tal vez, pero al menos no dirán que te he traído mala suerte. Además, convertida en tu mujer me sentiría obligada a sufrir, y contigo sólo quiero conocer la felicidad.

El 28 de junio de 1914, mientras el archiduque Francisco Fernando, heredero de Austria-Hungría, caía en Sarajevo con su esposa, víctima de las balas disparadas por Gavrilo Pririzip, Dianora y Aldo daban un paseo en barca por el lago. Lectora apasionada de Stendhal, a Dianora le gustaba identificarse con la duquesa Sanseverina, cuyo ardor, libertad y pasión admiraba, lo que molestaba un poco a su amante:

—No tienes la edad del personaje —ironizaba—, ni yo la del joven Fabrice, que además, para su gran pesar, nunca fue su amante. Y yo soy el tuyo, querida, un amante muy enamorado. Por eso añoro Sorrento, donde no corríamos tras amores demasiado románticos para no terminar mal.

—Todo tiene un fin.

—No quiero esa palabra para nuestro amor, y lamento que quisieras cambiar Sorrento por este lago sublime pero un poco melancólico. Te prefería al sol y vestida con tus cabellos.

—¡Qué bárbaro! Y yo que creía que te gustaba…

Mientras duró el lento paseo, ella no le permitió que se le acercara. Él no insistió; Dianora tenía a veces esos caprichos que atizaban el deseo y Aldo los aceptaba gustoso, pues sabía que la recompensa estaría a la altura de la tentación estoicamente soportada.

Así sucedió aquella noche. Dianora se entregó más ardientemente que nunca, sin conceder a sus caricias ni tregua ni descanso, como si no se saciara de amor. Tal vez porque intuía que tenían las horas mágicas contadas, el único deseo de la joven era dejar un recuerdo imborrable en su amante, pero Aldo no lo sabía o no quería saberlo.

A la mañana siguiente, efectivamente, un sirviente les informó del drama de Sarajevo y Dianora ordenó preparar su equipaje.

—Debo regresar a Dinamarca de inmediato —le dijo a Morosini, estupefacto ante una decisión tan apresurada—. El rey Christian preservará nuestra neutralidad, o al menos eso espero. En cualquier caso, allí estaré más segura que en Italia, donde siempre me han visto como una extranjera en espera de tomarme por una espía.

—¡No digas disparates! Cásate conmigo y estarás a salvo de todo.

—¿Incluso cuando tú estés lejos? Es la guerra, Aldo, no te engañes. Prefiero vivirla junto a los míos y despedirme de ti ahora mismo. Recuerda que te he querido mucho.

—¿Es que ya no me quieres? —preguntó él, extrañado.

—Sí, pero en realidad eso ya no debe tener ninguna importancia.

Negándole el beso que él quería darle, lo apartó suavemente y se limitó a ofrecer a sus labios una mano para retirarla enseguida, pese a que él intentaba retenerla.

—Es mejor así —dijo Dianora con una sonrisa un poco forzada que a él no le gustó—. El círculo se cierra con el mismo gesto con el que todo empezó en casa de lady de Grey. No nos hemos separado desde entonces y deseo que nuestra separación esté marcada por la misma elegancia.

Dianora encerró bajo la piel clara de su guante la huella de los labios de Aldo; luego, negándose a que él la acompañara, hizo un último ademán de despedida mientras montaba en el coche que había pedido para que la llevara a Milán. No se volvió ni una sola vez. Un poco de polvo bajo la caja azul de un automóvil fue el último recuerdo que Morosini guardó de su amante. Había salido de su vida como se sale de una casa: cerrando la puerta tras de sí sin acceder a dar una dirección, y todavía menos una cita.

—Hay que dejar que el azar actúe —había dicho—. A veces, el tiempo pasado vuelve.

—Ésa era la divisa de Lorenzo el Magnífico —repuso él—. Sólo una italiana puede creer en ella. Tú no.

Aunque Dianora consideraba elegante su separación, esa forma de despegarse de él hirió profundamente a Aldo, tanto en su amor como en su orgullo masculino. Antes de conocer a Dianora, había tenido muchas aventuras sin importancia alguna para él. Siempre acababan por iniciativa suya pero sin brusquedad y, en general, de forma bastante consoladora para la interesada, pues tenía una habilidad especial para transformar sus amores en amistades.

Esta vez había sido muy distinto. Se encontraba esclavo de un recuerdo tan embriagador que se le adhería a la piel y que no lo abandonó durante los tres años de guerra. Cuando pensaba en Dianora, experimentaba a la vez deseo y furia, unidos a unas ansias de venganza atizadas por el hecho de que la prudente Dinamarca, pese a su neutralidad, prestaba cierta ayuda a Alemania, Ardía en deseos de verla al tiempo que estaba seguro de que era imposible. Había habido demasiados muertos, demasiadas ruinas. Un terrible muro de odio se alzaba ahora entre ellos.

Morosini sólo dedicó unos instantes a rememorar su amor: el tiempo de salir de las cocinas ante la mirada preocupada de Celina y de volver al vestíbulo. Allí cobró protagonismo la belleza algo solemne pero apacible y tranquilizadora de su casa. La imagen de Dianora se difuminó; la joven nunca había cruzado el umbral de su palacio.

Con la mirada y con la mano, acarició unos fanales de bronce dorado, vestigios de la galera capitaneada por un Morosini en la batalla de Lepanto. En otros tiempos, las noches de fiesta los encendían y su luz arrancaba reflejos tornasolados a los mármoles multicolores del embaldosado, a los dorados de las largas vigas iluminadas de un techo que no se podía contemplar sin echar la cabeza hacia atrás. Lentamente, subió la ancha escalera cuya barandilla de balaustres habían pulido tantas manos para dirigirse al portego, la larga galería-museo que constituía el orgullo de numerosos palacios venecianos.

La vocación de este era marítima. A lo largo de las paredes cubiertas de retratos, muchos de ellos de factura ilustre, unos bancos de madera blasonados alternaban con consolas de pórfido donde, metidas en urnas de cristal, se hinchaban las velas de las carabelas, las carracas, las galeras y otras naves de la Serenísima República. Los lienzos representaban a hombres vestidos con gran magnificencia que formaban el cortejo del retrato más imponente, el de un dux con coraza y manto púrpura, corno de oro en la cabeza y orgullo en el fondo de los ojos: Francesco Morosini el Peloponesio, cuatro veces general del Mar contra los turcos, muerto en 1694 en Nauplia mientras estaba al mando supremo de la flota veneciana.

Aunque otros dos dux habían distinguido a la familia —uno, Marino, de 1249 a 1253, y el otro, Michele, víctima de la peste en 1382 tras sólo cuatro meses de reinado—, este era el más grande de los Morosini, un hombre excepcional en el que el poder se aliaba a la prudencia y que había escrito una de las páginas más gloriosas de la historia de Venecia, una página que fue la última. En el otro extremo del portego, frente al retrato del dux, se alzaba el fano, la triple linterna que indicaba el grado de general en la nave de Francesco en la batalla de Negroponto.

Aldo permaneció un rato ante la efigie de su gran antepasado. Siempre le había gustado ese rostro pálido y fino enmarcado en cabellos blancos, con bigote y perilla en torno a una boca delicada, así como esos profundos ojos negros, orgullosos y dominadores bajo unas cejas fruncidas por la impaciencia. El pintor debía de haber tenido cierta dificultad en conseguir una inmovilidad prolongada.

El recién llegado pensó que, frente a tanto esplendor, debía de presentar un aspecto lamentable con su viejo uniforme raído. La mirada grave parecía buscar la suya para pedirle cuentas de sus hazañas guerreras, a decir verdad, bastante escasas. Entonces, movido por una fuerza venida de lejos y como lo hubiera hecho ante el dux vivo, hincó un instante la rodilla al tiempo que murmuraba:

—No he desmerecido. Serenísimo Señor. Sigo siendo uno de los vuestros.

A continuación, se levantó y subió corriendo al segundo piso sin detenerse en la habitación de su madre. El notario no tardaría en llegar y no era momento de dejarse invadir por la melancolía.

Aunque sintió placer al recuperar su entorno de antes, no se recreó mucho en él, acuciado por la prisa de librarse de sus ropas de prisionero. Con todo, se entretuvo en poner el clavel de la joven florista en un estrecho jarrón irisado y colocarlo en su mesita de noche. Luego, tras desnudarse en un santiamén, se apresuró a sumergirse con deleite en la bañera, llena de un agua perfumada con lavanda y gloriosamente caliente.

Antes le gustaba recrearse en la bañera humeante leyendo el correo. Era un lugar mágico y propicio a la reflexión, pero esta vez se limitó a frotarse enérgicamente después de haberse embadurnado de jabón hasta la punta de los cabellos. Cuando hubo acabado, el agua estaba gris y era poco apropiada para ponerse a pensar. Salió rápidamente, quitó el tapón, se secó, se roció de agua de lavanda inglesa y luego, envuelto en un albornoz que le pareció el súmmum del confort, se afeitó, encendió un cigarrillo y volvió a su habitación.

En el vestidor contiguo. Zaccaria trajinaba sacando de unas bolsas de tela trajes de colores y cortes variados, que examinaba con ojo crítico.

—¿Me traes algo con que vestirme, o has utilizado mi ropa para hacer fuego? —dijo Morosini.

—Habría sido una buena idea, porque debe de quedarle todo grande. Va a parecer un fideo…, menos quizá con los trajes de etiqueta, porque gracias a Dios los hombros siguen en su sitio.

Aldo se acercó a Zaccaria riendo.

—No me imagino recibiendo al viejo Massaria con traje y corbata blanca. A ver…, dame eso.

«Eso» era un pantalón de franela gris y un blazer azul marino que llevaba en Oxford el año que había pasado allí para perfeccionar su inglés. Después escogió una camisa blanca de tusor y se anudó en torno al cuello una corbata con los colores de su antiguo college. Hecho esto, se contempló con una satisfacción moderada.

—No estoy tan mal, después de todo.

—No es usted muy exigente. Esas camisas caídas carecen de elegancia. Están bien para los estudiantes y los obreros. Se lo he dicho cien veces, no hay nada como…

—Ya que no te gusta mi camisa, ve a ver si ha llegado el notario. Su cuello postizo te consolará. Llévalos a los dos a la biblioteca.

Aldo cogió un par de cepillos de carey para domeñar sus espesos cabellos negros, en los que ya aparecían, a la altura de las sienes, algunos hilos plateados que no quedaban realmente mal sobre su piel mate, pegada a una osamenta digna de un condottiere. Con todo, se observaba sin indulgencia: ¿dónde estaban sus músculos de antes? En cuanto al rostro, hundido a causa de las privaciones —no se comía mucho en Austria en los últimos tiempos—, le hacía aparentar más de los treinta y cinco años que tenía. Tan sólo los ojos, de un azul acerado que tiraba a verde cuando se enfadaba, de mirada siempre despreocupada y a menudo burlona, conservaban la juventud, al igual que unos dientes blancos que, llegado el caso, una sonrisa indolente dejaba ver. Una sonrisa que, por el momento, se asemejaba bastante a una mueca.

—Ridículo —dijo, suspirando—. Habrá que rellenar todo esto, hacer deporte. Menos mal que el mar no está lejos: iré a nadar.

Tras esta inyección de ánimo, bajó a la biblioteca. Era su habitación preferida. En ella había pasado ratos maravillosos con el querido señor Buteau, que sabía evocar con el mismo lirismo la muerte trágica de Marino Faliero, el dux maldito, representada por el pintor Eugène Delacroix, la larga lucha contra los turcos, los sonetos de Petrarca… y el aroma de una liebre à la royale. Llegado a la edad adulta, a Aldo le gustaba saborear el último puro de la velada escuchando cómo desgranaba sus notas frescas la fuente del cortile. Quizá todavía flotaba entre las paredes revestidas de roble y de libros antiguos el suave olor de los espléndidos habanos.

Al igual que el portego, la estancia dedicada a los libros proclamaba la vocación marítima de los Morosini. Albergaba un auténtico tesoro en mapas antiguos entre los que, además del atlas catalán del judío Cresques, había portulanos incompletos pero aun así impresionantes, trazados por orden del príncipe Enrique el Navegante en la sorprendente Villa do Infante, en Sagres, junto al cabo de San Vicente, que era a la vez palacio, convento, arsenal, biblioteca e incluso universidad. Figuraba también el famoso mapa del veneciano Andrea Blanco, trazado antes incluso de que Cristóbal Colón hubiera soltado las amarras de sus carabelas, donde ya aparecía una parte de las Antillas y un fragmento de Florida. Por no hablar de algunos de esos portulanos genoveses, bizantinos, mallorquines y venecianos que sus propietarios, en caso de ser apresados, preferían arrojar al mar a fin de que no cayeran en manos del enemigo.

Armarios pintados, con puertas macizas, protegían libros de a bordo y tratados de navegación antiguos. En una vitrina había también astrolabios, esferas armilares y uno de los primeros compases. Un soberbio mapamundi sobre estructura de bronce, colocado delante de la ventana central, recibía la luz del sol, y sobre las estanterías reposaban otras esferas tan magníficas como inútiles. Y catalejos, sextantes, brújulas y un sorprendente pez de hierro imantado que, según decían, los vikingos utilizaban para atravesar los mares que ignoraban que eran el océano Atlántico. El mundo, su historia y las aventuras humanas más fascinantes reposaban allí, entre los estantes cargados de libros con encuadernaciones preciosas, cuyas abigarradas pieles y cuyos «hierros» dorados brillaban. Allí, el perfume del pasado se mezclaba con el de los puros fumados.

Con el dedo índice, Morosini levantó la tapa de la gran caja de caoba donde antes se guardaban los largos habanos, con su escudo de armas en la vitola, que hacían traer de Cuba. Estaba vacía, pero quedaban unas briznas que él recogió para acercárselas a la nariz. Esperaba poder disfrutar al menos de ese placer.Un carraspeo lo devolvió a la tierra.

—Mmm… espero no ser inoportuno —murmuró una voz tímida.

Inmediatamente, Aldo se dirigió hacia el recién llegado con las manos tendidas.

—Me alegro de volver a verlo, querido amigo. ¿Cómo está?

—Bien, bien, gracias… Pero es a usted, príncipe, a quien hay que preguntar eso.

—No me diga que tengo mal aspecto, por favor. Celina ya se ha encargado de hacerlo, prometiéndose poner remedio. Venga a sentarse —añadió, señalando un sillón tapizado en piel situado junto a un taburete de tijera que se reservaba para él—. Está usted igual que siempre —dijo, observando el amable rostro de nariz redonda, tocada con unos anteojos, que se erigía sobré un impecable y glacial cuello postizo cuya visión debía de haber reconfortado el alma de Zaccaria. Morosini apreciaba al señor Massaria. Su bigote y su perilla canosos tal vez hubiesen sido más adecuados a un siglo pasado, al igual que su cándido corazón y su escrupulosa conciencia, pero era un hombre muy experto en la profesión que ejercía, un consejero financiero sagaz, incluso bastante temible, y un viejo amigo de la familia. Su devoción fiel y silenciosa hacia la madre de Aldo no era un secreto para nadie; sin embargo, a nadie se le ocurrió jamás burlarse porque era un sentimiento conmovedor.

Pietro Massaria no se había casado nunca con el pretexto de amar su libertad por encima de todo, lo que le había permitido evitar las uniones sucesivas que tiempo atrás su padre intentaba imponerle, pero de hecho sólo había amado a una mujer: la princesa Isabelle. Dado que, por razones evidentes, no podía esperar hacerla su esposa, y todavía menos su amante, el notario había decidido ser su más fiel y discreto servidor, conservando como único tesoro, en el secreto de un estuche permanentemente cerrado con tres vueltas de llave, un pequeño retrato pintado por él mismo a partir de una fotografía y junto al cual ponía todas las mañanas una flor recién cortada.

La muerte súbita de su amada lo había destrozado. Aldo se dio cuenta observándolo más atentamente. Pese a lo que había dicho hacía un momento, el notario aparentaba más de los sesenta y dos años que tenía. Su cuerpo repleto carecía de vitalidad y, tras los cristales de los anteojos, unos párpados enrojecidos delataban la excesiva frecuencia de las lágrimas.

—Y bien, ¿qué viento favorable lo trae por aquí? —dijo Aldo—. Supongo que tiene algo que decirme…

—… Para abordarlo la misma mañana de su regreso, ¿no? Lo he visto llegar y tenía gran interés en ser el primero de sus amigos que le diera la bienvenida. Además, he pensado que cuanto antes lo ponga al corriente de sus asuntos, mejor. Me temo que el viento al que ha hecho alusión no sea muy bueno, pero usted siempre ha sido un joven enérgico, y supongo que la guerra lo ha acostumbrado a mirar la verdad de frente.

—¡No se ha privado de hacerlo! —dijo Morosini en un tono alegre que ocultaba bastante bien la inquietud sembrada por un preámbulo tan poco tranquilizador—. Pero bebamos primero algo, será la mejor manera de reanudar nuestras buenas relaciones.

Se acercó a una licorera antigua que estaba sobre una consola, cogió dos copas de cristal grabado en oro y una botella a juego, llena en sus tres cuartas partes de un líquido ambarino.

—El tokay de mi padre —anunció—. Creo que a usted le gustaba. Y se diría que Zaccaria ha tratado esta botella como si fuera el Santo Grial, porque no falta ni una gota.

Sirvió a su invitado y luego, con su copa en la mano, se sentó en el taburete, pero dejó que su viejo amigo degustara con unción el vino húngaro, que le recordó muchos buenos momentos, dio un sorbo, lo paladeó un instante antes de tragárselo y dijo:

—Bien, estoy a punto para escucharle. Aunque… quisiera que evitáramos en la medida de lo posible hablar de mi madre. Todavía no puedo soportarlo.

—Yo tampoco. Estoy muy apenado.

Para rehacerse, Massaria bebió un buen tercio de su copa; después sacó un pañuelo, limpió los anteojos, los colocó de nuevo sobre su nariz y finalmente, con un temblor de labios que, siendo condescendientes, podía pasar por una sonrisa, dirigió a su anfitrión una mirada contrita.

—Perdone. A mi edad, las emociones caen fácilmente en la ridiculez.

—A mí no me lo parece. Pero hablemos de negocios. ¿Cuál es mi situación?

—Me temo que no muy buena. Como ya sabe, en el momento de la muerte de su padre las finanzas…

—Habían sufrido estragos —dijo Morosini con una pizca de impaciencia—. También sé que cuando empezó la guerra ya no teníamos fortuna de antes, y la responsabilidad es en parte mía. Así que, querido amigo, ahorrémonos los paños calientes y dígame qué me queda.

—Será rápido: un poco de dinero procedente de… su madre, la villa de Stra, aunque está hipotecada hasta el pararrayos, y este palacio, que está limpio.

—¿Eso es todo?

—Sintiéndolo mucho, sí. Pero si he querido verlo cuanto antes es porque quizá tenga un remedio.

Aldo no escuchaba. Pensativo, había ido a por la botella de tokay y se dirigía con ella hacia la chimenea tras haberle ofrecido otra copa al notario, que la rechazó con la mano. Se esforzaba en poner a mal tiempo buena cara, pero en realidad se sentía abrumado: su palacio, uno de los más grandes de Venecia, exigía sumas considerables para su mantenimiento, pues, además de la erosión que sufría la ciudad a causa del agua, necesitaba mucho personal, y cuando la villa del interior —construida por Palladio— se vendiera, seguramente no quedaría gran cosa para mantener la casa principal, una vez pagadas las hipotecas. Conclusión: había que encontrar, y enseguida, una ocupación lucrativa.

Pero ¿qué? Aparte de montar a caballo, bailar, jugar al golf, al tenis y al polo, pilotar un velero, conducir un coche, besar con elegancia el metacarpo de las patricias y hacer el amor, Aldo no tenía más remedio que reconocer que no sabía hacer nada. Un pobre bagaje para comenzar una carrera y salir a flote. Quedaba un tesoro familiar cuya existencia sólo conocían su madre y él, pero le desagradaba la idea de ponerlo en venta, ¡Isabelle Morosini le tenía tanto apego!

Acodado en la chimenea, mirando las llamas, se sirvió una tercera copa y la vació de un trago.

—Espero que no esté pensando en refugiarse en la bebida —dijo el notario con una pizca de severidad—. Hace un momento le he dicho que tal vez tenga un remedio para sus males, pero no me ha escuchado.

—Es verdad. Perdone, por favor. ¿De verdad tiene una solución? ¿Cuál, Dios mío?

—El matrimonio. Un matrimonio muy honorable, tranquilícese, de lo contrario no me habría atrevido a proponérselo.

—Creo que he oído mal —dijo el príncipe con cara de sorpresa.

—Al contrario, ha oído perfectamente. Cásese y le prometo una bonita fortuna.

—¿Así de fácil? Ha hecho bien en anunciar que se trataba de una proposición honorable. Eso descarta al clan de las solteronas con las venas endurecidas y las viudas que se sienten solas, pero no a los adefesios imposibles de casar.

—No es ahí donde tiene que buscar. Un hombre de treinta y cinco años debe casarse con una jovencita.

—¿En serio? —preguntó sarcásticamente Aldo—. Hábleme de ella, entonces. Se muere de ganas de hacerlo y no voy a negarle esa satisfacción.

—Encantado: diecinueve años, la frescura de una rosa y los ojos más bonitos del mundo, entre las cualidades más evidentes según los rumores.

—Lo que significa que usted no la ha visto. ¿Y de dónde la ha sacado?

—De Suiza.

—¿Está de broma?

—Esa pregunta es un poco cruel con las suizas. Supongo que sabe que hay algunas muy guapas. Bien, se trata de lo siguiente: el banquero de Zúrich Moritz Kledermann tiene una sola hija. Lisa, a la que no le niega nada. Dicen que es encantadora, y su dote podría atraer hasta a un príncipe reinante.

—Eso no es una referencia. En estos momentos debe de haber unos cuantos sin un céntimo.

—Ocupar un trono no es una sinecura. En cuanto a Lisa, parece ser que está enamorada…

Morosini soltó una alegre carcajada.

—¡Qué Romántico! Parece ser que está enamorada de mí, pero seguramente porque me vio en mis buenos tiempos, en alguna revista de antes de la guerra. Y como he cambiado bastante…

—¿Es una manía impedir que acabe las frases? No se trata de usted, sino de Venecia.

—¿De Venecia? —dijo Morosini, tan visiblemente desilusionado que el notario se permitió sonreír.

—Pues sí, de nuestra hermosa ciudad. De su encanto, de las callejuelas, de los canales, de los palacios, de su historia —respondió, repentinamente lírico—. Reconocerá que el hecho no tiene nada de raro: madame de Polignac, el príncipe de Borbón, lady de Grey, el pintor Daniel Curtis y su primo Sargent… Eso sin mencionar a los devotos de otros tiempos, como Byron, Wagner y Browning, entre otros.

—De acuerdo, pero, en ese caso, ¿por qué su heredera no hace lo mismo que ellos? No tiene más que comprar o alquilar un palacio, instalarse en él y gozar de la vida. Aquí hay bastantes viviendas bonitas que están pidiendo ayuda a gritos, y eso no requiere casarse conmigo.

—Ella no quiere un palacio cualquiera. Y se niega a ser una turista más. Lo que desea es integrarse en Venecia, llevar uno de sus viejos apellidos llenos de gloria, en una palabra, convertirse en veneciana para que sus hijos lo sean también.

—Parece que Guillermo Tell ya no triunfa, ¿eh? En fin, después de todo, antes de esta maldita guerra había bastantes chifladas y el número no debe de haber disminuido mucho.

—Deje de tomárselo a risa, se lo ruego. Una cosa es cierta: usted responde punto por punto a los deseos de la señorita Kledermann. Es príncipe, y en el Libro de Oro de la Serenísima su apellido es uno de los mejores, igual que su palacio. Goza de una excelente salud, cosa que tiene su valor para una muchacha de la saludable Helvecia, y es bien parecido.

—Es usted muy benévolo. Sólo hay un detalle en el que al parecer no ha pensado: no se puede convertir en princesa Morosini a una suiza que debe de ser protestante, suponiendo que me decida a considerar la propuesta.

—Kledermann es de origen austríaco y católico. Lisa también.

—Tiene respuesta para todo, ¿no? De todas formas, me niego a casarme con una perfecta desconocida para dar lustre a mi escudo de armas. Si aceptara, no volvería a atreverme a mirar de frente el retrato del dux Francesco. Tómeme por loco si quiere, pero me juré no desmerecer jamás…

—¿Sería desmerecer casarse con una mujer bellísima, inteligente y buena? En los últimos tiempos atendía a enfermos en un hospital.

Morosini se apartó de la chimenea, donde empezaba a tener demasiado calor, y apoyó en un hombro del notario la mano en la que lucía una sardónice con sus armas grabadas.

—Querido amigo, le agradezco infinitamente las molestias que se toma pero, con toda sinceridad, no creo hallarme reducido aún a la necesidad de aceptar ese tipo de negociación. Si algún día contraigo matrimonio, me gustaría seguir el ejemplo de mis padres y casarme por amor, aunque la novia sea más pobre que la hija de Job. Verá, quizá tenga otro medio de salir del apuro.

—¿El zafiro visigodo de su madre? —preguntó Massaria sin pestañear—. ¿No cree que sería una pena venderlo? Ella le tenía mucho apego.

Aldo ni siquiera pensó en disimular su sorpresa.

—¿Le habló de él?

La sonrisa del notario se tiñó de melancolía.

—La señora Isabelle me lo enseñó una tarde que quizá fue la más deliciosa de mi vida, pues ese rasgo de confianza era una garantía de que me consideraba un amigo fiel. Pero también fue un día muy triste. Verá, su madre acababa de vender la mayoría de sus joyas para mantener el palacio y la idea de separarse de esa joya familiar la desgarraba.

—¿Vendió sus joyas? —exclamó Aldo, aterrado.

—Sí, y es a mí a quien encargó las transacciones, pese a lo mucho que me repugnaba hacer una cosa así. Pero el zafiro de Recesvinto sigue perteneciéndole. En cuanto a usted, sólo lo tiene en depósito hasta que pase a su primogénito, si Dios le da hijos. Por eso debería examinar un poco más seriamente mi propuesta.

—¿Para permitir que los nietos de un banquero suizo se conviertan en propietarios de una piedra real y más que milenaria?

—¿Por qué no? Vamos, no haga remilgos. Sepa usted, que es amante de las piedras preciosas, que Kledermann posee una admirable colección de joyas entre las que figura un aderezo de amatistas que perteneció a Catalina la Grande, una esmeralda que Cortés trajo de México y dos Mazarinos.

—¡No siga! La colección del padre podría tentarme más que la dote de la hija. Usted conoce perfectamente mi pasión por las piedras, que le debo al buen señor Buteau, pero no caeré en su trampa. Ahora olvidemos todo eso y acepte comer conmigo.

—Se lo agradezco, pero no puedo; me espera el procurador Alfonsi. Pero vendré con mucho gusto una de estas noches a degustar las delicias de Celina.

El notario se levantó y estrechó la mano del Morosini; luego, acompañado por este, se dirigió hacia la puerta de la biblioteca y se detuvo.

—Prométame que pensará en mi propuesta. Es muy seria, créame.

—No lo dudo, y le prometo que lo pensaré, pero será sólo para complacerlo.

Una vez solo, Aldo encendió un cigarrillo y se resistió a las ganas de servirse otra copa. No era un bebedor habitual y le sorprendía esa súbita necesidad. Tal vez se debía a que, desde su llegada, tenía la impresión de hallarse transportado demasiado deprisa de un mundo a otro. Todavía ayer llevaba la limitada vida de un prisionero, y ahora había recuperado al mismo tiempo su vida de antes y su antigua personalidad, pero la una le daba la sensación de un vacío enorme, mientras que la otra le hacía sentirse incómodo. ¡Había deseado tanto recuperar su entorno familiar, sus costumbres pobladas de rostros queridos! Y resultaba que, nada más llegar, debía afrontar las miserables preocupaciones de la vida cotidiana. En el fondo, estaba un poco molesto con el señor Massaria por no haberle concedido un plazo más largo de gracia, aunque su visita había estado inspirada exclusivamente por la amistad.

Casi echaba de menos el cuarto glacial del pueblo austríaco donde había pasado el último año; al menos allí sus sueños lo mantenían caldeado, mientras que ahora, rodeado del fasto de su morada familiar, se sentía extraño. ¿Qué relación había entre el amante principesco de Dianora Vendramin y el hombre arruinado de hoy?

Porque estaba completamente arruinado, y sin ningún remedio inmediato. La venta del zafiro —suponiendo que se resignara a venderlo— quizá le permitiría aguantar algún tiempo, pero ¿y después? ¿Tendría que acabar vendiendo también el palacio y marchándose, tras haber asegurado a Celina y a Zaccaria una pensión adecuada? ¿Adónde? ¿A Estados Unidos, el refugio de los desfavorecidos por la fortuna, cuyo estilo de vida no le gustaba? ¿A la Legión Extranjera francesa, donde se había refugiado uno de sus primos? Estaba saturado de guerra. ¿Qué más posibilidades había? ¿Ir en busca de lo desconocido, lanzarse al vacío? ¡Tenía tantas ganas de vivir! Quedaba ese matrimonio absurdo que algunos podrían considerar normal, pero que a él le parecía degradante, tal vez porque, antes de la gran catástrofe, había visto varios de esos enlaces estrambóticos entre ricas herederas yanquis ávidas de mandar bordar coronas en su ropa blanca y nobles sin dinero incapaces de encontrar otra solución. Que la candidata fuese helvética no disminuía un ápice la repugnancia del príncipe. Y se sumaba el hecho de que incluso le parecería una mala acción: esa chica estaba en su derecho de esperar un poco de amor. ¿Cómo podía acercarse a ella con la imagen de Dianora en el corazón?

Irritado por sentirse tentado pese a todas sus objeciones, echó el cigarrillo a la chimenea y subió a los aposentos de su madre, como acostumbraba a hacer en el pasado cuando le preocupaba algo.

Al llegar a la puerta, dudó un poco antes de decidirse a entrar y sintió verdadero alivio al ver que tras esa puerta lo recibía el sol, no las temidas tinieblas. Por una de las ventanas entraba el aire fresco del exterior, pero un fuego claro ardía en la chimenea. Sobre una cómoda, junto a una fotografía suya con uniforme de oficial de Exploradores había un jarrón de cristal con tulipanes amarillos. La habitación estaba como siempre.

Espaciosa y clara, era una obra maestra de gracia y elegancia, digno estuche de una gran dama y una hermosa mujer. Francesa sin reserva, con su graciosa cama de baldaquín redondo, sus altos artesonados claros, unos visillos y cortinas de raso bordado que armonizaban un marfil cremoso y un azul turquesa muy tenue alrededor del gran retrato de una mujer que a Aldo siempre le había gustado. Aunque fuera de una duquesa de Montlaure que, durante la Revolución, había pagado con su cabeza su fidelidad a la reina María Antonieta, presentaba un sorprendente parecido con su madre. Y curiosamente él siempre había preferido esa tela a la que representaba a Isabelle Morosini con vestido de noche, pintada por Sargent, que hacía pareja con el de la tía abuela Felicia, obra de Winterhalter, en el salón de las Lacas.

Con excepción del retrato, pocos cuadros ocupaban los paneles marfil ribeteados de azul: una cabeza de niño de Fragonard y un delicioso Guardi, única evocación de Venecia junto con algunos objetos antiguos de cristal irisado como pompas de jabón.

Lentamente, Aldo se aproximó al tocador, cubierto de esas mil bagatelas fútiles y encantadoras tan necesarias para el arreglo de una mujer refinada. Tocó los cepillos de corladura, los frascos de cristal todavía medio llenos, destapó uno para recordar el entrañable perfume de jardín después de la lluvia, a la vez fresco y silvestre. Luego, al ver el gran chal de encaje en el que a la princesa muerta le gustaba envolverse, lo cogió, se lo acercó a la cara y dejándose caer de rodillas cesó de resistirse a su tristeza y rompió a llorar.

Las lágrimas le sentaron bien pues borraron sus incertidumbres y se llevaron consigo su desánimo. Al dejar la prenda en el sillón, supo que no aceptaría dejar que una extraña pisara las alfombras de esa habitación ni separarse del antiguo palacio familiar. Eso significaba que iba a tener que llevar a cabo una selección entre sus recuerdos, establecer una escala de valores cuya conclusión se imponía ya por sí sola: si la joya podía salvar la casa, había que separarse de ella. No para que acabase en manos de cualquiera, por supuesto; un museo sería quizás el comprador ideal, aunque pagaría menos que algunos coleccionistas. Para empezar, había que sacar la piedra de su escondrijo.

Después de haberse asegurado de que la puerta estaba cerrada, Morosini se acercó a la cabecera de la cama, buscó el corazón de una flor en el interior de una de las columnas de madera esculpida que sostenía el baldaquín y presionó. La mitad del soporte pintado y dorado giró sobre unos goznes invisibles y dejó a la vista la cavidad donde la princesa Isabelle guardaba, dentro de una bolsita de piel de gamuza, el magnífico zafiro en forma de estrella montado en un colgante. Nunca había conseguido resignarse a depositarlo en un banco.

La cama había ido con ella desde Francia a Venecia. Desde hacía más de dos siglos, llegada la ocasión, constituía un escondite perfecto, a la vez cómodo y discreto, para esa joya real. Así había pasado la Revolución sin que nadie sospechara su presencia.

Tanto por piedad filial como por el placer de tenerla siempre a mano, Isabelle la conservaba allí. No se la ponía, pues la piedra le parecía demasiado grande y pesada para su fino cuello. En cambio, le gustaba tenerla entre las manos para tratar de recuperar el calor de esas otras manos desaparecidas que la habían acariciado, incluidas las del rey bárbaro de cabellos lacios cuya diadema adornaba.

Al abrir la columna, la bolsita prácticamente caía por sí sola, pero en esta ocasión no fue así: el escondrijo estaba vacío.

A Morosini le dio un vuelco el corazón mientras sus largos dedos registraban la cavidad, pero no encontró nada y se dejó caer sobre la cama con la frente impregnada de sudor. ¿Dónde estaba el zafiro? ¿Había sido vendido? No, eso era impensable. Massaria lo habría sabido, y había sido categórico al respecto: la piedra continuaba en el palacio. ¿Qué había ocurrido entonces? ¿Acaso había considerado su madre oportuno cambiarla de sitio? ¿Había preferido quizás otro escondrijo?

Escéptico, procedió a realizar un registro rápido de los diferentes muebles, ninguno de los cuales ofrecía la seguridad del antiguo escondite, practicado por un experto ebanista. No encontró nada y regresó hacia la cama para examinarla a fondo. Se le había ocurrido que, al sentir la cercanía de la muerte, tal vez su madre había querido tener la piedra por última vez entre las manos y, débil como estaba, se le había caído.

Apartó las mesillas de noche, tiró de la cama para apartarla de la pared, se arrodilló y se tumbó sobre la alfombra para explorar la zona que quedaba debajo del mueble, tan pesado que no debían de haberlo desplazado desde que fue instalado allí.

Cuando tuvo la nariz a ras del suelo, el olor dulzón que había notado al entrar en la habitación se acentuó. Entonces vio un objeto que podía ser la bolsa de piel e introdujo el brazo hasta el hombro, pero lo que sacó fue un ratón muerto, y se disponía a soltarlo con asco cuando algo le llamó la atención: el pequeño cuerpo estaba rígido, casi acartonado, pero la boca aún retenía un bocado rojizo que Aldo identificó de inmediato. Era un trozo de uno de los dulces de frambuesa que a su madre le encantaban y que le enviaban de Francia. Siempre tenía unos cuantos en la bombonera de Sèvres que estaba sobre su mesita de noche. Morosini levantó la tapa de porcelana dorada: la caja estaba medio llena.

A Aldo también le gustaban mucho esas golosinas que habían endulzado su infancia. Cogió una con la intención de comérsela, pero cuando lo hacía su mirada se topó con el cadáver del ratón. Una idea ridícula lo asaltó e interrumpió el gesto. Era una idea absurda, demencial, pero, cuanto más intentaba desterrarla de su mente, más nítida se hacía. Tratándose de idiota, se acercó de nuevo el dulce a los labios, pero, como si una mano invisible le hubiera asido el brazo, se detuvo de nuevo.

—Debo de estar volviéndome loco —masculló, aunque ya sabía que no se comería esa golosina repentinamente sospechosa.

Se acercó a un secreter de marquetería, cogió un sobre, depositó en su interior el ratón, el trocito y la frambuesa intacta, se lo guardó en el bolsillo, fue a buscar un abrigo y bajó la escalera mientras informaba a Zaccaria que tenía que salir.

—¿Y la comida? —protestó Celina, apareciendo como por arte de magia.

—Todavía no son las doce y acabaré enseguida. Voy a la farmacia.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo? Dio mio, ya me lo parecía a mí.

—No, no estoy enfermo. Simplemente tengo ganas de saludar a Franco.

—Ah, bueno, si es eso, entonces tráeme calomelanos.

Admirando el espíritu práctico de su cocinera, Morosini salió del palacio por una puerta trasera y, a pie, llegó rápidamente al Campo Santa Margherita, donde Franco Guardini tenía su establecimiento. Era su amigo más antiguo. Habían hecho juntos la primera comunión, después de haber leído al alimón, balbuceando, los grandes principios de la Iglesia en los bancos donde impartían la catequesis.

Hijo de un médico de Venecia muy reputado, Guardini debería haber seguido los pasos de su padre en lugar de hacerse tendero, como aquél, indignado y un tanto despreciativo, le había espetado un día en la cara. Sin embargo, Franco, amante de la química y la botánica, mientras que los cuerpos de sus semejantes le inspiraban una repugnancia a duras penas disimulada, no había cedido ni siquiera cuando el profesor Guardini, cual un ángel exterminador barbudo, lo había echado de casa tras un altercado bastante fuerte. Y gracias a la princesa Isabelle, que apreciaba a aquel muchacho serio y reflexivo, Franco había podido proseguir sus estudios hasta que la muerte de su irascible padre le permitió entrar en posesión de una amplia fortuna. Devolvió entonces hasta la última lira, pero el agradecimiento que sentía hacia su benefactora rayaba en la veneración.

Recibió a Morosini con la lenta sonrisa que, en su caso, indicaba una inmensa alegría, le estrechó la mano, le dio unas palmadas en el hombro, se interesó por su salud y, acto seguido, como si lo hubiera visto el día antes, le preguntó qué podía hacer por él.

—¿La idea de que pueda tener ganas de verte ni siquiera te pasa por la mente? —repuso Aldo, riendo—. De todas formas, si quieres que hablemos, vamos a tu despacho.

Con un ademán de la cabeza, el farmacéutico invitó a su amigo a acompañarlo y abrió una puerta practicada en el artesonado antiguo de su establecimiento. Apareció una estancia reducida a la mitad por las estanterías que cubrían sus paredes. En el centro, un pequeño escritorio flanqueado por dos asientos. Todo en un orden impresionante.

—Te escucho. Te conozco demasiado bien para no darme cuenta de que estás preocupado.

—No es nada de particular… Bueno, sí que lo es, y me pregunto si no vas a tomarme por loco —dijo Morosini, suspirando, mientras sacaba el sobre y lo dejaba delante de él, sobre la mesa.

—¿Qué es?

—Míralo tú mismo. Quisiera que lo analizaras.

—¿Dónde estaba?

—En la habitación de mi madre, debajo de la cama. Te confieso que encontrar ese animalucho muerto, con un trozo de los dulces de fruta que a ella le gustaban en la boca, me ha producido una sensación un poco extraña. Soy incapaz de decir qué he sentido exactamente, pero una cosa es cierta: cuando iba a comerme uno de los dulces que había en la caja, algo me lo ha impedido.

Sin hacer ningún comentario, Franco cogió el sobre con su contenido y pasó a la habitación contigua, su laboratorio privado, donde investigaba y hacía experimentos que no siempre estaban relacionados con la farmacia. Morosini había ido muchas veces a esa sala que él llamaba «la cueva del brujo» y donde había salido en defensa de los ratones y las cobayas que su amigo tenía para llevar a cabo sus experimentos, pero esta vez no protestó cuando el farmacéutico fue a buscar a uno de sus huéspedes, lo puso sobre una mesa y encendió una potente lámpara. Luego, con ayuda de unas pinzas minúsculas, hizo comer al ratón el fragmento encontrado bajo la cama. El animalito engulló la golosina con un placer manifiesto, pero unos minutos más tarde expiró, aparentemente sin sufrir. Franco miró por encima de las gafas a su amigo, que se había quedado de pronto más blanco que su camisa.

—Quizá no estés tan loco como parecía. Veamos qué pasa ahora.

A otro ratón, le hizo comer el dulce rojo que Morosini no había ingerido, y al cabo de unos instantes el animal también pasó a mejor vida.

—¿Son las golosinas que la princesa Isabelle tenía en su habitación?

—Sí. Eran su debilidad. Comimos unas cuantas cuando éramos pequeños. No me explico cómo podía seguir consiguiéndolas durante la guerra.

—Las hacía traer de Francia, del Midi, y al parecer nunca tuvo dificultades. Deberías traerme el resto. Mientras vas a buscarlas, yo intentaré averiguar de qué han muerto los ratones.

—De acuerdo, pero volveré después de comer, si no Celina va a montarme un escándalo. Como puedes imaginar, me ha preparado un festín. Por cierto, ¿quieres venir a comer conmigo?

—No, gracias. Este asunto me intriga y me ha quitado el apetito.

—Yo tampoco tengo mucha hambre. Ah, se me olvidaba. ¿Me das calomelanos para Celina?

—¿Otra vez? ¡Ni que lo utilizara para hacer pasteles!

No obstante, llenó un frasquito de cloruro mercurioso en polvo.

—Dile a esa glotona redomada que si comiera menos chocolate no necesitaría esto tan a menudo.

Un cuarto de hora más tarde, Morosini, sin hambre y con la cabeza en otra parte, se sentaba a la mesa delante de la fastuosa comida preparada por Celina.

Nada más acabar de comer, dijo, mientras se levantaba de la mesa, que necesitaba caminar un poco y que después iría a visitar a su prima Adriana. Zian debía tener la góndola preparada para las cuatro.

Poco después se encontraba de nuevo, con el resto de los dulces de fruta, en el laboratorio de Guardini. El rostro de este, siempre sereno, había sufrido una curiosa transformación. Tras los brillantes cristales de las gafas, su mirada reflejaba preocupación, y profundos surcos fruncían su frente. Morosini ni siquiera tuvo tiempo de formular una pregunta.

—¿Tienes el resto?

—Aquí está. He hecho dos paquetes, uno con los que había en el armario y otro con los que quedaban en la bombonera.

Dos ratones fueron invitados a lo que podía ser su última comida, pero sólo uno murió: el que había comido un dulce procedente de la pequeña bombonera.

—Yo creo que la prueba es concluyente —dijo el farmacéutico, quitándose las gafas para limpiarlas—. El dulce contiene hioscina, un alcaloide que los farmacéuticos apenas utilizan, y como no puede haber venido solo, es preciso que alguien lo haya puesto. ¿No te encuentras bien?

Aldo, que se había quedado de pronto muy pálido, buscaba el apoyo de una silla. Sin responder, se cogió la cabeza con las manos para tratar de ocultar las lágrimas. Pese a los temores todavía vagos que sentía, en el fondo de sí mismo había algo que se negaba a creer que hubieran querido hacer daño a su madre. Todo su ser se rebelaba ante la evidencia. ¿Cómo admitir que alguien hubiera planeado fríamente la muerte de una mujer inocente y buena? En el alma herida del hijo, la pena se mezclaba con el horror y con una cólera que amenazaba con destruirlo todo si no la dominaba.

Franco guardaba silencio por respeto al dolor de su amigo. Al cabo de un momento, Morosini apartó las manos y dejó ver sin vergüenza sus ojos enrojecidos.

—Eso significa que la mataron, ¿verdad?

—Sin ninguna duda. La verdad es que la brutalidad de la parada cardiaca diagnosticada por el médico me desconcertó, ahora puedo decírtelo. Para mí, que conocía bien su estado de salud, resultaba bastante inexplicable, pero a veces la naturaleza reserva sorpresas todavía mayores. Lo que no comprendo es la razón de un acto tan odioso.

—Me temo que yo sí conozco la razón: asesinaron a mi madre para robarle. Se trata de un secreto de familia, pero ahora está bastante devaluado.

Sin más rodeos, contó la historia del zafiro histórico, continuó hablando de su esperanza de rehacer un poco su fortuna gracias a él y finalmente de cómo había descubierto la desaparición de la joya.

—Es una explicación, pero plantea otro interrogante: ¿quién?

—No tengo ni idea. Desde que me incorporé al ejército, mi madre apenas salía y sólo recibía a unos pocos íntimos: mi prima Adriana, a quien quería como a una hija…

—¿Se lo has dicho ya?

—Aún no la he visto, Cuando envié un telegrama a Celina anunciando mi llegada, le pedí que no avisara a nadie. No tenía ganas de recibir un montón de pésames en la estación. Si Massaria ha venido esta mañana es porque me vio llegar. Y volviendo a lo que decíamos, no se me ocurre quién pudo cometer el crimen y el robo, porque supongo que los dos hechos están relacionados. Mi madre estaba rodeada de personas de confianza, y salvo las dos chiquillas contratadas por Celina, ya no tenemos servicio.

—En tu ausencia, doña Isabel pudo relacionarse con personas que tú no conocías. Hace tiempo que te fuiste.

—Le preguntaré a Zaccaria después de hacerle prometer que guardará el secreto. Si le dijera a Celina lo que acabamos de descubrir, toda Venecia la oiría clamar venganza, y no tengo ganas de que este drama se difunda.

—¿No vas a informar a la policía?

Morosini sacó un cigarrillo, lo encendió y expulsó algunas largas bocanadas de humo antes de contestar:

—No. Temo que nuestros descubrimientos les parezcan insuficientes.

—¿Y la joya robada? ¿Te parece eso insuficiente?

—No tengo ninguna prueba del robo. Siempre podrían alegar que mi madre la vendió sin decírselo al notario. Era de su propiedad, podía disponer de ella. Sólo una cosa sería convincente para la policía, la autopsia, y me resisto a aceptar que se la practiquen. No quiero que turben su sueño para despedazarla, para… ¡No, no soporto la idea! —bramó.

—Te comprendo. Sin embargo, supongo que querrás encontrar al asesino.

—De eso puedes estar seguro, pero prefiero buscarlo yo mismo. Si cree haber cometido el crimen perfecto, el asesino desconfiará menos.

—¿Por qué no una asesina? El veneno es un arma de mujer.

—Tal vez. De todas formas, él o ella terminarán por bajar la guardia. Y además, antes o después el zafiro aparecerá. Es una joya suntuosa, y si cae en manos de una mujer, no resistirá la tentación de ponérsela. Sí, estoy seguro: la encontraré y me conducirá al criminal, y ese día…

—¿Piensas tomarte la justicia por tu mano?

—¡Sin dudarlo ni un instante! Gracias por tu ayuda, Franco. Te mantendré al corriente.

Una vez en casa, Aldo llevó a Zaccaria a su habitación con el pretexto de que lo ayudara a cambiarse de traje. La revelación de lo que su señor acababa de descubrir supuso un duro golpe para el fiel servidor. Se le cayó la máscara olímpica y dejó correr unas lágrimas que Morosini se apresuró a detener:

—¡Por el amor de Dios, contrólate! Si Celina se da cuenta de que has llorado, no parará de hacerte preguntas, y no quiero que ella se entere.

—Es mejor, tiene razón, pero ¿tiene alguna idea de quién pudo hacerlo?

—Ni la más mínima, y por eso necesito tu ayuda. ¿A quién vio mamá en los últimos tiempos?

Zaccaria hizo memoria y acabó por llegar a la conclusión de que no había ocurrido nada extraordinario. Enumeró a los escasos viejos amigos venecianos con los que la princesa Isabelle jugaba a las cartas o al ajedrez cuando no hablaban de música y de pintura. Había recibido la visita habitual, a finales de verano, de la marquesa de Sommières, madrina de Isabelle y su tía abuela, una septuagenaria de lengua afilada que, con excepción de los tres meses de invierno que pasaba en su mansión parisiense, se dedicaba a viajar de un castillo familiar a una residencia amiga en compañía de una prima lejana, soltera entrada en años y prácticamente reducida a la esclavitud, pero que por nada del mundo hubiera renunciado a una vida confortable. La marquesa, por su parte, quizá no habría soportado mucho tiempo a esa solterona bañada en agua bendita y perfumada con incienso si esta no hubiera demostrado tener un olfato de perro de caza para «detectar» los cotilleos, chismes y pequeños escándalos con que la anciana dama disfrutaba entre copa y copa de champán, su debilidad. En ningún caso se podía sospechar de esa pareja bastante divertida: la marquesa de Sommières adoraba a su ahijada, a quien seguía mimando como en los tiempos en que era una niña.

—Ah —dijo de pronto Zaccaria—, también pasó por aquí lord Killrenan.

—¡Señor! ¿Y de dónde venía?

—De la India o de más lejos, no me acuerdo.

Viejo lobo de mar más apegado a su barco que a sus tierras ancestrales, ese hombrecillo que a duras penas sobrepasada el metro sesenta vivía en el Robert-Bruce mucho más tiempo que en su castillo escocés. A ese egoísta impenitente sólo se le conocía una debilidad: el amor casi religioso que profesaba por la princesa. En cuanto se había enterado de su viudedad, había corrido a poner a sus pies su ilustre apellido, su barco y sus millones, pero la madre de Aldo era incapaz de renunciar al recuerdo de su esposo, al que amaría hasta exhalar el último suspiro.

«Nadie rehace su vida, como tampoco rehace sus vestidos —decía—. Puede seguir poniéndoselos, pero la huella del genio creador ya ha desaparecido.»

Más enamorado de lo que quería admitir, sir Andrew se dio por enterado pero no aceptó su derrota, y cada dos años volvía fielmente para presentar a los pies de su dama sus respetos y sus súplicas, acompañados de un gigantesco ramo de flores y un cesto de especias raras que hacían las delicias de Celina. Sabía que Isabelle no habría aceptado otra cosa.

Este también estaba fuera de toda sospecha.

—La lista de Zaccaria acababa con una pareja de amigos romanos que había ido para asistir a un bautizo.

—Cuanto más lo pienso, menos lo entiendo —dijo Zaccaria—. Es imposible señalar a nadie, y sin embargo, el que perpetró ese crimen odioso debía de conocer bien a la princesa e incluso tener acceso a su dormitorio.

—¿Y el médico que la trataba desde que el suyo se retiró?

—¿El doctor Licci? Sería como sospechar de Celina o de mí. Ese joven es un santo. Para él, el dinero sólo cuenta en función del que puede obtener para sus enfermos. Es el médico de los pobres, y las veces que deja un billete en la esquina de una mesa superan a las que reclama unos honorarios. La princesa le tenía un gran afecto.

Aldo decidió abandonar provisionalmente. Lo que tenía que hacer era visitar a su prima Adriana, la última que había visto viva a doña Isabelle. No es que sospechara de ella, ni mucho menos: era amiga suya desde siempre, casi una hermana, y ya se reprochaba no haber hecho que la informaran de su regreso. Era tan inteligente como bella, una persona muy cercana a su tía Isabelle, y quizás encontrara entre sus recuerdos un detalle, el detalle capaz de encauzar las pesquisas.

—Llévame a casa de la condesa Orseolo —indicó al gondolero—, pero pasa por el Rio di Palazzo. Todavía no he saludado a San Marco, cuando debía haber empezado por ahí.

Zian sonrió y apoyó el extremo del largo remo en los peldaños cubiertos de verdín para dar el primer impulso a la embarcación. Aldo se acomodó en el asiento arrebujándose en el abrigo. Sobre el agua no hacía precisamente calor. Era invierno y, tras el tímido sol matinal, el cielo había estado gris todo el día. El sonido de un violín tocando un vals para afinarse se deslizó sobre el agua serena y Aldo, interpretándolo como un símbolo, sonrió: ¿no era acaso normal que Venecia, protegida del gran drama por su belleza secular y su alma frívola, diera la primera señal de batuta a la orquesta de una vida brillante que sin duda sólo pedía reanudarse?

Un poco más lejos, el palacio Loredan, que había pertenecido a don Carlos, el pretendiente español, y debía de seguir siendo propiedad de don Jaime, su hijo, estaba oscuro y silencioso. Desierto quizás, o incluso abandonado. Una noche, sin embargo el príncipe Morosini recordaba haber oído cantar allí, desde su góndola, a la fabulosa Nellie Melba interpretando el Claro de luna de Duparc, acompañada por el pianista estadounidense George Copeland. Un instante de suprema belleza, que habría sido delicioso que se repitiera esa tarde.

Hizo que la góndola aminorase la marcha delante de las cúpulas blancas de la Salute, saludó a la Dogana, la aduana marítima, y después de atravesar el canal convertido en estanque pidió hacer una parada a la altura de la Piazzetta para descubrirse ante los dorados opacos de San Marco y la blanca crestería del palacio de los Dux, antes de deslizarse bajo la sombra espectral del puente de los Suspiros, confiscado por todos los enamorados del mundo sin tener en cuenta, o sin saber, que los suspiros en cuestión no tenían nada que ver con el amor.

La condesa Orseolo vivía cerca, en un pequeño palacio rosa vecino de Santa María Formosa. Había allí, al borde de un muelle, un muro coronado de hiedra oscura y el dintel ornado con florones de un estrecho pórtico de piedra blanca enmarcado por farolas. La góndola se detuvo y Morosini fue a accionar la aldaba de bronce. Al cabo de un momento, la puerta se abrió y apareció un sirviente de facciones purísimas que miró severamente al visitante.

—¿Qué quiere? —preguntó, con una falta de cortesía que chocó a Morosini.

—Se diría que el tono de la casa ha cambiado mucho en cuatro años —repuso este secamente—. Ver a la condesa Orseolo, por supuesto.

—¿Quién es usted?

En vista de que el hombre pretendía impedirle pasar, Aldo apoyó tres dedos en su pecho para apartarlo de su camino.

—Soy el príncipe Morosini, quiero ver a mi prima y usted va a apartarse.

Sin preocuparse más del personaje, atravesó el minúsculo jardín, donde una vegetación anárquica invadía un viejo pozo, y llegó a la empinada escalera que ascendía hacia las delgadas columnillas de una galería gótica tras las cuales brillaban los azules y los rojos de una vidriera iluminada desde el interior.

Pero el grosero que había recibido a Morosini no se daba por vencido. Recuperado ya de la sorpresa, subía los peldaños gritando:

—¡Baje! ¡Le ordeno que baje!

Morosini, que estaba empezando a hartarse, se disponía a contestar con rudeza cuando la puerta de la galería se abrió, dejando paso a una mujer que, tras quedarse unos instantes parada, fue a arrojarse en brazos del visitante riendo y llorando al mismo tiempo.

—¡Aldo! ¿Eres tú de verdad? ¡Pero qué alegría, Dios mío!

Estaba emocionada hasta un extremo que dejó estupefacto a Aldo. Su prima nunca había hecho por él semejantes demostraciones de afecto. Cinco años mayor que el heredero de los Morosini, la hija del único hermano del príncipe Enrico —fallecido mucho antes que él— mostraba, cuando era una muchacha, una clara tendencia a tratar a su primo con una especie de indulgencia desdeñosa. Esta vez, en cambio, había explotado de alegría.

Feliz por el recibimiento pero molesto por la presencia indiscreta del sirviente, plantado a unos pasos de ellos, Aldo besó tiernamente a su prima.

—Podríamos entrar…, si ese individuo no tiene inconveniente —dijo.

Adriana se echó a reír y, antes de entrar en la casa precediendo a su visitante, despidió al sirviente con un ademán enérgico.

—Hay que perdonar a Spiridion si exagera un poco haciendo el papel de perro guardián, pero está consagrado en cuerpo y alma a mí desde que lo recogí muerto de hambre en la playa del Lido. Es un joven de Corfú que escapó de las prisiones turcas, y como yo ya no podía permitirme contratar criados, nos hicimos un favor mutuamente. La vieja Ginevra está cada vez menos ágil, y un muchacho joven y fuerte es una bendición, ¿sabes? Pero ¿cómo es que estás aquí? ¿Por qué no me has avisado?

—No se lo he dicho a nadie —mintió Morosini—. Quería llegar solo. Cuando estás preso, coges muchas manías raras.

Mientras hablaba, recorría con la mirada el salón, complacido de encontrarse de nuevo en él. Era una estancia de grandes dimensiones, cuya decoración, muy femenina, lograba darle una atmósfera cálida e íntima. Ello se debía al damasco de color hoja seca que cubría las paredes, las faldas de terciopelo turquesa clara de las mesas, las pantallas de seda de las lámparas, las flores repartidaspor la habitación y el desorden de libros y de partituras musicales permanentemente amontonados sobre un sorprendente clavecín barroco, decorado con hojas de acanto y pequeños genios mofletudos que delataban su factura romana. La sala seguía siendo la misma, pero, cuanto más la miraba Aldo, más diferencias veía. Al sentarse en uno de los dos sillones Regencia francesa, por ejemplo, se dio cuenta de que, frente a él, el pequeño Botticelli azul que siempre había visto allí había sido reemplazado por una tela en tonos similares, pero moderna. Asimismo, la colección de jarrones chinos que antes cubría las consolas había desaparecido. Por último, un espacio más claro en una pared delataba la ausencia de un San Lucas atribuido a Rubens.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó, levantándose para mirar más de cerca—. ¿Dónde están tus jarrones? ¿Y tu Botticelli?

—He tenido que venderlos —respondió ella.

—¿Venderlos?

—Claro. ¿De qué crees que hubiera podido vivir durante todo este tiempo una viuda a la que su esposo ha dejado deudas y un voluminoso paquete de títulos de esa mirífica deuda pública rusa que ha arruinado a la mitad de Europa? Además, tu madre lo aprobaba. Era el único medio que tenía de conservar esta casa, que para mí es lo más importante del mundo. Merece el sacrificio de unas cuantas porcelanas y dos cuadros.

—Espero que hayas conseguido un buen precio.

—Excelente. El anticuario milanés que se encargó de mis ventas se ha ganado con creces mi agradecimiento y nos hemos hecho grandes amigos. ¿Te escandalizo mucho?

—Sería ridículo. No puedo sino aprobar tu decisión. Mi madre hizo lo mismo, con la diferencia de que lo que vendió ella son las joyas.

—Porque eran de su propiedad exclusiva. Yo me ofrecí a presentarle a Silvio Brusconi, pero ella siempre se negó a disponer de objetos que decía que te pertenecían a ti por derecho de herencia. Pero olvidemos todo eso y mírame. ¿Me encuentras cambiada?

—En absoluto —dijo Aldo con sinceridad—. Estás tan guapa como siempre.

Era indiscutible, aunque algunas ligeras marcas mostraban la cuarentena. Veinte años antes, Adriana había sido el sueño de Venecia. La habían comparado con todas las madonas italianas. Su belleza grave y dulce representaba la perfección absoluta. Todos sus gestos poseían nobleza y dignidad. Había sido una esposa perfecta para Tommaso Orseolo, que no la merecía pero a quien ella había tenido la elegancia de llorar cuando dejó el mundo. Su duelo, marcado por visitas a las iglesias y obras de caridad, había sido modélico durante dos largos años. Después decidió frecuentar el mundo musical, que le interesaba mucho, puesto que era una notable clavecinista. Aparte de asistir a los conciertos no salía mucho y recibía a pocas personas, todos íntimos como la princesa Isabelle, quien no podía evitar lamentar una vida que consideraba un poco austera para una mujer de apenas treinta años.

—Es demasiado joven para llevar una existencia tan severa —decía—. Deseo que se vuelva a casar y tenga hijos; sería una madre ejemplar.

Pero Adriana no quería volver a casarse, cosa de la que Aldo, egoístamente, se alegraba. Recién superados los amores infantiles, sentía por su prima los deseos impetuosos de su joven virilidad, fascinado como estaba por su fino perfil, sus líneas armoniosas, su cintura flexible, su forma de andar involuntariamente ondulante y la manera inimitable que tenía de cubrir de vez en cuando su hermosa mirada aterciopelada bajo unos graciosos impertinentes de oro cincelado, pues era ligeramente miope.

Fuera consciente o no de ello, la belleza de la joven viuda era voluptuosa y el joven soñaba, noche tras noche, con soltar los magníficos cabellos negros que Adriana llevaba enroscados sobre la nuca en un pesado moño brillante. Adriana lo trataba como a un hermano pequeño, pero el día que, al besarla, él tuvo la osadía de deslizar la boca desde la mejilla hasta la comisura de los labios de su prima, ella lo rechazó con tanta energía que se guardó mucho de volver a hacerlo. Y después el tiempo pasó.

La compostura con la que Adriana siempre lo había tratado no hacía sino más sorprendente lo caluroso de su acogida, sobre todo delante de un sirviente. Además, mirándola mejor, notó diferencias: el leve maquillaje que realzaba —apenas, eso sí— la tez marfileña, el vestido de terciopelo que ceñía más las tiernas curvas de un cuerpo llegado a ese momento de su desarrollo en que se intuye que a la rosa ampliamente abierta no van a tardar en caérsele los pétalos. Y el perfume: más cálido, más penetrante… Aspirándolo, Aldo, que durante su cautividad no había visto a ninguna mujer bonita, sintió renacer el antiguo deseo. Tal vez la condesa adivinó lo que experimentaba, pues, después de ofrecerle una copa de Marsala, se sentó bastante cerca de él.

—De modo que sigues encontrándome guapa —dijo con una sonrisa en la que la ironía servía de máscara a una coquetería nueva—. ¿Tanto como en los tiempos, por desgracia ya lejanos, en los que estabas enamorado de mí?

—Siempre lo he estado un poco —dijo él.

—Hubo una época en que lo estabas mucho —dijo Adriana riendo.

Pero Aldo no le permitió continuar por ese resbaladizo camino. Pensó que, si hacía un gesto tierno, podría seguir otro, y que ese vestido, cuyo profundo escote de pico se cubría bastante hipócritamente con un volante de muselina blanca, quizá no pedía otra cosa que ser quitado. Y, pese al deseo, no quería dejarse arrastrar. Había que cortar en seco ese galanteo.

—Es verdad, te amaba —dijo con una sonrisa que corrigió la súbita gravedad del tono—. Adriana, no he venido a hablar de ese pasado sino de otro, más cercano y muy doloroso, aunque lamento dedicarle esta primera visita. Habría que dedicarla por completo al afecto y a la alegría de vernos de nuevo.

La tristeza invadió el bello rostro de óvalo perfecto, mientras Adriana retrocedía y se apoyaba en los cojines del canapé.

—La muerte de tía Isabelle —murmuró—. Sí, es muy natural, pero ¿qué puedo decirte que Zaccaria o Celina no te hayan contado ya?

—No lo sé. Quisiera que me contaras tú misma, con todo detalle, lo que ocurrió aquella última noche que la viste viva.

Los ojos negros de Adriana se llenaron de lágrimas.

—¿Es indispensable? No te oculto que ese recuerdo me resulta muy doloroso, entre otras cosas porque todavía me reprocho no haberme quedado con ella toda la noche. Si hubiera estado allí, habría podido llamar a su médico, ayudarla, pero no creí que estuviera tan enferma.

Emocionado por el pesar de su prima, Aldo se inclinó para cogerle las dos manos.

—Sé que habrías hecho lo imposible por ella. Pero, si te suplico que hagas memoria aun a riesgo de hacerte daño, es porque tengo un motivo grave.

—¿Cuál?

—Te lo diré después. Cuéntame primero.

—¿Qué puedo decir? Tu madre acababa de pasar un resfriado que la había dejado cansada, pero cuando yo fui me pareció que estaba recuperada. Tomamos el té juntas en el salón de las Lacas, y todo iba perfectamente hasta que ella se levantó para acompañarme cuando me iba a marchar. Entonces le dio una especie de mareo. Llamé a su doncella, pero había ido a hacer un recado y fue Celina quien vino. De todas formas, parecía que se le había pasado. Tía Isabelle empezaba a recuperar el color, pero aun así las dos insistimos en que fuera a acostarse, y como Celina tenía en el fuego unas confituras que amenazaban con quemarse, me ofrecí para ayudarla. Ella no quería, pero yo estaba preocupada. Insistí y la ayudé a meterse en la cama. No quiso que llamara al médico porque decía que tenía mucho sueño. Así que la dejé y le pedí a Celina que no la molestara, que ni siquiera quería cenar. Y a la mañana siguiente, Zaccaria me telefoneó para anunciarme… Nada hacía pensar…, nada.

Incapaz de contener por más tiempo su emoción, Adriana rompió a llorar.

—No tienes nada que reprocharte, y como bien dices, nadie podía imaginar que mi madre fuera a dejarnos tan pronto… y sobre todo en semejantes condiciones.

—Para ella, esas condiciones no han sido tan crueles como para nosotros. Murió mientras dormía, y mira, eso me consuela. Pero tú tenías algo grave que decirme, ¿no?

—Sí, y te suplico que me perdones. Al menos tú debes saberlo: mamá no murió de muerte natural. La asesinaron.

Aldo esperaba un grito, pero sólo oyó un hipido. Y de pronto vio frente a él una máscara petrificada que parecía totalmente carente de vida. Temió que Adriana fuera a perder el conocimiento, pero cuando iba a asirla de los hombros para zarandearla oyó susurrar:

—Estás… loco… Eso es imposible…

—No sólo es posible, sino que estoy seguro. Espera.

Buscando alrededor, su mirada encontró la copa de Marsala que Adriana no había tocado. La cogió para hacerle beber un sorbo, pero ella se la quitó y la vació de un trago. Al cabo de un instante ya se había rehecho. Sus ojos recobraron la vida y su voz la firmeza.

—¿Has avisado a la policía?

—No. Lo que he encontrado podría parecer un poco endeble y tengo la intención de buscar yo mismo al criminal. Así que te pido que no comentes con nadie lo que acabo de decirte. Quiero evitar a la memoria de mi madre toda publicidad morbosa y a su cuerpo el ultraje de una autopsia. Además, no confío mucho en los agentes venecianos. Nunca han estado a la altura de los del Consejo de los Diez. No me costará mucho hacerlo mejor que ellos.

—Pero ¿por qué iban a matarla? Una mujer tan buena, tan…

—Para robarle.

—¿No había vendido ya las joyas?

—Quedaba una —dijo Aldo, que no quería entrar en más detalles—. Lo suficiente para tentar al miserable al que antes o después echaré el guante, te lo juro.

—Y si lo haces, tendrás que entregarlo a la justicia.

—La justicia la haré yo, y puedes estar segura de que será implacable, aunque se trate de un miembro de mi familia, de un allegado…

—¿Cómo puedes bromear sobre un asunto como este? —repuso, indignada, la condesa—. Decididamente, esta guerra ha hecho perder a los hombres todo sentido moral. Ahora cuéntamelo todo. ¿Cómo has descubierto ese… esa abominación?

—No, ya he hablado demasiado. No sabrás nada más. En cambio, si recuerdas alguna cosa, o si algo o alguien te resulta sospechoso, confío en que me lo digas.

Aldo se había levantado y ella trató de retenerlo:

—¿Ya te vas? Quédate conmigo por lo menos esta noche.

—No, te lo agradezco, pero tengo que volver a casa. ¿Quieres venir a comer mañana? Tendremos tiempo para hablar… y más tranquilidad —añadió, mirando la cristalera tras la cual se veía la silueta de Spiridion, que caminaba arriba y abajo por la galería.

—No seas demasiado duro con ese pobre muchacho; su rudeza es una consecuencia de su desvelo. Además, no tardará en conocerte.

—No estoy seguro de tener ganas de hacer más profundas nuestras relaciones. Por cierto, ¿dónde está la vieja Ginevra? Me gustaría darle un abrazo.

—La verás otro día, a no ser que quieras ir a la iglesia. A esta hora está allí. Ya sabes que siempre ha sido muy piadosa, y yo creo que con la vejez cada día se vuelve un poco más. Después de todo, mientras sus pobres piernas puedan llevarla hasta los altares, será feliz.



—Seguro que sus pobres piernas la llevarían mejor si no maltratara las rodillas día tras día sobre las baldosas de Santa María Formosa, rezando a Jesucristo, a la Virgen y a todos los santos que conoce para que su querida doña Adriana recupere el sentido común y eche al amalecita de su virtuosa casa —dijo Celina, dejando caer en el agua hirviendo las pastas destinadas a la cena de su señor.

—¿Es al apuesto Spiridion al que llamas amalecita? Nació en Corfú, no en Palestina.

—Es Ginevra quien lo dice, no yo. También dice que, desde que él llegó, la casa anda revuelta y doña Adriana también. Y yo no creo que esté muy equivocada: no es decoroso que una dama todavía joven tenga en su casa a ese refugiado…, que además tú mismo has visto que no es nada feo.

—¿Cómo que no es decoroso? Es su sirviente. Desde hace siglos ha habido en Venecia criados e incluso esclavos procedentes de todas partes, y con frecuencia escogidos por su físico —repuso Aldo con una pizca, de severidad—. Tu amiga y tú, como buenas chismosas que sois, habéis olvidado demasiado deprisa que en casa de los Orseolo siempre ha habido mucho servicio, menos los últimos años, por supuesto, y que doña Adriana es una gran dama.

—¡Yo no chismorreo! —replicó Celina, indignada—. Y sé muy bien quién es doña Adriana. Su vieja gobernanta y yo simplemente tememos que sea ella quien esté olvidando un poco su grandeza. ¿Sabes que le da clases de canto a su… criado, con la excusa de que tiene una voz espléndida?

Pensando que su prima llevaba un poco lejos su amor por la música, pero negándose a darle la razón a Celina, Aldo se conformó con pronunciar un «¿Y por qué no?» ligeramente refunfuñón, al tiempo que se interrogaba interiormente. Esa nueva manera de vestirse, de maquillarse… ¿Hasta qué punto el apuesto griego, porque lo era, gozaba de los favores de su benefactora? Claro que, después de todo, era asunto de Adriana, no suyo.Esa primera noche, pidió que le sirvieran la cena en el salón de las Lacas y decidió ponerse un esmoquin.

—Esta noche cenaré con mi madre y madonna Felicia —le dijo a un Zaccaria muy emocionado—. Pon la mesa a la misma distancia de los dos retratos. Quiero poder contemplar los dos a la vez.

En realidad, antes de tomar una decisión que tendría importantes consecuencias en su futuro, Aldo quería pedir consejo a sus recuerdos. Esa noche, el silencio del salón estaría sorprendentemente vivo. El alma de esas dos mujeres que habían forjado su juventud —mucho más que su padre, demasiado mundano y casi siempre ausente—, se hallaría presente. Como siempre; se mostrarían atentas y serviciales, unidas en el amor que le profesaban.

Nada pretencioso, nada convencional se apreciaba en las dos telas de tamaño natural que estaban una frente a otra en medio de las lacas. Sargent había representado a Isabelle Morosini con el cabello de un rubio casi veneciano y el brillo de las perlas, surgiendo como una azucena del cáliz de un ajustado vestido de terciopelo negro, sin otro ornamento que el esplendor de los hombros descubiertos, pero prolongado por una cola casi real. Ninguna joya salvo una admirable esmeralda en el anular de una mano perfecta.

La desnudez de ese retrato le confería un aire moderno que, sorprendentemente, armonizaba a la perfección con la obra de Winterhalter. El pintor de las bellezas plenas y de los volantes había tenido que plegarse a las exigencias de su modelo. Ni satenes deslumbrantes, ni muselinas evanescentes, ni encajes fruncidos para Felicia Morosini. Un largo y severo traje de amazona negro hacía justicia a una belleza de emperatriz, tocada con un pequeño sombrero de copa envuelto en un velo blanco sobre espesos tirabuzones de cabello negro y lustroso. Una belleza que había conservado hasta una edad avanzada.

Doña Felicia, princesa Orsini por nacimiento, pertenecía a una de las dos familias romanas más importantes y había fallecido en ese palacio en 1896. Tenía entonces ochenta y cuatro años. Aldo tenía trece, los suficientes para haber aprendido a querer a esa gran dama implacable en sus críticas y de mal carácter, cuya indomable vitalidad la edad jamás logró apagar. En la familia se la consideraba una heroína a causa de sus hazañas.

Tras casarse a los diecisiete años con el conde Angelo Morosini, al que no conocía pero del que enseguida se enamoró, se quedó viuda seis meses más tarde. Los austríacos, entonces señores de Venecia, habían fusilado a su esposo contra un muro del Arsenal por incitación a la revuelta, transformando en ese instante a la joven en furia vengadora. Convertida en ferviente bonapartista e instalada en Francia, Felicia, adherida al carbonarismo, intentó sacar de la fortaleza bretona de Taureau a su hermano, preso por defender las mismas opiniones, y disparó en las barricadas parisienses durante las Tres Gloriosas, lo que despertó una admiración sin límites en el pintor Eugène Delacroix, uno de cuyos amores inconfesados fue ella. Después, su odio hacia el rey Luis Felipe, que la había encarcelado, la llevó a tratar de sacar de su jaula dorada de Schönbrunn al duque de Reichstadt, el hijo del Aguilucho, a quien pretendía restablecer en el trono imperial. Como la muerte del príncipe se lo impidió, la condesa Morosini, muy unida a la condesa Camerata y amiga de la princesa Mathilde, dedicó su vida a la restauración del imperio francés, del que durante largos años fue a la vez agente activo y, cuando accedía a dejarse ver en la corte de las Tullerías, uno de sus más orgullosos ornamentos.

Fiel a sí misma tanto como a su amor por Francia, encerrada en París durante el terrible asedio que acabó tan dramáticamente con el reinado de Napoleón III, Felicia recibió una grave herida por cuya causa estuvo a dos pasos de la muerte. Tenía entonces cincuenta y ocho años, pero el amor de uno de sus amigos, médico, la salvó. Fue él quien, pasada la tormenta, la obligó a regresar a Venecia, donde los abuelos de Aldo la recibieron como a una reina. Desde ese día, con excepción de algunos viajes a París y a Auvernia, a casa de su amiga Hortense de Lauzargues, doña Felicia no se movió del palacio Morosini, donde ante Aldo ocupaba el lugar de la abuela fallecida.

Pese al cansancio debido a las vicisitudes del día y a la noche de viaje que lo había precedido, Aldo encontró tanta serenidad en aquella comida de sombras que la prolongó sin siquiera pensar en encender un cigarrillo, escuchando los ruidos de la casa. Los de fuera también: el tintineo de las góndolas amarradas contra los pilares adornados con cintas de los palli, una música que surgía del fondo de la noche, la sirena de un barco que entraba o salía de la dársena de San Marcos. Y luego la voz de Celina, el ruido discreto de los pasos de Zaccaria llevándole una última taza de café. Todas esas insignificancias recuperadas le hacían insoportable la idea de separarse de su palacio.

Por supuesto, estaba la solución suiza, pero, cuanto más pensaba en ella, más le desagradaba. Tanto al menos como a las dos nobles damas cuyo consejo solicitaba: una y otra sólo concebían el matrimonio basado en el amor, o como mínimo en un afecto mutuo. Que se dejara comprar las horrorizaría.

Pero ¿qué podía hacer?

En ese momento, la mirada de Aldo, siguiendo las volutas azuladas del cigarrillo que finalmente había encendido, se topó con una estatua china de la época Tang, la de un genio guerrero gesticulante que siempre había detestado. Su valor era indiscutible y se desharía de ella sin ningún pesar. Recordando entonces los sombríos recortes efectuados por Adriana en sus posesiones y el hecho de que doña Isabelle los había aprobado, intuyó que ahí tenía una buena respuesta a sus preguntas mudas. Su vivienda contenía una cantidad increíble de objetos antiguos, algunos de los cuales le eran queridos y otros mucho menos. Estos últimos no eran la mayoría y habría que demostrar cierta decisión, pero los circuitos de antigüedades podían ser un buen medio de encontrar el rastro del zafiro. Además, no le faltarían consejos: contaba entre sus amigos parisienses con un hombre de gusto y de experiencia, Gilles Vauxbrun, cuya tienda de la plaza Vendôme era una de las más hermosas de la capital. Él no se negaría a guiar sus primeros pasos.

Cuando salió del salón de las Lacas para ir a su habitación, Aldo sonreía. Subió lentamente, puliendo su idea, acariciándola incluso mientras su mirada comenzaba a efectuar una selección. Con un poco de suerte, tal vez conseguiría salvar su casa y —¿Por qué no?— hacer de nuevo fortuna.

Así fue como el príncipe Morosini se hizo anticuario.



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