Lisa Jackson
La magia del deseo

Prólogo

Rancho Beaumont de cría caballar. Verano.

Savannah puso su yegua, Mattie, al paso y le dio unas palmaditas en el cuello, chorreante de sudor. Tenía la respiración tan acelerada como el animal: la carrera por las praderas había sido muy estimulante. Una suave brisa agitaba las ramas de los árboles que bordeaban la valla, haciendo tolerable aquella tarde de julio. Se echó la melena negra hacia atrás y miró con los ojos entrecerrados el ardiente sol de la Alta California.

– Supongo que ya es hora de volver a casa -murmuró, reacia, mientras enfilaba su montura hacia la puerta del extremo más alejado del potrero.

Desviando la mirada hacia el este, descubrió una figura alta de hombros anchos al lado de la puerta. Estaba reparando la valla. Pensó distraídamente que sería un peón contratado. Uno más.

Detuvo la yegua a varios metros del hombre y esperó a la sombra del manzano. Como no podía atravesar la puerta hasta que el peón no terminara de arreglar la cerca, se dedicó a observarlo sin desmontar.

Sólo llevaba unos téjanos polvorientos. La camisa la había colgado de un poste y los músculos de su espalda, bronceada y brillante de sudor, se tensaban como el cable de acero que estaba reparando.

Mientras admiraba el juego de sus músculos y tendones, Savannah se preguntó dónde lo habría encontrado su padre. Tenía el pelo oscuro y húmedo de sudor. La tela gastada de sus téjanos ceñía unas caderas estrechas y unas piernas musculosas.

De repente se volvió, como si hubiera percibido su mirada. Protegiéndose los ojos del sol, miró en dirección a ella… y se puso visiblemente tenso.

– ¿Savannah?

A ella le dio un vuelco en el estómago. Era Travis. Obligó a su montura a avanzar y se detuvo a un par de pasos.

– No… no sabía que habías vuelto al rancho -dijo ruborizándose.

Una sonrisa iluminó el rostro de Travis. Enjugándose el sudor de la frente, estiró los doloridos músculos de la espalda.

– El hijo pródigo ha vuelto, por así decirlo.

– Por así decirlo -murmuró ella con un nudo en la garganta, mientras contemplaba sus ojos gris acero. Los mismos ojos que había visto durante la mayor parte de su vida. Sólo que ahora parecían increíblemente eróticos, a la vez que aquellos músculos duros y nervudos añadían a su intensa masculinidad una especie de sensualidad viril que no había advertido antes. Para ella siempre había sido Travis, prácticamente un hermano.

– Creía que tenías trabajo en Los Ángeles.

– Y lo tengo -él se apoyó en el poste, sonriendo con expresión cínica-. Pero me entraron ganas de pasar el resto del verano en el rancho antes de volver a ese mundo de traje y corbata y martinis a mediodía.

– Así que… ¿te quedas? -ella se preguntó por qué el corazón la latía tan rápido.

– Hasta septiembre -él se volvió hacia el rancho y paseó la mirada por los edificios encalados que salpicaban las hectáreas de pasto, con las oscuras colinas como telón de fondo-. Pero creo que echaré de menos este lugar.

– Y nosotros te echaremos de menos a ti -repuso Savannah con voz ronca.

Travis alzó la cabeza y se quedó mirándola.

– Lo dudo. Al fin y al cabo, tampoco he pasado tanto tiempo aquí.

– Normal. Tenías que irte para estudiar para político.

– Abogado -la corrigió él.

Savannah se encogió de hombros.

– No es eso lo que yo he oído. Papá ya te está planificando un futuro en el mundo de la política -ladeó la cabeza, sonriendo-. ¿Sabes? No me sorprendería que llegaras a senador o algo parecido.

– ¡Eso ni lo sueñes! -Travis soltó una hueca, amarga carcajada. La mirada de sus ojos grises se tornó fría-. Tu viejo siempre está planeando cosas para mí, Savannah. Pero esta vez ha ido demasiado lejos -se agachó para recoger una botella de cerveza escondida entre la hierba.

– Pero tu padre…

– Era senador por Colorado y ahora resulta que, según la prensa, el viejo no era tan inocente como creían sus votantes -frunció el ceño, maldijo entre dientes y golpeó el poste con la punta de la bota-. Pero eso tú ya lo sabías -alzó la botella y bebió un largo trago antes de dejarla en su sitio. Maldiciendo entre dientes, se pasó una mano por el pelo con gesto frustrado-. Últimamente, eso de desenterrar cadáveres de políticos se ha convertido en un pasatiempo muy popular, ¿no te parece?

Savannah no supo qué decir, así que desvió la vista e intentó no fijarse en los reflejos que el sol de la tarde arrancaba al pelo castaño de Travis. Ni en la tensión de los abdominales de éste mientras se inclinaba para echar otra palada de tierra alrededor del poste.

– De cualquier forma, no tengo por qué preocuparme por eso. Lo hecho, hecho está y no tiene arreglo, ¿verdad?

– Verdad.

Travis volvió a alzar la mirada hacia ella y Savannah, a su vez, no pudo evitar fijarla en su boca. Vio que sus labios se curvaban ligeramente al advertir la intensidad de su expresión.

– ¿Todavía sigues con ese chico, David no sé qué?

– David Crandall. Ya no.

– ¿Por qué?

Savannah se encogió de hombros, y se movió incómoda en la silla de montar. Por primera vez desde que tenía memoria, no le gustó que Travis curioseara en su vida privada.

– No lo sé. No funcionó y ya está.

Vio que él apretaba la mandíbula.

– ¿Quieres hablar de ello?

– La verdad es que no.

– Antes solías contarme todo lo que te pasaba por la cabeza.

– Sí, pero entonces era una cría.

– ¿Y ahora? -la miró de arriba abajo.

– Ahora tengo diecisiete años -se echó hacia atrás la melena negra y se irguió en su silla, sacando pecho.

– Oh, ya veo -Travis frunció el ceño-. Ya eres muy mayor…

– Igual de mayor que tú cuando tenías mi edad -arqueó una ceja con gesto desdeñoso, con la intención de presentar un aspecto más… sofisticado. La camiseta y los téjanos cortos, la melena revuelta y el rostro limpio de maquillaje no la ayudaban demasiado. Probablemente, a él le parecería casi la misma cría de nueve años atrás.

– Diecisiete. Hace tanto tiempo que casi ni me acuerdo.

– Yo sí. Era la edad que tenías cuando llegaste al rancho.

– ¿Te acuerdas de todo eso?

– Es normal. Ya tenía nueve años y tengo buena memoria. Me acuerdo de que pensé que eras un… Creo que hoy lo llamarían un «joven desorientado».

Travis sacudió la cabeza.

– Un gamberro rebelde.

– Y recuerdo también que me impresionó tu absoluta falta de respeto por todo.

– Reginald era una excepción.

– Papá tenía, y sigue teniendo, un carácter de lo más autoritario. Por eso te consideraba yo tan… valiente -se echó a reír, con lo que parte de la tensión se disolvió de pronto-. Y ahora eres un adulto de veinticinco años.

– Supongo que sí -apoyado en el poste, se cruzó de brazos. Ya no sonreía-. Y supongo también que ya va siendo hora de dejar de aprovecharme de tu padre y emanciparme de una vez.

– ¡Tú nunca te has aprovechado de mi padre! -la indignación coloreó las mejillas de Savannah-. Quizá haya quien no lo sepa, pero yo sí.

– Él me acogió en su casa y…

– Y tú trabajaste duro, en este rancho. Gratis. ¡Como estás haciendo ahora mismo! En cuanto a tu educación, tenías un fondo de tus padres. ¡No viniste aquí precisamente como un pobre huérfano!

Travis se echó a reír.

– Vaya carácter…

– No me estoy inventando nada -ella sonrió y volvió a ruborizarse bajo su insistente mirada. La cálida familiaridad que había existido entre ellos unos segundos antes se había evaporado.

– Nunca dejarás de sorprenderme, Savvy -le dijo Travis, usando el diminutivo con que antaño solía llamarla. Su voz era apenas un murmullo mientras sus ojos se enlazaban íntimamente con los de ella.

Un semental relinchó a lo lejos y Mattie resopló, quebrando así el silencio. Travis sacudió enérgicamente la cabeza, como ahuyentando un indeseable pensamiento.

– Recuérdame que te contrate cuando tenga problemas para convencer al jurado en cualquier juicio difícil -bromeó. Recogió su camisa y su pala y las llevó al todo terreno aparcado al otro lado de la puerta.

– Dudo que pueda impresionar a nadie.

– No estaría tan seguro.

Se rascó la mandíbula sombreada por la barba, pensativo. Deslizó su mirada por las bronceadas piernas antes de detenerse en la cintura y los senos, para finalmente alcanzar los ojos. Savannah se sintió como si acabara de desnudarla, y se ruborizó todavía más.

– Sinceramente, no lo sé -repitió él.

De alguna manera, ella comprendió que no se estaba refiriendo a aquel hipotético jurado, y el corazón le dio un vuelco en el pecho. Con el fin de evitar una situación aún más embarazosa, espoleó a Mattie. Inclinada sobre su silla, partió al galope para huir de Travis y de los extraños sentimientos que había suscitado en ella.


Las siguientes cinco semanas fueron una tortura. Veía a Travis todas las noches a la hora de la cena. Todas las noches, por supuesto, que él no estaba con Melinda, su prometida. Ignoraba por qué la afectaba tanto su compromiso con Melinda Reeves. Era una chica buena y simpática, una mujer, mejor dicho, y llevaba años saliendo con Travis. Era natural que algún día terminaran casándose. Pero entonces… ¿por qué se sentía literalmente enferma cada vez que se los imaginaba viviendo juntos?

Durante el día, Savannah solía encontrarlo trabajando en el rancho. En los potreros, en las cuadras, en el estanque, en el granero, por todas partes. No parecía existir ningún lugar donde pudiera esconderse sin experimentar la sensación de que la estaba observando. Incluso en más de una ocasión lo había sorprendido mirándola, aunque siempre se las arreglaba para desviar rápidamente la vista.

Aunque intentaba ser discreta, estaba fascinada por Travis. Deslumbrada. Desde que lo había visto trabajar en el cercado, su imaginación no dejaba de fantasear con él.

– Déjate de fantasías -se advirtió más de una vez, cuando se sorprendía arreglándose con más esmero del que tenía por costumbre-. Es en Travis en quien estás pensando. ¡En Travis!

Muy a menudo se sorprendía asimismo imaginándose aquellas grandes y morenas manos recorriendo su cuerpo, o el contacto de los sensuales labios de Travis en los suyos… Imaginándose, en suma, lo que se sentiría al ser su amante. La imagen de su cuerpo duro y musculoso la hacía sudar y le aceleraba violentamente el pulso.


– ¿Qué te pasa, Savannah? -le preguntó David Crandall un día, mientras volvían al rancho en su coche.

Esa cita con David había sido un desastre desde el principio. Y en aquel momento se arrepentía terriblemente de haber aceptado salir con él. Aunque había intentado no pensar en Travis, no había podido saborear la comida ni prestar atención a la película que habían ido a ver.

– No, nada -«sólo que, si acepté esta cita, fue porque Travis salía hoy con Melinda». Se sentía incómoda, y parte de aquella incomodidad procedía de un cierto sentimiento de culpa. Había utilizado a David para vengarse de Travis. Y eso no era justo. David era un buen amigo. Y además Travis ni siquiera se había dado cuenta.

– Llevas rumiando algo toda la noche. ¿De qué se trata?

– Nada.

– Si es algo que he dicho o hecho yo, dímelo.

Savannah sonrió, negando con la cabeza.

– No, claro que no.

David suspiró aliviado y aparcó el coche detrás de la casa, cerca del porche trasero. Apagó el motor y las luces. La brisa que entraba por las ventanillas abiertas poco hacía para refrescarlos del sofocante calor. Savannah ya se disponía a bajar cuando él la detuvo.

– ¡Espera! -le puso una mano en el hombro y ella se detuvo. Sus ojos castaños buscaron los de ella-. Hay alguien más, ¿verdad?

– No -mintió. Sus sentimientos hacia Travis sólo eran fantasías de adolescente que reconocía como tales.

– Entonces ¿qué pasa, Savannah? ¿Es que no sabes que yo te quiero?

– David, eres un buen amigo y me caes muy bien…

– Sospecho que ahora va a seguir un «pero» -se quejó él.

– ¿No podemos ser simplemente amigos?

– ¿«Amigos»? -repitió-. Amigos… Savannah, por el amor de Dios, ¿es que no me escuchas? -le puso un dedo bajo la barbilla y la obligó a mirarlo-. Yo «te quiero».

– David…

Pero no pudo evitar que la abrazara y besara con vehemente pasión, casi con violencia. Cuando se apartó, tenía los labios doloridos.

– David, por favor, no -susurró, intentando alejarse.

– Antes te gustaba que te besara.

– Ya te lo he dicho… Quiero que seamos amigos, nada más.

– Ni hablar -y volvió a atraerla hacia sí.

Esa vez, cuando la besó, Savannah sintió el empuje de su lengua en los dientes y sus sudorosas manos abriéndose paso bajo el suéter, hacia los senos. «¡No puedo!», pensó, desesperada. «¡No puedo dejar que me toque!». Reuniendo todas sus fuerzas, liberó un brazo y lo abofeteó en una mejilla. Aquello tuvo el efecto de un cubo de agua fría. Él la soltó inmediatamente, pálido.

– No lo entiendo… ¿Por qué has salido conmigo?

– Porque me gustabas. Porque creía que eras mi amigo.

– Otra vez la palabrita -él se frotó la mejilla-. Nunca imaginé que alguna vez odiaría que me llamaras eso -apoyó las manos en el volante e inclinó la cabeza hacia delante-. Hay alguien más, ¿verdad?

Savannah entendía su desesperación. ¿Acaso no estaba ella en la misma situación respecto a Travis?

– No lo sé, David -la ternura suavizaba su voz-. Es que… estoy interesada en otro hombre -esbozó una mueca-, pero, créeme, él no me presta la menor atención. Yo… Será mejor que me vaya.

– Te acompañaré hasta la puerta.

– ¡No! No hace falta.

Esa vez sí que consiguió abrir la puerta.

– Savannah…

– ¿Sí?

– Lo siento.

– Lo sé, David -los ojos se le llenaron de lágrimas. No se quedó a escuchar más confesiones. Bajó del coche y cerró la puerta.

«Parece que soy incapaz de hacer nada bien», pensó mientras subía los escalones del porche. Oyó que David arrancaba y se quedó escuchando el ruido del motor que se perdía en la distancia. De repente se dio cuenta de que estaba llorando.

Se había puesto a buscar las llaves en su bolso cuando oyó un sonido: el tacón de una bota rozando el suelo de baldosa. Tragó un nudo de pánico, se volvió y descubrió a Travis sentado en la mecedora, en las sombras del porche.

– Deberías llevar más cuidado con los tipos con los que sales -comentó él con voz fría.

– Y tú no deberías sentarte ahí, a oscuras. Me has dado un susto de muerte.

– Creía que me habías dicho que ya no salías con David.

– Es que no salgo con él.

Silencio. Savannah podía escuchar el latido de su propio corazón.

– Pues le estás dando alas -le advirtió.

Ella detectó un leve matiz de irritación en su voz. Desgraciadamente no podía verle el rostro.

– Deberías ocuparte de tus propios asuntos.

– Quizá la próxima vez tomes la precaución de subir las ventanillas…

Deprimida y avergonzada, se dio cuenta de que había escuchado toda su conversación con David. Se concentró en buscar la llave en su bolso. No la encontraba.

– Quizá la próxima vez tú tengas la decencia de ocuparte de tus propios asuntos y no escuchar a escondidas.

– No estaba escuchando a escondidas.

– Entonces ¿qué estabas haciendo ahí solo? ¿Dónde está Melinda?

– En casa.

– Ah.

Cuando encontró por fin la llave, ya era demasiado tarde. Travis se había levantado y se dirigía hacia ella. El pulso empezó a latirle a toda velocidad. Él se detuvo sólo a unos centímetros de distancia, lo suficientemente cerca como para que pudiera sentir el calor que irradiaba su cuerpo, ver el dolor y la preocupación que dominaba sus rasgos.

– Hablaba en serio. No deberías dar alas a ese chico. Y ese consejo vale para cualquier otro hombre.

– Ya te lo he dicho: no le estaba dando alas.

– Él te quiere, y cuando un chico, un joven, quiere a una mujer, a veces pierde los papeles. Deja de usar el cerebro y empieza a pensar con… Vaya, creo que me estoy haciendo un lío…

– Parece como si hablaras por experiencia.

– Quizá.

Savannah pensó en Melinda y le entraron ganas de llorar.

– Simplemente quería decirte que tuvieras cuidado -repitió él, acariciándole la barbilla con un dedo-. No te metas en ninguna situación que luego no puedas controlar. Porque yo no estaré siempre aquí para protegerte.

El contacto de los dedos de Travis en la piel le aceleró aún más el pulso. El calor de su caricia hacía que el corazón le ardiera.

– Ya sé que no era asunto mío -continuó él-, pero… si David no hubiera entrado en razón cuando le pegaste esa bofetada, lo habría sacado del coche para darle una paliza -añadió.

– David no quería hacerme daño.

– Eso yo no lo sabía.

La idea de que Travis estuviera dispuesto a batirse con alguien para protegerla resultaba ciertamente agradable. No pudo reprimir una sonrisa.

– Esto es serio, Savannah.

El dedo se desplazó lentamente de la barbilla al cuello, haciéndola derretirse por dentro. Se quedó sin aliento.

– Yo… ya lo sé.

– No vayas a cometer el mismo error que Charmaine.

Se ruborizó. Su hermana Charmaine se había quedado embarazada el año anterior y ahora estaba casada con Wade Benson, el padre de Josh.

– No necesito que me den lecciones de educación sexual -le espetó.

– Me alegro -él dejó caer la mano-. Porque desde luego no soy yo quien debería dártelas.

– ¿Qué se supone que quiere decir eso?

Travis cerró los ojos.

– Savannah, ¿es que no te das cuenta de lo que puedes despertar en un hombre? -abriéndolos de nuevo, le lanzó por un instante una mirada de adoración-. No subestimes el efecto que ejerces sobre los hombres. Ni sobrestimes tampoco su capacidad de autocontrol.

A ella se le había secado la garganta, pero tenía que hacerle la pregunta.

– ¿Te refieres a «todos» los hombres?

– Todos.

– ¿Tú incluido? -susurró.

– Todos -repitió él abriéndole la puerta de la cocina-. Y ahora sube a acostarte antes de que me olvide de que soy una especie de hermano para ti… y que debería estar mirando por tus intereses y no por los míos propios.

– Yo no necesito un tutor, Travis -le dijo, poniéndole una mano en el brazo.

En esa ocasión, la mirada que él le lanzó no pudo ser más fría.

– Quizá yo sí -agarrándola de la muñeca, la obligó a retirar la mano-. ¿No conoces el dicho? «Quien juega con fuego, se quema» -apretó la mandíbula-. Piensa en ello.

Y se marchó, desapareció en la oscuridad.

Durante cinco días Savannah no volvió a verlo. A lo largo de ese tiempo descubrió que le resultaba todavía más difícil trabajar en el rancho cuando él estaba ausente. No dejaba de preguntarse si habría escuchado toda su conversación con David. ¿Se habría dado cuenta de que él era el hombre que le interesaba?

Aunque, en realidad, sus sentimientos eran mucho más profundos: lo amaba. Fue un descubrimiento tan indeseable como doloroso, porque hacía aún más intolerable su situación.


«Sólo dos semanas más», se decía Savannah mientras yacía en la cama, mirando al techo, preguntándose dónde estaría Travis a la una de la madrugada. «Sólo dos semanas más y se habrá ido». Ante la perspectiva de su marcha y de su matrimonio con Melinda Reeves, el corazón se le desgarraba de dolor. Desvió la mirada hacia el reloj, tal y como venía haciendo cada dos minutos durante la última media hora.

– Esto es una locura -masculló.

Desde que tenía memoria, Travis había formado parte del rancho Beaumont. Cuado sus padres fallecieron en un accidente de avión, los de ella lo acogieron como si fuera un hijo. Siempre había sido como el hermano mayor que nunca tuvo. Jamás se le había pasado por la cabeza que algún día terminaría enamorándose de él.

Travis, por el contrario, seguía pensando en ella como en una hermana pequeña y, probablemente, era mejor así. Si pudiera soportar las dos semanas que quedaban sin dejar traslucir sus sentimientos, todo se arreglaría al final. Travis se casaría con Melinda y ella se marcharía a la universidad.

Sólo que la idea le resultaba sencillamente insoportable. Cerró un puño y golpeó la almohada.

Su inquietud se impuso finalmente. Se levantó, agarró la bata, se calzó las zapatillas y salió al pasillo. Los únicos sonidos de la casa eran el tictac del reloj de pared y el zumbido de la nevera. Una de las tablas del suelo crujió bajo sus pies y se quedó paralizada. No había despertado a nadie. Respirando profundamente, terminó de bajar las escaleras con sigilo, abrió la puerta principal y salió de la casa.

El cielo estaba iluminado por la luna, en cuarto creciente, y por las escasas estrellas que asomaban entre las negras nubes. Un aroma a madreselva y lilas llenaba el aire y el croar de las ranas era interrumpido por el ocasional relincho de una yegua llamando a su potrillo.

Casi por instinto, Savannah enfiló por el sendero que llevaba hasta el estanque. Saltó la cerca en vez de abrirla y arriesgarse a despertar a alguien. Cuando el bosque de robles y pinos dio paso a un claro y al pequeño lago de forma irregular, sonrió, se despojó de la bata y se metió en el agua. Disfrutando de su frescor, buceó hasta el fondo antes de volver a emerger.

Llevaba nadando cerca de quince minutos cuando se dio cuenta de que no estaba sola. El corazón casi dejó de latirle y se preparó para soportar una de las reprimendas de su padre.

– ¿Papá? -dijo con voz temblorosa, dirigiéndose a la oscura figura apoyada en el tronco de un roble-. Papá, ¿eres tú?


Por primera vez en muchos años, Travis había bebido más de la cuenta. Había salido a dar un paseo con la esperanza de despejarse. La discusión que había tenido aquella tarde con Melinda seguía resonando en sus oídos. Melinda lo había acusado de tener un comportamiento distante, de no interesarse en ella, y quizá tenía razón. Porque durante aquellas malditas semanas, solamente había podido pensar en Savannah Beaumont. «¡En la hija de Reginald, por el amor de Dios!», exclamó para sus adentros. Unos pensamientos que no tenían nada de fraternales…

Desde que la había visto el primer día con sus senos firmes y erguidos tensándose contra la tela de la camiseta, sus esbeltas y bien torneadas piernas apretadas con fuerza a los flancos de la yegua…, la había deseado. Un deseo abrasador lo atormentaba con fantasías eróticas que le quitaban el sueño.

Incluso había tenido que dejar el rancho por unos días para aclarar las ideas. Lo último que necesitaba en aquel momento era enredarse con una chica de diecisiete años, la hija del hombre que lo había criado. No culpaba a Melinda por su reacción. Desde que había vuelto a ver a Savannah, no era capaz de concentrarse para nada en ella…, hasta el punto de que se le habían quitado las ganas de hacerle el amor.

Se dejó la camisa abierta con la esperanza de que el aire fresco lo despejara. Estaba apoyado en un tronco de roble cuando escuchó el chapuzón. La cabeza le daba vueltas, pero incluso en la oscuridad reconoció a Savannah, nadando desnuda en las negras aguas. Tuvo que apoyarse en el árbol para no caerse. «Ay, Dios mío», rezó. «Dame fuerzas para soportarlo».

Entonces la oyó:

– ¿Papá?

Silencio. El corazón le atronaba en el pecho.

– Papá, ¿eres tú?

– ¿Qué diablos estás haciendo aquí? -le preguntó Travis, apenas confiando en su voz.

«¡No puede ser Travis!», pensó Savannah horrorizada. El pulso se le aceleró insoportablemente. Era imposible.

– Ocúpate de tus propios asuntos -consiguió espetarle.

Un rayo de luz plateada rieló en el agua y se derramó por un instante sobre sus senos aterciopelados y sus oscuros pezones. Se había echado la melena negra hacia atrás y mantenía la cabeza bien alta, desafiante.

– No deberías estar aquí -le dijo él, con un nudo en la garganta-. Alguien podría verte.

– «Alguien» me ha visto ya.

– Sabes lo que quiero decir -Travis se esforzó por despejar su mente mientras luchaba contra el deseo que lo devoraba. «Márchate ahora mismo», se ordenó. «Márchate antes de que cometas alguna locura».

– ¿Dónde está Melinda? -preguntó Savannah, que se acercaba nadando.

Travis escuchó el temblor de su voz y vio el sordo sufrimiento de su mirada. «Vete, Savannah, no me mires así».

– No lo sé -cerró los ojos para no mirarla-. Y no creo que volvamos a vernos.

– Pero si estáis prometidos…

– Ya no -él hundió una mano en un bolsillo de los tejanos y sacó el anillo de diamantes. Al levantarlo a la luz de la luna, un destello pareció burlarse de él. Maldiciendo, no se lo pensó dos veces y lo lanzó al agua.

– No has debido hacer eso -le reprochó Savannah, mientras se acercaba a la orilla. Pero no consiguió disimular la alegría de su voz.

– Debí haberlo hecho hace mucho tiempo.

– Has bebido…

– No lo suficiente.

– Ay, Travis… -sacudió la cabeza-. Si no llevas cuidado, te autodestruirás.

Sus palabras de consuelo hicieron saltar un profundo resorte en Travis. De repente éste supo que estaba a punto de perder la batalla. Vio su bata y se acercó para recogerla. Con ella en la mano, se dirigió hacia la orilla, tambaleándose un poco.

– Será mejor que te vayas. Es noche cerrada.

Pero Savannah se echó a reír y se sumergió bajo el agua. Saber que Travis ya no estaba comprometido con Melinda le hacía sentirse ligera, como aliviada de un enorme peso.

– Savannah…

– No te preocupes por mí -le dijo cuando emergió, apartándose el pelo de la cara.

– ¿Sabe alguien que estás aquí?

– Sólo tú.

– Estupendo -mascullo, irónico. Deslizó la mirada por su cuello hasta detenerla en el pulso que latía en su base. Con la visión de su cuerpo húmedo y desnudo, estaba experimentando justamente la reacción que Melinda no había sido capaz de despertar.

– Bueno, de acuerdo -cedió ella.

Nadó hasta que hizo pie y empezó a salir del agua. Travis, pese a saber que debía alejarse una vez cumplido su deber, se quedó donde estaba.

Savannah sabía que no tenía manera de esconder su cuerpo. Lo mejor que podía hacer era rescatar su bata y cubrirse con la mayor rapidez posible. Pero podía sentir los ojos de Travis recorriendo su piel, embebiéndose de cada detalle.

Él la contemplaba con la respiración contenida. Su piel blanca destacaba en la oscuridad. Gotas de agua resbalaban seductoramente por sus senos. No le pasó desapercibido su leve balanceo mientras caminaba hacia él. Tenía la cintura muy fina. El ombligo apenas era un provocativo hoyuelo en su vientre.

– Ponte algo antes de que agarres un resfriado -se obligó a apartarse. Acababa de dar el primer paso cuando vio que Savannah, ocupada en ponerse la bata, tropezaba con una raíz y caía al suelo-. ¡Cuidado!

En seguida acudió a su lado.

– Estoy bien -dijo ella frotándose la espinilla que se había golpeado.

– ¿Seguro?

– Sí, sí -sacudiendo la cabeza, se cubrió con la bata-. Es vergüenza, más que dolor, lo que tengo…

Él le sujetaba los brazos y sus dedos se demoraban en la piel sedosa. Cuando la sintió temblar bajo su contacto, le dio un cariñoso beso en una sien. Savannah suspiró, sin apartarse.

– No sé lo que me ha pasado… -murmuró ella, como intentando disculpar su anterior comportamiento. Se había atrevido a salir del agua completamente desnuda, delante de Travis. Ni siquiera había tenido el pudor de pedirle que se diera la vuelta. Se sentía como una completa estúpida.

Travis quería consolarla, abrazarla…, hacerle el amor. «Dime que me vaya», suplicó él en silencio, pero Savannah seguía mirándolo con aquellos enormes ojos ingenuos, bañada por la luz de la luna. Él sentía que su resolución se debilitaba por momentos mientras intentaba evitar que la bata resbalara por sus hombros. Aunque ella seguía esforzándose por atarse el cinturón, el pronunciado escote seguía sin cerrarse.

– ¿Qué…? -él se aclaró la garganta al tiempo que evitaba mirar el oscuro valle que se abría entre sus senos-. ¿Qué estabas haciendo aquí?

– No podía dormir.

– ¿Por qué?

Ella sacudió la cabeza y las gotas de agua de su pelo brillaron como diamantes a la luz de la luna.

– No lo sé.

Estaban tan cerca… Savannah podía oler su aliento a brandy, leer el deseo en sus pupilas. La idea de que la deseaba consiguió acelerarle aún más el pulso.

– A mí también me ha costado mucho dormir últimamente.

– ¿Por… problemas con Melinda?

– No. Por problemas… contigo.

– Ah.

Él alzó una mano y recorrió el perfil de sus labios con el dedo.

– En estos días, apenas he pensado en nadie que no fueras tú. Y eso me ha estado volviendo loco -le acariciaba el rostro con la mirada. Deslizó los dedos todo a lo largo de su cuello, hacia el escote de la bata.

– Travis…

– Dime que me vaya, Savannah.

– Yo no… no puedo.

– Dime que no te toque, que te suelte… -le rogó, pero ella negó con la cabeza-. Haz algo, lo que sea. Abofetéame como hiciste con ese chico la otra noche.

– No puedo, Travis -gimió mientras los dedos descendían hasta perderse bajo las solapas de su bata.

La besó. Tiernamente al principio; después con una avidez que la abrasó por dentro. Tenía los labios fríos por el agua, pero correspondió a su vez con un beso tan exigente como el de él. El fuego que había empezado como una obstinada brasa en el alma de Travis se convirtió en pavoroso incendio que acabó con todo pensamiento racional.

– Esto es una locura -gimió-. ¿Es que no te has cansado ya?

– No sé si alguna vez me cansaré de ti.

– No me hagas esto, Savannah. ¡No soy de piedra! ¡Yo sólo quería hacerte entrar en razón! -pero el sordo dolor que le atravesaba la entrepierna le decía que estaba mintiendo.

Cuando Savannah le echó los brazos al cuello, Travis la besó con toda la pasión que dominaba su mente y su cuerpo. Y ella respondió de la misma manera.

En el instante en que Travis se tumbó encima, atrayéndola al mismo tiempo hacia sí, Savannah pudo sentir la dura prueba de su excitación. Sujetándola de la cintura con una mano, él deslizó la otra bajo la solapa de la bata para descubrir la aterciopelada suavidad de un seno.

«Detenme, Savannah», pensó mientras cubría su cuerpo de besos, descendiendo cada vez más, deteniéndose en el pulso que latía en su cuello antes de abrirle la bata y apoderarse de un pezón. Se lo acarició meticulosamente con la lengua y Savannah gimió su nombre. Luego, lentamente, con la paciencia de un devoto amante, se dedicó a lamerle y chuparle el seno hasta que sintió los dedos de ella clavándose en su espalda.

– Ay, Dios mío. Deberían fusilarme por esto -musitó, intentando aferrarse a algún resto de sentido común. Pero incluso mientras lo hacía, se abrió el cinturón y se desabrochó los téjanos.

– Ámame -le suplicó ella, temblando bajo su cuerpo.

– Sí, Savannah, sí…

Se quedó tan desnudo con ella, con su cuerpo esbelto brillante de sudor.

Savannah lo recibió eufórica y, cuando la penetró, sintió una leve punzada de dolor antes de perderse en un mar de felicidad. Le acariciaba los duros músculos de la espalda y le besaba la cara y el pecho mientras se oía a sí misma gemir, gritar… Chillar incluso cuando los crecientes embates de Travis la arrastraron a un clímax que durante varios minutos la dejó estremecida, convulsa.

Poco a poco fue descendiendo a tierra y suspiró, maravillada. Envuelta en sus brazos, escuchaba los sonidos de la noche: la irregular respiración de Travis, el tronar de su propio corazón, el salto de un pez en el estanque, el sonido de una rama al romperse…

Sintió que él se tensaba de repente. La besó con ternura antes de volver a cerrarle la bata.

– Vuelve a casa -le susurró al oído. Acalló sus protestas poniéndole un dedo sobre los labios.

– Pero…

– Chist -escrutó la oscuridad-, he oído algo. Creo que no estamos solos. Iré a buscarte… pronto -le prometió.

Sigilosamente, empezó a vestirse. Lejos de discutir con él, Savannah siguió sus instrucciones al pie de la letra. Con una mano en el cinturón de la bata y sosteniendo las zapatillas con la otra, corrió descalza por el sendero.

Entró jadeando en la casa a oscuras y subió por la escalera trasera hasta su habitación. Una vez acostada en la cama, esperó con el corazón acelerado a que llegara Travis, atenta al menor sonido. Estaba segura de que cumpliría su promesa y volvería con ella. Sólo era cuestión de tiempo.

Con las primeras luces del alba, se dio cuenta de que alguien debía habérselo impedido: quizá la misma persona que había oído acercarse al estanque. Intentó no darle demasiada importancia. Ya lo vería por la mañana.

Enfrentarse con su padre, o con quienquiera que lo hubiera sorprendido, no iba a ser fácil, pero estaba convencida de que Travis podría soportarlo. Cayó en un profundo sueño y se despertó mucho más tarde, pasadas las diez. Se duchó, se vistió y bajó las escaleras. Encontró a su padre sentado a la mesa de la cocina, tomando café y leyendo el periódico.

– Buenos días -saludó Savannah.

Todo parecía normal. Evidentemente, Reginald había salido a hacer su revisión rutinaria de las cuadras al amanecer, como tenía por costumbre. Estaba recién afeitado, sus botas estaban colocadas al lado de la puerta trasera y ya había terminado de desayunar.

Alzó rápidamente la mirada, frunciendo el ceño.

– Buenos días.

– Buenos días, cariño -dijo su madre, Virginia, entrando en la cocina procedente del comedor. Iba perfectamente peinada y parecía que acabara de maquillarse-. Te has levantado muy tarde, hija. No estabas aquí para despedirte de Travis.

– ¿Despedirme? -repitió, consternada.

– Sí -Virginia se sirvió una taza de café mientras se sentaba frente a Reginald-. Parece que Melinda y él han decidido casarse lo antes posible. Ya era hora, por cierto. Llevan juntos toda la vida. La boda será probablemente la semana que viene, así que se ha marchado a Los Ángeles para alquilar su apartamento.

Savannah se apoyó en el mostrador, a punto de dejar caer al suelo la taza de café.

– Supongo que se habrá cansado de trabajar en el rancho -dijo Reginald-. No lo culpo. Desde que aprobó el examen de prácticas, no hay razón para que siga perdiendo el tiempo aquí cuando ya podría estar ejerciendo de abogado.

– ¡Reginald! -lo recriminó Virginia, pero su marido se limitó a reírse entre dientes.

A Virginia le brillaban los ojos de emoción ante la perspectiva de la boda. A Savannah, en cambio, le ardían por las lágrimas.

– ¿Y por qué nadie me ha despertado para que pudiera decirle adiós?

– No había razón para hacerlo -repuso su padre, encogiéndose de hombros-. Travis volverá. Es un bala perdida. Tiene la costumbre de dejarse caer de repente sin avisar.

– ¡Reginald! -volvió a reñirlo su esposa.

– ¿No quería Travis… hablar conmigo? -balbuceó Savannah.

– No creo. No me dijo nada. ¿A ti te dijo algo, cariño?

– No -respondió Virginia. Al ver la expresión dolida de su hija, esbozó una sonrisa amable-. Es normal, estaría pensando en los planes de la boda y todo eso. Ya lo verás entonces.

Savannah se sintió traicionada, pero decidió no creerse nada… No hasta que lo hubiera escuchado de labios del propio Travis.

El problema fue que Travis no volvió a llamar ni regresó al rancho. Y se casó con Melinda Reeves dos semanas después de haber hecho el amor con ella en el estanque.

«Nunca volveré a dirigirle la palabra», se prometió, furiosa, la mañana de la boda. Para decepción de su madre, se negó a asistir a la ceremonia.

– No puedo, mamá -admitió cuando Virginia le pidió una explicación-. Simplemente, no puedo.

– ¿Por qué no? -le preguntó su madre, sentada en el borde de la cama, mirando a su hija pequeña con expresión preocupada.

Savannah se había acercado a la ventana y fingía contemplar el paisaje.

– Travis… Travis y yo hemos tenido un… desacuerdo.

– Eso es normal entre hermanos…

– ¡No es mi hermano!

– Ah, entiendo… -Virginia arqueó una ceja.

– Pues no sé cómo puedes entenderlo -repuso Savannah. Se sentía desgarrada por dentro. Nadie podía comprenderla, y mucho menos su madre. ¿Por qué no la dejaba en paz todo el mundo de una vez?

Pero las siguientes palabras de Virginia la dejaron paralizada de estupor:

– Siempre es duro enamorarse del hombre equivocado.

– ¿Qué? ¿Cómo…?

– ¿Que cómo lo sé? Lo sé y basta -esbozó una sonrisa triste-. Yo también he sido joven y…, bueno, he cometido unos cuantos errores.

– ¿Con papá?

Virginia evitó la mirada de su hija.

– Sí, cariño. Con tu padre.

Había algo enigmático en su voz, pero Savannah no podía pensar en ello. Ni en nada más, por cierto… ¡Melinda Reeves iba a convertirse en la mujer de Travis McCord! Tenía la sensación de que todo su mundo se estaba desmoronando.

– Pero es que lo quiero tanto… -admitió.

– Y él está a punto de casarse. No puedes hacer nada para evitarlo. Ya no.

– Claro que sí -replicó, llorando-. Pienso olvidarme de él. Jamás volveré a dirigirle la palabra. Y… jamás volveré a enamorarme de ningún hombre.

Virginia también se había emocionado. Le sonrió a través de un velo de lágrimas.

– No seas tan dura, ya encontrarás alguno que merezca la pena. David Crandall te quiere.

– Mamá… -Savannah puso los ojos en blanco-. David sólo es un… amigo.

– ¿Y Travis era algo más?

– Sí.

– Ah -la respuesta pareció sorprenderla. Y preocuparla también.

– No te avergüences de mí, por favor.

– ¿Todavía lo quieres? -preguntó su madre, suspirando.

– Ya no -cerró los puños, decidida-. Ya no, y nunca más.

Travis pronto se convertiría en el marido de Melinda, así que ya no podía importarle menos.

Lo que no se imaginaba era que nueve años después todavía estaría intentando convencerse de que no le importaba en absoluto.

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