Durante el resto de aquella semana, Savannah y Travis vivieron una especie de tácita tregua. El tema de su futuro juntos quedó al margen mientras Savannah se concentraba en dirigir el rancho.
La nieve había empezado finalmente a derretirse el tercer día después de Navidad, conforme la vida iba recuperando su ritmo normal. Travis parecía disfrutar enormemente del trabajo físico en el rancho, mientras que Lester estaba encantado de poder contar con su ayuda. Más de una vez Savannah sorprendió al preparador viendo trabajar a Travis con los caballos y sonriendo complacido.
El sábado por la tarde, Lester estaba observando a Vagabond y a otros potros en la pista cuando Savannah y Travis se reunieron con él. En las carreras, Vagabond sacaba una enorme ventaja a los demás.
– ¿Qué os parece? -les preguntó el preparador.
– Un gran caballo. Aunque un poquito difícil -admitió Savannah.
– Muy excitable -añadió el propio Lester.
– ¿Difícil? ¿Excitable? -repitió Travis, riendo-. Yo lo calificaría de malo y perverso.
– Pero tendrás que admitir que tiene carisma.
– Y velocidad -señaló el preparador-. ¡Esperemos que también tenga un poco de suerte!
Al día siguiente por la mañana Charmaine llamó para avisar de que Josh iba a recibir el alta del hospital. Reginald y Virginia, junto con Wade, Charmaine y Joshua, estarían de regreso esa misma tarde.
– ¿Preocupada? -inquirió Travis en el altillo de la cuadra de los potros, apoyado sobre la horca con que estaba almacenando el heno. No le había pasado desapercibida la expresión de Savannah.
– Un poco -reconoció-. Supongo que durante estos últimos días me he olvidado de todos los problemas -sonrió levemente y bajó la escalera para detenerse delante del cubículo de Mystic. Había sido limpiado y estaba esperando a que lo ocupara un nuevo potro. Al mirarlo, sentía un vacío semejante en su interior.
– Y ahora todos esos problemas vuelven a casa -comentó Travis, bajando también la escalera.
– Así es.
– No dejes que te afecten tanto -la aconsejó, sonriendo.
– Eso es más fácil de decir que de hacer. No puedo evitar preocuparme por Josh. Ojalá pudiera apartar a ese niño de Wade Benson.
– Es su padre, lo quieras o no.
Ella tenía un nudo en la garganta y estaba casi furiosa de frustración. Se volvió para enfrentarse con la ternura de la mirada de Travis.
– ¿Y se supone que tengo que conformarme? ¿Es eso lo que dicta la ley? ¿Que un hombre que nunca quiso convertirse en padre tiene derecho a destruir a su hijo y acabar con la poca autoestima que pueda quedarle?
– A no ser que puedas demostrar maltrato…
– Maltrato físico, quieres decir. No importa el sufrimiento psicológico que pueda estar padeciendo Josh, claro.
– Eso es problema de Charmaine -replicó Travis. Intentó tranquilizarla poniéndole las manos sobre los hombros.
– ¡Según la ley sí! Pero yo me siento responsable de ese niño. ¡Es todo tan injusto! -cruzó los brazos sobre el pecho.
– Eh, cálmate… Vamos a casa. Te prepararé una taza de café. Josh volverá pronto y podrás demostrarle todo el cariño que le tienes. Además, le prometiste una cena de Navidad en familia, todos juntos, ¿recuerdas? Así que mejor será que pongas buena cara si no quieres decepcionar a tu sobrino.
– De acuerdo…
– Yo tengo que ir a la ciudad a hacer un recado, pero tú puedes ayudar a Sadie en la cocina hasta que lleguen.
– Me matará. Cuando ella está presente, la cocina es su dominio particular. Incluso Arquímedes tiene prohibida la entrada.
– Pues entonces dedícate a decorar la casa, cantar villancicos o lo que sea que suelas hacer en esta época del año. Y mientas tanto, pon una sonrisa en esa preciosa cara que tienes.
– ¿Cantar villancicos? -repitió, riendo.
Travis se puso repentinamente serio.
– Sólo sé feliz, amor mío. Eso es todo.
La profundidad de sus sentimientos debió verse reflejada en sus ojos. Forzó una leve sonrisa.
– ¿Y dónde estarás tú?
– Iré a comprarle a Josh un regalo de Navidad. Cuando lo vea, se caerá de espaldas.
– ¿De veras? -estaba encantada.
– De veras.
– Entonces ¿quién va a ocuparse de los caballos mientras yo, eh… canto villancicos?
– Yo mismo, cuando vuelva.
– ¿Tú?
– Sí, ¿qué pasa?
– Nada -dijo con un brillo travieso en los ojos-. Perfecto, adelante -le tendió un cubo y un cepillo-. Primero limpia los establos, pon agua a los caballos, y luego…
Dejando el cubo y el cepillo a un lado, Travis fingió una mirada airada:
– Ya verás cuando vuelva y te enseñe quién es el jefe.
– Promesas, promesas… -se burló ella, desasiéndose de sus brazos. Y echó a correr hacia la casa, riendo a carcajadas.
Savannah se puso la última horquilla en el pelo mientras bajaba las escaleras. Después de ayudar a Sadie en la cocina, había pasado la última hora duchándose, vistiéndose, peinándose… y preguntándose cuándo volvería Travis. Josh estaba a punto de llegar.
De repente sonó el timbre de la puerta.
– Ya voy yo -gritó en dirección de la cocina, donde Sadie seguía ocupada.
Nada más abrir la puerta, se encontró cara a cara con el periodista del Register. El corazón dejó de latirle y la sonrisa se le congeló en los labios. «Ahora no», pensó. «¡No cuando Josh está a punto de aparecer!».
– Buenas tardes -la saludó John Herman, tendiéndole la mano.
– Buenas tardes. ¿Qué puedo hacer por usted? -inquirió, desconfiada.
– Me gustaría hablar con usted de Mystic, para empezar -sonrió de oreja a oreja-. Me gustaría escribir un reportaje sobre el purasangre, ya sabe, desde que era un potrillo hasta ahora.
– Yo creía que el Register ya había publicado un artículo sobre Mystic -Savannah no se movió del umbral para dejarlo pasar.
– Cierto, pero nos gustaría elaborar un reportaje más amplio. Necesitaría descubrir dónde se crió, quién trabajó con él, entrevistar a su preparador y al jockey que lo montaba, describir todas sus carreras, sobre todo la del Gran Premio…
– Lo siento, pero no creo que sea una buena idea…
– Sería una buena publicidad para su rancho -insistió John Herman-. Y además, estaríamos encantados de incluir algo nuevo, digamos… sobre otros caballos. Tiene usted otro… -revisó sus notas-. Vagabond se llama, ¿verdad?
– Sí. Tiene dos años.
– He oído que la gente lo compara con Mystic.
– Tiene el mismo genio, sí. Pero en cuanto a Mystic, no estoy preparada para facilitarle los datos para elaborar un reportaje semejante. Al menos por el momento -«no mientras Josh no sepa la verdad»-. Lamento que haya hecho el viaje en balde. Quizá sería mejor que la próxima vez llamara antes -se disponía a cerrar la puerta cuando oyó el motor de la camioneta en el sendero de entrada. Travis acababa de llegar.
– Entonces tal vez pueda hablar con el señor McCord -porfió el periodista, tozudo.
– El… no se encuentra aquí en este momento.
Savannah oyó la puerta trasera al cerrarse. Y escuchó los pasos de Travis atravesando la cocina en dirección al vestíbulo.
– Ya le avisaré yo cuando vuelva y…
– ¡Savannah! -la llamó Travis, y se detuvo en seco al verla en el umbral-. ¿Qué pasa?
– ¡Señor McCord! -exclamó John Herman con tono entusiasmado, asomándose por encima de un hombro de Savannah y sonriendo de oreja a oreja.
Ya no había nada que hacer. Reacia, dejó pasar al periodista. Por el brillo de interés de su mirada, resultaba obvio que el principal motivo de su visita había sido precisamente entrevistar a Travis.
– John Herman, periodista del Register -se presentó el periodista.
Travis le estrechó la mano, pero sin disimular su desconfianza.
– Ya. ¿Por qué no pasa al salón para que podamos hablar? -se volvió hacia ella, consultándole con la mirada-. ¿Savannah?
Sorprendida por su respetuosa reacción, se dio cuenta de que se había olvidado por completo de sus buenos modales.
– Sí, por favor, pase al salón. Le prepararé un café -después de mirar a Travis como diciéndole «tú sabrás lo que estás haciendo», fue a la cocina, preparó la cafetera y puso rápidamente a Sadie al tanto de lo sucedido.
– Que Dios se apiade de nosotros… -rezó Sadie-. Tú vete para allá. Yo serviré el café y las galletas.
– ¿Seguro?
– Sí. Vamos.
– De acuerdo -aceptó Savannah, y salió rápidamente de la cocina.
Había algo en la actitud de John Herman que la enervaba. El periodista solía escribir una columna satírica apoyándose más en rumores que en datos comprobados. «No te preocupes», intentó decirse mientras se dirigía hacia el salón. «Con su experiencia como abogado, Travis se encargará de él».
– Entonces ¿piensa realmente abandonar la carrera electoral? -le estaba preguntando Herman en aquel preciso instante. Estaba sentado en el sofá con una grabadora en la mano.
Travis, de pie, se apoyaba en la chimenea con gesto tranquilo, casi indiferente.
– Nunca estuve en esa carrera.
– Pero ¿aceptó donaciones?
– Jamás.
– Hay varias personas que discuten esa información. Una de las más destacadas es la señora Eleanor Phillips. Ella sostiene que le entregó cinco mil dólares.
– No me dio ni un solo céntimo -replicó Travis-. Y yo jamás lo hubiera aceptado si hubiera intentado dármelo.
– La señora Phillips dice que tiene un cheque anulado que lo demuestra.
– Yo nunca he visto ese cheque.
– Señor McCord, debo advertirle que lo que me diga…
– Es posible que algunas personas que trabajan conmigo, extralimitándose en su celo, hayan podido pensar que yo pretendía presentarme a gobernador. E incluso puede que hayan aceptado donaciones en mi nombre, pero si lo hicieron fue sin mi conocimiento. Hasta el punto de que he ordenado que repongan las cantidades con intereses.
– ¿Está diciendo entonces que nada puede persuadirlo de que presente su candidatura a gobernador?
– Eso es.
Tras pasar una página de su bloc de notas y asegurarse de que la grabadora seguía funcionando, el periodista se volvió hacia Savannah justo cuando Sadie entraba con el café.
– Y ahora, ¿qué pueden decirme sobre Mystic?
– Nada que usted no sepa ya.
– Tenemos la versión oficial del veterinario, Steve Anderson, pero nos gustaría saber exactamente cómo se fracturó el caballo la pata.
– La verdad es que no lo sé -respondió Savannah.
– Bueno, pero… ¿qué le pasó? ¿Realmente se lo llevó el niño?
– Sí, Joshua -admitió.
– Pero ¿por qué? ¿Adonde iba? ¿Tuvo algún cómplice?
– Creo que ya son demasiadas preguntas -lo interrumpió Travis, sonriendo con frialdad-. Josh salió a pasear con Mystic y le sorprendió la tormenta. De resultas de ello, Mystic sufrió una grave lesión. Fue una situación verdaderamente trágica, muy difícil para todos.
– Sí, pero…
– Y ahora, si nos disculpa, la señorita Beaumont y yo tenemos trabajo que hacer.
A regañadientes, John Herman se levantó del sofá, apagó la grabadora y se guardó la libreta en el bolsillo del abrigo.
– Ha sido un placer, señor McCord. Gracias, señorita Beaumont.
– De nada -replicó ella.
Travis lo acompañó hasta la puerta y Savannah se dejó caer en el sofá, agotada.
– Buitre -masculló furioso cuando volvió segundos después-. Menos mal que ya no volveremos a verlo.
– ¿Tú crees?
– Eso espero. Además, una cosa es lo que quiera escribir y otra lo que le deje escribir el editor. Por pura ética profesional tendrá que atenerse a los hechos. Bueno, olvidémonos de ello -miró su reloj-. No tardará en llegar todo el mundo y tenemos que celebrar la Navidad para Josh…
– Por cierto, ¿qué le has comprado de regalo?
– Algo que le encantará, seguro -sonrió de oreja a oreja.
– Detesto tener que preguntarlo.
– Pues no lo hagas. Voy a ducharme y luego trabajaré un poco en el despacho.
– ¿Otra vez? -inquirió, confundida.
– No tardaré mucho -le prometió, besándola en una mejilla.
– ¿Qué es lo que te queda por hacer?
– Cuentas -respondió, enigmático.
– ¿Para qué?
– Para quedarme tranquilo.
– No te creo.
– Bueno, tú me has preguntado y yo te he respondido. Y ahora… ¿por qué no le haces la cama a Josh en el sofá? De ese modo, podrá estar aquí, con nosotros, al lado del árbol que tanto le gusta…
– Es una buena idea, aunque soy consciente de que si la has sugerido ha sido para cambiar de tema.
– Bueno, tengo muchas ideas, algunas de las cuales estaría encantado de explicarte después, con todo lujo de detalles…
Casi a su pesar, Savannah soltó una carcajada.
– Muy bien, señor abogado. Lo que usted diga.
Con el propósito de bajar del dormitorio unas buenas mantas y un grueso edredón para Josh, abandonó la habitación con una sonrisa en los labios.
Josh parecía tan pequeño… Estaba muy pálido, con una escayola que le abarcaba casi todo el torso. Sus ojos azules, siempre tan vivaces, tenían una mirada apagada. Y su cabello había perdido parte de su brillo.
– Parece como si acabaras de volver de la guerra -intentó bromear Savannah mientras terminaba de arroparle con las mantas en el sofá.
– Así es como me siento.
– ¿De veras?
– Bueno, en realidad estoy bien -miró a su alrededor, intentando hacerse el valiente. Al fin y al cabo, estaba en una habitación llena de adultos.
– ¿Listo para celebrar la Navidad?
– Desde luego -respondió, ya más animado.
– Bien, pues tú no te muevas. Voy a acercar la mesa para que puedas cenar en el sofá.
– ¿Cenarás tú conmigo? -preguntó, tímidamente.
– Por supuesto.
Mientras el resto de la familia se vestía para la cena, Savannah se quedó con Josh.
– ¿Sabes? Te he echado mucho de menos.
– ¿En serio?
– Sí.
– Pues yo también a ti -admitió Josh-. Y también he echado de menos a Mystic. ¿Crees que podrás llevarme a verlo?
Savannah se había preparado mentalmente para aquel momento. Pero la respuesta que había ensayado con tanto cuidado se le atascó en la garganta.
– No, Josh. No puedo. Ya lo sabes. Tienes que quedarte en casa y descansar. Al menos hasta que te quiten la escayola.
– Eso podría tardar semanas -gimoteó.
– Bueno, por el momento no podrás pisar las cuadras, eso está claro -se volvió hacia su plato e hizo amago de comer, esperando que el niño la imitara y dejara de preguntar por Mystic.
Josh miró su plato de comida, pero no lo probó.
– Creo que le pasa algo malo a Mystic.
A Savannah empezaron a sudarle las palmas de las manos.
– ¿Algo malo? ¿Por qué?
– Porque todo el mundo se pone nervioso cuando hablo de él.
– Porque todos estamos muy preocupados por ti.
El niño negó con la cabeza y esbozó una mueca de dolor.
– No. Papá y mamá, incluso el abuelo, se comportan como si me estuvieran escondiendo algo.
Savannah ya no sabía qué decirle.
– Tía…
– ¿Qué? -«aquí viene», pensó ella.
– Tú no me mentirías, ¿verdad?
– Yo jamás te haría daño, Josh -dijo con el corazón encogido.
– No es eso lo que te he preguntado.
– ¿Te he mentido alguna vez antes?
– No.
– Entonces ¿por qué iba a empezar ahora?
– Porque ha sucedido algo malo. Algo que nadie quiere que yo sepa.
– ¿Sabes lo que pienso? -dijo Savannah, y sonrió.
– No. ¿Qué?
– Que en el hospital has pasado demasiado tiempo pensando y sin nada que hacer. Pero ahora mismo vamos a arreglar eso, campeón. Cómete la cena y luego abriremos los regalos, ¿qué me dices?
– ¡De acuerdo! -exclamó, entusiasta. Pero no antes de lanzar por la ventana una inquisitiva mirada a la cuadra de los sementales.
Josh se acostó temprano. Y tan encantado con el cachorro de spaniel que le había regalado Travis que no volvió a preguntar por Mystic.
La tarde había sido agotadora y Savannah se alegraba de que hubiera terminado por fin. «Pero habría un mañana y un pasado mañana», pensó, furiosa consigo misma. Tarde o temprano tendría que decirle al niño la verdad.
Estaba guardando con Travis el papel de los regalos en una caja de cartón cuando Charmaine bajó las escaleras. Vestida en bata y zapatillas, tenía un aspecto terriblemente cansado, como si fuera a desplomarse en cualquier momento.
– Venía a daros las buenas noches. Y a agradecerte, Travis, el detalle del cachorro.
– Pensé que Josh necesitaría un amigo especial para cuando se entere de lo de Mystic.
– Lo sé -sacudió la cabeza-. Por mucho que me cueste entenderlo, Joshua amaba con locura a ese caballo de tan mal genio. Será una tragedia cuando se entere.
– Se enterará tarde o temprano -repuso Travis-. Los periodistas estuvieron hoy por aquí, antes de la cena. Están preparando otro reportaje. Puede que alguno de los amigos de Josh le llame para preguntarle por el caballo.
Charmaine palideció al momento.
– Tienes razón, por supuesto, pero es que no es tan fácil…
– Es mejor que se entere por ti -insistió Savannah.
– Quizá se lo digamos mañana. Ahora mismo no puedo seguir pensando, estoy demasiado cansada -sonriendo tristemente, abandonó el salón.
– Alguien tiene que decírselo -afirmó Savannah una vez que volvió a quedarse a solas con Travis, cruzando los brazos sobre el pecho.
– Pero no tú, ¿recuerdas? -le tomó una mano y la atrajo hacia sí-. Eso es responsabilidad de sus padres.
– Entonces será mejor que lo hagan, y pronto.
– No tengo nada que objetar a eso, pero confiemos en Charmaine y en Wade para que lo hagan a su manera. Tanto si te gusta como si no, tú no eres su madre.
– Deja ya de recordármelo, ¿quieres? Soy su tía y su amiga, y no puedo continuar mintiéndole.
– Entonces no lo hagas. Simplemente evita el tema de Mystic.
– Aunque lo evite, Josh se dará cuenta. Lee mis expresiones como si fuera un libro abierto.
– Vamos, cariño -después de desenchufar el árbol de Navidad, la acorraló contra la pared con su cuerpo-. Ya te preocuparás por eso mañana. Esta noche bastante tienes con hacerme feliz, ¿no te parece?
– ¿Y eso?
Él la miró fijamente a los ojos. Y el beso que le dio la hizo estremecer.
– Hay algo más que tenía ganas de discutir contigo -le murmuró al oído.
– ¿El qué?
– Algo que llevo mucho tiempo queriendo hacer -se llevó una mano al bolsillo y sacó un anillo de oro blanco con un gran diamante. La maravillosa piedra brillaba a la luz de la chimenea, con reflejos rojos y anaranjados-. Feliz Navidad.
Savannah se quedó mirando el anillo reprimiendo las ganas de llorar.
– Pero ¿cuándo lo has comprado?
– Venía con el perro.
– Ya -se echó a reír, emocionada.
– En serio lo digo.
– Yo nunca soñé con…
– Pues sueña. Conmigo -sus labios acariciaron los de ella. Su mirada gris le traspasaba el alma-. Sólo quería que supieras que, suceda lo que suceda, te amaré igual.
– ¿Qué se supone que quiere decir eso?
– Que los fuegos artificiales están a punto de empezar.
– Vas a volver a enfrentarte con papá, ¿verdad? Oh, Dios mío, Travis… ¿qué pasa? ¿Qué es lo que has descubierto?
– Nada. Todavía nada.
– Pero esperas que pase algo.
– Tú confía en mí -le puso el anillo en la palma y le cerró la mano-. Te entrego este anillo porque te amo y porque quiero casarme contigo. Suceda lo que suceda. Recuérdalo bien.
– Te comportas como si fueras a marcharte.
– Me marcharé, por una temporada. Pero volveré.
– ¿Y luego?
– Luego espero que me acompañes.
– A Colorado -adivinó.
– Adonde sea. La verdad, no creo que eso importe mucho.
Savannah percibió que las cosas iban a cambiar de una manera dramática, para siempre. Y que su propio mundo estaba a punto de ser destruido por el mismo hombre al que amaba con locura, con todo su corazón.
– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó, sujetándolo de la camisa.
– Preparar una trampa -respondió con una sonrisa triste, enigmática.
– ¿Y te marcharás esta noche?
– Por la mañana -Travis leyó la angustia en sus ojos y le dio un beso en la frente-. No te preocupes, volveré. Y cuando vuelva, serás libre de venir conmigo.
Sobreponiéndose al escalofrío de terror que le recorría la espalda, Savannah reaccionó a la delicada presión de la mano de Travis en la espalda y a la caricia de su cálido aliento.
– Sólo nos queda una noche para pasar juntos antes de que me marche -murmuró él-. Aprovechémosla -sin esperar su respuesta, la tomó de la mano y la llevó a la cocina. Allí recogieron sus abrigos y salieron por la puerta trasera camino al apartamento que ocupaba encima del garaje.
Tal y como había imaginado, la vida de Savannah cambió por completo a la mañana siguiente.
– ¿Qué diablos significa esto? -rugió Reginald mientras se quitaba las botas en el porche trasero. Ya había hecho la revisión rutinaria de las cuadras y acababa de entrar en la cocina con el periódico de la mañana bajo el brazo. Ver a Travis y a Savannah juntos no pudo enfurecerlo más.
Desplegó el diario sobre la mesa. En titulares de primera página, el Register informaba de la retirada oficial de la candidatura de Travis a gobernador.
– Ya te dije que no pensaba presentarme -dijo Travis, sonriendo.
– Pero yo confiaba en que cambiarías de idea. ¡Un hombre no puede despreciar una oportunidad así! Estamos hablando del cargo del gobernador de California, ¡uno de los más importantes de toda la Costa Oeste! ¿Se puede saber por qué no quieres presentarte? No lo entiendo -inquirió, entre perplejo y consternado.
– Ya te lo expliqué antes.
Reginald se dejó caer en la silla más cercana y Savannah le sirvió un vaso de zumo de naranja.
– Creía que cambiarías de idea, que sólo necesitabas un cambio de aires para recuperarte del caso Eldridge y de la muerte de Melinda… Debiste haber esperado un poco antes de contárselo a la prensa.
– No había razón alguna para esperar.
– Pero todavía es posible que cambies de opinión.
– No. Ya estoy fuera -Travis apuró su vaso de zumo y se sirvió una taza de café.
– Entonces ¿qué piensas hacer ahora? Willis Henderson me dijo que querías venderle tu parte del bufete.
– Así es. Hoy mismo salgo para Los Ángeles para firmar los papeles y atar todos los cabos.
– ¿Y luego?
– Luego volveré. A buscar a Savannah -la sonrisa que asomaba a sus labios se endureció-. Le he pedido que se case conmigo.
– ¿Qué? -exclamó Reginald, pálido. Derrumbado en su silla, suspiró antes de volverse hacia su hija-. No estarás pensando en casarte, ¿verdad?
Savannah se echó a reír.
– Ya tengo veintiséis años, papá.
– Ya. Todo empezó cuando él volvió aquel verano al rancho… -se pasó una mano por la cara y clavó en Travis una mirada fría, helada-. Y después del matrimonio, ¿qué seguirá?
– Colorado.
– ¿Colorado? Dios mío… ¿por qué?
– Para comenzar de nuevo.
Reginald sacó su pipa de un bolsillo.
– Bueno, la verdad es que no te culpo por ello, supongo… -comentó con voz cansada-. A juzgar por todo esto -señaló el diario con la pipa-, no vas a tener otro remedio.
Savannah recogió el periódico y se le contrajo el estómago al leer el artículo. Aunque la mayor parte de los hechos relatados eran ciertos, el artículo insinuaba que si Travis retiraba su candidatura era por un supuesto escándalo en el que había sido acusado de recibir donaciones para una inexistente campaña electoral. Más adelante se mencionaba que podía haber estado envuelto en la polémica que rodeaba la muerte de Mystic.
Savannah, pálida y temblorosa después de leer el artículo, levantó la mirada hacia su padre.
– ¿Qué polémica?
– Hay quien piensa que Mystic puedo haberse salvado -la informó Reginald-. Algo oí de ello mientras me quedé en Sacramento para estar cerca de Josh.
– Pero Steve hizo todo lo posible…
– Siempre hay gente que duda de todo -Reginald estudió su pipa-. Yo me llegué a plantear una segunda operación, pero no me pareció justo para Mystic. Las probabilidades de que sobreviviera eran mínimas y yo… decidí que lo mejor era poner punto final a su sufrimiento. Así se lo expliqué a la prensa, pero por supuesto hubo algunos, entre ellos gente del mundo de las carreras, que se mostraron disconformes.
– Pero ¿eso qué tiene que ver con Travis?
– En realidad, nada -explicó el aludido, esbozando una mueca-. Pero ahora mismo constituye una historia interesante, sobre todo teniendo en cuenta que yo estaba en el rancho y que participé en la búsqueda de Mystic.
– Deberías quedarte y luchar -le espetó Reginald, cada vez más acalorado-. Deberías aspirar al cargo de gobernador y ganarlo, maldita sea. Eso acallaría a los charlatanes…
Travis cambió de sitio para sentarse frente a él.
– Pero eso no es lo que a ti te preocupa, ¿verdad? Tú tenías otros motivos para desear que me metiera en el mundo de la política.
– Por supuesto.
– Dime uno.
– Pensaba que supondría un gran éxito para ti.
Reginald miró rápidamente a su hija antes de concentrarse de nuevo en Travis.
– Sabes que eso me haría sentirme muy orgulloso…
– ¿Cómo? ¿Por qué? -Travis apoyó los codos sobre la mesa y clavó en Reginald una mirada que habría atravesado el acero.
– Prácticamente te crié como si fueras un hijo mío y…
– Eso no tiene nada que ver, aparte del hecho de que tú siempre has intentado utilizarme. Y ahora, dame los detalles.
– No tengo ninguno.
Travis frunció el ceño y se recostó en su silla, cruzando los brazos sobre el pecho.
– ¿Qué es todo esto? -preguntó Savannah, asistiendo aterrada a la discusión.
– Yo creo que todo empezó con una parcela en las afueras de San Francisco.
– ¿Te refieres a la tierra de papá? No entiendo…
– Lo entenderías si miraras en su despacho y escudriñaras su talonario.
– Oh, Travis, no puedes… -murmuró, consternada.
– ¿Por qué no le dejas a tu padre que se explique?
– A Wade le preocupaba que metieras las narices donde no te importa -señaló Reginald.
– Tenía buenas razones para preocuparse -replicó Travis, furioso.
– ¿Qué pasa con ese terreno? -quiso saber Savannah.
– Nada. Aún no. Pero los planes ya estaban hechos.
– ¿Qué tipo de planes?
– No es nada importante… -repuso su padre, frunciendo el ceño-. Ya sabes, yo siempre he pensado que Travis debería meterse en política…
– Continúa -lo animó Savannah.
– Hace dos años tuve la oportunidad de comprar a buen precio unas tierras cerca de San Francisco. La empresa propietaria estaba a punto de quebrar. Me enteré de las condiciones de venta y compré los terrenos. Fue un típico caso de estar en el momento y en el lugar adecuados. Luego decidí construir allí un hipódromo, una especie de memorial a mi nombre e instalar todos mis caballos, bautizándolo con el nombre de Parque Beaumont -miró a Travis-. No hay nada malo en ello, ¿verdad?
– Yo no sabía nada… -dijo Savannah, incrédula-. ¿Pero qué tiene que ver eso con Travis?
– Fue un fiasco -explicó el propio Travis-. La tierra estaba mal calificada y habría protestas de los propietarios vecinos si Reginald se decidía a construir el hipódromo.
– Pero él ni siquiera había sido elegido… -objetó ella, dirigiéndose a su padre.
– Lo sé. Era una posibilidad a muy largo plazo, pero cuando no conseguí una respuesta rotunda y afirmativa de Travis, hablé con Melinda y ella me dijo que se estaba pensando lo de presentarse a gobernador. Sabía que si lo nombraban gobernador, su peso sería decisivo y me ayudaría a edificar el parque.
– Y a ganar dinero a espuertas -apuntó el aludido.
– Eso también, por supuesto.
– Ya, por supuesto -repitió Travis-. ¿Sabes, Reginald? Eso era dar mucho por supuesto, teniendo en cuenta que aún no había anunciado mi intención de presentarme.
– Pero yo era consciente de la gran influencia que Melinda tenía en tu vida -Reginald se volvió hacia su hija-. Había conseguido convencerte de que te casaras con ella cuando tú te sentías atraído hacia Savannah ¿no?
Savannah palideció terriblemente en medio del silencio que siguió a aquellas palabras.
– Y ella te retuvo a su lado -prosiguió su padre- y te ayudó a tomar todo tipo de decisiones tanto profesionales como personales. Sabía que confiabas en su buen juicio, Travis, y a mí me bastaba con que ella te aconsejara que te presentaras.
– Todo a espaldas mías.
– Estabas ocupado.
– Entonces ¿qué sucedió cuando murió Melinda? -quiso saber Travis.
– Estaba el caso Eldridge, que te dio fama y honores. Eras el héroe del momento después de haber vencido a la poderosa industria farmacéutica…
Travis lo fulminó con la mirada.
– ¿Y si me hubiera presentado y perdido? Era una posibilidad bastante factible, tenías que ser consciente de ello.
– No según las encuestas.
– Los votantes suelen cambiar de idea.
– Ya lo pensé -admitió Reginald-. Todavía podía vender aquellas tierras y sacar un buen beneficio. Pero, por supuesto, mucho menos del que habría sacado vendiéndolo al consorcio de inversores que estaban interesados en comprar Parque Beaumont.
– No me lo puedo creer -murmuró Savannah.
– Hay más -prosiguió Travis en voz alta-. Esperabas que yo entrara a formar parte de su consejo de administración, ¿verdad?
Reginald frunció el ceño, pensativo.
– Sí, lo esperaba -admitió.
– Esperabas un montón de cosas, ¿verdad? Dios mío, no sólo apostaste a que ganaría una carrera en la que no iba a participar, sino que también confiabas en que te concedería todo tipo de favores personales -exclamó, airado-. Pues entérate de una vez que, si alguna vez decido meterme en política, ¡nunca le deberé nada a nadie!
– Esto es una locura… -Savannah estaba escandalizada-. ¡Travis ni siquiera había anunciado su candidatura!
Reginald se volvió hacia su hija esbozando una sonrisa humilde.
– Todavía sigo teniendo mis sueños, ¿sabes? Sueños que no he alcanzado, y se me va acabando el tiempo. No soy la clase de hombre que se conforma con jubilarse… -alzó los brazos, como esperando que su hija lo comprendiera.
– Pero no tienes por qué hacerlo…
Encendiendo su pipa, Reginald sacudió la cabeza. Una densa nube de humo azul se elevó hasta el techo.
– Me temo que sí. Necesito trasladar a tu madre a la ciudad: allí estará mejor atendida y más cerca de las cosas que le gustan. Necesita estar cerca de un hospital, pero yo me aburriría mortalmente en la gran ciudad. Eso ya lo sabes tú.
– Sí -repuso Savannah, evocando su propia experiencia en San Francisco. Reginald se levantó de repente para dirigirse hacia la puerta.
– Entonces intenta comprenderme. Y sé paciente conmigo.
Lo observó marcharse, incrédula. Sólo entonces se volvió de nuevo hacia Travis.
– Así que tenías razón.
Por la ventana, vio a su padre atravesar la pradera húmeda rumbo a las cuadras. Arquímedes le seguía los pasos.
– ¿Cambia eso las cosas?
– Un poco, supongo -esbozó una sonrisa temblorosa.
Travis bajó la mirada a su mano izquierda y al diamante que brillaba en su dedo.
– No puedo. Es demasiado pronto. Josh aún está convaleciente, Charmaine se encuentra muy alterada, papá todavía sigue muy deprimido por lo de Mystic y Wade…
– Ya, ya lo he notado. Se encierra en su despacho todas las noches con una botella -repuso Travis, suspirando-. Pero ¿qué sucederá cuando vuelva a buscarte? ¿Serás capaz de venir conmigo?
– Eso espero.
– Pero no me lo puedes asegurar.
– No, aún no.
– Temía que llegara este momento -sonrió, tenso-, pero como te dije ayer, tengo que ir a Los Ángeles para preparar una trampa. Y cuando vuelva, quizá todo este asunto esté arreglado y puedas tomar decisiones.
– No sé cómo…
– Confía en mí -la besó tiernamente en los labios-. Ya te dije que no pienso volver a dejarte. ¡Y es una promesa que pienso cumplir!