El tráfico se hacía más denso en las cercanías del aeropuerto y Savannah tardó cerca de veinte minutos en acceder a la terminal. Hundidas las manos heladas en los bolsillos del abrigo, se abrió paso entre la multitud hasta que llegó a la puerta de salida del avión de Travis. Los asientos cercanos al mostrador de recepción estaban ocupados por gente que esperaba. Una música de villancicos resonaba en todas las salas.
«Paz en la tierra a los hombres y mujeres de buena voluntad», pensó Savannah, irónica, mientras esperaba de pie. No podía evitar una punzada de ansiedad. Pese a tener las manos frías, le sudaban las palmas. Intentó tranquilizarse y olvidar que Travis la había abandonado nueve años atrás sin la menor explicación. Que se había casado con otra mujer y desaparecido de su vida sin molestarse siquiera en despedirse. Que la había manipulado completamente. Pero aquella antigua amargura seguía presente en su alma.
«Olvídate de una vez de todo aquello. Ahora eres una mujer adulta», dijo para sus adentros. Sin embargo, aquélla era la primera vez en nueve largos años que iba a estar a solas con Travis. Siempre que habían coincidido en alguna ocasión habían estado rodeados de gente y, además, Melinda no se apartaba de su lado. Savannah se había alegrado de ello, por supuesto. Hasta el punto de que en aquel momento se estaba cuestionando si lo de haber ido a buscarlo sola había sido una buena idea, después de todo.
Miró a través de la ventana y vio que el avión se acercaba al túnel. «Domínate», se ordenó. Travis fue uno de los primeros en salir. Para disgusto y consternación suyos, el pulso se le aceleró insoportablemente nada más verlo. Parecía mayor de los treinta y cuatro años que tenía. Más cínico. Profundos pliegues flanqueaban las comisuras de sus labios. Llevaba la camisa arrugada, la corbata torcida, una sombra de barba.
Sólo habían transcurrido dos años desde la última vez que Savannah lo había visto, pero tenía la sensación de que habían sido diez; algo que probablemente tenía que ver con la muerte de Melinda. Habían sido inseparables. No cabía ninguna duda de que el mortal accidente de barco había destruido asimismo una buena parte de la vida de Travis.
Savannah se obligó a sonreír y avanzó hacia él. Travis se detuvo en seco, paralizado.
– Hola -lo saludó.
– Eres la última persona a la que esperaba ver -murmuró con frialdad, pero incapaz de disimular su sorpresa.
– Ya, bueno. Yo también me alegro de verte -repuso, irónica. Vio que un fugaz brillo atravesaba su mirada.
– Siempre has sido muy susceptible.
– Sí, quizá demasiado. Henderson llamó al rancho esta tarde. Quería hablar con Wade o con papá.
La expresión de Travis se endureció aún más.
– Continúa.
– Estarán ausentes toda la semana. Así que, te guste o no… -lo miró, desafiante- tendrás que soportarme a mí.
– Estupendo.
Negándose a mostrarse aún más susceptible, Savannah lo informó de que tenía el coche en el aparcamiento.
– ¿Tienes que recoger equipaje?
– No.
Allí acabó la conversación y se incorporaron al caudal de gente que atravesaba la terminal. Mirándolo de reojo de cuando en cuando, a Savannah le resultaba difícil creer que el hombre que caminaba a su lado fuera el mismo del que se había enamorado tan desesperadamente nueve años atrás.
Una vez fuera del edificio, se estremeció. No sabía si por el frío reinante o por la helada mirada de Travis. No pudo menos que darle parcialmente la razón a Henderson. Travis parecía como cansado del mundo, de la vida.
Cuando llegaron ante el deportivo de color plateado, Travis le preguntó, frunciendo el ceño:
– ¿Es tuyo?
– De mi padre.
– Me lo figuraba -dejó su bolsa de viaje en el asiento trasero y subió al coche.
Mientras Savannah arrancaba y salía del aparcamiento, Travis se recostó en su asiento y cerró los ojos. Su respiración se volvió profunda, regular, así que ella decidió no molestarlo. «Que duerma», se dijo, furiosa. «Quizá se despierte de mejor humor».
Empezó a llover de nuevo y activó los limpia parabrisas. Cuando volvió a mirar a Travis, descubrió sobresaltada que la estaba mirando a su vez. Tenía una expresión pensativa.
– ¿Por qué has venido al aeropuerto?
– Para recogerte. Henderson me dijo…
– No me importa lo que te dijo. ¿Por qué no enviaste a uno de los trabajadores?
– Andábamos cortos de personal.
Travis desvió la vista hacia la ventanilla, aparentemente disgustado.
– Ésa no es precisamente una respuesta muy halagadora.
– ¿Qué se supone que quiere decir eso? -inquirió, irritada.
– Pensé que quizá querías volver a verme.
«¿Después de nueve años? ¡El muy arrogante…!», exclamó Savannah para sus adentros.
– Aunque, por otra parte, lo dudo seriamente -añadió en un murmullo-. Simplemente me pareció extraño que, después de haberme evitado durante nueve años, vinieras a buscarme al aeropuerto. Sola.
– Yo no te he evitado.
Travis volvió hacia ella sus fríos, acusadores ojos grises.
– Cada vez que venías a casa… -se interrumpió, nerviosa. Sus dedos se cerraron con fuerza sobre el volante-, había siempre mucha gente alrededor.
– Que era precisamente lo que tú querías. No dejabas que me acercara a ti.
– Estabas casado.
Una sonrisa de satisfacción asomó a los labios de Travis, despertando una vez más la furia de Savannah.
– Yo sólo quería hablar contigo.
– Un poco tarde, ¿no te parece? -replicó, apretando los dientes-. Mira, Travis, mejor no discutamos.
– Yo no estoy discutiendo.
– No, claro. Pero te estás poniendo muy irritante.
– Simplemente pensé que, dado que por fin estamos solos, podría explicarte unas cuantas cosas.
– No me interesan ni las excusas ni las disculpas. No hay razón para volver sobre el pasado.
La mirada de Travis se tornó sombría y sacudió la cabeza.
– Muy bien. Si es eso lo que quieres… Yo solamente quería que supieras una cosa: que jamás tuve intención alguna de dejarte.
– Ya, claro. Pero no pudiste evitarlo, ¿verdad?
Apretaba el volante con todas sus fuerzas. De repente la camioneta que circulaba delante viró y dio un frenazo. Savannah frenó justo a tiempo de evitar una colisión.
– Dios mío -susurró con el pulso acelerado.
– ¿Quieres que conduzca yo? -se ofreció Travis cuando los vehículos retomaron la marcha.
– ¡No!
– De acuerdo. Entonces déjame explicarte lo que sucedió en el lago.
Savannah tenía los nervios destrozados.
– Mira, preferiría no hablar de eso. Sobre todo ahora. Ha pasado demasiado tiempo.
– De acuerdo, ahora no. Entonces ¿cuándo?
– Por mí, nunca.
Travis arqueó una ceja, desdeñoso, y frunció el ceño.
– Estoy cansado de discutir. Así que será como tú digas… por ahora. Pero tendremos que aclarar esto. Estoy harto de que me manipulen y me obliguen a vivir mentiras…
– Yo nunca… -se dispuso a protestar, pero decidió callarse. No estaba preparada para mantener una conversación sobre el pasado. Todavía no. Necesitaba tiempo para analizar y revisar sus sentimientos Travis-. Así que es por eso por lo que has vuelto al rancho.
– Ésa es una razón -admitió, mirando al frente. Bajo la lluvia, una borrosa e interminable hilera de luces se desplegaba ante ellos-. Creo que ya va siendo hora de que aclare de una vez las cosas contigo y con tu familia. Por cierto, ¿dónde está Wade?
– Con papá, en Florida. Están pensando en trasladar allí algunos potros para la primavera. Cuando Mystic ganó el Gran Premio, papá decidió que había llegado el momento de llevar a los más fuertes a la Costa Este.
– ¿Y tú estás en desacuerdo con esa decisión?
– El Gran Premio sólo es una carrera, un momento de gloria. Después de ganar en Pimlico, papá se encontraba en el quinto cielo y realmente esperaba que Mystic ganara el Belmont -movió la cabeza con expresión entristecida-. Y el resultado fue que Supreme Court, el ganador del Derby, repitió hazaña. Mystic terminó sexto. No ha ganado nada desde entonces. Ahora está de vuelta en el rancho y papá tiene que decidir entre ponerlo a correr el año que viene, venderlo o dejarlo como semental.
Travis no hizo ningún comentario. En lugar de ello se dedicó a mirarla de arriba abajo, reparando en sus botas de montaña, sus viejos tejanos, su suéter azul y su abrigo de ante. Sus ojos grises parecían desnudarla.
– Eso sigue sin explicar por qué has venido al aeropuerto.
– Cuando Henderson llamó, no me quedaba mucho tiempo.
– Bien -volvió a recostarse en su asiento-. Quizá sea mejor que no vea a tu cuñado por ahora. En cuanto a ti… -le puso una mano en un hombro-, ya puedes ir haciéndote a la idea de que, al final, tendremos que hablar de lo sucedido. Tanto si quieres como si no.
– No quiero.
– Ya, por eso fuiste al aeropuerto sola, ¿verdad? -soltó una carcajada antes de retirar la mano-. Mientes, Savannah. Sabes perfectamente que nunca has mentido bien.
– Yo creía que venías al rancho para hablar con Wade.
– Sí, con él también. Y no va a gustarle nada lo que tengo que decirle.
– ¿De qué se trata?
– Será mejor que se lo diga en persona.
Savannah frunció el ceño mientras salía de la autopista y tomó la carretera que atravesaba las colinas que rodeaban el rancho. El agua de lluvia corría en torrentes por las cunetas.
– ¿Sinceramente crees que pensaba sonsacártelo para después avisar a Wade? -la idea se le antojaba tan absurda que estuvo a punto de soltar una carcajada.
– ¿No te llevas bien con tu cuñado?
– No es ningún secreto que no. Y la antipatía es mutua. Pero no hay nada que hacer al respecto. Es el marido de Charmaine y me tengo que aguantar.
– Y la mano derecha de tu padre -le recordó Travis.
– Eso parece -repuso, irónica. En su opinión, Wade Benson era un canalla de primera clase. Desgraciadamente nadie en el rancho compartía esa opinión, excepto quizá Virginia, que jamás diría nada en contra de su yerno.
– ¿Qué me dices de ti? -preguntó él con tono suave.
– Yo… ¿qué?
– Creía que ibas a casarte con ese tal Donald…
– David -lo corrigió.
– Eso. ¿Qué sucedió?
Savannah se encogió de hombros.
– Cambié de idea.
– Y te asustaste, ¿verdad?
Por un momento estuvo a punto de estallar. Pero cuando lo miró, descubrió un brillo de diversión en sus ojos que le recordó al Travis de antes. Al hombre que había amado.
– Sí, me asusté. David no buscaba una esposa a la que le gustara trabajar con caballos. Me dijo que no le gustaba el olor a caballo y que se ponía a estornudar cada vez que se acercaba a una cuadra.
Travis se sonrió.
– Entonces ¿qué diablos estaba haciendo contigo?
– Creía que podía cambiarme.
– Me acuerdo -repuso Travis, evocando la noche que había querido estrangular a David Crandall, cuando se atrevió a propasarse con ella-. Crandall no te conocía muy bien, ¿verdad?
Savannah podía sentir la mirada de Travis clavada en su rostro, pero mantuvo la vista al frente.
– Supongo que no.
– ¿Todavía lo ves?
– De cuando en cuando. Está casado y tiene dos hijos -se sonrió-. Con una respetable y digna esposa que renunció a su carrera como intérprete de música de cámara.
– Vaya.
Todavía sonriendo, Savannah sacudió la cabeza.
– No sufrí nada. Bueno, quizá mi orgullo sí, un poco. Se casó con Brenda sólo tres meses después de que rompiéramos. Pero al final todo fue para mejor.
– ¿Estás segura? -la miró pensativo.
– Sí. ¿Puedes imaginarme de esposa de un arquitecto viviendo en San Francisco?
– No.
– Yo tampoco.
– Así que regresaste al rancho.
Después de pasarse cuatro años en la universidad y tres trabajando para una empresa de inversiones de San Francisco, nada había añorado más que volver con su familia y su rancho de caballos.
– Me cansé de la gran ciudad.
Abandonó la carretera principal para tomar el desvío del rancho Beaumont. Campos de algodón salpicados de robles flanqueaban la pista de asfalto que terminaba en la casa principal. Una vez aparcado el deportivo en el garaje, Travis sacó su equipaje y se quedó mirando el edificio de dos pisos.
– Hay cosas que no cambian nunca.
Pensando en su madre, Savannah no pudo menos que disentir. Le tocó ligeramente un brazo, como si quiera contarle algo importante.
– Quizá más de lo que parece.
– ¿Qué quieres decir?
– Creo que deberías saber que… -se aclaró la garganta- que mamá no está bien. Ha sufrido varios ataques cardiovasculares seguidos. Pequeños, pero varios. El caso es que no está bien.
– ¡Ataques cardiovasculares! -exclamó, incrédulo-. ¿Por qué nadie me dijo nada?
– Porque así lo quiso mamá.
– ¿Por qué? -la miraba furioso.
– Mamá no quería molestarte. Tú ya tenías suficientes problemas, ya sabes -como todavía no parecía muy convencido, se lo dijo a las claras-: Sufrió el primer ataque una semana después del accidente de Melinda. Mamá no quería preocuparte más de lo que ya estabas.
– Eso fue hace seis meses.
– Y los siguientes ataques, todos muy seguidos, se produjeron cuando estabas en pleno caso Eldridge.
– De todas formas alguien debería habérmelo dicho. Tú, por ejemplo.
– ¿Yo? ¡Pero si no podía!
Travis se apoyó tranquilamente en el coche.
– ¿Y por qué no, Savannah?
– Mamá insistió en ello y papá…
– Tu padre quería mantenerme en la ignorancia, ¿verdad?
Savannah sacudió la cabeza.
– Él sabía lo importante que era ese caso para tu carrera, sabía que estabas muy afectado por la muerte de Melinda. Sólo pensaba en tu bien.
– ¡Al diablo con mi bien! -tronó, agarrándola por los hombros, frustrado-. Tengo treinta y cuatro años, Savannah. ¡No necesito que nadie se erija en mi protector y, menos que nadie, tu padre!
– Pero mamá…
– ¿Dónde está?
– En casa, seguramente en su habitación.
La soltó, procurando dominarse.
– Cuéntamelo todo. ¿Es grave?
Savannah apretó los dientes. A pesar de la petición que Virginia le había hecho, no podía mentirle.
– No está bien, Travis. Muchos días ni siquiera es capaz de bajar de la habitación.
– ¿Por qué no está hospitalizada?
– Porque en el hospital no pueden hacer nada más por ella. Una enfermera particular viene todos los días.
– Estupendo -comentó con un suspiro-. Maravilloso. Y nadie se molestó en decirme nada -se frotó los músculos del cuello-. Voy a verla.
– Desde luego.
Entraron en la casa. Nada más quitarse el abrigo, Travis se dirigió hacia las escaleras con gesto decidido.
Savannah hizo amago de seguirlo, pero se detuvo. Virginia querría estar a solas con Travis. Había sido como una segunda madre para él y no deseaba en absoluto entrometerse en una conversación privada. Así que bajó de nuevo las escaleras y se metió en el despacho de su padre.
Desgraciadamente, no fue capaz de concentrarse en la montaña de facturas que tenía que examinar. Todos sus pensamientos volvían de continuo a Travis y al verano que habían compartido nueve años atrás.
– Eres una estúpida -masculló, exasperada. Levantándose, se puso a pasear por la habitación.
Al cabo de unos minutos decidió salir a echar un vistazo a las cuadras. Hablaría con Lester Adams, el preparador de caballos, para preguntarle cómo se estaba desarrollando el entrenamiento. Hablar directamente con Lester era habitualmente responsabilidad de su padre, pero dado que se hallaba en Florida, Savannah no iba a tener más remedio que enfrentarse a aquel oso gruñón. Y escuchar tanto sus quejas como sus alabanzas sobre los caballos…
– Reginald debería haberlo vendido -le dijo Lester por segunda vez, apoyado en la cerca-. Parece bueno, pero es muy indómito. Se trabaja mal con él.
– A Mystic le pasaba lo mismo -le recordó Savannah con una sonrisa, mientras observaba a Vagabond correr con la fluida gracia de un verdadero campeón. Era un precioso potro zaino, de ojos oscuros y paso ágil, fluido.
– Es distinto.
– Pero tiene el mismo carácter. Además, yo creía que te gustaban los potros «con fuego», como dices tú.
– ¡Fuego sí, pero éste es un infierno! -Lester sacudió la cabeza y frunció sus espesas cejas grises, frustrado-. Es diabólico.
– Podría ser un campeón.
– Si no se autodestruye antes -el anciano apoyó la bota en un listón de la cerca mientras seguía estudiando al animal-. Tiene velocidad, es cierto.
– Y corazón.
Lester se echó a reír.
– ¡Corazón! Yo lo llamo maldita obstinación. No hay más.
– Sé que acabarás convirtiéndolo en un ganador -le aseguró Savannah-. Como hiciste con Mystic.
El preparador rehuyó su mirada.
– Será todo un desafío.
– De los que te gustan a ti.
– Mmm -se sonrió-. Ya basta, Jake -ordenó al mozo que estaba montando al potro.
– De acuerdo -el pequeño jinete desmontó ágilmente-. Voy a cepillarlo un poco.
Lester asintió con la cabeza. Después de bajarse la visera de la gorra, sacó un arrugado paquete de cigarrillos de un bolsillo de la camisa.
– Así que Travis ha vuelto hoy -dijo mientras encendía uno. Apoyado en la cerca, miró a Savannah a través de una nube de humo azul.
– Ahora mismo está en casa.
– ¿Piensa quedarse mucho tiempo?
– No lo sé, pero lo dudo. Sólo ha traído una bolsa de viaje. Quiere hablar con Wade.
– ¿Acerca de lo de aspirar a presentarse a gobernador?
– No lo sé -admitió-. No se lo he preguntado.
– No lo entiendo.
– ¿El qué?
– Todo me parece muy raro. A Travis siempre se le dieron bien los caballos. Sé que le gustaba trabajar con ello, eso fue obvio desde el principio. Yo tenía una intuición con ese chico, la sensación de que… bueno, de que se quedaría aquí, en el rancho. Pero me equivoqué. En lugar de quedarse, fue a la universidad y se convirtió en abogado… y apenas volvió a poner el pie en este lugar. Nunca lo entendí -tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con la bota-. Y para colmo, tu hermana va y se casa con Wade Benson…, aunque supongo que tendría sus razones. Pero Benson, por el amor de Dios, un hombre incapaz de diferenciar un jaco de un purasangre, renuncia a su vez a su trabajo como contable para ponerse a trabajar con caballos…
– Wade lleva la contabilidad del rancho.
– Sí, pero no sólo eso. También lo dirige.
– Lo sé. Papá está pensando en retirarse a causa del estado de mamá.
– Una lástima lo de tu madre -repuso Lester en voz baja. Un brillo de tristeza asomó a sus ojos oscuros.
– Sí.
– Una verdadera lástima -masculló, aclarándose la garganta-. Bueno, supongo que será mejor que vaya a echar un vistazo a los chicos… para asegurarme de que se ganan bien el pan -y se dirigió hacia el establo de los potrillos.
Savannah regresó a la casa, pensando todavía en Travis. Minutos después se quitaba sus botas en el porche trasero, se agachaba para acariciar a Arquímedes, el gran perro ovejero de su padre, y entraba en la cocina. Sadie Stinson, la cocinera y ama de llaves, estaba ocupada preparando la comida.
– Huele maravillosamente bien -comentó, asomándose al horno-. Me muero de hambre. Me he perdido la comida.
Sadie Stinson chasqueó los labios con expresión reprobadora.
– ¡Qué vergüenza!
– Oh, no te creas. A juzgar por el aspecto que tiene esto, la espera habrá merecido la pena.
– No conseguirás nada con tus zalamerías -gruñó, aunque resultaba evidente que le había gustado el elogio-. Anda, sube a arreglarte un poco. Serviré la cena dentro de media hora.
– No puedo esperar tanto -replicó. Su estómago suscribió sonoramente la frase.
– Tendrás que hacerlo.
– Qué dura eres -rió Savannah-. Por cierto, ¿has visto a Travis?
De repente cambió de humor. La sonrisa desapareció rápidamente de su rostro.
– Que si lo he visto… Está en el despacho de tu padre, emborrachándose -se puso a partir la verdura con verdadera rabia-. Probablemente ni siquiera apreciará el trabajo que me he tomado.
– Lo dudo -replicó Savannah, saliendo de la cocina.
Recorrió el pequeño pasillo que llevaba al despacho. Travis estaba dentro, apoyado en el alféizar de la ventana con una copa en la mano. Se había quitado el traje y en aquel momento llevaba unos viejos pantalones de pana y una camisa de franela que no se había molestado en abrocharse. Un fuego ardía en la chimenea de piedra.
Él se volvió y la descubrió en el umbral. Allí estaba: mirándolo con sus penetrantes ojos azules, el rostro enmarcado en su melena de rizos negros. Se le hizo un nudo en el estómago. Casi se había olvidado de lo hermosa que era.
– Vamos, bebe conmigo -la invitó, alzando su copa.
– No.
Encogiéndose de hombros, Travis se volvió de nuevo hacia la ventana.
– Como quieras.
Savannah entró y cerró la puerta a su espalda. Arrodillándose frente a la chimenea, acercó las manos al fuego para calentárselas.
– ¿Has visto a mamá?
Él apuró su copa y se acercó a la bandeja de las bebidas para servirse otro whisky.
– Debiste habérmelo dicho.
– No podía.
– ¡Claro que podías!
– Mamá pensaba…
– Se está muriendo, maldita sea -la acusó con sus fríos ojos grises-. Creí que podía confiar en ti, Savannah.
– ¿Qué? -repitió, incrédula-. ¿Que «tú» creías que podías confiar en mí? -«¿qué pasa con la confianza que yo deposité en ti hace años?», le preguntó en silencio, sin atreverse a expresarlo en voz alta.
– Sabes lo que quiero decir. Cuando éramos niños teníamos secretos, pero siempre fuimos sinceros el uno con el otro.
«Excepto una vez», pensó indignada. «Excepto aquella única noche que me dijiste que me amabas y yo me lo creí con todo mi corazón».
– Ya no somos niños y mamá me pidió que no te dijera nada. Yo siempre cumplo mi palabra, y además me dijo que papá te lo contaría en el momento adecuado.
– Ya, ¿y cuándo se suponía que iba a llegar ese momento?
– ¿Cómo voy a saberlo yo? -lo fulminó con la mirada antes de dirigirse hacia la puerta-. Tengo que arreglarme para la cena. Si para entonces no te has emborrachado hasta perder el sentido, nos veremos en la mesa.
– Savannah…
Ya tenía una mano en el picaporte cuando se volvió para mirarlo. Por un fugaz instante descubrió un sincero arrepentimiento en sus ojos antes de que su expresión se endureciera de nuevo.
– Eso. Nos veremos en la cena.
– Bien -y abandonó la habitación.
La cena resultó tolerable. Apenas. Virginia se encontraba cansada y cenó en su habitación. Charmaine estaba disgustada porque Wade no había llamado y Travis no mostró ningún interés especial por el festín que había preparado Sadie Stinson.
«Maravilloso», pensó, Savannah, irónica. La única persona que parecía estar disfrutando de verdad era Josh, que no cesaba de hablar.
– Entonces ¿cuánto tiempo piensas quedarte? -preguntó a Travis.
– No lo sé.
– ¡Oí que papá decía que ibas a ser presidente, o algo así!
– Gobernador, Josh -lo corrigió Charmaine, y Travis esbozó una mueca antes de recostarse en su silla y sonreír a Josh.
Era la primera vez que sonreía desde que había bajado del avión. Una sonrisa que tuvo un efecto desastroso sobre Savannah.
– ¿De veras dijo eso? -le preguntó Travis al niño.
– Sí -Josh hizo a un lado su plato-. Papá dice que tú tienes que estar en… el sitio ése donde está el gobernador.
– Sacramento.
– Eso. Y también que deberías estar en cualquier parte menos aquí, en el rancho.
– ¿Ah, sí? -murmuró Travis, ampliando su sonrisa.
– ¡Joshua! -lo regañó su madre, levemente ruborizada-. ¡Si ya has terminado de cenar sube a hacer tus deberes!
– ¿He dicho algo que no debía?
– Por supuesto que no, Josh -intervino Savannah, lanzando a Travis una mirada de advertencia y levantándose de la silla-. Vamos, te acompaño. Te echaré una mano.
– Son de matemáticas.
– Bueno, no son mi fuerte, pero intentaré ayudarte. Vamos -juntos subieron las escaleras. Una vez en el rellano ella vaciló y cambió de idea-. ¿Por qué no te adelantas y vas empezando tú? -sugirió-. Yo voy a ver cómo está la abuela, ¿de acuerdo?
– Bien -aceptó el crío, y desapareció por el pasillo.
Tras llamar suavemente a la puerta, Savannah entró en el dormitorio de su madre. Virginia sonrió nada más verla.
– Has tardado. Me estaba preguntando cuándo aparecerías.
– No podía escaparme -se acercó a la cama para retirar la bandeja.
– ¿Qué tal con Travis?
Savannah soltó un suspiro de disgusto mientras se apoyaba en uno de los postes de la cama.
– Bien, teniendo en cuenta lo terriblemente resentido que está.
– Este último año ha sido muy duro para él. Dale una oportunidad.
– ¿Una oportunidad? ¿De qué?
– De curar sus heridas.
– ¿Te contó a ti a qué había venido?
– No. De hecho, se mostró bastante ambiguo al respecto. Le sentará bien quedarse por aquí una temporada. A Travis siempre le gustó trabajar en el rancho, con los caballos. Podría ocupar de nuevo el apartamento del garaje y… -su voz se fue apagando.
– Tengo que irme, mamá -dijo Savannah-. Le prometí a Josh que lo ayudaría con sus deberes de matemáticas.
Virginia rió entre dientes.
– Un ciego guiando a otro ciego.
– Qué poca fe tienes en tu propia hija… -soltó una carcajada-. Bueno, hasta luego.
Salió de la habitación y se dirigió al dormitorio de Josh. Lo encontró jugando en el suelo con sus muñecos.
– ¿No se suponía que tenías que estar haciendo los deberes?
– Pero tía Savvy… -la miró suplicante.
– Ahora mismo. Venga -recogió algunos muñecos y los guardó en un cajón de la cómoda, atiborrada de juguetes.
– Podrías jugar conmigo…
Savannah se sentó en el borde de la cama y negó con la cabeza.
– Después quizá. Ahora tenemos que ponernos con las matemáticas -se descalzó y se sentó sobre los tobillos-. Vamos.
– Odio las matemáticas -refunfuñó el crío.
– Yo también, pero, aunque detesto admitirlo, la aritmética, la geometría, el álgebra…, todo eso es muy importante. Algún día te darás cuenta.
Diez minutos después, una ligera tos llamó su atención y se volvió y descubrió a Travis en el umbral. Apoyado en el marco de la puerta, tenía las manos hundidas en los bolsillos de los tejanos. ¿Cuánto tiempo llevaría allí, observándolos?
– ¿Cómo va todo?
– No va -admitió ella.
– ¡Fatal! -reconoció Josh.
– ¿Necesitáis ayuda?
– ¡Sí! -exclamó el niño, entusiasmado.
Savannah se quedó conmovida. Se notaba que Josh echaba en falta un poco de cariño paternal. El que le negaba su propio padre.
– Claro. ¿Por qué no? Adelante, Travis. De todas maneras yo tenía que bajar esta bandeja -señaló la que había recogido de la habitación de su madre.
– No te estaré ahuyentando… -dijo él mientras entraba, mirándola en todo momento a los ojos.
– Por supuesto que no.
– Estás mintiendo de nuevo -la acusó-. Una fea costumbre, Savannah. Te convendría dejarla.
– Supongo que tú tienes la virtud de sacar lo peor de mí misma -siseó en voz baja para que no la oyera Josh.
– O lo mejor -recorrió su cuerpo con la mirada, deteniéndose significativamente en la forma de sus senos bajo su suéter.
Bajo aquella abrasadora mirada, se puso colorada de furia, pero mantuvo cerrada la boca porque Josh acababa de volverse hacia ella.
– ¿Te pasa algo, tía Savvy?
– No, no. Yo… Te veré luego -logró forzar una sonrisa y abandonó la habitación, diciéndose a sí misma que sólo tendría que soportar las impertinencias de Travis durante unos días más.
Hasta que Wade y Reginald volvieran al rancho. Pero… ¿qué sucedería entonces? La perspectiva de aquel encuentro la llenaba de temor.