Cinco

El salón olía a abeto, velas perfumadas, leña de chimenea y chocolate caliente. Savannah todavía estaba ayudando a Josh a decorar el árbol. Charmaine ya había subido a acostar a Virginia. La noche era muy tranquila, con la nieve acumulándose en los marcos y alféizares de las ventanas. Las luces del árbol se reflejaban en los cristales.

Savannah dejó su tazón vacío sobre la repisa de la chimenea antes de subirse a la escalera para enderezar la estrella que coronaba el abeto.

– Ojalá Travis viniera a ayudarnos -se quejó Josh.

– Vendrá.

– ¿Cuándo?

– Cuando haya terminado.

– ¿Por qué está tardando tanto?

– No tengo la menor idea -respondió ella con sinceridad-. Dijo que tenía que arreglar unos papeles -suspirando, bajó la escalera.

– ¿Por eso lleva tanto tiempo encerrado en el despacho del abuelo?

– Buena pregunta -admitió, mirando de reojo la puerta cerrada del despacho, al otro lado del vestíbulo-. Supongo que necesita tranquilidad… para concentrarse.

– ¿En qué?

– Mira, Josh, de verdad no lo sé. ¿Te apetece otro tazón de chocolate?

– ¡Sí!

– Termina tú de decorar el árbol. Yo vuelvo ahora mismo -salió del salón y se detuvo un momento a la puerta del despacho: Travis llevaba cerca de dos horas encerrado allí dentro. Cuando le había pedido que se quedara con ellos a decorar el árbol, su respuesta había sido que necesitaba hacer algo antes de que llegaran Reginald y Wade. Su mirada se había ensombrecido misteriosamente y Savannah había experimentado un inmediato escalofrío.

Llamó suavemente a la puerta. Travis abrió al momento y Savannah no pudo reprimir una sonrisa. Un rizo rebelde de su cabello castaño le había caído sobre la frente. Se había remangado el suéter.

– Tu imagen es como un bálsamo para unos ojos tan cansados como los míos -murmuró él en voz baja.

– Vaya, muchas gracias… -miró detrás de él. Resultaba obvio que estaba trabajando en el escritorio de su padre. La mesa estaba llena de papeles y el libro de contabilidad del rancho estaba abierto sobre una silla cercana-. ¿Por qué, entonces, sigues aquí encerrado?

– Porque estoy trabajando -frunció ligeramente el ceño.

– ¿Ni siquiera puedes escaparte un momento para ver el árbol? Josh se muere de ganas de enseñártelo.

– Dentro de unos minutos.

– De acuerdo, tú ganas. Adelante, sigue haciéndote el misterioso. ¿Qué te apetece tomar? ¿Una taza de café, un chocolate caliente?

Travis negó con la cabeza, sonriente.

– Nada. En cuanto haya terminado, me reuniré con el resto de la familia, ¿de acuerdo?

– Eres como mister Scrooge, el de la novela de Dickens -le dio un beso en la punta de la nariz.

– Asegúrate de colgar el muérdago -le ordenó, risueño. Acto seguido volvió a encerrarse en el despacho.

– Feliz Navidad -musitó Savannah con ironía ante la puerta cerrada.

Perpleja por el comportamiento de Travis, entró en la cocina y rellenó los tazones de chocolate. ¿Por qué estaría revisando los libros del rancho? Tenía un mal presentimiento, pero se esforzó por pensar en otra cosa. Había pasado un día demasiado maravilloso con Josh y con Travis para estropearlo con infundados temores y preocupaciones. Travis no hacía daño a nadie. Además, Wade y Reginald volverían en cualquier momento. La perspectiva de su llegada constituía ya de por sí una buena fuente de preocupación.

– ¡Es el mejor árbol de Navidad del mundo! -exclamaba orgulloso Josh minutos después, mientras recibía de manos de Savannah su tazón de chocolate.

– Creo que tienes razón -repuso ella, riendo.

– Tenemos que llamar a Travis y a mamá…

– Sí, pero antes hay que recoger todo esto -señaló las cajas vacías que rodeaban el árbol-. Has hecho un buen trabajo, pero todavía te queda un poco…

Justo en aquel instante, oyó un coche acercándose. El pulso empezó a latirle a toda velocidad.

– Parece que tu padre y el abuelo por fin han llegado.

– Ya era hora.

– Supongo que las carreteras estarían atascadas por culpa de la nieve. Para no hablar del aeropuerto.

La puerta se abrió de pronto y entró Reginald.

– Vaya, vaya…, pero ¿qué es lo que tenemos aquí? -inquirió, con la mirada clavada en el árbol, mientras se quitaba los guantes.

– ¡Nuestro árbol de Navidad, abuelo! -anunció el niño, orgulloso-. ¡La tía Savvy, Travis y yo hemos ido a buscarlo hoy, arriba, en las colinas! ¡Incluso disputamos una batalla de bolas de nieve!

– ¿Ah, sí? -se quitó el abrigo antes de acercarse al árbol, acariciando la cabeza de su nieto-. ¿Y quién ganó?

– ¡Travis y yo!

Reginald se volvió hacia Savannah.

– ¿Dos contra uno?

– Arquímedes iba conmigo -lo informó, irónica-. La verdad, no me fue de gran ayuda.

– Ya me lo imagino -Reginald se echó a reír.

– Bueno, ¿qué te parece el árbol? -preguntó Josh, emocionado.

– Fantástico.

– Lo encontré yo y Travis lo cortó.

– El año que viene probablemente serás capaz de cortarlo tú mismo. Pero ¿dónde está todo el mundo? -preguntó Reginald a su hija.

– Charmaine subió a acostar a mamá hará unos tres cuartos de hora.

– Dime -frunció el ceño, mirando hacia las escaleras-, ¿cómo la has encontrado estos días?

– Bueno, la verdad es que ha mejorado bastante desde que Travis volvió al rancho. El hecho de tenerlo aquí parece que le ha levantado el ánimo. Ha cenado dos veces en el salón y, hace un rato, incluso nos estuvo ayudando a decorar el árbol.

– Magnífico -suspiró, aliviado-. Ahora mismo subo a verla.

Reginald abandonó el salón cuando Wade entraba en la casa. Éste parecía tenso, agitado.

– Hola, papá -lo saludó Josh-. ¿Has visto el árbol? Travis y yo lo hemos cortado.

Ante la mención del nombre de Travis, Wade frunció el ceño y empezó a pellizcarse nervioso las guías del bigote.

– Ah -dijo sin mucho entusiasmo antes de mirar el reloj-. ¿Cómo es que estás levantado tan tarde?

– Josh me ha ayudado a decorar el árbol -intervino Savannah, con la intención de evitar la discusión que parecía inminente-. Ha hecho un trabajo estupendo, ¿verdad?

– Estupendo -repitió Wade, muy serio.

– Acabamos de terminar ahora mismo.

– Bien. Mañana tienes colegio, ¿no? -preguntó a su hijo.

– No. Estamos de vacaciones.

– No importa. Es tarde. A la cama.

– Pero si todavía no he terminado de decorar el árbol del todo… Además, la tía Savvy me dijo que…

– ¡Nada de «peros», hijo! -Wade alzó la voz, impaciente-. Haz lo que te digo -luego, aparentemente avergonzado, señaló las cajas vacías del suelo-. Cuando termines de recoger eso, sube a tu habitación. Tengo cosas que hablar con tu abuelo.

– Está bien -rezongó Josh, resignado.

Acto seguido, Wade tomó a Savannah de un brazo, alejándola del árbol.

– ¿Dónde está McCord?

– En el despacho. Me dijo que terminaría enseguida.

– ¿Qué diablos hace allí? -inquirió, pálido-. Maldita sea, ¡vuelve aquí un día y se pone a revolverlo todo! ¿Cómo es que está en el despacho de Reginald?

– No lo sé. Tendrás que preguntárselo tú mismo -miró por encima de su hombro y vio a Travis caminando hacia allí, con las manos en los bolsillos traseros de sus pantalones de pana. Tenía una expresión tensa y furiosa, que se suavizó en el instante en que tropezó con la preocupada mirada de Savannah.

– ¿Qué te parece, Travis? -preguntó Joshua, señalando el abeto.

– Es el árbol de Navidad mejor adornado que he visto en mi vida -respondió, sonriendo-. ¡Tal vez deberías dedicarte a ello profesionalmente!

– Pero antes tendrá que acostarse -gruñó Wade. Luego, desentendiéndose completamente de su hijo, concentró toda su atención en Travis-. Y ahora, McCord, ¿quieres explicarme qué diablos está pasando? ¿Qué es esa tontería de que no piensas presentarte a gobernador?

– No es ninguna tontería -replicó Travis mientras ayudaba a Josh a recoger las cajas-. Es la realidad -las sacó de la habitación para guardarlas en el armario de debajo de las escaleras.

– ¡Estupendo! -masculló entre dientes mientras se dirigía al mueble de las bebidas para servirse una copa.

– Papá -lo interrumpió Josh. Podía sentir la creciente tensión y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para calmar el ambiente. En su inocencia, creía que él tenía la culpa de aquel malestar-, Travis cortó él solo el árbol…

Wade miró a su hijo como si lo estuviera viendo por primera vez. En un evidente intento por dominar su irritación, apretó con tanta fuerza el vaso que los nudillos se le pusieron blancos.

– Creo que ya me lo habías dicho, hijo. Y yo te he dicho que me gusta mucho.

– La tía Savvy dice que es genial.

– Y tiene toda la razón -terció Reginald, volviendo al salón. Tomando al crío en brazos, lo estrechó contra su pecho-. Lo importante es que Santa Claus sea capaz de encontrarlo.

– Santa Claus no existe -replicó Josh, muy serio.

– ¡No! -Reginald fingió una expresión horrorizada y tanto Josh como Savannah se echaron a reír-. Bueno, voy a la cocina a hacerme un bocadillo. ¿Por qué no me acompañas? -sugirió al niño.

– Primero tengo que terminar de decorar el árbol.

– Como quieras -su abuelo le sonrió antes de dirigirse hacia la cocina.

Charmaine bajó las escaleras en aquel momento y entró en el salón.

– Has hecho un trabajo fantástico -felicitó a su hijo, y al instante advirtió el gesto crispado de Wade y la mirada de desafío de Travis, anuncio de una inminente discusión-. Bueno, Josh, creo que ya es hora de que te vayas a la cama.

– Todavía no…

– Ya has oído a tu madre -intervino Wade-. Vamos, arriba de una vez.

– Pero, papá…

– ¡No discutas conmigo! -estalló por fin, rabioso.

– ¿Por qué no lo dejáis quedarse al menos esta noche? -protestó Savannah mientras se acercaba instintivamente a su sobrino, como para intentar protegerlo-. Ya casi hemos terminado del todo, ¿verdad, Josh?

– Esto no es asunto tuyo, Savannah -Wade le lanzó una mirada helada-. Josh tiene que dormir y yo quiero hablar con Reginald y con McCord a solas -volviéndose de nuevo hacia su hijo, le ordenó-: Arriba he dicho, si no quieres quedarte este año sin regalo de Navidad.

– ¡Wade! -susurró Charmaine. Una sola mirada de su marido la acalló de inmediato.

– Pero siempre hay un regalo de Navidad, todos los años… -murmuró el niño, consternado.

– No si eres malo -le advirtió Wade.

– Yo no soy malo.

– Claro que no, Josh. Eres un buen chico -intervino Travis-. No dejes que nadie te convenza de lo contrario -se volvió hacia Wade para fulminarlo con la mirada-. Estoy seguro de que papá no quería decirte eso.

Wade miró a su alrededor, avergonzado, y apuró su copa antes de servirse otra.

– Claro, claro… -se pasó una mano por el pelo con dedos temblorosos-. Y como eres un buen chico, ahora mismo vas a subir a acostarte, ¿verdad?

– Vamos, Josh -intentó convencerlo Savannah, tendiéndole la mano-. Yo te acompaño.

– No te metas en esto, Savannah -estalló Wade de nuevo-. ¡Deja de entrometerte de una vez en la vida de mi hijo!

Travis se tensó de inmediato.

– Benson…

– ¡Esta discusión es entre mi hijo y yo! ¡A nadie más le importa! -exclamó, furioso-. Y ahora, jovencito -se volvió hacia su hijo, con la copa en la mano. El alcohol parecía haberlo encolerizado aún más-, ¡sube de una vez a tu habitación!

– ¡No!

Dejó la copa sobre una mesa y avanzó hacia el niño.

– Déjalo en paz -advirtió Travis, adelantándose. Lo agarró de la chaqueta, pero Wade se liberó de un tirón.

– ¡No, Wade! -suplicó Charmaine.

– Te odio -le espetó Josh a su padre, plantándose frente a él.

– ¡Yo te enseñaré modales! -alzó una mano y lo abofeteó en una mejilla. La fuerza del golpe hizo trastabillar a Josh contra el árbol.

Savannah se quedó paralizada. Por un instante sólo se oyó el tintineo de los adornos del abeto. Travis interceptó a tiempo la segunda bofetada. Agarró a Wade del pescuezo y lo hizo volverse. Un brillo de odio ardía en sus ojos.

– Maldito canalla… -gruñó, como si quisiera matarlo-. Deja al chico en paz.

– Esto no tiene nada que ver contigo, McCord.

– Claro que tiene que ver, al menos mientras yo esté presente. Y ahora déjalo en paz de una vez, si no quieres que te dé tu merecido.

– No es tu hijo -replicó Wade antes de volverse nuevamente hacia Josh.

– ¡Ojalá no fueras mi padre! -chilló el niño con los ojos llenos de lágrimas, frotándose la mejilla dolorida-. ¡Sé que me odias! ¡Ojalá no fueras mi padre!

– ¡Alto! -exclamó Savannah, estrechando al niño contra su pecho-. ¡Basta ya de una vez! ¡Todos! -podía sentir el calor de las lágrimas de Josh en la blusa-. Ay, Josh, Josh… -murmuró, besándole el pelo-. Que no se te ocurra volver a pegarle -le espetó a su cuñado.

– Tú no tienes derecho a hablar. Josh es mi hijo.

– Tú nunca me has querido -lo acusó el niño, entre sollozos-. ¡Pero me da igual, porque yo tampoco te quiero a ti!

– Josh, no… -susurró Charmaine, acercándose A su hijo. Al ver que su marido daba otro paso hacia él, se aprestó a defenderlo-. ¡No lo toques! ¡No vuelvas a ponerle la mano encima a mi hijo! -irguiéndose, tomó al pequeño de la mano. Estaba muy pálida, pero aun así tuvo fuerzas para cuadrar los hombros y alzó, orgullosa, la barbilla-. Vamos. Josh. Arriba. No hagas caso a papá. Es que está muy cansado después de un viaje tan largo.

Josh miró a Savannah.

– Sí, sube a acostarte, Josh. Dentro de un momento subiré yo a leerte un cuento, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -dijo con voz temblorosa.

Una vez que Josh y Charmaine abandonaron la habitación, Savannah se encaró de nuevo con su cuñado, rabiosa.

– Te lo advierto: como vuelvas a pegarle, llamo a la policía y te pongo una denuncia.

– Estás exagerando -murmuró Wade, nervioso. Terminó su copa y fue al otro extremo del salón para servirse otra.

– Y yo la respaldaré -añadió Travis.

– Ese chico necesita una lección.

– ¡Si sólo es un niño! -exclamó Savannah-. ¡Un niño falto de amor y de cariño!

– Te crees que lo conoces muy bien…

– Conozco a tu hijo mucho mejor que tú. ¡Y tengo suficiente sentido común para no humillarlo delante de su familia!

– Lo estaba pidiendo a gritos -Wade continuaba bebiendo, pero parte de su determinación parecía haberse evaporado ante el contraataque de Savannah. Le temblaba la mano cuando se llevó la copa a los labios.

– Toca a ese niño otra vez y te llevarás una paliza -lo amenazó Travis con tono tranquilo, acercándose también al mueble de las bebidas y sirviéndose un whisky. Inclinándose hacia Wade, lo agarró de una solapa con la mano libre-. Puedes estar seguro de que disfrutaré mucho.

Reginald, que acababa de entrar en el salón, alcanzó a escuchar sus últimas palabras.

– No lo dudes -comentó, asintiendo con la cabeza-. Cuando tenía dieciocho años, lo vi pelearse con un chico dos años mayor que él con diez kilos más de peso. Yo que tú le haría caso.

– Eh, espera un momento… ¡No me digas que estás de su parte!

– Estamos hablando de mi nieto, Wade.

– No estoy dispuesto a que nadie me dé lecciones de cómo tratar a mi hijo.

– Eso deberías haberlo pensado antes de montar el espectáculo que has montado -masculló Travis.

– Bueno, eh… -se aclaró la garganta-. Creo que ya va siendo hora de que hablemos de negocios.

– Aún no -Travis apuró su copa-. Antes quiero subir a ver a tu hijo.

Y, dicho eso, tomó a Savannah de la mano y subieron juntos la escalera.

– Canalla -siseó Wade, furioso.

Una vez arriba, Savannah pudo escuchar el desconsolado llanto de Joshua.

– Ay, no -suspiró antes de llamar suavemente a su puerta.

– Josh, ¿te encuentras bien?

Fue Charmaine quien abrió la puerta. Aunque estaba pálida y tenía los ojos enrojecidos, se las arregló para forzar una sonrisa.

– Sí, estamos bien.

– ¿Seguro? -Savannah miró a una y a otro. Acostado en la cama, Josh ofrecía un aspecto conmovedoramente vulnerable.

– Sí -respondió el niño, sorbiéndose la nariz.

– ¿Sigues queriendo que te lea un cuento?

– Sí.

– Bien. Espérame un momentito, ¿quieres?

– De acuerdo.

Charmaine había salido al pasillo.

– ¿De verdad te encuentras bien? -preguntó Travis.

– Eso creo -seguía esforzándose por contener las lágrimas.

– Ya sabes que no tienes por qué soportar que te traten así.

– ¿Me estás hablando como abogado?

– Te estoy hablando como amigo. No hay razón para que soportes ningún tipo de maltrato, ni físico ni psicológico.

– No volverá a pasar -insistió Charmaine, aunque sin atreverse a sostenerle la mirada-. Mira, necesito pasar unos minutos a solas con Josh -le dijo a Savannah-. No os preocupéis. Seré capaz de manejar a Wade.

– ¿Estás segura? -preguntó Savannah.

– Sí -su hermana esbozó una temblorosa sonrisa-. Lo tengo dominado.

– Ay, Charmaine…

– Sí. Bajad de una vez. Quizá entre los dos podáis averiguar qué es lo que lo está reconcomiendo por dentro.

«Ojalá», pensó Savannah, escéptica. Abandonó la habitación de Josh con un sentimiento ominoso, como de inminente tragedia.

– ¿Siempre se ha portado tan mal con el chico? -preguntó Travis mientras bajaban la escalera.

– Nunca. Nunca había visto a Wade pegar a Josh -Savannah se estremeció al recordarlo.

– ¿Crees que ésta ha sido la primera vez?

– Eso espero. ¡Y también que sea la última!

Cuando volvieron al salón, Wade estaba de pie al lado de la chimenea, apoyado en la repisa, con otra copa en la mano. Parecía algo más tranquilo que antes.

– Muy bien, McCord -empezó, mirando a Reginald antes de concentrarse en el líquido dorado de su vaso-. Supongo que me he pasado de la raya -suspiró-. Lo siento.

– Te estás disculpando con la persona equivocada -repuso fríamente Travis.

– Sí, bueno, ya me ocuparé de eso después… Ahora vayamos al grano de una vez. ¿Por qué no piensas presentarte a gobernador?

– Porque no me interesa.

– No puedes estar hablando en serio.

– Claro que sí. Ya te lo había dicho antes -vio que Wade miraba de reojo a Reginald, que estaba instalado en su sillón favorito, cerca de la ventana-. Pero dime, ¿por qué te importa tanto a ti?

Savannah tomó asiento en el sofá.

– Porque se ha gastado mucho tiempo, esfuerzo y dinero en tu candidatura.

– Quizá alguien debería habérmelo explicado antes.

– Estabas demasiado ocupado… ¿o es que no te acuerdas?, haciéndote el héroe con el caso Eldridge. Pensabas presentarte a gobernador. Al menos eso fue lo que le dijiste a Reginald.

– Y tú supusiste que lo haría, claro.

– Una suposición muy natural.

– De modo que empezaste a reunir donativos y contribuciones para la campaña, a trabajar con mi socio en los libros del bufete y Dios sabe qué más -un brillo de furia había vuelto a asomar a los ojos de Travis.

– Reginald contaba contigo.

– ¿Es cierto eso? -inquirió Travis, desviando la mirada hacia el padre de Savannah.

– Me parece una lástima desaprovechar una oportunidad semejante -dijo Reginald-. Y sí, yo diría que contaba con que te presentaras -admitió, sacando su pipa de un bolsillo del chaleco.

Se hizo un espeso silencio en la habitación mientras la encendía.

– Incluso aunque me presentara -reflexionó Travis en voz alta-, sería más que probable que no ganara en las primarias, para no hablar de las generales. ¿Por qué entonces todo esto parece tener tanta importancia para vosotros?

– Reginald tiene planes -dijo Wade.

– ¡Bueno, pues quizá deberías habérmelos contado antes! -Travis se plantó frente al aludido-. Desde que tenía dieciocho años he intentado complacerte en todo, hasta el punto de que a veces lo que yo quería se confundía con lo que tú esperabas de mí. Pues bien, eso se ha acabado.

Reginald acarició la cazoleta de su pipa, miró a Wade y se volvió hacia el árbol de Navidad, ceñudo. Travis, a su vez, exhaló un suspiro y se frotó los tensos músculos del cuello.

– Así que creo que deberíamos hacer algo con todas esas contribuciones que Willis Henderson y vosotros dos habéis recogido en mi nombre. Espero que se las devolváis a la gente que os dio el dinero. Quiero que para fin de año estén todas devueltas. Incluso pagaré los intereses si es necesario.

– Tú no lo entiendes… -empezó Wade.

– Ni quiero entenderlo. Estoy cansado de todo esto. El mundo de la política me gusta tan poco como pelear los pleitos de multinacionales, divorcios, custodias de niños o cualquiera de esas porquerías asociadas al oficio de abogado.

– Pero te gustó la fama que te reportó el caso Eldridge… -observó Reginald, dando una chupada a su pipa. El aroma del tabaco invadió la habitación.

– Incluso eso terminó apestando -replicó Travis, apurando su copa.

– Pero no puedes renunciar así sin más… -objetó Reginald.

– Ya lo he hecho. Habla con Henderson, él sabe que voy en serio. No sé muy bien por qué es tan importante para ti que me presente a gobernador del Estado, pero la verdad es que tampoco quiero saberlo.

– He trabajado mucho para ver cómo un día tomabas posesión de ese cargo, hijo -susurró Reginald, casi para sí mismo. La desilusión parecía pesar en cada uno de sus rasgos.

Travis sonrió cínicamente.

– Me gustaría decirte que siento haber frustrado todos esos planes, pero no sería cierto. No me gusta la manera que habéis tenido de maniobrar a mis espaldas, y por fuerza tengo que suponer que incluso si hubiera conseguido convertirme en gobernador, habrías querido seguir moviendo los hilos y teniendo siempre la última palabra. Creo que ya va siendo hora de que la gente de este Estado tenga el gobernador que se merece, un político que esté a su servicio, y no al contrario.

– Eso es una estupidez y lo sabes perfectamente -repuso Wade-. Los ideales de ese tipo no encajan en el mundo real.

Travis se volvió hacia Savannah.

– ¿Y tú me tomabas a mí por un cínico? -soltó una amarga carcajada-. Sobran los comentarios.

Y dicho eso, salió de la habitación y recogió su abrigo en el vestíbulo. Savannah lo siguió.

– Vamos a dar un paseo -murmuró-. Necesito tomar el aire.

– No puedo. Le prometí a Josh que le leería un cuento.

Empezó a subir las escaleras sin mucho entusiasmo, pero se detuvo en el preciso instante en que él la llamó.

– ¿Savannah?

Se volvió para mirarlo y leyó la pasión que ardía en su mirada gris. Estaba al pie de la escalera, muy cerca. Aquella mirada le aceleró el pulso. Un pensamiento cruzó su mente: ahora que Travis le había contado a Reginald que no se presentaría a gobernador, ya no había razón alguna para que continuara en el rancho. Esa noche podría ser la última que pasaran juntos.

– Ahora mismo bajo, no tardo nada -le tocó ligeramente un hombro-. ¿Me esperas?

– Te he esperado durante nueve años -sonrió, irónico-. Esperarte durante unos minutos más no me hará daño -y la acercó hacia sí para besarla en los labios con una pasión que la dejó sin aliento, aturdida, tambaleante.

«Estoy perdida», pensó ella mientras cerraba los ojos y le echaba los brazos al cuello. «Nunca he dejado de amarlo y siempre lo amaré».

– No tardes mucho -le susurró él al oído.

– Descuida -cuando abrió de nuevo los ojos, vio por encima del hombro de Travis a Reginald, de pie en el umbral del salón. Los estaba mirando con expresión hosca, ceñuda-. Bajo en un momento.

Travis sonrió y salió de la casa. Savannah se quedó en el segundo escalón de la escalera, sujetándose a la barandilla. Le temblaban las piernas.

– Supongo que sabrás que esto es un error -le comentó Reginald con la pipa en la boca, entrando en el vestíbulo-. Sufrirás si vuelves a juntarte con él. Es lo único que sacarás en claro.

¡Así que su padre lo sabía! ¡Travis le había dicho la verdad! El descubrimiento la llenó de alegría y decepción a la vez. Travis había sido sincero con ella, pero su padre le había mentido durante nueve largos años.

– Ya no soy una chiquilla de diecisiete años -replicó, agarrada con fuerza a la barandilla. Desde donde estaba podía ver a Wade sentado en el sofá, con la mirada clavada en el fuego y aparentemente absorto en sus reflexiones.

– No, pero sigues siendo mi hija -arqueó sus espesas cejas-. Y Travis McCord no es el hombre adecuado para ti.

– ¿Por qué no?

– Porque siempre ha querido a Melinda.

Savannah palideció visiblemente, luchando contra el impulso de gritarle que eso no importaba. En lugar de ello, repuso con tono suave:

– Pero Melinda está muerta.

– Para ti y para mí quizá, pero no para Travis. Ella fue su primer amor, Savannah. Será mejor que lo aceptes de una vez.

– ¿Por qué no me dijiste que sabías que yo estuve con Travis? Siempre lo has sabido.

Reginald esbozó una sonrisa triste mientras bajaba la mirada a su pipa.

– Porque todo había terminado. Él te había hecho daño, pero todo había terminado.

– ¿Y ahora?

– No estáis hechos el uno para el otro -suspiró-. Tú quieres vivir en el rancho, trabajar con los caballos, casarte y tener una familia. Y Travis, bueno, él es… diferente, cortado por otro patrón. Necesita el glamour de los tribunales, de la política…

– Pero ¿es que no has escuchado una sola palabra de lo que ha dicho antes? -preguntó, incrédula.

– Ahora mismo está un poquito desilusionado. Cansado. La muerte de Melinda y el caso Eldridge han hecho mella en él -de repente le brillaron los ojos-. Pero eso cambiará. Ya lo verás.

– No lo creo.

– ¿Ah, no? Tú tienes el defecto de malinterpretarlo, hija. Hace nueve años, creíste que Melinda y él habían roto.

Savannah bajó los dos escalones para quedar al mismo nivel que su padre.

– Travis pensaba que estaba embarazada. Y tú respaldaste la versión de Melinda.

– Me la creí.

– Era mentira.

– Yo no sé nada de eso -Reginald frunció el ceño-. ¿Es lo que te ha dicho él? Bueno, es lógico, ¿no? -volvió a suspirar-. Ten presente que nadie le puso una pistola en la cabeza para que se casara con Melinda, con bebé o sin bebé de por medio. Él se casó con ella por decisión propia y su matrimonio duró cerca de nueve años. ¡Nueve años! -se interrumpió-. Oh, por supuesto que se sentía atraído hacia ti. Esa atracción siempre ha existido, todavía existe, pero es sólo física. Es la misma diferencia que va del amor al deseo, de una esposa a una amante -al ver la expresión consternada de su hija, le dio unas palmaditas cariñosas en el brazo-. Ya sabes que yo únicamente quiero lo mejor para ti, cariño…

– ¿De veras, papá? -replicó, dominando a duras penas su furia-. Yo no estoy tan segura. Porque lo menos que podías haber hecho era decirme que sabías lo mío con Travis.

– ¿Para qué? ¿Qué sentido habría tenido eso? Vuestra aventura había terminado y él se había casado. Lo más inteligente era dejar las cosas en paz.

– ¿Cuándo vas a convencerte de que no puedes manipular mi vida, así como tampoco obligar a Travis a presentarse a gobernador?

Reginald parecía repentinamente cansado.

– Yo no pretendo manipularte, Savannah. Sólo estoy intentando ayudarte a tomar las decisiones adecuadas.

– ¿Y la decisión adecuada sería olvidarme de Travis?

– Es que no quiero verte sufrir otra vez -susurró-. ¿No basta con un matrimonio desgraciado en la familia?

– Pero Wade y tú…

– Somos buenos socios, no me entiendas mal -Reginald desvió la mirada hacia el salón, donde su yerno seguía sentado en el sofá-, pero nunca debió haberse casado con Charmaine y, además, es un pésimo padre para Josh -sonrió, tenso-. Usa la cabeza, Savannah. No dejes que te obnubile el corazón -finalmente se volvió para dirigirse a su despacho.

Savannah intentó ignorar su consejo mientras subía las escaleras hacia la habitación de Josh.

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