Seis

Las luces de seguridad creaban un resplandor azulado, etéreo, sobre el paisaje nevado. Travis esperaba en las cuadras. Su alta y oscura figura se recortaba contra la puerta.

Estremecida de frío y procurando olvidar las advertencias de su padre, Savannah se dirigió a su encuentro.

– ¿Qué tal está Josh?

– Bien, supongo.

– ¿No estás segura?

– ¿Cómo te sentirías tú si tu padre te hubiera humillado delante del resto de la familia?

– No muy bien.

– ¿Lo ves? Supongo que estará «no muy bien» en estos momentos.

Travis le tomó la mano, entrelazó los dedos con los suyos y se la metió en el bolsillo del abrigo.

– Supongo que sabrás que no puedes resolver todos los problemas del mundo.

– ¿Es eso lo que te enseñaron en la facultad de Derecho?

– No -sacudiendo la cabeza, la guió por el sendero que llevaba al estanque-. Lo creas o no, he aprendido un montón de cosas solo.

– Y yo no quiero resolver los problemas del mundo. Sólo el de un niño pequeño.

– No es tu hijo.

– Ya lo sé -susurró Savannah-. Ése es el problema.

– Uno de ellos.

Ramas heladas invadían el sendero y se enganchaban en sus abrigos. Las pisadas de sus botas crujían en la nieve recién caída. El barro de la orilla del estanque estaba cubierto de hielo y los desnudos árboles que rodeaban las aguas negras se asemejaban a retorcidos centinelas custodiando un santuario. Un santuario que la fiebre del amor había iluminado nueve años atrás.

Travis se detuvo cerca del viejo roble donde antaño se había sentado tantas veces a reflexionar.

– Ha pasado mucho tiempo -comentó, mirando las oscuras aguas.

El dolor del pasado anegaba por dentro a Savannah.

– Demasiado para volver atrás.

– Eras la mujer más bella que había visto en mi vida -le confesó-. Y eso me asustaba. Me asustaba terriblemente. Me pasé dos días enteros intentando convencerme de que no podía acercarme a ti… ¡de que sólo tenías diecisiete años y eras la hija de Reginald, por el amor de Dios! Pero luego, cuando te vi salir del estanque, desnuda, con ese brillo retador en los ojos… -apoyó un hombro en el tronco del árbol-. Toda mi resolución se fue al garete.

– Estabas bebido -le recordó ella.

– Sinceramente, no creo que eso importara demasiado -él alzó una mano y le delineó la barbilla con un dedo, arrancándole un estremecimiento de placer-. Estaba como hechizado, Savannah. Y no quería estarlo. Dios sabe que luché contra ello, pero no pude -esbozó una cínica sonrisa-. Sigo estando hechizado.

En el momento en que sus labios rozaron los de ella, Savannah escuchó miles de advertencias en su mente, pero las desechó todas. La sensación del cuerpo de Travis apretado contra el suyo resultaba tan embriagadora como la que había experimentado nueve años atrás en aquel preciso lugar.

Travis interrumpió el beso para mirarla a los ojos.

– Quiero que te quedes conmigo esta noche -susurró, acariciándole el rostro con su cálido aliento-. No tienes que prometerme nada. Sólo pasar esta noche conmigo. Ya veremos después.

Savannah recordó de pronto las palabras de su padre: «Es la misma diferencia que va del amor al deseo, de una esposa a una amante».

– Travis…

– Sólo dime que sí.

Embebida de su mirada, contuvo las lágrimas y respondió:

– Sí.

Travis volvió a tomarle la mano y la llevó de regreso por el sendero, hacia los edificios del rancho. Savannah no discutió cuando la ayudó a subir las escaleras del apartamento del garaje.

Contempló el dominio privado de su hermana. El resplandor azul de la nieve entraba por las ventanas. Las artesanías cubiertas de Charmaine estaban dispersas por la habitación, como pálidos fantasmas.

– Ha cambiado un poco en nueve años -observó Travis sin molestarse en encender la luz.

Originalmente, el piso superior del garaje era un amplio apartamento. Travis había vivido allí, en tres habitaciones abuhardilladas. Apenas unos años atrás, Charmaine había convertido el salón y la cocina en su taller de cerámica.

La habitación del fondo, sin embargo, seguía intacta. Hacía años que Savannah no la pisaba. Le despertaba demasiados recuerdos. Demasiado dolor. Se apoyó en el poste de la cama mientras la antigua furiosa decepción se apoderaba de nuevo de su corazón. Lo miró a los ojos. Quería confiar en él, pero su traición se le antojaba terriblemente reciente, como si hubiera tenido lugar apenas esa misma noche.

– Intenta olvidar el pasado -dijo él leyéndole el pensamiento. La tomó suavemente de la barbilla-. Vuelve a confiar en mí.

Savannah se quedó sin aliento cuando sintió sus brazos rodeándole la cintura, la calidez de sus labios contra los de ella. Intentó decirse que lo mejor que podía hacer era apartarlo, seguir el consejo de su padre, pero fue en vano.

– Ya no tienes más excusas -musitó Travis contra su pelo-. Nada se interpondrá entre nosotros esta noche.

«El tiempo se acaba», añadió Savannah para sus adentros. «Probablemente mañana te marcharás». Le echó los brazos al cuello, desesperada, correspondiendo a la pasión de su anterior beso con la fiera necesidad de una mujer que había permanecido alejada de su amado durante demasiado tiempo.

Lentamente, la ropa fue cayendo al suelo, hasta que al fin no quedó nada que separara sus cuerpos… más que el dolor de los nueve años perdidos. Allí estaba, ante ella, la silueta de un hombre desnudo recortada en la noche. Él alzó una mano para acariciarle un seno. Los dedos le temblaban levemente.

Ella se estremeció bajo su contacto. La caricia fue leve al principio, un toque sensual que hizo que le flaquearan las rodillas.

– Travis…

– Chist -sus dedos continuaron obrando magia y Savannah se apoyó pesadamente en el poste de madera de la cama.

Travis fue intensificando sus caricias. Le besaba el cuello a la vez que la agarraba de las nalgas, acercándola hacia sí. Sus manos amasaban el cuerpo de Savannah amorosamente, como las de un escultor dando forma a una figura de barro.

– Nunca he deseado a nadie como a ti -admitió él, arrodillándose para besarle un seno y luego el otro-. Eres tan hermosa…

Ella sintió la caricia de su aliento en el ombligo y se tensó de inmediato, gimiendo. Se habría caído al suelo si él no la hubiera sujetado a tiempo para obligarla a apoyarse en la cama mientras continuaba acariciándole el vientre y las caderas. Ella enterró los dedos en su pelo. Estaba sudando. El sordo y delicioso dolor que la invadía por dentro era cada vez más intenso. Se estaba retorciendo y convulsionando, víctima de un vacío que sólo él podía llenar.

– Por favor… -musitó, a medio camino entre el sufrimiento y el éxtasis-. Travis… Por favor… ¿Qué es lo que quieres? -preguntó, mientras él seguía atormentándola con la lengua y los dientes.

– Todo.

Cuando la levantó en brazos, Savannah no pudo resistirse: no habría podido ni aunque hubiera querido. La depositó sobre la cama con exquisita ternura.

Temblando de anticipación, ella le echó los brazos al cuello para besarlo una vez más. Podía sentir los duros músculos del pecho de Travis apretándose contra sus senos, el erótico roce del vello contra sus pezones.

– Te quiero, Savannah -confesó él de pronto-. Siempre te he querido.

Ella se perdió en las profundidades de sus ojos mientras Travis le separaba suavemente los muslos antes de entrar en ella. Pudo sentir el calor de su cuerpo llenándola, abrasándola por dentro mientras sus caricias se tornaban más urgentes, más rápidas. Hasta que se vio obligada a moverse a su ritmo en la antigua danza del amor.

Se aferraba a él, clavada la mirada en sus ojos grises. De repente, en la cumbre de la pasión, una explosión de luz reventó en su cerebro y gritó su nombre. Un momento después lo sintió tensarse mientras apoyaba la cabeza entre sus senos, derrumbado sobre su cuerpo.

– Dios mío, cómo te quiero… -volvió a murmurar él antes de quedarse dormido en sus brazos.

«Hazlo, Dios mío», rezó a su vez Savannah, con las lágrimas quemándole los ojos. «Haz que Travis me ame, déjame creer en él. ¡Dime que todo esto es algo más que una última noche juntos!».

Mientras escuchaba su respiración profunda, regular, pensó en regresar a la casa. Pero se inventó mil y una excusas para seguir así, con él, y finalmente se quedó dormida.

Despertó horas después. Travis tenía un brazo sobre sus senos. Cuando se volvió para besarlo, descubrió que ya estaba despierto, mirándola.

– Buenos días -murmuró, soñoliento.

– Buenos días -sonrió.

Intentó levantarse de la cama, pero él se lo impidió.

– ¿Adonde te crees que vas?

– Entiendo que tú estés de vacaciones, de pre jubilación o como quieras llamarlo, pero el resto de los pobres mortales tenemos que trabajar.

Travis se echó a reír.

– Tu padre ha vuelto. Ya puedes relajarte.

– Todavía no -hizo un nuevo y vano intento por liberarse-. ¿Qué pasa?

– Creo que deberíamos aclarar unas cuantas cosas antes de que salgas corriendo de aquí.

– ¿Como cuáles?

– Como lo que haríamos si llegaras a quedarte embarazada.

Una punzada de decepción le atravesó el pecho.

– No estoy embarazada.

– ¿No es demasiado temprano para estar tan segura? -sonrió, seductor.

– Digamos que es una posibilidad bastante remota, señor abogado -declaró después de hacer un rápido cálculo mental.

– ¿Eh?

– Bueno, a no ser que quieras alguna cosa más que no pueda esperar, tengo que levantarme de una vez.

– Ésa es precisamente la cuestión, ¿es que no te das cuenta? -sin soltarle las muñecas, se las pegó a los costados y empezó a acariciarla sensualmente con su cuerpo desnudo-. Hay algo que no puede esperar por nada del mundo.

– Travis…

Él le sujetó las manos por encima de la cabeza y se colocó sobre ella, besándola en los labios. Savannah no podía pensar. Las cálidas sensaciones que se derramaban en cascada sobre su cuerpo hacían que todo lo demás pareciera nimio, insignificante…

– De verdad que tengo que trabajar y…

– Todo a su tiempo -le prometió, inclinando la cabeza sobre sus senos. Observó fascinado cómo los pezones se endurecían, expectantes-. Todo a su tiempo…


Travis había vuelto a quedarse dormido y Savannah pudo finalmente levantarse de la cama y vestirse. Eran poco más de las seis de la mañana y Lester no tardaría en llegar al rancho.

Tan sigilosa como un gato escabullándose en la noche, salió del dormitorio, atravesó el estudio y bajó por las escaleras exteriores del garaje. Había dejado de nevar. Sonrió al descubrir la doble fila de pisadas que Travis y ella habían dejado en la pista nevada.

Josh había tenido por fin sus tan anheladas navidades blancas ese año, pensó risueña mientras se dirigía hacia las cuadras con las manos en los bolsillos de su abrigo. Al crío le encantaría. Tanta nieve era un fenómeno extraño en aquella zona del país.

Estaba contenta. Pasar aquella noche con Travis y escuchar sus palabras de amor le había hecho concebir una esperanza, un futuro para su relación. Casi se había convencido de que las barreras erigidas durante aquellos nueve años habían quedado destruidas en una sola noche. Casi.

Tarareando una canción, empezó con su rutinaria ronda de la mañana. Arquímedes trotaba a su lado, abriendo un sendero en el polvo de nieve. En las cuadras, las yeguas preñadas soltaron un relincho cuando la oyeron llegar. Después de comprobar que tenían agua y comida, volvió a salir para dirigirse a los establos de los sementales.

«Qué extraño», pensó al advertir las pisadas que terminaban en la cuadra, procedentes de la puerta principal de la casa. Eran más pequeñas que las suyas y medio cubiertas por una ligera capa de nieve.

– ¿Qué pasa? -la voz de Travis resonó en el silencio de la mañana.

Savannah dio un respingo y se volvió para mirarlo. Caminaba hacia ella procedente del garaje. Llevaba un sombrero Stetson calado justo encima de los ojos y las manos enterradas en los bolsillos de sus téjanos.

– Echo de menos unos guantes -masculló.

– Creía que estabas dormido.

– Lo estaba, hasta que alguien se puso a hacer tanto ruido que me despertó.

– ¿Qué? -pero si ella se había movido con el mayor de los sigilos… Al mirarlo a los ojos, detectó un brillo burlón en su mirada-. Anda, déjate de bromas…

Travis se inclinó hacia ella y la besó en la punta de la nariz.

– Te echaba de menos, Savvy.

El corazón le dio un vuelco. Cómo lo amaba…

– Muy bien, pues no pienso desaprovechar tu compañía. Me ayudarás a dar de comer a los caballos.

– Se me ocurren cosas mejores que hacer.

– Ahora no, señor abogado -se echó a reír-. Ya te lo dije: tengo trabajo -caminaron juntos por la pista nevada-. Por cierto, hablando de trabajo, ¿piensas decirme alguna vez lo que estuviste haciendo anoche en el despacho de papá? A Wade casi le dio un ataque cuando le dije que estabas allí.

– No me extraña -murmuró-. Sólo quería revisar unas cosas. Los libros de contabilidad.

– ¿Del rancho?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Simple curiosidad -estaba mirando al suelo. Fue entonces cuando él también descubrió las otras huellas en la nieve-. ¿De quién son estas huellas? Lester es el primero en llegar, pero son demasiado pequeñas para que sean suyas -frunció el ceño-. Y mira el dibujo de las suelas. No son botas de montaña, sino más bien calzado deportivo.

A Savannah le dio un vuelco el corazón. Los copos de nieve caían sobre su melena de ébano y tenía las mejillas enrojecidas por el frío.

– ¿Como las zapatillas de Josh?

– Exacto -asintió Travis mientras seguía con la mirada la hilera de huellas que llegaba hasta la cuadra de los sementales. Frunció el ceño.

– Pero ¿qué puede estar haciendo ahí tan temprano?

– Eso es lo que vamos a averiguar ahora mismo.

Travis abrió la puerta de la cuadra y encendió la luz.

– No parece que haya nadie -comentó Savannah-. Esto se parece a lo de ayer por la mañana. Lester me dijo que había oído un ruido, pero que no vio a nadie.

– Extraño.

– Más bien, inquietante.

Varios sementales relincharon casi con desprecio, alertados. Travis se detuvo bruscamente al final del pasillo.

– ¿Dónde está Mystic?

– ¿Qué quieres decir? Está aquí, en el cubículo del fondo… -echó a correr hacia allí con el corazón acelerado. Se le hizo un nudo en la garganta al descubrir el pesebre vacío.

– ¿Dónde más puede estar?

– En ninguna parte -Savannah retrocedió lentamente sobre sus pasos y contó los sementales. Eran siete, todos en sus respectivos cubículos. Menos Mystic, que parecía haberse evaporado.

– ¿No decía Joshua que quería montar a Mystic? -le preguntó Travis.

– Pero no es posible… No ha podido llevárselo -estaba tan afectada que tuvo que apoyarse en la puerta de las cuadras.

– ¿Por qué no?

– Sólo es un niño…

– Un niño furioso y humillado.

– Ay, Dios mío. No creo que Josh haya podido marcharse así. No en medio de una nevada. Y montando a Mystic, por el amor de Dios…

– Anoche Wade puso a su hijo en una situación desesperada -afirmó Travis. Recorrió también el pasillo central, con los puños apretados, rabioso-. Lo mataré -masculló entre dientes-. Si a ese niño le ha pasado algo… ¡puedes estar segura de que mataré a su padre con mis propias manos!

– ¡Espera! Antes de dar el aviso en la casa, creo que deberíamos revisar el resto de las cuadras y los potreros. Quizá Mystic se haya escapado solo.

– ¿Lo crees sinceramente?

– No, pero, de todas formas, hemos de asegurarnos. Tú mira en las otras cuadras. Yo voy a avisar a Lester.

Travis se puso en marcha. Savannah se quedó para llamar a Lester por el teléfono del establo.

– ¿Diga?

– ¡Lester!

– Me disponía a salir para allá. ¿Qué sucede?

– Es Mystic. No está en las cuadras.

– ¿Qué?

– Se ha ido.

El preparador maldijo entre dientes.

– Pero si yo mismo lo encerré anoche…

– ¿Estás seguro?

– Claro que sí.

A Savannah le flaquearon de nuevo las rodillas.

– ¿Alguna pista? -preguntó Lester.

– Sí, unas huellas que van de la casa a las cuadras. Más pequeñas. Quizá Josh sepa algo al respecto.

– Bueno, pregúntaselo.

– Lo haré -le prometió. «Si es que sigue aquí», añadió para sus adentros.

– Te veré dentro de veinte minutos.

Travis regresó justo cuando colgaba el teléfono.

– No ha habido suerte -la informó, sombrío.

– Lester encerró a Mystic en la cuadra.

– Entonces parece que se lo ha llevado Josh -descorrió la puerta del fondo. Se usaba muy rara vez, sólo para la descarga del grano-. Y esto lo confirma -en la nieve había dos tipos de huellas: las del caballo y otras idénticas a las que habían visto antes.

– Dios mío -exclamó Savannah. Las huellas del caballo se perdían en dirección a las colinas-. Se congelará -susurró con los ojos llenos de lágrimas.

– No si podemos evitarlo -dijo Travis-. Vamos.

Echaron a correr hacia la casa. Savannah no se molestó en quitarse las botas antes de subir corriendo las escaleras.

– ¿Qué pasa? -inquirió Charmaine, soñolienta, saliendo de su habitación.

Sin detenerse a responder a su hermana, Savannah entró en la habitación del niño. Las sábanas estaban por el suelo. En el armario faltaba su abrigo, así como su sombrero y sus deportivas favoritas. Charmaine entró detrás.

– ¿Dónde está Josh? -inquirió, aterrada.

– No lo sé -admitió Savannah-. Creemos que se ha llevado a Mystic.

– ¡Mystic! ¿Qué quieres decir?

– Lo único que sabemos es que Mystic no está -la informó Travis-. Hay unas huellas pequeñas que van a las cuadras y parece que alguien lo sacó de su cubículo y cabalgó hacia las colinas.

– ¡No! No puede haber sido Josh -musitó Charmaine, sacudiendo la cabeza-. Él no habría hecho eso. Tiene que estar aquí, en el rancho, por alguna parte, escondido quizá…

– Él me dijo que quería montar a Mystic -le aseguró Savannah.

– ¿Qué diablos está pasando aquí? -Wade apareció de pronto en la puerta, con cara de sueño.

– Dicen que Josh ha desaparecido -susurró Charmaine, desesperada.

– ¿Desaparecido?

– Se ha ido, Wade -señaló a Savannah y a Travis-. Y piensan que se ha llevado a Mystic.

– ¿Que Josh se ha llevado a Mystic? Eso es imposible. Ese demonio de caballo no deja que nadie se le acerque. Dios mío, ¿no estaréis hablando en serio? -inquirió, espabilándose al momento.

– Por supuesto que sí -le confirmó Travis.

– No me lo creo. Tiene que estar aquí, en alguna parte -insistió Charmaine, buscándolo frenéticamente en la habitación-. ¿Josh? ¡Josh!

Travis la agarró de un brazo.

– Ya hemos mirado por todas partes. Si no, no os habríamos avisado.

– Pero… ¡está helando fuera! -Charmaine se liberó bruscamente-. Josh no puede haber salido con este frío… y no se llevaría el caballo -poco a poco fue asimilando la gravedad de la situación-. Dios mío…

– Hay que llamar al sheriff -propuso Savannah.

– ¡Al sheriff! -Charmaine estaba horrorizada. Fuera de sí, se desahogó con la persona que tenía más cerca-. Si todo esto es cierto, la culpa es tuya, Savannah. Tú le has contagiado esa pasión tuya por los caballos… ¡y le habrás metido en la cabeza la estúpida idea de montar a esa fiera!

Travis se interpuso entre las dos.

– ¡No es momento de acusar a nadie! Tenemos que encontrar a Josh.

– Esto es una locura -masculló Wade-. Josh no se llevaría a Mystic. ¿Para qué iba a llevarse a un caballo de carreras?

– Quizá porque es el único amigo que tiene. O al menos eso piensa él… -señaló Savannah, esforzándose por contener las lágrimas.

– ¡Te equivocas! -Wade se puso a pasear por la habitación, nervioso-. No es más que una de esas rabietas suyas. Seguro que estará escondido en alguna parte, riéndose de nosotros…

– Sólo tiene nueve años… -gimoteó Charmaine.

– ¡Sí, y tú lo maltrataste y lo humillaste anoche! -espetó Savannah a Wade sin poder contenerse.

– Vamos, dejadme en paz de una vez… ¿Sabes una cosa, Savannah? Tu hermana tiene razón. Le has estado llenando la cabeza al chico con todo tipo de ideas absurdas. Nunca debiste haberle transmitido tu afición por los caballos. Si algo le sucede a mi hijo… ¡te hago personalmente responsable de ello!

– Y si algo le sucede a Savannah o a Josh… -intervino Travis, colérico-, ¡tú tendrás que responder ante mí, Benson! Y ahora, basta de discutir y en marcha. Savannah, ¿quieres llamar al sheriff? Quédate aquí con Virginia por si acaso llama alguien. Los demás nos dedicaremos a seguirle el rastro.

– Yo voy contigo -insistió Savannah.

– Ni hablar. Tú te quedas a esperar a Lester y al resto de los trabajadores. Alguien tiene que llevar el rancho y encargarse de Charmaine. Si no perdemos más tiempo, quizá para el mediodía hayamos alcanzado al chico.

Travis ya se dirigía hacia las escaleras, seguido de Wade. De repente se giró hacia él, fulminándolo con la mirada.

– Será mejor que le cuentes a tu suegro lo que ha sucedido.

Wade asintió con la cabeza y se encaminó a la habitación de Reginald. De repente, Savannah apareció en el rellano.

– Te acompaño -volvió a insistir-. Josh es mi sobrino.

Travis soltó un exasperado suspiro y bajó a toda prisa las escaleras. Ella se apresuró a seguirlo.

– Usa la cabeza. Eres necesaria aquí.

– Pero yo conozco a Josh. Sé adonde puede haber ido.

– Lo encontraremos. Tú quédate con tu hermana. Tanto si es consciente de ello como si no, te necesita.

– ¡No puedo quedarme aquí! ¡No mientras Josh puede estar ahora mismo… en cualquier parte!

Travis se volvió para mirarla. Ella tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Escucha, Savannah, tú eres la única de todo este maldito rancho en quien se puede confiar. Quédate aquí. Ayuda a tu madre y a la policía.

– Pero…

– ¡Y deja de culparte a ti misma! Si Joshua se marchó fue por culpa de su padre, no tuya.

– Pero yo le contagié mi amor por los caballos… -susurró con voz ronca de emoción.

– Porque eres su amiga -la expresión de Travis se suavizó-. Y, en este momento, Josh necesita de todos los amigos que pueda reunir. Así que quédate aquí, ¿de acuerdo? Y ayúdame.

El rumor de la camioneta de Lester lo hizo ponerse en marcha. Soltó a Savannah y salió de la casa. Minutos después, Wade y Reginald se reunieron con Travis y Lester. Sin perder el tiempo, formaron un equipo de rastreo a caballo y en coches.

Había empezado a nevar de nuevo, con fuerza. El valle estaba cubierto de un espeso manto blanco. Reginald y Wade se adelantarían en el jeep. Travis insistió en rastrear las huellas a caballo por si Josh se internaba en el bosque o en algún lugar inaccesible para el todo terreno. Lester y Johnny peinarían el recinto del rancho en camioneta, por si se hubiera escondido en alguna parte.

Savannah seguía en la puerta de la casa, estremecida de frío, impotente. Mientras el rumor de los vehículos se apagaba a lo lejos, musitó una plegaria.

– Vuelve a casa, Josh -rezó, desesperada-. ¡Por favor, vuelve a casa!

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