Uno

Rancho Beaumont. Invierno. Nueve años más tarde.

Savannah no se arrepentía de haber regresado al rancho. No se había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que echaba de menos aquellas neblinosas y rojizas colinas, aquellas praderas verdes salpicadas de caballos.

El bullicio de la ciudad había resultado una experiencia excitante mientras estudiaba en la universidad, y también durante algunos años después, cuando trabajaba para una empresa de inversiones de San Francisco. Pero se alegraba de volver al rancho de ganado aunque eso significara tener que soportar a su cuñado, Wade Benson.

Durante los últimos años, Wade había ido renunciando a buena parte del trabajo de su gestoría para administrar el rancho. En realidad, se estaba preparando para ocupar el puesto de Reginald cuando éste decidiera retirarse. Lo cual podría ocurrir más temprano que tarde, pensó Savannah, entristecida, teniendo en cuenta la pésima salud de Virginia.

«Lástima que Travis no se quedara en el rancho para seguir los pasos de papá», pensó distraída, pero se reprochó de inmediato aquella ocurrencia. Aunque habían transcurrido nueve años desde que abandonó el rancho para casarse con Melinda, Savannah nunca lo había olvidado realmente… pese a que había logrado evitarlo la mayor parte de las veces. Últimamente corrían rumores de que iba a presentarse a las próximas elecciones para gobernador del Estado de California. Algo ciertamente difícil de creer.

– Eh, tía Savvy, ¿te apetece salir a montar? -gritó Joshua, el único hijo de Charmaine y Wade, corriendo hacia ella.

El niño la miraba con sus ojos oscuros brillantes de entusiasmo. Tenía nueve años. Su pelo, de color castaño, necesitaba un buen corte.

– Me encantaría -respondió, y el crío sonrió de oreja a oreja.

– ¿Puedo montar a Mystic?

– ¡Ni lo sueñes, amiguito! -rió Savannah-. ¡Es el potro estrella de mi padre!

– Pero yo le caigo bien.

– Yo creo más bien que a Mystic no le cae bien nadie.

– ¡Tonterías! -dio una patada a un guijarro del suelo, frustrado-. Yo sé que puedo montarlo.

– ¿Ah, sí? -sonrió al ver su gesto decidido-. Bueno, quizá algún día. Si el abuelo y Lester no ponen ningún impedimento, de acuerdo. Pero hoy no -alzó la mirada al cielo, que se estaba nublando por momentos-. Venga, vamos a ensillar a Mattie y a Jones. Tendremos tiempo de dar un par de vueltas por el potrero antes de que empiece a llover.

– Pero si son unos jacos viejos… ¡No son purasangres!

– Vergüenza debería darte. Incluso un jaco, como tú dices, necesita hacer ejercicio. ¡Al igual que los niños tercos como tú! ¡Vamos, te echo una carrera hasta las cuadras!

– ¡Vale! -Joshua salió disparado y Savannah le dejó ganar la carrera-. Tú también eres vieja… -le comentó con una sonrisa cuando llegó a la puerta.

– Y tú, muy precoz.

– ¿Qué quiere decir eso?

Un brillo de amor asomó a los ojos de Savannah.

– Que nadie te quiere más que tu tía.

Joshua se puso repentinamente serio y Savannah se dio cuenta de que no había sido muy afortunada con su frase.

– Bueno, aparte de los abuelos, mamá, papá y…

– Papá no me quiere.

– Por supuesto que sí -se apresuró a asegurar, viendo la tristeza que traslucía su mirada. Maldijo para sus adentros a su cuñado.

– Nunca quiere hacer nada conmigo.

– Tu padre está muy ocupado… -detestaba inventar excusas para Wade.

– ¿Siempre?

– Dirigir este rancho es una responsabilidad muy grande.

– Pero tú sí que tienes tiempo de jugar conmigo.

– ¡Porque yo soy una completa irresponsable! -rió Savannah-. Y ahora deja de compadecerte a ti mismo y ve a buscar las mantas de los caballos…

Joshua las encontró rápidamente y Savannah se dedicó a embridar las dos monturas. Una vez más maldijo en silencio a su cuñado.

– Espérame aquí un momento -dijo a Joshua después de apretar la cincha de Jones-. Voy a ver si hay algo de beber en la oficina. ¿No te gustaría llevarte una lata de refresco?

– ¡Sí!

– Ahora vuelvo.

Salió de las cuadras, siguió por el camino de cemento que corría paralelo al edificio de madera y subió las escaleras que llevaban a la oficina, situada justo encima de la zona de los establos reservada a los potrillos. La puerta estaba entornada y escuchó unas voces. Su padre y Wade estaban discutiendo acaloradamente.

– No creo que puedas contar con él -estaba diciendo Wade.

Savannah dio un paso adelante con la intención de anunciar su presencia, pero las siguientes palabras de su cuñado la hicieron vacilar.

– McCord es un hombre acabado y Willis está muy preocupado por él.

«¿Travis? ¿Qué le pasa a Travis?», se preguntó. El corazón se le aceleró de temor.

– Willis Henderson siempre se preocupa demasiado por todo.

– Y tiene buenas razones para hacerlo. Tiene a McCord de socio, por el amor de Dios. Lo ve todos los días.

– Y él piensa que Travis se está…

– Hundiendo -Wade completó la frase por él.

Savannah se quedó sin respiración.

– Absurdo -replicó Reginald-. Ese chico es muy duro.

– Willis dice que desde que falleció su mujer ya no es el mismo.

– Mira, Wade, yo te digo que Willis Henderson está exagerando. Es una costumbre que tienen los abogados. Travis McCord terminará siendo el nuevo gobernador de este Estado, ya lo verás.

– No sé. Yo, desde luego, no cuento con ello para nada.

– Claro que no -Reginald parecía frustrado, contrariado-. Dios mío, los contables sois siempre tan conservadores…

– No hay nada malo en ser conservador. Si tú hubieras sido un poquito más conservador durante estos cinco últimos años, ahora mismo no estaríamos tan mal.

– ¡Es que no estamos tan mal! -rugió Reginald.

– Yo diría que tener cero dólares en efectivo es estar bastante mal.

Savannah, sintiéndose culpable por haber estado escuchando a escondidas, entró por fin en la habitación. Reginald y Wade, ambos sentados ante la mesa, levantaron los ojos de sus tazones de café.

– ¿De qué estáis hablando? -preguntó directamente a su padre.

Reginald volvió a bajar la vista antes de lanzar una mirada de advertencia a Wade.

– Bueno, de nada. Wade, que está un poco preocupado por nuestra falta de liquidez.

– ¿Tan mala es la situación? -miró a su cuñado.

– Sí -respondió éste incómodo, acariciándose el bigote rubio.

– No -Reginald sacudió la cabeza-. Lo que pasa es que Wade es demasiado… precavido.

– En eso consiste mi trabajo, ¿no? -replicó él.

– ¿Qué estabais diciendo sobre Travis? -inquirió Savannah mientras se acercaba a la nevera. Aunque aparentaba indiferencia, le sudaban las palmas de las manos.

– Ah, nada serio -repuso Reginald, apretando la mandíbula-. Ese socio suyo, Henderson, anda algo preocupado por él. Dice que Travis está… deprimido. Probablemente esté un poco alicaído después de aquel último caso que ganó. Consiguió un montón de publicidad con el caso Eldridge y todos sabemos lo difícil que resulta retomar la rutina diaria después de un éxito semejante. Será una pequeña resaca después de un gran éxito. Como nos pasó a nosotros después de que Mystic ganara el Gran Premio.

– ¿Así que crees que seguirá optando al cargo de gobernador?

– Yo creo y confío en que sí -contestó Reginald, lanzando una elocuente mirada a su yerno.

Savannah sacó un par de latas de la nevera y cerró la puerta.

– ¿Os llamó Willis Henderson? ¿Fue así como os enterasteis de la «depresión» de Travis?

– No -su padre evitó mirarla.

– Yo me lo encontré en el hipódromo -se apresuró a explicarle Wade-. Ayer mismo, en el Hollywood Park.

Savannah arqueó una ceja, escéptica. Percibía claramente que Wade y su padre le estaban ocultando algo, pero no podía ocuparse de ello en aquel momento. Joshua la estaba esperando en las cuadras y no quería decepcionarlo.

– Desde que has llegado al rancho -esa vez se dirigió a Wade-, ¿te has molestado en hablar con Joshua?

– ¿Eh? Bueno, no. Llegué ayer por la noche y esta mañana se levantó temprano para ir al colegio. No he tenido mucho tiempo para hacerlo -se removió incómodo en su silla.

– Quizá necesite que su padre le haga un poco más de caso.

– Yo… eh… hablaré con él esta noche, cuando no esté tan ocupado.

– A mí me parece que sería una buena idea -repuso Savannah antes de salir de la oficina con un nudo de preocupación en el estómago. Conocía los problemas económicos del rancho, por supuesto, siempre los habían tenido, pero el tono de la conversación de su padre con Wade la había alarmado. Sobre todo por las referencias a Travis.

– ¿Qué te pasa, tía Savvy? -le preguntó Joshua poco después.

Mientras sacaba los caballos de las cuadras, Savannah intentaba pensar en todo menos en Travis.

– ¿Qué? Ah, nada, Josh -dijo montando a Mattie. No pudo evitar recordar aquel lejano verano en que Travis la había visto montada en aquella misma yegua-. ¿Te parece que hoy llevemos los caballos al estanque?

– Pero si a ti nunca te gusta ir al estanque… -señaló el niño después de montar a Jones.

– Ya lo sé -ella sonrió, triste-. Pero hoy es diferente, vamos.

Puso la yegua al trote y Joshua la siguió a lomos del jaco. El sendero flanqueado de árboles se había llenado de maleza. El estanque, habitualmente liso y tranquilo, parecía haber absorbido el color plomizo del cielo.

– ¿Por qué querías venir aquí? -inquirió Joshua mientras saboreaba su refresco.

– No lo sé -admitió ella con la mirada fija en el pequeño lago-. Antes me gustaba mucho este lugar.

Joshua contempló los árboles yermos y secos, las rocas desnudas y las orillas llenas de lodo.

– Pues si quieres saber mi opinión, a mí me da un poco… de miedo.

– Sí, tal vez tengas razón -susurró, repentinamente estremecida-. Venga, vamos a volver a los potreros -«y así quizá deje de una vez por todas de pensar en Travis», añadió para sus adentros.


Todo había empezado hacía poco más de un mes, reflexionó Travis con gesto adusto, tras su encuentro con Reginald Beaumont y Wade Benson en el hipódromo. El encuentro en sí no tenía nada de raro. Al fin y al cabo, el mejor potro de Reginald, Mystic, corría ese día. Y Wade era quien dirigía el rancho bajo la guía de su suegro.

Lo extraño era que Reginald estuviera en el hipódromo también con Willis Henderson, su socio del bufete. Henderson jamás le había mencionado que le interesaran las carreras de caballos y no parecía normal que Reginald y Willis se conocieran, a no ser por medio de él. Cuando había preguntado después a su socio, Willis evitó hablarle de aquel día.

Algo más tarde, cuando se enteró de que Savannah había vuelto al rancho con su padre y con Wade, Travis había empezado a pensar en ella. Y ahora tenía la impresión de que no podía pensar en nada ni nadie más.

Parecía que no estaba dispuesta a dejarlo en paz, ni siquiera después de aquellos nueve largos años. En los momentos más inoportunos, la imagen de Savannah regresaba a su mente con absoluta nitidez, tal y como la había encontrado nadando desnuda en el estanque…

– ¡Señor McCord! -la voz chillona de Eleanor Phillips lo devolvió a la realidad y la imagen de Savannah se desvaneció rápidamente. Travis se concentró en la mujer de aspecto sofisticado que se hallaba sentada al otro lado del escritorio-. ¡No ha escuchado una sola palabra de lo que le he dicho!

– Eh, claro que sí -esbozó una sonrisa de disculpa-. Me estaba hablando de la mujer que su marido conoció en Mazatlán.

– La niña, querrá decir. ¡Si apenas tiene veinte años! -exclamó Eleanor Phillips, indignada-. Usted sabe que lo único que persigue esa cría es el dinero de Robert… Es decir, mi dinero.

Travis siguió escuchando, impaciente, sus quejas sobre las numerosas aventuras de su marido. Mientras la mujer continuaba explayándose sobre las indiscreciones de Robert Phillips, él desvió la mirada hacia la ventana y advirtió que estaba oscureciendo. Miró su reloj: las cinco y media. ¿Dónde estaría Henderson, su socio? ¿Y por qué no estaba encargándose en aquel momento de Eleanor Phillips?

Demasiadas cosas que no encajaban habían sucedido últimamente en el bufete, y Travis estaba ansioso de comentarlas con Henderson.

– Como usted comprenderá, señor McCord, el divorcio es inevitable. Quiero que contrate al mejor detective privado de Los Ángeles y…

– Yo no me dedico a divorcios, señora Phillips. Intenté decírselo por teléfono. Y hace un momento también, nada más verla entrar por esa puerta. Usted me mintió: me dijo que quería verme por una maniobra de una empresa competidora.

La mujer se ruborizó ligeramente y Travis comprendió que la había ofendido. El caso era que no podían importarle menos ni Eleanor Phillips, ni la vida sexual de su marido ni Industrias Phillips. Tal y como Henderson le había reprochado numerosas veces, sufría de un grave caso de «falta de estímulo». Y el hecho de pensar continuamente en Savannah sólo empeoraba las cosas.

– Pero yo siempre he trabajado con su bufete -se quejó Eleanor, acariciándose nerviosa el collar de perlas.

– En asuntos financieros -precisó Travis, intentando mantener la calma. Esa mujer sólo quería divorciarse de su marido, tampoco era ningún crimen.

– Ah, entiendo -dijo muy digna, recogiendo su bolso-. Desde el caso Eldridge, parece que su bufete es demasiado importante para hacerse cargo de un asunto tan sencillo como mi divorcio…

– Eso no tiene nada que ver.

– Ya.

– Estoy seguro de nuestros socios, o quizá el mismo señor Henderson pueda ayudarla. «Si llego a encontrar a ese canalla», añadió para sus adentros-. Yo hablaré con él.

– ¡Lo quiero a usted, señor McCord! Y creo que, de alguna manera, está obligado a encargarse personalmente de este asunto. Después de todo, necesito una discreción absoluta. Y usted posee una reputación intachable.

Travis esbozó una mueca al escuchar aquel ridículo cumplido. Y en lugar de sentirse halagado, sufrió un repentino ataque de buena conciencia.

– Ya le he dicho que yo no trabajo divorcios.

– Pero yo sé que usted me hará ese favor.

Le entraron ganas de hacer entrar un poco de razón en la caja registradora que aquella mujer tenía por cabeza. Había conocido a demasiadas millonarias en su vida. Estaba harto. Se aflojó el nudo de la corbata. Se estaba ahogando en aquella oficina.

– No se olvide de que ya he contribuido económicamente a su campaña…

– ¿Qué?

– Mi donación…

– ¿De qué diablos está hablando? -un peligroso brillo asomó a sus ojos.

– Bueno, se trata de una donación bastante importante -prosiguió, complacida-. El señor Henderson se ocupó de todo lo necesario y me aseguró que usted se haría cargo personalmente de mi divorcio. También me dijo que me garantizaba que mi marido no me quitaría un céntimo de mi fortuna: al contrario, incluso que perdería buena parte de la suya…

Travis apretó la mandíbula y sus labios se curvaron en una sonrisa sombría.

– ¿Cuándo habló usted con el señor Henderson?

– La semana pasada… No, fue hace dos, cuando llamé para concertar una cita con usted.

«Hace dos semanas. Justo cuando descubrí las irregularidades de los libros de contabilidad», dijo Travis para sus adentros.

Eleanor Phillips se levantó de la silla y lo miró fríamente.

– Será franca con usted, señor McCord. Quiero divorciarme lo antes posible de mi marido y espero que usted lo deje sin blanca.

– Señora Phillips -él se levantó también, inclinándose hacia ella con gesto amenazador. Tenía la voz muy tranquila, como si estuviera hablando con un niño-. Ya le he dicho que yo no llevo divorcios. No sé lo que le dijo exactamente el señor Henderson, pero yo todavía no he decidido presentarme a gobernador del Estado.

– Bueno, ya sé que no es oficial…

– Y tampoco sé nada de su donación. Porque si ése hubiera sido el caso, no la habría aceptado. De todas formas, puede usted estar segura de que el señor Henderson se la devolverá -«aunque para ello tenga que romperle todos los huesos», añadió en silencio.

– Entonces quizá sea mejor que hable con él. Porque le firmé un cheque de cinco mil dólares. Buena suerte, gobernador.

En el instante en que Eleanor Phillips abandonó el despacho, Travis marcó la extensión del despacho de Henderson. No hubo respuesta.

– Maldito miserable… -masculló, y colgó de golpe. Recogió su chaqueta y se la puso a toda prisa-. ¿Se puede saber a qué diablos estás jugando conmigo?

Antes de salir, barrió la habitación con la mirada y frunció el ceño al ver la carísima caja de música que había en un estante, acumulando polvo: era un regalo de Melinda. El escritorio era de caoba labrada y cientos de tomos de leyes encuadernados en piel llenaban la estantería de oscura madera de castaño. El armario de bebidas reunía los licores más selectos. La alfombra la había adquirido en Italia el decorador personal de Henderson.

– Hoy, amigo mío, has ido demasiado lejos -sacudió la cabeza-. Hemos terminado. Punto. ¡Finito! -salió al área de recepción-. ¿Dónde está Henderson? -preguntó a la secretaria.

– No lo sé -la joven revisó rápidamente su agenda-. Hoy tenía una cita fuera.

– ¿Con quién?

– Lo ignoro -respondió, obviamente avergonzada-. No me lo dijo.

– ¿Se lo preguntó usted?

– Oh, desde luego.

– ¿Y?

– Me dijo que era un asunto personal -se encogió de hombros.

– Estupendo. Fantástico -se frotó los doloridos músculos del cuello-. Ya sé que es tarde y que está a punto de marcharse. Pero si Henderson llega antes de que usted se vaya, dígale que me llame.

– Descuide.

– Y quiero hablar con nuestro contable. Llame a Jack y asegúrese de que pueda pasarse por la oficina esta semana.

– ¿Jack Conrad? -inquirió, confundida.

– Sí, el contable de la empresa.

– Pero si él ya no lleva nuestra contabilidad…

Travis ya se dirigía hacia la puerta cuando se detuvo en seco. Aquel día estaba empeorando por momentos.

– ¿Qué quiere decir?

– Yo… eh… creí que ya lo sabía. Es Wade Benson quien la lleva ahora.

– ¡Benson! -exclamó cerrando los puños.

– ¿Es que no se lo ha dicho el señor Henderson?

– ¿Está segura?

– Sí -miró extrañada a Travis antes de sacar algo de un cajón-. Aquí guardo una copia de la carta de ofrecimiento del señor Benson y la respuesta del señor Henderson. Los honorarios del señor Benson eran mucho más bajos que los del señor Conrad.

– Pero si el señor Benson no tiene clientes… Trabaja para Reginald Beaumont como administrador del rancho -«con Savannah», pensó con tristeza. ¿Acaso no había estado buscando una excusa para volver a verla? Parecía que Willis Henderson acababa de ofrecérsela en bandeja de plata.

La joven rubia se encogió de hombros.

– Quizá haya aceptado el puesto para hacerle un favor. Usted conoce al señor Benson desde hace mucho, ¿verdad?

– Sí -pero entonces ¿por qué Henderson no le había contado nada de todo aquello?

Travis abrió las puertas de cristal y bajó los tres tramos de escaleras hasta el vestíbulo del edificio. Abismado en sus reflexiones, se dirigió hacia su coche. En aquel instante nada le habría gustado más que retorcerle el cuello a aquel estirado de Willis Henderson. Aceptar un donativo, legal o no, de Eleanor Phillips no era el primer intento de su socio de arrancarle una decisión a la fuerza, pero desde luego iba a ser la última. En cuanto a aquel asunto de los contables…

¡Wade Benson, por el amor de Dios! No confiaba en absoluto en él. Ya era bastante malo que se hubiera casado con la hija mayor de Reginald, Charmaine, la hermana de Savannah, convirtiéndose además en administrador del rancho Beaumont. Ahora, para colmo, se infiltraba en sus dominios. «Pero no por mucho tiempo», prometió para sus adentros.

Travis no quería tener nada que ver ni con Wade, ni con Reginald Beaumont ni con su bella hija. Savannah otra vez. ¿Sería capaz alguna vez de quitársela de la cabeza? Sonrió, sombrío. «La culpa es tuya», se recordó antes de volver a concentrarse en el problema que tenía entre manos. Ya había decidido lo que iba a hacer durante el resto de tu vida y lo de aspirar a gobernador de California no entraba en absoluto en sus planes. Y si a Willis Henderson, a Eleanor Phillips y a todos los que querían contribuir económicamente a su campaña electoral no les gustaba su decisión… ¡tendrían que aguantarse!

La casa de Henderson estaba al otro lado de la ciudad, en la playa de Malibú. Tardaría cerca de una hora en llegar allí, pero no le importaba. Si su socio no estaba en casa, esperaría. ¿Por qué querría Willis que aspirara al cargo de gobernador? ¿Por el prestigio del bufete Henderson y McCord? Quizá, pero no podía evitar la sospecha de que había algo más.

Por fin llegó a casa de Henderson. Su socio estaba en el sendero de entrada, hablando con alguien. Travis aparcó en la calle y se dedicó a observar. Era demasiado tarde para distinguir con claridad al interlocutor de Willis, pero aun así lo reconoció. Era Wade Benson.

Maldijo entre dientes. Su primer impulso fue encararse con ellos allí mismo, y se dispuso a bajar del coche; pero decidió quedarse cuando percibió algo ligeramente siniestro en aquella reunión casi clandestina. Todo aquello le resultaba tan extraño como inquietante. Wade era el contable del rancho Beaumont, pero era él, y no Henderson, quien llevaba la asesoría jurídica de la empresa de Reginald, al menos en teoría…

Bajó el cristal de la ventanilla. Desgraciadamente estaba demasiado lejos para poder escuchar la conversación. Vio que Wade encendía un cigarrillo y se reía de algún comentario de Henderson. Parecían llevarse muy bien. La furia que corría por sus venas se trocó en fría sospecha. Wade no tardó en regresar a su coche. Antes de abrir la puerta, aplastó la colilla en el suelo.

Así que Wade estaba conchabado con Willis… ¿Qué pintaría en todo aquello el padre de Savannah?, ¿sabría algo de aquella reunión? Probablemente. Travis había visto a Reginald y a Wade en Alexander Park con Willis Henderson cuando el potro de Reginald, Mystic, el favorito, ganó su última carrera. ¿Qué diablos estaba sucediendo?

Todo lo que había visto u oído hasta el momento podía considerarse una extraña aunque perfectamente casual cadena de acontecimientos. Henderson tenía derecho a despedir a su contable. Y, ciertamente, también a asistir a las carreras de caballos que quisiera… ¡pero no a aceptar un donativo para una campaña electoral que ni siquiera existía! A no ser, por supuesto, que Eleanor Phillips le hubiera mentido…

Se le encogía el corazón cada vez que pensaba en el rancho Beaumont y en que Savannah estaba allí, trabajando con Wade.

– Al diablo con todo -masculló mientras bajaba del coche y se dirigía hacia la casa.


Savannah estaba sentada ante el escritorio de su padre, revisando la correspondencia, cuando sonó el teléfono.

– Rancho Beaumont -respondió de manera mecánica.

– Querría hablar con Wade Benson. Soy Willis Henderson -dijo una voz autoritaria.

Savannah se irguió en su sillón. Willis Henderson era el socio de bufete de Travis, el hombre que había estado hablando con Wade en el hipódromo. «Quizá algo le haya sucedido a Travis. Un accidente», fue lo primero que pensó. Sintió una punzada de pánico, pero se las arregló para conservar un tono de voz tranquilo.

– Lo siento. El señor Benson ha salido.

– Entonces tal vez pueda hablar con Reginald.

– También se encuentra fuera. ¿Hay algo que pueda hacer por usted, señor Henderson? -Savannah percibió su renuencia, así que añadió-: ¿O prefiere que Wade le devuelva la llamada cuando regrese la semana que viene? -miró el calendario-. Wade debería estar de vuelta el veintitrés.

– Páseme con… con la persona encargada del rancho.

– Está hablando con ella. Yo me ocupo del negocio en ausencia de Wade y de mi padre.

– ¿Su padre?

– Sí, soy Savannah Beaumont -recostándose en su sillón, abandonadas las gafas de lectura, se preparó para lo peor. Seguro que se trataba de una mala noticia- Y ahora… ¿quiere decirme en qué puedo ayudarlo?

– Eh, bueno -vaciló-. Se trata de un asunto relacionado con Travis McCord.

– ¿Qué le pasa? -inquirió, tensa.

– Ha surgido un pequeño problema.

El pulso le latía aceleradamente. Gotas de sudor empezaron a perlarle la frente. Un problema. Era la segunda vez que escuchaba esa palabra en relación con Travis.

– ¿Qué tipo de problema?

Henderson eludió la pregunta.

– Bueno, precisamente por eso quería hablar con Wade.

Savannah frunció el ceño. Travis y Wade nunca se habían llevado bien. Y Henderson se había encontrado con Wade en Hollywood Park…

– Como le he dicho, el señor Benson se encuentra ausente y no volverá hasta la semana que viene, dos días antes de Navidad. Sin embargo, si a Travis le ocurre algo, me gustaría saber de qué se trata.

– Mire, señorita Beaumont…

– Savannah.

– Sí, bueno, Savannah entonces. No quiero preocuparla, pero Travis… Travis, bueno, no se encuentra bien.

– ¿Qué quiere decir? -el corazón por poco dejó de latirle-. ¿Es que ha sufrido un accidente?

– No. No…

«¡Gracias a Dios!», exclamó ella para sus adentros.

– … pero, bueno, para ser franco, Travis está deprimido. Ha perdido todo interés por el trabajo, no se pasa por el bufete, se niega a reunirse conmigo… Y los planes de presentarse a gobernador de aquí a un par de años… los ha tirado por la borda. Ya no está interesado. Ni en eso ni en nada -una vez que se hubo soltado, Henderson hablaba de corrido, sin titubeos-. Probablemente sabrá que no es el mismo desde la muerte de su esposa, pero yo confiaba en que se recuperaría. Cuando Melinda falleció, se sumergió en su trabajo, sobre todo con el caso Eldridge. Pero ahora que el caso está cerrado, parece que ha perdido también todo deseo de vivir. Yo diría que es un hombre… acabado.

Savannah intentaba pensar con claridad, pero sus preocupaciones estaban centradas en Travis, el hombre al que debería odiar, y sin embargo…

– No lo entiendo. Han pasado más de seis meses desde el fallecimiento de Melinda…

– Lo sé, lo sé -suspiró-. Al principio pareció superarlo, obsesionándose con el caso Eldridge. Pero una vez que ganó el caso y consiguió toda esa publicidad… Bueno, también se habló de sus aspiraciones a convertirse en gobernador, pero sospecho que todo eso ha quedado en nada. Ha llegado a un punto en que ya ni se molesta en aparecer por el bufete. Hasta ahora yo le he estado cubriendo las espaldas, pero no sé durante cuánto tiempo más podré hacerlo. Y con todos esos rumores que corren sobre sus aspiraciones a gobernador… No creo que nosotros podamos seguir escondiendo la situación.

– ¿Nosotros? -repitió ella.

– Wade y yo.

– ¿Qué tiene que ver Wade con todo esto?

– Wade y su padre quieren que Travis se presente a gobernador… ¿No lo sabía?

– Algo había oído -admitió, sarcástica.

– Bueno, pues ése era precisamente el motivo de mi llamada. Travis vino a verme la otra noche, me dijo que disolvía nuestra sociedad, que me vendería su parte del negocio y que se marchaba hoy mismo para San Francisco, a mediodía. Al principio creí que estaba bromeando, pero cuando durante los dos últimos días no ha aparecido por el bufete ni respondido a mis llamadas así que, bueno… ¡debo suponer hablaba en serio!

– ¿Le dijo por qué quería hacer todo eso?

– No, la verdad es que no. Sólo me comentó que iba a subir al rancho Beaumont. Que quería hablar con Wade y con Reginald. Me pidió que le dijera a Wade que fuera a recogerlo al aeropuerto.

Savannah miró el reloj de pared del despacho. Eran más de las once.

– ¿A qué hora llega?

– Creo que a la una y media. Sí. El vuelo número sesenta y siete de United. ¿Podrá encargarse usted de que alguien vaya a recogerlo?

– Por supuesto.

– ¿Y se pondrá en contacto con Wade?

– Se lo diré a su esposa, mi hermana Charmaine. Se supone que esta noche tenía que llamar. Charmaine le transmitirá el recado de que usted necesita hablar con él.

Oyó un suspiro al otro lado de la línea.

– Gracias, señorita Beaumont -dijo Henderson antes de colgar.

Savannah se quedó pensativa por un momento. Muchos de los trabajadores y mozos de cuadra se hallaban fuera, y con Reginald y Wade ausentes, prácticamente no había nadie en el rancho. No podía permitirse enviar a alguien al aeropuerto.

– Le sentaría bien venir andando -masculló. Parte de su antigua amargura hacia Travis parecía haber aflorado a la superficie-, pero supongo que tendré que ir a buscarlo yo.

Recogió su bolso, salió del despacho y atravesó el vestíbulo, donde descolgó su abrigo del perchero. Así que Travis había vuelto a casa. Pero ¿por qué y por cuánto tiempo? Y ¿hasta qué punto la versión de Willis Henderson sería cierta?

Abandonó el edificio de estilo colonial. Caía una lluvia fría y tuvo que subirse el cuello del abrigo. Casi corriendo, bajó por el sendero que llevaba al garaje y subió luego al apartamento situado justo encima, que su hermana había convertido en taller de cerámica.

Tuvo que sobreponerse al nudo que le cerraba el estómago cada vez que subía allí: le traía demasiados recuerdos. Llamó a la puerta antes de entrar. Charmaine estaba torneando una cerámica. Alzó la mirada de su obra y empezó a frenar el torno manual. La forma ondulante fue perdiendo velocidad para terminar convertida en una informe masa de barro gris.

– Perdona -se disculpó Savannah, señalando nerviosa el trabajo de Charmaine. Detestaba subir a aquel apartamento.

– No importa. No me estaba saliendo nada especial. Dios mío, ¡estás empapada!

– Sólo un poco -se enjugó las gotas de lluvia de la cara, intentando olvidar que aquel apartamento había pertenecido antaño a Travis.

– ¿«Un poco» empapada?

– Mira, salgo ahora mismo para el aeropuerto. ¿Puedes echarle un vistazo a mamá?

Charmaine esbozó una mueca mientras contemplaba su pieza inacabada.

– Supongo que sí -se limpió las manos con un trapo y se levantó del banco del torno-. De todas firmas tenía que salir para esperar el autobús de Josh. ¿Qué pasa? ¿Para qué tienes que ir al aeropuerto?

– Para recoger a Travis.

– ¿Qué? ¿Travis va a venir?

– Eso parece. Al menos es lo que su socio, Henderson, acaba de decirme hace unos minutos. El avión llega a San Francisco a la una y media, así que debo darme prisa. Si Wade llama, dile que telefonee a Henderson o, mejor todavía, dile que le devuelva la llamada esta noche, una vez que haya llegado Travis.

Charmaine miró a su hermana con expresión pensativa.

– ¿Por qué volverá Travis al rancho? ¿Por qué ahora?

– No lo sé. Pero creo que deberíamos contarle lo de mamá, avisarle. Se enfadará cuando descubra que durante todo este tiempo ha estado enferma y no le hemos dicho nada.

Su hermana no pudo menos que mostrarse de acuerdo con ella.

– Buena suerte. La vas a necesitar. ¿Crees que a lo mejor se ha enterado de lo de mamá y ha vuelto por eso?

Savannah tenía demasiada prisa para quedarse a charlar y hacer conjeturas. Y Travis siempre despertaba en ella una serie de sentimientos que no tenía ninguna gana de analizar. Aunque su hostilidad hacia él había menguado con el paso del tiempo, seguía de alguna forma latente, bullendo bajo la superficie. Por mucho que detestara admitirlo.

– No creo. Henderson me dijo que Travis necesitaba un descanso. Que había pasado un año muy duro.

– No me extraña -repuso Charmaine-. La muerte de Melinda fue un golpe tremendo, la quería mucho.

Savannah se limitó a asentir con la cabeza.

– Y ahora, esos rumores sobre sus aspiraciones a gobernador, justo después del caso Eldridge -continuó su hermana-. Probablemente necesite un descanso, aunque no creo que descanse mucho aquí -volvió a sentarse en el banco del torno- Vete tranquila. Yo me encargo de mamá.

– Gracias -Savannah abandonó el estudio y bajó rápidamente las escaleras.

Mientras se alejaba del rancho a bordo del coche de su padre, sus pensamientos seguían centrados en Travis. No podía recordar una sola época de su vida en que no lo hubiera querido: primero como hermano y después como hombre. Plena, absolutamente.

Luego fue cuando la utilizó y la traicionó.

– Bueno, ha pasado mucho tiempo de eso -dijo, decidida-. Y yo fui una estúpida ingenua. No cometeré el mismo error dos veces, Travis McCord. Demasiado bien aprendí la lección. No me importa lo que te pase: te odiaré antes que enamorarme de ti otra vez.

Загрузка...