Capítulo 8

Las ediciones de tapa dura y de bolsillo de La Maldición Divina: Nueva Propuesta para la Neurosis del Milenio salieron el viernes 29 de octubre del 2032, ambas publicadas por «Atticus», aunque la edición de bolsillo llevara el sello de «Scroll Books».

Los comentarios internos habían llegado a su punto culminante a finales de junio, y a finales de julio los comentarios del mercado se extendían de Nueva York a Londres, París, Milán y Frankfurt. A mediados de agosto, el secreto sin precedentes que rodeaba a la edición fue roto con la entrega de las pruebas sin corregir a los vendedores de «Atticus», para que las distribuyeran entre las principales librerías. La edición de esas pruebas estaba limitada a dos mil ejemplares que, por supuesto, no se destinaban a la venta, pero como todo el mundo esperaba que en el futuro se convertirían en piezas de colección, aquellos que tuvieron la suerte de recibir alguna, la llevaban consigo a todas partes.

Toda la industria editorial pronunciaba el nombre del doctor Christian; los periódicos empezaban a publicar pequeñas notas sobre el libro y, sólo las horrendas condiciones del viaje impidieron que los periodistas visitaran Holloman. Por supuesto, algunos intrépidos lo hicieron, pero sólo lograron ponerse en contacto con mamá, que sin duda era una digna contrincante para cualquier periodista y, además, parecía demasiado joven para ser la madre del doctor. Pero ella disfrutó de esos primeros escarceos con la fama y de los cumplidos que llovían sobre ella.

Tras un apasionado debate que tuvo lugar en la editorial «Atticus», llegaron a la conclusión de que la gente no debía saber demasiado sobre el doctor Joshua Christian hasta que se emitiera la primera entrevista televisiva en Esta noche con Bob Smith, fijada para el viernes 29 de octubre. La directora de publicidad de «Atticus» todavía no daba crédito a lo que estaba viviendo. Era incapaz de creer que por fin había dado realmente con algo grande. Ese programa de televisión jamás había entrevistado a un escritor desconocido, antes de que su libro se hubiera hecho famoso en todo el país. Pero en cuanto la directora de publicidad tomó el teléfono para iniciar las palabras de rutina: «Hola ¿cómo te va? Te llamo para ofrecerte una entrevista fabulosa», los acontecimientos se precipitaron como por arte de magia, como en el cuento de hadas de un libro infantil. Y, uno tras otro, todos los programas se mostraron de acuerdo en ofrecerle una entrevista al doctor Christian, antes de que la azorada directora tuviera tiempo de utilizar sus argumentos de promoción. Lo único que ella tenía que hacer era fijar la fecha y avisarles. Y algunos programas, como el de Bob Smith, que nunca se habían comprometido a entrevistar a nadie sin una serie de exhaustivos ensayos previos, pasaron por alto todos sus principios, en honor al doctor Christian. Hubo incluso un programa que intentó obtener una entrevista en exclusiva. ¡Era sencillamente increíble y maravilloso!

El libro se convirtió en un éxito mucho antes de ser publicado y apareció en el Times en primer lugar entre los betssellers, en sus dos tipos de edición. Pero el hecho más alentador para los vendedores de «Atticus» que visitaron a los libreros de todo el país, afrontando condiciones de viaje durísimas y pésimos alojamientos, fue la respuesta que encontraron en todos aquellos que habían leído el libro. Hablaban de la obra con respeto y se negaban a separarse de sus propios ejemplares, aunque no estuvieran encuadernados.

Todos los esfuerzos de la «NBC» resultaron insuficientes para conseguir que Bob Smith leyera el libro; se negaba a leer un libro, cuyo autor aparecía en la televisión. Estaba convencido de que podría entrevistar mejor al autor sin prejuicios y lo cierto es que había demostrado en diversas ocasiones que su técnica era buena.

Atlanta, en Georgia, era la sede de todos los canales nacionales. Se habían mudado de la ciudad de Nueva York a finales del siglo pasado y habían abandonado Los Ángeles al comenzar el tercer milenio a causa de los elevadísimos alquileres, las huelgas de los aeropuertos, de los sindicatos, el precio de los combustibles y una infinidad de problemas. Ignoraban hacia dónde se dirigirían cuando Atlanta no necesitara esas redes televisivas, pero suponían que siempre encontrarían algún lugar que les recibiera con los brazos abiertos y, probablemente, tenían razón.

Antes de partir hacia Atlanta para aparecer en Esta noche con Bob Smith, el doctor Christian debió padecer los horrores de una conferencia de prensa en exclusiva para los periódicos; las revistas, los suplementos dominicales, las radios y el resto de representantes de la prensa escrita fueron enviados a Atlanta. En esa conferencia de prensa, él se desenvolvió muy bien, sin dejarse amilanar por los focos y por las preguntas que le lanzaban periodistas, cuyo rostro no alcanzaba a ver. Pero consideró que ésa no era la ocasión para lanzar sus fuegos de artificio verbales, lo cual alivió a la directora de publicidad de «Atticus», que deseaba que él reservara sus argumentos más fuertes para el programa de Bob Smith. Sin embargo, a esas alturas, ella ya le conocía lo suficientemente bien para no tener que advertírselo.

Ese hombre encerraba algunos misterios, que él no lograba descifrar; no comprendía cómo «Atticus» había logrado poner a su disposición un helicóptero para transportarle de un lugar a otro. Eso era algo que ni siquiera había conseguido Toshio Yokinori, premio Nobel de Literatura y célebre figura en el mundo cinematográfico. Sin dejarse intimidar, la directora de publicidad, viajó con el doctor Christian en coche, desde las oficinas de «Atticus», situadas en Park Avenue, hasta el helipuerto de East River, sacudiendo nerviosamente las pelusas de la chaqueta del doctor y lamentándose porque la sombra de la barba se notaba en sus mejillas. Pero él permanecía sentado, sin dejarse impresionar por la situación.

Aunque él lo ignorara, el pequeño helicóptero en el que viajó de Nueva York a Atlanta, pertenecía a la flotilla del Presidente y había sido pintado de nuevo para aquella ocasión especial. Podía viajar casi a la velocidad del sonido y era sumamente cómodo. A pesar de que nunca ignoraba los problemas que aturdían a sus semejantes, era suficientemente ingenuo para suponer que ésa era la forma de transporte habitual para los escritores de «Atticus» y la directora de publicidad mantuvo la boca cerrada a este respecto. Era evidente que no tenía la menor idea que el Gobierno de los Estados Unidos pagaba todas esas cuentas, las del helicóptero y las de los vehículos que utilizaba en tierra firme y las de los hoteles, donde se alojaba.

El veloz aparato se detuvo en Washington para recoger a la doctora Carriol.

Al verla, él se mostró infinitamente alegre. Por supuesto, su madre quería acompañarle; James, también se había ofrecido valientemente, pero como debía alejarse por espacio de diez semanas, no era posible prescindir de ellos en la clínica. Mary también ofreció sus servicios, que fueron rechazados por idéntico motivo. Él tenía la esperanza de que Lucy Greco, o Elliot MacKenzie o la directora de publicidad le acompañarían a Atlanta. Subir sólo al helicóptero le impresionó un poco.

Nunca había volado antes. Cuando tuvo la edad suficiente para desear volar, los aviones sólo se utilizaban en ocasiones de considerable importancia y los billetes eran reservados siempre a personas que por su cargo gozaban de prioridad especial. La gente se desplazaba en trenes o autobuses atestados de gente, de ciudad en ciudad, de estado en estado o de una frontera a la otra.

– ¡Oh, Judith! ¡Esto es un milagro! -exclamó, apretándole la mano que ella le tendió, mientras se instalaba en la otra mitad del asiento trasero.

– Bueno, pensé que te resultaría agradable ver una cara amiga. Me deben unos días de vacaciones y Elliot me dijo que podía actuar como escolta oficial y amiga extraoficial. Espero que no te disguste que te acompañe.

– ¡Pero si estoy encantado!

– Esta noche te presentas en el programa de Bob Smith, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Lo has visto alguna vez?

– No, nunca. Anoche pensaba verlo, pero Andrew me aconsejó que no lo hiciera. Él se ha dedicado a ver todos los programas de la lista que «Atticus» me envió, por lo menos, las que alcanzamos a sintonizar. Me dijo que lo mejor sería que me presentara y actuara con naturalidad.

– ¿Y siempre sigues sus consejos?

– Cuando Andrew aconseja, lo cual no sucede a menudo, conviene hacerle caso.

– ¿Estás nervioso?

– No. ¿Debería estarlo?

– No, será pan comido, Joshua.

– Lo más importante es que ésta es una oportunidad de llegar a la gente. Espero que Bob Smith haya leído el libro.

– En cambio, yo espero que no lo haya leído -contestó Judith, que sabía que así era-. ¡Debes explicarle tú mismo a Bob Smith lo que es la neurosis del milenio! No hay nada más aburrido que escuchar a dos personas que se conocen de memoria las preguntas y las respuestas, porque dan muchas cosas por sabidas y toman atajos en el diálogo.

– Tienes razón. No se me había ocurrido pensar en eso.

– ¡Muy bien! -Judith entrelazó sus dedos con los de Joshua y se volvió para sonreírle-. ¡Oh, Joshua! ¡Estoy tan contenta de volver a verte!

Joshua no contestó y reclinó la cabeza contra el respaldo del asiento; cerró los ojos para gozar de la extraordinaria sensación de atravesar el espacio como un proyectil.

Los programas de entrevistas serias formaban parte del pasado, así como las comedias dramáticas, a menos que se tratara de una comedia musical, de una obra clásica o de una obra histórica. Shakespeare y Moliere estaban muy de moda. Los programas de Benjamín Steinfeld y Dominic d'Este sólo eran serios porque discutían temas de actualidad, pero, en realidad, siempre se hacía de tal manera que no provocara demasiadas emociones en sus oyentes. Se diría que el principal objetivo de los medios de comunicación de masas era crear el menor número posible de traumas y sofocar al máximo la sensación de angustia vital. El ejemplo más claro era la televisión, que no cesaba de ofrecer bailes, risas y canciones.

Esta noche con Bob Smith comenzaba a las nueve y duraba dos horas y, después de quince años de emisión, todavía conseguía mantener embelesado al público. Aparecía en pantalla ese rostro pillo, pecoso y feliz, de cabello rojizo, sonriendo de oreja a oreja y empezaba el programa con una serie de entrevistas, canciones, bailes y más entrevistas.

El esquema del programa se remontaba a muchos años antes del nacimiento de Bob Smith, un animador espontáneo, ingenioso y de aspecto atractivo. Se abría con un monólogo, la primera entrevista, número de canto o baile, segunda entrevista, más baile, cuarta entrevista y así sucesivamente.

Generalmente, aparecían entre cuatro y ocho invitados. El número dependía únicamente de la repercusión que, según Bob Smith, tendría el invitado con el público presente en el estudio. Era un maestro en el arte de cortar los largos discursos de los entrevistados y tenía derecho a posponer a los que esperaran, si consideraba que merecía la pena invertir más tiempo del previsto en alguno de ellos.

En realidad, no se llamaba Bob Smith, sino Guy Pisano y debía su rubio rostro a algún antepasado visigodo, que en el siglo xix marchó a través del paso del Brennero hacia el sur, para llegar a Calabria. La emisora le escogió ese nombre, porque Bob era el nombre masculino más popular y Smith, el apellido más común y, además, era un nombre sin connotaciones raciales o religiosas. Manning Croft, su ayudante, cuyo verdadero nombre era Otis Green era un individuo atractivo, negro, que vestía con un gusto exquisito; era una versión modernizada de Rochester o Benson. Conocía su lugar en el programa de Bob Smith y jamás intentaba traspasar sus límites, aunque interiormente soñaba con poder dirigir su propio, show.

Andrew tenía razón cuando aconsejó al doctor Christian que no viera el programa, porque, de haberlo visto, tal vez hubiera cancelado su gira publicitaria para seguir practicando tranquilamente su profesión en Holloman, confiando en que las palabras escritas por él con la ayuda de Lucy Greco, llegarían a las manos de aquellos a quienes tanto deseaba ayudar. Pero, desde otro punto de vista y teniendo en cuenta lo que realmente sucedió, también podía decirse que el consejo de Andrew era erróneo. En todo caso, ignorando lo que le esperaba, se dirigió con la doctora Judith Carriol, en una larga limusina negra, del helipuerto a los estudios de la «NBC», situados en una plaza inmensa, que alberga también los edificios de la «CBS», de la «ABC», de «Metromedia» y de «PBS».

El estudio para el programa ocupaba dos pisos y se erguía en el lado norte del edificio de la «NBC». El doctor Christian fue recibido respetuosamente en el vestíbulo de la planta baja por una jovencita, que le explicó que era una de las quince asistentes de producción del programa. Mientras subía el ascensor con los doctores hasta el piso trece, ensayó cuidadosamente las frases que llevaba escritas en su cuaderno, algunas de las cuales llegaron a oídos de sus invitados.

Finalmente, una hora antes del inicio del programa, el doctor Christian fue instalado con la doctora Carriol en la sala verde. Con el tiempo, el doctor Christian llegaría a ser un experto conocedor de las salas verdes y consideraría la de Bob Smith como la más cómoda y agradable de todas. Los sillones, comprados en «Widdicomb», eran amplios y confortables, las mesitas lucían jarrones repletos de flores recién cortadas y había seis gigantescos monitores de vídeo, instalados de tal forma que todos los presentes podían observar alguno con claridad. Contra una pequeña pared de espejos, había una minicafetería, atendida por una jovencita. El doctor Christian sólo aceptó una taza de café, se dejó caer en el primer sillón que encontró y observó el lugar con el lógico interés de un decorador o un diseñador de interiores.

– ¿Por qué tendré la sensación de que en este lugar tengo que hablar en susurros? -le preguntó a la doctora Carriol con una sonrisa, que no pudo contener.

– Porque esto es una especie de santuario -contestó ella, devolviéndole la sonrisa.

– Desde luego. -Volvió a mirar a su alrededor-. Aparte de nosotros, aquí no hay nadie más.

– Tú eres el primer invitado y siempre citan a los invitados una hora antes de que deban aparecer. Así que pronto llegarán.

Y así fue. Al doctor Christian le resultó sumamente interesante observar a los demás invitados. Todos llegaban con acompañantes y era difícil ver a los más famosos, por la repentina curiosidad que se había apoderado de los presentes. Se conocían muy bien a sí mismos y estaban más impresionados por su propio estrellato que cualquiera que les observara desde su casa. Los distintos grupos no conversaban entre sí; cada invitado se mantenía a una cierta distancia de los demás y sólo hablaba con sus acompañantes. Pero los ojos de todos miraban a su alrededor, examinando; aguzaban los oídos para escuchar las conversaciones ajenas; alzaban sus manos y se agitaban inquietos, como si desearan tener algo útil que hacer. Era como si todos tuvieran al mismo tiempo una sensación de culpa y de privilegio, mezclado con una inevitable dosis de terror. El doctor Christian llegó a la conclusión de que esa experiencia era de una colosal importancia para toda esa gente.

Media hora antes del comienzo del programa, llegó otra joven asistente de producción para conducir al doctor Christian a la sala de maquillaje. Él la siguió dócilmente y la doctora Carriol se sentía absolutamente a sus anchas, hasta el punto de que hacía sentir levemente incómodos al resto de los presentes en la habitación.

En la sala de maquillaje, tuvo la sensación de estar sentado en el sillón del dentista, mientras un individuo de aspecto taciturno murmuraba algo sobre las pieles oscuras y los poros abiertos y procedía a ocultar esos desagradables defectos.

– ¡Pan de jenjibre! -exclamó de repente el doctor Christian.

El maquillador se detuvo y le miró por el espejo, como si acabara de darse cuenta de que era un ser humano.

– ¿Pan de jengibre? -repitió.

– Estaba pensando en mí mismo como en un lirio, pero eso es completamente ridículo -explicó el doctor Christian-. Jamás seré un lirio, trabajo demasiado. Pero tal vez pueda parecerme al pan de jengibre.

El maquillador se encogió de hombros y, sin mostrar más interés en la conversación, terminó de maquillar con gran habilidad a ese invitado tan indiscreto.

– ¡Ya está listo, doctor! -anunció, quitándole la bata de maquillaje, como si se tratara de un mago.


El doctor Christian se contempló en el espejo con expresión irónica. Parecía diez años menor, tenía la piel tersa, las ojeras habían desaparecido y, misteriosamente, sus ojos parecían más grandes.

– ¡Se diría que tengo treinta años en lugar de cuarenta! Gracias, señor -murmuró, antes de empezar a recorrer de nuevo los interminables pasillos, guiado por una tercera asistente de producción.

– Hace años que no me divertía tanto -le confió a la doctora Carriol antes de dejarse caer nuevamente en su sillón-. Todo esto es como una revelación.

Ella le estudió con aire de aprobación.

– ¡Decididamente, te han rejuvenecido!

Y allí terminó toda la conversación. Durante la ausencia de Joshua, el desierto estudio se había ido llenando de público que, animado por Manning Croft, reía cada vez más fuerte.

Pero Joshua no llegó a ver a Bob Smith, porque cuando las primeras notas anunciaron el comienzo del programa, llegó otra joven asistente a la sala verde, que venía a buscarle.

Entre rápidos susurros, le situaron frente a un pesado cortinaje de seda.

– Espere aquí hasta que le hagamos una señal; entonces suba al escenario, deténgase, sonría al público con una gran sonrisa, por favor, y después acérquese al estrado. Bob se pondrá de pie para estrecharle la mano y usted se sentará en la silla a su derecha. Cuando anuncien al siguiente entrevistado, usted se levantará y se sentará en el extremo más cercano al sofá y, cada vez que aparezca un nuevo invitado, irá corriéndose hacia el otro extremo, ¿ha comprendido?

– ¡Comprendido! -exclamó él alegremente, pero en un tono demasiado alto.

– ¡Ssshhh!

– ¡Perdón!

El diálogo preliminar que sostuvieron Manning Croft y Bob Smith terminó entre risitas del público y Bob Smith se adelantó hacia el centro del inmenso y reluciente escenario, situándose entre el cortinaje de seda y el estrado desierto, tapizado de un negro brillante, que resplandecía a la luz de los focos del estudio.

El doctor Christian no oyó el monólogo, porque en ese momento se le acercó un individuo, que se le presentó como productor del programa y le agarró fuertemente del brazo.

– Es un placer y un privilegio que nos haya concedido esta entrevista en exclusiva, doctor Christian -susurró-. ¿Ha participado usted alguna vez en algún programa de televisión?

El doctor Christian le contestó que no y el productor le tranquilizó en voz baja, explicándole que todo iría bien y que simplemente debía prestar toda su atención a Bob e ignorar a las cámaras por completo.

El monólogo llegaba a su fin y el público estaba a la expectativa. El productor, que seguía agarrando su brazo con fuerza, se puso tenso.

– Conteste con inteligencia, con gracia e ingenio… y haga quedar bien a Bob -aconsejó el productor, empujándole hacia el escenario.

Después de haber dado el primer paso, recordó que debía detenerse para sonreír al público; después recorrió el largo trayecto hasta el estrado. Bob Smith se puso en pie y se inclinó para estrechar su mano y le dio la bienvenida al programa con una amplia sonrisa. El doctor Christian se sentó, girando el cuerpo para poder mirar la jovial expresión del conductor del programa, preguntándose por qué no les permitirían instalarse frente a frente, ya que resultaba muy incómodo tener que estar torcido todo el tiempo.

Bob Smith alzó un ejemplar de La Maldición Divina. El departamento artístico de «Atticus» había diseñado una maravillosa cubierta blanca con letras rojas, atravesadas por un rayo plateado, de derecha a izquierda. El libro apareció en primer plano, dramático y expresivo.

Bob Smith no se sentía nada satisfecho, aunque no lo demostró, ni siquiera ante su entrevistado, que era la causa de su descontento. Un tema serio, un invitado serio y doctoral y toda una serie de graves implicaciones llenaban ese día su programa. Sus objeciones, perfectamente válidas hasta ese momento, no habían sido nunca desatendidas por los directivos de la emisora. Pero esa vez protestó en vano, arguyendo que la presencia del doctor Christian iba en contra de toda la filosofía del programa; que todo el país cambiaría de canal a los cinco minutos de haberle escuchado y que ése sería el peor fracaso en la historia de su programa. Ante sus protestas, el productor se limitó a asentir, informándole simplemente que el doctor Christian debía aparecer contra viento y marea y que no tendría más remedio que afrontar la situación de la mejor manera posible.

Al final de su monólogo, ya había advertido al público de que iba a presentar a un libro y a su autor y que, aunque ambos estaban un poco lejos de la línea habitual del programa, él presentía que eran tan importantes que tenía el deber de colaborar para que todo el país fijara su atención en ellos. Terminó mirando a la cámara con gran seriedad, advirtiéndoles que prestaran gran atención, mientras el clima se cargaba de una gran expectativa.

Esperó a que el doctor Christian se sentara en esa inadecuada silla para los invitados y, alzando el libro, se volvió hacia el doctor Christian.

– Doctor Christian, ¿qué es la neurosis del milenio? -preguntó, sintiéndose absolutamente absurdo.

El doctor Christian tampoco se comportó como un invitado habitual ni le facilitó la tarea al conductor del programa, ni siquiera centró en él su atención. Fijó su mirada en algún punto de la cámara que colgaba sobre el escenario. Alzó la cabeza y entrelazó las manos, cruzando las piernas.

– Yo nací en el amanecer del tercer milenio -explicó-, cuatro días antes del año 2000. Mis padres tuvieron cuatro hijos, de los cuales yo soy el mayor. Entre cada uno de nosotros no hay más que un año de diferencia. Cuando nació Andrew, mi hermano menor, nuestro padre murió congelado en su coche en una carretera, al norte de Nueva York. Se dirigía allí para visitar a un paciente. Era un médico muy poco ortodoxo, pero empezaba a ser bastante respetado. Murió en enero del año 2004, pero no lo desenterraron de la nieve hasta el mes de abril del mismo año. Fue uno de los miles que murieron en esa tormenta, en ese mismo tramo de la carretera. Fue el peor invierno en la historia del país. Se nos había acabado el petróleo, los piares se congelaban y no teníamos la suficiente cantidad de rompehielos para mantener limpios los puertos y las rutas marítimas. Tampoco podíamos limpiar las carreteras ni las vías de ferrocarril y, entre enero y abril, las nevadas eran tan constantes, que la mayoría de los aviones no podían despegar. El resultado fue que, a lo ancho del país, por encima del paralelo cuarenta, la gente murió. Ese invierno del año 2004, sufrimos uno de los primeros impactos que nos devastaron.

Bajó la cabeza para mirar la lente de la cámara, cuya luz roja estaba encendida, y lo hizo con la naturalidad de un profesional. En el control, situado en la parte superior del estudio, un estremecimiento de excitación recorrió a todos los presentes. La imagen del doctor Christian irradiaba un extraordinario poderío.

– El tercer milenio -continuó diciendo-, no fue el apocalipsis. Todo aquello que los mercaderes del juicio final habían predicado durante un siglo no se convirtió en realidad. No se produjo la guerra, que pondría fin a todas las guerras, ni perecimos en medio de las llamas. Pero, en lugar de eso, se pusieron en marcha los glaciares y la gente. A lo largo de todo el hemisferio norte, la gente empezó a trasladarse hacia el sur, donde todavía brillaba el sol y donde los inviernos todavía eran soportables. Fue una emigración masiva, la mayor emigración humana que jamás se haya producido en este planeta.

»Hubo que tomar algunas decisiones difíciles. Se nos prohibía tener más de un hijo, se nos prohibía utilizar combustibles fósiles y cualquier expansión debía ser, no sólo detenida, sino revertida. La alternativa consistía en reducir la población mundial mediante un holocausto nuclear, producir la masacre hasta lograr el equilibrio, si es que, después de ello, podía considerarse medio ambiente a todo lo que quedara en pie.

»Y fuimos lo suficientemente inteligentes para comprender ese mensaje, que Dios nos enviaba con el milenio, pero el pueblo fue expulsado de su tierra prometida y se introdujo en la selva lleno de temores e ignorancia. Había que hacer demasiadas cosas y la inteligencia no alcanzaba a coordinar tantos esfuerzos. Y, frecuentemente, llegaban primero las leyes y las explicaciones, después, expresadas en un lenguaje, que la mayoría no alcanzaba a comprender. Las noticias eran distribuidas con el dramatismo irresponsable y exagerado, que es habitual en la Prensa. Pero la verdadera tragedia de la humanidad del tercer milenio es que, con demasiada frecuencia, nuestras emociones e impulsos nos empujan hacia donde nuestro sentido común nos lo indica, mientras que nuestra inteligencia nos impide a gritos que tomemos ese camino.

El público del estudio permanecía en absoluto silencio. No se oía ni una tos. Hasta ese momento, no había dicho nada que ellos no supieran ya, pero lo decía con tanta fuerza y sinceridad, que le escuchaban como, antiguamente, escuchaba el pueblo a sus trovadores, pues poseía su mismo embrujo y hablaba, dejando que se deslizaran sus palabras, el ritmo, la cadencia de su voz y, en definitiva, poseía la habilidad para mantener en vilo a sus oyentes, gracias al carisma que emanaba de su persona.

– Los niños son los seres que pueden herirnos más profundamente y, sin embargo, es su ausencia lo que más nos hace sufrir, aunque no estamos solos, ya que todos los pueblos de la Tierra sufren el mismo destino y la misma tristeza. A veces, un hombre desea tener un hijo y, en su lugar, tiene una hija. A sus espaldas, se alza una tradición familiar de hijos varones, que se extiende hasta los albores de la Historia. A veces, una pareja que deseaba una hija, tiene un hijo. Y hay mujeres que desean tener muchos hijos, por un desbordante instinto maternal. Incluso aquellos cuyas preferencias sexuales se inclinan hacia personas de su mismo sexo, experimentan una fuerte necesidad de reproducirse. En un pasado relativamente cercano, uno de los principales dogmas humanos era poblar o morir. E incluso algunas instituciones religiosas sostenían que cualquier intento de controlar la natalidad iba en contra de las enseñanzas divinas y era motivo de condenación para la eternidad.

No podía permanecer ni un solo instante más en esa ridícula silla. Se puso en pie y caminó hasta el centro del escenario, dejando atrás la luz de los focos para divisar mejor los rostros de sus oyentes. Bob Smith, fuera de pantalla, hacía frenéticos gestos a sus oyentes para que le alcanzaran una silla, que él mismo llevó al centro del escenario y se sentó en ella. Como el programa se grababa entre las seis de la tarde y las ocho de la noche, hora del este, todavía faltaban tres horas para que los espectadores de todo el país vieran al inmutable Bob Smith cargando con su propia silla y sentándose como un alumno frente a su brillante maestro. Manning Croft decidió ser menos formal que Bob y se sentó con las piernas cruzadas sobre el suelo, frente a la primera fila de espectadores.

– Dentro de cada uno de nosotros existe un fuerte amor por el fuego, el hogar y los niños -continuó diciendo el doctor Christian con voz suave-, y las tres cosas van muy unidas. El fuego nos proporciona calor y una sensación de familiaridad; el hogar representa el refugio y la protección de la familia y los niños son el motivo de la existencia de la familia. El hombre es una criatura esencialmente conservadora que odia ser trasladada, a menos que el lugar donde vive se convierta en un sitio inhabitable, o que encuentre un nuevo lugar que le resulte tentador. Este país fue formado por inmigrantes, que llegaron en busca de libertad religiosa, de espacio suficiente para vivir mejor, mayor confort y riqueza y una liberación de las antiguas costumbres. Pero cuando estuvieron instalados en este país, recuperaron ese amor por el fuego y el hogar. Mis antepasados proceden de Gran Bretaña, de los fiordos noruegos, de las montañas armenias y las llanuras del sudoeste de Rusia. En este país, las generaciones siguientes prosperaron. Los Estados Unidos de Norteamérica se convirtieron en su hogar y en su patria, porque no hubieran podido mezclarse de esa forma en ningún otro lugar.

Se detuvo y miró al público, como si pretendiera descubrir cuántos rostros le estaban observando y, por primera vez, sonrió. Pero fue una sonrisa muy especial, que irradiaba amor, que parecía abrazar y consolar a cada uno de sus oyentes.

– Yo sigo viviendo en Holloman, en Connecticut, en la casa donde crecí, cerca de las escuelas a las que asistí, y de la Universidad a la que decidí ir. Cuando empezó el frío, sopesé las diferentes alternativas y, deliberadamente, decidí tener frío durante los inviernos. Porque mi hogar, a pesar de la falta de calefacción y del racionamiento de electricidad y de gas, seguía ofreciéndome un grado de confort y una sensación de familiaridad, que no podía ofrecerme ningún otro lugar del sur. Y, como poseo cierta cantidad de dinero, como fruto de la laboriosidad de mis antepasados, y mis necesidades personales son mínimas, puedo permitirme el lujo, por ejemplo, de pagar los elevados impuesto y de permanecer en Holloman, aunque ello suponga la anulación de cualquier deducción de éstos. Decidí no tener el hijo al que tenía derecho y me hice una vasectomía y ahora, quince años después de que mi familia tomara la decisión de permanecer en Holloman, nos vemos obligados a irnos de allí. Y, sin embargo…, sin embargo, puedo decir que soy feliz.

En la sala verde también reinaba el silencio. La doctora Carriol observó disimuladamente a los demás invitados para ver si alguno se mostraba inquieto o se impacientaba porque el doctor no se retiraba, pero nadie se movía. Ni siquiera advirtieron que esa noche el programa no tenía intermedios para la publicidad. Todos tenían su atención fija en los monitores.

– En la actualidad, en este mundo en que vivimos, la mayoría de la gente no es feliz -explicó el doctor Christian-, y esa profunda tristeza, que tanto nos hace sufrir, es lo que yo llamo la neurosis del milenio. ¿Saben ustedes lo que es exactamente una neurosis? Bueno, yo lo definiría como un estado o actitud mental negativo. Los motivos que la producen pueden ser poco importantes e incluso imaginarios, en cuyo caso se dice que la neurosis se basa en la inseguridad o en la falta de adecuación de la persona a su medio. Pero, en otros casos, el motivo de la neurosis puede ser real, válido e ineludible, como es el caso de algunas peculiaridades o enfermedades físicas, o de otros factores concretos, lo suficientemente serios para enfermar a la mente. La neurosis del milenio tiene unas causas verdaderamente reales. ¡La neurosis del milenio no es imaginaria! Es real en sí misma. ¡Y Dios sabe que eso es cierto! Nos repetimos constantemente que somos adultos, gente madura y responsable, pero en el fondo de nuestro ser, que está habitado por un niño, que llora cuando no tiene lo que desearía y no comprende por qué. Ese niño puede crear estragos físicos dentro de su adulto anfitrión. Y puede llegar a dominarle. Y, a menudo, lo hace.

En ese momento, cambió su tono de voz y, aunque era más fuerte que antes, era menos tajante y adquirió matices más tiernos, más cariñosos. Fue un cambio extraordinario, comparable a la diferencia que existe entre un diamante y un trozo de oro puro y rojizo. Y él cambió también, al mismo tiempo que su voz.

– ¿Por qué lloran ustedes así? -preguntó-. Yo puedo explicarles por qué; yo, que no he vertido jamás una lágrima por mí, porque ustedes son la iónica causa de mi llanto. Lloran por los hijos que no tienen. Lloran por la falta de estabilidad de sus hogares. Lloran por la necesidad de hacer lo que quieren y de vivir como quieren, por una tierra más habitable y más cálida. Y también lloran porque ya no pueden aceptar los conceptos de Dios, que les fueron inculcados, porque ya no les sirven de consuelo.

Nadie en el país estaba viendo el programa, excepto la Casa Blanca, donde un cable permanentemente tendido entre Atlanta y Washington, permitía al Presidente y a Harold Magnus ver el programa, cómodamente sentados en la Oficina Oval. Y lo observaban con mucha atención, sensibles a cada palabra y al tono de voz del doctor a la espera de cualquier detalle que resultara decepcionante, insatisfactorio o subversivo. Sin embargo, no habían advertido nada de eso.

– Las penas reales no son más que eso -continuó diciendo el doctor Christian-. Pueden ser resultado de la pérdida de algo o de alguien que ya no volverá, muerte, inocencia, salud, juventud, fertilidad, espontaneidad. En unas condiciones de vida normales, la mente posee mecanismos para enfrentarse a esas penas reales. En estos casos, el mejor amigo es el tiempo y el hecho de mantenerse ocupado acelera el paso del tiempo de la forma necesaria. Pero nosotros vivimos rodeados de perpetuos recuerdos de nuestras penas, y entonces el tiempo no tiene oportunidad de cumplir su tarea cicatrizante. Muchos de mi generación tenemos hermanos y hermanas y conocemos la alegría de la familia numerosa. Tenemos primos, tíos y tías. En cambio, nuestros hijos no tienen hermanos ni hermanas, ni sus hijos los tendrán. Muchos de nosotros todavía estamos viajando entre nuestros nuevos y viejos hogares o hemos tenido que abandonar los antiguos para instalarnos en casas peor construidas, más pequeñas y que apenas permiten un poco de intimidad. O tal vez nos hemos mudado de una casa pobre del norte para instalarnos en una casucha del sur. A muchos de ustedes les han obligado a jubilarse y ni siquiera pueden consolarse con un trabajo útil. Pero ninguno de nosotros se muere de hambre ni debe soportar una dieta especialmente monótona. Nadie se encuentra en tan mala situación económica como los habitantes del norte de Europa o del centro de Asia. Ni tenemos un Gobierno que sea indiferente a nuestros problemas. Las leyes de esta tierra son despiadadamente justas, cruelmente imparciales y nadie puede escapar al destino de todos los ciudadanos. Y, sin embargo, nada de lo que sufrimos consigue dar rienda suelta a nuestras emociones, porque todo lo que sufrimos no hace más que sofocarlas. Y por eso existe la neurosis del milenio.

Se detuvo aunque no estaba agotado ni indeciso acerca del camino a seguir. Se detuvo porque era un orador nato y su instinto le decía que era el momento adecuado para una pausa. Nadie se movió y él continuó hablando.

– Soy optimista -afirmó-. Creo en el futuro del hombre. Y pienso que todo lo que sucedió, sucede y sucederá es parte necesaria de la evolución del hombre y parte ineludible de los sueños trazados por Dios. No creer en el futuro del hombre me parece un insoportable insulto, que le estamos infligiendo a Dios.

Respiró hondo y las siguientes palabras que pronunció resonaron como un trueno, haciendo vibrar intensamente los indicadores de volumen de la sala de control.

«¡Dios existe! ¡Acepten esto de entrada y después pregúntense quién y cómo es! Se dice que el hombre se acerca a Dios a medida que el fin de sus días se acerca, porque tiene miedo a morir. ¡Yo no estoy de acuerdo! A medida que la mujer o el hombre madura, la fe sustituye al escepticismo, porque esa persona, por el solo hecho de vivir, ha empezado a percibir ciertas pautas en la vida. No son pautas, que afecten de forma general a toda la raza, sino de pautas que atañen directamente a su propia y humilde existencia; es un cúmulo de posibilidades, de coincidencias y de oportunidades realmente sorprendente. La juventud no alcanza a recibir esas pautas, porque realmente es demasiado joven; le faltan años y datos.

»¡Dios existe!, de eso estoy seguro. No condeno ninguna religión, pero no consigo creer en ninguna. Y no me gustaría que me malinterpretaran. El motivo que me conduce a estar aquí en este momento deriva de mi convicción de que puedo ayudar activamente a todos, aquellos que sufran la neurosis del milenio. Y, aunque ya he ayudado a algunos que viven en Holloman, no soy más que un hombre, un solo hombre. Y me vi obligado a escribir un libro, en el que me expreso en los mismos términos que estoy utilizando ahora, para poder llegar a todos ustedes. Por lo tanto, creo que tienen derecho a saber qué clase de hombre soy y qué fe profeso. Cuando digo que no soy un hombre religioso, quiero decir que no observo normas religiosas establecidas. Sin embargo, creo en Dios, en mi Dios, no en el de otros. Y Dios es esencial en mi vida, en mi terapia y en mi libro. Y por eso -respiró hondo- estoy aquí, habiéndoles de Dios en este extraño escenario, a rostros, que no alcanzo a ver; a gente, a la que jamás conoceré.

Adelantó la cabeza y su voz volvió a sufrir otra transformación, y el rugido del león se convirtió en la silenciosa tristeza de un largo dolor.

– Todos necesitamos defendernos de la soledad en la vida. ¡Porque la vida es solitaria! Algunas veces, intolerablemente solitaria. Dentro de cada uno de nosotros vive un espíritu humano solitario, intensamente individualista y perfecto, aunque el cerebro y el cuerpo que lo alojan sean imperfectos. Para mí, ese espíritu es la única parte del hombre que Dios creó a su imagen y semejanza, porque Dios no es humano. Probablemente, no habita en nuestro segmento de cielo infinitamente pequeño. Yo no creo que desee o que necesite que nosotros le amemos o que le personifiquemos de alguna manera. Los tiempos han cambiado y los hombres también y yo creo que han mejorado. Ya no estamos tan dispuestos a herirnos unos a otros, ni a ignorarnos. Pero mucha gente ha abandonado a Dios, creyendo que Él no ha cambiado, que Él no ha evolucionado con el tiempo, que Él no nos reconoce el mérito que merecemos. Todas esas presunciones son completamente falsas, porque lo que ha cambiado es el concepto humano, formal e institucionalizado de Dios. Dios no necesita cambiar porque no responde a la abstracción humana, que nosotros denominamos «cambio». El tercer milenio nos ha demostrado, especialmente a los norteamericanos, los peligros de la ingenuidad y las ventajas del escepticismo. ¡Pero eso no significa que deban ser escépticos con Dios! Pueden ser escépticos con los hombres que se han otorgado el derecho de definir a Dios, porque ellos no son más que hombres y no tienen pruebas que demuestren que ellos son más aptos que los demás para describir a Dios. En realidad, el principal motivo por el que tanta gente ha abandonado a Dios, en los últimos ciento cincuenta años, tiene muy poco que ver con Dios, pero mucho con los seres humanos. La gente me ha proporcionado toda clase de razones para alejarse de Dios, y en todos los casos las razones no se basan en Dios, sino en reglas, normas y dogmas humanos.

»¡No se alejen de Dios! ¡Vuelvan a Dios! En Él encontrarán consuelo para la soledad, y podrán comprender y percibir las pautas de que les hablaba antes. Y se darán cuenta de que la existencia individual y personal es parte vital de esas pautas. Sólo así podrán seguir adelante, no de forma caótica, sino dentro de una fase más adelantada de la historia de nuestra raza en su incesante búsqueda de la verdad y de la bondad de Dios, no de nuestra verdad ni nuestra bondad.

Empezó a caminar, lo cual dificultaba el trabajo de los cámaras, del personal de la sala de control, que no podían prever sus movimientos. Pero él ni siquiera se dio cuenta de ello.

– Nosotros no somos hijos de Dios, salvo en un sentido puramente figurativo, porque nos pertenecemos a nosotros mismos. Dios no nos dio sus leyes, sino la posibilidad de dictar las nuestras. Y lo único que Dios espera de nosotros es que tengamos la paciencia y la fortaleza necesaria para vencer todos los obstáculos que, no Él, sino nosotros mismos, hemos colocado a nuestro alrededor. ¡Ése no es el mundo de Dios! ¡Es nuestro mundo! Él nos lo ha dado. Yo me resisto a creer que Dios tenga sentido de la propiedad. Somos nosotros los que hemos convertido al mundo en lo que es. Y, en este sentido, merece tan poca culpa como alabanzas. Me reconforta pensar que cuando morimos esa parte de nuestro ser vuelve a Dios, no necesariamente como la entidad que denominamos «yo», sino como la parte de Dios, que ya está en nosotros, el espíritu solitario. Pero eso es algo que yo no puedo saber con certeza. Simplemente creo que dentro de mí hay una pequeña gota de Dios, que me alimenta y me mantiene en la lucha. Decididamente, lo único que sé con certeza es que estoy aquí, en este mundo construido por mí y por mis semejantes y por todos nuestros antepasados. Este es el mundo, en cuya creación he participado, y que, por lo tanto, es responsabilidad mía y de todos los hombres.

– ¡El libro! -exclamó Bob Smith, fascinado pero molesto, por la forma en que ese individuo le había sacado la dirección del programa de las manos.

El doctor Christian se detuvo para mirar a Bob Smith, con los ojos llameantes, las aletas de la nariz dilatadas y una expresión, que, bajo el maquillaje, parecía una máscara irreal.

El comentario le había hecho volver a la realidad, al lugar en el que se encontraba y a lo que se suponía que estaba haciendo allí.

– El libro -repitió, perplejo, como si se hubiera olvidado de su existencia. Se paró, pensativo-. ¡El libro! ¡Sí, el libro! Lo titulé La Maldición Divina, porque esas palabras forman parte de la frase crucial de un poema de Elizabeth Barret Browning, que me gusta muchísimo. Es bíblico, porque se refiere a la separación del Hombre y de Dios, cuando el nombre fue arrojado del Jardín del Edén, con la maldición de Dios resonando en sus oídos. Dios maldijo al hombre, ofreciéndole la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, con la necesidad de alimentar a sus hijos con sudores y trabajo, de ganarse el pan con el sudor de su frente, y con el ciclo de la vida y la muerte. El poema, en sí mismo, parece un himno al trabajo: «Conseguid permiso para trabajar…, porque Dios, al maldecirnos, nos entrega dones mejores que los hombres cuando nos bendicen.»

»En mi opinión -siguió diciendo, sin la menor disculpa en su tono de voz-, todo el mito, la leyenda y la arcaica teología, incluyendo el Génesis, no son más que una alegoría y, originalmente, sus autores tejían la intención de que fuera interpretado como tal. Para mí, cuando Dios nos maldijo, nos entregó el don de nosotros mismos. Nos entregó la responsabilidad de nuestros destinos, colectivos e individuales. Y, como hubiera hecho cualquier buen padre, nos echó a patadas de su nido para que trazáramos nuestro propio camino en nuestro segmento infinitesimal de cielo.

»El advenimiento de la raza humana y el poder de raciocinio del hombre se remontan a muchos siglos atrás y desde entonces hasta ahora deben haber transcurrido muchas eras glaciares Los milenios se han sucedido en interminable progresión aunque nosotros sólo conocemos los últimos cinco en profundidad. Y ahora nos encontramos en los albores de un nuevo milenio, y nos enfrentamos a los mismos problemas de siempre y a algunos nuevos. Existen el mal y el bien, que son conceptos que no cambian. Pero si antes el trabajo era el destino de todos los hombres, ahora se está convirtiendo en un lujo casi aristocrático. Actualmente, a la mayoría de los hombres se les paga para que no trabajen. Y uno de nuestros mayores dolores es que debemos condensar todas nuestras necesidades de inmortalidad en el único hijo por familia que podemos tener, exceptuando a los afortunados ganadores de la lotería de la OSH y ellos, aun así, también tienen sus propios dolores.

Algunos se removieron en sus asientos al oír las palabras de comprensión que expresaba el doctor Christian hacia los padres de dos hijos. Bob Smith tenía dos hijos y gustosamente hubiera renunciado al segundo, de haber podido imaginar las repercusiones que tuvo su llegada. De repente, sintió un arranque de simpatía por ese extraño y aterrorizante hombre. Y empezó a perdonarle incluso que le hubiera usurpado la dirección del programa.

– La neurosis del milenio es la pérdida de esperanza en el futuro y de fe presente. Consiste en una perpetua sensación de inutilidad y de falta de propósitos. Es una furia sorda e improductiva, que se vuelve contra sí misma. Es una represión, que a veces llega al extremo del suicidio. Es la apatía. Es no creer en nada, ni en Dios, ni en nuestro país ni en nosotros mismos. Actualmente, el norteamericano medio tiene más de cuarenta años y todavía puede mirar hacia atrás y recordar tiempos mejores, en los que protestábamos por restricciones de nuestra libertad que, en comparación con las actuales, resultan tan insignificantes, que todos daríamos cualquier cosa por poder volver hacia atrás las manecillas del reloj del tiempo. Por lo tanto la neurosis del milenio no sólo es la pérdida de esperanza en el presente y en el futuro, sino que implica además el amor al pasado. Porque nadie, en el fondo de su corazón, desea vivir este presente.

– Entonces, ya que no tenemos otra elección y debemos vivir en el presente, ¿por qué no nos sugiere algunas soluciones? -pidió Manning Croft.

El doctor Christian le miró con aire severo, pero agradecido de que alguien le recordara el propósito de ese discurso. Contestó en voz baja, con fuerza, pero con mucha ternura.

– Ante todo, recurran a Dios y comprendan que cuanto más fuerte sea un ser humano frente a la adversidad, más rica será su vida, más feliz será, más crecerá su espíritu o la parte de Dios que hay en él y más fácil le resultará enfrentarse a la muerte. Si aprenden a tener las manos y la mente ocupadas, les será más soportable la pena. Aprendan a disfrutar de la belleza del mundo que les rodea, de los libros que leen, de los cuadros que contemplan, de la casa en que viven, de su calle y de la ciudad que habitan. Cultiven toda clase de seres vivos, no para remplazar a los hijos que no pueden temer sino para mantener al cerebro, a los ojos y a la piel en constante contacto con la aventura del crecimiento y de la vida. Y acepten al mundo tal como es, mientras nos esforzamos entre todos por convertirlo en un lugar más agradable. ¡No teman al frío! La raza humana es más fuerte que el frío, y seguirá estando aquí cuando el sol vuelva a calentar a la tierra.

– Doctor Christian, ¿cree usted que todo lo que padecemos en este momento es realmente necesario? -preguntó Bob Smith.

– ¡Oh, por supuesto que es necesario! -contestó el doctor Christian-. Porque, ¿qué es mejor, dar a luz a un sólo hijo perfecto o arriesgarse a dar a luz a muchos niños casi humanos, cuando la única manera de conservar esa libertad es la guerra nuclear? Y, ¿qué prefiere, quedarse aislado en su coche propio sin combustible, en medio de una tormenta de nieve, cerca de Nueva York, o viajar a Buffalo, apretujado en un tren calentito y seguro? ¿Qué es peor, seguir reproduciéndonos como antes, permitiendo que la superpoblación de las ciudades empobrezca nuestros campos hasta dejarlos improductivos, o limitar nuestra reproducción y, por lo tanto, nuestra industria y el tamaño de nuestras ciudades, para poder vivir confortablemente durante las eras de hielo que nos aguardan?

Miró a su alrededor con lentitud y, de repente, se dio cuenta de que estaba cansado. Y el público también lo estaba.

– Recuerden que nosotros somos los que más sufrimos, porque recordamos otros tiempos. Y aquello que a nosotros nos resulta extraño, será normal para nuestros hijos. Uno no puede extrañar lo que no conoce, salvo como ejercicio de pensamiento abstracto. Y el peor daño que les podemos causar a nuestros solitarios es inculcarles la nostalgia por un mundo que no conocerán, que no podrán conocer. La neurosis del milenio es un fenómeno propio de nuestra generación. Y no sobrevivirá si nosotros tenemos la fortaleza de permitir que muera con nosotros. Porque cuando nosotros nos vayamos, la neurosis también debe irse.

– ¿Debo entender que la única forma de eliminar la neurosis del milenio es esperar el paso de nuestra generación?

La pregunta había surgido entre el público y el asistente de producción rechazó una sugerencia del control central de volver una cámara hacia él, porque el doctor Christian empezó rápidamente su respuesta.

– ¡No! Ni siquiera puedo asegurar que la neurosis del milenio desaparezca completamente con nuestra generación. ¡Lo único que afirmo es que, por el bien de nuestros hijos, deberíamos permitir que esa neurosis muriera con nosotros! Ya sinteticé algunas de las formas de combatirla al señor Croft y no voy a repetirlas ahora, pero en mi libro todo esto está mucho mejor expresado, con más lógica. -Dedicó una sonrisa al sector del público donde se encontraba la mujer que había formulado la pregunta-. Yo suelo dejarme llevar por el ímpetu, ¿sabe? Y eso significa que olvido la lógica. No soy más que un hombre y me temo que no soy un ejemplar demasiado perfecto. He intentado ofrecerles las imperfectas ideas de un hombre imperfecto, con respecto a lo que nos duele, a Dios y a nosotros. Y se las ofrezco, porque me consta que han ayudado a la gente que ha recurrido a mí en busca de auxilio.

– Oiga, doctor, usted dice que debemos mantenernos ocupados -dijo un hombre del público-. Pero hoy en día hace falta dinero para mantenerse ocupado.

– No estoy de acuerdo -contestó el doctor Christian-. Hay muchas maneras de mantenerse ocupado, que cuestan muy poco dinero. Algunos pasatiempos pueden incluso rendir beneficios, si se hacen bien, como los proyectos comunitarios del Gobierno estatal o federal. Cultivar plantas no es caro, pero exige tiempo y dedicación. Me atrevo a afirmar que en cualquier ciudad de este país hay una excelente biblioteca pública. Tal vez piensen que les estoy sermoneando, pero les aseguro que mantenerse ocupado es un hábito y, por lo tanto, hay que practicarlo mucho hasta que se arraiga en uno mismo. En mi casa notamos cuando mi madre está angustiada porque, en esos casos, se pone a lavar el suelo a cuatro patas. Permitan que les asegure que, en situaciones graves, es una terapia difícil de superar. Las actividades deportivas son maravillosas en este sentido para aquellas personas que aman el deporte y, actualmente, en todas partes hay estupendas instalaciones para ello. ¡Deben mantenerse ocupados! ¡Y, sobre todo, deben enseñar a sus hijos a mantenerse ocupados! La actitud más destructiva para el alma de un hombre es quedarse tumbado pensando, a menos que esos pensamientos se encaminen a hacer algo constructivo porque, en caso contrario, no dejará de ser un autoanálisis, una autopreocupación y una autodestrucción. -Se detuvo un instante antes de formular una pregunta-. Dígame, ¿qué ocupación es esa que le obliga a invertir dinero?

– ¡Me gusta contar dinero! Yo era cajero de un Banco, antes de que una máquina hiciera mi trabajo, doctor.

El doctor Christian tuvo un ataque de risa.

– Entonces, le sugiero que aprenda a jugar al «Monopoly» -aconsejó, poniéndose serio de repente e iba a decir algo, cuando Bob Smith se lo impidió con voz firme.

– ¿Qué le parece si regresamos a la mesa y nos sentamos, doctor Christian? -preguntó el conductor del programa, poniendo una mano sobre el hombro del doctor y guiándole hacia el desierto estrado-. Supongo que todavía hay mucha gente que quiere hacerle preguntas, así que le propongo que iniciemos un pequeño debate.

Se instalaron en sus lugares originales, con Manning Croft ocupando el extremo del sofá. El doctor Christian se encontraba casi extenuado, sudado y tembloroso por el esfuerzo que había hecho en ese largo y apasionado discurso.

– ¿Intenta usted crear una nueva religión? -preguntó Bob Smith con toda seriedad.

El doctor Christian sacudió vigorosamente la cabeza.

– ¡Oh, no, no! Simplemente intento ofrecer una idea más madura y aceptable de Dios a la gente que se siente decepcionada. Ya les dije que ésa no es más que mi propia idea de Dios, así que no puedo decir si es buena o mala. No soy teólogo, ni por carrera ni por vocación y, en última instancia, no es Dios lo que me preocupa. Me preocupa la gente y por eso me parece importante que vuelvan a creer en Dios. Porque sin Dios el hombre es una ridícula partícula de protoplasma que llega de la nada y se dirige hacia la nada; que no es responsable de sí mismo ni de su mundo. Es un accidente, una verruga en la piel del universo, una nada. Por lo tanto, creo que si un hombre no puede creer en ninguno de los conceptos que le han inculcado de Dios, debe encontrar a Dios por sus medios, sin necesidad de tener que agradecer ese descubrimiento a nadie más que a sí mismo.

– ¡Es imposible descubrir a Dios sin la ayuda de una iglesia! -protestó una voz desde la platea.

El doctor Christian alzó la cabeza para contestar.

– ¿Por qué? ¿Qué es lo que importa realmente, Dios o la Iglesia? ¡Ningún ser humano debería sentir la obligación de pertenecer o de asistir a una Iglesia para poder creer en Dios! Porque la palabra «iglesia» tiene dos significados. Puede ser el templo del culto, en el que se llevan a cabo ceremonias religiosas, o puede ser una institución religiosa que ha formulado un método determinado de adorar a Dios, en cuyo caso posee tierras, riquezas y hombres que las cuidan. Personalmente, ninguna de esas dos clases de Iglesia me gusta demasiado, pero eso no es más que una elección individual que yo he hecho. Sería un gran error que yo cerrara mi mente y mi espíritu a Dios, porque me resulta imposible militar en una Iglesia. Me resulta muy deprimente que la gente confunda la obediencia ciega a una religión ortodoxa con la falta de fe en Dios. Por eso me pregunto, ¿qué es más importante, Dios o la Iglesia?


– ¿Intenta insinuar que deberíamos abandonar nuestras Iglesias? -preguntó Manning Croft.

– ¡No, no! Si un ser humano puede encontrar a Dios en una de esas dos Iglesias, me parece maravilloso. Y no lo digo para reducir el impacto que mi inconformismo pueda haber causado o para ganarme el favor de los creyentes practicantes. Soy absolutamente sincero cuando digo que envidio su fe. Pero no puedo unirme a una institución en la que no creo, y no puedo aceptar que mi incredulidad sea interpretada como una evidencia de maldad o de falta de gracia. Si yo obedeciera a algo, en lo que no creo, sería el ser más despreciable a los ojos de Dios y del hombre, porque sería un hipócrita. ¡Tampoco estoy aquí para hacer proselitismo con nadie, ni siquiera con un ateo! Simplemente afirmo que la gente debe volver a encontrar a Dios, porque existe y debe seguir formando parte de la Humanidad, mientras ésta exista. Me asusta que haya tanta gente que crea que Dios es un concepto que hay que abandonar y que piense que nuestra raza no alcanzará la madurez hasta que no se despoje de él. ¡Yo no podría abandonar a Dios! ¡Y me niego a permitir que mis pacientes le abandonen! Porque he percibido esas pautas…, en el mundo…, en los demás y… en mí mismo.

En la sala verde, la doctora Judith Carriol se reclinó contra el sillón, lanzando un voluptuoso suspiro de placer. Su hombre había pasado la prueba con todos los honores y ya no habría más problemas. ¡Lo conseguiría! Entregaría a todos los hombres, mujeres y niños de ese país algo sólido a qué agarrarse, algo que les permitiera salir de su ensimismamiento. Sentía una feliz sensación de alivio, no porque hubiera dudado de él, pero ella era escéptica con respecto a todo, incluyendo a Dios. En eso discrepaba con Joshua. Ése era el punto de partida, el despegue. ¡Qué palabra tan interesante! ¿Despegue? Le sugería algo para el futuro, algo absolutamente gigantesco, cósmico, astronómico, tanto en su parte teórica como en su ejecución. Esa noche con Bob Smith no era el despegue, sino una puesta a punto. El despegue sería una acción en el futuro, una explosión que pondría fin a todas las explosiones. No podía permitir que los avances del doctor Christian se desperdiciaran en una serie de programas, en los que se repetirían esos fuegos de artificio verbales de esa noche, como «El Show de Dan Connors», «La Hora de Marlene Feldman», «Ciudad Norteña» y el resto. Pero, probablemente no le quedaría otro remedio que seguir ese camino. De todas maneras intentaría prolongar al máximo el impacto de esa primera noche.

– Señor Presidente, decididamente, eligió usted al hombre adecuado -dijo afablemente Harold Magnus.

– ¿Que yo le elegí? ¡Vamos, Harold! Atribuya el mérito a quien lo merece, que a usted le sobra talla para hacerlo -exclamó el Presidente-. En primer lugar, fue usted quien la trajo hasta aquí y fue usted quien llamó mi atención sobre el proyecto que ella denominaba Operación de Búsqueda. Luego le proporcionó el dinero, el personal y el equipo necesario para llegar a la Operación Mesías; de modo que, en cierta manera, ese mérito es suyo. Pero ese proyecto es hijo de la doctora Carriol y de nadie más.

– Sí -accedió el ministro, que ese día estaba de buen humor y dispuesto a ser magnánimo-. Debo admitir que Judith Carriol no es ninguna tonta. Pero, ¡por Dios, cómo me aterroriza esa mujer!

El Presidente se volvió para mirarle.

– ¿Dice usted que le aterroriza?

– Hasta la muerte. Es la mujer con más sangre fría que hay en el mundo.

– ¡Qué curioso! En cambio yo, no sólo la encuentro extremadamente atractiva, sino que además me parece una persona encantadora y cariñosa -dijo el Presidente, utilizando su control remoto para apagar el televisor. Se puso en pie-. Voy a cenar solo. ¿Quiere acompañarme?

Bajo las órdenes de Julia y Tibor Reece, la comida en la Casa Blanca era apenas mediocre y, en realidad, la faceta gastronómica de Harold Magnus hubiera preferido comer en «Chez Roger», el más nuevo y mejor restaurante francés de Washington. Sin embargo, su faceta ambiciosa estaba perfectamente dispuesta a prescindir de la langosta y del pato, para comer una costilla asada con su jefe.

– ¿No nos acompañará Julia?

Por primera vez en su vida, el Presidente no se puso tenso al oír pronunciar el nombre de su esposa. Se limitó a hacer un gesto negativo con la cabeza y siguió caminando por el pasillo.

– No, creo que esta noche va a «Chez Roger».

¡Mierda! ¡Qué afortunada era Julia!

– ¿Y cómo está su hijita Julie?

– Maravillosamente bien -contestó el Presidente-. Hubo un cambio en su diagnóstico y la interné en un colegio especializado. La echo de menos, pero cada vez que la veo, noto que ha mejorado.

Comieron en el estudio privado de Tibor Reece en una pequeña mesa para dos y les sirvieron las previsibles costillas asadas. La carne estaba demasiado cocida, pero Harold Magnus simuló que la encontraba deliciosa. Después de ingerir, no sin esfuerzo, la típica tarta de frutas, reunió el coraje necesario para formularle una pregunta a Tibor Reece.

– Señor Presidente, ¿no le preocupa el tremendo énfasis que el doctor Christian pone en Dios?

Tibor Reece se limpió los labios con una servilleta, la colocó a un lado y, reclinándose contra el sillón, pensó un instante antes de contestar.

– Bueno, es una visión de Dios bastante revolucionaria; no cabe duda de que él no es teólogo, pero estoy de acuerdo con la doctora Carriol en que, si ese hombre es capaz de ofrecerle a la gente la esperanza de que estamos cumpliendo un propósito divino, sin introducirles en una fe religiosa formal, no me parece nada mal. En realidad, yo soy creyente de Dios. Fui bautizado en la Iglesia episcopal y me alegra poder decir que mi fe y mi Iglesia todavía me proporcionan un gran consuelo. Dios me ha salvado en demasiadas ocasiones para que yo le tome con ligereza, eso se lo puedo asegurar. Creo que el doctor Christian y su libro van a ser una cosa muy positiva para el país.

– ¡Ojalá pudiera estar tan seguro como usted, señor! ¡Piense en el antagonismo que suscitará entre las Iglesias institucionalizadas!

– Es posible, pero, ¿hasta qué punto son poderosas actualmente esas Iglesias? ¡Diablos! Si apenas consiguen reunir suficiente gente para llenar un buen salón de Washington.

Harold Magnus sonrió.

– Usted me habla de política -destacó-. Sin embargo, hay algo que me tranquiliza. Ése hombre es un patriota.

– Estoy de acuerdo. En ese sentido, no tenemos de qué preocuparnos. -Su taciturno rostro se encendió de pronto con una gran sonrisa-. ¡Oh, Harold! ¿Y no te proporciona eso la respuesta? ¡Dios es norteamericano!

Hacía tal vez seis minutos que Esta noche con Bob Smith estaba en antena, cuando sonó el teléfono de la doctora Millie Hemingway. Siguió sonando hasta que ella salió del baño, refunfuñando.

– Millie -dijo la voz del doctor Samuel Abraham-, enciende el televisor y mira el programa de la «NBC». No te pierdas el programa de Bob Smith -dijo y cortó la comunicación de inmediato.

Ella obedeció y en la pantalla apareció el animado rostro del doctor Christian.

– ¡Dios mío! ¡No puedo creerlo! -agregó instantes después, cuando apareció una franja en la parte inferior de la pantalla, anunciando que esa noche el programa no tendría pausas publicitarias.

El secreto que se había guardado en torno a la figura del doctor Christian había sido tan estricto que, ni siquiera los miembros del departamento de Planificación del Ministerio del Medio Ambiente, estaban enterados de lo que estaba sucediendo. Por otra parte tampoco prestaban demasiada atención a los periódicos ni a la televisión, porque vivían demasiado enfrascados en sus propios proyectos.

Sin embargo, allí estaba el hombre, que la Operación de Búsqueda había desenterrado del total anonimato. ¡Pero, si esa Operación no era más que un ejercicio, un acertijo!

La doctora Millie Hemingway miró el programa hasta el final, fascinada y asustada al mismo tiempo. Su teléfono volvió a sonar cuando ella apagó el televisor.

– ¿Millie?

– Sí, Sam, soy yo.

– ¿Qué está sucediendo?

Ella se encogió de hombros.

– No lo sé, Sam.

– ¡Pero si no era más que un ejercicio!

– Sí.

– ¡Pero eso no es así!

– Bueno, Sam, no precipites conclusiones. El hecho de que uno de los candidatos finalistas surja de repente, no significa que la Operación no fuera un ejercicio. Creo que hicimos un trabajo mucho más valioso de lo que pensábamos. Buscábamos a una persona capaz de influenciar a todo el país. Y Moshe encontró a ese tipo. Todos nos reímos porque no nos pareció la persona indicada. Pero, evidentemente, Moshe tenía razón y nosotros nos equivocamos. Es así de simple.

– No estoy tan seguro, Millie… Intenté hablar por teléfono con Moshe, pero no contesta nadie. En toda la noche, no ha contestado nadie.

– ¡Oh, Sam! ¡Vete a la cama y deja ya de especular! -exclamó la doctora Hemingway y cortó la comunicación.

¿Casualidad? ¿Coincidencia? En todo caso, ésa era una evidencia de la innegable y brillante capacidad de Moshe Chasen. Y eso era todo. ¡Dios, ese doctor Christian era realmente muy poderoso! Aparecía en pantalla como si fuese tridimensional. Y Moshe tenía razón. Era carismático. Y todo lo que decía tenía mucho sentido, esas pautas de las que hablaba… Lo único que él ignoraba era que él mismo era un ejemplar de sus propios argumentos.

El doctor Chasen había visto todo el programa desde su oficina con el teléfono desconectado.

– ¡Ése es mi muchacho! -fue todo lo que comentó.

Загрузка...