Capítulo 6

El doctor Joshua Christian no echaba de menos a la doctora Carriol.; En realidad, casi nunca pensaba en ella. Estaba demasiado ocupado escribiendo, el libro y dedicando, al mismo tiempo, la habitual atención a sus pacientes. El libro le inspiraba y le apasionaba. Era milagroso. Hermosas y fluidas palabras, cuyo sonido exquisito se asemejaba a él y retumbaban como su voz.

Su madre, James, Andrew, Mary, Miriam y Martha le brindaban un apoyo total, le aliviaban de todas las tareas posibles, no hacían preguntas, y eran pacientes con sus repentinos olvidos. Reorganizaron toda la casa para proporcionarles más comodidad a él y a su indomable colaboradora. Cocinaban, lavaban, cuidaban las plantas e involucraban a sus pacientes en la conspiración general. «Está escribiendo un libro, ¿saben? -les decían-. Piensen en lo que significará para toda la gente que le necesita y que él no pueda atender.» Jamás se quejaban ni le criticaban; ni siquiera esperaban que él notara los esfuerzos que hacían por él y mucho menos que les expresara su agradecimiento. Estaban radiantes y más llenos de amor que nunca. Es decir, todos a excepción de Mary, que trabajaba tanto como los demás y recibía su dosis de agradecimiento, de la que hubiera preferido prescindir.

A veces, desperdiciaba largas horas hablando con Lucy Greco y él lo sabía. En esas horas, sus pensamientos eran indisciplinados y hablaba de sí mismo, cuando en realidad lo que interesaba no era él. Pero esas horas desperdiciadas proporcionaban una base para las valiosas horas, en las que él conseguía controlar su entusiasmo y expresar sus teorías en pautas, que a Lucy Greco le resultaban indispensables. Y entonces, mientras él atendía a sus pacientes o salía para meditar algún concepto particularmente difícil, ella se quedaba en su habitación y llevaba a cabo esos milagros verbales, que tanto le maravillaban a él cuando los leía. La enorme máquina de escribir parlante «IBM», que él jamás había utilizado, era usada ahora por Lucy.

En una ocasión, Joshua entró en la habitación y leyó con curiosidad la marca de la máquina y lanzó un fuerte suspiro.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella sin comprender.

– Está fabricada en Scarlatti, Carolina del Sur -contestó él con tristeza. Hubo un tiempo en que en Holloman se fabricaba un alto porcentaje de todas las máquinas de escribir del país, desde las más antiguas hasta… bueno, no esas máquinas parlantes, pero varios modelos. La fábrica sigue en pie. A veces la atravieso caminando. Es fácil entrar porque han abandonado todo simulacro de custodia y ni siquiera tiene sereno. ¿Para qué? A nadie le interesa robar matrices, tornos y prensas, que no son aprovechables. La fábrica está desierta y las máquinas se enmohecen, el suelo está lleno de basura y de las vigas cuelgan trozos de hielo.

– Tal vez deberías hacer un viaje hasta Scarlatti -contestó Lucy, que seguía sin comprender-. Allí hay por lo menos media docena de enormes fábricas de máquinas de escribir. Y estoy seguro de que en ellas todo es nuevo y reluciente y el personal dispone de mejores herramientas y un ámbito de trabajo mucho más agradable.

– ¡Eso no lo he dudado nunca! -exclamó él ofendido.

Lucy suspiró.

– ¡Joshua, querido! A veces me complicas la vida hasta lo indecible. Estoy aquí para ayudarte a escribir un libro que debe ser positivo y, ¿qué recibo, en cambio? -preguntó cerrando los ojos para redondear mejor sus pensamientos-. No paras de decirme que es preciso recuperar un mundo que, según les dices a tus lectores, ha desaparecido y ya no volverá. ¡Piensa en las horas que desperdicias! ¡Y en lo inútil que es todo eso! Cuando inicies la gira para promocionar tu libro, no podrás permitirte caer en esa nostalgia, ¿sabes? Te has impuesto la misión de convenciera la gente de la inutilidad de la nostalgia. Y si es inútil para ellos y también lo es para ti, Joshua. Ésa es una realidad que debes enfrentar. No se trata de un «hazloquedigo», sino más bien de un «hazloqueyohago». Porque de otro modo, todo será un fracaso.

Acababa de ser perforado, desinflado, zarandeado.

– ¡Oh, Dios! ¡Cuánta razón tienes! -exclamó, dejándose caer como un muñeco roto. Después empezó a reír, se levantó de un salto y empezó a pasearse por la habitación pasándose las manos por su mata de cabello negro, hasta que los vientos de su imaginación irrumpieron en su mente-. ¡Tienes tanta razón! ¡Tanta! ¡Oh, Lucy! ¡Las he necesitado tanto a usted y a Judith Carriol! Necesitaba que dos mentes vírgenes como las suyas me escucharan, en lugar de esos dulces sumisos que me esperan en la casa de al lado. ¿Cómo voy a poder ordenar mis pensamientos cuando ellos me escuchan con absoluta devoción, sin brindarme jamás una crítica constructiva?

Se detuvo y permaneció de pie ante ella apoyando sus manos sobre el órgano sexual en el que nunca pensaba.

– ¡Qué hermosas son las emociones si uno sabe complacerse en ellas! ¡Qué natural es el dolor y qué gran amigo puede llegar a ser el tiempo! Nada de lo que ocurre es inútil; las cosas jamás son inútiles. Lo nuevo puede fundirse en lo viejo y el coraje y la fuerza son tan dignos de amor como la debilidad. -Se detuvo y le dirigió una mirada relampagueante-. ¿Por qué seré incapaz de escribir todo eso? -preguntó exasperado-. Puedo pronunciar discursos ante un público, ante cualquier público, como si mi lengua fuese de plata, mi voz de oro y mi alma tuviera alas. Sin embargo, cuando me encuentro frente a una hoja en blanco o a una cinta o a una de esas fantásticas máquinas de escribir parlantes, se ocultan todas las palabras y no consigo hacerlas salir de mi boca.

– Tal vez sufras de un bloqueo psicológico o fisiológico -contestó ella; más por tranquilizarle que por otra cosa.

– Ambos -decidió él en seguida-. En alguna parte del cerebro, debo tener alguna célula atrofiada, una trombosis o un nudo formado por una cicatriz de materia orgánica… y sobre todo eso debe estar la espantosa creta de mi subconsciente.

Lucy no pudo contener una carcajada.

– ¡Oh, Joshua! Eres un hombre tan bueno que no creo que tu subconsciente sea muy distinto.

– El barco mejor cuidado acumula suciedad en la sentina y toda casa, por inmaculada que sea, necesita sus desagües sanitarios, así que, ¿por qué no va a obedecer el alma a las mismas leyes?

– Creo que lo que acabas de decir es casi un sofisma -aseguró ella.

Joshua sonrió:

– Bueno, Martha me hizo toda su colección de tests y si te consuela saberlo, me encontró una auténtica disgrafía.

– También puedes ser muy escurridizo -comentó Lucy Greco.

Elliot MacKenzie leyó el borrador del libro, antes de pasarle la única copia a la doctora Carriol. Le había prometido que no guardaría una sola palabra del manuscrito dentro del edificio de su editorial. Pero la idea de haber digerido esa clase de magia para después entregarla sin guardar una miserable copia le resultaba odiosa. Lucy tenía una copia en Holloman, pero ésa tampoco estaba a su alcance. ¿Y si ese libro maravilloso llegara a perderse? Tal vez el Ministerio del Medio Ambiente considerara que contenía alguna idea subversiva y lo retiraba de la publicación. Judith Carriol se había encargado de reservar todos los derechos en nombre del doctor Christian.

Lucy Greco se mantenía en contacto con él y la notaba imbuida de un entusiasmo inusitado en ella. Se comportaba como una monja joven que está posesa por la divinidad. Era obvio que se sentía privilegiada, con el alma llena de la esencia de Joshua Christian y encontraba un éxtasis genuino en volcarla en multitud de páginas.

Elliot MacKenzie interpuso una nota de cautela en el entusiasmo de su editora y le preguntó si el doctor Christian era capaz de expresar sus pensamientos frente a cámaras y micrófonos, ya que el papel le producía aquel bloqueo.

– Les hará caer de sus sillas -contestó Lucy-. Siempre que esté frente a un rostro y un par de ojos humanos, el resultado será fantástico.

Entonces, si el Ministerio llegaba a decidir que el libro del doctor Christian quedaba en la nada, ¿qué haría «Atticus Press»?


Dos semanas después de que él le enviara el manuscrito a su oficina de Washington, la doctora Carriol le llamó por teléfono.

– Ya tenemos la orden de tirada, Elliot -comunicó-. Cuanto antes pongas en marcha la edición, mejor. ¿Cuándo tendrá lista Lucy la copia definitiva?

– Ella cree que tardará otro mes. El problema es que él sigue añadiendo material, que a ella le resulta imposible eliminar, y sin embargo, cualquier libro de este tipo debe tener una extensión determinada y éste no deberá exceder las doscientas cincuenta y seis páginas. Te advierto que siempre nos queda la posibilidad de publicar un segundo volumen el año que viene, pero eso significa un retraso, porque deberíamos revisar todo el libro para decidir la extensión de cada volumen.

– ¿De cuánto tiempo sería ese retraso?

– Como máximo, deberíamos llegar a las librerías a finales de setiembre.

– Nosotros preferiríamos que fuese a finales de octubre, siempre que la venta se inicie inmediatamente.

– En ese caso, eso no costará nada -aseguró él, plenamente convencido de lo que decía.

– ¿Puedo contar con un millón de ejemplares de tapa dura y, por lo menos, cinco millones de ediciones de bolsillo?

Eso era demasiado, aunque se tratara de Elliot MacKenzie.

– ¡Bueno, bueno, bueno! Espera un momento. En el caso de un libro como éste que se venderá fácilmente, en ediciones de bolsillo, no se editan hasta después de un año, Judith. Yo no aconsejaría que lo hiciéramos un solo día antes.

– Las ediciones de tapa dura y las ediciones de bolsillo deben aparecer juntas -insistió ella.

– No. Lo siento, pero no.

– Lo siento, pero sí, Elliot. Tú no pierdes nada.

– ¡Mi querida amiga! Necesitaría una orden personal del Presidente de los Estados Unidos para cambiar de opinión y, aun en ese caso, lo discutiría.

– Si es eso lo que necesitas, mañana tendrás esa orden en tus manos. Sólo te pido que no te molestes en discutir, Elliot. No ganarás.

Él se apretó la cabeza con ambas manos, sin poder creer lo que acababa de oír. Y, sin embargo, debería creerlo, porque Judith no era una persona dada a ese tipo de fantasías. Se preguntaba estupefacto qué sería todo ese asunto de Joshua Christian.

– Elliot, estamos hablando del libro más importante de la historia editorial, ¿no es cierto? No te dejes llevar por la avaricia. Yo puse el libro en tus manos y te lo puedo sacar con la misma facilidad. Joshua Christian no ha firmado contrato contigo, lo ha firmado con el Ministerio. -Por el tono de su voz parecía divertida, pero sabía que ella hablaba absolutamente en serio.

Él se rindió.

– Muy bien. ¡Maldita seas! -gritó.

– Así me gusta. Ya puedes empezar a hablar del libro, pero hasta que yo te lo indique, no quiero que entregues a nadie ninguna copia. Si necesitas reforzar tu personal de seguridad, yo te lo proporcionaré gratuitamente. Hablo en serio, Elliot. No quiero que haya filtraciones de partes del texto, ni avances del mercado negro ni que alguien lea las galeradas o el manuscrito original. No me importa si tienes que amenazar a tus empleados con un arma de fuego, a fin de que el libro quede a buen recaudo hasta que yo te dé la orden de imprimirlo.

– Muy bien.

– Espléndido. Ahora quiero que vendas en remate los derechos de la edición de bolsillo y quiero que la Prensa se entere de ello de antemano.

Elliot respiró hondo y se preguntó dónde habría aprendido tanto esa mujer.

– Estoy dispuesto a hacer un trato contigo, Judith. Te garantizaré una publicidad previa acorde con tus sueños más locos. Pero me niego al remate. ¡Maldita sea! Soy un editor. Y el instinto me dice que este libro será un bestseller permanente. Y quiero mantener dentro del grupo los derechos de la edición de bolsillo. La edición la lleva Scroll, que se encarga de nuestras ediciones de bolsillo.

– Insisto en el remate -contestó ella.

– Mira, Judith, yo creí que no querías que nadie sospechara que el Ministerio está involucrado en esto. Y, escúchame bien: si yo hiciera lo que me pides, toda la industria editorial olería que hay gato encerrado, y lo mismo sucedería con los periódicos de Nueva York. Yo soy muy conocido por mi astucia y hacer lo que tú me pides sería una estupidez.

Un silencio interrumpió la conversación.

– Muy bien, tú ganas -concedió Judith-. Puedes mantener los derechos de la edición de bolsillo dentro del grupo «Atticus», siempre que la publicación coincida con los de tapa dura.

– ¡Trato hecho!

– ¡Estupendo! Ahora quiero que me hagas llegar cuanto antes un informe de tu departamento de publicidad. No necesito que me digan lo que piensan hacer para lanzar el libro del doctor Christian. Quiero que me cuenten cuál sería el sueño dorado de un agente de publicidad con un libro como éste, los programas de televisión interesados en conseguirlo, y lo mismo con respecto a audiciones de Radio, notas de revistas, suplementos dominicales y todo lo demás. Y de paso, que revisen el título del libro. ¿Te parece bueno o crees que sería mejor otro?

– No, es un buen título. Me gusta el trasfondo religioso que posee y el atisbo de cólera divina que despide, porque resulta intrigante en este mundo que todavía anhela a Dios, pero que se niega a admitirlo.

Al señor Reece le gustaría saber cómo surgió el título. ¿Lo soñó Lucy o lo propuso Joshua? ¿Es original?

– No, no es original, Joshua y Lucy lo encontraron mientras husmeaban en busca de un título. Esas líneas fueron escritas por Elizabeth Barret Browning: «Consigue permiso para trabajar… porque Dios, aunque nos maldiga, nos ofrece regalos mejores que los del hombre cuando nos bendice.» Creo que lo expresa todo. -Hizo una pausa-. Has mencionado al señor Reece. ¿Te refieres al Presidente de la República?

– Así es. El señor Reece está muy interesado personalmente en el doctor Christian y en su libro… y supongo que no hace falta que te pida discreción con respecto a esto.

Los impactos que Elliot MacKenzie estaba recibiendo en el curso de esa conversación ya le estaban resultando excesivos.

– ¿Él lo ha leído?

– Sí. Y está muy impresionado.

– Judith, ¿qué es todo esto?

– Un poquito de altruismo, para variar. Lo creas o no, el gobierno de este país se interesa por el pueblo. Y nosotros, el señor Reece, el señor Magnus y yo creemos que el doctor Christian, el hombre, sus ideas y su libro, pueden tener un efecto más positivo sobre la moral de la nación que cualquier otro acontecimiento ocurrido en los últimos cincuenta años. -Su tono de voz había cambiado-. ¿No opinas tú lo mismo, después de haber leído el libro?

– De todo corazón -contestó él.

Cuando Elliot regresó a su casa, se lo contó todo a su esposa, seguro de su discreción. A Sally no le gustaban los chismes; ni siquiera le gustaba escucharlos. Durante muchísimos años había compartido el mundo y los intereses de su marido, pero sin estar involucrada en ellos más que a través de los lazos del matrimonio. El único hijo de ambos se encontraba en la Universidad de Datmouth y adoraba los libros tanto como sus padres, lo cual aseguraba que «Atticus Press» seguiría siendo una empresa familiar. Desde que el tatarabuelo fundara la editorial, siempre había habido un MacKenzie al frente de la editorial y la empresa había crecido sin cesar, llenando los estantes de las bibliotecas de literatura norteamericana de alta calidad, lo que les había permitido vivir mucho mejor que antaño, cuando la familia MacKenzie vivía en las altas tierras de Escocia. En ese momento, la ley de la familia del único hijo era una amenaza para todo eso. ¡Si algo le sucediera a Alastair… Se negaba incluso rotundamente a pensar en esa posibilidad. En cambio, se preguntaba qué sucedería si su nieto naciera retrasado mental. Pero, como era un hombre sensato, trataba de consolarse pensando que algunas familias dinásticas de hasta doce hijos, no habían sido capaces de producir uno satisfactorio como heredero. Todo dependía de la suerte genética.

Al llegar a casa, Elliot se lo contó todo a su mujer.

– ¡Me muero de ganas de leerlo! ¿Dónde está? ¡Quiero leerlo en seguida! -exclamó Sally.

– No tengo copias -confesó él.

– ¡Dios mío! ¡Qué extraño es esto! ¿Tú comprendes lo que está sucediendo? No es nada común que el Presidente de los Estados Unidos se interese por un libro.

– Lo único que comprendo perfectamente -contestó él-, es la cuestión económica del asunto. Y te puedo asegurar que «Atticus» ha conseguido imprimir el libro más importante de la historia de las editoriales.

– ¿Incluyendo a la Biblia? -preguntó ella con sequedad. Él lanzó una carcajada, encogiéndose de hombros y le proporcionó una valiente respuesta. -¿Quién sabe?

La doctora Carriol estaba felicitándose del éxito de la Operación, mientras descendía del pequeño helicóptero ultrasónico, que la había llevado de Washington en menos de una hora, a través del cielo desierto, como si le persiguieran las peores furias. ¡Eso era vida! El único coche oficial de Holloman la estaba esperando junto a la pista del aeropuerto, que ya no se utilizaba y que estaba lleno de basuras. Un chófer uniformado la ayudó a instalarse en el asiento trasero. No es que ella se hiciera ilusiones o que se estuviera dando demasiada importancia. En cuanto finalizara la Operación Mesías, tendría que volver a los autobuses y a las caminatas. Sin embargo, disfrutaba de la oportunidad que le estaba permitiendo lujos, generalmente reservados a los altos funcionarios elegidos por el pueblo. No paraba de repetirse que no debía acostumbrarse demasiado a esos lujos, para que la vuelta a la normalidad no le resultara después insufrible. Parecía una página extraída de un libro de Joshua Christian. Puedes divertirte, pero cuando se termine la diversión, no mires hacia atrás. Sigue adelante y hacia arriba, en dirección al futuro.

Era extraño. Hacía dos meses que no le veía, pero en el último momento, cuando ya estaba frente a la casa, no sabía si entrar a la clínica por la puerta trasera, ya que él estaría allí o si entrar a su casa. Finalmente, decidió tocar, el timbre de su casa.

Mamá la recibió con un cálido y natural abrazo, como si estuviera dando la bienvenida a una hija.

– ¡Oh, Judith! ¡Cuánto tiempo sin verte! -le dijo, mientras la apartaba ligeramente' para observarla con una expresión de verdadero amor en sus suaves y profundos ojos-. ¡Y has llegado en coche! Lo vi cuando paró. Estaba en el patio, tendiendo la ropa… ¿no te parece maravilloso poder volver a tender al sol la ropa lavada, en lugar de tener que hacerlo en el sótano?

La doctora Carriol se preguntó si su madre sabría afrontar el hecho de ver convertidos en realidad todos los sueños que ella había tenido para su hijo. ¿Cómo será de grande el alma que alberga ese cuerpo tan bonito? Se preguntó por qué la estaría recibiendo como si ella fuera la futura esposa de Joshua, a la cual ella, su madre, había escogido. Al lugar donde yo voy a enviarle, no habrá tiempo ni energía para una esposa, y al lugar al que yo me dirijo, no hay lugar para un marido.

– Tuve miedo de molestarle si entraba en la clínica, así que pensé que sería mejor entrar por aquí. -Siguió a mamá hasta la cocina-. ¿Cómo está Joshua? -preguntó, tomando asiento, mientras mamá preparaba el café.

– Joshua está bien, Judith, muy bien. Pero creo que se alegra de librarse de Lucy. Escribir ese libro le resultó un esfuerzo realmente excesivo. El problema fue que al mismo tiempo debía atender a sus pacientes en la clínica. Desde luego, Lucy Greco se portó muy bien. Es una persona muy agradable y muy buena. Pero en realidad, él te necesitaba muchísimo a ti. Yo nunca perdí la esperanza de que volvieras. Ya va siendo hora de que Joshua deje de estar solo.

– ¡Pero eso es ridículo! Es la segunda vez que me ves y no sabes absolutamente nada acerca de mí. Y me tratas como si yo fuera el centro de la vida afectiva de Joshua. Es… No tiene sentido. ¡Yo no soy la novia de Joshua! Él no está enamorado de mí, ni yo de él. Y te pido por favor que no te ilusiones pensando en una posible boda, porque eso no va a suceder.

– ¡Qué boba eres! -exclamó mamá cariñosamente. Colocó sus mejores tazas sobre la mesa y se inclinó para ver el café-. No te alteres, y no seas tan negativa. Bebe tu café y luego puedes irle a esperar a la sala de estar. Le diré que venga en cuanto termine su trabajo.

Esa conducta le parecía interesante, pero al mismo tiempo la exasperaba. Las madres de este mundo estaban desapareciendo y ella era una de las más jóvenes. Tenía apenas cuarenta y ocho años. Una generación moría, la de las mujeres que se podían permitir el lujo de ser maternales porque tenían la casa llena de hijos. Habían canalizado todas sus energías naturales en ese único objetivo. Y no todas las mujeres de la nueva generación lograban encontrar un sustituto satisfactorio para su espíritu; o se negaban a hacerlo. Sin duda Joshua sería capaz de ayudar a las que no pudieran pero a aquellas que se negaran, nadie podría ayudarlas.

Como por arte de magia, habían aparecido entre el follaje amplios ventanales sin marcos, por los cuales entraba el sol a raudales. Las plantas explotaban en capullos, espigas y hojas de textura sedosa y las había rosadas, amarillas, azules, lilas, color crema y naranjas. Había sido una idea muy acertada evitar las flores blancas en esa habitación tan blanca. Ese lugar de ensueño les llenaba de emoción cada vez que lo miraban, cosa que sucedía raramente.

Era una gente maravillosa, que se había creado un hermoso entorno, cuando en realidad es mucho más fácil soportar la fealdad.

Cuando su madre le llamó por el interfono para comunicarle que Judith Carriol le esperaba en la sala de estar, el doctor Christian se sorprendió un poco. Habían sucedido tantas cosas desde la última vez que la había visto, que casi había olvidado que ella había sido la iniciadora de todo. Para él, Judith se había convertido en un vago recuerdo de violetas y rojos, de conversaciones estimulantes, una amiga sin edad y una enemiga eterna…

Desde entonces hasta ese momento, él se había dedicado a sembrar, cultivar, cuidar y cosechar un amplio campo del pensamiento; en ese momento se preguntaba qué sería lo próximo que debía sembrar. Jugueteaba con posibilidades absolutamente desconectadas de personas concretas, analizaba la extraña sensación que le había acosado durante todo el invierno y se atrevió incluso a soñar que quizá, después de todo, le esperara un destino más amplio e importante que su clínica de Holloman.

«¿Por qué estaré tan triste? -se preguntaba, mientras se dirigía a la sala de estar a través del pasillo que unía las dos casas-. Entre nosotros dos nunca hubo nada, absolutamente nada, aparte de que nos estimulamos mutuamente y nos compenetramos en seguida. Yo era consciente de que ella era importante para mí… y es cierto que eso me daba miedo. Pero no hubo nada más y, teniendo en cuenta quiénes somos, no era posible que ocurriera otra cosa, porque perder el tiempo en brazos de un amante, aunque estuviéramos enamorados, es una alternativa que los dos hemos descartado hace años. Ella no puede entrar en mi presente llevando tras de sí trozos de pasado, como si fuese el velo de una novia. No comprendo por qué me da tanto miedo verla y por qué no quiero recordarla.»

Pero, a pesar de estas reflexiones, no le resultó difícil mirarla a los ojos y asimilar el rostro al que se enfrentaba. Ella le recibió con una cálida sonrisa y él notó que se alegraba de verle, sin reclamar trozos de su espíritu; le abrazó simplemente como a un amigo muy querido.

– Sólo puedo quedarme una hora -informó, instalándose de nuevo en el sillón-. Quería ver cómo estabas y cómo te sentías con respecto al libro. Lo he leído y debo decirte que me pareció magnífico. Me gustaría saber qué piensas hacer cuando lo publiquen, si es que has pensado en eso.

Él la miró sorprendido.

– ¿A qué te refieres?

– Vamos por orden. Primero, dime si estás contento con el libro.

– ¡Oh, sí, por supuesto que estoy contento! Y te estoy muy agradecido por haberme presentado en «Atticus», Judith. La mujer que me pusieron como editora fue… fue… -Se encogió de hombros con un gesto de impotencia-. La verdad es que no sé cómo definirlo con palabras. Trabajó conmigo como si fuera la parte de mí ser que siempre me ha faltado. Y juntos hemos escrito exactamente el tipo de libro que yo siempre quise escribir. -Lanzó una carcajada con un deje de tristeza-. Es decir, si yo alguna vez hubiese llegado a pensar seriamente en la posibilidad de escribir un libro, cosa que nunca hice. O tal vez lo hubiera pensado alguna vez. No lo sé, es difícil recordarlo. Y además, ¡han sucedido tantas cosas! -dijo inquieto, al tiempo que cambiaba de postura-. Me parece bien trabajar para obtener un fin, Judith, pero este libro me parece más bien un regalo que me han hecho desde el exterior. Parece como si mi subconsciente expresara un deseo y al instante aparecieras tú, en forma de geniecillo, para concedérmelo en toda su amplitud.

¡Qué hombre tan complejo! Podía ser peligrosamente perceptivo o simple e inocente hasta la candidez. Resultaba sorprendente comprobar que, a oscuras, era el típico profesor despistado, que apuntaba en un papel su nombre, dirección y número de teléfono, por si acaso llegara a esfumarse y no supiera regresar. Pero bajo la luz parecía un semidiós vibrante, de mente eléctrica y acerada. «¡Mi queridísimo Joshua! -pensó ella- tú no lo sabes y espero que no lo sepas nunca, pero piensa encender reflectores que te iluminen hasta lo más profundo de tu alma.»

– ¿Te han dicho lo que esperan de ti cuando publiquen el libro? -preguntó.

Él se mostró de nuevo intrigado.

– ¿Cuándo lo publiquen? Me parece que Lucy dijo algo sobre eso, pero, ¿qué pueden esperar de mí? Yo ya he cumplido con mi parte.

– Me temo que te van a pedir muchas cosas más, aparte del simple hecho de haber escrito el libro -comunicó ella con tono entusiasta-. Se trata de un libro muy importante y, por lo tanto, te convertirás en un personaje importante. Te pedirán que hagas una gira publicitaria, que aparezcas en televisión, audiciones de radio, almuerzos, conferencias y cosas por el estilo. Y supongo que también te pedirán que concedas entrevistas a una serie de periódicos y revistas.

Él parecía ansioso.

– ¡Pero eso es maravilloso! Aunque soy el autor del libro, y no sabes lo que me alegra poder decir eso, prefiero mil veces poder hablar acerca de mis ideas.

– No sabes lo que me alegra oírte decir eso, Joshua. Y estoy de acuerdo contigo en que la mejor manera de transmitir tus ideas es hacerlo personalmente. Quiero que pienses en la gira publicitaria como en la oportunidad ideal para llegar a muchísima más gente de la que podrías atender en tu clínica. -Judith hizo una pausa, una pausa delicada y cargada de significado que, de haber sido una paciente, él habría interpretado como el prefacio de un pensamiento con el que el paciente desea impresionar al doctor para que crea las mentiras que va a decir a continuación. Pero lo que ella dijo después no tenía nada que ver con todo eso-. Siempre he considerado al libro como un objetivo secundario, el instrumento para que los medios de comunicación te den a conocer personalmente.

– ¿Lo dices en serio? Yo pensaba que para ti el libro era lo más importante de todo.

– El libro es simplemente un utensilio para el hombre.

Él escuchó la frase sin hacer ningún comentario.

– Bueno, probablemente Lucy Greco mencionó algo sobre una gira publicitaria, pero no recuerdo cuándo ni cómo. Lo siento, Judith, pero creo que estoy muy cansado y me olvido de las cosas Estas últimas semanas, he pasado muchas horas escribiendo con Lucy y luego debía atender a mis pacientes. He dormido muy poco y me hace falta.

– Tienes por delante todo el verano para descansar -contestó ella alegremente-. «Atticus» piensa publicar el libro en otoño, justo antes de que empiece el éxodo masivo y la depresión colectiva de la gente. Ése es el momento idóneo para presentarlo. La gente estará bien predispuesta para recibirlo, estará madura.

– Sí… Gracias, Judith, gracias por tus sabias palabras. Prefiero estar enterado. Supongo que será mejor que descanse todo el verano.

Era evidente que su estado de ánimo se encontraba dividido; estaba ansioso por tener un contacto personal con un número importante de gente del país y, sin embargo, lleno de aprensiones con respecto al vehículo que le transportaría y a las travesuras de su chófer: Judith Carriol. «¡Dios mío! ¡Iba a ser tan difícil de conducir!», pensó para sus adentros. No tenía apenas contacto con el mundo exterior, porque no veía la televisión ni escuchaba la radio. Sólo leía el New York Times, el Washington Post, algunos libros especializados y buenas obras de literatura. Sin embargo, era más consciente de los verdaderos problemas de la gente del país, que cualquiera de las fuentes de información a las que podía haber recurrido.

Judith le observó atentamente con los ojos entrecerrados. Notaba que algo nuevo y extraño empezaba a corroer su seguridad, tal vez cierta fragilidad o una sensación de que su personalidad empezaba a desgastarse. «¡Tonterías!», se dijo Judith. Decidió que todo era pura imaginación. Era una lógica combinación de la inseguridad que a ella le asaltaba, con el cansancio que él había acumulado durante toda la primavera. Joshua no era un hombre débil, pero sí sensible. Era fuerte, pero no era egocéntrico. Y, por encima de todo, era un individuo que se crecía ante las dificultades, y cuando se le necesitaba, era capaz de dar cuánto tenía y más.

Finalmente consintió en quedarse a cenar, consciente y casi divertida al comprobar que esa noche las mujeres de la casa ya no la miraban con tanta desconfianza como el primer día. Por lo visto, el peligro que ellas veían en su relación con su amado hermano ya no resultaba una amenaza. ¿Qué es lo que todos habrían presentido excepto ella y excepto él? Era curioso que en su contacto personal, ellos dos jamás hubieran tenido dificultades. La doctora Carriol se marchó con el helicóptero a Washington, sin haber encontrado respuesta a esa pregunta.

– Judith me ha explicado lo que sucederá después de la publicación del libro -informó el doctor Christian a su familia esa noche, cuando todos se reunieron en la sala de estar.

– ¿Vas a tener que hacer una gira publicitaria? -preguntó Andrew, que desde el comienzo de la aventura literaria de su hermano, se había preocupado de informarse mejor acerca de los mecanismos editoriales. Había adquirido la costumbre de ver algunos programas de televisión y de conectar la radió de su consultorio, cuando estaba sólo y el trabajo que le ocupaba no era demasiado urgente.

– Sí, y por una parte me alegra, pero tiene ciertos inconvenientes. He dejado mucho trabajo en vuestras manos esta primavera y me temo que tendré que volver a hacerlo en otoño.

– No te preocupes, no es para tanto -contestó Andrew, sonriendo.

Mamá estaba muy feliz. Después de dos meses de ausencia mental, su querido Joshua se encontraba de nuevo en el seno de la familia. Le resultaba sumamente agradable verle sentado bebiendo su café y su coñac tranquilamente, en lugar de verle saltar de la mesa sin acabar de comer el último bocado.

– ¿No te gustaría que yo te acompañara? -preguntó Mary, muerta de ganas de hacerlo. ¡Había desperdiciado tantos años en esa moribunda ciudad, cuando afuera había tanto que ver! Tras su pasividad y su convicción de que no era tan inteligente como Joshua, tan hermosa como mamá, ni tan necesaria como James, Andrew, Miriam y Martha, se escondían una amarga inquietud y una sensación de frustración. Mary era la única de la familia que tenía necesidad de viajar, de conocer nuevos lugares y vivir nuevas experiencias. Pero su pasiva naturaleza le impedía decir con firmeza lo que deseaba. Se dedicaba a vivir una estéril existencia, esperando que alguien de la familia comprendiera lo que le sucedía sin tener que decirlo. No comprendía que esa pasividad la convertía en un ser invisible para el resto, que escondía tan bien sus deseos, que nadie sospechaba que existieran.

El doctor Christian le sonrió, moviendo la cabeza enfáticamente.

– ¡Por supuesto que no! Me las arreglaré muy bien solo -contestó.

Mary no insistió ni demostró sus sentimientos.

– ¿Estarás ausente mucho tiempo? -preguntó Martha, clavando la mirada en sus propios pies.

Era tan pequeña y tan dulce, que Joshua siempre la trataba con una ternura especial. Le dedicó una encantadora sonrisa antes de contestarle.

– No lo creo, querida. Supongo que bastarán una o dos semanas.

Ella había levantado la mirada para ver en la suya, con los ojos enormes tristes y empañados en lágrimas.

Andrew se puso de pie en seguida, bostezando.

– Estoy cansado. Si me disculpáis, creo que iré a acostarme.

James y Miriam también se levantaron, contentos de que alguien hubiera sugerido que ya era hora de acostarse. Su matrimonio era un éxito, porque les brindaba una alegría inesperada. Habían descubierto la deliciosa sensación del contacto de ambas pieles, cuerpo contra cuerpo. Y el verano era su época preferida porque les permitía recrearse en la cama durante horas, sin los incómodos pijamas y camisones. Si Miriam prefería a Joshua en algún sentido, sin duda era únicamente en el intelectual.

– ¡Dormilones! -exclamó Joshua, poniéndose de pie-. ¿Nadie quiere acompañarme?

Mamá se levantó de un salto y fue a buscar un par de zapatos cómodos, mientras Martha explicaba con su tímida voz que creía que debía seguir a Andrew a la cama.

– ¡Tonterías! -exclamó Joshua-. Ven con nosotros. ¿Y tú, Mary?

– No, gracias. Me quedaré a limpiar la cocina.

Durante varios segundos, Martha vaciló, mirando alternativamente a Joshua y a Mary con confusión.

– Yo tampoco iré, Joshua. Le echaré una mano a Mary y después me iré a acostar -decidió por fin.

Mary dirigió a Martha una mirada un poco severa y después la tomó de la mano para ayudarla a levantarse del sillón. Como siempre, cuando los fuertes dedos de Mary se cerraron sobre los suyos, Martha sintió que esa mano la arrancaba de un mar de dudas para transportarla a un terreno seguro.

– Gracias -dijo, en cuanto llegaron a la cocina-. Nunca sé cómo salir de las situaciones difíciles. Y además, estoy segura de que mamá prefiere estar a solas con Joshua.

– Tienes toda la razón -contestó Mary. Levantó una mano para colocarle un mechón de pelo detrás de la oreja. Realmente, su cabello parecía el de una ratita-. ¡Pobre Ratita! Si te sirve de consuelo, te diré que no eres la única que se siente atrapada.

Mamá y Joshua caminaban en la tranquila noche, con los brazos entrelazados, milagro que él consiguió, a pesar de la estatura de ambos, agarrándose más bien al hombro que al codo de su madre.

– Me alegro de que Lucy se haya ido y de haber terminado el libro -dijo ella, para empezar la conversación.

– ¡Yo también, por Dios! -contestó él, con toda franqueza.

– ¿Eres feliz, Joshua?

Cuando alguien le hacía este tipo de preguntas, él las desoía, pero ellos dos habían sido cabezas de familia juntos durante casi treinta años y el lazo que les unía era muy maduro.

– Sí y no -contestó-. Me doy cuenta de que se me están abriendo muchas posibilidades y agradezco esas oportunidades, y eso me hace feliz. Sin embargo, preveo problemas. Supongo que tengo un poco de miedo y eso me hace sentir un poco desgraciado.

– Ya se te pasará.

– ¡De eso no me cabe la menor duda!

– Eso es lo que siempre quisiste hacer. Y no me refiero a escribir un libro o a convertirte en alguien famoso, sino a la posibilidad de ocupar una posición, desde la que puedas ayudar a mucha gente. ¿Sabes una cosa? Judith es una mujer sorprendente. A mí jamás se me hubiera ocurrido la idea de que escribieras un libro, teniendo en cuenta tus dificultades para la expresión escrita.

– A mí tampoco. -La condujo hacia el parque, atravesando la carretera 78. Alrededor de las pocas luces revoloteaban enormes mariposas; los árboles, cubiertos de hojas, suspiraban con la leve brisa; el aroma de algunas flores desconocidas les envolvía; los habitantes de Holloman paseaban en la corta noche de aquel breve verano-. ¿Sabes una cosa, mamá? -siguió diciendo Joshua-. Creo que eso es lo que más me asusta. Esta tarde me sorprendí pensando en Judith como en el geniecillo de mi lámpara personal de Aladino. Cada vez que deseo algo, aparece ella con todas las respuestas.

– ¿Cómo puedes decir eso, Joshua? Todo fue una casualidad. Si no hubieras ido a Hartford para presenciar el juicio de Marcus, nunca os habríais conocido. Y ella es una persona terriblemente importante, ¿no es así?

– Sí.

– ¡Pues ya está! Ella ve y sabe tanto o más que nosotros, que estamos aquí, encerrados en Holloman. Y, probablemente, debe conocer a todas las personas que a ti te convienen.

– ¡Desde luego que sí!

– ¿Y no te parece lo más natural del mundo?

– Debería serlo, pero hay algo extraño, mamá. En cuanto yo formulo un deseo, ella lo convierte en realidad.

– La próxima vez que la veas, si es que yo no la he visto antes, ¿le podrías pedir que me concediera también a mí un deseo?

Él se detuvo bajo una farola para mirarla.

– ¿A ti? ¿Y qué es lo que tú deseas y no tienes ya?

Ella alzó hacia él su hermoso rostro, más hermoso aún cuando sonreía.

– Quiero veros juntos a ti y a Judith.

– Eso no es posible, mamá -contestó él, empezando a caminar de nuevo-. La respeto; a veces, incluso me gusta, pero no podría amarla. Verás, es que ella no necesita amor.

– No estoy nada de acuerdo contigo -contestó mamá, tozuda-. Algunas personas saben ocultar muy bien sus sentimientos, y Judith es una de esas personas. No sé por qué, pero estoy convencida de que ella es la mujer idónea para ti.

– ¡Mira, mamá! ¡Un concierto en el lago! -dijo, empezando a caminar con mayor rapidez hacia el lago ornamental, donde cuatro músicos interpretaban piezas de Mozart sobre un pontón.

Mamá se dio por vencida. No podía competir con Mozart.

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