Capítulo 5

Durante seis semanas la doctora Judith Carriol no tuvo el menor contacto con el doctor Joshua Christian, pero durante las mismas pudo observar hasta los detalles más íntimos de su vida, hora tras hora, gracias a las grabaciones de vídeo. Y cuando no le observaba a él o a su familia escuchaba las declaraciones de sus pacientes, de sus antiguos pacientes, de los parientes de sus pacientes, de sus amigos y hasta de sus enemigos, que habían sido grabadas. Le pareció muy significativo que nada de lo visto u oído lograra disminuir el entusiasmo que le producía Joshua.

Incluso después de que Moshe Chasen la acusara tan directamente de las consecuencias que podía llegar a tener su plan, a ella ni se le ocurrió pensar que sirviendo a sus propósitos, no estaba sirviendo a los de Joshua. Empezó a considerar que ambos eran una única e indivisible persona y que su secreto trabajo de espionaje era una evidencia de la más pura y altruista devoción. Si en lugar de haber sido acusada por Moshe Chasen, la hubiera acusado Joshua por lo mismo, ella le hubiera mirado directamente a los ojos, asegurándole que todo lo que hacía era por su propio bien y por el de la comunidad. Judith no era conscientemente malvada; de ser así, el doctor Christian lo hubiera advertido en seguida. Tampoco era totalmente desalmada. Tal vez su peor defecto es que carecía de ética, que no era honesta. Pero había que tener en cuenta que ningún momento de su vida estuvo dedicado a inculcarle ese sentido de la ética.

Su infancia fue un caso clarísimo de pobreza y de privaciones afectivas. Si su situación hubiese sido levemente peor, el Estado la habría retirado de su casa para colocarla en un ambiente menos duro; y si hubiese sido levemente mejor tal vez Judith habría conseguido conservar un poquito de la suavidad que sin duda tiene cualquier ser humano al nacer. Tenía diez años más que el doctor Joshua Christian y había sido moldeada por circunstancias mucho más crueles. Era la penúltima de trece hijos nacidos en una familia de Pittsburg, en la época en que la industria del acero cayó en una depresión total y permanente. En esa época, su apellido no era Carriol, sino Carrol. Contemplando retrospectivamente esa época, ya adulta, desde el pináculo de sus logros, decidió que la plétora de criaturas que habían engendrado sus padres, eran más bien el resultado de la pereza y el alcoholismo que del tal mentado catolicismo que ellos profesaban. Ciertamente, en la atmósfera de su hogar primaba más el olor del whisky barato que el de la piedad. Pero Judith fue la única de los trece hermanos que logró sobrevivir, aunque ninguno de los demás muriera, al menos en esa época. Y sobrevivió porque se negó a considerar los problemas ajenos y sólo pensó en los propios. A los doce años ya había logrado encontrar un trabajo de media jornada, y siguió trabajando durante todos sus años de escuela. Se mantenía limpia y su aspecto era saludable. Consiguió que su cuerpo le rindiera tanto como su mente y, de este modo, lograba mantener sus empleos durante el tiempo que le fuera necesario. Hacía oídos sordos a las súplicas de su familia, cuando éstos le pedían ayuda económica, y muy pronto aprendieron que ni siquiera con malos tratos físicos lograrían arrancarle el secreto de dónde escondía sus ahorros. Por fin la dejaron en paz, despreciándola, atormentándola, pero también temiéndola. Cuando obtuvo la puntuación más alta en el Examen de Aptitud Escolar y le ofrecieron una beca en Harvard, Chubb o Princeton, ella dijo a su familia que había aceptado la de Harvard, pero se inscribió en Princeton. Una vez allí, lo primero que hizo fue modificar su apellido. Y, a partir de ese día, se hizo el firme propósito de no averiguar más lo que había ocurrido con el resto de su familia, que siguió instalada en Pittsburg.

El Tratado de Delhi fue anterior a su graduación Summa cum laude, pero las consecuencias del cataclismo que aquél provocó, estaban todavía muy presentes. Ella había seguido un curso doble de psicología y sociología y, a pesar de la cantidad de candidatos existentes, logró introducirse en el flamante Ministerio del Medio Ambiente. Se convirtió en una infatigable colaboradora de Augustus Rome y de los nuevos programas que él estableció para el país. Nadie detestaba tanto a las familias numerosas como la doctora Carriol. Mientras el presidente Rome hablaba constantemente a su pueblo de la necesidad de reducir el índice de natalidad con las familias de un solo hijo, ella estudiaba la forma de poner en práctica esa ley. Viajó a China, pionera de esas medidas desde 1978; a la India, que había logrado idénticos resultados con métodos mucho más sangrientos; a Malasia; a Japón; a Rusia; a la Comunidad Árabe; a la Comunidad Europea y a muchas otras partes. Fue incluso a Australia y a Nueva Zelanda que, al igual que Canadá y los Estados Unidos, habían firmado el Tratado de Delhi, a condición de no ser presionados a través de invasiones militares e inmigraciones pasivas. Siguió a los equipos chinos a lo largo de docenas de países, observando y escuchando sus enseñanzas, sus demostraciones y sus consejos.

La Sección de Planificación del Ministerio se convirtió desde el primer día en su hogar. Y cuando el Ministerio tuvo que redoblar sus esfuerzos ante la oposición y la falta de cooperación del pueblo ante la ley del único hijo, ella estuvo siempre en primera línea de combate. Intentaron seguir las pautas chinas, apelando al sentido común, al patriotismo y a razones económicas, en lugar de adoptar el método de esterilización obligatoria, utilizado en la India. El hecho de que el programa diera resultado se debió indudablemente a los fuertes golpes recibidos por el país y que todavía seguían estremeciéndole. También se debió a los esfuerzos personales del presidente Rome que, afortunadamente, era padre de un solo hijo. Y el hecho de que continuara en plena vigencia se debía al hecho insoslayable de que se acercaba con rapidez una era de hielo y no era posible postergar las medidas necesarias hasta que llegaran tiempos mejores.

Por lo tanto la exitosa carrera de Judith Carriol no la ayudó a llenar el desierto afectivo por el que vagaba su alma, porque ese éxito reforzó sin duda su convicción de que era superior, en inteligencia y en coraje, a la mayoría de sus contemporáneos. Resultaba imposible convencerla de que sus pensamientos y actos tenían serios defectos. Y era totalmente incapaz de tener en cuenta factores, para ella tan insignificantes, como las emociones del corazón, los furtivos pensamientos de la mente o los dolores físicos. Era una pensadora puramente racional y la razón era su dios. Era capaz de eliminar de su mente cualquier cosa que pusiera en peligro a la razón.

Todo ello la colocaba en una situación sumamente precaria cuando debía tratar con una persona tan instintiva, lógica y mística como Joshua Christian. La mayoría de las veces, ella no era consciente de ello, excepto cuando se paraba a analizar lo que ella denominaba la torpeza de Joshua. No comprendía por qué él no se daba cuenta de que era absolutamente perfecto para sus propósitos. Y cuando alcanzara a verlo con claridad, se sentiría muy agradecido hacia ella, le tomaría cariño e incluso llegaría a amarla.

Esta modeladora de hombres, ese gato que se agazapaba en las sombras, esta eminencia gris, permanecía sentada hora tras hora y día tras día, observando al doctor Joshua Christian en los momentos más sagrados de su intimidad, sin el menor remordimiento de conciencia, sin cuestionar su derecho a hacerlo. Sabía que Joshua se metía el dedo en la nariz, que no se masturbaba, que cantaba, que lanzaba risitas y hacía cómicos gestos cuando se sentaba en el inodoro por la mañana para mover el vientre. Sabía incluso que no tenía tendencia al restreñimiento. Sabía que hablaba solo, a veces, con una pasión increíble. Sabía que le resultaba difícil conciliar el sueño y que, en cambio, no le resultaba nada difícil levantarse. Sabía que amaba genuinamente a su madre, a sus hermanos, a su hermana y a sus cuñadas e incluso sabía que, por desgracia, la cuñada, a la que él apodaba la Ratita, estaba profunda y desesperadamente enamorada de él, mientras que su hermana le odiaba. Y sus conocimientos no se detenían en Joshua, sino que se extendían a toda la familia de esa misma manera íntima y angustiosa.

Al final de la sexta semana, y con John Wayne a su lado como siempre, la doctora Judith Carriol terminó de recopilar todas sus evidencias, incluyendo un primer borrador de La maldición Divina: Nueva propuesta sobre la Neurosis del Milenio, por el doctor Joshua Christian, doctorado en Psicología por la Universidad de Chubb.

Citó por separado al doctor Samuel Abraham y a la doctora Millicent Hemingway, para que le proporcionaran un informe de los candidatos que les había tocado investigar. Después de agradecerles su trabajo, les encargó aspectos especiales de la tarea de reubicación, que el doctor Moshe Chasen había decidido separar de su línea de investigación, por considerar que era preciso tratarlos independientemente. En ese momento, ni a la doctora Hemingway ni al doctor Abraham se les ocurrió pensar que la Operación de Búsqueda tuviera un objetivo definido.

Notificó a Harold Magnus que estaba preparada y éste lo hizo saber al presidente Tibor Reece.

La reunión tuvo lugar en la Casa Blanca, porque las fuerzas de seguridad del Presidente consideraron que el desplazamiento de dos integrantes del Ministerio del Medio Ambiente, aunque uno de ellos fuese el mismo ministro, atraería menos la atención de los desequilibrados que el desplazamiento del Presidente de los Estados Unidos. A la doctora Carriol no le gustó el lugar del encuentro porque prefería confiar su seguridad a hombres y mujeres, a los que conocía, que tener que depender de desconocidos. Y sospechaba que a Harold Magnus le sucedía lo mismo. No podrían saber cuántos micrófonos y cámaras ocultas habrían instalado en la sala de conferencias de la Casa Blanca, y con qué propósitos. En el caso del doctor Joshua Christian, sus propias actividades en este sentido fueron emprendidas por motivos poco censurables, pero ella no podía decir lo mismo de agentes de vigilancia que frecuentaban los pasillos de los Ministerios de Estado, Justicia y Defensa.

Sin embargo, aparentemente, ésta no era más que otra reunión entre el Presidente y dos de sus funcionarios; asuntos sin importancia que, sin duda, hubiera preferido dejar en manos de algún otro, pero que a veces se veía obligado a atender personalmente, como una especie de buen gesto. Por lo tanto, sólo podía rezar para que los perros guardianes del Ministerio de Estado, los sabuesos de Justicia y los mastines de Defensa, durmieran pacíficamente junto al fuego, inmunes al olor de ese moderno eje de todo el rencor nacional, que era el Ministerio del Medio Ambiente.

Judith no tenía miedo. Ni siquiera estaba nerviosa. Le interesaba hacerse cargo de toda la exposición porque conocía extremadamente bien a toda su audiencia. Quizás Harold Magnus declarara que la Operación de Búsqueda era obra suya, pero ella sabía que era la madre del proyecto y no estaba dispuesta a consentir que nadie más, y menos que nadie sus jefes, lo controlara. Ellos todavía lo ignoraban, pero no iban a tomar ninguna decisión. Había cargado con exquisito cuidado la carretilla que les iba a presentar y fuera cual fuese la fruta que eligiesen, llevaría el nombre del doctor Christian. Ella tenía todas las ventajas a su favor. Sabía exactamente cuáles eran los temas a tratar. Estaba en condiciones de planear un método de ataque, cosa que ellos no podían hacer.

Ellos esperaban encontrar a un único candidato serio para la empresa, el senador David Sims Hillier VII. Magnus deseaba apasionadamente que Hillier fuese el vencedor, pero no estaba tan segura de la opinión de Reece. Con respecto a Reece, la doctora Carriol contaba con dos factores a su favor. En primer lugar, el hecho innegable de que esa tarea llevaba consigo una enorme dosis de poder; si recaía sobre un senador de los Estados Unidos con aspiraciones a la presidencia, podría significar una amenaza directa para el actual habitante de la Casa Blanca. El segundo factor, mucho más casual, es que existía un parecido físico entre Tibor Reece y Joshua Christian; ambos eran altos, demasiado delgados, su tez era oscura y sus rostros algo cadavéricos. Genéticamente, sus orígenes no eran demasiado, distintos: el doctor Christian tenía sangre rusa, armenia y celta; el presidente Reece tenía antepasados húngaros, rusos, judíos y celtas.

Naturalmente, Magnus era plenamente consciente de las reservas del Presidente con respecto al senador Hillier y, por lo tanto, habría preparado, bien su plan de ataque. Pero a su vez, Tibor Reece no ignoraba ese detalle y, sin duda, habría desarrollado también un eficaz plan de ataque. Si ella conseguía que su presentación impactara a Tibor Reece, sabía que el Presidente elegiría el doctor Christian por encima del senador, pero tenía que convencerle de que al hacerlo no estaría anteponiendo sus propios intereses a los del país, cosa que él jamás haría. Augustus Rome le había elegido durante su último período con la absoluta convicción de que era el hombre indicado para convertirse en futuro Presidente. Gus Rome era un maestro en el arte de adivinar qué hombres poseían talla política y humana. De modo que no era posible dudar de la integridad de Tibor Reece.

El Presidente brindó una cálida bienvenida a Harold Magnus y a la doctora Carriol y les demostró la importancia que confería a los resultados de la Operación de Búsqueda, al informarles que la reunión que iban a comenzar, no tenía un término de duración limitada. La doctora Carriol se vio obligada a esperar llena de impaciencia, mientras Tibor Reece y Harold Magnus se embarcaban en la habitual letanía de esposas, hijos, amigos, enemigos y problemas. Producto de una época en que la procreación dependía enteramente de la decisión de los individuos, Harold Magnus tenía dos hijos y dos hijas, pero Tibor Reece, que acababa de cumplir cuarenta años, se había casado después de los treinta y, por lo tanto, sólo tenía una hija, mentalmente retrasada. Su esposa movió todos los hilos para conseguir el permiso para tener un segundo hijo, para lo cual bombardeó con solicitudes a la OSH con tanta frecuencia, que se convirtió en un verdadero estorbo. La suerte no tuvo nada que ver con el hecho de que nunca tuviera suerte; su marido dispuso deliberadamente su mala suerte, en una conversación que sostuvo en privado con Harold Magnus. Julia Reece fue el único caso en la historia de la OSH, en que realmente se movieron influencias. Julia Reece fue elegida como ejemplo de sacrificio para el país. Porque si le hubiese tocado una bola ganadora en la lotería, nadie hubiera creído jamás que no se había debido a las influencias. Y Tibor Reece no se atrevió a correr ese riesgo. Y lo pagó caro. Julia no se volvió exactamente loca; simplemente enloqueció por los hombres, cosa que para su marido fue una vergüenza aún mayor que su constante bombardeo a la OSH.

Como era de esperar, la letanía evitó cuidadosamente los temas delicados y, poco a poco, llegó a su fin. El Presidente tocó el timbre y los ordenanzas retiraron rápidamente las bandejas del café. Por fin había llegado el momento de que la doctora Carriol pusiera manos a la obra.

Estaban en las dependencias de la Oficina Oval, lugar que el actual ocupante de la Casa Blanca adoraba. La doctora Carriol había solicitado un proyector de vídeo con control remoto. De esa manera podía dirigir su presentación visual sin necesidad de un técnico. Sobre una mesa lateral había un equipo de grabación, que ella esperaba no tener que usar, porque presentía que después de observar la expresión de los rostros, el sonido de las palabras no influiría sobre el resultado final. Sin embargo, consideraba que era conveniente estar completamente preparada.

Primero resumió brevemente las características de siete de los nueve candidatos más destacables pasándole las fotografías al Presidente a medida que iban hablando, sin preocuparse en constatar si él las pasaba a Harold Magnus. El señor Magnus era perfectamente capaz de cuidar de sí mismo.

– Y ahora -dijo por fin-, llegamos al caballo tapado. El doctor Chasen recibió el nombre del senador Hillier entre los candidatos, que seleccionó su computadora. Pero el senador Hillier no fue su principal candidato. Hubo una persona que le aventajó en todo sentido. En vistas de ese inesperado acontecimiento, yo me encargué personalmente de examinar a los tres candidatos seleccionados por el doctor Chasen y también llegué a la conclusión de que el caballo tapado ganaba la carrera por varios largos.

Accionó el control remoto y la enorme pantalla, situada en la pared frente al Presidente cobró vida.

– Éste es el doctor Joshua Christian un psicólogo que tiene una clínica privada en Holloman, Connecticut.

Y allí estaba él en pantalla, un individuo alto y desgarbado, que se paseaba de aquí para allá entre la jungla de plantas de una hermosa habitación llena de paz. En ese momento, la voz del doctor Christian, clara, profunda y convincente, llenó el ámbito de la Oficina Oval.

– ¿Te das cuenta de lo afortunada que eres, mamá? Hoy le he encontrado una razón verdaderamente válida a mi libro. Un hombre vino a pedirme ayuda. Pero yo no pude dársela, por lo menos como psicólogo, porque no tengo una respuesta para su sufrimiento. La semana pasada murió su hijo. ¡Su único hijo! Por supuesto, lo primero que pensé es que podrían obtener permiso de la OSH para tener un segundo hijo, pero a la esposa de ese hombre se le practicó una histerectomía, y ése es un hecho irreversible. Él todavía fue capaz de buscar ayuda; su mujer, en cambio, no pudo.

El doctor Christian se detuvo, se volvió para mirar en otra dirección y después reapareció en otra lente de la cámara.

– ¿No te consideras afortunada, mamá? Tú tienes cuatro hijos. Comprendo que la muerte de un hijo es un dolor del que ningún padre se recupera, pero lo único que puede amortiguar una pérdida tan enorme es la presencia de otros hijos. Ese hombre se encontraba inmerso en la clásica situación de pesadilla de la familia de un solo hijo. Y ahora ese hijo ha muerto. Allí estaba, con las mejillas empapadas en lágrimas, suplicándome que le ayudara y la ayuda que me pedía no era tanto para él, como para su mujer. Parecía que le hubieran dicho que yo era capaz de brindarle esa ayuda. ¡Y no lo soy! ¡Nadie puede ayudarle! Pero no podía permitir que se fuera así, con las manos vacías. Le dije que debía encontrar consuelo en Dios, no para que le ayudara, sino para comprender lo que le sucedía. Él me contestó que no creía en Dios, que no era posible que Dios existiera y que permitiera que muriera un niño, especialmente el suyo. Y ahí reside el problema, mamá, Dios es personal. Dios se relaciona con uno mismo.

Apareció en pantalla el rostro hermoso, bañado en lágrimas de una mujer de mediana edad y de aspecto juvenil. «La madre del doctor Christian», informó la doctora Carriol en voz baja. En seguida reapareció la imagen del doctor Christian.

– Le, pregunté si en algún momento de su vida había tenido alguna fe religiosa y me contestó que no, que hacía tres generaciones que su familia había abandonado la religión cuando el mundo comenzó a almacenar armas nucleares. Pero él había leído algo sobre ello. Me citó los nombres de las innumerables guerras en las que el hombre había combatido en nombre de Dios, con sus ministros en la vanguardia…, ¡incluso se refirió a las guerras de Alá y de Jehová! Me echó en cara el mito de los elegidos y de las religiones, que predican que sólo sus fieles conseguirán la salvación. «¿De qué se salvarán?», preguntó. Aseguró que despreciaba a Dios. Después me confesó que yo no era el primero al que había acudido, en su desesperado intento de pedir auxilio. En primer lugar, recurrió al padre espiritual de su esposa, al que jamás se había molestado en ocultar el profundo desprecio que le inspiraba Dios. Y el sacerdote se complació en decirle que la pérdida de ése hijo no era más que un merecido castigo que recibía. ¿Cómo es posible contestarle una cosa así a un hombre en tal estado de sufrimiento? ¡El antiguo Dios vengativo todavía vive entre nosotros! Me pregunto a dónde llegaremos a parar. ¡Ésa es la respuesta que un hombre podía: haber recibido hace tres mil años, cuando, por lo menos, existía la excusa de la ignorancia del hombre! Actualmente, el hombre debería estar más cerca de comprender a Dios, de lo que indica el comportamiento de ese sacerdote que se autodenomina cristiano, ¿no te parece? Te aseguro que me llena de desesperanza que alguien atribuya sentimientos tan despreciables, mezquinos y vengativos a un Ser, que se encuentra tan lejos de nosotros, como nosotros de nuestros más lejanos antepasados. ¡No me desespera Dios, me desespera el hombre!

El rostro angustiado desapareció de la pantalla y fue remplazado por un rostro tan rubio y hermoso como el de la madre, pero de sexo masculino. «Ése es su hermano Andrew», informó la doctora Carriol en voz baja.

– Olvida eso, Joshua -suplicó Andrew-. ¿Y qué hiciste para ayudarle?

El doctor Christian volvió a aparecer en la pantalla.

– Me senté junto al padre desgraciado y hablé. Le hablé, y le hablé. Traté de ayudarle a encontrar la verdad, a comprender y a descubrir a un Dios, al que pudiera aceptar.

Otro corte puso en pantalla a un rostro masculino distinto, parecido al de Andrew, pero menos inquieto. «Su hermano James», intervino nuevamente la doctora Carriol.

– ¿Y conseguiste algo? -preguntó James.

– Un poco, pero no podía darle nada para llevarse a casa, a excepción del recuerdo de mis palabras, y la memoria es traidora. Mañana iré a su casa a visitar a su mujer, pero no puedo quedarme con ella las veinticuatro horas del día y, de todos modos, ninguno de los dos necesita mis servicios profesionales. Lo único que quieren es la compañía constante de un corazón fuerte y comprensivo durante los primeros días más oscuros. Y, en una situación así, mi libro les resultaría de más ayuda que yo mismo, porque no les abandonaría. Lo tendrían allí en mitad de la noche, cuando es más agudo el dolor y más angustiante la soledad. No pretendo decir que en mi libro encontrarían todas las respuestas, pero ha sido escrito para la gente que debe vivir esas situaciones. Y de eso estoy convencido, porque sé que yo puedo ayudar a la gente, y lo he hecho en muchísimas ocasiones. -Lanzó una carcajada, un sonido entrecortado, casi lloroso-. ¿No os parece que un libro se parece un poco a la parábola de los panes y los peces? Puede alimentar a una multitud.

La doctora Carriol detuvo el proyector de vídeo y entregó al Presidente una copia del manuscrito del doctor Christian. Se puso en pie para entregarle otra a Harold Magnus.

– «Atticus Press» publicará este libro en otoño, coincidiendo con una gira publicitaria del autor, que incluye entrevistas por Radio, Televisión, periódicos y revistas, conferencias, y apariciones personales. Todavía es muy pronto para contar con opiniones de los lectores sobre la obra, porque esto es simplemente un borrador pero, a pesar de todo, vale la pena leerlo.

Harold Magnus se inclinó hacia delante con incredulidad, furioso al descubrir que encontraría oposición en la que creía su aliada, pues así se lo había dado a entender con suficiente énfasis durante su viaje a la Casa Blanca.

– Doctora Carriol, ¿intenta decir que este hombre, este doctor Joshua Christian es el candidato que usted ha escogido para la Operación?

– ¡Por supuesto! -contestó ella, sonriendo con calma.

– ¡Pero eso es ridículo! ¡Es un desconocido!

– También lo fueron Jesucristo y Mahoma -contestó ella con toda deliberación-. Pasaron muchos siglos antes de que el cristianismo y la religión islámica comenzaran a tener vigencia. Pero actualmente tenemos más facilidades que en cualquier época del mundo para convertir en famoso a un desconocido. En el caso de que el ganador de la Operación de Búsqueda fuese un desconocido, podríamos hacerle famoso de la noche a la mañana, y ustedes lo saben tan bien como yo.

El Presidente, que permanecía en silencio, se cubrió sus grandes ojos oscuros con una mano.

– Doctora Carriol, hace cinco años le encomendé la tarea de encontrar una persona, hombre o mujer, pero una persona adecuada. Una persona que fuera capaz de enseñar a una nación enferma la forma de cicatrizar sus heridas. Una persona que le supiera tomar el pulso al pueblo y que echara a volar la imaginación de la gente de una forma, que ya no es capaz de hacerlo ninguna figura religiosa. ¡Y ahora usted me habla de religión!

– Sí, señor Presidente.

– Pero, ¿qué diablos es esto? -rugió Harold Magnus-. ¡Nadie mencionó la religión!

La doctora Carriol se volvió para enfrentarse a él.

– ¡Oh, vamos, señor! Supongo que a estas alturas ya se habrá dado cuenta de que la única forma de curar los males de este país, no consiste en proporcionar al pueblo un apoyo moral, sino un apoyo espiritual. ¡El hombre que buscamos debe poseer una habilidad sin precedentes para modificar el estado de ánimo del pueblo y ese tipo de influencia hace referencia claramente a un factor espiritual, a un pensamiento religioso, y de alguna manera a Dios! Nosotros necesitamos una propuesta norteamericana, una propuesta contemporánea, un código que nos permita vivir en esta época, creado concretamente para el pueblo de los Estados Unidos por un hombre al que ellos puedan considerar como a uno de los suyos. ¡Un hombre que les comprenda y que se dirija a ellos, y no a los irlandeses o a los alemanes o a los judíos o a cualquier otro grupo racial que haya emigrado a este país, aunque de eso haya transcurrido ya largo tiempo! Si no estuviéramos desmoralizados, no estaríamos aquí sentados, observando los resultados de una de las investigaciones más amplias y costosas que se han realizado jamás. ¡Pero lo cierto es que, lamentablemente, tenemos la moral por los suelos!

Tibor Reece les observaba, sin dejar que sus pensamientos le alejaran del asunto más importante del día, pero fascinado al descubrir la clase de personas que eran realmente Judith Carriol y Harold Magnus. Un hombre podía tener considerable confianza en otro y creer que le conocía a fondo, pero nada mejor que un altercado para mostrar los verdaderos colores de los contendientes. La damita parecía un terrier; Harold Magnus no hacía más que ladrar.

– Observe esto -ordenó la doctora Carriol, abandonando la discusión, cuando más interesante se ponía. Oprimió un botón del control remoto y en la pantalla apareció la imagen del doctor Christian, sentado frente a su escritorio. Tenía el rostro contraído y tenso y en sus ojos se veía una expresión de sufrimiento.

– No sé por qué me siento así, Lucy, y sé que ni siquiera debería decirlo pero, de alguna manera, siempre he tenido la sensación de que tenía algo más que hacer que quedarme aquí sentado escuchando a mis pobres pacientes. ¡Y le aseguro que he luchado contra esa sensación! Es demasiado profunda y está demasiado enraizada en mí para ser positiva. Al menos, eso es lo que trato de decirme constantemente. ¡Pero yo sé que tengo una misión que cumplir! ¡Sé que me espera una tarea determinada, Lucy! Algo que debo hacer allí afuera, entre los millones de personas, que ni siquiera saben que existo. Y quiero tomarlos entre mis brazos y amarles. ¡Quiero demostrarles que alguien les quiere…, cualquiera…, incluso yo!

La doctora Carriol apagó el monitor de vídeo y la imagen desapareció.

– Ese hombre es un revolucionario o un maníaco -aseveró Harold, señalando la pantalla con un dedo acusador.

– No, señor ministro -contradijo la doctora Carriol-. De ninguna manera, no se trata de un revolucionario. En el fondo, es un ciudadano obediente a la ley, cuyo carácter es muy constructivo. ¡No odia, ama! ¡No quema, sangra! No es un maniático. Su proceso intelectual demuestra lógica y método y está en contacto con la realidad. Admito que puede ser un depresivo en potencia, pero si se le encomienda una misión que coincida con su vocación de servicio a la Humanidad, logrará convertirla en un éxito.

– Por lo que he podido ver en la pantalla, tiene una fuerte personalidad-decidió el Presidente, con aire pensativo.

– Es un claro ejemplo de carisma, señor Presidente. Y precisamente, por sus dotes carismáticos fue elegido por el doctor Chasen, por encima del senador Hillier. Luego, basándome en mis experiencias personales con el doctor Christian, yo también me convencí de que es el único candidato que merece seguir en la carrera. Podría seguir mostrándoles distintos aspectos de su vida y de su personalidad, pero no pienso hacerlo. Lo que ya han visto es de tanta importancia para la Operación de Búsqueda, que resume todo el motivo de su existencia. Y, después de eso, el mejor argumento que puedo ofrecerles es el libro que ha escrito él mismo. Les recomiendo que lo lean.

– ¿Por lo tanto, no tiene usted absolutamente ninguna duda de que debemos encomendarle la misión al doctor Christian? -preguntó el Presidente observándola cuidadosamente.

– Ninguna, señor. Es el único que posee las características necesarias para llevar a cabo la tarea tal como debe ser hecha.

– ¡Hillier! -gruñó Harold Magnus,

– ¿Y qué piensa con respecto al senador? -preguntó Tibor Reece, dirigiéndose a la doctora Carriol.

La doctora Carriol depositó el control remoto sobre la mesa, a un lado, y se inclinó hacia delante con las manos sobre las rodillas. Habló en esa pose, pero con la cabeza levantada, para poder mirar directamente a los ojos de Tibor Reece.

– Señor Presidente, señor ministro, voy a ser absolutamente honesta con ustedes. No puedo ofrecerles pruebas fehacientes que respalden mis puntos de vista, porque mis puntos de vista derivan de pautas de comportamiento semióticas, que solamente alguien con mi entrenamiento y experiencia puede sopesar apropiadamente. Tengo la firme convicción de que el senador Hillier no es apto para esta misión. Hace poco pasé una tarde agradable y tranquila en su compañía y salí de allí totalmente convencida de que el senador Hillier está enamorado del poder, por el poder mismo. Y, simplemente, me parece que sería un riesgo encomendarle esta tarea a alguien que va en busca de poder.

– Interesante -comentó el Presidente, cuyo rostro no denunciaba sus verdaderos pensamientos.

– Por otra parte, el senador no posee ese leve rasgo compulsivo de predestinación, que es tan evidente en el doctor Christian. Ustedes mismos le acaban de oír. Y yo creo que ése es un factor esencial. Estuvimos de acuerdo en que no elegiríamos a un hombre religioso para esta tarea por dos factores. En primer lugar, porque un credo determinado crearía prejuicios en todos aquellos que no lo compartiesen. En segundo lugar, porque fuimos testigos del fracaso de las religiones, en su intento por apoderarse y retener los pensamientos y los sentimientos de la gente. Y, sin embargo, el hombre indicado debe poseer una cierta aura religiosa. En otra época, anterior a la aparición del automóvil, del avión, de las computadoras y de la educación de masas, de los baños en las casas y todas las demás Comodidades de nuestra era, sólo un religioso podía haber llevado a cabo esta misión. Señores, no debo ni tengo ganas de hacer comentarios sobre la época en que vivimos con respecto a la religión. Me consta que ambos asisten a la iglesia y sé que allá fuera todavía hay gente que permanece fiel a determinadas religiones. Pero millones de personas las abandonan año tras año. El leve aumento en la proporción de gente que asistía a las iglesias, que se produjo durante el último cuarto del siglo pasado, se debió a la peligrosa política nuclear, desarrollada por los líderes políticos de esa época. Cuando esa amenaza desapareció, volvió a disminuir la asistencia a las iglesias. Y ha seguido disminuyendo. Las últimas estadísticas demuestran que sólo una persona de cada mil posee una determinada fe religiosa y sólo una de cada cincuenta mil asiste con regularidad a la iglesia. No pretendo decir que el que cumpla esta misión devuelva a la gente a Dios, pero en cambio estoy convencida de que la fe en Dios debe ser un elemento de fuerza en esa persona. El doctor Joshua Christian posee ese lamento, la leve convicción de ser un elegido, el carisma necesario y una importante dosis de sentido común que le mantiene con los pies encima de la tierra. En cuanto lean el libro, se darán cuenta de que no está volando en las nubes. Además de elementos metafísicos, posee un interesante conocimiento de detalles prácticos de la vida cotidiana: enseña cómo embellecer una casa, cuyas ventanas deben estar cerradas con tablones de madera; a vivir en medio del frío; a sacar el máximo partido de las reubicaciones; a tratar con toda clase de burocracia; a amar al único hijo sin malcriarlo… ¡es sencillamente maravilloso! En ese libro descubrirán cuánto amor hay en él hacia todos los hombres, particularmente hacia los de su país. Joshua Christian es, por encima de todo, un norteamericano.

– Eso es importante -concedió Harold Magnus, que la escuchaba, atentamente a pesar de que todavía no había podido digerir lo que la doctora Carriol había dicho sobre el senador Hillier. ¡Qué inteligente era esa mujer! Había dicho al Presidente todo lo que debía decirle sobra las características de un rival potencial.

– Hace cinco años coincidimos en que era necesario hacer por el pueblo algo más de lo que se hace en la actualidad y que teníamos que encontrar una manera de hacerlo, que no nos costara una cifra millonada que no poseemos. Estábamos demasiado comprometidos con el proyecto Phoebus, como para quitarle un presupuesto que le era indispensable. Así que no veo por qué no podemos ofrecerle al pueblo una persona, en la que puedan creer, no como creerían en un dios o en un político porque les podría traicionar, sino simplemente porque se trata de un hombre bueno y sabio. ¡Un hombre que les ama! Nuestra gente ha perdido demasiadas cosas, que en otra época tuvieron y amaron, desde las familias con varios hijos y los hogares permanentes y confortables hasta los cortos inviernos y los largos veranos. ¡Todo eso ha desaparecido! Sin embargo, muchos fieles se empeñan en creer que éste es el castigo, al estilo de Sodoma y Gomorra, por todas las generaciones de pecados. Y este tipo de explicaciones ya no son válidas. La mayoría de la gente no se considera mala, se niega a creer que lo es. Casi todos viven decentemente y consideran que merecen que eso se les reconozca. Se niegan a creer que ellos deben pagar por generaciones de pecados, simplemente porque les ha tocado nacer al principio de un nuevo milenio. ¡Se niegan a creer en un Dios que les ha enviado una era de hielo para castigarles! Las iglesias organizadas son instituciones humanas y la mejor prueba de ello es que cada una sostiene que es la única verdadera, la única que cuenta con la verdadera guía de Dios. Pero hoy en día la gente se ha vuelto escéptica y si aceptan a una iglesia, lo hacen más bien basándose en sus propios principios que en los de la iglesia en sí.

– Deduzco, doctora Carriol, que usted no se adhiere a ningún credo -dijo el Presidente con sequedad.

Ella se detuvo de inmediato con el corazón palpitante, calculando rápidamente si habría hablado demasiado, o si simplemente habría pronunciado las palabras incorrectas. Respiró hondo.

– No, señor Presidente, no pertenezco a ninguna iglesia -contestó.

– Me parece bastante justo-comentó él.

Al oír esas palabras, se dio cuenta de que debía modificar el curso de su argumentación, y así lo hizo.

– Lo que trato de demostrar es que ya nadie le demuestra amor a la gente, ni siquiera las iglesias. Y un gobierno puede cuidar de su pueblo y preocuparse por él pero, por definición, es imposible que ame. ¡Señor Presidente, ofrézcales un hombre sin ansias de poder personal! -Se enderezó-. Supongo que eso es todo lo que puedo decirles.

Tibor Reece lanzó un suspiro.

– Gracias, doctora Carriol. Ahora, me gustaría ver a los otros siete candidatos y le pido que, en pocas palabras, me dé su opinión sobre esos hombres y mujeres. Me alegro de poder admitir que ahora comprendo mucho mejor que antes la Operación de Búsqueda. Pero, ¿puedo hacerle una pregunta?

Ella le sonrió con una expresión de gratitud.

– Por supuesto, señor.

– ¿Usted siempre comprendió con tanta claridad los objetivos de la Operación de Búsqueda?

Ella meditó su respuesta, antes de contestar.

– Creo que sí, señor Presidente. Pero debo admitir que, en términos generales, lo comprendo mucho mejor desde que conozco al doctor Christian.

Él se quedó mirándola fijamente.

– Sí, claro -dijo. Después se puso las gafas y tomó las siete carpetas-. ¿El maestro Benjamín Steinfeld?

– Para gran regocijo de su ego, ha sido el favorito de la inteligencia musical durante demasiado tiempo, señor.

– ¿La doctora Schneider?

– Creo que está demasiado ligada a la NASA y al proyecto Phoebus para poder cortar ese cordón umbilical.

– ¿El doctor Hastings?

– Dudo que lográramos separar su imagen del campo de fútbol, lo cual es una pena porque ese hombre vale demasiado como para desperdiciar toda su vida en un deporte.

– ¿El profesor Charnowsky?

– En ciertos aspectos, es una persona sumamente liberal, pero creo que está demasiado ligado a la antigua concepción del catolicismo como para poder proyectarse en la forma en que necesitamos que nuestro hombre lo haga.

– ¿El doctor Christian?

– Desde mi punto de vista, es el único candidato, señor Presidente.

– ¿El senador Hillier?

– Un enamorado del poder.

– ¿Y el alcalde d'Este?

– Es un hombre ciertamente altruista, pero me parece demasiado estrecho de miras.

– Gracias, doctora Carriol. -El Presidente se volvió hacia Harold Magnus-. Harold, aparte de tu apoyo al senador Hillier, ¿tienes algún otro comentario que hacer?

– Sí. No me gusta la forma en que se ha introducido la religión en escena, señor Presidente. Tal vez estemos jugando con fuego y nos quememos.

– Gracias. -El Presidente les hizo una leve inclinación de cabeza, para indicar que daba por terminada la reunión-. Dentro de una semana, aproximadamente, les haré saber mi decisión.

Cuando salieron de la Casa Blanca, la doctora Carriol comprobó hasta dónde llegaba la ira del ministro. Siempre supo que ella no apoyaba al senador Hillier; pero jamás pensó que ella opinara con tanta claridad ante el Presidente, y, por supuesto, ni siquiera sospechó que un tal Joshua Christian pudiera alterar sus planes. Harold Magnus había acompañado gentilmente a la doctora Carriol hasta la Casa Blanca en su amplio y confortable «Cadillac», para darle instrucciones sobre el procedimiento a seguir.

En ese momento, demostró su profunda furia subiendo al automóvil y advirtiendo al chófer de que cerrara la portezuela ante la doctora Carriol. Ella permaneció en la vereda observando al vehículo, que se alejaba por la avenida Pennsylvania, para después doblar hacia el Este y desaparecer. La doctora Carriol se encogió de hombros y pensó que lo que había obtenido fácilmente, lo podía perder con idéntica facilidad. No tendría más remedio que regresar al Ministerio a pie.

Cuatro días más tarde, recibieron un mensaje del Presidente, en el que les indicaba que debían presentarse en la Casa Blanca a las dos en punto para entrevistarse con él.

En esta ocasión, la doctora Carriol se dirigió a la cita a pie, porque Magnus no se ofreció a llevarla en su coche y ella no pensaba rebajarse pidiéndoselo. Afortunadamente, era una cálida mañana llena de sol. Era una maravilla poder disfrutar de una primavera temprana, pero al mismo tiempo resultaba deprimente considerar que mayo fuese un mes temprano para la primavera en esa parte del país. Los cerezos ya no florecían y sin embargo los árboles estaban llenos de capullos. Las flores silvestres de los jardines y los arbustos en flor convertían la caminata en un alegre paseo.

Llegó a la Casa Blanca en el mismo instante que su jefe, de modo que entraron juntos, pero sin hablarse. Ella le sonrió alegremente al verlo descender de su coche, pero él se limitó a emitir un sordo gruñido. Evidentemente, el ministro estaba convencido de que iba a perder la batalla. Conocía a Tibor Reece mucho mejor que ella. Su único encuentro con el Presidente, a excepción de la semana anterior, tuvo lugar durante ese día inolvidable de principios de febrero de 2027 cuando hacía ya tres años que él estaba en el poder y esperaba ser reelegido en el 2028. ¡Parecía imposible que hubieran pasado cinco años!

Su predecesor no se había equivocado al elegir a Tibor Reece para que le sucediera en la Casa Blanca. Teniendo en cuenta las circunstancias de aquellos tiempos, fue sin duda una elección sensata y duradera. Era un hombre bondadoso y ético, pero no podía compararse a Augustus Rome, porque era demasiado reservado y austero para inspirar el amor de su pueblo. La Prensa que le apoyaba le comparaba con Lincoln, comparación que le era grata, aunque hubiera poco parecido entre ambos, personal y políticamente. No era sorprendente, ya que los norteamericanos, a los que ambos representaban se hallaban en polos absolutamente opuestos. Entre Lincoln y Reece había perecido un mundo de ideales y sueños una forma de vida y la luz de la esperanza.

Cuando les hicieron pasar al despacho presidencial, el Presidente estaba hablando por teléfono y se limitó a indicarles que tomaran asiento. Reece hablaba de los rusos, nada que pudiera conmover la estabilidad del mundo. Desde el Tratado de Delhi, el mundo ya no se conmovía demasiado internacionalmente. Estaba demasiado ocupado en resolver sus problemas internos para gastar tiempo, energías y dinero en guerras costosas e inútiles.

El tema de conversación era el trigo. Sólo existían tres naciones que siguieran exportando cantidades importantes de cereales: Estados Unidos, Argentina y Australia. La gente desaparecía en el mundo, pero el trigo seguía creciendo. La época de siembra en Canadá se había acortado demasiado, pero en los Estados Unidos todavía se conseguían grandes cosechas y los técnicos agrarios investigaban incansablemente en el desarrollo de tipos de semillas que soportaran primaveras y veranos cada vez más fríos. El verdadero problema era el lapsus de tiempo en que la tierra permanecía descongelada, pero en el futuro, sin duda, el problema crucial sería la cantidad de lluvia. Por el momento, la lluvia era suficiente, pero hacía veinte años que las precipitaciones no eran comparables a las de los viejos tiempos. Los promedios tendían a bajar lentamente. Los dos países del hemisferio sur estaban en mejores condiciones, pero era imposible saber cuánto podían durar éstas.

El Presidente terminó su conversación y centró su atención en los dos representantes del Medio Ambiente.

– Como sabrás, Harold, tu Ministerio es el más importante del país -afirmó-. No diré que se encargan de todos los problemas, pero sí de los más importantes: regulación de la natalidad, reubicación y aprovechamiento de nuestros menguados recursos. Ustedes reciben el cincuenta por ciento del presupuesto federal. Y si además de todo eso, se encargaran de asuntos militares, tal vez se convertirían en un verdadero problema para la Casa Blanca. -Sonrió-. Pero el Ministerio del Medio Ambiente nunca me hace perder el sueño. Son gente competente y dedicada a su trabajo, creen en sí mismos y no pierden el rumbo. Poseen el mejor sistema de computación del mundo entero y han proporcionado algunas ideas brillantes. Así que he pensado mucho en la Operación de Búsqueda. Sobre todo, me he preguntado si es realmente necesario ponerlo en marcha.

A la doctora Carriol se le cayó el alma a los pies; en cambio, Harold Magnus pareció animarse. Pero ninguno de los dos dijo una palabra y ambos permanecieron en silencio mirando al Presidente.

– El problema que tienen todos los funcionarios importantes es que la magnitud y las exigencias de su cargo les van alejando paulatinamente de lo que piensa, siente y necesita el pueblo. Es como intentar que un individuo nacido y criado en Manhattan comprenda el ciclo de vida y la mentalidad de la gente del interior. O como tratar de que el hombre que ha sido rico desde su nacimiento comprenda realmente lo que es la pobreza. La mente es algo admirable, pero a veces yo desearía que se tuvieran más en cuenta los sentimientos. El motivo por el que más he admirado y respetado a Augustus Rome es, que ese hombre nunca olvidó a las masas. No era un demagogo, ni necesitaba serlo. Era simplemente uno de ellos.

Harold Magnus asintió vigorosamente ante esos comentarios. La doctora Carriol disimuló una sonrisa porque sabía perfectamente la opinión que su jefe tenía del viejo Gus Rome. ¡Viejo zorro!

– Durante los últimos cuatro días, me he convertido en un espía desvergonzado. Entraba en la cocina con cualquier excusa, me colaba en los dormitorios mientras las mujeres los estaban limpiando, conversé con los jardineros, secretarias y personal doméstico. Sin embargo, al final mi mujer fue la que más me ayudó. -Lanzó un fuerte suspiro entre dientes, un gesto torturado tal vez, pero no despreciativo-. No pienso poner sobre el tapete mi relación con mi esposa. Pero lo cierto es que ella no es feliz en estos tiempos. Conversé con ella simplemente para saber lo que piensa cuando está sola, le pregunté cómo se las arregla para enfrentarse cada día al problema de nuestra hija cuando yo no estoy para verlas juntas. Le pedí que me describiera el tipo de vida que le gustaría llevar cuando nos veamos obligados a mudarnos de aquí.

Hizo una pausa, controlando cada gesto de su rostro. Había sido una dolorosa entrevista para ambos, sobre todo porque normalmente no se comunicaban demasiado. El comportamiento de la mujer del Presidente era escandaloso y, sin embargo, él nunca se lo reprochaba y se esforzaba simplemente en silenciar a la Prensa y en mantener un estrecho cerco de vigilancia alrededor de su mujer. Consideraba que no podía reprocharle su comportamiento cuando él mismo se había encargado de impedir que tuviera a su segundo hijo. Las poco frecuentes disputas se referían a la indiferencia con que ella trataba a su hija, que entraba en la adolescencia sin la inteligencia suficiente para comprender que era exactamente la antítesis de lo que debía ser la hija de un Presidente. Tibor Reece amaba tiernamente a su hija, pero el tiempo que podía dedicarle era insignificante comparado con el que ella hubiera necesitado, y su madre no la ayudaba en absoluto.

– De todos modos, no le mantendré más tiempo en suspense -dijo el Presidente-. He decidido que debemos seguir adelante con la Operación de Búsqueda y que la doctora Carriol tiene razón con respecto a la naturaleza del candidato que debe llevar a cabo la tarea. De modo que la Operación de Búsqueda entrará en su tercera fase y debo coincidir una vez más con la doctora Carriol en que existe un solo candidato posible: el doctor Joshua Christian.

Evidentemente, Harold Magnus no pudo protestar; se limitó a fruncir los labios y su redondo rostro adquirió una expresión distinta, egoísta y cruel; malhumorada y caprichosa. La doctora Carriol permaneció con el rostro impasible.

– Por supuesto -continuó Tibor Reece-, que la logística es competencia del Ministerio del Medio Ambiente y, por lo tanto, no pienso hacerles más preguntas en este momento. Pero les pediré frecuentes informes sobre la marcha y espero poder ver muy pronto los primeros resultados. Todavía no he aprobado el presupuesto para esta tercera fase, pero sepan que contarán con todo el dinero necesario. En este momento, sólo me interesa conocer un detalle más. -Miró a la doctora Carriol-. Doctora Carriol, ¿cómo piensa tratar al doctor Christian? ¿Piensa ponerle al corriente de la existencia de la Operación de Búsqueda? ¿Ha pensado en ese aspecto del problema?

Ella asintió.

– Sí, señor Presidente, lo he pensado. Si usted hubiera elegido al senador Hillier, le diría que consideraba necesario explicarle la verdad. Pero estoy absolutamente en contra de que el doctor Christian se entere de que el Gobierno está involucrado en este asunto. Él tiene vocación para realizar esta tarea y, por lo tanto, no necesita que nosotros le impulsemos a consagrarse a ella. Tampoco será necesario apelar a su patriotismo. En realidad, creo que si el doctor Christian se entera de la existencia de la Operación de Búsqueda, le perderemos inmediatamente y con él, a todos los posibles beneficios de nuestra tarea.

Tibor Reece sonrió.

– Estoy de acuerdo con usted.

– ¡Señor Presidente! ¡Me parece que estamos depositando demasiada fe, una fe ciega, en un hombre al que no podremos controlar! -exclamó Harold Magnus, mordiendo las palabras, para darles un énfasis que no era necesario. En ese momento le resultaba imposible ocultar sus sentimientos-. Ése es el punto que me inspira más graves temores con respecto al doctor Joshua Christian. Nunca llegué a imaginar que elegiríamos a un hombre, al que no se le pudiera explicar el qué, el porqué y el cómo. -Se estremeció desde el fondo de su alma-. ¡Quiero decir que no tendremos más remedio que confiar en él!

– No nos queda otra alternativa -dijo el Presidente.

– Señor Magnus, nuestra confianza tendrá un límite -aseguró con calma la doctora Carriol-. El doctor Christian estará sometido a una vigilancia constante. Yo misma soy íntima amiga de él y permaneceré en el mismo centro de su vida. Y eso significa que ustedes tendrán que confiar en mí, pero pueden estar seguros de que si en algún momento siento que el doctor Christian pone en peligro nuestro proyecto, me encargaré de él antes de que nos perjudique. Le doy mi palabra.

Eso fue una tranquilizadora noticia para ambos. Tibor Reece sonrió y Harold Magnus se calmó. Ambos supusieron que ella era amante del doctor Christian y ella estaba dispuesta a dejar que lo creyeran, si con ello conseguía calmar sus preocupaciones.

– Debí haberlo imaginado -dijo Magnus.

– ¿Me necesita personalmente pará algo más, doctora Carriol? -preguntó el Presidente.

Ella frunció el entrecejo, pensativa.

– Por lo menos, ahora, no creo que esta tercera fase resulte demasiado costosa. Como máximo, costará unos miles de dólares.

– ¡Eso es una buena noticia! -exclamó el Presidente.

La doctora Carriol esbozó una sonrisa y continuó hablando.

– La ventaja de haber elegido al doctor Christian es que él sigue su propio impulso. Elliot MacKenzie, de «Atticus Press», afirma que se venderán millones de ejemplares del libro del doctor Christian, y Elliot sabe muy bien lo que dice. El Ministerio no correrá ningún riesgo con su oferta inicial de respaldar las posibles pérdidas que ocasionara la edición del libro. El doctor Christian se convertirá en un hombre sumamente rico. La ayuda que necesitaré de usted, señor Presidente, es totalmente distinta. Necesito permisos de viaje, prioridad para conseguir los lugares más cómodos en los automóviles, aviones, helicópteros y toda clase de vehículos. -Miró fijamente a Harold Magnus-. También necesitaré que me proporcionen fondos personales, porque pienso acompañar personalmente a nuestro candidato en su gira publicitaria.

– Tendrá todo lo que desee -afirmó Tibor Reece.

– No puedo decir que esté de acuerdo con su elección, señor Presidente -aclaró Harold Magnus-, pero admito que me quedo mucho más tranquilo sabiendo que la doctora Carriol estará con él todo el tiempo.

– ¡Muchas gracias, señor! -exclamó la doctora Carriol.

Ahora que creía conocer la naturaleza de su relación con el doctor Christian, Tibor Reece empezó a sentir curiosidad por Judith Carriol como mujer.

– Doctora Carriol, ¿le importaría que le hiciera una pregunta bastante personal?

– En absoluto, señor.

– ¿Significa algo para usted el doctor Christian, como hombre o como persona?

– ¡Por supuesto!

– Y si tuviera que elegir entre el hombre y el éxito del proyecto, en el que estamos comprometidos, ¿qué decidiría? ¿Qué sentiría?

– Me sentiría sumamente desgraciada. Pero le aseguro que haré todo lo necesario por salvaguardar el proyecto, a pesar de lo que sienta por él como hombre.

– Eso es algo muy difícil de prometer.

– Sí, pero he dedicado cinco años de mi vida a trabajar con la mira puesta en un solo objetivo. Y no se trata de un objetivo sin importancia. No estoy acostumbrada a arrojar mi trabajo por la ventana, en beneficio de mis sentimientos personales. Lamento si lo que les digo les hace pensar que soy inhumana, pero es así de simple.

– ¿Sería más feliz si fuera capaz de arrojar su trabajo por la ventana?

– No me siento desgraciada, señor -contestó ella con firmeza.

– Comprendo. -El Presidente apoyó su enorme mano sobre el montón de vídeos, carpetas y manuscritos que cubrían su escritorio-. La Operación de Búsqueda ya forma parte del pasado. Deberíamos encontrarle un nuevo nombre.

– Yo puedo sugerirle uno, señor Presidente -dijo Judith Carriol, con tanta rapidez que era imposible que lo hubiera pensado en ese instante.

– ¡Ah! Ya veo que se nos ha adelantado. Muy bien, ¿cuál es?

Ella respiró hondo.

– Operación Mesías.

– ¡Estupendo! -exclamó Tibor Reece, aunque no le gustó demasiado.

– Nunca fue otra cosa -afirmó ella.

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