Capítulo 4

La madre y los hermanos del doctor Christian apoyaban decididamente su relación con la doctora Carriol; en cambio, sus cuñadas y su hermana se oponían a ella con el mismo vigor.

La discusión había ido cobrando intensidad desde la inesperada partida del doctor Christian a Washington, pero alcanzó su punto álgido al domingo siguiente, cuando a primera hora de la mañana, la familia se reunió en la planta baja del 1.047 para iniciar el día de atención a las plantas.

Las mujeres, cargadas con cestas, plaguicidas y abonos, tenían la misión de alimentar la tierra, podar y retirar las hojas secas, mientras que los hombres debían desenrollar varios metros de manguera para regar. Antes de regar una planta, debían apoyar una mano contra la tierra para verificar su humedad. Su larga experiencia en este trabajo les había concedido un grado de eficacia tan elevado que conocía a cada planta, como si se tratara de un pariente muy cercano. Sabían cuánta agua necesitaba cada una, qué pestes podían atacarla y en qué dirección crecerían sus ramas. Normalmente la única discusión que surgía en ese día se refería a un producto para dar brillo, al que el doctor Christian se oponía con fuerza, pero del que su madre era una entusiasta defensora.

– ¡Hasta la perfección puede ser mejorada! -anunciaba ella.

– No, mamá. Eso perjudica a las plantas.

Pero ese día, en que podía haber aprovechado la ausencia de Joshua para aplicar a las plantas el producto, estaba demasiado ocupada defendiendo a su más querido hijo para pensar en el brillo de las plantas.

– Te aseguro que esto es el principio del fin -aseguró Mary con tono lúgubre-. Ni siquiera se acordará de nosotros, nunca lo hace.

– ¡Qué tontería! -exclamó mamá, tirando cuidadosamente de una hoja de filodendro algo marchita, para ver si se desprendía sin tener que arrancarla a la fuerza.

– Nunca estará aquí con nosotros, porque él y esa víbora de la Carriol instalarán un gran consultorio en Washington y nosotros quedaremos relegados a una especie de sucursal -insistió Mary, mientras rociaba con espray las hojas de una palmera.

– Me parece increíble que digas estas cosas, Mary -contestó James, que en ese momento subía a una escalera para ocuparse de un helecho de Boston-. ¿Por qué tienes tan mala opinión de Joshua? ¿Cuándo ha dejado de pensar en nosotros?

– ¡Siempre! -contestó Mary con aire desafiante.

– Eso es injusto y malvado. Lo único que ha hecho es viajar a Washington unos días para encontrarse con un analista de datos del Ministerio del Medio Ambiente -insistió James desde lo alto de la escalera.

– ¡Al cuerno con los analistas! -resopló Miriam-. Ésa no es más que una excusa que utilizó la doctora Carriol para alejar a Joshua de nuestro lado y poder convencerle tranquilamente. ¡Francamente, a veces Joshua es bastante ingenuo, y tú también, James!

Andrew había salido para buscar algunas herramientas, pero volvió a tiempo para escuchar las últimas palabras.

– James, ¿puedes echarme una mano con este Príncipe Negro? Tengo que volver a atarlo. -Instaló la escalera-. Lo que pasa es que vosotras estáis terriblemente celosas de esa pobre amiga de Joshua, que, hasta ahora, no ha hecho otra cosa que trabajar sin mirar a nadie. Y ahora ha encontrado una novia. ¡A mí me parece fantástico!

– No creo que te parezca tan fantástico cuando ella se haga cargo de la situación -advirtió Martha con aire malhumorado, mientras arrancaba hierbas de una maceta de cactus.

– ¿Que se haga cargo de la situación? -jadeó mamá, sintiéndose demasiado ultrajada como para seguir removiendo la tierra de la maceta-. ¡Qué estupidez!

– ¡Con ese brillante vestido rojo, a su edad! -se burló Miriam, a quien le temblaban tanto las manos que echó la misma cantidad de tierra dentro y fuera de la maceta de begonias.

– Es una devoradora de hombres -aseguró Mary-. Le arruinará, ya lo veréis.

Mamá bajó de su escalerita y la acercó a la maceta de culantrillo.

– Joshua necesita una esposa y la única mujer que puede interesarle es alguien que puede participar en su trabajo. Judith Carriol es perfecta en este sentido.

– ¡Pero es tan vieja que podía ser su madre! -exclamó Martha, sofocada por la indignación.

– ¡Por amor de Dios, mujeres, basta ya de discutir! -exclamó Andrew, harto de oírlas-. Joshua ya tiene edad suficiente para hacer sus propios planes, tomar sus propias decisiones y, si es preciso, para cometer sus propios errores.

– Pero, ¿podéis explicarme qué mal le puede hacer la doctora Carriol? -preguntó James, tratando de restablecer la paz en la familia-. ¿No les parece que ya va siendo hora de que Joshua viva su vida? Hasta ahora, no lo ha hecho nunca y eso debería preocuparles mucho más a ustedes, mujeres posesivas, que el hecho de que se haya ido de viaje con la doctora Carriol.

– ¿Me quieren explicar por qué Joshua no ha tenido nunca una amante? -preguntó Martha, enterrando la cabeza en una frondosa planta, asustada por su atrevimiento. Acababa de preguntar lo que hacía tanto tiempo estaba deseando saber y, como eran poco comunes las fricciones familiares, la de ese día le proporcionaba una oportunidad única de formular la pregunta sin ponerse demasiado en evidencia.

– Bueno, Martha, no es que Joshua no sea humano -contestó James lentamente-. Y, como sin duda habrás advertido, tampoco es un puritano. Pero es una persona tremendamente introvertida y nunca ha hablado con nosotros de este tema. De modo que… tus suposiciones son tan válidas como las mías.

«Yo le amo -pensó Martha para sus adentros-. ¡Le quiero tanto! Me casé con su hermano, para después darme cuenta de que estaba enamorada de él.»

– ¡Estoy decidida a conseguir que se case con Judith Carriol! -exclamó mamá.

– ¡Sobre mi cadáver! -repitió Miriam.

– ¡Oh, mamá, me sorprendes! Ya sé que nunca piensas antes de hablar, pero no puedo creer que quieras cavarte tu propia fosa. Si Joshua se casa con una mujer como Judith Carriol, él te relegará a un segundo plano.

– No me importa -decidió mamá valientemente-. Lo único importante es la felicidad de Joshua.

– ¡Cuánta razón tienes! -exclamó Mary.

– ¡Callaros de una vez! -gritó Andrew de repente-. ¡No quiero oír una palabra más sobre Joshua y su vida privada!

El resto de las tareas de jardinería de ese domingo se llevó a cabo en silencio.


Tal como había previsto la doctora Carriol, entre el doctor Chasen y el doctor Christian se estableció una inmediata corriente de simpatía.

El primer encuentro entre ambos despertó curiosas dudas en el doctor Christian. Quizá fuera, más bien, una sensación de desasosiego o de incipiente temor. Realmente, no hubiera sabido cómo catalogar ese sentimiento. La doctora Carriol le había acompañado a la Cuarta Sección y, después de recorrer innumerables pasillos, llegaron a la oficina del doctor Chasen, que estaba repleta de papeles.

– ¡Moshe, Moshe! -exclamó ella, entrando sin ser anunciada-. Te traigo una visita. Le encontré en Hartford y, en pocos minutos, dijo sobre la reubicación cosas mucho más sensatas de las que vengo oyendo hace años en este Ministerio. Le convencí de que me acompañara a Washington para intercambiar impresiones con nosotros. Te presento al doctor Joshua Christian. Joshua, éste es Moshe Chasen, que acaba de iniciar el gigantesco proyecto de reorganización del programa de reubicaciones del Ministerio.

Cuando el doctor Chasen le miró por primera vez, el doctor Christian tuvo la sensación de que aquél le reconocía; no con esa vaga sensación de yo-le-he-visto-antes-en-alguna-parte, con que le había mirado la doctora Carriol en el restaurante del motel, sino algo muchísimo más profundo. La única forma que se le ocurrió al doctor Christian de catalogar esa sensación fue compararla a la reacción de un hombre, a quien accidentalmente le presentan al amante de su mujer. Sin embargo, la reacción del doctor Chasen fue tan rápida que al doctor Christian le hubiera sido difícil asegurar que realmente había existido. Cuando la doctora Carriol terminó su breve discurso, Chasen ya se había puesto de pie, sonriéndole con expresión sincera y amable, a la vez que le tendía la mano en una impersonal bienvenida.

Evidentemente, el doctor Chasen se recuperó con rapidez de su estupefacción, porque se encontraba en juego, no sólo su trabajo, sino su carrera. Esa actitud de presentarse bailoteando alegremente con el destino de un hombre en la mano y sin dar la menor muestra de debilidad humana, era típica en Judith Carriol. Pensó que hubiera preferido no sentir tanto respeto hacia ella, y para él, el respeto incluía un sentimiento de simpatía. Supuso también que su llegada imprevista con el doctor Christian era además un reconocimiento a la capacidad de disimulo de su colega investigador.

Desde el momento en que ella le había retirado de la Operación de Búsqueda, Chasen había agudizado su sentido de la observación y no se dejaba engañar por las dulces promesas y palabras de su jefa. «¡Querido Moshe! Vales demasiado como para desperdiciar tu sabiduría en la segunda fase de este trabajo. Te necesito para que reorganices íntegramente el programa de reubicación.» Todos sabían que una tarea tan complicada como ésa podía esperar unas semanas más. A ningún científico le gusta que le retiren de un proyecto en el que ha colaborado, sin dejarle llegar a resultados definitivos, por prometedor que sea el nuevo proyecto que le encomienden. Y, aunque Judith era básicamente una organizadora, también era una científica y tenía que saber que, en cierta manera, ese proceder había sido como una amputación para Chasen, que durante cinco semanas apenas logró reunir el entusiasmo necesario para enfrentarse a un proyecto tan jugoso e importante como el de reubicación. Permanecía simplemente sentado frente a su escritorio tratando de crearse el estado de ánimo adecuado pero, en realidad, no podía dejar de pensar en lo que estaría sucediendo en la segunda fase de la Operación de Búsqueda. Luchaba consigo mismo y luchaba por comprender el enigma que era Judith Carriol.

Y, en ese momento, había estado a punto de estropearlo todo. Casi permitió que la expresión de su rostro demostrara lo que significaba para él tener al doctor Christian en su oficina; no era sólo una serie de datos de archivo, una de las treinta y tres mil unidades que le había, tocado analizar, sino el hombre de carne y hueso. Sabía que había controlado sus expresiones faciales, pero no estaba tan seguro con respecto a los ojos y, en algunos momentos, descubría al doctor Christian mirándole de una forma que demostraba que era una persona muy perceptiva y sensible y que había notado algo. Pero, afortunadamente, no comprendía de qué se trataba, porque no se atribuía tanta importancia a sí mismo.

Eso sucedió el jueves. Comprendió, lleno de gratitud, hasta qué punto era grande y sutil el premio que recibía por su trabajo en la primera fase de la Operación de Búsqueda. Seria testigo del desarrollo de la segunda fase, pero había algo más que eso. Su jefa le había reconocido que era él el que había sacado el conejo de la chistera y que, después de todo, la Operación de Búsqueda no había sido un simple experimento, que habría una tercera fase y que él podría presenciarla, pero no sabía en qué iba a consistir.

En esa semana, del jueves al domingo, el doctor Chasen realizó un trabajo mucho más fructífero que en las cinco semanas anteriores. Por una parte, sabía que contaba con la aprobación de su jefa y, por otra, tenía a su lado al doctor Christian, con el que podía conversar, cambiar impresiones, compartir inquietudes y esclarecer puntos oscuros. Joshua Christian era el ganador y el nuevo paladín. Pero, ¿paladín de qué?

Realmente ambos se habían tomado simpatía. El tiempo que trabajaron juntos les proporcionó a ambos una sensación de frescura y una gran alegría. Sin embargo, mientras que el doctor Christian simplemente le profesaba una gran simpatía, el doctor Chasen pasó del misterio a la fascinación y de allí, al amor, al profundo amor por su colaborador.

– Y no comprendo por qué -le confesó a la doctora Judith Carriol. En una de las poco frecuentes oportunidades que se les presentaron de poder conversar sin estar acompañados por el tercer miembro del trío.

– ¡No digas tonterías! -contestó ella-. Por supuesto que lo sabes. No me vengas con evasivas. Sólo te pido que trates de aclararlo.

Él se inclinó hacia ella por encima del escritorio.

– Judith, ¿has amado alguna vez a alguien de verdad? -preguntó.

La expresión del rostro de Judith permaneció inmutable.

– ¡Por supuesto que sí!

– No lo dirás por decir algo, ¿verdad? Porque, francamente, no creo que sea cierto.

– Sólo miento cuando me resulta absolutamente imprescindible, Moshe -contestó ella, sin dejarse amilanar ante la necesidad de admitirlo-, y en esta situación no considero necesario mentirte. No necesito protegerme de ti, porque no puedes hacerme daño. No necesito ocultarte mis propósitos, porque aunque los adivinaras no podrías impedir que los llevara a cabo. Y aunque me vengas con evasivas, no conseguirás que cambie de rumbo. De modo que trata de aclarar tus ideas.

Él lanzó un suspiro de exasperación.

– Eso es lo que trato de hacer. ¡Lo estoy intentando! Escúchame, tú buscabas a un nombre determinado, el hombre, alguien que no pudiera suponer una amenaza para nuestro país o para nuestra forma de vida. Carismático, ¿no es así? Y, tal como te dije hace cinco semanas, él tiene carisma. Entonces, ¿cómo quieres que sepa por qué le amo? ¡Él hace que le amén! ¿Tú no le amas?

El rostro y los ojos de Judith permanecieron tranquilos.

– No.

– ¡Oh, vamos, Judith! ¡Eso es mentira!

– Te aseguro que no. Amo en él las posibilidades que tiene. Pero no le amo en sí mismo, como persona.

– ¡Dios mío! ¡Qué mujer tan dura eres!

– No sigas con tus pretextos, Moshe. Y tú, ¿por qué le amas?

– Por muchos motivos. Para empezar, me ha proporcionado el éxito más grande de mi carrera. ¿Te parece poco? Porque tú no me engañas, yo sé que le has elegido. Ignoro para qué pero, sea lo que sea, le has elegido a él. ¿Cómo puedo no amar a un hombre que me ha proporcionado esa satisfacción, sobre todo teniendo en cuenta que le elegí porque le consideraba capaz de despertar el amor de la gente? ¿Cómo quieres que no ame a un hombre que ve las cosas con tanta claridad, que está tan lleno de amor; un hombre que es tan bueno? Y no me refiero a que sea bueno en su trabajo, ni en su vida como hombre. ¡Sencillamente, es bueno! Y nunca había conocido a una persona buena. Siempre pensé que si alguna vez me topaba con alguna, me aburriría hasta la locura o terminaría odiándola. ¿Cómo puedo odiar a un hombre realmente bueno?

– Podrías, si fueras una persona malvada.

– Bueno, la verdad es que él me hace sentir malvado a menudo -contestó el doctor Chasen con aire solemne y emocionado-. A veces, empiezo a hablar acerca de las tendencias que percibo en un grupo de estadísticas y él, sentado allí, me sonríe, menea la cabeza y exclama: «¡Oh, Moshe, Moshe, no olvides que estás hablando de seres humanos!» Y yo me siento…, bueno, tal vez malvado no sea la palabra exacta, pero me siento avergonzado. Sí, eso es, avergonzado.

Ella frunció el entrecejo y de repente se impacientó con Moshe. Pero no lo demostró y prefirió preguntarse acerca del porqué.

– ¡Mmmm! -murmuró. Y se libró del doctor Chasen con la mayor rapidez posible. Luego se quedó sentada frente a su escritorio pensando.

El lunes por la mañana la doctora Carriol sugirió que, en lugar de ir de su casa al Ministerio en autobús, podían ir paseando por los parques y jardines del Potomac. Utilizó como excusa la belleza del día, cálido, con un cielo despejado y un aire fragante.

– Espero que no pienses que te he hecho perder el tiempo al traerte aquí para que conozcas a Moshe -comentó Judith, mientras caminaban a lo largo del parque de West Potomac.

– No. Comprendo perfectamente los motivos de tu interés en que nos conociéramos y los apoyo totalmente. Moshe es un científico realmente notable. Es un científico brillante y original. Pero como todos los de su especie, está más enamorado de las cifras que de los seres humanos. Como hombre, no es tan brillante ni tan original.

– ¿Y lograste modificar su modo de pensar?

– Un poquito. Pero en cuanto yo regrese a Holloman, empezará a olvidar todo lo que yo le dije y volverá a ser lo que era.

– No pensé que fueras tan derrotista.

– Hay una enorme diferencia entre el realismo y el derrotismo. La solución, Judith, no está en modificar a los Moshe Chasen, sino en modificar a la gente que constituye su información.

– ¿Y cómo lo harías, Joshua?

– ¿Me preguntas cómo lo haría? -Se detuvo en un badén cubierto de césped y ella notó que mantenía un fácil equilibrio en una postura que no debía ser nada cómoda. Tal vez fuese porque él siempre parecía incómodo cuando estaba en una posición de descanso, pero cuando sus brazos y sus piernas tenían una difícil misión que cumplir, la llevaban a cabo con toda gracia y dignidad.

– Les diría que lo peor ya ha pasado, que el tiempo de la autoabnegación ya quedó atrás. Les diría que saquen su orgullo del barro, y sus sentimientos del congelador. Les aconsejaría que acepten la suerte que les ha tocado y que se pongan en marcha para vivirla. La realidad es que tenemos frío y que cada vez tendremos más frío. Al igual que todos los países del hemisferio norte, tenemos que afrontar una emigración masiva para alejarnos del polo. También estamos condenados a formar familias de un solo hijo. Y ha llegado la hora de dejar de mirar atrás, de dejar de quejarnos de nuestra mala suerte y de poner punto final a nuestra resistencia pasiva ante lo inevitable. Tenemos que dejar de llorar por el pasado, porque el pasado se fue y ya no volverá. ¡Les diría que empiecen a pensar en el mañana, Judith! Solamente ellos pueden quitarse de encima esta neurosis del milenio, pensando y viviendo de una forma positiva. Tienen que comprender que es necesario que hoy suframos, porque con el milenio pasado se fue algo más que un siglo. Es preciso que hoy suframos, y la nostalgia es nuestro enemigo común. Les diría que el mañana de las generaciones venideras pude ser más hermoso y más digno de ser vivido que cualquier otra época desde la aparición del hombre, si empezamos ahora mismo a trabajar por ello. Les diría que lo único que no deben hacer es educar a sus pocos hijos, según el antiguo estilo indulgente y relajado. Nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos y todas las generaciones siguientes deben ser fuertes. Deben ser educados para enorgullecerse de sus propios logros y de su duro trabajo. No deben crecer para descansar en los laureles obtenidos por sus padres. Y le diría a cada norteamericano de todas las generaciones, incluyendo a la mía, que no regalen con tanta generosidad aquello que tanto trabajo les ha costado ganar. Porque con ello no obtendrán la gratitud que imaginan, ni siquiera por parte de sus propios hijos.

– Bueno, muy bien -resumió ella-. Estás predicando una actitud de trabajo, que cada uno se ayude a sí mismo, y tu postura con respecto al futuro me parece muy positiva. -Se quedó pensativa-. Pero hasta ahora no me parece demasiado original.

– ¡Por supuesto que lo que estoy diciendo no es original! -replicó él algo molesto-. ¡El sentido común nunca es original! Y, además, ¿por qué te parece tan importante la originalidad? A veces, los principios más antiguos y repetidos han servido para guiar a la gente, porque todos los que debían estar mostrando el camino al pueblo, no hacen más que tratar desesperadamente de ser originales. ¡Y el sentido común es sólo sentido común y nada más que sentido común! Y los hombres lo poseen desde los albores de la creación.

– De acuerdo. Ten paciencia conmigo, Joshua. No estoy asumiendo el papel de abogado del diablo por divertirme. Sigue, ¿qué más les dirías?

La voz de Joshua se convirtió en un ronroneo lleno de calidez.

– Les diría que son amados. Por lo visto ya nadie les dice que se les ama, y ahí reside gran parte del problema. La administración moderna es eficaz, cuidadosa y delicada. Pero dejan de lado el amor de la misma manera que el hombre inseguro y débil olvidará decirle a su mujer o a su amante que la quiere, y cuando uno le pregunte por qué, se pondrá a la defensiva y afirmará que ellas deberían saberlo sin necesidad de que se les diga. Pero, Judith, todos necesitamos que nos digan que somos amados. El hecho de que a alguien le digan que le quieren, le ilumina el día. De modo que yo les diría que son amados. También les diría que no son malvados y que no disfrutan con el pecado, que no son seres despreciables… Les diría que cuentan con todos los recursos necesarios para salvarse y para construir un mundo mejor.

– ¿Harías hincapié en este mundo y no en el próximo?

– Sí, trataría de hacerles ver que Dios les puso aquí por un motivo y que ese motivo es hacer algo en el mundo. Les diría que no canalizaran sus pensamientos hacia una existencia a la que sólo tendrán acceso después de la muerte. Existe tanta gente que se afana por ganar la salvación en la otra vida que, en definitiva, lo único que hacen es estropear ésta.

– Te estás alejando de la raíz del problema -dijo ella, más que nada para azuzarlo; quería saber cómo trataba a sus oyentes escépticos.

– ¡Estoy tanteando el camino! ¡Lo estoy tanteando! -exclamó él entre dientes, golpeando los puños cerrados sobre sus rodillas al ritmo de la frase. Después hizo una profunda inspiración, cosa que pareció tranquilizarlo, y por fin, continuó hablando con voz severa-. ¡Judith, cuando la gente acude a mí en busca de ayuda, me mira con una expresión suplicante en los ojos, y entonces resulta todo tan fácil! En cambio, tú me observas como observarías a un raro espécimen bajo el microscopio y ni siquiera sé por qué me quedo aquí sentado y lo aguanto. A ti no te interesan mis puntos de vista sobre Dios y el Hombre, lo único que te interesa es… ¿qué es lo que interesa exactamente? ¿Qué cosas te interesan? ¿Por qué te intereso yo? ¡Porque, por lo visto, yo te intereso, y no debería ser así! Pareces saber tanto acerca de mí y, en cambio, yo no sé nada de ti. ¡Eres…, eres un misterio!

– Me interesa mejorar el mundo -contestó ella con frialdad-. Tal vez no el mundo entero, pero sí la parte que nos toca: Norteamérica.

– Lo creo, pero eso no contesta a mi pregunta.

– Más adelante, ya tendremos tiempo para preocuparnos por mí. Pero en este momento, el que importa eres tú.

– ¿Por qué?

– Dentro de un minuto te lo diré, pero siempre que antes me hables más sobre ti, de lo que eres y de lo que piensas.

– Bueno, si insistes en ponerme una etiqueta, digamos que soy partidario del meliorismo.

Le dolió tener que admitir que Joshua había utilizado una palabra desconocida para ella, pero sentía demasiada curiosidad para esperar a buscarla más tarde en el diccionario, salvando así su dignidad.

– ¿Un meliorista? -preguntó.

– Alguien que cree que el mundo puede ser infinitamente mejorable por el hombre, más que a través de la intervención de Dios.

– ¿Y tú crees en eso?

– Por supuesto.

– Y, sin embargo, crees también en Dios.

– Claro, estoy convencido de que Dios existe -contestó él con absoluta seriedad.

– He notado que nunca antepones el artículo indefinido a la palabra «Dios». Jamás te refieres a «un Dios». Simplemente dices «Dios».

– Dios no es indefinido, Judith. Simplemente, es.

– ¡Oh, a la mierda con todo esto! ¡Así no llegaremos a ninguna parte -exclamó ella violentamente, al tiempo que se ponía en pie, mirándole de frente.

Él lanzó una alegre carcajada.

– ¡Es increíble! ¡Por fin he encontrado una grieta en tu armadura!

– ¡De eso nada! -contestó ella furiosa-. Yo no tengo ninguna armadura. ¿Quieres oír una adivinanza?

– ¿Una adivinanza sobre qué?

– Si la puedes contestar, sabrás todo lo que quieres saber sobre Judith Carriol.

– ¡Eso sí que no me lo perdería por nada del mundo! ¡Adelante!


Brillante es el sonido de las palabras cuando el

hombre indicado las pronuncia; melodioso el ritmo

de las canciones cuando las interpreta el cantor;

siguen siendo entonadas y dichas, vuelan como si

tuvieran alas, después de la muerte del cantante y

del entierro del compositor.


Él permaneció en silencio con el rostro inexpresivo.

– ¿Perplejo?

– Hace un rato me atacaste por haber utilizado una palabra que no conocías -contestó él, medio en broma.

– No es cierto. ¿No sabes resolver el acertijo?

– No soy ningún Edipo. Es bonito, pero incomprensible.

– Muy bien. Entonces seré más clara, pero no respecto a mí, sino respecto a ti. Te explicaré por qué me interesas tanto.

Él adoptó en seguida un aire atento y serio.

– ¡Esto sí que no me lo pierdo!

– Eres un hombre de ideas, Joshua, de ideas importantes y me atrevería a decir, imperecederas… En cambio, yo no soy así. No es que no tenga ideas, pero la mayoría de ellas se refieren a la forma de llevar a cabo y de canalizar las ideas originales de otros. Quiero que escribas un libro.

Eso le sorprendió. Se puso de pie y la miró a los ojos.

– No puedo, Judith.

– Existen los fantasmas -dijo ella, volviéndose y empezando a bajar por el terraplén.

Él la siguió.

– ¿Fantasmas? -Estaba tan lejos de la línea de pensamientos de Judith, que interpretó la palabra en su sentido sobrenatural.

– ¡Oh, Joshua! No me refiero a espectros. Hablo de la gente que se dedica a escribir los libros para otros.

– Una palabra repulsiva para denominar una ocupación igualmente repulsiva.

– Tú tienes mucho que ofrecer y deberías estar ofreciéndolo a mucha gente, no sólo a ese grupito que tratas en la clínica. Y ya que estás convencido de que no sabes escribir, no veo por qué no puedes utilizar un fantasma.

– Ya sé que tengo mucho que ofrecer a los demás, pero sólo puedo hacerlo personalmente.

– ¡Qué tontería! Míralo desde otro punto de vista. Por ahora, a las únicas personas que puedes ayudar es a los pocos que están en Holloman, a tu alcance. Me parece bien que la clínica no sea más grande, ya que así tienes la posibilidad de seguir personalmente a todos tus pacientes. El tratamiento que les ofreces es intensamente personal y depende de ti y no podrías delegar esa responsabilidad en otros terapeutas, por más que les entrenaras. Excluyo a tu familia porque es un caso especial, algo así como una extensión tuya. Pero un libro, y cuando lo digo no me refiero a un texto escrito para expertos, podría llegar a aquellos que necesitan desesperadamente recibir ese mensaje que tú quieres transmitir. ¡Sería una bendición del cielo! Podrías volcarte en él de tal forma, que sólo superarías personalmente y acabamos de admitir las limitaciones de ese acercamiento. En cambio, un libro puede llegar a millones de seres humanos. A través de un libro podrías ejercer un profundo efecto sobre la neurosis del milenio a lo largo de todo el país. Y tal vez a lo largo de todo el mundo, cuando éste estuviera dispuesto a escuchar. Dices que las personas necesitan desesperadamente que les quieran y que nadie se lo dice. Pues entonces, ¡hazlo tú! ¡Hazlo tú en tu libro, Joshua, un libro es la única solución!

– Admito que es una excelente idea, pero impracticable. ¡Ni siquiera sabría cómo empezar!

– Yo puedo enseñarte a empezar -insistió ella con tono persuasivo-. Puedo enseñarte incluso a terminarlo. Pero no estoy diciendo que pueda escribir el libro en tu lugar, sino que puedo encontrarte editor, que se encargaría de encontrar a la persona indicada para colaborar contigo en el libro.

Él se mordisqueaba los labios, debatiéndose entre el temor y la ansiedad. Al fin llegaba su oportunidad. Se preguntaba a cuánta gente podría llegar a través de un libro. Y si el proyecto no diera resultado, ¿no empeoraría las cosas? ¿No sería mejor seguir ayudando a las pocas personas que tenía a su cargo en Holloman, en lugar de meterse con las vidas y el bienestar de muchos miles de personas, a las que jamás conocería, ni siquiera de nombre? Un libro podía llegar a mucha gente y era personal, siempre y cuando él se asegurara de que dijera exactamente lo que él quería decir. Pero no era lo mismo que ver a la gente en una situación clínica.

– Creo que no tengo ganas de asumir este tipo de responsabilidad. -decidió con sobriedad.

– Pero si lo estás deseando. Te encantan las responsabilidades. ¡Sé honesto contigo mismo, Joshua! Lo que realmente te impide dejarte llevar por el entusiasmo es que no estás seguro de que ese libro será realmente tuyo, porque necesitarás que alguien te ayude físicamente a escribirlo. Y lo comprendo porque además de ser un pensador, eres un hombre práctico. Mira, el motivo por el que quiero que se publique este libro es porque creo que tus ideas valen. Y porque tienes valor para transmitir un mensaje espiritual. Y eso no es algo común en nuestros días y coincido contigo en que la gente está más necesitada de ayuda espiritual que de cualquier otra cosa. No te culpo por estar asustado -agregó, mirándole directamente a los ojos-. ¡Pero debes producir ese libro, Joshua! Es el principio de un camino para llegar a la gente.

¡Qué mundo tan maravilloso! Miró a su alrededor, tratando de observarlo todo con ojos nuevos e ingenuos. Ése era el mundo que él había intentado preservar y seguiría luchando por ello, para que en un futuro distante volviera a ser el paraíso de belleza y confort que era sin duda antes de que el hombre se hiciera cargo de él. ¡El hombre podía y debía aprender! Y, más allá de sus dudas y temores, supo que él, Joshua Christian, tenía una contribución muy real e importante que hacer. Lo sabía desde siempre. Cuando escribían acerca de hombres como Napoleón o Julio César, los autores hablaban de una «sensación de predestinación». ¡Él también tenía esa sensación! Pero no quería pensar en sí mismo como un Napoleón o un Julio César. No quería sentirse como un ser elegido, especial y privilegiado. No quería caer en el error de interpretar su propia capacidad como algo superior a los demás. Empezar a dirigir las vidas ajenas, convencido de que era un elegido y que, por lo tanto, estaba capacitado para ello, era algo que no tenía ningún derecho a hacer. Y, sin embargo…, sin embargo, ¿y si esa oportunidad que le brindaban en ese momento fuera la gran oportunidad, la única, la que jamás se le volvería a presentar? ¿Y si él la rechazaba y a causa de ello se desmoronaba su país? En ese caso, tal vez pensaría que él hubiera podido contribuir a salvarlo.

No estaba seguro de atreverse a pensar en su futuro en esos términos. Pero había soñado infinidad de veces con esa misión y, últimamente, lo soñaba incluso despierto. En un frenético intento de encontrar excusas, se dijo para sus adentros que lo soñaba de la misma forma que un niño sueña con fábricas de chocolate, con que nadie le obligue a ir a la escuela o con un perrito al que no haya que sacar a pasear o dar de comer. ¡No como una realidad! Ni por una sensación de ser privilegiado, independientemente del hecho de que en lo más profundo de su alma, todo hombre y toda mujer se consideran únicos, exclusivos e irremplazables.

¿Y si él rechazaba esa oportunidad y su país perecía porque su gente vagaba demasiado tiempo sola y sin nadie que les guiara? Ante tal perspectiva, se le ocurría pensar que tal vez él podría contribuir a salvar a su gente y a su país. O tal vez su destino fuese ser el precursor de otro hombre, un hombre más fuerte y mejor que él, cuyo camino había que preparar. Después de todo, pensó, mordiéndose los labios y observando a los perros y a los pájaros que poblaban el parque soleado, cualquier contribución que él pudiera aportar no empeoraría el estado del mundo, que era ya catastrófico. ¿Lograría cambiar algo de verdad? Y el solo hecho de pensarlo, ¿no era ya una forma de sentirse exclusivo? ¡Oh! Podría, podría, podría, quizá, quizá, tal vez… ¡Sí!

¿Habría sido ella enviada a pedírselo? ¿Y la había enviado Dios? No, la política de Dios no consistía en intervenir personalmente, ni siquiera por mediación de un delegado. O tal vez fuera una enviada del demonio. Pero él no estaba demasiado convencido de la existencia del demonio y, en cambio; sí de la de Dios. Le parecía que la invención del demonio era más necesaria para la mente del hombre que la invención de Dios. Dios era. Dios es. Dios será. En cambio, el demonio no era más que un monstruo armado con un látigo. El mal existía, pero como un espíritu puro; no tenía forma, ni cascos, ni cola, ni cuernos, ni mente humana. Dios tampoco tenía formas, ni brazos, ni piernas, ni genitales, ni una mente humana. Sin embargo, era sabio, organizado y lleno de conocimiento. En cambio, el mal no era más que una fuerza.

Tal vez ella no fuera, como él suponía, una importante funcionaría de los Estados Unidos de Norteamérica. Benigna o maligna: signo de interrogación. La vida era un signo de interrogación imprevisible. Unas veces, subía y otras, bajaba.

– Muy bien, lo intentaré -resolvió, tenso, tembloroso, cerrando los puños.

Ella no cometió el error de lanzar exclamaciones de entusiasmo y asintió simplemente con vehemencia.

– ¡Perfecto! -Entonces empezó a caminar en dirección a Georgetown-. Dese prisa, amigo, si nos damos prisa, todavía alcanzaremos el tren que va a Nueva York.

– ¿A Nueva York? -contestó él, estupefacto, todavía no repuesto de su propia respuesta.

– ¡Por supuesto! ¡Nueva York! Allí está «Atticus Press».

– Bueno, sí, pero…

– ¡Sí, pero nada! Quiero empezar a trabajar en seguida en esto. Esta semana puedo robarle tiempo a mi trabajo, pero la semana que viene ya no lo sé. -Se volvió para dedicarle una cautivadora sonrisa, que él no devolvió. Joshua se sintió mucho mejor al poner las riendas de todo en manos de Judith, que sabía todo lo que él ignoraba, como ese asunto de libros y editores. Ella era una persona que sabía manejar los hilos, un arte que él nunca dominó y que jamás dominaría.

Además, por el momento, ya le bastaba con haber tomado la decisión. Era justo que ella le guiara hasta que él lograra recuperar el aliento. Sin embargo, no se le ocurrió pensar que lo último que ella deseaba era que él recuperara el aliento durante un buen tiempo.

– Tenemos que ver en seguida a Elliot MacKenzie -decidió Judith caminando aún más rápido.

– ¿Quién es?

– El editor de «Atticus Press». Afortunadamente es un viejo y querido amigo mío. Su mujer y yo fuimos compañeras en la Universidad de Princeton.


«Atticus Press» era propietaria del edificio de setenta pisos, del cual sólo ocupaba los veinte pisos inferiores, y había reservado una parte del vestíbulo principal como entrada privada de la editorial. Cuando a la mañana siguiente el doctor Christian y la doctora Carriol entraron por ese vestíbulo, fueron recibidos como reyes. Les esperaba una guapa ejecutiva maravillosamente vestida, que inmediatamente les acompañó hasta el único ascensor, cuyo uso estaba permitido en aquel edificio. La mujer introdujo una llave especial en el panel de mandos y el ascensor subió directamente hasta el piso diecisiete.

Elliot MacKenzie les esperaba junto a la puerta. Tendió su mano para estrechar la del doctor Christian y besó a la doctora Carriol en la mejilla. Se instalaron en su oficina repleta de libros, frente a una taza de café y allí les presentó a Lucy Greco, la ejecutiva que les había recibido. MacKenzie y Greco eran personas de aspecto sumamente agradable. Él era alto, apuesto, elegante y transmitía una gran sensación de vitalidad; ella, una mujer atractiva de mediana edad, era un constante estallido de energía.

– Debo confesar que cuando Judith me explicó la idea de su libro, me entusiasmé muchísimo -aseguró Elliot MacKenzie con ese leve tono nasal que denunciaba a una persona de clase y posición social impecables.

AI oír esas palabras el doctor Christian se quedó como petrificado y se le hizo un nudo en el estómago, como a un niño que se pone patines por primera vez en su vida.

– Lucy se encargará de ayudarla en calidad de editora -continuó diciendo MacKenzie-. Tiene enorme experiencia porque ha trabajado muchísimo con personas que no son escritores pero que tienen algo importante que decir. Ella tendrá la misión de llevar su libro al papel y le aseguro que es la persona más eficaz que hay para este trabajo.

El doctor Christian se mostró inmensamente aliviado.

– ¡Gracias a Dios! ¡Una coautora! -exclamó.

Pero MacKenzie frunció el entrecejo con la expresión de desagrado de un hombre, que no sólo ocupa la silla del editor, sino que además es el dueño de la editorial.

– ¡Desde luego que no se trata de eso! El único autor será usted, doctor Christian. Serán sus ideas y sus palabras. Lucy simplemente asumirá el papel de su Boswell.

– Boswell -explicó el doctor Christian-, fue un biógrafo. El doctor Johnson escribió sus propios libros y nadie lo hubiera hecho mejor que él.

– Entonces, digamos que fue su ayudante -contestó Elliot MacKenzie con tono tranquilo para que nadie sospechara que no le gustaba que le pillaran en falta.

– ¡Pero eso no me parece justo! -protestó el doctor Christian.

– Por supuesto que es justo, doctor Christian -intervino la señora Greco-. Debe aprender a pensar en mí como si fuese una partera. Mi tarea consiste en extraerle de las entrañas el libro más hermoso del mundo con la mayor rapidez y el menor dolor posible. ¡Y recuerde que en el Registro Civil no figura el nombre de la partera! Le aseguro que nada de lo que haré por usted me da derecho a figurar como coautora.

– Entonces no tiene la menor posibilidad de poder llevar a cabo su empresa -aseguró el doctor Christian, de repente invadido por una profunda depresión.

Se sentía empujado y obligado a actuar con una celeridad a la que no estaba acostumbrado y, en medio de su confusión, no se le ocurrió pensar que esa gente conocía sus dificultades literarias mucho mejor de lo que él creía. Más adelante pensaría en ese aspecto de la cuestión, pero Judith ya no estaría a su lado para aclarársela y los acontecimientos empezarían a precipitarse con tanta rapidez, que ese punto, por ser de menor importancia, no volvería a surgir a la superficie.

Elliot MacKenzie era una persona muy sensible a los matices y extremadamente eficaz en su oficio.

– Doctor Christian, sabemos que usted no es un escritor nato -dijo con suavidad y firmeza-. Todos aceptamos este hecho y, aunque no lo crea, es una situación muy frecuente en una editorial, especialmente entre los autores que no se dedican al género de ficción. A veces, un hombre o una mujer tienen algo importante que decir, pero no tienen tiempo para escribirlo o tal vez no poseen el talento para hacerlo. En esos casos, el libro es simplemente un vehículo construido por profesionales con la única y exclusiva finalidad de llevar sus ideas al papel. Si usted fuese escritor y teniendo en cuenta que nunca ha publicado un libro, no estaría aquí sentado sin haber presentado antes un manuscrito. Y un manuscrito terminado requiere un cierto tiempo. Y exige un talento muy especial. No tiene sentido discutir el mérito relativo que tendría que usted escribiera su propio libro, en lugar de permitir que otro lo haga por usted. Por lo que me ha dicho la doctora Carriol, usted está en condiciones de hacer una importante contribución al mundo, que debe ser llevada a cabo lo antes posible. Lo único que nosotros pretendemos es que esa contribución se convierta en una realidad. ¡Y le aseguro que nos resulta un trabajo apasionante! Al final de esta tarea, tendremos en nuestras manos un libro, un buen libro. Y ese libro es lo único que importa.

– ¡No sé! -exclamó el doctor Christian, sin dar su brazo a torcer.

– ¡Pero yo sí! -contestó con firmeza Elliot MacKenzie. En seguida dirigió una rápida mirada a su empleada. Lucy Greco se puso en pie de inmediato.

– ¿Qué le parece si me acompaña a mi oficina, doctor Christian? -preguntó-. Ya que tendremos que trabajar juntos, ¿por qué no empezar en seguida un plan de acción?

Él se puso de pie y la siguió sin decir una palabra.


– ¿Estás segura de que sabes lo que haces? -preguntó el editor en cuanto él y Judith Carriol quedaron a solas.

– ¡Segurísima!

– Bueno, debo confesar que no veo qué es lo que te entusiasma tanto. A mí no me parece que él tenga ganas de escribir un libro. Admito que es un tipo de aspecto imponente, que físicamente se parece un poco a Lincoln, pero no diría que tiene una personalidad avasalladora.

– Ahora es como una tortuga, que se ha escondido en su caparazón. Se siente amenazado y manipulado… y no sin razón. Me hubiera gustado trabajarlo más tiempo, que se acostumbrara a la idea para que su entusiasmo natural volviera a surgir espontáneamente. Pero tengo motivos muy importantes que exigen que este proyecto esté muy adelantado dentro de seis semanas.

– No va a ser tan sencillo y además te saldrá caro. Me temo que no será nada fácil hacer trabajar a tu indecisa tortuga.

– Déjale en mis manos y en las de Lucy Greco. Y, en cuanto al libro, no tienes por qué preocuparte. Te avala el Ministerio del Medio Ambiente. Querido Elliot, no todos los días se te presenta un negocio tan interesante, cuyas posibilidades de pérdidas son nulas.

– ¡Bueno, bueno! -exclamó él, mirando su reloj-. Tengo un compromiso arriba -agregó-. Dada la urgencia del caso, es probable que tu protegido tenga que estar un buen rato con Lucy. ¿Tienes algo que hacer mientras esperas?

– En este momento, lo único que tengo que hacer es ocuparme de él -contestó ella con sencillez-. No te preocupes por mí. Me quedaré aquí y curiosearé tu maravillosa colección de libros.

Pero pasó largo rato antes de que la doctora Carriol se pusiera de pie para acercarse a la biblioteca. Se quedó mirando a través del gigantesco ventanal recubierto por tres gruesos vidrios, aislados uno del otro con una cámara de aire. Habían intentado cubrir con tablones los ventanales de los rascacielos de Nueva York, pero no había dado resultado. La racha de suicidios y el estado depresivo de la gente creció. Así que, finalmente, optaron por cubrir con muros de ladrillos algunos de los ventanales y otros, con vidrios triples.

Ese año se anunciaba una primavera temprana y Nueva York parecía obedecer los pronósticos. Los árboles estaban todavía desnudos y así seguirían, por lo menos, hasta mediados de mayo, por templado que fuese el tiempo, pero el aire no era frío y brillaba el sol. Una nube pasó flotando, pero la doctora Carriol no alcanzó verla; sólo vio su reflejo en el espejo dorado que era el rascacielos vecino.

«¡Pórtate bien, Joshua Christian -exclamó para sus adentros-, y todo será espléndido. Ya sé que te he empujado para emprender un camino que ni siquiera tú sabes si quieres seguir, pero lo hago movida por los más nobles motivos, por motivos que no te avergonzarían si los conocieras. Lo que te impulso a hacer no te hará daño, más bien te prometo que cuando te acostumbres te encantará. Posees enormes poderes para hacer el bien, pero nunca te pondrás en marcha, a menos que alguien te empuje. ¡Así que aquí estoy yo! Pienso que al final me estarás agradecida. No busco tu gratitud, no hago más que cumplir con mi trabajo y te aseguro que trabajo mejor que nadie. Durante miles de años los hombres han asegurado que las mujeres jamás podrían competir con ellos, porque permiten que sus emociones se interpongan en su trabajo. No es cierto. Aquí estoy yo para demostrarlo y estoy decidida a demostrarlo. Tal vez nadie sabrá jamás que lo hice. Pero lo sabré yo y eso es lo único que importa.»

Quedaban siete semanas. Podía hacerlo. ¡Debía hacerlo! Porque el 1 de mayo, más allá de cualquier condición personal, tendría en sus manos la prueba de que el doctor Joshua Christian era el hombre que buscaban. Para esa fecha, el libro debía ser una realidad. Al igual que los informes, respaldados por cintas y vídeos que debían mostrarle en acción: Cuando ella fuese a ver al Presidente, tenía que tener en sus manos un caso cerrado a favor del doctor Joshua Christian. El Presidente no era un hombre que se dejara entusiasmar con palabras, y Harold Magnus lucharía denonadamente por la candidatura del senador Hillier.

Acercó su silla al escritorio de MacKenzie y tomó el teléfono de la línea privada del editor.

Marcó un número de treinta y tres cifras, sin necesidad de consultar su agenda ni papel alguno.

– Habla la doctora Carriol. ¿Está el señor Wayne?

El contestador le replicó que el señor Wayne no estaba allí..

– ¡Encuéntrelo! -ordenó Judith Carriol con frialdad.

Esperó pacientemente mientras clasificaba mentalmente todas las pruebas que le resultarían necesarias.

– ¿John? No te hablo por un teléfono protegido contra las interferencias, pero esta línea no figura en el tablero general de «Atticus». ¿Quieres teclear la computadora para asegurarte de que no esté intervenida? El número es 5556273. Supongo que no se trata de un número que le interese al gobierno, pero es posible que exista alguna forma de espionaje industrial, aunque se trate de un negocio del siglo xviii. Vuelve a llamarme.

Esperó cinco minutos hasta que volvió a sonar el teléfono.

– Puede hablar con tranquilidad -aseguró John Wayne.

– Muy bien. Escucha. Necesito que instalen inmediatamente algunas cámaras de vídeo y muchos micrófonos en los números 1.045 y 1.047 de la calle Oak de Holloman, Connecticut, en la clínica y en la casa del doctor Joshua Christian. Que los instalen por todas partes. Quiero controlar cada centímetro cuadrado de ambos edificios y quiero que tengan una guardia de veinticuatro horas. El equipo deberá ser instalado hoy mismo y retirado el próximo sábado por la tarde, porque la familia Christian pasa los domingos subida a escaleras para regar las plantas y podrían ver alguna cámara, ¿de acuerdo? También necesito una lista completa de los pacientes del doctor Christian, los pasados y los actuales. Es necesario que se les hagan a todos entrevistas grabadas en cinta y en vídeo, sin que se den cuenta de que los están entrevistando, por supuesto. Tú te encargarás de hacer lo mismo con su familia y sus amigos. Y también quiero que entrevistes a sus enemigos. Estas entrevistas pueden demorarse más que el editaje del vídeo de la casa y de la clínica, pero tienen que estar listas para presentarlas el 1 de mayo, ¿de acuerdo?

Ella alcanzaba a percibir la excitación de su asistente.

– Sí, doctora Carriol. -Y en ese momento encontró el valor suficiente para formular la pregunta que había contenido mientras el doctor Christian estuvo en Washington-. ¿Así que es él?

– ¡Es él, John! ¡Pero tendré que presentar batalla y estoy decidida a ganarla! No puedo permitirme el lujo de perderla. Porque éste es el hombre que buscamos.

Y, evidentemente, así era. A medida que iban transcurriendo los días, la decisión que tomara esa noche en Hartford le parecía cada vez más acertada. De los nueve finalistas, él era el único que poseía lo necesario para realizar esa misión. Por lo tanto, estaba en sus manos proporcionarle la posibilidad de llevar a cabo esa tarea que sólo él podía hacer. La misión requería a un hombre que no tuviera compromisos políticos y que no estuviera absorto en su carrera, un hombre que no pensara en sí mismo, que no tuviera una imagen.

La Operación de Búsqueda era su hija. Ella lo soñó y sólo ella comprendía lo que se buscaba. Y desde el momento en que conoció al doctor Christian, esa comprensión pareció extenderse en su interior, lo cual era una señal evidente de que él era el hombre. Cinco años antes hubieran elegido simplemente al senador Hillier y le hubieran indicado el camino a seguir. Pero ella ni siquiera quería que se le incluyera en los cien mil nombres que procesarían sus investigadores con sus equipos y computadoras. En esa oportunidad, Tibor Reece apoyó a Harold Magnus, pero ella conservó sus fuerzas durante cinco años y se negaba a considerar la posibilidad de que Magnus resultará vencedor de esa próxima batalla. La anterior no había sido más que escaramuza preliminar, que ella podía permitirse el lujo de dejarle ganar, pero no cometió el error de dejarla asumir proporciones de verdadera batalla. Posiblemente él creyó que no presentaría una verdadera lucha, pero en eso se equivocó.

De alguna manera ella siempre supo que existía un hombre, que había nacido para realizar esta tarea, alguien destinado a eso de forma natural e inevitable. Y era extraño que siendo tan feminista estuviera convencida de que se trataba de un hombre y no de una mujer. Pero ya habían pasado los días, en que un hombre podía salir caminando del desierto o de la selva y encontrar su camino. Vivían en el tercer milenio, y el mundo estaba tan superpoblado que los mejores seres humanos podían permanecer ocultos, no por su culpa o por falta de esfuerzo. Era una época tan sofisticada, que las pocas personas que destacaban entre las masas, podían permanecer ocultas o elevarse hasta niveles insospechados. Tal vez ese tercer milenio fuese tan torpe en sus procedimientos como los dos anteriores, pero había perfeccionado el arte de controlar sus millones de habitantes sin rostros, y el cinismo de la época había echado profundas raíces en cifras, hechos, tendencias y exponentes. Había remplazado la ética por lo sintético, la filosofía por la psicología, y el oro por papel. Ella era la única que se negaba a creer que los gigantescos ríos de hielo silencioso que se desplazaban hacia abajo del círculo ártico, estuviesen destinados a arrasar la raza humana. A pesar de que la naturaleza de ambos era totalmente opuesta, ella creía, al igual que el doctor Joshua Christian, que el hombre poseía en su interior los poderes necesarios para vencer todos los obstáculos que se le presentaran en el camino.

Pero le parecía extraordinario que sólo la tozuda personalidad y la inteligencia de un hombre hubieran logrado desenterrar al doctor Joshua Christian. Si su nombre hubiese estado en la lista de los analizados por el doctor Abraham o la doctora Hemingway, posiblemente habría caído en el camino. Pero su nombre cayó en manos de Moshe Chasen. Las cosas siempre dependían de pequeñas coincidencias como ésa, por cuidadoso que fuese el método utilizado, o por seguro que pareciera. En definitiva, todo seguía dependiendo de la gente, de sus caprichos, de sus individualidades, de la singularidad que les proporcionaba la genética. Coincidía, y ésa era una de las «pautas» de las que hablaba Joshua.

Apoyó la barbilla sobre sus manos y se inclinó hacia delante, preguntándose cuántos Joshua anónimos no habían surgido en las listas del doctor Abraham y de la doctora Hemingway. ¿Sería Joshua el hombre más indicado para la tarea? Tal vez hubiera alguien aún mejor, oculto en algún rincón del Banco Federal de Datos Humanos. Pero eso era algo que jamás sabrían, a menos que tomaran los sesenta y seis mil nombres restantes y los examinaran de acuerdo con el programa de Moshe Chasen, siempre que los cien mil nombres originariamente elegidos fuesen los indicados según el enfoque de Moshe Chasen. De todos modos, era demasiado tarde para hacerse esas preguntas. Había surgido Joshua Christian. Y, por lo tanto, él sería el elegido.


Después de pasar tres horas con la señora Lucy Greco, el doctor Christian se sintió mucho más seguro con respecto a su libro. Su faceta profesional no pudo menos que apreciar la forma en que le trató esa mujer, y curiosamente eso le proporcionó más confianza en el proyecto. A los pocos minutos, se sintió más desinhibido. A la media hora, hablaba libremente, con rapidez y por momentos apasionadamente. Realmente, ella le resultaba una gran ayuda. Si a él le faltaba algo, ese algo era una progresión lógica, pero tenía plena conciencia de esa deficiencia, sobre todo después de conocer a dos críticos tan severos como Judith Carriol y Moshe Chasen. Lucy Greco poseía la cualidad de pensar con lógica en todos los sentidos. Y no era sólo eso. Fue como si se entendieran a la perfección. Para él, ella era el auditorio perfecto porque le escuchaba con la boca abierta lista para devorar dócilmente todo lo que él dijera y, sin embargo, las ocasionales preguntas que le hacía estaban tan bien formuladas que le ayudaban a expresar sus ideas en aquellos aspectos que Joshua todavía no había analizado a fondo.

– Usted tenía que haber sido psicóloga -comentó Joshua cuando regresaban a la oficina de Elliot MacKenzie.

– Es exactamente lo que soy -contestó ella.

Él lanzó una carcajada.

– ¡Debí haberlo advertido! -exclamó.

– Doctor Christian -dijo ella con tanta sinceridad que comenzó a andar más despacio y por fin se detuvo-. Éste es el libro más importante en el que he colaborado en mi vida. ¡Le pido por favor que me crea! Lo digo en serio. Jamás hablé con más seriedad en toda mi vida.

– Pero el problema es que no conozco todas las respuestas -confesó él, sintiéndose indefenso.

– ¡Por supuesto que las conoce! Existen algunos seres afortunados que pueden existir sin ayuda de un maestro espiritual, e incluso algunos son tan solitarios, que no cuentan con ningún semejante a quien puedan utilizar como maestro. Pero la mayoría de la gente necesita un apoyo. Lo que yo le he oído decir durante las últimas horas me resulta suficiente para saber hacia dónde nos dirigimos y hacia dónde pienso impulsarle yo. Me parece que usted ha tenido miedo.

– Sí. Muchas, muchas veces.

– No tenga miedo -aconsejó ella y volvió a emprender la marcha.

– No soy más que un hombre -contestó él-, y el hombre que no tiene miedo no vale demasiado. El temor puede ser una indicación de sentido común o una falta de sensibilidad. El hombre que no tiene miedo es una especie de máquina.

– O el superhombre de Nietzsche.

Él sonrió.

– ¡Puedo asegurarle que no soy ningún superhombre!

Entraron en la oficina de Elliot MacKenzie.

Él había regresado hacía rato y estaba sentado junto a la doctora Carriol. Al oírles entrar, levantó la mirada con curiosidad, para ver qué impresión le había causado a Lucy Greco su nueva tarea.

Lucy tenía las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes y el aspecto de haber estado en brazos de su amante. Y el doctor Joshua Christian parecía haber vuelto a la vida. Mentalmente elevó el número de ejemplares del libro que se vendería en la primera edición. Lucy Greco era uno de esos raros fenómenos de las editoriales, una escritora nata que no tenía absolutamente nada propio que decir. Pero si uno le confiaba a alguien que tuviera mucho que decir, ella lo cantaba en prosa. Y ya se notaba que se encontraba en ese estado, en que las palabras bramaban en su interior. ¡Había un libro!

– Hoy mismo viajo a Holloman con Joshua -anunció, demasiado excitada para sentarse.

– ¡Excelente! -exclamó la doctora Carriol, poniéndose de pie. Le tendió la mano a Elliot MacKenzie-. ¡Gracias, amigo mío!


Al salir del edificio, Lucy Greco se separó de ellos. Decidieron que prepararían sus equipajes y volverían a encontrarse tres horas después en la estación Grand Central.

La doctora Carriol y el doctor Christian se quedaron por fin solos.

– Vamos. Creo que debemos cancelar la cuenta del hotel, y esperar a Lucy en el bar de la estación Grand Central -sugirió Judith Carriol.

Él lanzó un suspiro de alivio.

– ¡Gracias a Dios! Por un momento, pensé que no nos acompañarías a Holloman.

– Y tenías razón -contestó ella, alzando las cejas-. No pienso volver a Holloman con vosotros. Cuando estéis instalados en el tren, me iré a la estación Penn para tomar el expreso a Washington. ¡No pongas esa cara de desilusión, Joshua! No olvides que tengo que ocuparme de mi propio trabajo y ahora que tienes a Lucy ya no me necesitarás. Ella es la experta.

Él sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

– ¡Ojalá pudiera creerlo! Todo esto es idea tuya. Ni siquiera sé si quiero publicar este libro, aunque cuente con la ayuda de Lucy.

Ella ni siquiera detuvo la marcha ante ese comentario.

– Mira, Joshua, te voy a hablar con absoluta franqueza, ¿de acuerdo? Tú tienes una misión y eres más consciente de ello, que yo o cualquier otro. Todas esas dudas me parecen completamente superficiales. Yo te comprendo. No has tenido tiempo de pensar las cosas a fondo y admito que yo te presioné sin piedad. Hace apenas un poco más de una semana que te conozco, y desde entonces han sucedido demasiadas cosas, y han sucedido porque yo te he presionado. Para decírtelo con franqueza, tú necesitabas alguien que te empujara. Si fueses un hombre religioso, te habrías preparado durante años para este momento. Si fueses evangelista, ya te habrías zambullido en el agua, con zapatos y todo. Ya sé que el futuro es un misterio, especialmente para ti. Un misterio tan impenetrable que no permite ver con claridad el día de esta semana, y mucho menos la semana que viene o el año próximo. Pero ya llegará. Y sin necesidad de que yo te lleve de la mano.

– ¿Un hombre religioso, evangelista? ¡Dios mío! -exclamó él-. ¿Es así como lo ves, Judith, como una misión religiosa?

– Sí. Debo decir que sí, pero no en el sentido antiguo.

Las sombras que le rodeaban eran cada vez más espesas. A su alrededor todo era gris.

– ¡Judith, no soy más que un hombre! ¡No estoy preparado para eso!

De repente, se preguntó por qué tendría que sacar él temas como ése en una calle de Nueva York, donde la atmósfera y el hecho de que estuvieran caminando impedían toda sutileza y cualquier posibilidad de delicadeza. Y por otra parte, ¿cómo iba a encontrar ella las palabras indicadas para contestarle, si para ella los acontecimientos también se habían desencadenado a una velocidad increíble? Ella imaginaba que por lo menos en la mente de Joshua se produciría un proceso parecido al de un glaciar, un paso tranquilo de A a B. ¡Pero no esa avalancha! O tal vez, inconscientemente, ella supuso que trabajaría con un hombre parecido al senador Hillier, un individuo pragmático, con quien se podían planificar las cosas, alguien capaz de comprender hacia dónde le empujaban y que colaboraría para alcanzar las metas previstas. En cambio, trabajar con un individuo como Joshua Christian -¡que realmente era único!-, era parecido a caminar en la cuerda floja sobre el Valle de la Muerte.

– Olvida lo que dije. Ni siquiera sé por qué lo dije. Lo único que importa es que se publique tu libro, Joshua. Eso es realmente lo único importante.


Desde luego, Judith tenía razón. Por lo menos, llegó a esa conclusión durante el largo trayecto hacia su casa, con el tren que avanzaba con desesperante lentitud. Lucy Greco tuvo el sentido común de permanecer sentada en silencio a su lado, y no le molestó porque se dio cuenta de que en las tres horas transcurridas desde que se separaron había ocurrido algo que le angustiaba.

Joshua no era ningún tonto. Tampoco estaba tan absorto en sí mismo como para no advertir la conducta de los demás. Y los pequeños detalles, como esa mirada que apareció en los ojos de Moshe Chasen cuando se conocieron, el conocimiento que tenían Elliot MacKenzie y Lucy Greco sobre lo que él deseaba escribir, los comentarios de Judith Carriol respecto a lo que ella quería que él produjera…, todos esos minúsculos detalles, de alguna manera crecían en su mente hasta asumir las proporciones de una montaña que él no alcanzaba a ver, porque se encontraba en la oscuridad del mañana. Sin embargo, no creía que nada de todo eso fuera maligno. «¡Sé honesto contigo mismo, Joshua! Sabes que nada se contradice con lo que estás deseando hacer, que consiste simplemente en ayudar a la gente.»

No confiaba en Judith Carriol. Ni siquiera estaba seguro de que esa mujer le gustara. Sin embargo, desde el principio, fue el catalizador que él necesitaba desesperadamente para encender su fuego interior. La espantosa fuerza que él tenía dentro de su ser le había respondido como una bestia poderosa a la mano del domador que sabe guiarla. Y él la siguió, indefenso, víctima de sí mismo y de Judith Carriol.

Haz lo que tengas que hacer. Deja que el mañana se encargue de sí mismo, porque es imposible que preveas lo que te depara.

El libro era la oportunidad. ¡Había tanto que decir! ¿Qué sería lo más importante? ¿Cómo podría hacer que todo cupiera entre las dos tapas de un pequeño libro? Debía hacer una cuidadosa selección. Lo importante era explicar a sus lectores por qué se sentían así, tan inútiles, tan hastiados, tan viejos, tan ineficaces. Pensó que empezaba a comprender por qué Judith Carriol había utilizado las palabras «religioso» y «evangelista». Porque lo que el libro ofrecería era, de alguna manera un poco místico. Sí, eso era lo que ella quiso decir, y no se refería a nada que él no fuese capaz de hacer.

Si lograba que la gente adquiriese fuerza espiritual, tendrían una base sobre la cual edificar una forma de vida más positiva dentro de las limitaciones que les estaban prescritas, sin rebeliones, iconoclasias, nostalgias, terror o afanes de destrucción. No necesitaban esa clase de móviles, sobre todo con el futuro al que debían enfrentarse: el descenso de las aguas, el odioso frío, el progresivo hundimiento de la tierra, y el sentimiento antinorteamericano del mundo exterior. Él tenía que lograr que ellos vieran y creyeran en un futuro que jamás alcanzarían a vivir. Tenía que infundirles fe y esperanza. Y, sobre todo, amor.

¡Sí! Con la ayuda de la inteligente y eficaz Lucy para dar forma a lo que él quería decir y convertirlo en algo que la gente tuviera ganas de leer, él estaba en condiciones de hacerlo. ¡Podía hacerlo! Y aparte de eso, ¿qué otra cosa importaba? ¿Acaso importaba él? No. ¿Importaba Judith Carriol? No. Y se dio cuenta de que lo que le encantaba de Judith Carriol era su capacidad para hacerse a un lado, esa capacidad idéntica a la suya.

Cuando el doctor Christian entró en la cocina seguido por otra mujer, su madre se quedó como petrificada y con la boca abierta, mientras el cucharón derramaba la salsa por todo el suelo.

Él se inclinó para besarla en la mejilla.

– Mamá, te presento a la señora Lucy Greco. Se quedará a vivir con nosotros durante algunas semanas, así que te pido que saques la naftalina del cuarto de huéspedes y que busques otra bolsa de agua caliente.

– ¿Que se quedará a vivir con nosotros?

– Así es. Lucy es mi editora. «Atticus Press» me ha encargado que escriba un libro, y nos han dado un límite de tiempo. No te preocupes porque ella también es psicóloga, de modo que está perfectamente preparada para comprender nuestra enloquecida forma de vida. ¿Dónde están los demás?

– Todavía no han llegado. Cuando se enteraron de tu llegada, decidieron esperarte en lugar de comer a la hora habitual. -En ese momento recordó la presencia de la invitada, que seguía allí esperando con una amable sonrisa-. ¡Oh, señora Greco, lo siento! Joshua, vigila la cazuela. Yo llevaré a la señora Greco a su habitación. No se preocupe, querida, eso de la naftalina no es más que una broma de, Joshua. Aquí no hay polillas y jamás he necesitado poner naftalina en las habitaciones.

Joshua cuidó de la cazuela obedeciendo a su madre. Tal vez fue un poco duro al no avisar a su familia de que llegaría acompañado de la señora Greco, teniendo en cuenta que les había telefoneado para avisarles de su propia llegada. Pero de vez en cuando necesitaban una sorpresa, y ésa sin duda iba a resultarles agradable, especialmente a mamá. No pudo menos que sonreír cuando la vio volver de la cocina con tanta rapidez, que era evidente que apenas había demorado el tiempo necesario para mostrarle a Lucy su habitación.

– ¡Pero mamá! Seguro que no le enseñaste a la señora Greco dónde está el cuarto de baño.

– Ya es bastante mayorcita para encontrarlo ella sola. ¿Qué te ocurre, Joshua? Nunca has mostrado el menor interés por las mujeres y ahora, de repente, en una semana, traes dos diferentes a casa.

– Judith es una colega con la que acabo de finalizar un trabajo, y la señora Greco, como ya te dije, es mi editora.

– No me estarás tomando el pelo, ¿verdad?

– No, mamá.

– Bueno, bueno… -exclamó mamá en un tono insinuador.

– Es posible que estés un poco confusa, mamá, pero, ¿sabes una cosa? -preguntó él, mientras le sonreía.

– No, ¿qué? -contestó ella, devolviéndole la sonrisa.

– ¡Eres una persona realmente agradable! -y se inclinó para limpiar la salsa que se había derramado por el suelo, antes de que su madre patinara sobre ella.

Ella intentó aprovechar el estado de ánimo expansivo de su hijo.

– ¿Estás seguro de que la doctora Carriol no te interesa ni un poquito? Sería una mujer perfecta para ti.

– ¡Vamos, mamá! Te lo digo una vez y para siempre: ¡No! ¿No quieres que te hable de mi libro?

– Por supuesto que quiero que me hables del libro, pero espérate a la sobremesa, así no tendrás que repetirlo todo. Yo tengo algunas noticias que el resto ya conocen, así que te las contaré antes de que ellos vengan.

– ¿Qué noticias?

Ella abrió el horno, miró en su interior y lo volvió a cerrar.

– Esta tarde, alrededor de las dos, tuvimos una emergencia nacional.

Él se quedó mirándola fijamente.

– ¿Una emergencia nacional?

– Sí. Evacuaron todo West Holloman, lo cual no fue demasiado difícil, teniendo en cuenta que estamos en marzo y que la mayoría de las casas están vacías pero, de todos modos, no fue sencillo con el metro y medio de nieve que hay en las calles… Peor hubiera sido si no hubiésemos tenido ese deshielo.

Él la interrumpió con el cejo fruncido y una expresión amenazadora.

– ¡Por favor, mamá, cuéntame la emergencia y no los detalles obvios!

– ¡Ohhh! -exclamó ella, apretando los dientes, decepcionada. Pero, a pesar de todo, no pudo resistir la tentación de contar la historia a su manera-. Como te decía, evacuaron todo West Holloman. Empezaron a golpear nuestras puertas, nos metieron en autobuses y nos llevaron a la estación de ferrocarril, a esa zona desierta donde sólo se refugian los vagabundos y a la que nadie le encuentra la menor utilidad. Nos dieron un plato de sopa, nos proyectaron una película de preestreno y alrededor de las cinco nos dejaron volver a casa. De modo que no me preocupó demasiado que la comida no estuviera lista a la hora de siempre, pues cuando tú llamaste, acabábamos de llegar.

– ¡Qué extraño!

– Por lo visto creyeron que habían desenterrado residuos radiactivos en un terreno, cerca de la antigua fábrica de armamentos, en esa zona en la que empezaron a llevar a cabo el plan de limpieza del distrito. Empezó a sonar una sirena y, a los pocos minutos, estábamos rodeados por la Guardia Nacional y el Ejército. A nuestro alrededor corrían docenas de coroneles. En realidad, fue bastante divertido, porque tuve la oportunidad de encontrarme con gente, que hacía años que no veía.

La preocupación de Joshua empezó a desaparecer.

– Bueno, en realidad, siempre nos preguntamos qué sucedería en ese edificio de investigadores de la fábrica, y por qué necesitarían muros tan anchos y patrullas de seguridad durante las veinticuatro horas del día. Y supongo que ahora ya lo sabemos, ¿verdad?

– Nos dijeron que habían llevado ese material a lugar seguro y que podíamos volver a casa tranquilos.

– Espero que no lo recuperaremos en el pescado del año que viene -contestó él con sequedad.

– Ya no lo echan más al mar, querido -dijo ella con tono tranquilizador-. Ahora lo depositan en el lado oscuro de la luna.

– Por lo menos, eso es lo que nos dicen.

– De todos modos, un agradable coronel del Ejército me dijo que tal vez volvieran a evacuarnos porque ahora tendrán que revisar todo el barrio, para estar seguros de que no hay peligro, y que eso les llevaría varios días.

En ese momento se abrió la puerta para dar paso al resto de la familia, contenta de ver de regreso al hijo pródigo.

– Sólo que ha llegado acompañado -dijo mamá con tono misterioso-. Trajo a su amiga.

Mary, Miriam y Martha intentaron mostrarse entusiastas, pero los hombres lo estaban decididamente.

– ¿Y cuánto tiempo se quedará la doctora Carriol? -preguntó Mary con amargura.

– ¡Ah, pero no se trata de la doctora Carriol! -explicó mamá en una especie de ronroneo-. Ésta no es doctora, es señora y se llama Lucy Greco. ¿No les parece un nombre muy bonito? Ella también es bonita.

Los hermanos y las cuñadas de Joshua le miraron fijamente, estupefactos.

El doctor Christian lanzó una carcajada.

– Si hubiera sabido lo divertido que es traer mujeres desconocidas a casa, hace años que hubiera empezado a hacerlo -dijo, secándose las lágrimas de risa-. ¡Qué tontos sois!

– Bueno, ahora fuera de la cocina -dijo mamá, echándolos-. Pienso servir la comida, exactamente dentro de cinco minutos, así que me gustaría que pusierais la mesa.

– ¿Quién es esa mujer? -preguntó Miriam, mientras colocaba los tenedores sobre la mesa.

– Os lo explicaré después de comer -contestó el doctor Christian, negándose a darles más explicaciones. En cuanto Lucy Greco entró en el comedor, la presentó a todos-. No les daremos explicaciones hasta después de comer -le advirtió.

Y más tarde, en la sala de estar, les contó todo, frente a una taza de café y una copa de coñac. Le habló a su familia del proyecto del libro. Reaccionaron tal como él esperaba, con unánime curiosidad y alegría y ofreciéndole un apoyo total.

– Me parece una idea maravillosa, Joshua -dijo James, hablando en nombre de todos.

– Bueno, en realidad, tengo que agradecérselo a la doctora Carriol, ya que la idea fue suya.

Al descubrir la identidad de la verdadera autora del proyecto, las tres mujeres adoptaron expresiones de desconfianza, pero después de estudiar el asunto desde todos los ángulos, tuvieron que admitir que parecía una idea estupenda.

– Siempre pensé que tenías que escribir un libro -aseguró Mary-, pero nunca creí que lograras sobreponerte a tus inhibiciones, sobre todo al ver que no conseguías desbloquearte cuando te regalamos la nueva «IBM» parlante en la Navidad pasada.

– Yo también pensaba lo mismo. Y supongo que la única salida que tengo es que alguien escriba el libro por mí -contestó él sonriendo.

– ¿Así que es usted editora? -preguntó Andrew amablemente.

– Así es. Pero soy una editora especializada. En realidad, yo colaboro en la escritura del libro desde sus primeras etapas. La mayoría de los editores empiezan su tarea más tarde. Por ejemplo, en el caso de los novelistas, los editores son útiles para revisar el manuscrito terminado, en calidad de críticos. Ellos no pueden decirle al novelista lo que debe hacer ni cómo hacerlo, simplemente le señalan las debilidades e inconsistencias de la trama y cosas por el estilo. En cambio, yo no tengo nada que ver con la ficción. Mi especialidad es colaborar en la escritura de libros de gente que tiene algo importante que decir, pero que carece de la habilidad necesaria para llevarlo al papel.

– Por la forma en que se expresa, se diría que los novelistas no tienen nada importante que decir -dijo James, que adoraba las novelas.

La señora Greco se encogió de hombros.

– Ésa es una cuestión de puntos de vista. Si usted le pregunta a un editor de ficción, le contestará que los únicos libros que sobreviven a través del tiempo son las novelas. Personalmente, a mí las novelas no me interesan. Es así de simple.

– En el mundo hay lugar para las novelas y para los ensayos -intervino el doctor Christian.

A partir de allí prosiguió una interesante discusión, llena de vida; y desde múltiples rincones de la habitación, varias cámaras de vídeo registraron cada palabra que se decía y la expresión del que la pronunciaba. Cuando llegara el domingo y la familia se enfrascara en la tarea de atender a las plantas, esas lentes habrían desaparecido, porque los que las instalaron durante un conveniente ejercicio de evacuación de emergencia, crearían otra crisis similar el sábado por la tarde.

Si la habitación no hubiese estado tan llena de plantas, tal vez la familia habría detectado un ligero olor a pintura, pero las hojas eran tan eficaces para absorber olores como para absorber y eliminar el exceso de dióxido de carbono. Habían instalado un nuevo tipo de vídeo, que grababa imagen y sonido al mismo tiempo en una cinta tan minúscula y en un número de canales tan numeroso que tardaría dos semanas enteras en agotarse, un tiempo muy superior al necesario en esta situación. La electricidad que alimentaba las cámaras había sido conectada fuera de la casa para que no quedara ni rastro de vigilancia de esos cuatro días.

Cuando el doctor Christian abandonó Washington tan repentinamente, al doctor Chasen le resultó difícil concentrar su atención en los problemas de reubicación. Cuando el lunes entró en su oficina tenía plena conciencia de que su nuevo colega tendría que partir muy pronto, pero esperaba volver a encontrarse una vez más con él, volver a ver su tez oscura. Pero no había rastro del doctor Christian. Por fin llamó a John Wayne para preguntar por la doctora Carriol, y allí le dieron la noticia de la inesperada partida de su colega.

– Por favor, no trate de ponerse en contacto con el doctor Christian -le advirtió John Wayne, en un tono de voz que indicaba que las instrucciones no eran suyas, sino de su jefa.

– ¡Pero necesito su ayuda! -exclamó el doctor Chasen.

– Lo siento, señor, pero realmente no puedo ayudarle.

Y no hubo nada más que decir hasta que la doctora Carriol se presentó en su oficina el miércoles por la tarde.

– ¡Maldita sea, Judith! Por lo menos, podrías haberme dado la oportunidad de despedirme de ese hombre -bramó Chasen.

Ella alzó las cejas.

– Lo siento, Moshe, pero ni siquiera lo pensé -explicó con frialdad.

– ¡Eso no es más que una excusa! Jamás dejas de pensar en todos los detalles.

– ¿Le echas de menos, Moshe?

– Sí.

– Me temo que tendrás que seguir adelante sin él.

Él se quitó las gafas de lectura para mirarla fijamente.

– Judith, ¿qué es exactamente la Operación de Búsqueda? -preguntó.

– La búsqueda de un hombre.

– ¿Para hacer qué?

– El tiempo te lo dirá. Yo no puedo. Lo siento.

– ¿No puedes o no quieres?

– Un poco de cada cosa.

– ¡Judith déjale en paz! -Fue un grito que le surgió del fondo del alma.

– ¿Qué diablos quieres decir?

– Que eres la peor clase de entrometida que existe. Utilizas a los demás para obtener tus propios fines.

– Eso no es nada fuera de lo común. Lo hacemos todos.

– Pero no como lo haces tú -contestó él con aire adusto-. Tú eres de una raza especial. Tal vez seas un producto de nuestro tiempo, no lo sé, o quizá la gente como tú siempre ha estado entre nosotros pero las circunstancias del mundo actual te han proporcionado la oportunidad ilimitada de subir tan alto, que estás en condiciones de hacer mucho daño.

– ¡Qué estupidez! -exclamó ella con desdén, saliendo. Cerró la puerta con suavidad tras de sí para indicar que él no había dado en el blanco con sus palabras.

El doctor Chasen permaneció un rato, chupando las patillas de sus gafas, luego suspiró y tomó un montón de hojas de informe de la computadora. Pero no lograba leer lo que decían, porque no se había puesto las gafas. Y no se las podía poner, porque tenía los ojos bañados en lágrimas.

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