Había nevado un poco, pero no lo suficiente como para entorpecer el tránsito de los autobuses y la temperatura era lo suficientemente normal como para impedir que la gente se congelara al emprender una caminata.
La doctora Judith Carriol estaba sentada en medio del autobús frío y lleno de aire viciado, envuelta en sus pieles, que resultaban demasiado calurosas, pero también era una buena barricada contra los empujones del hombre que se apretaba contra sus muslos. Su parada se acercaba y levantó su mano enguantada para tirar del cordón del timbre y después se puso en pie para enfrentarse al hombre en una batalla directa. Sin duda él no estaría dispuesto a dejarla pasar por su lado sin molestarla. En ese momento, él trataba de introducir la mano por debajo de las pieles mientras miraba a otro lado con aire inocente. El autobús redujo velocidad. El pie de la doctora encontró el del individuo y descargó sobre sus dedos un fuerte pisotón con su tacón alto. Tuvo que admitir que el sujeto no era débil, pues ni siquiera gritó, sólo alejó el pie y retiró su cuerpo del de ella. Desde el pasillo, Judith se volvió a mirarle con expresión triunfante y bajó en su parada.
¡Ah, si pudiera tener un coche! Ello supondría el aislamiento completo contra los abusones que acechaban a las mujeres en los autobuses. Cuando un hombre subía a un autobús vacío y se sentaba junto al único asiento ocupado por una mujer, ella podía imaginarse que le esperaba un viaje incómodo, por no decir otra cosa. Y era inútil pedir ayuda al conductor, pues siempre se desentendían.
Como cabía la posibilidad de que en el último momento el hombre bajara también del autobús, Judith permaneció en la vereda con aire agresivo y no se movió hasta que el vetusto vehículo arrancó. A través de la sucia ventanilla su agresor le dirigió una mirada relampagueante, y ella alzó la mano, a modo de burlón saludo. Estaba a salvo.
El Ministerio del Medio Ambiente ocupaba toda una manzana. El autobús la había dejado en la calle North Capítol, cerca de la calle H, pero la entrada que ella utilizaba se encontraba en la calle K, así que debía recorrer la calle North Capítol, pasar junto a la entrada principal y doblar por la calle K.
Cuando pasó frente a la entrada principal, a pesar de que era una mujer alta, elegante y bien vestida, la multitud que se aglomeraba en la vereda ni siquiera la miró; tenían los ojos clavados en algo que había sobre el suelo. Les miró de soslayo y apenas advirtió que las fuerzas de seguridad se estaban ocupando de un nuevo caso de suicidio. Los desesperados solían dirigirse siempre a los alrededores del Ministerio del Medio Ambiente para plantear sus casos de la forma más dramática que conocían, porque estaban convencidos de que todo era culpa del Medio Ambiente y que, por lo tanto, el Ministerio debía ver con sus propios ojos hasta qué extremos de agonía les conducían. La doctora Carriol no sintió curiosidad por saber si se había ahorcado o si se había cortado las venas, si se trataba de un caso de envenenamiento o de drogas, de una bala certera o de algún método más novedoso. Su labor consistía en lograr que desaparecieran los motivos que llevaban a la gente a poner fin a sus vidas sobre los blancos escalones del edificio. Éste era un trabajo que le había encomendado el mismo Presidente.
Su puerta de entrada poseía una cerradura accionada por la voz, y la frase que debía pronunciar cambiaba cada día, de acuerdo con un código establecido por el mayor bromista de las altas esferas, el mismísimo Harold Magnus, ministro del Medio Ambiente. La doctora Carriol pensó con un deje de amargura que su jefe podría encontrar cosas más útiles en qué ocupar su tiempo. Reconocía que estaba llena de prejuicios contra él. Al igual que a todos los empleados públicos con carrera y años de experiencia, consideraba al ministro como una especie de pesadilla. Eran cargos políticos que nombraba cada Presidente, que nunca ejercían como empleados públicos y pasaban por la previsible secuencia de convertirse de grandes emprendedores en un deshecho inservible, si es que conseguían durar algún tiempo en el cargo. Harold Magnus mantenía aún su posición porque tenía la sensatez de permitir que sus empleados de carrera siguieran adelante con sus tareas, porque interiormente se sentía lo suficientemente seguro como para no pretender obstruirles sin ningún motivo.
– Rumbo a un mar sin sol -murmuró frente al micrófono de la pared exterior del edificio.
La cerradura hizo click y la puerta se abrió de par en par. ¡Qué mierda! Nadie en el mundo era capaz de imitar su voz hasta el punto de engañar a los sistemas electrónicos que la analizaban. No hubiera sido necesario cambiar la contraseña cada día. Le producía la desagradable sensación de no ser más que un títere que se movía a su antojo, obedeciendo al menor capricho de Harold Magnus, y en definitiva, ése era justamente su propósito.
El Ministerio del Medio Ambiente agrupaba a varias secretarías menores, como la de la Energía, cuya existencia se remontaba a la segunda mitad del siglo anterior. Era la niña bonita de ese notable ejecutivo llamado Augustus Rome, que manejó con tanta habilidad al pueblo y a ambas Cámaras del Congreso y que consiguió cumplir cuatro períodos consecutivos como Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica; guió los destinos del país a lo largo de sus épocas más turbulentas, en las que Gran Bretaña pasó a formar parte de la Comunidad Europea, se produjeron las incruentas revoluciones de izquierda que llevaron a todo el mundo árabe a refugiarse bajo el paraguas comunista, la firma del Tratado de Delhi y los reajustes masivos que éste produjo. Algunos afirmaban que Augustus Rome les había vendido; otros sostenían que sólo gracias a su habilidad había logrado mantener y consolidar la esfera de influencia de los Estados Unidos en el hemisferio occidental. Ciertamente, en los últimos veinte años, el mundo occidental había dado un giro hacia los Estados Unidos, a pesar de que los cínicos afirmaban que fue así porque no les quedó otra alternativa.
El Ministerio del Medio Ambiente actual había sido construido en el año 2012, remplazando a las oficinas que hasta entonces se dispersaran por la ciudad. Era el edificio ministerial más grande y estaba provisto de unas modernas instalaciones de conservación de energía. El calor que se desperdiciaba en el sótano del edificio, donde se hallaban las computadoras, provocaba la envidia de los Ministerios de Relaciones Exteriores, Justicia, Defensa, y demás, que en vano intentaban obtener los mismos resultados en edificios que no habían sido construidos teniendo en cuenta esa posibilidad. El Ministerio del Medio Ambiente era completamente blanco para obtener la máxima iluminación; tenía techos bajos para ahorrar espacio y calor; era acústicamente perfecto para evitar la neurosis del ruido y resultaba absolutamente monótono para recordar a los que allí trabajaban que, después de todo, seguía siendo una institución.
La Cuarta Sección ocupaba el último piso por completo y daba a la calle K. En ese piso se encontraban las oficinas del ministro. Para llegar hasta allí, la doctora Carriol subió con agilidad los siete pisos de gélidas escaleras, recorrió varios corredores y se detuvo frente a otra puerta dirigida por el sonido de su voz.
– Rumbo a un mar sin sol.
Y sus palabras tuvieron el efecto mágico de un «ábrete Sésamo». La Cuarta Sección estaba en plena actividad, como siempre. La doctora Carriol prefería trabajar de noche, así que rara vez aparecía por allí antes del almuerzo. La gente que se topaba con ella la saludaba con respeto, pero sin familiaridad, como correspondía. No sólo tenía gran antigüedad en su cargo, sino que era la jefa de la Cuarta Sección. Y ésta era el cerebro del Ministerio. Por lo tanto, la doctora Carriol poseía un inmenso poder.
Su secretario era el hombre con el nombre más cómico de todo el Ministerio: John Wayne. Medía poco más de un metro setenta, era miope y padecía de un leve síndrome de Klinefelter, que le había impedido llegar a la plena madurez sexual, por lo que no le había crecido la barba y hablaba con una voz demasiado infantil. Pero su nombre ya no le resultaba una carga tan odiosa como antes y hacía tiempo que había dejado de lamentar que el propietario original del nombre hubiera sobrevivido a casi todos sus contemporáneos del cine hasta llegar a convertirse en una especie de figura del culto moderno.
John vivía para su trabajo y lo llevaba a cabo de forma increíble, aunque, por supuesto, rara vez llevaba a cabo algunas de las tareas básicas de los secretarios, pues para eso contaba con sus propios secretarios.
Siguió a la doctora Carriol hasta su oficina, donde permaneció en silencio hasta que ella se desembarazó de los metros de piel de marta que la cubrían, y que había adquirido justo antes de dejar de comprar ropa para comprarse una casa. Bajo las pieles lucía un sencillo vestido negro sin alhajas ni más adornos. Su aspecto era sorprendente, aunque no era una mujer bonita ni atractiva, en el habitual sentido de la palabra. Estaba rodeada de un halo de sofisticación y serena elegancia y tenía algo de «intocable» que impedía que su nombre figurara entre la lista de las bellezas del Ministerio. Sus ocasionales citas eran siempre con hombres de gran éxito, extremadamente mundanos y seguros de sí mismos. Se peinaba su cabello ondulado al estilo de Walis Warfiel Simpson, con raya al medio y sujeto por un moño a la altura de la nuca. Sus ojos eran grandes y de párpados pesados y de un extraño tono verde. Su boca era ancha, rosada y bien dibujada. Su piel era muy pálida y no se entreveían venas en su cara ni demasiado color. El contraste de esa palidez con el cabello y las cejas y pestañas negras, le conferían una distinción de la que ella era muy consciente y que utilizaba. Sus manos eran largas y delgadas, de uñas cortas y sin esmalte y movía los dedos como las patas de una araña. Su cuerpo era esbelto, con estrechas caderas y poco busto, y se movía con tal fuerza sinuosa e inesperada celeridad, que en el Ministerio la apodaban la Víbora.
– Hoy es el gran día, John.
– Sí, señora.
– ¿No ha habido modificaciones con respecto a la hora?
– No, señora. A las cuatro en la sala de conferencias.
– Perfecto. No me hubiera sorprendido nada que él hubiese cambiado el horario en el último momento para poder prescindir de mí y estar presente.
– No lo hará, señora. Esto es demasiado importante y su jefe vigila todo muy de cerca.
Se instaló detrás de su escritorio, se volvió en su silla giratoria y bajó la cremallera de sus botas de cuero negro, que remplazó por unos sencillos zapatos negros, de tacón igualmente alto, que estaban cuidadosamente guardados en el último cajón de su escritorio. La doctora Carriol era obsesivamente ordenada y formidablemente eficaz.
– ¿Café?
– ¡Qué idea tan excelente! ¿Hay alguna novedad que deba conocer antes de la reunión?
– Creo que no. El señor Magnus está ansioso por hablar con usted antes de la reunión, pero eso era de esperar. Supongo que se alegra de que por fin se haya terminado la fase preliminar de la Operación de Búsqueda.
– ¡Me alegro muchísimo! A pesar de que ha sido interesante. ¡Pero duró cinco años! ¿Cuánto tiempo hace que te uniste a nosotros, John, tras renunciar a tu puesto en el Departamento de Estado?
– Hace… más o menos dieciocho meses.
– Probablemente hubiéramos tardado menos en organizar todo esto si hubiera contado contigo desde el principio. En medio de ese caos que es el Departamento de Estado, encontrarte fue como tropezar con una mina de oro.
Él se ruborizó un poco y, bajando la cabeza con incomodidad, desapareció por la puerta a la mayor velocidad que pudo.
La doctora Carriol descolgó el auricular de uno de los lados de la centralita beige de su despacho.
– Habla la doctora Carriol. Por favor, señora Taverner, comuníqueme con el ministro.
La conexión no se hizo esperar ni un instante.
– Señor Magnus, habla la doctora Carriol.
– ¡Quiero estar presente! -exclamó el ministro con tono lastimero y casi petulante.
– Señor ministro, mi equipo de investigadores y sus jefes siguen teniendo la impresión de que la Operación de Búsqueda ha sido un ejercicio puramente teórico. Y quiero que sigan creyéndolo, por lo menos, hasta que puedan tener los resultados frente a sus narices, y para eso todavía faltan algunos meses. Pero si usted se presenta hoy en la reunión, olerán a gato encerrado. -Contuvo el aliento al comprender que había dado un paso en falso. «¡Qué imbécil eres, Judith!», pensó, porque cuando se trataba de palabras, no había nadie más rápido que Harold Magnus.
Pero él estaba absorto pensando que había quedado excluido y no lo advirtió.
– Usted simplemente tiene miedo de que yo le revuelva las manzanas antes de que usted pueda señalarme la mejor, porque usted está convencida de que yo elegiría la peor.
– ¡Qué tontería!
– De todos modos, esperemos que la segunda parte del trabajo sea más rápida que la primera. Y me gustaría ocupar todavía este sillón cuando lleguen al resultado final.
– Revisar un pajar de heno siempre lleva más tiempo que colocar las manzanas en un cajón, señor Magnus.
Él sofocó una risita.
– Bueno, manténgame informado.
– Por supuesto, señor ministro -contestó ella con tono obediente, y cortó la comunicación, sonriendo.
Cuando John Wayne entró en la oficina, la doctora miraba pensativamente al teléfono, mordiéndose los labios.
Esa tarde, a las cuatro en punto, la doctora Carriol entró en el salón de conferencias de la Cuarta Sección, acompañada de su secretario privado. Él anotaría todo lo que se dijera utilizando el antiguo sistema taquigráfico, decisión que ambos habían adoptado cuando se trataba de una reunión altamente secreta. Las grabadoras eran demasiado peligrosas; aunque alguien consiguiera apoderarse de las notas taquigráficas, tendría que enfrentarse con la dificultad de interpretar las modificaciones que John Wayne había hecho en los signos. Después él mismo traducía sus notas en una antigua máquina de escribir sin memoria, a la que no se podía adaptar un micrófono, como ocurría con las modernas máquinas de escribir. Luego destruía personalmente sus notas y sus borradores, antes de copiar el informe final para guardarlo en carpetas, en cuya portada se leía «SECRETO».
Era una reunión de muy poca gente. Incluyendo a John Wayne eran sólo cinco personas, ubicadas dos a cada lado de la larga mesa ovalada, presidida por la doctora Carriol, que tendiendo los dedos sobre la pila de expedientes que tenía frente a ella, fue directa al grano.
– Doctor Abraham, doctora Hemingway, doctor Chasen. ¿Están listos?
Todos asintieron con aire solemne.
– Entonces empezaremos por el doctor Abraham. ¿Tu informe, Sam, por favor?
Se puso las gafas para leer y sólo el leve temblor de sus dedos delató el alto grado de excitación en que se encontraba. Adoraba a la doctora Carriol, le estaba infinitamente agradecido por haberle brindado la oportunidad de participar en una operación de esa envergadura y no le resultaba tentadora la idea de tener que volver a dedicarse a actividades más mundanas.
– La carga de mi computadora era de treinta y tres mil trescientos sesenta y ocho al empezar, y he seguido el régimen prescrito para reducir esa cifra a mi selección final de tres personas. Mi investigador jefe seleccionó a las mismas tres personas siguiendo un camino absolutamente diferente al mío. Enumeraré a mis candidatos en mi orden de preferencia. -Se aclaró la garganta y abrió la primera de las tres carpetas que había sobre la mesa, a su mano derecha.
Mientras el doctor Abraham hablaba, se oía un crujir de papeles de las carpetas que iban abriendo los demás.
– Mi primera elección recae sobre el maestro Benjamín Steinfeld. Se trata de un norteamericano de cuarta generación cuyos antepasados eran judíos polacos. Tiene treinta y ocho años, está casado y tiene un hijo de catorce años que acude a la escuela y tiene un diez de promedio. Su comportamiento como marido y como padre es de diez puntos en una escala de uno a diez. Estuvo casado previamente y se divorció dos años después. El juicio fue iniciado por su esposa. Se graduó en la Escuela Musical de Juilliard y en la actualidad es director del Festival de Invierno de Tucson, Arizona, y es el responsable de la serie de conciertos y actividades musicales que la «CBS» ha televisado en todo el país con una audiencia cada vez mayor. Como ustedes sabrán, los domingos dirige en la «CBS» un forum sobre problemas de actualidad con el tacto suficiente como para no exacerbar ni el dolor ni la emoción del pueblo. Es el programa que cuenta con el nivel más alto de audiencia en los Estados Unidos. Estoy seguro de que ustedes le habrán visto, así que no entraré en detalles acerca de la personalidad del maestro Steinfeld, de su habilidad oratoria o de su posible carisma.
La doctora Carriol siguió la exposición de su subordinado en la carpeta que había abierto. Con el entrecejo fruncido, levantó una fotografía del maestro para estudiarla a la luz, analizándola despiadadamente como si nunca la hubiera visto. Examinó la estructura ósea, los labios firmes y bien dibujados, los grandes ojos oscuros y brillantes y el mechón castaño que le caía sobre la ancha frente. Sin duda se trataba del típico rostro de un director de orquesta y se preguntó por qué tendrían siempre tanto pelo colgando.
– ¿Alguna objeción? -preguntó, mirando al doctor Chasen y a la doctora Hemingway.
– Sam, con respecto al primer matrimonio, ¿investigaste los motivos por los que su primera esposa decidió divorciarse? -preguntó la doctora Hemingway, con una expresión de perrito inteligente, que mostraba que estaba disfrutando intensamente de tan esperada sesión informativa.
El doctor Abraham se mostró escandalizado.
– ¡Naturalmente! No hubo ninguna enemistad y el asunto no arroja ninguna sombra sobre la personalidad del maestro. Su primera esposa descubrió que ella prefería a las personas de su propio sexo. Le confió sus sentimientos al maestro Steinfeld; él la comprendió totalmente y quiero añadir que también la apoyo durante los primeros años, bastante angustiosos, de su relación lesbiana. Él pidió el divorcio para volverse a casar, pero permitió que fuera su esposa la que iniciara el juicio porque en esa época ella se encontraba en una situación laboral bastante difícil.
– Gracias, doctor Abraham. ¿Alguna otra objeción? ¿No? Muy bien, entonces háblenos acerca de su segundo candidato -dijo la doctora Carriol, guardando la fotografía del maestro Steinfeld en la carpeta correspondiente. Después la cerró y la colocó cuidadosamente a un lado antes de abrir la siguiente.
– Shirley Grossman Schneider, una norteamericana de octava generación con sangre judía de varias procedencias, pero mayoritariamente alemana. Tiene treinta y siete años, está casada y tiene un hijo de seis años, clasificado como muy inteligente. En una escala de uno a diez, ella ha obtenido la máxima calificación como esposa y como madre. Es astronauta y sigue trabajando en la NASA; fue directora de la serie de misiones espaciales Phoebus, que construyeron el generador solar piloto en la órbita terrestre; es autora del bestseller Domesticando al sol, y actualmente ejerce como jefa de portavoces de la NASA ante el pueblo norteamericano. Es presidenta de la Sociedad Científica de Mujeres de América. Durante sus años universitarios fue una renombrada feminista y fue responsable de la adopción de la palabra «hombre» como término genérico en cualquier situación en que se encontrara involucrado cualquiera de los dos o ambos sexos. Es posible que ustedes recuerden su famosa frase: «¡Cuando yo presido una reunión no pretendo ser una figura, estoy decidida a ser un excelente presidente. Su manera de hablar en público puede ser calificada de elocuente, ingeniosa y emocionalmente conmovedora. Y, cosa poco habitual en una feminista declarada y militante como ella, es tan popular entre los hombres como entre las mujeres. Además de ser sumamente personal, esa señora posee muchísimo encanto.
Un rostro hermoso y fuerte, pensó la doctora Carriol, con una expresión que confirmaba la extraordinaria carrera de valentía física y psíquica de la astronauta. Pero en sus grandes ojos grises asomaba la expresión de la auténtica pensadora.
– ¿Objeciones?
Nadie las tenía.
– ¿Y el tercer candidato, doctor Abraham?
– Percival Taylor Smith, con antepasados norteamericanos que por parte de padre se remontan hasta el año 1683 y por parte de madre al 1671, todos blancos, anglosajones y protestantes. Tiene cuarenta y dos años de edad, está casado y tiene una hija que acaba de cumplir dieciséis años y es estudiante con un promedio de diez. Como marido y padre le clasifiqué con diez puntos. Es el presidente de la Comisión de Readaptación Social de Palestrina, Texas, una de las ciudades de reubicación de la Zona B más grande del país, con sede en Corpus Christi. Los resultados obtenidos por la actividad de este candidato son insólitos. Palestrina tiene un promedio de cero en suicidios y sus servicios psiquiátricos no informan de la existencia de pacientes que sufran de neurosis debida a reubicación o a problemas del medio ambiente. Podría calificarse a su personalidad como la de un vencedor y es un orador de primera. Según los datos de mi computadora, se trata del trabajador más entregado a su labor, y su actitud con respecto a los actuales problemas norteamericanos es magnífica.
La doctora Carriol examinó cuidadosamente la fotografía de Percival Taylor Smith, un rostro gastado, franco y sonriente que había sido fotografiado desprevenido mientras pronunciaba un discurso. Tenía las mejillas y la nariz pecosas, las orejas graciosamente prominentes, pelo rojizo, ojos azules, la cara surcada por una telaraña de arrugas provocadas por la risa y el dolor.
– ¿Objeciones?
– Palestrina es una ciudad de la Zona B, lo cual significa que allí las reubicaciones son permanentes. Me atrevería a sugerir que la tarea del señor Smith ha sido mucho más fácil que si le hubiese tocado actuar en una ciudad de la Zona C -objetó la doctora Hemingway.
– Bien pensado, doctora. ¿Doctor Abraham?
– Reconozco que es válido, pero quiero señalar dos puntos. En primer lugar, que aun así el récord de Palestrina no tiene precedentes en el país. Y en segundo lugar, que un hombre del calibre del señor Smith trazaría en cualquier situación una política eficaz.
– De acuerdo -contestó la doctora Carriol-. Muchas gracias, Sam. Podemos empezar a analizar los candidatos de la doctora Hemingway, pero antes, ¿alguno de ustedes tiene alguna objeción general con respecto a la selección del doctor Abraham?
La doctora Hemingway se inclinó hacia delante; el doctor Abraham se reclinó contra el respaldo de su sillón, frunciendo el entrecejo. La persistencia de objeciones de esa mujercita empezaba a fastidiarle.
– Noté que dos de tres candidatos son judíos. Su jefe de investigadores también es judío. ¿Se ha dejado llevar por alguna clase de prejuicio en sus decisiones?
El doctor Abraham tragó saliva con fuerza, apretó los labios y respiró hondo con una actitud que indicaba que estaba decidido a no dejarse llevar por el mal humor, a pesar de todo lo que dijera la doctora Hemingway.
– Comprendo que piense que esa objeción es válida -respondió-. Le contestaré simplemente preguntándole a la doctora Carriol si ella se dejó llevar por algún prejuicio semítico al realizar la selección de los jefes de los tres equipos que participan en esta operación. Yo soy judío, el doctor Chasen también. ¡Dos a uno, Millie!
La doctora Carriol lanzó una carcajada y la doctora Hemingway la imitó.
– No tengo nada más que decir, Sam, gracias. Ahora te ha llegado a ti el momento de sentarte en el banquillo de los acusados, Millie. -La doctora Carriol apartó las tres primeras carpetas y acercó las tres siguientes, para poder estudiarlas con mayor comodidad.
– ¡Muy bien! -exclamó la pequeña y rolliza investigadora, sin dejarse amilanar por los comentarios del doctor Abraham; ella era una científica que lo cuestionaba todo, nada más.
– Mi equipo y yo decidimos utilizar un proceso de selección alternativo, según el cual cada miembro del equipo tenía derecho a votar, en lugar de hacerlo sólo yo y mi jefe investigador. Nuestros tres candidatos finales son el producto de una selección unánime y han sido elegidos en el orden en que se los presentaré.
La doctora Hemingway abrió una carpeta.
– En primer lugar, seleccionamos a Catherine Walking Horse, cuyo padre era un sioux de pura sangre y su madre, una norteamericana de sexta generación, con antepasados irlandeses católicos. Tiene veintisiete años de edad, es soltera, sin hijos, sin matrimonios anteriores, pero decididamente heterosexual en sus relaciones de tipo íntimo. Sin duda han oído hablar de ella porque es una conocida intérprete de canciones folklóricas e indígenas. Es una persona sumamente atractiva y feliz, cuya actitud hacia la vida es la más positiva que encontramos entre las treinta y tres mil personas analizadas. Se trata de una mujer extremadamente inteligente. Su tesis doctoral de etiología, presentada en la Universidad de Princeton, será publicada este otoño por Atticus como una contribución importante en este campo del saber científico. Además es una brillante oradora y tiene una personalidad de gran magnetismo. -La doctora Hemingway hizo una pausa y luego añadió-: En cierto modo, parece una bruja. Quiero decir que posee la rara cualidad de atraer a la gente de una forma sorprendente.
La fotografía mostraba un rostro joven con rasgos que recordaban a un halcón, de tez oscura y boca semisonriente. Sus ojos parecían clavados con expresión ansiosa que la doctora Carriol definió mentalmente como «una visión».
– ¿Objeciones? -preguntó la doctora Carriol.
– Pero sólo tiene veintisiete años -declaró enfáticamente el doctor Abraham-. Considero que su nombre ni siquiera debería haber sido incorporado a la computadora.
– Estoy de acuerdo -convino la doctora Hemingway, ansiosa por demostrar que aceptaba las críticas con la misma ecuanimidad que el doctor Abraham-. Pero lo cierto es que fue escogida por la computadora, y, después de hacer varios controles, llegamos a la conclusión de que, a juicio de la máquina, el resto de sus calificaciones, restaban importancia a la edad de la candidata. Siempre fue la candidata número uno de nuestra selección. Respetuosamente solicitaría que su edad no debilitara sus posibilidades.
– De acuerdo -contestó la doctora Carriol-. Sin embargo, tiene algo en la mirada que me resulta inquietante. Cuando pasemos a las investigaciones personales, quiero que se aseguren de que la doctora Walking Horse no es drogadicta ni propensa a la inestabilidad mental. -Depositó la carpeta y abrió la siguiente-. ¿Quién es su segundo candidato, doctora Hemingway?
– Mark Hasting, un norteamericano de octava generación. Es negro y tiene treinta y cuatro años, está casado y tiene un hijo de nueve años que tiene un diez de promedio y se perfila como un atleta prometedor. El doctor Hastings ha merecido una calificación de diez puntos como marido y como padre. Es centro delantero de los Longhorns de la Zona B, y todavía mantiene maravillosamente su lugar entre las jóvenes figuras que van surgiendo. Se le considera el mejor centro delantero de la historia del fútbol americano. Se graduó en filosofía en Wesleyan con el grado de summa cum laude y se doctoró en Harvard. Es un trabajador infatigable, de los mejores entre la juventud reubicada en Texas y Nuevo México; fundó y actualmente supervisa el funcionamiento de los clubs que llevan el nombre de su equipo; es un orador de primera clase, un hombre de gran personalidad, y desempeña el cargo de presidente del Consejo de la Juventud creado por el Presidente de la nación.
«Y sin embargo tiene aspecto de bruto», pensó la doctora Carriol. En muchas ocasiones, las facciones de un individuo podían inducir a error. Y sin duda el rostro de Hastings era la personificación de la fuerza bruta, con su nariz aplastada, mandíbula hundida y cejas levantadas. Pero en cambio, sus ojos reflejaban un alma profunda, hermosa, humilde y posiblemente poética.
– ¿Objeciones? -preguntó la doctora Carriol.
Silencio.
– Entonces, pasemos a su último candidato, doctora Hemingway.
– Se trata de Walter Charnowski, un norteamericano de sexta generación con antepasados polacos. Tiene cuarenta y tres años de edad, está casado y tiene una hija de veinte años que cursa su segundo año en Brown, es una brillante estudiante de Ciencias Básicas. Mi grupo y yo le calificamos unánimemente con diez puntos como padre y como esposo. Como ustedes sabrán, ganó el Premio Nobel de Física en 2026 por su trabajo sobre la generación de energía solar en el espacio. Actualmente ejerce como director científico del proyecto Phoebus. Pero lo más importante es que es fundador y presidente a perpetuidad de los Científicos para la Humanidad, la primera y única asociación de científicos que logró traspasar las barreras de raza, religión, nacionalidad e ideología, y que consiguió reunir en su seno un número de socios verdaderamente internacional y activo. Tiene carisma. Es un orador brillante en ocho idiomas y posee una personalidad encantadora. Tiene el pelo oscuro, ojos amarillentos, cutis bronceado por el sol y una fina red de arrugas en el rostro que con el tiempo le añadiría aún más encanto y atractivo. Aunque no le conocía personalmente, la doctora Carriol siempre le había considerado uno de los hombres sexualmente más atractivos que ejercían en la vida pública del país.
– ¿Alguna objeción?
El doctor Abraham se moría de ganas de objetar.
– Me parece recordar que el profesor Charnowski fue uno de los que formuló y firmó la Petición de los Católicos para la Vida Libre. ¿Fue en el 2019 cuando intentó persuadir al Papa Inocencio para que dejara sin efecto las reglas del Papa Benedicto sobre el control de la natalidad?
La doctora Carriol miró primero a la doctora Hemingway y en seguida al doctor Abraham, pero se abstuvo de hacer comentarios.
– Sí, Sam, tienes toda la razón. Pero no sabía que en este breve informe debíamos detallar los aspectos negativos de nuestros candidatos. Si revisas los datos que figuran en la carpeta que se te ha entregado, encontrarás toda la información relevante. A partir del año 2019 no existe ningún detalle en la conducta del doctor Charnowski que indique que no haya aceptado la respuesta del Papa Inocencio con un espíritu de auténtica reconciliación.
– Sin embargo, es un punto que a mí me hubiera llevado a eliminarle, sobre todo teniendo en cuenta sus implicaciones religiosas -dijo el doctor Abraham.
– Sam -aclaró la doctora Hemingway, con una expresión que indicaba que se proponía castigarle por suponer que ella no estaba a la altura del trabajo que se le había encomendado-, mi tarea consistió en investigar más de treinta y tres mil casos, que nos fueron asignados a mi grupo de seis investigadores y a mí, mediante uno o dos métodos alternativos para seleccionar a las tres personas más capaces dentro de ciertos parámetros.
Se reclinó contra el respaldo de su sillón, cerró los ojos y con aire solemne, procedió a enumerar esos parámetros.
– En primer lugar, la persona elegida debía tener por lo menos cuatro generaciones de antepasados norteamericanos por parte de padre y madre; en segundo lugar, debía tener entre treinta y cuarenta y cinco años; tercero, podía ser hombre o mujer; cuarto, en el caso de estar casado debía obtener una calificación de diez puntos como cónyuge y si tenía hijos, debía obtener diez puntos como padre; y en caso de ser soltero podía tratarse de un homosexual o de un heterosexual indistintamente. En quinto lugar, la carrera de la persona elegida debía ser pública u orientada hacia la comunidad; sexto, dicha carrera debía ser provechosa para la comunidad, en su totalidad o en un aspecto particular, y el interés personal del candidato debía ser mínimo. Séptimo: los escogidos debían poseer una personalidad extremadamente estable y atractiva. Octavo: debían ser excelentes oradores. Noveno: a ser posible, debían ser personas carismáticas. Y décimo, el único punto negativo que podríamos decir que hay, Sam, es que los elegidos no debían tener una ocupación religiosa formal.
Abrió los ojos y miró abiertamente al doctor Abraham.
– Considerando esta lista de condiciones, yo diría que he cumplido con mi cometido -dijo.
– Todos han cumplido con sus cometidos -aclaró la doctora Carriol antes de que el doctor Abraham tuviera tiempo de replicar-. Les recuerdo que esto no es una competición, sino que más bien se trata de un ejercicio para verificar la eficacia de nuestros sistemas de búsqueda de datos, computadoras, metodología y personal. Cuando hace cinco años se les encomendó esta tarea, se les entregó el dinero, el personal y las computadoras para llevarlo a cabo, quizá pensaron que el Ministerio estaba invirtiendo demasiado tiempo y dinero en algo que era casi una entelequia. Pero supongo que tres meses más tarde, ya se dieron cuenta de que se trataba de una tarea importantísima. Tras la primera fase de la Operación de Búsqueda, la Cuarta Sección puede enorgullecerse de contar con los mejores medios de recolección de datos, con los mejores programas de computadoras, y con los mejores equipos humanos de investigación y estadística, existentes en toda la burocracia federal.
– Estoy de acuerdo -contestó el doctor Abraham, sintiendo que acababa de ser castigado por su mal comportamiento.
– ¡Muy bien! Entonces, hemos terminado con la doctora Hemingway. ¿Alguien tiene alguna objeción general con respecto a los candidatos que ella presentó?
Silencio.
– Muy bien. Gracias, Millie. Y gracias por esta síntesis admirable que hiciste sobre el criterio con que se realizó la Operación de Búsqueda.
La doctora Hemingway hizo un gesto, pero después de pensarlo mejor, se abstuvo de hablar.
– Doctor Chasen, ¿puedes presentarnos a tus candidatos, por favor? -pidió la doctora Carriol.
En el acto, todo el mundo olvidó su amor propio herido, y la atmósfera del salón empezó a cargarse de expectativas, mientras el doctor Chasen agrupaba las tres carpetas que contenían los datos de sus candidatos. El doctor Chasen era de complexión robusta y era tozudo y solía emitir fuertes opiniones. Asimismo, era un formidable analista de datos y hacía ya diez años que la doctora Carriol lo había robado al Departamento de Salud, Educación y Bienestar Social y a él, al igual que a sus colegas Abraham y Hemingway, le encantaba trabajar bajo las órdenes de Judith Carriol.
Aunque pudiera parecer sorprendente que ella hubiera permanecido en silencio durante la presentación de los seis primeros candidatos, los doctores Abraham y Hemingway creían adivinar el motivo de su actitud. El nombre esperado no había surgido entre los seis primeros, y por lo tanto, sería presentado por el doctor Chasen, y, naturalmente, en primer lugar. En cierta manera, le estaba quitando a la presentación gran parte de su suspense, y al doctor Moshe no le gustaba que le robaran la oportunidad de crear expectativas. Por lo tanto, la atmósfera reinante era más bien un anticlímax. Sin embargo, el doctor Chasen no tenía el aspecto ni la actitud de alguien que ha sido burlado. En ese momento, se dispuso a abrir la primera de sus carpetas.
– Cuando debí escoger el método de selección, me decidí por la primera alternativa -explicó con una voz gruñona, que hacía juego con la expresión de su rostro-. No es tan democrática, Millie, pero es mucho más eficaz según mi punto de vista. Mi jefe investigador y yo nos reservamos el derecho de decisión y, por supuesto, coincidimos en nuestra selección.
– Desde luego -dijo la doctora Carriol con un tono levemente amenazador.
Él dirigió una rápida mirada a su jefa y en seguida bajó la cabeza.
– Nuestra primera selección -con un amplio margen de preferencia- recayó sobre el doctor Joshua Christian, un norteamericano de siete generaciones de antigüedad con antepasados nórdicos, celtas, armenios y rusos. Tiene treinta y dos años de edad, es soltero y sin hijos y nunca contrajo matrimonio. A la edad de veinte años, se hizo hacer voluntariamente una vasectomía. Aunque la información a la que tiene acceso la computadora es considerable, no nos ha sido posible averiguar las preferencias sexuales del doctor Christian, si es que las tiene. Sin embargo, sabemos que vive dentro de una unidad familiar estable compuesta por su madre (su padre ha muerto), dos hermanos, una hermana y dos cuñadas. Es sin duda, lo que yo llamaría la figura paterna por excelencia. Se graduó summa cum laude en Ciencias Básicas en la Universidad de Chubb y se doctoró en Filosofía y Psicología en la misma Universidad. Dirige una clínica privada en Holloman, Connecticut, especializada en el tratamiento de lo que él llama la neurosis del milenio. El número de curaciones que ha logrado es realmente sorprendente y posee lo que yo denominaría seguidores, que le profesan una especie de culto, tal vez porque alienta a sus pacientes a encontrar consuelo en Dios, aunque no necesariamente en una religión formal. Posee una personalidad inquieta e intensa y es un excelente orador frente a un auditorio de cualquier tamaño. Pero lo que realmente me indujo a escoger a este hombre como primero y, casi diría, único candidato, es su sorprendente carisma, y usted aseguró que eso era lo que buscaba. Y bien, el doctor Christian lo tiene.
Su discurso fue recibido con un silencio de estupefacción. El doctor Chasen había pronunciado un nombre equivocado.
La doctora Carriol le dirigió una mirada tan intensa, que él levantó la cara y la desafió con la mirada.
– Seré la primera en expresar mis objecciones -dijo ella por fin en un tono carente de toda emoción-. Jamás oí hablar de eso que denominas «neurosis del milenio». Y jamás oí hablar del doctor Joshua Christian. -Aparte de ser jefa de la Cuarta Sección del Ministerio del Medio Ambiente, la doctora Carriol era una de las psicólogas más famosas del país.
– Tu objección me parece válida. El doctor Christian nunca publicó ningún trabajo después de su tesis doctoral, que yo hice leer a expertos de su profesión, y que consiste en una serie de datos presentados en forma de tablas, gráficos, etc., con los textos más cortos y concisas que he leído en mi vida. Pero el trabajo en sí es tan brillante y original que se ha convertido en punto de partida y de referencia para todas las investigaciones que se realizan en este campo.
– Aunque se encuentre fuera de mi área de trabajo, creo que debería haber oído hablar de él, y no es así -aclaró la doctora Carriol.
– No me sorprende. Por lo visto, no le motiva la ambición de la fama y parece que sólo le interesa dirigir tranquilamente su clínica de Holloman. Se ha convertido en el objeto de la burla y del desprecio de sus semejantes, y, sin embargo, este hombre está realizando un espléndido trabajo.
– ¿Y por qué no escribe? -preguntó la doctora Hemingway.
– Por lo visto, no le gusta.
– ¿Hasta el punto de no ser capaz de presentar un trabajo, con todos los métodos modernos de que dispone actualmente la gente que no sabe escribir? -preguntó la doctora Hemingway, incrédula.
– Sí.
– Esa carencia me parece muy grave -intervino el doctor Abraham.
– Me gustaría saber en qué lugar de la lista se especifica que el individuo tiene que ser perfecto, aparte de su comportamiento como esposo y como padre. ¿Estás insinuando que en este caso existe una deficiencia mental, Sam?
– Bueno, es una posibilidad -contestó el doctor Abraham, poniéndose a la defensiva.
– ¡Oh, por favor! Esa observación me parece absurdamente escrupulosa.
– ¡Caballeros, caballeros! -intervino la doctora Carriol con un tono de advertencia. Tomó la fotografía de la carpeta, que no había mirado, porque había puesto toda su atención en escuchar la descripción que el doctor Chasen hacía de su candidato. En ese momento, se puso a examinar la fotografía como si pudiera ofrecerle alguna pista con respecto a los motivos que indujeron al doctor Chasen a anteponer a ese hombre al que debía haber escogido. Realmente, tenía una cara atractiva, pero tenía aspecto de desnutrido y no parecía fuerte. Su nariz era aguileña, tal vez fuera una herencia de su sangre armenia, y sus ojos eran oscuros, muy brillantes y cautivadores. En su rostro se advertía una austeridad y un ascetismo que no había observado en ningún otro candidato. Tenía una expresión misteriosa, pensó, mientras se encogía de hombros.
– ¿Y quién es el segundo candidato, doctor Chasen? -preguntó.
El doctor Chasen esbozó una malévola sonrisa.
– Me parece que en estos momentos se están preguntando todos ustedes quién es el culpable de este disparate, Chasen o su computadora. Pueden estar tranquilos, mi computadora funciona perfectamente e incluyó en mi lista de nombres al senador David Sims Hillier vii ¿Es necesario que añada algo más?
En cuanto el doctor pronunció el nombre del senador, se escuchó un inmenso y colectivo suspiro de alivio. ¡El muchacho dorado! La doctora Carriol observaba en una fotografía en colores de doce por dieciocho, al hombre más querido, más admirado y más respetado de Norteamérica: el senador David Sims Hillier vii. A los treinta y un años era demasiado joven para ser Presidente de la nación, pero llegó a serlo cuando cumplió los cuarenta. Medía casi un metro noventa de estatura, lo que indicaba que no sufría de complejo napoleónico y tenía un cuerpo espléndido, pelo rubio, ondulado y envidiablemente abundante y espeso. Los ojos eran azules, profundos y brillantes y sus facciones eran clásicas, aunque no podía decirse que fueran bonitas. En la foto, se apreciaba un mentón prominente. Las curvas de la boca eran firmes, disciplinadas y poco sensuales y su mirada era firme, inteligente, resuelta y sabia. Él era exactamente así: generoso, humano, y no era indiferente a los problemas de los nacidos en circunstancias menos afortunadas que las suyas.
La doctora Carriol volvió a guardar la fotografía.
– ¿Objeciones?
– ¿Le investigaste a fondo, Moshe? -preguntó la doctora Hemingway.
– Por supuesto, en todos los sentidos. Y si es que tiene algún punto débil, yo no supe descubrirlo. -El doctor Chasen asintió con gran seriedad-. Es perfecto.
– Entonces -preguntó el doctor Abraham con voz aguda- ¿por qué elegiste en primer lugar a un psicólogo desconocido, con aspecto de medio loco, que vive en una ciudad perdida como Holloman, anteponiéndolo al mejor hombre de Norteamérica?
El doctor Chasen acogió la pregunta con obvio respeto. En lugar de dar una respuesta apresurada, frunció el entrecejo y se tomó algún tiempo para pensarlo, lo cual era una actitud muy poco habitual en él cuando debía enfrentarse al escepticismo de sus colegas.
– No sé cómo explicarlo -contestó-. Simplemente, estoy absolutamente convencido de que el doctor Joshua Christian es el único hombre que cumple todos los requisitos que se nos dieron, por lo menos, en la lista que me tocó analizar a mí. ¡Y sigo convencido de ello! Recuerdo perfectamente que hace cinco años, la doctora Carriol estaba sentada aquí mismo, donde está ahora, y recuerdo que repitió hasta el cansancio que lo que buscaba era alguien con carisma. Recalcó que el carisma era lo que convertiría a este ejercicio en el más importante que se haya realizado jamás, porque íbamos a utilizar nuestras herramientas y métodos más modernos para localizar algo intangible. Y aseguró que si lo lográbamos, habríamos dado un importante paso en la historia de la estadística analítica, demostraríamos la importancia de nuestro trabajo y, con ello, colocaríamos al Ministerio del Medio Ambiente en un lugar mucho más elevado que los de Justicia y Tesorería Nacional y que pasaríamos a ser los reyes indiscutibles del procesamiento de datos. Cuando yo programé la computadora, puse especial énfasis en los factores que indicaran la presencia de carisma en los candidatos.
Se pasó la mano por el pelo con un gesto de exasperación, al comprender que todavía no había logrado explicarse con claridad.
Lo que yo pregunto es lo siguiente: ¿qué es carisma? -inquirió retóricamente-. Originariamente era una palabra que se utilizaba para describir el poder conferido por Dios a los santos y a los justos para que cautivaran y moldearan los espíritus de sus seguidores. Durante la última mitad del siglo pasado, esta palabra perdió su sentido original y comenzó a utilizarse para definir el impacto que producían en el público las estrellas pop, los playboys y los políticos. Pero todos nosotros conocemos perfectamente a Judith, mucho antes de que se iniciara la Operación de Búsqueda, y, conociéndola, supuse que el significado que ella le daba a la palabra carisma se acercaba más a la antigua definición que a la moderna. Judith nunca pierde el tiempo en banalidades.
Por fin había conseguido captar la atención de sus colegas, incluso la de la doctora Carriol, que se enderezó en su silla y le miró como si empezara a conocerle en ese momento.
– Por regla general, y sobre todo desde la aparición de los medios de comunicación de masas -prosiguió diciendo-, la forma en que una persona expresa y vive sus ideas es tan importante como las ideas mismas. Y aquel que escriba un libro realmente importante, pero luego meta la pata en su vida personal, puede considerar que allí ha acabado su carrera. ¿Cuántas veces ha superado un candidato presidencial a otro en un debate televisado, simplemente porque es capaz de proyectarse y de proyectar sus ideas mucho mejor que su contrincante? ¿Y cómo creen ustedes que se las arregló el viejo Gus Rome para mantener el apoyo del país y su poder sobre ambas Cámaras del Congreso? ¡Gracias a sus enardecidas declaraciones televisadas a todo el país! Miraba a la cámara directamente, sin pestañear, con esos grandes, claros y fascinantes ojos, y expresaba sus ideas y su espíritu de tal forma que era capaz de eliminar la brecha que pudiera existir entre la Casa Blanca y los ciudadanos de todas partes. Cualquiera que le viera o le escuchara tenía la convicción de que el hombre hablaba con el corazón en la mano y de que se estaba dirigiendo exclusivamente a él. Era un individuo fuerte, indomable y absolutamente sincero y tenía la habilidad de proyectar eso a los demás. Conocía las ideas y las palabras claves para desatar las emociones. -Hizo una mueca, como si de repente sus propias palabras le repugnaran, pero en seguida recobró la compostura-. Si alguna vez han oído un discurso de Hitler o han visto algún periódico viejo, de esos que le muestran agrupando a las masas, habrán pensado que era ridículo. Parece un hombrecillo, infantil y ululante, cargado de falsas posturas. Muchos alemanes utilizaron tácticas similares a las de Hitler y apelaron a los mismos sentimientos nacionalistas frustrados, persiguieron a los mismo inocentes chivos expiatorios, pero a esos otros alemanes les faltaba lo que a Hitler le sobraba: la capacidad de inspirar, de enterrar el sentido común y la inteligencia bajo una avalancha de emociones. El dictador poseía una malvada personalidad, pero tenía carisma. Si lo prefieren, tomemos como ejemplo a su acérrimo enemigo: Winston Churchill.
»Los discursos más importantes de Winston Churchill fueron tomados en su mayoría de trabajos ajenos, o bien fueron parafraseados. Muy poco de lo que dijo era original, y a menudo se nos presenta como un hombre sentimental e incluso ridículo. Pero el hombre se expresaba maravillosamente y, al igual que Hitler, se encontraba allí, justo en el momento en que la gente podía ser influenciada por lo que él decía y por la manera en que lo decía. Era un inspirado. ¡Tenía carisma! Ni Hitler ni Churchill eran hombres apuestos, ni por lo que se cuenta, simpáticos, a no ser que les interesara resultar encantadores, en cuyo caso eran capaces de utilizar sus encantos hasta conseguir resultados increíbles. Y hasta ahora sólo hemos mencionado los casos de Hitler, Churchill y Augustus Rome. Pero adelantémonos un poco en el tiempo y examinemos el caso de Iggy Piggy, la estrella pop, o el de Raoul Délice, el playboy. ¿Creen ustedes que ellos tienen carisma? Por supuesto que no. Ambos son sexy, tienen un encanto colosal y son objeto de adulación. Sin embargo, cuando pase el tiempo, nadie recordará ni siquiera sus nombres, pues no poseen las cualidades necesarias para conducir a una nación a su hora más gloriosa ni al punto culminante de su historia. Respecto al senador David Sims Hillier vii, la computadora afirma que no posee el tipo de carisma que yo supuse que buscaba Judith, y el jefe de mi equipo de investigadores coincidió con la computadora. Yo coincido con ambos. Desde las primeras fases del trabajo y durante los primeros pasos del programa, el nombre del doctor Joshua Christian aparecía constantemente a la cabeza de la lista de candidatos. Su nombre fue como un corcho que no podíamos mantener bajo el agua. Fue así de simple.
La doctora Carriol asintió.
– Gracias, Moshe -dijo sonriendo-, ya sé que, en cierta manera, todo esto te decepciona, pero creo que debes seguir adelante y darnos el nombre de tu tercer candidato.
El doctor Chasen volvió a la realidad y abrió su última carpeta.
– Dominic d'Este. Es un norteamericano de octava generación, de treinta y seis años de edad. Está casado y tiene dos hijos, el segundo con aprobación de la OSH, número SX426084. La hija mayor tiene once años y un diez de promedio en el colegio; el hijo menor tiene siete y en el colegio se le considera un estudiante extremadamente brillante. D'Este obtuvo una perfecta calificación de diez, de acuerdo con los parámetros que nos suministró la doctora Carriol para juzgar a los candidatos como maridos y padres -dijo el doctor, pronunciando las últimas palabras con un gesto irónico dirigido a la cabecera de la mesa.
Haciendo caso omiso, la doctora Carriol empezó a estudiar el apuesto rostro que aparecía en la fotografía. En realidad, la sangre negra no se notaba, salvo en los ojos que eran oscuros como la noche y poseían esa mirada maravillosa, tan peculiar en la gente con antepasados de color.
Dominic d'Este fue astronauta en la serie Phoebus y se especializó en energía solar. En la actualidad es alcalde de Detroit y dedica todo su tiempo y energías para que su ciudad sea durante todo el año el primer centro de construcción de autobuses y otros productos de ingeniería mecánica. Cuando en Washington se publican avisos referentes a Phoebus, a reubicación o a cualquier proyecto importante relacionado con ingeniería mecánica masiva o de precisión, él está allí siempre, trabajando como un loco para ganarlo para Detroit. Ganó el Premio Pulitzer por su libro titulado Hasta el sol muere en invierno y forma parte de la comisión asesora del Presidente para protección urbana. También dirige el show de entrevistas televisivas que la «ABC» emite los domingos, titulado Northerm City, que posee un importante nivel de audiencia. Después del senador Hillier, se le considera el mejor orador del país.
– ¿Alguna objeción? -preguntó la doctora Carriol.
– Bueno, me parece demasiado buen chico -gruñó la doctora Hemingway.
Todos sonrieron.
– ¡De acuerdo, de acuerdo! -exclamó el doctor Chasen, tendiendo las manos en señal de disculpa.
– Has olvidado un detalle que yo sé por casualidad porque conozco personalmente a Dominic, Moshe -advirtió el doctor Abraham, que anteriormente había trabajado como analista de datos en la NASA-. El mayor D'Este es un fervoroso creyente y practica su religión.
– Ya lo sé -contestó el doctor Chasen-. Sin embargo, después de examinar a fondo el asunto, tanto la computadora como mi jefe de investigación y yo, decidimos que su grado de compromiso religioso no era suficiente como para descalificarle. -El doctor Chasen lanzó un gruñido-. Y la verdad es que tampoco quedó descalificado en la selección final.
La doctora Carriol colocó la última carpeta encima de las demás y, después de apartarlas, apoyó las manos encima de la mesa.
– Quiero agradecerles y felicitarles muy sinceramente por este trabajo tan largo y exigente que tan bien han cumplido. Supongo que todos devolvieron las listas al Banco Federal de Datos Humanos y que borraron de las computadoras todo rastro de la programación utilizada.
El doctor Abraham, la doctora Hemingway y el doctor Chasen asintieron.
– Por supuesto, deberán guardar sus respectivas programaciones para uso futuro, pero archivándolas de tal manera que el verdadero significado del trabajo sólo resulte comprensible para los que nos encontramos en esta habitación. ¿Queda sin destruir algún escrito, grabación u otra prueba de la Operación de Búsqueda?
Sus tres interlocutores hicieron movimientos negativos con las cabezas.
– ¡Muy bien! Me haré cargo de todas las copias de las carpetas que han traído aquí esta tarde. Y antes de seguir adelante, voy a pedirle a John que nos sirva unos refrescos.
Sonrió a su secretario, cuyo lápiz no se había detenido desde el comienzo de la reunión. Inmediatamente, John depositó su cuaderno de notas y se puso en pie.
La doctora Hemingway se excusó y se dirigió al baño, mientras los demás permanecían sentados en silencio. Pero cuando John Wayne entró con la mesita cargada de café, té, pastas, sándwiches, vino y cervezas, y los sirvió con su habitual eficacia, la doctora Hemingway ya estaba de vuelta y los otros tres habían recuperado su habitual vitalidad.
– Me fastidia enormemente no haber ideado una programación que hiciera más hincapié en el aspecto carismático de los candidatos -se quejó la doctora Hemingway, mientras mordisqueaba un sándwich de salmón ahumado.
– De todos modos, yo creo que Moshe se atuvo demasiado estrictamente a las instrucciones originales que se nos impartieron -contestó el doctor Abraham.
Los tres miraron a la doctora Carriol, que se limitó a levantar las cejas, sin ayudarles a clarificar la cuestión.
– Fue divertido -comentó el doctor Chasen suspirando-. Espero que la segunda fase del trabajo sea igual de amena, ¿no es así, Judith? -dijo en un intento de averiguar qué les depararía el futuro. Pero la doctora Carriol se abstuvo nuevamente de contestar.
Finalmente pidió a John Wayne que retirara la mesita, esperó a que su secretario se sentara y tomara el lápiz y el cuaderno y entonces, prosiguió la reunión.
– Soy plenamente consciente de que están ansiosos por saber en qué consiste la segunda fase del trabajo de la Operación de Búsqueda -confesó-. Y no he querido adelantarles detalles al respecto hasta hoy, porque consideré que debían concentrar todas sus energías en la primera fase y para evitar que, de forma inconsciente, alguno de ustedes tomara un atajo, confiando en poder sortear así algún posible obstáculo en la segunda fase. -Hizo una pausa para mirar directamente al doctor Chasen-. Antes de explicarles en qué consiste la segunda parte, creo que debo anunciar que a partir de hoy retiro por completo al doctor Chasen de la Operación de Búsqueda. Moshe, vas a intervenir en un nuevo proyecto, y no es porque yo considere que tu aportación haya sido poco satisfactoria, sino todo lo contrario. -En ese momento suavizó un poco su dureza oficial-. Realizaste un excelente trabajo, Moshe, y debo confesar que me has sorprendido.
– ¡No me digas que nuestros trabajos no estuvieron a la altura de los de Moshe! -protestó la doctora Hemingway, con el rostro contraído por la angustia.
– No te preocupes, Millie, los tres han sido magníficos, y no creo que el resultado definitivo haya sido alterado por los prejuicios, por los que se dejó llevar Moshe en el procesamiento de datos. Cuando les pedí a cada uno de ustedes que presentara tres candidatos, pensé que en la segunda fase esas nueve posibilidades podían ser sometidas a juicio, para averiguar qué virtudes podían ser consideradas intangibles. Creí que el trabajo de computación de la primera fase era más bien un instrumento para eliminar cualquier error humano en los datos evaluados por las computadoras. De modo que reconozco que me fascina que uno de ustedes consiguiera crear una programación capaz de buscar un intangible en una muestra colectiva. Tal vez la segunda fase modifique los hallazgos de Moshe, lo cual no excluye que su forma de enfocar la primera fase fuera absolutamente brillante. Simplemente, le demostrará a Moshe en qué momento se equivocó para que no vuelva a cometer el mismo error. No olviden que en la segunda fase intervienen nueve candidatos, seis de los cuales no pertenecen a la lista de Moshe, el cual decidió hacer hincapié en uno de los diez parámetros: el intangible. Pero cabe la posibilidad de que al hacerlo haya manipulado los datos de tal manera, que no haya puesto bastante énfasis en los otros nueve.
– ¡No! -exclamó el doctor Chasen.
La doctora Carriol sonrió.
– ¡Bueno, bueno! Pero debemos continuar con la segunda fase, tal como estaba previsto, aunque sólo sea porque nos enfrentamos con nueve candidatos y no sólo con los tres presentados por Moshe.
– ¿Sería de alguna ayuda que sometiéramos los seis nuestros a la programación de Moshe? -preguntó el doctor Abraham.
– Sí, es una posibilidad, pero preferiría no hacerlo. No te ofendas, Moshe, pero de alguna manera, eso significaría someter el juicio de esta cuestión al azar.
– Entonces la segunda fase consiste en una investigación humana, ¿no es así? -preguntó la doctora Hemingway.
– Exactamente. Nadie ha logrado todavía definir lo que yo llamo instinto visceral, pero supongo que se trata de una reacción ostensiblemente ilógica frente a otras personas en situaciones humanas. Siempre sostuve que en este ejercicio en particular, donde son tan importantes las emociones humanas, debe existir un período de tiempo para que podamos observar, entrevistar o someter a tests a un pequeño y selecto número de posibilidades. Hoy es 1 de febrero. Digamos que el último día de la primera fase y que mañana se inicia la segunda. Tenemos tres meses por delante. El 1 de mayo debemos haber terminado la segunda fase de la Operación de Búsqueda.
Rayó con la uña la superficie de la mesa, lo cual era un gesto inconsciente que siempre incomodaba profundamente a quienes la estaban observando, pues les daba la sensación de que sus manos tenían vida propia y podían oler su presa, planeando la manera de hacerla caer en la trampa. Era como si pudieran ver.
– A partir de mañana, los equipos de gente que han trabajado con ustedes se separarán y únicamente nosotros sabremos que existe una segunda fase. Deberán explicarles que la Operación de Búsqueda consiguió sus objetivos sin necesidad de continuar con la segunda fase. Durante los próximos tres meses, Sam, Millie y yo, que pasaré a ocupar el lugar de Moshe, nos encargaremos de la investigación personal de los nueve candidatos. Tomaremos tres cada uno. Sam se hará cargo de los tres presentados por Millie; Millie, de los tres presentados por Sam y yo me encargaré de los de Moshe. Sam investigará a la doctora Walking Horse, al doctor Hastings y al profesor Charnowsky. Millie se encargará del maestro Steinfeld, del doctor Schneider y del señor Smith. Yo heredo al doctor Christian, al senador Hillier y al mayor D'Este. Ustedes son expertos investigadores experimentados, de modo que no necesito extenderme sobre los métodos que regirán la segunda fase del trabajo. Mañana John les permitirá revisar las carpetas de los tres candidatos que les han sido adjudicados, pero no podrán retirar esas carpetas de mi oficina ni tomar notas. La segunda fase debe basarse en la memoria, aunque, desde luego, podrán volver a pedir las carpetas para consultarlas cada vez que les resulte necesario -dijo la doctora, asumiendo de repente un aire severo-. Debo recordarles que la segunda fase de la Operación de Búsqueda es todavía más secreta que la primera. Si cualquiera de estas personas se da cuenta de que está siendo investigada, nos encontraremos con serios problemas, porque algunos de estos individuos son personajes importantes por propio derecho y otros tienen verdadero peso en esta ciudad. Por lo tanto, deberán proceder con la máxima cautela. ¿Me han entendido?
– ¡No somos imbéciles, Judith! -exclamo la doctora Hemingway, herida en su amor propio.
– Ya lo sé, Millie, pero prefiero resultarles antipática por extremar las advertencias que lamentarme después por no haberlo hecho.
El doctor Abraham frunció el entrecejo.
– ¡Judith, esta manera de despedir a nuestros equipos me parece demasiado abrupta! ¿Qué se supone que debo decir mañana a mis empleados, aparte de que de un día para otro se han quedado sin trabajo? Todos son lo suficientemente inteligentes como para imaginar que en este trabajo existe una segunda fase y la verdad es que ni siquiera yo supuse que se me obligaría a prescindir de mis colaboradores. No les he preparado para esta mala noticia y te aseguro que resultará duro para ellos.
La doctora Carriol alzó las cejas.
– Me parece que exageras un poco cuando hablas de dejarles sin trabajo, Sam. Todos son empleados del Ministerio del Medio Ambiente y lo seguirán siendo. En realidad, pasarán a depender de Moshe, con quien colaborarán en un nuevo proyecto que vamos a encomendarle, siempre que lo deseen. En caso contrario, les concederé la oportunidad de trabajar en algún otro proyecto del ministerio. ¿De acuerdo?
Sam se encogió de hombros.
– Por mí, de acuerdo, pero preferiría que me dieras una orden por escrito.
– Dado que las órdenes por escrito forman parte de la política de la Cuarta Sección, esa responsabilidad recae sobre ti, Sam.
El doctor Abraham sintió sobre su cabeza la sombra de una espada de Damocles y se apresuró a rectificar su anterior actitud.
– Gracias, Judith. Perdóname si te he ofendido, pero sinceramente, esto ha sido un shock. He trabajado cinco años junto a un grupo de gente y sería muy despreciable como jefe si no protegiera los intereses de mis subordinados.
– Estoy de acuerdo, Sam, siempre que mantengas ciertas distancias. ¿Acaso piensas que algunos de tus colaboradores se negarían a trabajar bajo las órdenes de Moshe?
– ¡Oh, no! ¡No se trata de eso! -exclamó Sam con aire deprimido-. En realidad, creo que todos estarán encantados.
– Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?
– Nada -contestó él suspirando y en una actitud de agobio-. Absolutamente nada.
La doctora Carriol le dirigió una mirada fría y especuladora.
– ¡Muy bien! -fue todo lo que dijo al ponerse en pie-. Les agradezco nuevamente a todos el trabajo que han hecho. Y les deseo buena suerte. Moshe, ven a verme mañana por la mañana, ¿quieres? Te tengo reservada una tarea muy especial a la que tendrás que dedicarte de lleno y que mantendrá ocupado a todo tu equipo.
El doctor Chasen no había pronunciado aún una sola palabra, porque conocía a la jefa de la Cuarta Sección mucho mejor que el pobre y balbuceante Sam. Judith era una excelente jefa en algunos aspectos, pero era mejor no irritarla. Era tan dominante que, a veces, parecía que su corazón fuera un bloque de hielo. Chasen estaba amargamente desilusionado por haber sido retirado de la Operación de Búsqueda, y ningún nuevo proyecto, por fascinante que fuera, le libraría de la desolación que a cualquier científico le produce el no poder ver los resultados definitivos de su trabajo. Sin embargo, era lo suficientemente sensato como para saber que no lograría nada discutiendo.
En la atmósfera de la sala de conferencias siguió reinando un leve aire de amargura. Los tres investigadores se retiraron en cuanto pudieron, dejando a la doctora Carriol y a John Wayne en posesión del salón.
La doctora Carriol miró su reloj.
– Sin duda, el señor Magnus todavía debe estar en su oficina, y supongo que debo ir a verle. -Lanzó un suspiro observando el montón de páginas con notas taquigráficas de su secretario-. ¡Pobre John! ¿Podrías empezar a transcribir eso ahora mismo?
– No hay problema -contestó él, reuniendo todas las carpetas que había sobre la mesa.
Las oficinas del Ministerio del Medio Ambiente se encontraban en el mismo piso que la sala de conferencias para ejecutivos, que también utilizaba Harold Magnus en caso de necesidad.
La enorme sala de espera se encontraba desierta porque eran ya más de las cinco. Había varias puertas que la comunicaban con las oficinas de las secretarias, las salas de las fotocopiadoras, las oficinas de sus auxiliares y demás despachos que el ministro debía tener cerca. La primera de las puertas de cristal conducía a la espaciosa oficina de la secretaria privada del ministro, que todavía se encontraba allí cuando entró la doctora Judith Carriol. La vida privada de la señora Helena Taverner era objeto de considerable curiosidad dentro del ministerio, ya que parecía dedicar todas las horas de su vida al servicio de Harold Magnus, el cual nunca demostraba su agradecimiento. Unos aseguraban que estaba divorciada; otros sostenían que era viuda, y el resto sospechaba que el señor Taverner no había existido nunca.
– ¡Hola, doctora Carriol! ¡Me alegro de verla! Entre, entre. El ministro la esperaba. ¿Quiere que le sirva una taza de café?
– Sí, por favor, señora Taverner.
Harold Magnus estaba sentado tras un gigantesco escritorio de nogal y había vuelto la silla giratoria hacia la ventana. Desde allí podía observar los escasos vehículos que circulaban por la calle K. Como era ya de noche y no había rastros de lluvia que reflejaran las luces de los edificios sobre la calle, lo único que podía observar era simplemente el reflejo de su oficina y de su propia persona. Pero en cuanto oyó que se cerraba la puerta, se volvió para enfrentarse con la doctora Carriol.
– ¿Cómo fue todo? -preguntó.
– Se lo contaré en seguida, en cuanto la señora Taverner me haya servido un café.
Él frunció el entrecejo.
– ¡Maldita sea! Estoy demasiado ansioso por enterarme de lo que pasó para preocuparme de comer o de beber.
– Eso es lo que dice en este momento. Pero en cuanto empecemos a hablar del asunto y yo no quiera detenerme, me dirá que se muere si no come algo. -Lo dijo, no con el tono indulgente de una mujer ante una persona más poderosa, sino como la cosa más natural del mundo, pues en realidad, era ella la que detentaba el poder y él, en cambio, gozaba simplemente del favor de un capricho político. Judith Carriol se instaló en un cómodo sillón frente al escritorio del ministro.
– ¿Sabe una cosa? Cuando la conocí, me equivoqué con respecto a usted -dijo él de repente, siguiendo su típica costumbre de iniciar una conversación con una frase que, aparentemente, nada tenía que ver con el tema a tratar.
La doctora Carriol no se dejó engañar. Generalmente, las observaciones de este hombre estaban muy calculadas.
– ¿Y cuál fue ese error, señor Magnus?
– Me pregunté con quién se habría acostado para llegar a conquistar su cargo.
Ella parecía divertida.
– ¡Qué actitud tan anticuada!
– ¡Tonterías! -exclamó el ministro vigorosamente-. Es posible que los tiempos hayan cambiado, pero usted sabe tan bien como yo que en todas las carreras de las mujeres que van en busca del poder, hay una buena dosis de cama.
– ¡De algunas mujeres! -aclaró Judith.
– ¡Exactamente! Y yo creí que usted era de ésas.
– ¿Por qué?
– Por su aspecto. Y ya sé que hay muchas mujeres atractivas que no se valen de la cama para trepar a las alturas, pero nunca he pensado en usted como en una mujer atractiva. La considero sugerente. Y mi experiencia, que es considerable, me dice que las mujeres atractivas no eligen el camino directo.
– Pero, supongo que, por supuesto, ha cambiado de idea con respecto a mí.
– ¡Por supuesto! En realidad cambié de idea después de mantener una breve conversación con usted.
La doctora se acomodó en el sillón.
– ¿Y por qué me lo dice en este momento?
Él la miró con aire burlón y no contestó.
– Ya veo, para mantenerme en mi lugar.
– Tal vez.
– Le aseguro que no es necesario. Sé cuál es mi lugar.
– ¡La felicito!
La señora Taverner entró con el café y un par de finas botellas que contenían coñac y un whisky escocés muy difícil de encontrar.
– Gracias, Helena -dijo el ministro, que sólo se sirvió una taza de café-. Sírvase lo que quiera, doctora Carriol.
El ministro era un hombre gordo, aunque no lo parecía. Sus labios eran gruesos y sus cejas, pobladas, y su espesa mata de cabello rubio no lucía una sola cana, a pesar de que ya había cumplido más de sesenta años. Sus pies y sus manos eran delicados, y su profunda voz era un melodioso instrumento que sabía manejar magistralmente. Antes de que Tibor Reece le nombrara para presidir el más importante de los ministerios, era un renombrado abogado especializado en casos relacionados con el medio ambiente y sabía defender, tanto a los acusados de destruirlo como a sus paladines. Eso le hizo poco popular en muchos círculos, pero el presidente Reece hizo caso omiso de las opiniones adversas, porque consideró valioso el hecho de que supiera defender ambas posturas. Su tarea como ministro del Medio Ambiente consistía en asegurarse de que la política trazada por sus superiores en la Casa Blanca fuese fielmente llevada a cabo, y como en realidad dedicaba gran parte de su actividad a estos fines, le soportaban con bastante buen humor. En realidad, si no se hubiera dedicado a pasatiempos tales como crear contraseñas, le habrían considerado el mejor ministro que había tenido el Medio Ambiente en su corta historia. Hacía siete años que ostentaba ese cargo, desde que Tibor Reece fuera elegido Presidente de los Estados Unidos, y en las altas esferas de Washington todo el mundo suponía que se mantendría allí mientras Tibor Reece permaneciera en la Casa Blanca. Como la enmienda constitucional, que databa de la época de Augustus Rome, no había sido modificada y en las elecciones que debían convocarse en noviembre de ese año, la oposición no tenía la menor posibilidad de triunfo, todo el mundo daba por hecho que Harold Magnus sería ministro otros cinco años.
En ese momento observó a la doctora Carriol, que también se había decidido por una simple taza de café. La apreciaba, pero no le era posible sentir simpatía por ella. Una madre ineficaz, seguida de una esposa ineficaz no le había ayudado demasiado a tener una opinión muy elevada de las mujeres. Nunca se molestó en mantener relaciones con el sexo opuesto y prefirió descargar sus marcadas inclinaciones sexuales en la comida y en la bebida. Y se negaba a admitir, ante su médico y ante sí mismo, que esa elección hubiese minado seriamente su salud.
Judith Carriol era sin duda la eminencia del Ministerio del Medio Ambiente. Cuando cinco años antes, ella le presentó el plan de la Operación de Búsqueda, explicado hasta en sus menores detalles, Magnus ya sabía lo suficiente sobre ella como para desear que se mantuviera lo más lejos posible. Esa mujer le resultaba escalofriante, pues era tan brillante, tan fría, tan eficaz y tan poco emocional, que no coincidía en absoluto con el concepto que él se había formado de las mujeres. Tal vez su actitud fuese anticuada o errónea, pero todo lo que Judith Carriol representaba se contradecía con su aspecto femenino y encantador, y eso le llenaba de confusión. No le tenía miedo; más bien, le resultaba cargante. O, por lo menos, eso era lo que se decía a sí mismo.
Cuando le presentó la Operación de Búsqueda por primera vez, las reacciones de Magnus fueron de cautela y desconcierto. La administración de Tibor Reece era muy consciente del estado de ánimo del pueblo. Ningún presidente, ni siquiera Augustus Rome, había tenido que enfrentarse antes a las profundas consecuencias de la humillación y la desmoralización del país, porque el viejo Gus Rome mantuvo unido al pueblo mediante su fuerte personalidad y, en este sentido, su sucesor no era tan afortunado.
Para jugar con más seguridad, Harold Magnus había presentado a Judith Carriol junto con su proyecto al Presidente y éste, sin verdadero entusiasmo, sentimiento al que por naturaleza era poco dado, lo consideró lo suficientemente interesante como para ordenarles que lo pusieran en marcha inmediatamente.
La doctora era plenamente consciente de los sentimientos que inspiraba a Harold Magnus, porque éste no sabía ocultar sus reacciones instintivas ante la gente. A ella le interesaba trabajar a las órdenes de un hombre así, porque no tenía que perder su tiempo y sus energías adulándole para conseguir lo que deseaba. En realidad, se entendían bastante bien porque eran como boxeadores que sabían mantener a su rival a distancia.
– Hillier, por supuesto -dictaminó él.
– Sí, entre otros ocho.
– ¡Pero tiene que ser Hillier!
Ella le miró abiertamente.
– ¡Señor Ministro! Si el senador Hillier era el ganador obligado, no había ninguna necesidad de gastar tanto tiempo y tanto dinero para organizar la Operación de Búsqueda. Pensamos en él desde el principio, pero entonces era demasiado joven. Y le recuerdo que la Operación de Búsqueda no se organizó simplemente para darle tiempo de crecer al senador. Hemos trabajado para poder tener la más absoluta seguridad de que elegíamos al único hombre apto para la tarea, que es la más importante que ningún país haya ofrecido a un hombre en muchísimo tiempo. Ni siquiera se me ocurre un precedente histórico de este caso.
– ¡Hillier! -insistió él.
– Señor Magnus, si yo hubiera podido imponer mi criterio hubiera eliminado a los políticos de esta primera fase del trabajo, porque no considero que un político sea apto para esta tarea.
Como nunca se pondrían de acuerdo con respecto a Hillier, él decidió no seguir discutiendo.
– ¿Y qué ocurre con la segunda fase? -preguntó.
– Empezará mañana. He encargado a la doctora Hemingway que investigue a los candidatos presentados por el doctor Abraham y viceversa. Yo investigaré personalmente a los tres del doctor Chasen.
El ministro se enderezó en su asiento.
– ¿Qué ha sucedido con Chasen, su príncipe azul?
– Nada. Realizó un brillante trabajo. Sería un desperdicio utilizarlo en la segunda fase. A diferencia de los otros dos, Chasen no es un buen investigador personal. De modo que le encargaré la tarea de reformar nuestro sistema de reubicaciones.
– ¡Dios mío! Eso le mantendrá realmente muy ocupado.
– Sí, supongo que sí. Le he pasado los equipos de colaboradores de Abraham y Hemingway, y le he permitido aumentar el suyo. Sería absurdo haber preparado a doce personas para un trabajo realmente complejo, para después hacerles volver a la rutina de la computación o a analizar los costes de la distribución de alimentos por helicóptero a los venados que se mueren de hambre en los parques nacionales congelados. Para el tema de la reubicación, Moshe deberá emplear a dieciocho asistentes que, probablemente, deberán trabajar en ello hasta que se jubilen.
– ¡Eso es demasiado pesimista!
– ¡Eso es ser realista, señor!
– De modo que en la segunda fase sólo intervendrán usted, la doctora Hemingway y el doctor Abraham.
– Cuánta menos gente haya involucrada, mejor. Además, con John Wayne al frente del fuerte de Washington, no será necesaria la intervención de la caballería de los Estados Unidos -contestó ella sonriendo.
– Entonces, ¿qué debo decirle al Presidente?
– Que vamos a empezar la segunda fase en la fecha prevista y que los resultados de la primera se acercan mucho a las previsiones.
– ¡Vamos, doctora Carriol! Tendré que decirle bastante más que eso.
Ella lanzó un suspiro.
– Muy bien, entonces dígale que, como era de prever, Hillier está entre los nueve finalistas y que de los nueve seleccionados, hay siete hombres y dos mujeres. Unos de los candidatos tiene dos hijos, el segundo con la aprobación de la OSH, por supuesto. Hay un hombre y una mujer solteros. Tres de estos nueve están directamente relacionados con la NASA, concretamente con el proyecto Phoebus, lo cual demuestra la importancia que ha adquirido nuestro programa espacial y la eficacia de su personal. También puede decirse que ninguno de los presentes en la reunión de esta tarde puso serias objeciones a alguno de los candidatos.
– ¿Hay alguien famoso del país, aparte de Hillier?
– Yo diría que siete de ellos, incluyendo a las dos mujeres, son personajes conocidos y que los dos restantes son más bien desconocidos.
– ¿Quiénes no llegaron a la recta final?
– Realmente, me resulta imposible decirlo, ya que me abstuve deliberadamente de controlar personalmente a los cien mil hombres de la lista final. Y supongo que deben ser muchos los que no llegaron a estar incluidos en ella. Tampoco sé cuántos quedaron en el camino entre esos cien mil y los nueve finalistas, porque si lo supiera, señor ministro, eso anularía por completo el sentido de la Operación de Búsqueda.
Él asintió y, prescindiendo de ella de forma grosera, hizo girar su silla hasta quedar frente a la ventana.
– Muchas gracias por todo, doctora Carriol. Manténgame informado -dijo, mientras se dirigía a la amplia puerta triple de cristal, que lo separaba del mundo duro y frío de la calle K.
Pero ella no regresó todavía a su casa. La Cuarta Sección estaba desierta, pero cuando entró en sus propias oficinas, encontró a John Wayne, que levantó la mirada al verla pasar junto a su escritorio. ¡El bueno de John! Si uno deseaba que su hijo fuera una torre de fortaleza, debía bautizarlo con el nombre de John. Por experiencia propia, la doctora Carriol creía en la fuerza de los nombres. Nunca había conocido a una Pam, que no tuviera un gran atractivo sexual, ni a un John, que no poseyera una gran fortaleza, o a una Mary, que no tuviera los pies firmes sobre la tierra. Súbitamente pensó en Joshua Christian.
Las carpetas ya estaban guardadas en la pequeña caja fuerte de su oficina, en la que apenas cabían. Las sacó y las distribuyó a su alrededor sobre el escritorio, frunciendo el entrecejo, mientras decidía cuáles debía guardar y cuáles debía tirar. En el momento en que tomaba la de Joshua Christian, apareció John.
– Siéntate, John. Dime, ¿qué piensas de todo esto?
La máxima diversión de la Cuarta Sección consistía en hacer comentarios sobre la relación que unía a la jefa con su extraño secretario. Se oían toda clase de especulaciones de tipo físico, pero cuando la doctora y él se encontraban a solas, John cambiaba y no se mostraba tan neutro, aunque no por ello, parecía más masculino. Los dos poseían los mejores antecedentes de seguridad de todo el Departamento; los de John eran incluso más elevados que los de Harold Magnus. Y eso era algo que sólo ellos dos sabían.
– Creo que todo fue muy bien -contestó él-. Hubo algunas sorpresas, una de ellas totalmente inesperada. ¿Quiere ver las copias?
– ¿Ya las ha pasado?
– Tengo una copia en borrador.
– Te lo agradezco, pero no, gracias. De momento, con lo que puedo recordar tengo suficiente material para reflexionar-. Suspiró apoyando las yemas de sus dedos contra sus párpados y de repente, dejó caer las manos, dirigiendo una rápida mirada a John. Ésa era una de sus poses favoritas, que, por cierto, resultaba muy eficaz. Pero en el caso de John no daba resultado, ni ella lo pretendía. Lo hacía simplemente por costumbre.
– Realmente, el viejo Moshe superó a los otros dos, ¿no te parece? ¡Y de qué forma!
– Es un hombre muy brillante -convino John-. Supongo que le va a encargar el trabajo de reubicación.
– Por supuesto.
– Y usted se encargará de sus tres candidatos.
– Por nada del mundo le concedería ese trabajo a otro. -Bostezó involuntariamente y se tapó la boca con una mano, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas-. ¡Dios mío! Estoy muerta de sueño. ¿Te importaría traerme un poco de café? No quiero sacar este material de mi oficina y me gustaría quedarme un rato.
– ¿Quiere eso decir que le apetecería comer algo?
– No, sería demasiado trabajo, pero si queda algún sándwich en la mesita, me conformaré con eso.
– ¿A quién piensa investigar primero, señora? -Aunque estuvieran solos, él nunca la llamaba por su nombre de pila, ni ella le había pedido jamás que lo hiciera, pues ese trato mantenía demasiado bien el status.
Judith abrió los ojos, haciendo un expresivo gesto con las cejas.
– ¿A quién sino al senador David Sims Hillier vii? Vive justamente aquí, en Washington. -De repente, se estremeció ante un pensamiento que se le acababa de ocurrir-. ¿Te das cuenta de que los otros dos me obligarán a viajar a Connecticut y a Michigan, con el frío que hace allí en invierno?
John Wayne esbozó una sonrisa irónica. Tenía una bonita dentadura que no se mostraba cuando sonreía de esa forma.
– La nueva Alaska -comentó.
– ¡Oh, no es para tanto! -contestó ella. Después se encogió de hombros-. Bueno, por lo menos, no debo ir en seguida.
Permaneció en su oficina hasta después del amanecer. Conocía ya casi de memoria el contenido de cada carpeta, era capaz de unir nombres y rostros con los más variados trozos de información y ya se había formado sus propias hipótesis sobre las cualidades y debilidades de cada uno. En realidad, casi había descartado a dos de los candidatos y estaba convencida de que cuando llegara el gran momento ni siquiera debería mencionárselos a Tibor Reece.
Por supuesto, el doctor Joshua Christian no era uno de esos dos que ya había descartado. Después de leer una profusión de notas e informes sobre él, ese hombre la intrigaba. Ese individuo había forjado frases memorables, dignas de darse a conocer y, además, le parecía sumamente satisfactorio el nombre que él había dado a la depresión y falta de esperanzas cada vez mayores, que habían empezado a expandirse por todo el país treinta años antes: la neurosis del milenio.
Pero no iba a ser nada fácil investigarle. Ya había sopesado los aspectos negativos señalados en la carpeta. En su círculo profesional era considerado como un rebelde y no era demasiado aceptado ni respetado por sus colegas. Por otra parte, sus actitudes no eran siempre muy consistentes y su campo de acción era tan reducido que inducía a creer que sus pensamientos se movían también en un campo muy reducido. Existía alguna posibilidad de que sufriera del complejo de Edipo. La doctora Carriol no tenía muy buena opinión de los hombres de más de treinta años, que todavía vivían con su madre y que jamás se habían aventurado a tener una aventura sexual con un hombre o una mujer. Aunque ella era frígida, consideraba, al igual que la mayoría de la gente, que el celibato voluntario era mucho más difícil de comprender que cualquier otra alternativa sexual, incluso las perversiones más extremas. La fuerza necesaria para resistirse a las necesidades primarias de uno mismo era mucho más sospechosa que la debilidad de sucumbir a ellas o de evitarlas. Y los ojos de Joshua Christian no eran los ojos de un hombre frío o insensible…
No podía presentarse en su clínica sin más, porque él podía mirarla con desconfianza. Tampoco debía mencionarle la palabra «Washington», ya que la opinión que tenía de la capital y de su burocracia no era exactamente hostil, pero sí bastante desconfiada. Por otra parte, aunque ella renovara sus contactos con los psicólogos de la Universidad de Chubb, no era demasiado probable que él la invitara. No sabía qué forma de acercamiento debería utilizar, pero, desde luego, debería ser muy natural y lejos de toda sospecha.
Ya era hora de volver a casa, hora de volver a la calle y de toparse con alguno de los diarios suicidios en su camino hacia la parada del maldito autobús. Se dijo a sí misma que aquello no iba a durar siempre y que algún día ella se contaría entre los pocos privilegiados, que podían ir de casa al trabajo en coche. Para la población en general, los coches sólo estaban permitidos durante las vacaciones y por un máximo de cuatro semanas anuales. Era sensato que las vacaciones se hubieran convertido en un precioso interludio, ansiosamente esperado y que finalizara entre lágrimas y suspiros apesadumbrados. En la historia de los Estados Unidos, ningún gobierno había prestado tanta atención como el actual a la sensibilidad de los ciudadanos, pero ningún gobierno de los Estados Unidos había sido tampoco tan deprimente. Por eso, había sido tan necesario organizar la Operación de Búsqueda.
Georgetown era su hogar y le resultaba encantador. Como esa parte del país todavía no era exageradamente fría en invierno, la doctora Carriol había decidido no proteger con tablones las ventanas de su pequeña casita de ladrillos, para poder gozar durante todo el año de la deliciosa vista de la encantadora calle bordeada de árboles y de las viejas casas que se alineaban en la vereda de enfrente.
Dos años antes había invertido todos sus ahorros y sus futuras ganancias en la compra de esa casa y todavía tenía dificultades financieras. Deseaba intensamente que esa importante jugada de su carrera le rindiera beneficios, a la vez que se los rendía al país. Sin duda, si le daba rienda suelta a Harold Magnus, recibiría una parte muy reducida de los méritos de la Operación de Búsqueda, pero ella ya se las había ingeniado para dirigir la Operación de tal manera, que a él le resultara muy difícil robarle todos los honores.
En su vida no existía ningún hombre, aunque saliera con alguno de vez en cuando, más para ser vista que por auténtico deseo de establecer una relación íntima con alguien. El acto sexual en sí no le interesaba en absoluto y lo hacía con total indiferencia cada vez que se lo pedían, sin darle importancia y sin que ello influenciara la opinión que tenía de su ocasional compañero. En Washington era fácil conseguir un amante, pero era muy difícil conseguir un marido. A ella no le interesaba en absoluto tener un marido, porque le exigiría demasiado tiempo y energías, que ella necesitaba para su trabajo. Y un amante no era más que una molestia. Al cumplir los veinticinco años, se había hecho practicar una histerectomía. Los tiempos no eran muy idóneos para hablar de esperanzas de índole doméstica, y ella era una mujer que adoraba su trabajo y no concebía que la relación con un hombre pudiera rivalizar en sus afectos con su tarea.
Como hacía frío, se cambió y se puso un grueso equipo de jogging, medias de lana, un par de escarpines, y se calentó las manos sobre la llama del hornillo de gas, mientras preparaba un guiso de lata con patatas frescas. Comer le proporcionaría calor. Y, después, a pesar de que ya hacía varias horas que había salido el sol, se metería en la cama para dormir cuanto quisiera.