El último tramo de la Marcha del Milenio comenzó esa mañana de un viernes de mayo con Andrew, James y Miriam, al frente del desfile. Dirigieron a los manifestantes hacia la ruta, seguidos por el sonriente grupo de jefes y militares del Gobierno. Nadie parecía demasiado molesto por la ausencia de Joshua Christian, y así lo demostraba la amplia sonrisa del senador Hillier, que de alguna manera había conseguido caminar solo, justo detrás de la familia Christian y a varios pasos de distancia de los demás.
A lo largo de todo el camino, la gente esperaba el paso de los que dirigían la procesión. La multitud producía ese curioso sonido colectivo, que está entre el gemido y el suspiro. El doctor Christian y aunque el clímax era grandioso, no sería lo mismo sin él.
Después, su madre mantendría resueltamente que ella había dirigido personalmente la Marcha del Milenio hacia Washington, a orillas del Potomac, porque ella era la mayor de la familia y viajaba en la parte trasera del camión de la «ABC», filmando los rostros y las piernas de la vanguardia.
Exactamente a las ocho, la doctora Carriol llegó a la Casa Blanca y fue conducida de inmediato a la Oficina Oval, donde Tibor Reece estaba mirando sus monitores de televisión. La marcha debía llegar hasta la plataforma de mármol, construida especialmente en Vermont, al mediodía. Así que aún le quedaban varias horas antes de tener que salir.
– Lo lamento, señor Presidente, debí llegar antes -se disculpó la doctora Carriol, que aún no había visto a Harold Magnus.
– No, es puntual como siempre, doctora. ¿Puedo llamarla Judith?
Ella se ruborizó e hizo un gracioso gesto con la mano que no se parecía en absoluto al de una víbora.
– Me sentiré honrada, señor Presidente.
– Harold se ha retrasado, por la marcha, indudablemente. Me han dicho que es imposible moverse por las calles por la gran cantidad de gente que hay. Y tampoco le veo caminando.
– No, señor, yo tampoco. -La fidelidad al doctor Christian había quedado relegada en su mente y disfrutaba plenamente de ese momento. Agradeció a Harold su retraso, ya que eso le permitía estar a solas con Tibor Reece. Se parecía al doctor Christian y ella hubiera deseado que Joshua tuviera su sentido común y su despreocupación. Sin embargo, Joshua Christian tenía una gran aceptación entre la gente. La comparación no era válida.
– Todo esto ha sido algo realmente grande -dijo calurosamente el Presidente-. Verdaderamente, es la experiencia más memorable de mi vida y me siento muy humilde al pensar que todo ha sucedido durante mi gobierno. -Su acento de Luisiana se notaba en su voz cuando estaba emocionado. De repente, parecía un caballero sureño y perdía el reciente acento californiano, que adoptara para conseguir más votos-. Es tan poco lo que un presidente norteamericano puede hacer para demostrar su aprecio a aquellos que le han servido tan bien y con tanta fidelidad, Judith. No puedo crear un título de nobleza para usted, como harían los australianos, ni pagarle unas vacaciones, como los rusos. Tampoco puedo cambiar las rígidas reglas de la burocracia para darle más categoría de la noche a la mañana. Pero le agradezco todo lo que ha hecho y confío en que mi agradecimiento sea suficiente. -Sus ojos, tan oscuros como los de Joshua, se fijaron en los suyos con gran afecto.
– Simplemente, hice mi trabajo, señor Presidente. Me gustó hacerlo y me siento pagada por él. -Se sentía muy incómoda y no sabía qué decir. Se empezó a preguntar dónde se habría metido Harold Magnus.
– ¡Siéntese, siéntese, querida! Está usted agotada. -El Presidente de los Estados Unidos le alcanzó la silla y la hizo sentar-. ¿Una taza de café?
– ¡Señor, eso se lo agradecería más que un título de nobleza!
Y lo sirvió, en una pequeña bandeja de plata, junto con una jarra de crema y una azucarera.
Lo bebió sedienta y no se atrevió a pedir otra taza.
– Le tengo mucho cariño al doctor Christian -dijo Tibor Reece y se sentó-. Por favor, cuénteme todo sobre su enfermedad.
Le contó solamente lo que pensaba que él debía saber, pero no fue tan franca como lo había sido con Harold Magnus, porque consideró que ya le habían perturbado bastante.
– Vino a verme cuando le invité antes de que se lanzara el libro y disfruté muchísimo de esa velada en su compañía. ¡Es un hombre excelente! Yo tenía unas decisiones personales que tomar en esa época y él me ayudó muchísimo, pese a que en uno de los casos, se negó a ofrecer su ayuda, lo cual me pareció muy inteligente por su parte. Era una decisión que debía tomar yo solo. Pero en el caso de mi hija, me indicó la gente adecuada que podía ayudarla y cambió su vida. Ha mejorado notablemente.
La doctora Carriol recordó todo el mal humor que había volcado en Moshe Chasen inútilmente, así como su aburrida salida con Gary Mannering.
– Sí, Joshua es así -dijo Judith en voz alta.
– Recuerdo cuando salió su nombre en nuestra elección para la Operación Mesías. Fue una profecía suya, Judith. Y supongo que eso significó una intensa amistad para ambos. Siento mucho que haya tenido que cargar con la responsabilidad de su enfermedad y al mismo tiempo con la Marcha del Milenio. ¿Por qué no me dijo esta mañana que quería acompañarlo para el tratamiento? Lo hubiera comprendido.
– Ahora me doy cuenta de ello. Pero en ese momento estaba muy confusa. Era muy difícil tomar una decisión, sucedieron tantas cosas. De todas maneras está en las mejores manos y ahora mismo iré con él -dijo clavando sus grandes ojos en los del Presidente.
Reece se aclaró la garganta, se acomodó en su sillón y comenzaron a observar el avance de la marcha, mientras esperaban en vano a Harold Magnus.
A las nueve todavía no había llegado. Definitivamente, algo no iba bien.
La doctora Carriol se puso en pie.
– Señor Presidente, me gustaría ir al Ministerio. No es normal que el señor Magnus llegue tan tarde sin avisar. ¿Me perdona?
– Puedo llamarle por teléfono -dijo, omitiendo que a las cuatro de la mañana el ministro estaba totalmente borracho.
– No, señor, siga mirando. Yo voy a ir. -Quería ir personalmente, porque sospechaba que algo grave había pasado.
Mucha gente esperaba la salida del Presidente alrededor de la Casa Blanca. La doctora Carriol fue hasta el helipuerto y pidió al piloto que la dejara lo más cerca posible del Ministerio, preferentemente en el área cercana al Capitolio. El piloto bajó la cabeza y salió lentamente para permitir que la gente se alejara.
Era la fiesta más grande en la historia del país. El Ministerio del Medio Ambiente estaba cerrado, pero cuando entró en la Cuarta Sección encontró a John Wayne muy ocupado trabajando.
– ¡John! -gritó, sacándose el abrigo-. ¿Has visto o sabes algo del señor Magnus?
Él la miró inexpresivo.
– No.
– Entonces, ven. Se suponía que debía haber venido a la Casa Blanca y aún no ha aparecido.
El escritorio de la señora Taverner estaba desocupado. La pequeña mesa del teléfono tenía las luces encendidas y no había timbres porque al señor Magnus no le gustaban. No había duda de que la Casa Blanca estaba intentando comunicar con ellos.
– Busca a la señora Taverner -dijo a John-. Creo que tiene un sofá en su cuarto privado, así que abandona tu natural modestia y ve a mirar primero allí. -Se dirigió al despacho de Harold Magnus.
En algún momento, vacilando entre el sueño y el estado de coma, el señor Magnus se había trasladado a un confortable sofá al otro lado del escritorio y allí yacía de espaldas con un pie colgando y su redondo rostro de bebé.
– ¡Señor Magnus! -Se inclinó para sacudirlo-. ¡Señor Magnus!
El nivel de azúcar en su sangre había ido bajando lentamente desde la última vez que ella le había visto. Sin embargo, tardó varios minutos en despertarse.
Finalmente abrió los ojos y la miró.
– Señor Magnus, ¿quiere hacer el favor de despertarse? -preguntó por centésima vez.
Su mirada se fue aclarando gradualmente, porque al principio no la había reconocido.
– ¡Mierda! -gritó de repente, luchando por incorporarse-. ¡Dios mío! Me siento muy mal. ¿Qué hora es?
– Las nueve y media, señor. Debía encontrarse con el Presidente a las ocho. Todavía le está esperando, pero no lo hará mucho tiempo más. La marcha terminará en un par de horas y él quiere llegar en el momento acordado.
– ¡Oh, mierda! -gimió-. Deme un poco de café. ¿Dónde está Helena?
– No lo sé.
En ese preciso momento llamó John Wayne para decir que había encontrado a la señora Taverner y en qué condiciones la había encontrado.
– Traiga café para el señor Magnus, por favor -ordenó, inclinándose contra el borde del escritorio, mientras miraba irónicamente a su jefe, que se apretaba la cara con desesperación.
– No me siento bien -murmuró-. Es gracioso, nunca me había pasado esto, ni siquiera tomando diez copas.
– ¿Tiene ropa para cambiarse, algo para la ceremonia del siglo?
– Creo que sí -bostezó con los ojos llenos de lágrimas-. ¡Oh, tengo que pensar! ¡Necesito pensar!
John apareció con el café.
– ¿Cómo está la señora Taverner?
– Está bien, pensando en su suicidio. No para de decir que nunca estuvo tan agotada.
– Dígale que cuenta con todo mi apoyo y que ningún trabajo y ningún jefe pueden consentir que alguien se mate trabajando. ¿Por qué no la manda a casa?
Cuando John salió, la doctora Carriol le alcanzó el jarro de café a Magnus, que lo tomó de un trago sin azúcar, aunque estaba caliente. Le devolvió el jarro.
– Póngame más.
Le sirvió y tomó ella también un poco.
Esta vez lo tomó más despacio.
– ¡Oh, qué día! Todavía no me siento bien.
– ¡Pobre hombre! -respondió sin ninguna simpatía-. Supongo que no sabía que la señora Taverner también se desplomó. Ha estado a punto de llevar a esa buena y leal mujer hasta la muerte.
En ese momento golpearon la puerta. Apareció la señora Taverner con mejor aspecto. Había tenido unos minutos para recuperarse.
– Gracias, doctora Carriol. Ahora me iré a casa si el señor Magnus me da permiso. Pero hay algo que quedó pendiente. ¿Qué debo hacer con la lista de médicos que me dio anoche?
El color del rostro de la doctora Carriol desapareció. Por un momento, la señora Taverner pensó que la jefa de la Cuarta Sección iba a tener un ataque de epilepsia, porque se quedó rígida, con los ojos girando en las órbitas y produciendo un extraño sonido con la garganta. Se recuperó tan rápidamente que antes de que la señora Taverner se diera cuenta ya había cruzado la sala y estaba sacudiendo al señor Magnus con violencia.
– ¡Pocahontas Island! -dijo-. ¡El equipo médico!
– ¡Oh, Dios mío, Judith! ¡No lo hice!
– Llame a John -dijo la doctora Carriol a la señora Taverner-. Y ahora no puede irse a su casa. Tenemos trabajo. -Empujó al ministro como si se tratara de un molesto insecto y volvió al escritorio para llamar por teléfono, pero antes de que la señora Taverner saliera la llamó-. Helena, consígame línea con el Walter Reed Hospital. Quiero hablar con el administrador.
La doctora Carriol conocía de memoria el número que conectaba con el helicóptero presidencial. Lo marcó.
– Habla la doctora Carriol -dijo con calma-. ¿Dónde está Billy?
– Todavía no ha llegado, señora. Tampoco llamó por radio y no conseguimos localizarle.
La cabeza le latía. O tal vez fuera su corazón.
– Salió esta mañana a las seis y media para una misión especial y debía regresar a Washington a las ocho y media, como máximo. Dijo que tenía que cargar combustible.
– Ya lo sabemos, señora. Sabíamos que su destino era secreto, pero pidió mapas y preguntó dónde podía cargar entre Washington y Hatteras. Ya controlamos toda la ruta y no está registrado en ningún lado. Nadie ha informado de un pedido de auxilio, así que suponemos que se ha quedado en el lugar de destino sin combustible y con la radio estropeada.
– Es probable que haya decidido cumplir primero la misión e ir a cargar combustible después. Si se ha quedado sin combustible durante el vuelo habrá bajado, ¿no es cierto? Me parece que hace dos meses en Wyoming sucedió algo parecido cuando iba a recogernos.
– ¡Sí, claro! -contestó la voz del otro lado-. Eso es lo bueno que tienen esos aparatos, pueden aterrizar en cualquier lado. Y él sabe hacerlo.
– Entonces debemos suponer que se quedó en el lugar de destino, donde no hay teléfono ni ninguna persona, así que si tiene la radio estropeada, no puede ponerse en contacto con nosotros -dijo, mirando a Harold Magnus con reproche-. Gracias, si sabe algo avíseme de inmediato. Estoy en el despacho del ministro del Medio Ambiente. ¡No, no, no cuelgue todavía! Necesito un helicóptero grande para llevar de ocho a diez personas y varios kilos de equipo médico. Es urgente. Búsquelo mientras yo me ocupo de lo demás.
– No puedo hacerlo, señora -contestó-. Todos los aparatos están destinados para el Presidente y las personalidades que deben asistir a la ceremonia.
– ¡Al diablo con la ceremonia y las personalidades! -exclamó la doctora Carriol-. Quiero ese helicóptero.
– Necesitaré una orden del Presidente -dijo la voz, lacónicamente.
– La tendrá, así que empiece a moverse.
– Sí, señora.
Se encendió la luz de otra llamada.
– ¿Sí?
– Walter Reed, doctora Carriol, el administrador.
Le alcanzó el teléfono al señor Magnus.
– Tome, hable usted -dijo fríamente-. Es su problema.
Mientras él hablaba, la doctora Carriol salió de su despacho y pidió comunicación con la Casa Blanca.
– ¿Algún problema, Judith?
– Un gran problema, señor Presidente. Tenemos una situación de emergencia. Aparentemente el doctor Christian está en Pocahontas Island sin la atención médica que debía tener hace horas. No me pueden dar un helicóptero para llevar a los médicos sin una autorización suya, porque dicen que la ceremonia necesita todos los helicópteros para llevar a las personalidades. ¿Podría dar la orden para que me cedan uno?
– Espere un momento. -Ella oyó cómo él daba instrucciones y luego volvió a hablar con ella-. ¿Qué sucedió?
– El señor Magnus tuvo un leve ataque de corazón cuando le dejé esta madrugada. Me temo que sucedió antes de que pudiera organizar la atención médica que debía enviar al doctor Christian. Esto es un gran problema, supongo que se hace usted cargo. Quiero ir inmediatamente a la isla con el equipo médico. También ha habido un problema con el helicóptero que le llevó hasta allí, porque el piloto no ha hecho contacto desde las seis y media de la mañana.
– De modo que Harold ha tenido un ataque al corazón, ¿no es así? -Le pareció que el Presidente hablaba con un tono levemente sarcástico.
– Se desmayó en su despacho, señor. Pedí una ambulancia a Walter Reed.
– ¡Pobre Harold! -dijo, esta vez con un tono abiertamente irónico-. Téngame informado, ¿quiere? Es un consuelo saber que hay alguien sensato en el Ministerio.
– Gracias, señor Presidente.
Volvió a la oficina y esperó que su jefe acabara de hablar con el administrador.
– ¡Muy bien, está todo arreglado -exclamó, sintiéndose un poco mejor al ver que las cosas estaban bajo control-. Ahora puedo dejarle el problema, ¿no? Necesito ir a cambiarme para la ceremonia.
– ¡Ah, no! -dijo la doctora Carriol con firmeza y tranquilidad-. Acabo de salvarle de la furia del Presidente, diciéndole que tuvo usted un ataque al corazón, leve por supuesto, esta mañana. Así que deberá parecer muy enfermo y hará que le lleven en una ambulancia al Walter Reed Hospital, tan pronto como lo pueda organizar.
De repente se puso verde y parecía realmente muy enfermo.
– ¡Pero me voy a perder al rey de Inglaterra! -Luego su expresión se volvió más peligrosa-. ¿Por qué tuvo que contarle eso al Presidente?
– No tuve otra posibilidad. No hay helicóptero disponible para llevar el equipo médico a Pocahontas, y necesité que diera la orden, lo cual significa que sabe todo lo que pasó. Lo siento, señor Magnus, pero yo no inventé el lío. Usted lo hizo. Y ahora se quedará sin ceremonia. Ése será su castigo.
Cuando salió de allí, se prometió que nunca más volvería a quedarse sin coche por culpa del ministro.
Cuando el gran helicóptero del ejército salió del Walter Reed Hospital eran las once y media. Dentro iba la doctora Carriol; Charles Miller, cirujano vascular; Ignatius O'Brien, cirujano plástico; Mark Ampleforth, especialista en shock y quemaduras; Horace Percey, psiquiatra; Samuel Feinstein, fisiólogo; Barney Williams, anestesista; Emilia Massino, enfermera general y Lurline Brow, especialista en terapia intensiva.
Antes de que el helicóptero saliera, la doctora Carriol informó al equipo de que el doctor Christian estaba muy enfermo. Les dijo que aquellos que debieran quedarse serían recompensados con un vuelo a Palm Springs y unas semanas bajo el sol del sur de California. Todas las provisiones serían enviadas por el helicóptero presidencial y no podrían contratar personal doméstico. El piloto del avión del Ejército se encargaría de poner en marcha el generador diesel. En ese vuelo llevarían comida y bebida necesaria para un día y todo el equipo médico necesario, así como una cama de hospital y un tanque con combustible por si no los había en la isla.
Volaron por el mismo terreno por el que había volado Billy unas horas antes y el piloto y la doctora Carriol miraron buscando rastros de un accidente. Cuando dejaron atrás Washington, el cielo se llenó de nubes, pero no era peligroso para la altitud a la que volaba, el helicóptero. Cuando llegaron a la isla estaban seguros de que encontrarían allí a Billy y a su helicóptero.
Dieron vueltas a la isla buscando el helicóptero, pero no hallaron ningún rastro. El piloto se encogió de hombros.
– Me parece, señora, que no se alejaron mucho de aquí -dijo, señalando el lugar donde Billy aterrizó.
– De todas maneras, baje. Quiero echar un vistazo.
Para entonces, ya eran las doce y media, porque el gran aparato del ejército era mucho más lento que el de Billy.
– Apuesto a que el generador está en esa cabaña, bajo los árboles -dijo el piloto, señalando hacia un lugar, que estaba a unos cuatrocientos metros de la casa-. Será mejor que bajen todos antes de que baje a examinar el lugar.
– Gracias por no tener en cuenta las reglas sobre transporte de pasajeros y combustible.
– El Presidente me pidió que lo hiciera así.
El equipo médico desembarcó con todas las cosas y el piloto se dirigió hacia la choza.
Todos esperaban que ella les condujera, así que la doctora Carriol tomó la iniciativa y se dirigió hacia la verja doble de la pared del patio y empujó para entrar.
– ¡Dios mío! Este lugar debió estar infestado de malaria en otra época -dijo el doctor Ampleforth-. ¿Quién construyó la casa aquí?
– Por lo que recuerdo, toda la Costa Oeste estaba infestada de malaria -dijo la doctora Carriol-. Y supongo que se las arreglaron.
Cuando entraron, todo parecía normal, porque el hombre gris colgaba entre las densas sombras, al fondo del pasillo.
La doctora Carriol caminó enérgicamente por el patio y se encaminó a la casa. El equipo médico la seguía, inseguro de la misión que debía llevar a cabo.
A mitad de camino se detuvo abruptamente.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó alguien.
Se detuvo, anduvo unos pasos y volvió a detenerse, tendiendo los brazos para impedir que los demás avanzaran.
– Quédense donde están, por favor.
El doctor Christian colgaba, con los huesos sobresaliendo de sus pies destrozados, con todo el peso de su cuerpo inclinado hacia la tierra, menos la cabeza y las manos. Sus dedos estaban firmemente atados a la soga que mantenía sus muñecas. Miraba hacia abajo, con los ojos entornados. La soga se había clavado en su cuerpo, porque el rostro estaba igualmente congestionado. La lengua estaba dentro de sus labios partidos. Los ojos no se le salían de las órbitas. El paro respiratorio le había privado de oxígeno y su cuerpo tenía el color aguado de la madera. Los moratones eran apenas perceptibles.
Pasaron varias semanas antes de que la doctora Carriol pudiera enfrentar las emociones que esa visión le había provocado y entonces le fue muy difícil catalogar esas emociones. Durante el tiempo que permaneció mirándolo, sintió solamente que eso era lo correcto, lo inevitable, un modelo que se completaba, aunque faltaban unos detalles finales.
– ¡Oh, Joshua! -dijo sonriendo-. ¡Es perfecto! ¡Es hermoso! El mejor final para la Operación Mesías, que yo jamás hubiera soñado.
La enfermera blanca lloraba y la negra había caído de rodillas, los médicos estaban silenciosos y arrodillados.
Judith Carriol fue la única que pudo hablar.
– ¡Judas! -dijo, saboreando la palabra-. Sí, algunas cosas son inmutables. Yo te abandoné para tu crucifixión.
En Washington todo había terminado. La Marcha del Milenio concluyó con una gran fiesta romana. Dos millones de personas se dispersaban por las calles y las plazas de Washington y Arlington, cogidos de la mano, cantando, bailando y besándose.
El Presidente estaba a orillas del Potomac, esperando a la familia Christian, a los senadores, al alcalde de Nueva York, y a todo el resto. Habló desde la plataforma blanca de mármol, desde donde debía haber hablado el doctor Christian, después de lo cual el rey de Australia, Nueva Zelanda, el Primer Ministro de la India, el de China y otros doce jefes de Estado hablaron unas pocas palabras para no aburrir ni ofender a nadie. Agradecieron al doctor Christian por haberle dado una nueva esperanza al mundo, se maravillaron por el espíritu demostrado durante la Marcha del Milenio.
Alrededor de la una, mientras todos los dignatarios políticos, estrellas de cine, políticos y otras personalidades se reunían en un lugar especial, erigido cerca del Lincoln Memorial, para refrescarse después de la ceremonia y antes del Baile del Milenio, un asistente se acercó al Presidente y le susurró algo al oído. Aquellos que le observaban se dieron cuenta de que su rostro denotaba un estado de conmoción, con los labios abiertos para decir algo, pero sin producir ningún sonido. Luego pareció reaccionar, asintió con la cabeza y dio las gracias. Luego siguió conversando con Su Majestad, pero tan pronto como pudo se excusó y se retiró del lugar. Regresó a la Casa Blanca y esperó a la doctora Carriol.
Llegó poco después de las dos de la tarde, en uno de los helicópteros más rápidos de que disponía.
Cuando entró en la Oficina Oval, el Presidente pensó que ella estaba muy calmada, considerando la magnitud del acontecimiento. Pero luego, cuando la conoció mejor, decidió que era una clase admirable de mujer, incapaz de sentir pánico, excesos emocionales, cálida y sin ser efusiva y, por encima de todo, apreció su inteligencia mucho más que su apariencia. Todo ello aumentó la atracción que Tibor Reece sentía por ella, por el fuerte contraste con Julia, hasta límites que él desconocía.
– Siéntate, Judith. ¡No puedo creerlo! ¿Es verdad? ¿Está realmente muerto?
Judith se pasó una mano por los ojos.
– Sí, señor Presidente, está muerto.
– Pero, ¿qué sucedió?
– Debido a la enfermedad del señor Magnus, el equipo médico no fue enviado a Pocahontas. Supongo que el helicóptero que llevó al doctor Christian allí esta mañana, le dejó allí sin darse cuenta de que no había nadie. Deben haberse ido porque no hay nadie en toda la isla, pero Billy y el soldado que le acompañaban han desaparecido de la faz de la tierra. Los guardacostas, la marina y la fuerza aérea les buscaron durante más de dos horas y no encontraron rastro de ellos. Es como si se hubieran desvanecido con el secreto. -Se estremeció de forma involuntaria y Tibor Reece pensó que era la primera vez que la veía incapaz de controlarse.
– Deben haber caído al mar -dijo pensativo.
– Si fuera así, tendría que haber una mancha de aceite. El pronóstico del tiempo en esa zona era bueno y no hay razón para suponer que perdieron el curso como si se tratara de un avión. Billy tenía todas las cartas de navegación antes de salir y usted ya le conoce. ¡Es el mejor piloto!
– Sí.
– Le aseguro que ese helicóptero desapareció.
El Presidente decidió que era más conveniente apartar esos pensamientos del aparato desaparecido y que a la doctora Carriol todavía le quedaba un hueso duro de roer.
– ¿Así que a causa… del ataque del señor Magnus, el doctor Christian fue abandonado allí y murió por negligencia?
La doctora Carriol le lanzó una mirada y sus extraños ojos verdes brillaron de forma demoníaca.
– El doctor Joshua Christian -dijo con lentitud- murió crucificado.
– ¿Crucificado?
– En realidad, se crucificó él mismo.
El Presidente perdió el color, sus labios se movieron sin producir ningún sonido y su mente se formulaba tantas preguntas que era incapaz de hablar. Por último, pudo hablar.
– ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo, cómo pudo hacer algo así?
Se encogió de hombros.
– Estaba loco, por supuesto. Yo lo supe esta mañana y observé todos los síntomas que habían ido creciendo desde un mes después de que publicaran el libro. Pero hoy se suponía que iba directo a las manos de los médicos y no había razón para que pensara lo contrario. No digo que su locura fuera permanente. Más pien… pienso que se debió al exceso de trabajo al principio y luego, a los esfuerzos físicos. Normalmente, debía haber recuperado la cordura al recuperar la salud de su cuerpo. Después de un verano de descanso, debería haber regresado a su estado normal.
– Entonces, ¿qué sucedió, por el amor de Dios?
– Aparentemente, llegó a Pocahontas y se encontró completamente solo. Hizo una cruz con dos durmientes de ferrocarril, que encontró, junto con las herramientas, en un cobertizo al lado del patio. El patio de esa casa tiene el suelo hecho de durmientes similares a las que usó para hacer la cruz. Había pedazos de madera por todo el lugar. Por supuesto, no pudo clavarse y se ató. Se subió a un taburete, que luego retiró de un puntapié. Murió por paro respiratorio, que parece ser la causa por la que morían los crucificados.
El Presidente parecía agobiado y lo estaba. Las imágenes que la doctora Carriol le brindaba eran imposibles de asociar al hombre, con el que pasó una velada en la Casa Blanca, disfrutando del coñac, citando a Kippling, fumando un cigarro y comportándose de la forma más humana.
– ¡Es una blasfemia! -dijo.
– Para ser justos con el doctor Christian, no es una blasfemia, porque eso significa un estado de mente suficientemente organizado para poder burlarse. El doctor Christian estaba loco y la convicción de que uno es Jesucristo es muy típica de los dementes. Su propio nombre, su extraordinaria posición, la adulación que recibía a donde iba; todos esos recuerdos y experiencias fueron afianzándose en su mente y cuando su pensamiento se desintegró, perdió el contacto con la realidad y se creyó que era Jesucristo.
Lo que me parece increíble es que haya podido crucificarse a sí mismo. Físicamente estaba extremadamente enfermo. Todas esas caminatas en el frío le destruyeron. Anduvo entre la gente como Jesucristo, señor Presidente. Y verdaderamente era un hombre bueno, como Jesucristo.
Las implicaciones de lo que estaba diciendo la doctora Carriol, comenzaron a deprimirle. Se enderezó y preguntó.
– ¿Qué sucedió con el cadáver?
– Le bajamos de inmediato.
– ¿Y la cruz que él hizo?
– La colocamos en un cobertizo de piedra del patio, junto con las otras tablas que se guardaban allí.
– ¿Dónde está ahora el cadáver?
– Di instrucciones al equipo para que lo llevaran a Walter Reed y lo dejaran en el depósito en secreto, mientras esperaban sus instrucciones personales.
– ¿Cuánta gente le vio allí? -Una expresión de disgusto borró todo el afecto y respeto que sentía por ese hombre. La aseveración de la locura le hizo preguntar-: ¿Cuánta gente le vio colgado de la cruz?
– Solamente el equipo médico y yo, señor Presidente. Afortunadamente, había enviado al piloto para que se ocupara de poner en marcha el generador. Después de encontrar al doctor Christian, mantuve al piloto alejado de la zona. Sabe que el doctor Christian ha muerto, pero cree que la causa es la enfermedad.
– ¿Dónde está ahora el equipo médico? ¿Quiénes son?
– Regresaron todos a Walter Reed. Son todos oficiales de alto rango y han sido investigados a fondo. Me aseguré de ello antes de viajar a Pocahontas.
La doctora Carriol le observaba imperturbable mientras Tibor Reece consideraba todas las alternativas y sopesaba sus méritos. No podía eliminar al equipo médico, porque ésa era la clase de cosas que se podían hacer con desconocidos, pero ni siquiera el Presidente de los Estados Unidos podía hacer que desaparecieran ocho oficiales de alto rango de sus propias Fuerzas Armadas. Aunque se hiciera con la mayor profesionalidad, todas las narices detectarían el mal olor. Una larga carrera en Washington había hecho que la doctora Carriol fuera muy escéptica sobre las acusaciones de asesinato en las altas esferas. No creía que existieran entre los políticos, porque éstos eran demasiado prudentes para arriesgar sus propios cuellos. Y el asesinato implicaba siempre un riesgo.
Tibor Reece estaba estudiando la posibilidad de suprimir la horrible naturaleza de la muerte del doctor Christian, porque si no lo hacía habría que pensar en otras alternativas.
Decidió que lo mejor sería ocultarlo todo y la sonrisa de la doctora Carriol lo aprobó. Eso era lo más prudente y lo más sensato. Tibor Reece invitaría al equipo médico a la Casa Blanca para hablar de sus vanos y heroicos intentos de salvar la vida al doctor Christian y mientras lo hacía, podía pedirle que guardaran silencio sobre todo lo ocurrido en la isla. Naturalmente, todos se comprometerían a guardar silencio. Pero se preguntaba si el Presidente comprendía que el tiempo era un enemigo implacable. Pese a que la desnuda descripción de la muerte del doctor Christian había impresionado al Presidente, sabía que ni comprendía bien la visión que conservaban los que la habían visto. El horror podía amortiguarse y la impresión podía desaparecer, pero ninguno de los que le habían visto crucificado, podría olvidar esa visión en toda su vida. La muerte del doctor Christian perseguiría a esas ocho personas mientras vivieran. Cuando Tibor Reece pudiera reunirles para rogarles su absoluta discreción, ellos ya habrían hablado, no con sus superiores ni con sus compañeros, pero sí con los seres queridos porque uno no puede dejar de compartir semejante experiencia con aquellos que ama.
El Presidente había considerado las consecuencias personales de esa muerte y debía considerar la repercusión de la noticia en el país en el mundo y en su gobierno.
– Siempre estuvimos de acuerdo en que no podemos tener un mártir -dijo con amargura.
– Señor Presidente, la muerte del doctor Christian es el resultado de varios fenómenos cósmicos, que escapan a nuestro control, por lo cual no pueden considerarle un mártir. Los mártires se hacen, son víctimas de la persecución. ¡Pero nadie acosó jamás al doctor Christian! El Gobierno de este país siempre colaboró con él, transportándole en sus viajes hasta la Marcha del Milenio. Ésos son hechos de los que usted puede enorgullecerse, hechos que indican claramente el aprecio de este Gobierno por él. Y eso, señor, es algo que no debe olvidar cuando considere la muerte del doctor. El martirio es algo de lo que no debe preocuparse.
Apoyó el mentón en su mano, se mordió el labio y luego la miró irónicamente.
– Los mártires pueden ser de dos clases: los perseguidos y los que se hacen a sí mismos. Él es de esa última clase. Es un mártir que se ha hecho a sí mismo. Seguramente, Judith, admitirá que ese tipo de mártires existen, mire si no a la mitad de las madres del mundo.
– Entonces, deberemos asegurarnos de que la gente no lo mire desde esa perspectiva -dijo la doctora, poniéndose de pie-. Si no me necesita ahora, señor Presidente, si no le importa, voy a ir a Walter Reed para ver al señor Magnus.
Parecía asombrado. Era evidente que había olvidado la existencia del ministro del Medio Ambiente.
– ¡Sí, claro! Gracias, Judith. Por favor, dele mis saludos al señor Magnus y dígale que le visitaré mañana por la mañana. -Sus ojos oscuros brillaban peligrosamente.
La doctora Carriol le miró con extrañeza. Era obvio que, de alguna manera, el Presidente se había dado cuenta de que Harold Magnus fingía.
Esa noche, una nación cansada, pero muy contenta, pensó en regresar a la rutina diaria, de acuerdo con la orden que el Presidente impartió por todas las cadenas de radio y televisión. Eso sucedió a las ocho de la noche, a la hora en que debía empezar el Baile del Milenio que, por supuesto, fue suspendido.
Cómodamente instalada en su propio living, sin zapatos y tapada con un manta, la doctora Carriol encendió su aparato de televisión. Se aproximaba el final del día más largo de su vida.
El lazo que uniera su intelecto y sus emociones y que tanto la había sofocado a veces se había roto de una forma brutal y, de alguna manera, ese corte había sido doloroso. No sabía a ciencia cierta si ella había sido el genio maléfico del doctor Christian o si había sido al revés. Probablemente, era un poco las dos cosas. El discurso de Tibor Reece para la nación marcaría el final de un capítulo de su vida llamado Joshua Christian.
Después de dejar la Casa Blanca para ir a ver a Harold Magnus en el hospital, los horrores del día no disminuyeron. Cuando se dirigió al hospital entre las delirantes multitudes que vagaban por Washington, la informaron de que el ministro tenía prohibidas las visitas. Tenía suerte, estaba realmente enfermo y había tenido un verdadero ataque después de que ella le dejara en su despacho. No había duda de que eso sería comunicado al Presidente y todo se olvidaría. ¡Maldición!, pensó. Sin embargo, tuvo la oportunidad de ver al doctor Ampleforth y descubrió que el Presidente ya se había puesto en contacto con ellos para dar órdenes sobre la absoluta discreción que debía rodear a la muerte del doctor Christian.
Mientras volvía en su coche, deseando regresar a su casa, le hicieron llegar un mensaje del Presidente en el que le pedía que diera la noticia de la muerte del doctor a su familia, y que lo hiciera pronto, antes de que les llegara por otra fuente. También debía decirles que un coche les llevaría a la Casa Blanca a las siete de la tarde para que el Presidente les diera personalmente el pésame.
La doctora Carriol se había arrastrado, doliente y afligida, hasta el hotel HayAdams, donde se alojaba la familia. Les encontró un poco perplejos. Nadie les había podido decir dónde estaba Joshua. Le explicaron que la recepción había sido impresionante, aunque estaban algo angustiados porque Joshua no estaba allí. Había sido muy agradable hablar con el rey de Australia y Nueva Zelanda, parecía muy amable y de modales refinados. También habían disfrutado con el intercambio de saludos e inclinaciones con tantos primeros ministros, congresistas y demás personalidades. Pero Joshua no estaba allí. ¡Joshua estaba enfermo! Lo que realmente deseaban era permiso para verle. Pero, en el fondo, estaban deseando que eso no ocurriera.
Cuando a las seis de la tarde, apareció la doctora Carriol, la recibieron como al hijo pródigo. Ella, a la que todos suponían futura esposa de Joshua, era el único canal de comunicación con él. Los acontecimientos de los últimos días habían reducido el grupo de seis a cuatro y la rebelión surgía entre ellos. La preocupación había convertido rápidamente la indignación en ira. Andrew había condenado la conducta de su mujer con Judith, pero las palabras de Martha habían penetrado en la mente de su madre y en ese momento exigía respuestas.
¿Se vería obligado Judas a hablar con Mary y los demás después de la muerte de Jesús y antes de que Judas se ahorcara? Judith, Judas, Judas. La figura de Judas era necesaria. Siempre habría un Judas. Sin él, la humanidad nunca se salvaría, porque era el elemento que justificaba el nacimiento del dolor y de la muerte y todos los estadios intermedios, y el dolor. Judas era aquel que tenía grandes ambiciones, pero necesitaba el talento de otros para alcanzar el éxito. Judas era aquel que iba tras el genio de los otros. Judas sacaba provecho y perdía, hacía chantaje emocional, manipulaciones, desesperación, el autocastigo, era la intención más pura. ¡Judas no era traidor! ¡Nunca necesitó traicionar! Y Judas no era una aberración. Judas era la norma.
– Joshua ha muerto -dijo, antes de que la furia de los Christian la alcanzara.
Y, después de todo, la noticia no debió sorprenderles demasiado. Ya lo sabían. James se acercó a Miriam y Andrew a su madre. Y se quedaron mirándola. Nadie exclamó o lloró o demostró sus verdaderos sentimientos. Pero sus ojos la obligaron a cerrar los suyos para no ver.
– Murió -dijo con voz serena- a eso de las diez de la mañana. No creo que sufriera dolores. No lo sé. Su cuerpo está en el Walter Reed Hospital. Va a tener un funeral nacional dentro de cinco días y si ustedes lo permiten lo enterrarán en el cementerio de Arlington. La Casa Blanca se ocupará de todos los arreglos. El Presidente les enviará un coche porque quiere verles.
Con auténtica e ingenua sorpresa, descubrió que le resultaba imposible abrir los ojos y mirarlos. Tenía que hacerlo. Tenía que asegurarse de que aceptaban esa poca información. Tal vez creyeran que el Presidente les daría más detalles, pero ella sabía que no era así. Nadie les diría cómo había muerto Joshua o por qué razón.
Abrió los ojos y les miró directamente. Le devolvieron la mirada sin sospecha ni crítica. ¡Eso no era justo!
– Gracias, Judith -dijo su madre.
– Gracias, Judith -dijo James.
– Gracias, Judith -dijo Andrew.
– Gracias, Judith -dijo Miriam.
Judas Carriol sonrió con tristeza y les abandonó. Nunca volvió a ver a ninguno de los Christian.
En ese momento, la doctora Carriol estaba sola y podía cambiar su imagen pública. Observaba la pantalla que se llenaba con un primer plano del exterior de la Casa Blanca. Luego se borraba y aparecía la Oficina Oval. Se desvanecía esa imagen y finalmente, aparecía su sala privada. Estaba sentado en el sofá con la madre del doctor Christian a su lado, con aspecto sereno, maravillosa con su vestido blanco. Miriam estaba sentada en una silla, vestida de blanco y James estaba de pie, detrás de ella. A la izquierda del Presidente estaba Andrew. Los tres hombres vestían pantalones y jerseys azules. El que dispuso eso había hecho un brillante trabajo. La impresión para el espectador era impactante.
La cámara se aproximó al rostro del Presidente, cuyo aspecto era muy solemne, casi lincolniano. O tal vez el nuevo adjetivo fuera Christianiano.
– A las diez de esta mañana -dijo Tibor Reece- murió el doctor Christian. Hacía tiempo que sufría una grave enfermedad, pero se negó a someterse a tratamiento hasta que terminara la Marcha del Milenio. Tomó una decisión de conciencia, con pleno conocimiento médico de su condición.
Hizo una pausa y luego continuó.
– Me gustaría citar el discurso que él pronunció el otro día en Filadelfia, durante la marcha. Fue su último discurso. Creo que fue el mejor.
Sus ojos cambiaron sutilmente y la doctora Carriol se dio cuenta de que el Presidente estaba leyendo una pizarra.
– Estén tranquilos. Quédense quietos. Tengan confianza en el futuro, una confianza, sostenida por el conocimiento de que no están solos, no están abandonados porque son una parte esencial de la congregación de almas humanas llamada Norteamérica; una confianza, sostenida por el hecho de que han recibido una misión de Dios: preservar e iluminar el planeta en nombre del Hombre. ¡No en el nombre de Dios! ¡En el nombre del Hombre! Tengan esperanza en el mañana, porque vale la pena. No habrá un mañana sin la luz, si todos trabajamos para preservar esa luz. Porque, aunque en principio, es un don de Dios, sólo el hombre puede mantenerla ardiendo. Recuerden siempre que son hombres y que los hombres son fruto de la unión del hombre y de la mujer.
«Ofrezco un credo para este tercer milenio, tan antiguo como este tercer milenio. Un credo que se resume en tres palabras: fe, esperanza y amor. ¡Fe en ustedes mismos! ¡Fe en vuestras fuerzas y perseverancia! ¡Esperanza en un mañana mejor y más brillante! ¡Esperanza en vuestros hijos y en los hijos de vuestros hijos! Y amor… ¿Qué puedo decir sobre el amor que ustedes ya no sepan? ¡Ámense ustedes mismos! ¡Amen a aquellos que les odian! ¡Amen a los desconocidos! No gasten su amor en Dios, que ni lo espera ni lo necesita. Es perfecto y eterno y no necesita nada. Cada uno de vosotros es un hombre y es al hombre a quien debéis amar. El amor consuela la soledad. El amor calienta el espíritu. No importa lo frío que esté el cuerpo. ¡El amor es la luz del hombre!
Tibor Reece lloraba abiertamente, pero los cuatro Christian permanecían con los ojos secos y muy compuestos. Sin embargo, nadie pensó que sintieran menos pena.
– Él ha muerto -continuó el Presidente-, pero murió sabiendo que había vivido mejor que la mayoría de nosotros. ¿Cuántos de nosotros somos verdaderamente buenos, como él lo fue? Quise hablarles esta noche con sus palabras, porque no puedo ofrecerles las mías. Él era la fe. Él era la esperanza. Él era el amor. Les ha ofrecido un credo para este milenio, un credo que es el establecimiento del espíritu del hombre y de la mujer, un credo que puede ofrecerles una filosofía de vida positiva, en medio de este tercer milenio, duro y frío. Sosténganse en sus palabras y en sus recuerdos, porque el hombre del que él hablaba, nunca podrá morir verdaderamente.
Ése fue el final. La doctora Carriol apagó el televisor, antes de que empezara un reportaje especial de dos horas sobre la vida del doctor Christian.
Se puso de pie y fue a la cocina y abrió la puerta trasera. Encendió la luz que iluminaba toda esa parte.
En la leyenda, Judas se colgaba de un cerezo y entonces, como en ese momento, estaba en flor. ¡Qué hermoso morir entre tanta perfección!
En la casa de al lado alguien lloraba desconsoladamente por la muerte del doctor Christian, que había venido a salvar la raza del hombre y muriera al comienzo del experimento humano, con un sacrificio para calmar a los dioses y preservar al pueblo.
– ¡Puedes esperarme en vano, Joshua Christian! -dijo el árbol-. Todavía tengo muchas cosas que vivir.
Apagó la luz del jardín, entró y cerró la puerta de la cocina. En el patio trasero, los capullos florecían bajo la bóveda de plata de la luna, con una paciente y soñada belleza.
El que más se lamentó al oír las palabras del Presidente fue el doctor Chasen.
Cuando el Presidente pronunció sus primeras palabras, el doctor Chasen estalló en un paroxismo de dolor, gemidos y lágrimas y su esposa no pudo hacer nada para consolarlo.
– ¡No es justo! -dijo, cuando pudo hablar-. ¡No quería herirle! ¡No es justo! ¡No es justo! ¿Cuál es el modelo? ¿Por qué tuvo que ser así? ¡Yo no quería que sufriera!
Y comenzó a llorar de nuevo.
El Presidente envió a los Christian de regreso a Holloman en helicóptero, prometiéndoles que les enviaría a buscar el miércoles siguiente para el funeral de Joshua y el entierro en Arlington. Les llevaron en coche del aeropuerto hasta su casa y llegaron a primera hora de la mañana del sábado. Las plantas no habían sufrido su ausencia, porque Margaret Kelly se había ofrecido a cuidarlas y no había descuidado su trabajo. El aire era dulce y suavemente tranquilo.
– No creo que Mary y Martha lleguen a casa hasta mañana -dijo James.
– ¡Pobrecitas! Pensar que van a enterarse sin que estemos con ellas para ayudarlas -dijo su madre, que no había derramado una sola lágrima.
– Voy a hacer café -dijo Miriam, desapareciendo hacia la cocina, porque era incapaz de sentarse, incapaz de pensar o de mirar a aquellos tres rostros queridos.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó la madre a Andrew, que estaba sentado a su lado.
– Seguiremos. El trabajo no ha terminado. Acaba de empezar. Seguimos.
James se estremeció.
– Será muy duro, sin la gula de Joshua.
– No, va a ser más fácil.
– Sí -dijo James, después de un momento-. ¡Sí, lo haremos!
Permanecieron sentados los tres, en perfecta comunión.
Martha y Mary estaban en el tren cuando oyeron la noticia. Aunque en ese momento, Mary se disgustó por el comportamiento de Andrew con ellas dos, tuvo tiempo de calmarse en el esfuerzo por coger el tren, sobre todo porque debía de cuidar de Martha. Cuando estuvieron en el tren, Mary agradeció a Andrew su postura.
El tren estaba casi vacío a causa de la marcha. A las nueve de la noche llegó a Filadelfia y se detuvo. La plataforma estaba desierta, sin rastros de seres humanos, pero con sus despojos.
Los altavoces anunciaron en voz alta y clara las noticias de la radio local.
Mary y Martha oyeron en voz alta y clara las noticias de la radio local.
Martha se derrumbó contra Mary, pero no se desmayó. Mary escuchó la voz sin sorprenderse. El tren se puso en movimiento otra vez, como si el hombre que lo conducía prefiriera alejarse de esa voz.
«Lo sabía -pensó Mary-. Esta mañana supe que no volvería a verle y prefiero no estar con todas cuando lo anuncien. Los chicos y Miriam se ocuparán de mamá. Debo resignarme. Ya no puedo soportarlo más. Todo lo que deseaba era viajar. Y ellos me lo negaron siempre. Él me lo negó. La única persona que he amado, no me amó nunca, nunca pudo amarme.»
– ¡Oh, Mary! ¿Cómo voy a vivir? -preguntó Martha, con el rostro escondido.
– Como el resto de nosotros -respondió Mary-. A su sombra, como siempre.
El doctor Charles Miller, cirujano vascular, dijo a su esposa, que se preparaba para acostarse:
– ¡Se crucificó él mismo! ¡Te lo digo en serio! Y no puedo dejar de preguntarme: ¿Es así como le hemos hecho sentir? ¿Creyó que debía morir por nosotros? ¡Oh Dios, mío!
El doctor Ignatius O'Brien, cirujano plástico, le comentaba a su amante del mismo sexo, en su estudio de Arlington:
– ¡No creo que mi carne deje de hormiguearme! Al principio, pensé que estaba vivo, porque sus ojos miraban con una pena tan amarga y había una sabiduría en ellos… No puedo creer que esos ojos hayan muerto con el resto de su cuerpo.
El doctor Samuel Feinstein le dijo a su secretaria de mediana edad, en su consultorio del hospital Walter Reed.
– Bueno, por lo menos, esta vez no pueden culpar a los judíos, Ida. Si fuera cristiano, probablemente, sabría si lo que hizo fue una blasfemia o un martirio, pero no lo soy y nunca lo seré. ¿Pero sabe lo que más me impresionó? Esa mujer, Judith Carriol, parada allí con una gran sonrisa, diciendo algo así como: «¡Bien hecho, Joshua! Nunca pude soñar un mejor final para la Operación Mesías!» Oh, Ida, ¿significa eso que él lo fue?
El doctor Amplefforth, especialista en shock y quemaduras, le contaba a su novia de dieciocho años, durante un encuentro planeado originalmente para discutir sobre su matrimonio.
– Escucha, Sussy, cuando estoy preocupado, sé que hablo en sueños. Pero son sólo tonterías. Así que si me oyes hablar, por el amor de Dios, no te creas nada, ¿de acuerdo?
El doctor Horace Percey confesaba a su propio analista en el consultorio, al comienzo de la sesión.
– ¡Fue horroroso, Martin! El hombre de Holloman, relleno de paja. ¿Le escuchaste anoche, hablando del credo para el tercer milenio? Más bien me parece un nuevo opio para las masas.
El doctor Barney Williams le decía a su mujer durante la comida.
– ¡Pobre infeliz! Sólo en ese horrible lugar y tuvo las agallas de morir así… Debe haber tardado una hora en poder colgarse así. ¡Oh, y su cara!
La señorita Emilia Massino, enfermera general y capitán de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, le comentaba a su amante, disculpándose por no estar de buen humor.
– No voy a poderlo olvidar mientras viva, Charles. ¿Conoces esos retratos de Jesús, cuya mirada te sigue a donde vayas? Bueno, así eran sus ojos. Tuve que moverme alrededor de él. Pero sus ojos me seguían…
La señorita Lurline Brown, enfermera especializada en terapia intensiva y mayor del Ejército norteamericano, le decía a su ministro:
– ¡Oh, reverendo Jones, yo tenía que estar allí! Cada vez que regreso tengo una experiencia mística. Ahora sé por qué. Así que le dije a mi marido y a mis hermanos que vayan a la isla y consigan esa cruz. ¡Él es el nuevo Redentor! ¡Aleluya!
Dos días más tarde, Tibor Reece, apesadumbrado, recordó algo que había olvidado hacer y dio las órdenes. Como resultado de esas órdenes, tres malhumorados marinos profesionales, se trasladaron en helicóptero a Pocahontas Island. Recibieron órdenes de entrar en el patio, encontrar un cobertizo de piedra, sacar todos los maderos que encontraran, llevarlos a una zona despejada, rociarlos con combustible y esperar a que se convirtieran en cenizas.
No les explicaron los motivos de esas órdenes. Aterrizaron, entraron en el patio y sacaron los maderos del cobertizo. Los arrastraron hasta un claro frente a la pared del patio y les prendieron fuego. Las maderas ardieron bien, porque estaban secas y eran muy viejas. En media hora, todo lo que quedó de ellas fue una mancha negra en el suelo.
Los marines subieron al helicóptero y se alejaron. Cuando llegaron a Quantico, informaron a su jefe de que la misión estaba cumplida. El oficial informó a su general y éste pasó la noticia a la Casa Blanca. Como nadie había mencionado que uno de los maderos tenía la forma de una T, ellos no advirtieron nada raro, pero la cruz no estaba en la isla.
A la semana siguiente, un muchacho, perteneciente a una familia tabacalera de Carolina del Norte, telefoneó al Ministerio del Medio Ambiente para informarles de que, lamentablemente, su familia había decidido retirar la oferta de donación del lugar del Presidente, porque consideraron que el Presidente no usaría un lugar tan desolado.
– Tenemos una oferta que no podemos rechazar, una oferta mucho más grande que la que ustedes nos ofrecían originalmente. La oferta proviene de una organización religiosa negra, muy poderosa y muy grande. Parece ser que quieren convertir el lugar en un centro de trabajo. Y como además preservarán los pájaros y la vida silvestre, honestamente nos parece que no podemos negarnos. Voy a ser sincero. ¡Necesitamos urgentemente ese dinero!
El funcionario terminó la conversación con un suspiro, pero sin sentirse demasiado molesto. De todas maneras, cuando bajó a informar de la llamada, no lo hizo al señor Magnus, porque éste había sido retirado de su puesto de forma repentina e inesperada. La razón oficial que se dio fue un problema de salud, pero corrían rumores por todo el Ministerio de que Harold Magnus estaba comprometido con la muerte del doctor Christian. El nuevo candidato era un profesional, una decisión del Presidente, que agradó a todo el departamento: la doctora Judith Carriol.
El funcionario informó del asunto a la doctora Judith Carriol.
Se puso muy rígida y sus ojos, que siempre parecían lejanos, cobraron vida. Rió hasta que se le cayeron las lágrimas y tuvo que toser para no ahogarse.
– Por supuesto, si usted quiere, podemos insistir -dijo el empleado-. La oferta fue verbal, pero tenemos una carta.
Después del ataque, la doctora Carriol sacó un pañuelo, se secó los ojos y se sonó la nariz.
– Yo no soñaría en insistir -dijo, reprimiendo otro espasmo de risa-. ¡Oh, Dios mío, no! Nuestro interés en esa zona es preservar la vida silvestre y los pájaros. En realidad, creo que es una bendición. Puedo asegurar que el Presidente no tiene ninguna intención de adquirir la propiedad. No es la parte de esta nación que más le gusta. Por otra parte, si una organización religiosa quiere la isla, no creo que sea una buena política el evitarlo. Dígale a su amigo que siga adelante con la venta. Apostaría mi vida a que esa venta no fracasará en el último momento.
Y comenzó otra vez a reír a gritos.
– Lo que no puedo entender, Judith -dijo el doctor Chasen a su nuevo ministro, varios días después del banquete de recepción-, es por qué aceptaste ese nombramiento. No puedes servir a dos amos. Ahora estás atada para siempre a la política de Tibor Reece. Cuando él deje la Casa Blanca, cosa que tarde o temprano sucederá, es muy probable que te pidan tu cargo y no podrás pedir que te devuelvan tu posición anterior. Es un cargo político y ya no podrás regresar al equipo permanente. Mi opinión es que los servicios públicos no deben tener afiliación política. -Se encogió de hombros-. Los jefes elegidos van y vienen y están preparados para tirar su carga ante los que ocupan el poder.
– No sabía que pensaras así -dijo la doctora Carriol con una mirada secreta de diversión.
El doctor Chasen no pudo contestar porque llamó la señora Taverner.
– ¿Doctora Carriol?
– Sí, Helena.
– El Presidente la llama.
– ¡Oh! ¿Puede decirle que estoy en una conferencia y que le llamaré más tarde?
Las cejas del doctor Chasen se alzaron.
– ¡No puedo creerlo, Judith! ¡No puedes contestar de ese modo a un mensaje del Presidente! ¡Es increíble!
– Tonterías -dijo con seriedad-. No me telefonea por asuntos oficiales. Tengo que cenar esta noche con él.
– ¡No me lo creo!
– ¿Por qué no? Ahora él es un hombre libre y yo estoy libre como siempre. Acabas de decirme que mi carrera como servidora pública está terminada, que soy un nudo en la soga de la Casa Blanca. ¿Quién puede objetar que cenemos juntos?
El doctor Chasen decidió que lo mejor era la discreción y cambió de tema.
– Judith, quiero preguntarte algo, porque creo que necesito un sí o un no tuyo. Me gustaría mucho ir a Holloman a visitar a los Christian. Pero si crees que no es una buena idea, no iré.
Frunció el entrecejo.
– Bueno, no puedo decir que la idea me fascine, pero no tengo motivos para objetarla. ¿Es algo personal?
– Sí. Nunca conocí a nadie de la familia de Joshua hasta el día del funeral y no me pareció una buena oportunidad para acercarme a ellos. Pero realmente me gustó la madre de Joshua. ¡Qué persona tan encantadora! Y me gustaría volver a verla para saber si está bien.
– ¿Te molesta la conciencia, Moshe?
– Sí y no.
– No te culpes nunca. Fue él, siempre fue él. Algunas personas no pueden ser moderadas. Tú le conociste. Era el hombre menos moderado del mundo. Tenía una mente brillante, pero siempre acababa pensando con sus entrañas. Nunca entendí eso. Era un desperdicio, Moshe.
– Fuera lo que fuese, sirvió bien a tus propósitos, Judith. ¿No te das cuenta? ¿No te da pena?
La doctora Carriol sacudió la cabeza sin maldad.
– Es imposible que sienta pena por Joshua Christian. Nunca morirá, lo sabes. Seguirá hasta la más remota posteridad. -Sonrió de forma misteriosa-. Yo me he asegurado de ello.
– ¡Ah! A veces pienso que el mundo es demasiado complicado para mí. -Se puso de pie mirando el reloj-. Vuelvo a la Cuarta Sección. Tengo dos conferencias esta tarde. ¡Pero casi preferiría hacer el amor con mi computadora!
– ¡Vamos, Moshe, sé justo! Yo no te obligo.
– Lo sé, lo sé, soy un judío. Tú, maneja la Cuarta Sección con tu genio habitual, Judith. Yo me encargaré del pensamiento y John Wayne de la parte administrativa. Y ya verás cómo funcionará todo.
– Moshe, ¿estás bien? ¿Te pasa algo?
– Con mi mujer no me pasa nada.
– ¿Todo está bien?
– Todo está bien -respondió, saliendo del despacho.
La doctora Carriol esperó un momento y tomó el teléfono. En el fondo, la llamada de Tibor Reece había sido muy oportuna porque le había evitado dar una explicación de por qué había abandonado su carrera en el servicio público. Tenía la respuesta en la punta de la lengua. Y hubiera sido un error. Moshe había cambiado desde la muerte de Joshua. ¡Y eso que no sabía cómo había muerto!
¡Sería maravilloso ser la Primera Dama!
¡Cómete el corazón, Joshua Christian, donde quiera que estés! No te odio, aunque admito que fue así durante algún tiempo. Pero si hubieras crecido en Pittsburg como yo, nada te hubiera detenido tampoco. Si no fuera todo lo que soy, todavía estaría allí sentada en Pittsburg, bebiendo hasta morirme. Tibor Reece es un hombre maravilloso y seré exactamente la clase de esposa que él necesita. Lo haré feliz, le amaré. Cuidaré de sus hijos, le estimularé para que vuelva a presentarse como candidato para otro período. Me aseguraré de que sea más grande como Presidente que el emperador Augusto. Después de todo, no me puedo dormir en los laureles. ¿Qué otra cosa puedo hacer, después de la Operación Mesías, sino la Operación Emperador?
El doctor terminó pasando la noche en casa de los Christian, en Holloman. La familia le brindó una cálida bienvenida y hablaron libremente de Joshua con él, con menos emoción que el doctor Chasen. Le contaron lo que pensaban hacer con todos los años que le quedaban para recordar a Joshua.
– Miriam y yo vamos a viajar a Asia dentro de muy poco tiempo -dijo James-. Siento que tenemos mucho trabajo por hacer, antes de que Joshua adquiera la debida importancia en Asia.
– Y yo volveré a Sudamérica -dijo Andrew, sin indicar si su esposa le acompañaría.
Al doctor Chasen le pareció que Martha no gozaba de una perfecta salud mental. Vagabundeaba sin molestar, cantaba y se recostaba para todo en Mary, que la cuidaba con enorme ternura y paciencia.
Mary dijo que ella y Martha se quedarían en casa, con su madre, mientras los otros tres viajaban por la causa del hermano muerto.
– Yo solía pensar que me moriría si no me daban la oportunidad de viajar -continuó Mary, con un estremecimiento-. Pero usted ya sabe, Moshe, que Washington está muy lejos.
Después de la excelente cena que preparó la madre, se sentaron en la sala de estar, entre las plantas que seguían creciendo y floreciendo lujuriosamente. La charla siguió girando en torno a los proyectos de la familia.
– Le diré una cosa -dijo la madre, mientras servía el café-. James, Miriam y Andrew no pueden irse todavía de Holloman. Aún no han pasado cuarenta días de la muerte de Joshua.
– ¿Cuarenta días? -preguntó tontamente el doctor Chasen.
– Eso es. Joshua aún no se nos ha aparecido. ¡Pero lo hará! Cuarenta días después de su muerte. Por lo menos, eso es lo que pensamos, aunque no podemos estar seguros. Podrían ser tres veces cuarenta o dos veces. Son dos mil años, pero como estamos en el tercer milenio no lo sabemos. Si tarda más de cuarenta días, por supuesto, James, Miriam y Andrew no esperarán, porque no pretenden estar aquí cuando Joshua venga. Me imagino que solamente se mostrará a las mujeres, las dos Mary y Martha, pero puedo estar equivocada.
Su voz sonaba tan feliz, tan segura y tan serena. Era una persona sana. Miró a los otros, tratando en vano de descubrir lo que pensaban sobre la teoría de su madre, pero no pudo imaginar lo que había detrás de esos rostros plácidos.
– ¿Me avisarán cuando aparezca? -preguntó el doctor, respetuosamente.
– ¡Por supuesto que lo haremos! -respondió la madre.
Los demás permanecieron en silencio.
Mary se inclinó bruscamente hacia delante, con los labios abiertos para hablar.
– ¿Sí? -la apuró ansiosamente el doctor Chasen. Ella sonrió. Se parecía muchísimo a su madre en los últimos tiempos.
– Beba un café, Moshe -dijo amablemente-, se está enfriando.