Capítulo 3

Cuando la niebla descendía, a finales de enero, algunos aspectos de la vida se detenían y otros se iniciaban. La niebla confería un tono furtivo a todas las cosas. Las gotas caían con un hueco sonido y los pasos iban y venían sofocadores, amenazadores, sin rumbo fijo. Dos personas podían cruzarse a pocos metros de distancia, sin saber nunca que habían estado tan cerca una de la otra. Esa niebla traslucía un cansancio infinito, pues en medio de ella, era mucho lo que moría o suspiraba.

Harry Bartholomew había muerto en medio de la niebla, tras haber recibido una bala en el pecho. El pobre Harry tenía frío, siempre tenía frío. Tal vez sintiera el frío más que los otros o, simplemente, fuera más débil. Si hubiera podido, se habría trasladado a las Carolinas o a Texas o a cualquier lugar cálido para pasar el invierno, pero su esposa se negaba a abandonar a su madre y ésta se negaba a abandonar Connecticut. La anciana sostenía que los yanquis no debían aventurarse a cruzar la línea Mason-Dixon, a menos que se vieran amenazados por una guerra civil. Todos los inviernos, Harry y su esposa permanecían en Connecticut, a pesar de que las vacaciones de Harry empezaban el treinta de noviembre y se prolongaban hasta el veintiocho de abril. La desagradecida viejecita se apoderaba ávidamente de la valiosísima ración de calor que poseían los Bartholomew. La mujer de Harry se encargaba de que fuera así y Harry no se quejaba porque la dueña del dinero era la vieja.

El resultado fue que Harry se convirtió en un criminal de la peor especie, pues se dedicaba a quemar madera. Su casa se encontraba bastante aislada y en las noches de viento, podía hacerlo con bastante tranquilidad. ¡Y qué calor producía esa gloriosa masa incandescente en la cocina!

La cocina de los Bartholomew databa de las últimas décadas del siglo anterior, cuando todo el mundo había empezado a quemar lefia, durante esa despreocupada época, antes de que las autoridades locales, federales y estatales empezaran a actuar con mano de hierro, porque los árboles estaban desapareciendo con demasiada rapidez, y el aire frío y húmedo se amontonaba alrededor de las partículas de carbón hasta formar una niebla impenetrable. Esas nieblas eran cada vez peores y cada vez era mayor la cantidad de gente que quemaba madera y mayor la energía generada con carbón.

Al principio, las únicas zonas libres de humo eran las urbanas y las suburbanas. Harry vivía en las afueras, donde las colinas eran suaves y los bosques, extensos. De repente, se prohibió el uso de la madera como combustible. Había que reservarla para fabricar papel y para la construcción, y había que ahorrar carbón para que generara energía, para fabricar gas y manufacturar materiales sintéticos. Se limitó al mínimo el uso del petróleo. A partir de ese momento, el país entero se convirtió en una gran zona sin humos.

La gente seguía quemando madera de forma clandestina, pero esta situación duró poco tiempo, porque muchos ecologistas, enamorados de sus árboles, se ofrecieron para formar grupos de vigilancia y los ladrones descubiertos eran castigados drásticamente con severas multas y se les retiraban, además, toda clase de privilegios y concesiones. A pesar de todo ello, Harry Bartholomew seguía quemando leña. Le aterrorizaba, le daba pánico, pero no podía liberarse de esa costumbre.

A diferencia de los últimos diez años, en que empezó a prohibirse el consumo de leña en las casas, las nieblas ya no se sucedían durante todo el invierno. Pero, a pesar de todo, se presentaban cada vez que las condiciones atmosféricas eran favorables. El carbón que quemaban las fábricas producía las condiciones atmosféricas favorables para la aparición de la niebla. Sin embargo, la niebla era una bendición para gente como Harry, pues había ideado un plan para robar leña y le daba resultado.

Su propiedad y la de su vecino, Eddie Marcus, estaban divididas por un alambre y un bajo muro de piedra. La propiedad de Eddie era mucho más grande que la de Harry y estaba llena de árboles, pues Eddie no sembraba nada en sus terrenos. Antes de que estuviera prohibida la quema de madera, Eddie había perdido muchos árboles, pero su posición de líder de la brigada local de vigilancia, unida a la magnitud de sus amenazas, obligaron a los ladrones a dirigir sus miradas hacia otros lugares. Pero una noche Harry ató un extremo del alambre, que dividía ambas propiedades, a un poste, que colocó en un pozo, disimulado con hojas, y el otro extremo del alambre, lo ató al muro que dividía ambos terrenos.

El arreglo quedó así hasta que apareció la niebla. Entonces Harry fue siguiendo el alambre desde su casa hasta el muro de piedra, lo saltó y fue tendiendo otro alambre en la propiedad de su vecino. Para ganar tiempo, decidió usar una motosierra, confiando en que la niebla sofocaría los ruidos. Como había mucha distancia entre el límite de ambas propiedades y la casa de Eddie, cuyas puertas y ventanas estaban cubiertas con tablones, él pensó que aunque llegaran a oírlo, podría huir con mucha rapidez, gracias al hilo de alambre, que llegaba hasta su casa. Cubrió la sierra con unas mantas para ahogar el ruido del motor.

Durante cinco años robó los árboles de su vecino, sin ser descubierto. Cuando Eddie encontraba los restos del trabajo de Harry, le echaba la culpa a otro vecino, con el que se había enemistado hacía más de veinte años. Mientras tanto, Harry se felicitaba por su agudeza y era feliz testigo del odio, cada vez mayor, que se profesaban los dos vecinos y seguía robando los árboles de Eddie Marcus.

A finales del año 2032, hubo una impenetrable niebla, que coincidió con un deshielo casi increíble en invierno. Ese deshielo auguraba una temprana primavera y muchas nieblas, pensó feliz Harry Bartholomew.

Ése día había tendido el hilo en una nueva dirección y fue contando los pasos que había hecho para medir la distancia. Cruzó el muro divisorio y se encontró entre los árboles de Eddie. Pero por fin su sistema fracasó, porque se detuvo demasiado cerca de la casa de Eddie Marcus y éste alcanzó a oír el ruido de la sierra.

Eddie tomó el viejo rifle «Smith & Wesson», que tenía sobre la chimenea y se internó en la niebla. En el juicio aseguró que sólo pretendía asustar al ladrón. Le gritó al invisible ladrón de árboles que se quedara quieto o le pegaría un tiro. Creyó oír un leve movimiento a su izquierda, apuntó hacia la derecha y apretó el gatillo. Harry murió instantáneamente.

El caso despertó sentimientos dispares en el Estado y recibió amplia publicidad a lo largo de todo el país. Ambos abogados eran brillantes y antiguos antagonistas. El juez era famoso por su ingenio. El jurado estaba compuesto por recalcitrantes yanquis de Connecticut, que se negaban a pasar el verano en el sur. Y los bancos de la sala del juzgado estaban ocupados por una multitud de gente, para la cual el caso significaba mucho, pues eran gentes que permanecían en Connecticut todo el año y sufrían el frío sin quejarse; y en el fondo, no comprendían los motivos por los cuales el gobierno les prohibía el consumo de leña. En esos momentos, surgían en ellos infinidad de antiguas y enterradas emociones.

– He decidido ir a Hartford para presenciar el juicio de Marcus -anunció el doctor Christian a su familia una noche, a finales de febrero, después de cenar.

James asintió, comprendiendo en el acto.

– ¡Te envidio! Creo que será fascinante.

– Pero Joshua, ¡hace demasiado frío y, además, eso queda muy lejos! -exclamó su madre, a quien no le gustaba que su hijo se alejara tanto de casa en invierno, pues el recuerdo del destino de Joe le aterrorizaba.

– ¡Tonterías! -exclamó el doctor Christian, incómodamente consciente de los motivos de angustia de su madre, pero sabiendo que, a pesar de ello, iría a Hartford.

– En Hartford siempre hay por lo menos diez grados menos que en Holloman -insistió ella con tozudez.

Él suspiró.

– Debo ir, mamá. Los ánimos están muy caldeados y hace tiempo que no se presentaba una situación que pudiera desencadenar los resentimientos que la gente mantiene enterrados por nuestros problemas actuales. Para empezar, un juicio por asesinato siempre tiene una carga psicológica muy grande y no olvides que este caso en particular está muy relacionado con todas las emociones, que se encuentran en la raíz de la neurosis del milenio.

– Me encantaría ir contigo -dijo James con aire pensativo.

– ¿Y por qué no vienes?

– En esta época del año, no puedo. Creo que sólo uno de nosotros puede abandonar la clínica, y nosotros ya tuvimos vacaciones hace poco, en cambio tú, no. No, debes ir tú, y cuando vuelvas ya nos contarás con todo lujo de detalles.

– ¿Tratarás de hablar con Marcus? -preguntó Andrew.

– ¡Por supuesto! Siempre que me lo permitan y que él esté dispuesto a hacerlo. Pero no creo que se niegue, porque supongo que en este momento debe estar aferrándose a cualquier atisbo de esperanza que se cruce en su camino.

– ¡Ah! -exclamó Miriam-. ¡Entonces tú crees que le condenarán!

– Bueno, lo lógico es que le condenen. En realidad, sólo se trata de saber qué clase de sentencia le dictan. Es una cuestión de grados de castigo.

– ¿Tú crees que él tuvo intenciones de matarle? -preguntó ella.

– Prefiero no arriesgar opiniones hasta que le vea, si es que lo consigo. Me consta que todo el mundo cree que su intención fue matarle, ya que él supuso que apuntaba a su vecino. Ése es el problema que siempre se les plantea a los charlatanes, pero, en realidad, no lo sé. No creo que un tipo del estilo de Marcus se atreviera a matar, a menos que se sintiera respaldado moralmente por sus compañeros del equipo de vigilancia. Cuando se internó en la niebla para ver quién cortaba sus árboles estaría furioso, pero también estaba muy solo y la niebla es el tipo de elemento que tranquiliza rápidamente las emociones. O sea que, no sé qué decirte, Mirry.

Mary lanzó un enorme suspiro. Parecía malhumorada.

– Entonces, ya que James no puede acompañarte, podría ir yo -insinuó.

El doctor Christian sacudió la cabeza enfáticamente.

– No, iré solo.

Ella cedió con aire todavía más malhumorado. A la gente de su familia jamás se le ocurría pensar que ella se moría de ganas por ir a cualquier parte. Sus pensamientos y sus sueños estaban llenos de visiones en las que se veía viajando, en las que las distancias sofocaban el dolor de un amor que aún no había llegado y la ayudaban a olvidar la tiranía de esa familia, tan sofocantemente unida. Y, sin embargo, si ella hubiese mostrado ansiedad, si hubiera saltado de alegría ante la posibilidad de ir a alguna parte, sin duda, Joshua la habría llevado. Pero el verdadero motivo no era que ella no tuviera verdaderas ganas de ir, sino que su familia era estúpida y poco perceptiva, y les importaba tan poco la felicidad de Mary, que ni siquiera se molestaban en saber qué le pasaba. ¡A la mierda con todos! ¿Para qué iba a ayudarles?

Lo único que ansiaba era ser libre, sentirse libre del amor, libre de esa monstruosa familia.

Un autobús cubría diariamente la distancia de sesenta kilómetros, que separaban Holloman de Hartford. Era un viaje agotador por la frecuencia con que el vehículo abandonaba la carretera principal, para que subieran o bajaran pasajeros. En invierno, las únicas rutas que se mantenían despejadas de nieve eran las principales y aquéllas por las que circulaban líneas de transporte de pasajeros.

Si el juicio de Marcus hubiese tenido lugar una semana antes, el viaje habría sido mucho más llevadero. Pero después del deshielo volvía a amontonarse la nieve y la temperatura era de varios grados bajo cero. Cuando el autobús llegó a Midletown la nevada era intensa y siguió nevando durante el resto del trayecto, lo que hizo el viaje todavía más insoportable.

Las credenciales de Joshua Christian le permitieron obtener una habitación en un motel a corta distancia de la sala de los tribunales donde se celebraba el juicio. A los alojamientos públicos se les permitía tener calefacción en las habitaciones desde las seis de la mañana a las diez de la noche y encender un falso tronco que ardía a gas en una chimenea del comedor. Cuando el doctor Christian entró en el comedor la primera noche, se sorprendió de encontrarlo tan lleno, hasta que comprendió que el motivo era el juicio, que había desplazado a la gente, en su mayoría, periodistas, hasta el lugar. Reconoció al maestro Steinfeld, sentado solo en una mesa del rincón, y a Dominic d'Este, alcalde de Detroit, que ocupaba otra mesa en compañía de una mujer de saludable aspecto, de tez blanca, cuyo rostro le pareció vagamente familiar. Al pasar por su lado, se inclinó para observarla y se sintió sorprendido al ver que ella respondía a su mirada con una pequeña sonrisa amable y una inclinación de cabeza que, aunque fría, indicaba que le conocía. Entonces no se, trataba del rostro de alguien famoso de la televisión. Se la debían haber presentado en alguna parte, pero no sabía dónde.

La pobrecita camarera estaba cansada. Él parecía advertirlo en las moléculas del aire que la rodeaban. Se sentó en la mesa vecina a la del alcalde de Detroit y recibió el menú que la camarera le entregaba con una dulce sonrisa de agradecimiento. Y la muchacha la acogió como solía hacerlo la mayoría de la gente, como si le hubiera pasado una copa que contuviera el elixir de la vida. El doctor pensó en la magia que podía contener una sonrisa y se preguntó por qué, cuando él trataba de predicar la sonrisa como una forma de terapia, generalmente, esas sonrisas resultaban triviales, superficiales, como una mala tarjeta de presentación.

El menú consistía en una amplia variedad de platos que iban desde los antiguos platos yanquis a los platos típicos de la Costa Este. Resultaba curioso, teniendo en cuenta lo bien que cocinaba su madre, que a él siempre le interesara más la comida cuando estaba fuera de casa, especialmente cuando el viaje no estaba relacionado con la penosa experiencia de tener que pronunciar conferencias profesionales. Pidió un guiso de almejas al estilo de Nueva Inglaterra, asado a la inglesa con ensaladilla rusa y dejó la decisión del postre para más tarde; y todo ello, sin dejar de sonreírle dulcemente a la camarera.

El maestro Steinfeld se puso de pie para abandonar el comedor, saludando solemnemente a sus conocidos con inclinaciones de cabeza y se detuvo para cambiar unas palabras con un colega de televisión de Detroit. El alcalde d'Este le presentó a su acompañante y el maestro Steinfeld se inclinó para besarle la mano, con lo cual el pelo le cayó sobre la cara y le permitió enderezarse con un teatral movimiento de cabeza, para que el mechón se volviera a colocar en su lugar.

El doctor Christian les observaba divertido por el rabillo del ojo. Pero en ese momento llegó su primer plato y concentró su atención en el humeante guiso y descubrió que el fondo del plato estaba lleno de almejas y patatas cortadas en dados.

Decidió que no iba a tomar postre, porque la comida había sido excesivamente abundante, fresca y exquisita.

– Tráigame simplemente un café y un coñac doble, por favor. -Hizo una seña con la cabeza, indicando que el comedor estaba repleto-. Esta noche ya no cabe un alfiler -comentó.

– Es por el asunto de Marcus -explicó,1a camarera, pensando que le había tocado servir al hombre más atractivo del comedor. El maestro Steinfeld era maravilloso, aunque exhibicionista y el alcalde d'Este era tan apuesto, que parecía una figura de cera. Pero el doctor Christian era realmente agradable. Con su sonrisa parecía decirle que la encontraba simpática e interesante, sin que pareciera por ello que estaba tratando de hacer una conquista.

– Me llamaron para que viniera a ayudar -continuó explicando la muchacha, para que se diera cuenta de que ella era una profesional-. Normalmente, los martes tengo el día libre.

El doctor Christian dedujo que la muchacha era una campesina práctica y poco sofisticada y que procedía de algún lugar con un nombre sonoro como «la tierra de Goshen» o algo así.

– No pensé que este juicio pudiera ser tan importante -comentó él.

– Aparecerá en todos los periódicos. ¡Pobre hombre! Todo lo que él quería era un poco de leña -dijo ella con un tono solemne.

– Pero eso está prohibido por la ley -le recordó el doctor Christian en un tono que no mostraba la menor desaprobación.

– La ley no tiene corazón, señor.

– Sí, eso es absolutamente cierto. -Le miró la mano izquierda-. Veo que está usted casada. Y, sin embargo, trabaja.

– Y, ¿qué quiere? Las cuentas no se pagan solas.

– ¿Y ya ha tenido a su hijo? -Lo preguntaba porque, generalmente, cuando una mujer tenía a su hijo, renunciaba a su trabajo.

– Todavía no. John, mi marido, dice que debemos esperar hasta que consigamos la reubicación permanente en el sur.

– ¡Me parece muy sensato! ¿Y cuándo creen que será?

Ella suspiró.

– No lo sé, señor. Primero, John tiene que encontrar allí un trabajo y, además, debemos buscar un lugar en el que haya espacio para vivir. Ya hemos presentado la solicitud, así que ahora sólo nos queda esperar.

– ¿Y a qué se dedica John?

– Es plomero en la planta industrial de Hartford.

El doctor Christian echó hacia atrás la cabeza y lanzó una carcajada.

– ¡Entonces no debe preocuparse! Seguro que encontrará trabajo en algún lugar más cálido, porque ni siquiera a las máquinas que sustituyen a los hombres les gusta arreglar cañerías.

Ella parecía estar más animada. En realidad, pasó varios días hablando a su familia y a sus amigos de ese maravilloso hombre, al que había servido en el comedor del motel.

El café era excelente, al igual que el coñac, un «Rémy Martin», y la camarera tuvo el detalle de llenarle la copa dos veces. Plenamente satisfecho y gozando de una cálida sensación, sintió deseos de fumar un cigarrillo, lo que significaba que había encontrado un placer poco habitual en esa comida. Pero no quería fumar en el comedor y salir afuera, con el frío que hacía, hubiera sido un disparate. De modo que se limitó a admitir para sus adentros que, de vez en cuando, le sentaba bien alejarse de su hogar y de la clínica. Era una pena que disfrutara tan poco de sus conferencias profesionales, pero, lógicamente, nadie podía disfrutar de un ambiente que le resultaba ridículo y donde el principal protagonista era él mismo. En cambio, un juicio por asesinato…, eso era otra cosa.

Se puso de pie sin demasiadas ganas y después de agregar una generosa propina a la camarera, salió lentamente, sin acordarse de mirar a la mujer de cabello oscuro, a la que había conocido en alguna parte.

A sus espaldas, mientras seguía en compañía del alcalde de Detroit, la doctora Judith Carriol pensó en la conversación del doctor Christian y la camarera, que había estado escuchando desvergonzadamente. ¡Muy interesante! Le había hablado con tanta bondad a la muchacha. En definitiva, no fueron más que una serie de comentarios banales, pero había tanta sinceridad en sus palabras que fue como si la joven hubiese adquirido nueva vida. Carisma. Se preguntó si sería eso lo que Moshe Chasen denominaba carisma.

Dominic d'Este estaba inmerso en un monólogo sobre el programa de reubicaciones, en el que defendía apasionadamente la actitud del gobierno, que sólo concedía permisos para las reubicaciones durante el invierno. Ella asentía de vez en cuando para alentarle a seguir hablando y, mientras tanto, podía pensar libremente en lo que le diera la gana. Decididamente, ese candidato carecía de carisma. A pesar de ser una persona cálida, encantadora y llena de personalidad, era también insoportablemente aburrido cuando le brindaban la oportunidad de extenderse en sus temas favoritos, como en ese momento. Pero por lo menos, no era una de esas personas que necesitan asegurarse la atención de su interlocutor. Sonrió irónicamente para sus adentros.

Ya había terminado con el senador Hillier. Para alguien de su posición, éste era un personaje fácil de conocer en Washington, sin que el encuentro resultara extraño o sospechoso. La había impresionado, aunque ella no esperaba otra cosa. Era un hombre dinámico, inteligente y cariñoso. Desde la infancia había sido educado en la antigua tradición norteamericana de que, en el cumplimiento de un cargo público, no había que buscar un interés personal. Y, sin embargo, después de pasar una agradable tarde en su compañía, la doctora Carriol tuvo la sensación de que el senador David Sim Hillier vii estaba profundamente enamorado del poder. Era evidente que no le interesaba ni el dinero ni la posición que le proporcionaba el poder, sino el poder en sí mismo, lo cual, desde el punto de vista de la doctora Carriol, era infinitamente más peligroso. Además, estaba de acuerdo con Moshe Chasen en que Hillier no tenía carisma, porque tenía que trabajar para atraer a los que se movían dentro de su círculo y los engranajes que se movían sin cesar dentro de su mente, se podían percibir en la expresión de sus ojos. Y, desde luego, el carisma era un fenómeno que se producía sin esfuerzo.

Con ese viaje a Hartford conseguía matar dos pájaros de un tiro, aunque no había viajado hasta allí para contactar con el alcalde. Le hubiera, resultado muy difícil acercarse al doctor Christian y eso era algo que ya presintió al leer sus informes en la carpeta. Pero afortunadamente, a John Wayne se le había ocurrido la idea de hacerle seguir por detectives privados. Y fue una brillante idea, porque cuando el doctor Christian compró el billete de autobús y reservó su habitación en el motel, la doctora Carriol ya se estaba preparando para viajar a Hartford.

De repente, descubrió que allí también se encontraba el alcalde de Detroit. Por supuesto, le pareció lógico que asistiera al juicio de Marcus. Hartford era una ciudad norteña, y aparte del material del juicio en sí, las tomas cinematográficas que se hicieran en Hartford, podrían ser aprovechadas para distintas emisiones de su programa «Ciudad Norteña». Había dedicado ese día al alcalde, con quien había trabado relación a través de un amigo común, el doctor Samuel Abraham. Dominic d'Este sabía lo suficiente sobre ella para desear que fuera su aliada y consideraba que podía serle de utilidad en Washington, en sus luchas por conseguir trabajo para Detroit. Por lo tanto, a la doctora Carriol no le resultó nada difícil pasar con él una tarde, en la que le vio dirigir a su equipo de televisión y finalizar ese día con esa comida tete á tete.

Sin duda, el alcalde quedaba descartado. Desde ese momento hasta el uno de mayo podría dedicar todo su tiempo al doctor Joshua Christian, al que cada vez consideraba el candidato más idóneo para la Operación de Búsqueda.

A la mañana siguiente el doctor Christian se presentó temprano en el juzgado y la doctora Carriol le siguió a una distancia discreta desde el motel. Esperó a que él eligiera asiento y después se sentó en la misma fila, pero junto al pasillo, sin mirar en su dirección. A medida que la gente se iba instalando en la fila, ella se iba corriendo, acercándose con ello cada vez más a su presa. Él conversaba con dos mujeres de la fila delantera, y, por la forma en que les hablaba, resultaba indudable que se trataba de la viuda y la suegra de la víctima del asesinato. Cuando dejó de conversar con ellas, dio comienzo la sesión y, para entonces, la doctora Carriol ya estaba sentada a su lado.

La sala de la Corte era pequeña y tenía buena acústica porque era antigua y había sido recubierta con plástico. Tenía arañas y superficies de distintas texturas. Los procedimientos de la mañana fueron muy aburridos, y era una pena, porque una sala como ésa estaba hecha para presenciar fuegos de artificio vocales. El jurado había sido seleccionado y se le había tomado juramento el día anterior, sin demasiada oposición por parte de la defensa. Por lo visto, en ese momento, había que arreglar un sinfín de detalles técnicos. Por fin, la fiscalía inició un largo preámbulo, que no fue presentado por el fiscal, sino por uno de sus ayudantes. En la relativa calidez del ambiente, todo el mundo dormitaba, a excepción del doctor Christian, que asimilaba ansiosamente todas las facetas de su nueva experiencia, mirando a todos lados, pero sin fijar ni por un instante la vista en la mujer que tenía a su lado.

Cuando llegó el receso de la hora del almuerzo, se volvió con toda naturalidad hacia el doctor Christian, como si supusiera que iba a salir en la dirección contraria y ella intentara salir por el mismo camino. Simuló un sobresalto, como si fuera una actriz consumada y emitió una exclamación inarticulada, mirándole con la misma expresión que la noche anterior.

– ¿Doctor… Christian?

Él asintió.

– ¿Sí?

– ¿No me recuerda? ¡Bueno, por qué me iba a recordar! -agregó rápidamente para evitar que se le escapara.

Él se quedó mirándola con una amable expresión y sus ojos le llamaron la atención, pues le recordaban al lago del parque de West Holloman, esas aguas oscuras que cubrían una espesa capa de maleza verde. Esos fascinantes ojos eran capaces de ocultar cualquier cosa, desde cocodrilos hasta ruinas.

Él le devolvió la sonrisa con aire cansado, comprendiendo que se hallaba ante una persona de su mismo nivel.

– Yo la he visto en alguna parte -dijo, hablando con lentitud.

– En Baton Rouge, hace dos años -aclaró ella.

El rostro de él se aclaró.

– ¡Por supuesto! Usted presentaba un trabajo, ¿no es cierto? ¿Doctora… doctora Carriol?

– Así es.

– Recuerdo que era un buen trabajo sobre los típicos problemas de las ciudades de la Zona C. En realidad, consideré que usted demostraba una excelente comprensión de la logística, pero no demasiada comprensión de los problemas espirituales ni de sus soluciones.

La franqueza del hombre la sorprendió y parpadeó varias veces, pero tenía mucha experiencia en el arte de ocultar sus sentimientos como para demostrar algo más. No le sorprendía que resultara antipático a sus colegas. ¿Era posible que alguien tan rudo tuviera carisma?

– No soy la única a quien le falta una percepción profunda de esas cuestiones -dijo sin perder la calma-. Tal vez es una cualidad que usted posea.

– Creo que sí -contestó él, no con un tono vanidoso, sino como si le pareciera lo más natural del mundo.

– Entonces, ¿qué le parecería que almorzásemos juntos para que me informara sobre los aspectos negativos de las ciudades de la zona C?

Almorzaron juntos y él la informó.

– El problema de la Zona C es uno de los aspectos de lo que yo llamo la neurosis del milenio, pero creo que es el aspecto más grave, mucho más grave que el de la Zona D, donde la gente también debe regresar al norte en primavera, pero no puede apoyarse en su amor por la tierra o en las ocupaciones que se refieren a la tierra en sí. Usted ya sabe que los reubicados de la Zona C son transplantados industriales de los suburbios de las grandes ciudades del norte y del noroeste. ¿Se ha parado usted a pensar en la pobreza de recursos interiores de esa gente? Para empezar, espiritualmente no están ligados al cambio de estaciones, como lo están los de la Zona D, ni gozan tampoco de la unidad nacional de los reubicados de la Zona E, procedentes de Canadá. Y durante esos meses de ocio que pasan en esos cuarteles de invierno, sólo pueden asistir a un número determinado de partidos de fútbol y de hockey. Durante los cuatro meses que pasan en el sur, sólo se les permite usar el automóvil durante un mes. Si el pan y el circo no dieron demasiados resultados a los romanos, no veo por qué van a dar mejores resultados ahora. Nuestro proletariado urbano está mucho mejor educado y es mucho más sofisticado que cualquier otro en el mundo y necesita directrices, objetivos; necesita sentirse necesitado. Y, sin embargo, saben que nadie les necesita. Las gentes de la Zona C son pobres, pero en el fondo, son auténticos elitistas norteamericanos. En muchos sentidos son los que más sufrieron en su orgullo y en su honor cuando firmamos el Tratado de Delhi, en lo que a confort y nivel de vida se refiere. Por supuesto, sus residencias de invierno son mucho más lujosas que sus hogares, situados en el norte y en el medioeste, pero ellos sienten que ése ha sido el pago por lo que les han quitado.

– Y entonces, ¿qué les falta? -preguntó ella.

– Dios -contestó él sencillamente.

– ¿Dios? -repitió ella.

– Tenga en cuenta que las circunstancias de esa gente -añadió él, inclinándose ansiosamente hacia delante-. En los últimos cien años, la fe que tenían en Dios ha ido disminuyendo. Cada vez se cierran más iglesias y hay menos vocaciones religiosas. Han perdido el contacto real con Dios, del que siempre habían disfrutado. Durante el siglo pasado, las religiones más importantes de Occidente atravesaron profundas crisis, trazadas por sus representantes para atraer a las masas. Pero el resultado fue nulo, y la asistencia a las iglesias fue cada vez menor. También disminuyeron las vocaciones y sólo en las comunidades más pequeñas se notaron progresos. Ahora le echan la culpa a la educación de masas, a la creciente prosperidad de éstas; le echan la culpa a la televisión o a cualquier cosa. Y hay algo de verdad en ello. Pero la verdadera culpable es la misma iglesia, porque cambió exteriormente, negándose a evolucionar interiormente, o porque tal vez cambió demasiado tarde. La gente había tomado consciencia de su propia bondad intrínseca, tal vez como consecuencia del aumento del nivel cultural. La gente ya no podía seguir oyendo que era malvada y sus vidas ya no eran tan miserables, como para necesitar la promesa del paraíso, después de la muerte. Tenían más y querían más, porque se sentían con derecho a ello, pero en esta vida y no en otra. Sin embargo, todo el mundo les había traicionado. Sus iglesias no intentaban comprender lo que ellos necesitaban y sus gobiernos les cortaron las libertades, impidiéndoles gastar y les sometieron a la pesadilla de la amenaza de la guerra nuclear. Y sólo aumentó la asistencia a las iglesias en los momentos en que aumentaba la posibilidad de una guerra nuclear. ¡Pero no se debe recurrir a Dios por temor! Deben volverse a Dios con la naturalidad que una criatura se vuelve hacia su madre.

Lanzó un suspiro.

– En este sentido -continuó diciendo-, el Tratado de Delhi fue un gran nivelador, porque, en definitiva, el planeta en que vivimos fue el que más le traicionó. Al desaparecer la amenaza de una guerra nuclear, desaparecieron también los gobiernos realmente irresponsables. Creo que el período que va del año 2004 hasta nuestros días ha sido algo tan novedoso, que nadie lo ha comprendido lo suficientemente bien como para darle un enfoque positivo. En la actualidad, muchas de las pesadillas que habían acosado al hombre desde siempre, han disminuido hasta adquirir una importancia muy relativa, ya sea la perspectiva de un aniquilamiento masivo, la usurpación de los territorios o incluso la posibilidad de morir de hambre. La gente ahora contempla la vida, no la muerte. ¡Pero la vida le resulta tan extraña! Y han perdido a Dios. El mundo del tercer milenio es un mundo absolutamente nuevo y, por su misma naturaleza, no puede ser hedonista, y, sin embargo, tampoco puede ser nihilista. Y, como siempre, estamos aplicando conceptos del pasado a las realidades del futuro. Tratamos de imponer los hechos de ayer a las irrealidades del mañana. ¡Estamos aferrándonos al pasado, doctora Carriol!

– Usted no está hablando de la Zona C, doctor Christian -afirmó ella-. Está hablando de todo el mundo.

– Es que la Zona C es todo el mundo.

– Usted no es psicólogo, es filósofo.

– Eso no es más que una etiqueta. ¿Por qué tenemos que etiquetarlo todo, hasta a Dios? La neurosis del milenio es la prueba de que las etiquetas no sirven ya a ciertas cosas. La gente no sabe hacia dónde se dirige ni por qué tiene que ir. Vagan en un desierto espiritual sin una estrella divina que les guíe.

Ella sintió tremendas oleadas de júbilo que crecían en su mente. Para Judith Carriol era una sensación nueva, física e intelectualmente. Eso era lo que él causaba en los que le escuchaban. Pero, ¿cómo lo lograba? No eran las ideas en sí mismas, por interesantes que fueran. Ese hombre emanaba algo… un enorme poder. No encontraba la palabra indicada, si es que esa palabra existía. Eran sus ojos y su voz, su forma de mover las manos, la tensión de sus músculos. Cuando hablaba, obligaba a su interlocutor a creerle, pues si uno le miraba a los ojos y escuchaba lo que decía, le creía. Parecía tener a su cargo la dirección del universo o poder tenerla, en cuanto lo deseara.

– Volvamos a la situación de la Zona C -dijo ella manteniendo un frío tono de voz, lo cual le resultaba bastante difícil-. Usted dijo que conocía algunas soluciones y me gustaría oírlas. Estoy profundamente involucrada en el tema de la reubicación.

– Bueno, en primer lugar, es preciso reorganizar la reubicación.

Ella lanzó una carcajada.

– ¡Hace años que la gente dice eso!

– ¡Y con toda razón! El principal problema es que mucho antes de que se pensara oficialmente en la reubicación, se produjo un movimiento masivo de gente en las ciudades del norte y del noroeste, que comenzó alrededor de 1970, cuando el elevado coste de la calefacción obligó a las industrias a trasladarse al sur, a lugares como las Carolinas o Georgia. Piense en Holloman, mi ciudad, por ejemplo. Holloman no es una víctima de los glaciares, ni del Tratado de Delhi ni de la reubicación. Si no fuese por la existencia de Chubb, Holloman ya habría muerto al comienzo del tercer milenio, pues todas sus fábricas se habían trasladado al sur. Cuando yo nací, hacía diez años que los alrededores de Holloman estaban clausurados, y yo nací a finales del año 2000. Primero se fueron los habitantes de los ghettos, los negros y los portorriqueños. Les siguieron los obreros blancos y los blancos de clase media que, en su mayoría, eran norteamericanos de ascendencia italiana, polaca, irlandesa y judía. La población vieja se marchó a Florida, pero los viejos más irritables se fueron a Arizona. Los jóvenes, entre ellos muchos médicos que ya no conseguían trabajo ni de cajeros en los supermercados, fueron los siguientes en irse. Y todos se dirigían hacia donde brillara el sol. Uno de mis pacientes es un anciano de East Holloman. Le llamo paciente, aunque creo que, en realidad, es una institución para nosotros y no me gusta dar de alta a la gente en la clínica si, a pesar de estar curados, siguen necesitándonos. El problema de ese viejecito es que se siente solo y nosotros llenamos un poco ese vacío que hay en su vida. Su familia vivió y trabajó en Holloman durante cinco generaciones. Él y sus cuatro hermanos nacieron alrededor de 1950. En 1985, murió el padre y la madre se había ido a vivir a Florida, su hermano estaba en Georgia, una de sus hermanas vivía en California, otra, se había casado con un sudafricano y vivía allí y la tercera vivía en Australia. Él me asegura que el suyo es un caso típico en su barrio en los últimos veinticinco años del siglo xx, y yo le creo.

– No entiendo qué tiene que ver todo esto con los problemas de los reubicados de la Zona C -dijo ella sonriendo para disimular el tono agresivo de su voz.

– Eso es lo que estoy tratando de explicarle -continuó él pacientemente-. Para la gente de esa zona, la reubicación organizada por el gobierno, no fue una sorpresa, pues ellos mismos habían estado reubicándose durante varios años. Pero cuando la reubicación se convirtió en una función del gobierno, perdieron el derecho a elegir el lugar al que querían ir. Y, de no haber existido esas décadas de reubicación voluntaria, dudo mucho que se hubieran sometido. De modo que el avance de los glaciares y el tratado de Delhi era algo que ellos ya conocían tan bien, que apenas apreciaron el cambio.

– ¡Pero no es que nosotros no queramos ofrecerles una opción! -protestó ella-. El problema es que el movimiento de gente es demasiado grande. Más adelante…

– No, usted me ha interpretado mal. No estoy acusando a Washington ni a nadie de no tener corazón y comprendo perfectamente la magnitud de la tarea que tienen entre manos. Las intenciones que tenían cuando planificaron la reubicación eran buenas, pero los modos de enfocar el problema fueron hipotéticos. El peor error fue dividir en comunidades diferentes a los inmigrantes permanentes y a los que sólo se reubican durante los meses de invierno. Comprendo perfectamente los motivos. Es muy duro tener que regresar al norte en abril, mientras que el vecino está instalado allí permanentemente. Pero el problema de la gente de la Zona C es que no tienen hogar. ¿Cuál es su hogar? ¿El lugar de vacaciones de noviembre a abril? ¿O el lugar donde trabajan entre abril y noviembre? Yo voy a decirle lo que opino. Creo que aquellas ciudades del norte y del noroeste, en las que ya hace demasiado frío para que las industrias sigan funcionando todo el año, deberían ser clausuradas definitivamente: Detroit, Chicago, Buffalo, Boston y todo el resto. Creo que, a excepción de los campesinos de la Zona D, todas las ciudades sujetas a reubicación deberían ser reconstruidas en lugares donde la gente pudiera instalarse decentemente para vivir y trabajar. Pienso también que debería haber una integración total de la gente de la Zona C con todos los demás, en las mismas calles nuevas de las mismas nuevas ciudades, porque la antigua estratificación ya no es necesaria y no debe continuar. Asimismo, hay que evitar la creación de nuevas estratificaciones. Todas las capas de la sociedad deben soportar a la OSH, la falta de combustible en invierno y la carencia de transportes privados. Actualmente, casi todo el mundo tiene mucho en común con los demás, y eso facilita el hecho de que nos entendamos entre nosotros.

Ella sonrió.

– Se lió un poco al final, pero creo que he captado el sentido de lo que ha querido decirme.

Ella se preguntó si tendría mucho sentido del humor. Decidió que probablemente no.

– Actualmente, ya no es posible que el hombre siga viviendo como si fuera el único centro de su universo personal, si es que alguna vez lo fue -añadió, como si estuviera pensando en voz alta-. Espiritualmente, los comunistas están en una situación mucho mejor que la nuestra, porque, por lo menos, ellos pueden adorar al Estado. En cambio, nosotros amamos apasionadamente a Norteamérica, pero no la adoramos. Por eso, nuestro pueblo debe reencontrar a Dios, debe volver a vivir con Dios y consigo mismo, pero no con el antiguo Dios judío. ¡Ese Dios ha sido demolido y vuelto a alabar tantas veces, por tantos hombres! Pablo, Agustín, Lutero, Knox, Smith, Wesley, y la lista sería interminable. Y, desde el principio, estuvo siempre entre el Dios de los judíos y el panteón de los romanos. ¡Es un concepto humano! ¡Y Dios no es humano! Dios es simplemente Dios en todo momento. Yo les digo a mis pacientes: ¡crean! Les digo que si no pueden creer en ningún concepto ya creado de Dios, deben encontrar el suyo propio. ¡Pero es necesario que crean, porque si no, nunca serán seres integrales!

La doctora Carriol contuvo el aliento. Ante ella se abría un claro y definido panorama. Era como si le mostrara un mundo nuevo, que no era una visión inspirada por Dios, por cualquier Dios, sino por su propia mente. Inconscientemente, el doctor Christian le estaba diciendo lo que tenía que hacer y cómo.

– ¡Bravo! -exclamó. Y, liberada de su intelecto consciente, fue a apoyar su mano sobre la de él-. ¡Me encantaría que tuviera la oportunidad de demostrar sus puntos de vista!

El doctor parpadeó, sorprendido por la fervorosa reacción de esa mujer, que le había escuchado tan fríamente. En ese momento, advirtió que no estaba acostumbrado a que le escucharan con frialdad.

Clavó su mirada en esos dedos blancos, delgados y casi siniestros, que se curvaban alrededor de los suyos; los apartó suavemente con la otra mano.

– Gracias -dijo con muy poca convicción.

La euforia había pasado. Joshua Christian daba su discurso por terminado.

Ella se puso en pie.

– Creo que ya es hora de volver al juzgado -anunció.


Esa noche, la doctora Carriol estuvo paseando por su cuarto, a pesar del frío, ya que a las diez de la noche apagaban la calefacción. Se suponía que a esa hora los huéspedes estaban acostados y arropados porque, de lo contrario, tendrían que atenerse a las consecuencias.

¡Qué tontería cometió tocándole! En el momento en que sintió el contacto de su mano, él se había apartado como si fuera un ácido. Decididamente, ése no era un hombre al que se pudiera apelar a través de sus hormonas. Pero, a pesar de todo, ¡qué clase de hombre era el que era capaz de provocar a Judith Carriol hasta el punto de llevarla a tomarle la mano!

En algún momento, entre la medianoche y el amanecer, todas sus dudas se esfumaron y decidió que el doctor Christian, desconocido y sin someter a prueba, era el hombre indicado. ¡Qué hombre! Si era capaz de conmoverla así, sería capaz de conmover a millones de personas. No le cabía la menor duda. De repente comprendió hasta qué punto eran tortuosas las ramificaciones que partían de la concepción central de la Operación de Búsqueda. Tal vez su subconsciente ya hubiera intuido las pautas generales, pero los niveles del pensamiento, que se encontraban por encima de lo que ella llamaba su conciencia viviente, jamás se habían internado en los recovecos y corredores, que en ese momento se extendían ante ella. Él era el hombre.

A partir de ese momento, todo se reducía a una simple cuestión de logística, de reunir al hombre con sus seguidores. En cierto modo, esa idea ya estaba en la mente de Joshua Christian, como cera caliente que sólo necesita ser modelada.

Pero la respuesta no consistía en una simple revisión del sistema de reubicación. Él era la respuesta, él en sí mismo. En él encontrarían todas las respuestas, el modo de cicatrizar sus heridas. Y ella, nadie más que ella, iba a proporcionarle esa posibilidad.


De alguna manera, aquella mujer le había estropeado la última parte del día, pensó el doctor Christian, arropado en la cama. Ya no le resultaba fácil controlar al oleaje que zarandeaba a su alma frágil. Parecía que su ser, su persona, ya no tuvieran validez frente a esa tremenda fuerza, que ardía en su interior. Lleno de dudas y temores, se preguntó por la naturaleza de esa fuerza, analizando si sus orígenes eran internos o externos, y si él había generado la fuerza o la fuerza le había generado a él, para ponerle en marcha, utilizarlo y arrojarle después a un lado, cuando su propósito hubiese sido cumplido.

Tenía que reflexionar sobre ello. Durante ese largo invierno, no había hecho otra cosa que pensar. Pensó que su tiempo se acababa, que él tenía algo que hacer. Pero no sabía qué, tal vez una misión que cumplir. ¡No lo sabía! Simplemente ignoraba qué era lo que tenía que hacer y cómo debía hacerlo.

Se preguntaba qué significado tendría la aparición de esa mujer. Judith Carriol era una mujer extraña y misteriosa. Sus ojos eran opacas perlas, cubiertas de varias capas, que un hombre debería pelar indefinidamente hasta llegar al verdadero centro de su ser: Inmóvil y veloz; elegante y remota. Leonardo da Vinci debió haberla utilizado a ella para pintar su tela más famosa. Aunque, en realidad, ella era una tela, un autorretrato. Se preguntó hasta qué punto sería hábil ella como artista. Ese día vestía de violeta, un color que contrastaba con el tono de sus ojos y sombreaba su blanca piel con una sutil y exquisita opalescencia y daba a su cabello un tono negro azulado.

Cuando ella tocó su mano, él tuvo un presentimiento. No fue un estremecimiento carnal; más bien, por el contrario, fue un frío estremecimiento. Y en ese momento de congoja, supo que ella tenía un sentido para él. Instantáneamente, le tuvo un miedo horrible y por eso había apartado la mano. Y, en ese momento, estaba despierto pensando en las cosas que menos deseaba recordar. ¿Por qué habría aparecido ella justamente ese invierno, el invierno de su descontento, aumentando su vaga inquietud y agudizando su sensación de soledad? ¿Por qué habría aparecido justamente en ese momento? Porque eran necesarias las pautas. Desde luego, Dios existía porque, en caso contrario, ¿cómo era posible que un simple hilo tuviera tanto sentido en medio de tantas casualidades?

Ella no era joven; por lo menos, tenía cuarenta años. A pesar de su buen aspecto, él sabía calcular la edad real de las personas. Hubiera preferido que ella fuera joven, porque la juventud era insegura y no era difícil conseguir que asumiera las culpas sin cuestionar demasiado los motivos por los que se la desdeñaba. Pero ella era muy perceptiva, y consciente de ello. No era alguien a quien se pudiera apartar sin una razón válida e inteligente. No acababa de comprender esa abrumadora sensación, increíblemente fuerte, de que debía alejarse de ella, de que debía regresar a Holloman, para volver a su cotidiana rutina. Si era posible que un hombre leyera su futuro en el rostro de una mujer, ¿sería posible que un futuro fuera tan grandioso, tan espantoso?

«¡Mamá! ¡Necesito a mi familia! ¡Necesito a mi madre! ¿Por qué no le insistí a James, para que me acompañara? Hasta la presencia de Mary sería mejor que este aislamiento. ¿Cómo pude alegrarme de verme libre de los lazos amorosos, amables y serviciales de mí familia?»

A medida que avanzaba la noche, sentía sus párpados cada vez más pesados. «¡Oh, sueño, líbrame de esta angustia! ¡Dame un poco de paz!» Y llegó el sueño. El último pensamiento consciente que recordó al despertar fue la firme resolución de no permitir que ella le robara su alma. De alguna forma, no importaba cuál, él seguiría siendo dueño de su propio destino.


Ambos durmieron hasta bien entrada la mañana, así que ninguno de los dos asistió al juicio de Eddie Marcus. Se encontraron accidentalmente en una esquina cerca del motel, cuando él regresaba de dar un paseo y ella acababa de salir.

Se detuvieron para mirarse; ella, con ojos ansiosos y brillantes; él, con ojos aprensivos y cansados.

Entonces él se acercó y comenzó a caminar a su lado.

– Una parte de usted es muy feliz en Holloman -afirmó ella, mientras su aliento formaba una nube tan blanca como el paisaje nevado que les rodeaba.

El corazón del doctor Christian empezó a latir apresuradamente y admitió que su presentimiento empezaba a cumplirse.

– Yo soy completamente feliz en Holloman, doctora Carriol.

– Después de la conversación de ayer, me resulta imposible creerle. Por lo menos, a una parte de su ser le importa demasiado el mundo como para ser feliz viviendo y trabajando en Holloman.

– ¡No es cierto! ¡No tengo el menor deseo de vivir en otra parte ni de hacer otra cosa! -exclamó él en voz alta.

Ella asintió. Vestida de violeta resultaba enigmática; esa mañana espléndida, pero espantosamente fría, vestía con un tono rojo triunfante.

– Sin duda, eso es cierto. Pero de todos modos, quiero que me acompañe a Washington, hoy mismo.

– ¿A Washington?

– Yo trabajo en Washington, Joshua, en el Ministerio del Medio Ambiente. Soy jefa de la Cuarta Sección, pero me imagino que a usted eso le da igual.

– No conozco la Cuarta Sección.

– La Cuarta Sección es la parte del Ministerio que se dedica a la Planificación.

– Entonces tiene usted un cargo de mucha responsabilidad -contestó él, sin que se le ocurriera otro comentario que hacer.

– Sí, sin duda. Y me gusta mi trabajo, doctor Christian. -No reparó en que, pocos instantes antes, le había llamado Joshua-. Y me importa lo suficiente como para arriesgarme a recibir una negativa e incluso para insistir a pesar del rechazo, porque usted trata de rechazarme, ¿verdad?

– Sí.

– Ya sé que usted es un solitario. Y sé también que en Holloman tiene una clínica pequeña, pero brillante. Sé que está plenamente dedicado al acercamiento individual con sus semejantes. Y no crea que intento alejarle de la vida y el trabajo que ha elegido. Y, por si eso le preocupa, no estoy pensando en ofrecerle un trabajo en Washington.

Tenía una hermosa voz: profunda, perezosa y tranquila que lavaba a quienes la escuchaban como una catarata de seda, y, cuando lo deseaba, mitigaba el efecto de sus palabras con su tono. Al oír su voz, el doctor Christian empezó a relajarse y a pensar que sus temores eran infundados o, por lo menos, demasiado mórbidos. Después de todo, ella no trataba de convencerle de que abandonara Holloman definitivamente.

– Quiero que me acompañe a Washington para presentarle a Moshe Chasen, uno de mis más queridos colegas. Usted no habrá oído hablar de él porque se mueve en un campo distinto al nuestro. Moshe es un analista estadístico que trabaja en la Cuarta Sección, en el tema de las reubicaciones. Desde nuestra conversación de ayer, no he hecho más que pensar en lo que usted me dijo y tengo sumo interés en que usted y Moshe se conozcan antes de que él empiece a trabajar en un nuevo proyecto. Acabo de encomendarle la tarea de reorganizar totalmente las reubicaciones y sé que, en este momento, está en la etapa de planificación. Le sugiero que viajemos hoy mismo. Para Moshe sería de una gran ayuda poder hablar con usted.

Él lanzó un suspiro.

– Lo siento, pero tengo demasiado trabajo en Holloman.

– Supongo que no se trata de nada que no pueda posponer una semana, porque, de lo contrario, no hubiera venido a Hartford para asistir a un juicio -contraatacó ella.

– ¿Una semana?

– Sólo una semana.

– Muy bien, doctora Carriol, estoy dispuesto a cederle una semana, pero ni un minuto más.

– ¡Oh, gracias! Por si no se lo he dicho ya, me llamo Judith. ¡Le pido por favor que me llame Judith! Porque yo pienso llamarle Joshua y tutearle.

Empezaron a caminar de regreso al motel.

– Pero antes tendré que pasar por Holloman -dijo él, convencido de que ella protestaría.

Pero ella no tenía la menor intención de protestar.

– Muy bien. Supongo que lo mejor será que le acompañe -decidió, enlazando su brazo al de él-. Después podemos tomar el tren directo nocturno de Holloman a Washington. Holloman está en el camino.

– Pero yo no he reservado billete de tren.

Ella lanzó una carcajada.

– ¡No te preocupes! Yo tengo prioridad oficial.

Al doctor Christian no le quedó más remedio que ceder.


Al mediodía tomaron el autobús que cubría el trayecto de Hartford a Holloman. Llegaron a la estación con diez segundos de antelación. La doctora Carriol se sentó poniendo especial cuidado en disimular su aire victorioso, mientras el doctor Christian permanecía en silencio pensando en qué se habría metido.

No le gustaba ausentarse de la clínica, aunque, en realidad, no se veía obligado a hacerlo a menudo. Además, ella tenía razón al decirle que si podía destinar una semana para un juicio, no había motivo que le impidiera dedicar ese tiempo para viajar a Washington. ¿Cómo explicarle que para él ese juicio era como tomarse unas vacaciones? En cambio, un viaje a la capital federal, sería cualquier cosa menos un descanso. Pero ella era muy insistente, era de esas personas que no aceptan una negativa, cuando están decididas a conseguir una respuesta afirmativa. Detestaba la idea de que esa mujer le hubiera manipulado y de que le siguiera manipulando y, sin embargo, aparentemente, no tenía argumentos para definirla como una persona manipuladora. Respetaba profundamente a sus intuiciones; y, con respecto a ese viaje a Washington, su intuición le aconsejaba que tratara de evitarlo a toda costa.

Ella decidió caminar el kilómetro y medio que iba de la estación hasta la calle Oak, y se negó a que él le llevara la maleta.

– Siempre viajo con un equipaje muy ligero -aclaró-. Y lo hago a propósito, para no tener que quedarme parada con aire indefenso y débil, esperando a ser rescatada por un tipo agradable. ¡Me parecería una pérdida de tiempo tan grande!

Al llegar a su casa, el valor del doctor Christian flaqueó. Era la típica actitud del hijo soltero, que se siente incapaz de enfrentarse a la inevitable curiosidad de su madre. Hizo pasar a la doctora Carriol a la clínica, dejó las maletas de ambos detrás de la escalera y la condujo a la sala de espera que, afortunadamente, estaba desierta. Cruzaron el vestíbulo de puntillas. Cuando se aproximaban al consultorio, salió Andrew y se detuvo estupefacto.

– ¿Ya estás de vuelta? ¿Pero qué te pasó? -dijo clavando la mirada en la mujer parada al lado de su hermano. Estaba demasiado bien vestida para ser una habitante de Holloman. Tenía el aspecto de vivir en una ciudad grande y próspera.

– Judith, éste es Andrew, mi hermano menor. Andrew, quiero presentarte a la doctora Judith Carriol. Nos encontramos en el juicio de Marcus, pero la doctora Carriol considera que es más importante que viaje a Washington en lugar de permanecer como espectador en Hartford. Por lo visto, me tiene preparada una semana de trabajo.

– ¡Doctora Carriol! Encantado de conocerla -exclamó Andrew-. Era un joven excepcionalmente apuesto, que no se parecía en nada a su hermano. -Le tendió la mano-. Por supuesto que he oído hablar de usted. He leído sus trabajos. ¡James! ¡James! -llamó.

Y entonces empezaron las presentaciones y conoció a toda esa gente, con la que ya se había familiarizado a través de los datos que figuraban en su carpeta, y a quienes anteriormente había denominado X, Y o Z. Eran tal como ella los había imaginado. Sin embargo, había subestimado mucho la relación existente entre Joshua y sus hermanos, que le reverenciaban. Bastaba con que él expresara un deseo o moviera una mano para que todos atendieran de inmediato. Y, sin embargo no era una persona egocéntrica. Después de un rato, llegó a la conclusión de que Joshua no se daba cuenta de las atenciones que le prodigaban. Para él, el comportamiento de su familia era completamente normal, porque así había sido siempre, y él no lo atribuía a ningún poder o autoridad personal. Simplemente, asumía el papel de padre que su madre le había asignado. La doctora se moría de ganas por conocer a la madre del doctor Christian, con respecto a la cual su carpeta proporcionaba amplias informaciones.

Y la conoció, después de pasar varias horas conversando con pacientes y de realizar una visita completa a la clínica, desde la sala de espera, situada en la parte trasera de la planta baja, hasta las salas de terapia, que ocupaban todo el último piso. ¡Qué sorpresa se llevó al encontrar allí a Miriam Carruthers! De modo que ése era el lugar al que había emigrado cuando renunció repentinamente a sus cátedras de Columbia.

La doctora Carriol decidió que ésa era la clínica más autosuficiente de ese tipo, que ella había conocido. Era imposible superar a un equipo familiar, cuando a sus integrantes les encantaba trabajar juntos y habían elegido a uno de ellos como jefe indiscutible. Después de observar la forma en que el doctor Christian trataba a un nuevo paciente, comprendió mejor la frase del informe que afirmaba que él contaba con seguidores que le profesaban una especie de culto. Joshua carecía de afectación profesional, porque sabía por instinto lo que muchos colegas suyos habían tenido que estudiar. Y sus pacientes lo intuían. Les proporcionaba una enorme fuerza espiritual. No le sorprendió que los antiguos pacientes con los que había estado conversando afirmaran que nunca se habían sentido alejados de él y que tenían la sensación de pertenecer a un grupo privilegiado. La diferencia entre un psicólogo clínico brillante y el resto de sus colegas residía en una combinación de personalidad y percepción de los pensamientos ajenos. El doctor Christian sabía lo que ocurría en el interior de las personas, sentía en su propia carne los sufrimientos ajenos y amaba a su prójimo más que a sí mismo o a su familia. Porque Joshua daba y daba, pero siempre a extraños.

Mientras cruzaban el pasadizo que unía ambas casas, la doctora pensó que si le entregaran a él el mundo, conseguiría doblegarlo. Pero jamás debía sospechar que alguien le entregaba el mundo. Siempre debería creer que él mismo lo había encontrado.

Mamá habló a destajo, sin parar de sonreír de puro nerviosismo. Mary la había advertido horas antes de la llegada de la doctora Carriol y, divertida, había adornado un poco la verdad. Mamá llegó a la romántica conclusión de que por fin su hijo había encontrado a la mujer adecuada, que además de ser brillante y sofisticada, actuaba en el mismo campo que él. La doctora Carriol adivinó rápidamente los motivos del nerviosismo de la madre de Joshua, que insistió en que debían quedarse a comer. De repente, la doctora Carriol reparó en la presencia de Mary. La única hermana de Joshua estaba a bastante distancia del grupo y miraba a su madre con una mezcla de amargura, vergüenza y desprecio. Mary tenía el rostro claro, pero su alma era oscura, no por la maldad o la malicia, sino porque nadie la había iluminado jamás con un poco de ternura. En todas las familias había siempre alguien que destacaba menos que los demás. En la familia Christian, Mary era esa persona.

Los informes no mencionaban la espectacular belleza de los hermanos de Joshua. La doctora tomó nota de la necesidad de redactar un memorándum dirigido a todos los integrantes del equipo de investigadores de la Cuarta Sección, para recordarles que los comentarios sobre las características físicas de las personas que investigaban eran no sólo necesarios, sino indispensables. Una amplia fotografía del padre de Joshua, colocada sobre la mesita laqueada de la sala de estar, acalló las silenciosas dudas de la doctora Carriol. Joshua era idéntico a su padre. Sin duda, en esa familia, los hijos se parecían a uno de los dos progenitores, un dato interesante en sí mismo.

Las casas eran verdaderamente hermosas, sobre todo la planta baja del 1.047, que parecía una jungla pintada por Rousseau; poseía la misma simetría y la misma perfección magnífica de cada hoja, que le confería un aspecto irreal. No se veía una rama seca o un brote defectuoso. No se hubiera sorprendido si hubieran aparecido leones y tigres en ese lugar; sin duda, hubieran tenido los ojos redondos de los animales pintados por Rousseau, que eran inocentes criaturas del Edén, sin colmillos ni garras. Era imposible tener la mente enferma en medio de un ambiente tan hermoso. El futuro se revelaba ante los ojos de Judith como una interminable revelación, cuyo artífice era Joshua Christian. Era una forma ideal de vida, un lugar para vivir…

La madre le resultó sorprendente, pues lo último que ella esperaba era encontrarse con una tonta. Y, sin embargo, la madre era una tonta. Es cierto que poseía una poderosa fortaleza, no tenía un carácter débil y, en cierto sentido, no carecía por completo de inteligencia. Pero era como si una parte de su ser no hubiera crecido, no se hubiera desarrollado satisfactoriamente. Tal vez eso tuviera alguna relación con el hecho de que se hubiera casado tan jovencita, pero no con su temprana viudez. La doctora Carriol empezó a comprender la educación recibida por Joshua y entendió por qué se había convertido en una especie de patriarca, a pesar de su relativa juventud. Su madre había actuado muchas veces por instinto, ni por un momento había sospechado que fuera capaz de moldear al carácter de su hijo hasta convertirlo en lo que era. Había logrado lo que quería simplemente deseándolo, pero deseándolo de una forma ciega y primitiva. Era un logro poco común, que sólo le resultó posible porque el hijo nacido de sus entrañas, por un capricho genético, resultó perfecto para sus fines. Ese cuerpecito de cuatro años tuvo las espaldas suficientemente anchas para cargarlas con las responsabilidades de la paternidad y de la dirección de la familia. No era, por lo tanto, sorprendente que sus hermanos menores le reverenciaran o que su madre le adorara abiertamente. Tampoco le extrañaba que él hubiera enterrado sus necesidades sexuales tan profundamente que, probablemente, no le volverían a molestar hasta la hora de su muerte. Por primera vez, experimentó una oleadla de lástima por aquel niño de cuatro años.


Finalmente, después de empaquetar la última maleta para el doctor Christian, tomaron el tren nocturno con destino a Washington. Gracias al certificado de prioridad de la doctora Carriol, consiguieron un compartimiento privado, un lujo que hizo que el doctor Christian cayera en la cuenta de lo importante que era el cargo de su compañera de viaje en el Ministerio del Medio Ambiente. Ella ya le había descrito en qué consistía su trabajo, pero ahora él podía disfrutar de sus efectos colaterales. El camarero les sirvió café y sándwiches, sin que le fueran pedidos y el doctor Christian sintió que, por primera vez en su vida, estaba disfrutando del placer de viajar.

A pesar de ello, le dominaba un sentimiento de enorme tristeza y un terrible cansancio, que le pesaba sobre los hombros, rodeándole como una especie de velo gris. Presentía que el viaje a Washington con esa mujer era algo que modificaría tanto su vida, que ni siquiera él volvería a reconocerla. En realidad, no se trataba más que de un viaje para conocer a un especialista en procesamiento de datos, al que debía convencer de que las estadísticas con las que él jugaba no eran abstracciones, sino seres de carne y hueso, almas y cuerpos, sensaciones e identidades individuales. En el término de una semana, volvería a estar en Holloman, ocupándose de sus tareas habituales. En el fondo, no lograba convencerse de que eso fuera cierto. Miró a la doctora y se preguntó por qué habría decidido instalarse al lado de él en lugar de ocupar el asiento de enfrente, lo cual hubiera sido una elección más normal para cualquier mujer, con la que tenía una relación amistosa, pero no íntima. Había algo en esa mujer, que ella jamás admitiría, pero que él percibía. Era una especie de excitación, un tremendo empuje, provocado por él, pero que no era generado por una atracción sexual o por la diferencia de sexos. Ambos tenían plena conciencia el uno del otro, como hombre y mujer, pero no pertenecían al tipo de personas capaces de romper ese delicado equilibrio mental, para dejar paso a sensaciones menos refinadas. Ninguno de los dos esperaba recompensas carnales, lo cual no significaba que el sexo les resultara indiferente o poco atractivo. Ella sabía el esfuerzo que le exigía el sexo y hacía ya mucho tiempo que lo había sopesado con sus energías y el platillo de balanza se había inclinado hacia el trabajo intelectual. Para él, hubiera lo un peso intelectual intolerable.

El tren disminuyó su velocidad para internarse en el laberinto de túneles que corrían por debajo de Manhattan. En ese momento, el doctor Christian recuperó el uso de su voz.

– Recuerdo que una vez leí un cuento corto sobre un tren que, después de internarse en los túneles de la ciudad de Nueva York, atravesó pequeño agujero del espacio-tiempo y quedó maldito para toda la eternidad, condenado a viajar en la oscuridad, recorriendo un túnel tras otro indefinidamente. En estos momentos, esa historia me parece absolutamente creíble.

– A mí también -contestó ella.

– Piensa en nuestro caso. Si estuviéramos condenados a no volver salir nunca a la luz, ¿qué haríamos tú y yo, sentenciados a permanecer aquí sentados para toda la eternidad? Me pregunto qué temas de conversación encontraríamos y si, por fin, serías completamente sincera conmigo o,si todavía ocultarías algo. Ella se movió, inquieta, y lanzó un suspiro.

– No lo sé. -Volvió la cabeza para mirarle, pero él le pareció tan afligido, qué en seguida volvió a desviar la mirada. Después sonrió, mirando el asiento vacío, que tenía frente a ella-. Tal vez fuese agradable. En realidad, no se me ocurre una persona mejor con quien pasar eternidad. Y te aseguro que no lo digo movida por intenciones vulgares.

– ¡Vulgares! -Impresionado, analizó cuidadosamente la palabra-. Explícame por qué elegiste este adjetivo. Ella ignoró la pregunta.

– Bueno, si lo deseáramos con bastante fuerza, es posible que logáramos que el tren se internara en ese pequeño agujero del espacio-tiempo. Siempre he creído que la verdadera medida del infinito se enfrenta dentro del cerebro del ser humano. Si nosotros conociéramos nuestras fronteras y supiéramos demolerlas, éstas no existirían. -Afortunadamente, no estaba obligada a mirarle, porque no sólo le resultaba incómodo, sino que estaba segura de que él sabría leer en sus ojos. Izó la cabeza, pero continuó sin mirarle-. Tú podrías hacerlo, Joshua tu serías capaz de ayudar a la gente a encontrar las barreras que han construido en sus cabezas y podrías enseñarles a destruirlas.

– Es exactamente lo que hago -contestó él.

– Sí. ¡Pero con pocas personas! ¿Y si lo hicieras con el mundo entro?

Él se puso tenso.

– Fuera de Holloman, no sé absolutamente nada del mundo, ni quiero saberlo. -Y se encerró en sí mismo.

Permanecieron en silencio viendo pasar la oscuridad, que parecía durar eternamente. ¿Sería oscura la eternidad, o quizás eterna la oscuridad? La tristeza seguía embargando a Joshua, rodeándole como un perfume. Cuando por fin el tren entró en los sucios andenes de la estación Pen, parpadeó ante la miserable luz que los iluminaba, como si un millón de kilovatios se concentraran sobre él, convirtiéndole en el punto de mira de miles de ojos fisgones y libidinosos.


Cuando el tren abandonó esta estación, ambos se entregaron a un inquieto sueño, entre paradas y arrancadas y el uniforme movimiento del tren. Apoyaron sus cabezas en los rincones opuestos del largo asiento, subieron los pies al asiento de enfrente y se despertaron cuando el tren entraba gimiendo en Washington y el guarda les golpeó la puerta.

Habían llegado al territorio de la doctora Carriol. Ella se encaminó decidida hacia la salida de mármol de la Union Station en dirección a la parada de autobús, mientras el doctor Christian la seguía a tropezones.

– El Ministerio del Medio Ambiente no queda lejos de aquí -explicó ella señalando hacia el norte con la mano-, pero creo que será mejor que pasemos antes por casa para asearnos un poco.

Milagrosamente, el autobús de Georgetown llegó a la hora exacta para enlazar con el tren, pero, por supuesto, porque el tren llegaba con una hora de retraso.

Era un día relativamente cálido y soleado de mediados de marzo; ese año se preveía una primavera temprana en el país. Sin embargo, los cerezos todavía no habían florecido; cada año florecían más tarde. La doctora Carriol ya estaba harta del invierno. «¡Ojalá pueda vivir para volver a verlos en flor! ¿Seré yo también víctima de la neurosis del milenio de la que habla Joshua? ¿O seré víctima de él?»

Su casa estaba fresca porque había dejado abierta una de las ventanas delanteras, la del fondo, y la que daba a una galería lateral cubierta.

– El interior de la casa todavía no está terminado -se disculpó mientras le acompañaba al vestíbulo y le hacía señas de que no dejara la maleta allí-. Se me acabó el dinero. Pero me temo que, teniendo en cuenta la belleza de tu casa, la decoración de la mía te parecerá muy aburrida.

– No, me parece preciosa -contestó él, pensando que era un gran acierto, para ese clima más cálido, la decoración de estilo Reina Ana; los sillones y sofás estaban tapizados con brocado y la alfombra parecía reflejar las luces y las sombras del exterior.

Subieron por una escalera de madera color miel, se internaron por un pasillo del mismo color y se detuvieron ante una puerta de madera de idéntico tono. Al abrirla, se encontraron con un dormitorio que sólo tenía una cama de dos plazas contra una de las paredes.

– ¿Crees que estarás cómodo aquí? -preguntó ella con aire de duda-. No recibo a menudo, de modo que la habitación de los invitados es la última en mi lista de prioridades. Tal vez hubiera sido mejor que te alojaras en un hotel, de cuyos gastos se ocuparía el Ministerio, por supuesto.

– Aquí estaré perfectamente bien -aseguró él, depositando su maleta en el suelo.

Ella le indicó una puerta.

– Aquí está el baño.

– Gracias.

– Pareces muerto de cansancio. ¿Quieres dormir un rato?

– No, simplemente me daré una ducha y me cambiaré de ropa.

– ¡Perfecto! Estoy pensando que lo mejor sería que almorzáramos en el Ministerio y luego te presentaré a Moshe Chasen. Puedes pasar la tarde con él. Después iremos a cenar a algún restaurante. – Sonrió con aire culpable-. Porque te confieso que no sé cocinar.

Y con estas palabras, cerró la puerta y le dejó solo.

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