Capítulo 7

El verano transcurría cada vez más caluroso, exuberante y terriblemente lánguido. Resultaba más efímero, porque la gente era cada vez más consciente de su brevedad, pero no menos caluroso. Parecía imposible que un lugar tan gélido en invierno, pudiera ser tan tropical, caluroso y húmedo en verano. Pero esa cuestión era una pregunta que los norteamericanos de los Estados del norte se hacían desde el siglo XVII. La única diferencia real entre un verano del segundo milenio y uno del tercero, estribaba en su duración, porque en la actualidad era aproximadamente cuatro semanas más corto.

En las ciudades evacuadas del norte y centrooeste, el verano pasaba casi desapercibido. Aquellos que habían realizado el arduo viaje desde el sur, durante los primeros días de abril, seguían trabajando para equilibrar su forzosa inactividad invernal. Y, siguiendo una pauta anual, que ya resultaba evidente desde hacía algunos años, en esa primavera del 2032, había regresado mucha menos gente al norte, mientras crecía el número de personas que se reubicaban permanentemente en alguna ciudad de la Zona A o de la Zona B, situadas al sur de la línea Masón Dixon, o al oeste y al sur del río Arkansas.

Cuando, veinte años atrás, se iniciara la reubicación, la gente que tenía un empleo en el norte no deseaba que éste fuera permanente. Pero las cosas habían cambiado y, en la actualidad, cada vez era más larga la lista dé los que solicitaban la reubicación permanente, mientras que el angustiado Gobierno sólo estaba en condiciones de ofrecer un limitado número de plazas. Muchos de ellos no recurrían a la ayuda gubernamental y se limitaban a vender lo que podían en el norte y a comprar algo en el sur. Pero como en el norte y en el centrooeste las propiedades no tenían prácticamente ningún valor, la mayoría no podía reubicarse de forma permanente, a menos que recibiera ayuda oficial. En esa época, se enriquecieron muchos, al mismo tiempo que desaparecían antiguas fortunas. Los constructores, organizadores de consorcios y especuladores de la tierra se hicieron ricos, mientras que los pequeños comerciantes y los profesionales del norte veían desaparecer sus dólares día a día. Los Estados más cálidos del sur luchaban desesperadamente por frenar la aparición de barrios de precarias casas, recurriendo para ello a Washington, mientras que los Estados del norte recurrían también al Gobierno central para defender los esqueletos en que se habían convertido sus ciudades, que antiguamente habían conocido una gran prosperidad. Todo ello convertía a las familias de un solo hijo en un factor de equilibrio importantísimo. Y, por extraño que pareciera, habían muchas más personas dispuestas a infringir la orden del Gobierno para permanecer en el sur todo el año, que gente dispuesta a desafiar la ley del único hijo.

La vida en Holloman, excluyendo la zona que en otra época alojara a las comunidades de negros e hispanohablantes, volvía a la normalidad después del 28 de abril. Todavía había más casas desocupadas que ocupadas, pero en cada manzana había una o dos, cuyos tablones habían sido retirados de las ventanas, dejando que las cortinas se mecieran al viento como triunfantes banderas. En las calles se veían peatones, habían más comercios abiertos, aumentaba la frecuencia y el número de autobuses y las escasas industrias, que no habían cerrado permanentemente sus puertas, producían los siete días de la semana. La gente limpiaba la suciedad del invierno, los cines abrían sus puertas, al igual que los restaurantes, casas, de comidas, bares y puestos de helados. Por las calles aparecían algunos coches con batería de carga solar, que se movían lenta y silenciosamente como caracoles. Aquellos que tenían más prisa o que iban o venían del colegio o del trabajo, tomaban el autobús, pero los que iban al parque o al mercado o al médico viajaban en coches eléctricos. Muchos andaban por decisión propia. Probablemente, en esa época, la gente se sentía deprimida o apática, pero nunca habían estado en mejores condiciones físicas.

Sin embargo, a finales de setiembre, esa pequeña euforia que se respiraba en el aire de Holloman durante el verano, empezaba a esfumarse de nuevo. Faltaban dos meses para que se completara la reubicación y, sin embargo, el sol ya había perdido su calor. Durante esos dos meses debían empaquetar todo aquello que no necesitarían en el sur y empezar a hacer llamadas telefónicas y a hacer colas para saber cuándo y cómo se iniciaría el éxodo del invierno. Mientras el glorioso fin del verano, que en ese momento llegaba en setiembre en lugar de octubre, producía el milagro de los días calurosos y las noches frías y los árboles se teñían de tonos rojos, anaranjados, amarillos, cobrizos y purpúreos, para la gente de Holloman empezaba la obsesión de las frías noches y empezaban a cubrir las ventanas con tablones para hacer menos dura la llegada del otoño. Con las primeras nieblas llegaba la odiosa y paciente tristeza y la gente sólo anhelaba abandonar el lugar de forma definitiva. A nadie le gustaba esa vida nómada mi tener que hacer el equipaje tan frecuentemente. En realidad, era poca la gente que deseaba realmente vivir. La ola de suicidios comenzaba su escalada anual; las unidades psiquiátricas de enfermos graves del Hospital Chubb Holloman y del Hospital Católico de Holloman colmaban su capacidad y la Clínica Cristiana se veía obligada a rechazar pacientes.

La noticia más alentadora que había llegado de Washington decía que, a partir del año 2033, la reubicación temporal sería más realista y acorde con las condiciones climáticas: sólo permanecerían seis meses en el norte, desde principios de mayo hasta finales de octubre, y seis meses, en lugar de cuatro, en el sur. De todos modos, no todo el mundo podía viajar en un mismo día; un movimiento de esa envergadura exigía varias semanas y era llevado a cabo con extrema eficacia para reducir al mínimo el uso de combustibles, carbón y leña. Ningún otro país podía hacer tanto y con tanta rapidez como los Estados Unidos, cuando se empeñaban en ello. Pero esta noticia no resultaba en absoluto alentadora para gente como el alcalde D'Este de Detroit, que dedujo correctamente que ése era el principio del fin de la reubicación invernal, lo cual suponía la defunción de las ciudades del norte y del centrooeste. Los lugares de la costa oeste como Vancouver, Seattle y Portland sobrevivirían algún tiempo más, pero a la larga también ellas morirían. Aquellos que insistieran en permanecer en las ciudades malditas durante el crudo invierno, cuando la reubicación invernal fuese completa, lo cual tardaría diez años en llegar, no se verían obligados a mudarse por la fuerza, del mismo modo que no se esterilizaba a la fuerza a las mujeres que desafiaban la ley del único hijo. Simplemente no recibían ayuda ni beneficios impositivos y sociales.

– ¡Yo no quiero mudarme al sur! -exclamó mamá, cuando la familia se reunió en la sala de estar para analizar el nuevo dictamen de Washington.

– Yo tampoco -agregó el doctor Christian con un suspiro-. Pero no nos quedará más remedio, mamá. Es inevitable. Chubb se ha fijado unas metas de reubicación, que se iniciarán el año que viene y terminarán en el 2040. Hoy me llamó Margaret Kelly para contármelo. ¡Ah, por cierto!, me dijo que estaba embarazada.

Andrew se encogió de hombros.

– Bueno, si Chubb se traslada, supongo que eso significa el fin de Holloman. ¿Dónde se instalarán?

El doctor Christian se rió en silencio.

– Han comprado unas tierras en las afueras de Charleston, una extensión bastante grande.

– Bueno, nosotros todavía tenemos tiempo para pensar hacia dónde queremos ir -advirtió James-. ¡Oh, Joshua! De cualquier forma, cuando eso suceda, nos acostumbraremos y, una vez acomodados, volveremos a tener la sensación de bienestar. Uno puede tratar de convencerse de que es una situación falsa, pero eso no reduce el impacto del siguiente cataclismo, ¿verdad?

– No.

– ¿Qué fue lo que provocó esta decisión? -preguntó Miriam.

– Supongo que el índice de natalidad y las cifras de población han disminuido con mayor rapidez de la que se esperaba -contestó el doctor Christian-. O…, ¿quién sabe? Tal vez mi amigo, el doctor Chasen y su computadora han decidido que éste es el momento de acabar con nuestro sentimiento de derrota y proporcionarnos una especie de venganza. Todo el fenómeno de la reubicación, si me permiten que lo denomine así, se ha llevado a cabo de forma intuitiva. Jamás había sucedido antes algo parecido, a excepción de las migraciones masivas que se produjeron en el Asia Central. La última de ellas ocurrió hace ya más de mil años. Pero estoy seguro de que ésta no es una decisión irresponsable. Así que supongo que deberemos mudarnos.

– ¡Nuestra hermosa clínica! -exclamó Miriam.

Mamá lloraba.

– ¡Yo no quiero irme! ¡No quiero irme! Por favor, Joshua, ¿no podríamos quedarnos? ¡No somos pobres, podríamos sobrevivir!

Él sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo pasó a James, que a su vez se lo pasó a Andrew, que se inclinó para tomar el rostro de su madre con una mano y secarlo con la otra.

– Mamá -explicó el doctor Christian pacientemente-, decidimos quedarnos en Holloman, porque pensamos que los que más nos necesitarían serían los que no viajaban al sur. Pero ahora debemos ir hacia el sur porque supongo que la situación allí va a empeorar durante los primeros años de esta nueva fase. Nosotros debemos estar allí donde se nos necesite y ésa es la verdadera razón de la existencia de nuestra clínica.

Mamá pareció encogerse y se estremeció.

– Será a alguna ciudad pobre de Texas, ¿verdad?

– Todavía no lo sé, pero si me envían a varios lugares en esta gira publicitaria, quizás eso me proporcione la respuesta. De todos modos, me parece que es un buen momento para empezar a buscar.

Andrew besó los párpados de su madre y le sonrió.

– ¡Vamos, mamá, no más lágrimas y arriba esa cara!

– ¡Oh! -suspiró Martha, tan repentinamente que todo el mundo se volvió a mirarla.

– ¿Oh? -preguntó el doctor Christian, sonriéndole con una tierna expresión.

Pero ella sabía muy bien de qué clase de ternura se trataba: del amor de un padre por su hija menor o el de un hermano por su hermanita. Ella se acercó a Mary, que estaba sentada a su lado en el sofá y cuando ésta le tendió su mano, ella la agarró con fuerza.

– La… la señora Kelly -consiguió decir Martha-. ¿No les parece una buena noticia que esté embarazada?

– Sí, me parece maravilloso -contestó el doctor Christian, levantándose. Miró a su madre-. No llores a los muertos, mamá. La Ratita tiene razón, alégrate por los vivos.

Abrió la puerta central, que todavía no estaba cubierta con tablones y salió al porche, cerrándola a sus espaldas con mucha rapidez para impedir que le siguieran, lo cual indicaba que deseaba estar solo.

La noche estaba muy quieta y, a pesar del frío, no había humedad. Se apoyó sobre la barandilla helada del porche y observó la nube de humo que producía su aliento. En los últimos meses, la familia pocas veces le molestaba con sus pensamientos, pero ese día había sido una excepción. Y eso le recordó que, aunque tuviera grandes responsabilidades sobre la comunidad en general, también era responsable de esos seres queridos que estaban sentados allí. «Me estoy alejando de ellos -pensó- a medida que me acerco a las multitudes, les voy dejando atrás. ¿Por qué no podremos seguir siendo los mismos? ¿Por qué tenemos que cambiar? Ellos tienen miedo y están afligidos. Y tienen motivos para sentir ese miedo y ese dolor. Sin embargo, ya no consigo esa misma intensidad de afecto que les brindaba antes y estoy demasiado extenuado para ser con ellos tan paciente y suave como debería.»

La bestia que llevaba dentro le mordía y le arrastraba sin remordimientos. Se llevó las manos al pecho, metiéndolas debajo del jersey; tiró de su camisa y se tocó el pecho hundido, como si pretendiera localizar físicamente esa cosa que tanto le torturaba para desprenderse de ella. Cerró los ojos y pensó en la posibilidad de llorar para aliviar su dolor. Pero no hubo lágrimas.

La Maldición Divina: Nueva Propuesta para la Neurosis del Milenio quedó impreso a finales de setiembre. Un paquete que contenía varios ejemplares fue enviado al día siguiente al doctor Christian, desde la planta impresora de «Atticus», situada en Atlanta, Georgia. «Atticus» también era propietaria de una planta en el sur de California, que abastecía al sector oeste del país.

El doctor Christian descubrió que el hecho de ver su nombre en un libro maravillosamente impreso le producía una emoción extraordinaria. Jamás había experimentado una sensación tan irreal. No se trataba de la alegría prevista, porque eso hubiera implicado una sensación de realidad y ese libro no era nada realista.

Por supuesto, tendría tiempo más que suficiente para acostumbrarse a la idea de la existencia del libro antes de iniciar la gira publicitaria, porque no sería distribuido a las librerías hasta finales de octubre. Los vendedores de «Atticus» aprovecharían las semanas intermedias para presentar el libro a los libreros de todo el país, que seis semanas antes ya tendrían en su poder las pruebas de galeradas. Después de esos trámites, los ejemplares serían distribuidos a las librerías en las cantidades especificadas. Durante las semanas siguientes se repartirían ejemplares gratuitos entre los críticos literarios de televisión, radio, periódicos y revistas.

Desde el momento en que el libro llegó a la calle Oak, en Holloman, la vida empezó a adquirir un tono irreal para el doctor Christian. No se le concedió ningún período de descanso, porque al día siguiente su hermana le llamó por el interfono para comunicarle un insólito mensaje.

– Joshua, no sé si tengo en la línea a un paciente que está verdaderamente loco o si se trata de un auténtico -dijo Mary con un extraño tono de voz-. Tal vez sea mejor que le atiendas y decidas tú mismo. Dice que es el Presidente de los Estados Unidos y lo peor es que no parece un loco.

El doctor Christian levantó el auricular de su teléfono con cierta desgana.

– Habla Joshua Christian -dijo-. ¿En qué puedo servirle?

– ¡Ah, es usted! -le contestó una profunda voz de tono familiar-. Soy Tibor Reece. Por regla general, no me veo obligado a presentarme yo mismo, pero en este caso existen buenas razones para que le llame personalmente, doctor Christian.

– ¿Sí, señor Presidente? -dijo, sin saber qué otra cosa podía añadir.

– Doctor Christian, he leído su libro y me ha impresionado mucho. Sin embargo, no le he llamado personalmente para decirle eso. Tengo que pedirle un favor.

– Por supuesto, señor Presidente.

– ¿Cree que le sería posible viajar a Washington por un par de días?

– Sí, señor Presidente.

– Gracias, doctor Christian. Lamento interrumpir su trabajo y me temo que por tratarse de un asunto sumamente confidencial, me será imposible proporcionarle un medio de transporte especial o invitarle a que sea mi huésped en la Casa Blanca. Pero si está dispuesto a llegar a Washington por sus propios medios, le haré reservar una habitación en el «Hotel Hay Adams». Es confortable y está cerca de la Casa Blanca. ¿Podrá disculparme por todos estos inconvenientes, doctor Christian?

– Por supuesto, señor Presidente.

En el otro extremo de la línea se oyó un fuerte suspiro de alivio.

– Me pondré en contacto con usted en el «Hay Adams», digamos… el sábado. ¿Le parece bien?

– Me parece perfecto, señor Presidente -dijo, preguntándose si sería necesario que continuara diciendo «señor Presidente» o si ocasionalmente podría decir «señor» a secas. El doctor Christian decidió que cuando se encontrara con el Presidente, se arriesgaría a ese ocasional «señor». De otra forma, no podría evitar que su comportamiento fuera totalmente protocolario.

– Muchísimas gracias, doctor Christian. ¿Puedo pedirle otro favor?

– Por supuesto, señor -contestó valientemente el doctor Christian.

– Le agradecería muchísimo que no divulgara este asunto. Será hasta el sábado entonces.

– Hasta el sábado, señor Presidente -dijo, pensando que no tenía sentido abusar de ese «señor» a secas.

– Gracias de nuevo. Adiós.

El doctor Christian se quedó como petrificado mirando el auricular que aún tenía en la mano. Después se encogió de hombros y lo colgó.

Mary llamó por el interfono.

– ¿Joshua? ¿Todo va bien?

– Perfectamente, gracias.

– ¿Quién era?

– ¿Estás sola, Mary?

– Sí.

– Era realmente el Presidente. Tengo que ir a Washington, pero él no quiere que se entere nadie -suspiró el doctor Christian-. Hoy es jueves y debo estar allí el sábado, por la mañana, probablemente. Pero como el asunto es muy confidencial, esta vez no tendré prioridad para sacar el pasaje. ¿Crees que podrás conseguirme una plaza en el tren de mañana?

– Creo que sí. ¿Te gustaría que te acompañara?

– ¡No, por Dios! Me puedo arreglar perfectamente bien solo. Pero supongo que no debo decir nada al resto de la familia. ¿Qué excusa puedo darles que explique un viaje tan apresurado a Washington?

– No me parece tan difícil -contestó Mary secamente-. Diles que vas a ver a la doctora Carriol.

– ¿Por qué no se me habrá ocurrido eso antes? ¡Qué gatita astuta eres!

– No soy nada astuta; ¡lo que pasa, Joshua Christian, es que algunas veces tú eres tonto! -Y cerró el interfono con tanta fuerza que el aparato emitió un chillido ensordecedor.

– ¡Vaya! Sin duda, he cometido un error, pero me gustaría saber cuál -murmuró él.

A pesar de que el Presidente no había podido invitar al doctor Christian para que se alojara en la Casa Blanca, el hotel en el que le reservaron una habitación era muy agradable y cuando el doctor Christian presentó su tarjeta de crédito para pagar le dijeron que la cuenta ya había sido abonada. Tras consultar un plano en la ciudad, Joshua hizo a pie el trayecto entre la estación y el hotel, donde encontró un mensaje del Presidente, antes del mediodía del sábado.

El mensaje se repitió alrededor de las dos de la tarde, y el tono de voz del Presidente hizo pensar al doctor que no era la primera vez que intentaba comunicarse con él. Sin embargo, no le hizo ningún reproche y se mostró simplemente encantado de que el doctor Christian hubiese llegado.

– Enviaré un coche a buscarle a las cuatro -informó Tibor Reece y cortó la comunicación con tanta rapidez que el doctor no tuvo tiempo de decirle que no tendría inconveniente en hacer el trayecto a pie.

Tampoco tuvo demasiado tiempo de inspeccionar la Casa Blanca, porque un sirviente le condujo rápidamente a través de varios pasillos hasta llegar a lo que parecía ser la sala de estar. Al pensar en ello retrospectivamente, el doctor Christian sintió una ligera desilusión. La mansión presidencial no podía compararse en belleza o elegancia a ninguno de los palacios europeos; ni siquiera a los castillos privados, que había conocido a través de vídeos en su época de estudiante. En realidad, el lugar le produjo una sensación de tristeza. Tal vez la frecuencia con que cambiaba de habitantes y los dispares gustos de las primeras damas impedían que el lugar adquiriera belleza o elegancia. Según su humilde opinión, no había una sola habitación que pudiera compararse con la planta baja de su casa de la calle Oak.

El presidente Tibor Reece y el doctor Joshua Christian se parecían muchísimo; ambos se dieron cuenta de eso en cuanto se vieron. Sus ojos se encontraron a la misma altura, un hecho poco habitual y agradable. Sus manos, de largos dedos, se estrecharon en un firme apretón.

A pesar de que la piel de sus manos era suave, eran manos de trabajadores.

– Casi podríamos ser hermanos -afirmó Tibor Reece, señalando un sillón, para que su invitado tomara asiento-. Siéntese, por favor, doctor.

El doctor Christian se sentó, sin hacer ningún comentario sobre la frase del Presidente. Rechazó una copa, aceptó una taza de café y permaneció en silencio hasta que se la sirvieron. No se sentía incómodo, lo cual alivió al Presidente, que a menudo se veía obligado a esforzarse excesivamente para tranquilizar a sus invitados.

– Por lo visto, usted no bebe, doctor.

– Sólo un buen coñac después de las comidas, señor Presidente. Pero no creo que eso sea un hábito de bebedor. En casa adquirimos esa costumbre para entrar en calor antes de irnos a la cama.

El Presidente sonrió.

– No necesita disculparse, doctor. Me parece una costumbre sumamente civilizada.

A los pocos minutos se había establecido entre ambos una cómoda y respetuosa afinidad, más propiciada por los frecuentes silencios que por la chachara intranscendente que imponían las buenas costumbres. Finalmente, el Presidente lanzó un suspiro y depositó su taza sobre la mesa.

– Corren tiempos difíciles, ¿no es así, doctor Christian?

– Sí, señor, yo diría que sí.

Tibor Reece permaneció en silencio durante algunos instantes con el entrecejo fruncido y la mirada clavada en sus manos entrelazadas. Después se encogió levemente de hombros y alzó la mirada.

– Doctor Christian, tengo un problema personal importante y espero que pueda ayudarme. Después de leer su libro estoy convencido de que podrá hacerlo.

El doctor Christian se limitó a asentir sin decir nada.

– Mi mujer está muy angustiada. En realidad, yo diría que es un clásico ejemplo de la neurosis del milenio; la causa de todos sus problemas es la época que nos ha tocado vivir.

– Si está muy angustiada, señor, tal vez se trate de algo más grave que una simple neurosis. Se lo digo porque no puedo permitir que crea que yo puedo curar cualquier cosa. No soy más que un hombre.

– De acuerdo.

El Presidente inició su relato y, a pesar de que su historia se hacía cada vez más desgarradora y humillante, no se detuvo una sola vez para recordarle al doctor Christian que el asunto era confidencial. Y, en el caso de que hubiera juzgado mal a su interlocutor, estaba corriendo un peligroso riesgo. Pero no estaba confiando enteramente en su propio juicio, ya que la doctora Carriol había investigado a fondo a ese hombre, y en ningún momento había descubierto en él una tendencia a traicionar la confianza de sus pacientes o a faltar a sus principios.

Tibor Reece estaba desesperado. No existían prácticamente relaciones conyugales en su hogar y con su hija no se llevaba demasiado bien. Carecía de los cuidados que necesitaba. Su esposa se preocupaba cada vez más por su propia persona. La posibilidad de un escándalo nacional era una amenaza que se cernía sobre él desde hacía tanto tiempo, que ya no le preocupaba tanto como los aspectos puramente personales del problema. Era evidente que lo que realmente deseaba era que su mujer sanará y no que se tranquilizara, simplemente para aliviar su temor.

– ¿Qué es lo que quiere concretamente que yo haga? -preguntó el doctor Christian, cuando el Presidente hubo finalizado toda su explicación.

– No lo sé; francamente, no lo sé. Por ahora, le sugiero que se quede usted a cenar, si usted quiere. Julia siempre está en casa los sábados y los domingos por la noche. -Esbozó una triste sonrisa-. En esta ciudad, sólo hay vida entre semana; los fines de semana, todo el mundo, incluso los amigos de Julia, se van de aquí.

– Me quedaré a cenar con mucho gusto -aceptó el doctor Christian.

– Ella le tomará simpatía inmediatamente, doctor. Siempre le sucede cuando ve una cara masculina nueva. Y, además, usted se parece un poco a mí. -Lanzó una carcajada, que parecía poco habitual en él-. ¡Desde luego, eso puede provocar su antipatía a primera vista! Aunque, en el fondo, lo dudo, porque no suele ser ésa su actitud por lo general. Haré que me llamen en cuanto terminemos de comer el primer plato, para que usted tenga oportunidad de hablar con ella y volveré aproximadamente media hora después. -Miró su reloj-. ¡Dios mío! ¡Ya son más de las cinco! Mi hija y yo nos encontramos aquí cada día hacia las cinco y media.

En ese mismo instante entró la niña, escoltada por una mujer que vestía el uniforme de una niñera inglesa. La mujer se inclinó con gran dignidad ante el Presidente y salió, cerrando la puerta firmemente a sus espaldas. La niña era demasiado alta y demasiado delgada, con las mejillas hundidas igual que su padre, pero se parecía demasiado a él para ser atractiva, aunque el paso del tiempo y algunas clases de gimnasia o baile hubieran podido mejorar su porte y su figura. También se llamaba Julia, pero su padre la llamaba Julie; tenía unos doce o trece años y, probablemente, se quedaría estancada en la pubertad con su metro ochenta de estatura.

Se comportaba con total inmadurez y actuaba como una niña de dos años. Su padre la condujo de la mano hasta un sillón, se sentó y la instaló sobre sus rodillas y ella empezó a jugar con su corbata, mientras canturreaba con voz desafinada. Parecía ignorar la presencia del doctor Christian, que les estaba observando. Sin embargo, de vez en cuando, le miraba de soslayo, y era una mirada furtiva, intencionada y calculadora, dirigida por un par de ojos decididamente inteligentes. La primera vez que el doctor Christian percibió esa mirada le costó dar crédito a lo que estaba viendo, pero se las ingenió para poder mirarla sin que ella se diera cuenta, entrecerrando los ojos, o simulando que miraba hacia otro lado, porque cuando sus miradas se encontraban, esa luz de inteligencia desaparecía del rostro de Julie. Después de interpretar esa comedia durante varios minutos, el doctor Christian empezó a preguntarse si la niña no sería un caso de autismo.

Porque, decididamente, más que retardada, parecía psicótica. Hacía ya bastante tiempo que él había llegado a la conclusión de que la gente rica y famosa socialmente estaba peor atendida médicamente que la gente más pobre. Y se preguntó si la habrían analizado a fondo, sometiéndola a los tests necesarios. Sintió un deseo repentino de ponerla dos días en manos de Martha, ya que no existía persona en el mundo que hiciera los tests mejor que ella.

– Señor Presidente -dijo el doctor Christian, después de observarles durante diez minutos-, me pregunto si sería posible que me enseñaran el resto de la casa. Me temo que no la observé con demasiada atención al entrar y tal vez ésta sea mi única oportunidad de conocer la Casa Blanca. ¿Sería demasiado trabajo pedir que alguien me acompañara en un recorrido?

Tibor Reece le dirigió una mirada de intensa gratitud. Tomó el teléfono y lo organizó todo en dos minutos, a pesar de que los sábados por la tarde no trabajaban los guías profesionales.

– Me gustaría hacer un lento recorrido -pidió el doctor Christian a la chica que le guiaría-. ¡Quiero verlo todo con gran detalle!

Volvió a la sala de estar hacia las siete, después de desesperar a la chica con toda clase de preguntas, interesarse por todos los detalles y maravillarse ante todo lo que veía, mientras iban pasando de habitación en habitación.

Julie se había ido y había llegado Julia.

La conducta de la Primera Dama seguía unas pautas, que el doctor Christian reconoció en seguida, porque había conocido a muchas mujeres como ella. Cuando él se instaló en el extremo del sofá que la Primera Dama le había indicado, ésta se sentó en el otro, con el torso girado para mirarle de frente y una pierna bajo el cuerpo, con lo cual no pretendía mostrar sus encantos, sino irritar a su marido que, desde el lugar donde estaba sentado, no llegaba a ver con exactitud qué parte de su anatomía estaba exhibiendo ella ante su invitado. Ronroneaba ante cualquier comentario del doctor Christian y enfatizaba su aprobación, cada vez que le resultaba posible, inclinándose hacia él para tocarle con suavidad el brazo, una mejilla o una mano. En la época en que la gente acostumbraba a fumar, Julia hubiese aprovechado a fondo la oportunidad para sostener la mano del invitado entre las suyas, mientras le encendía el cigarrillo. Al doctor Christian se le ocurrió pensar que, cuando desapareció el hábito de fumar, desaparecieron también muchos gestos del arte de la conquista.

Julia Reece era una mujer muy hermosa, su rubia cabellera casi parecía la de una albina; sus ojos saltones eran de un color celeste; la tez, clara y tersa, y un busto blanco magnífico, que mostraba con generosidad, pero con la necesaria decencia para ser la mujer del Presidente. Ella también era excesivamente alta, lo cual demostraba genéticamente que la hija era de ambos, pero su figura parecía la de una Venus, cuya estrecha cintura separara sus voluptuosas caderas; sus piernas eran largas y hermosas. Se vestía bien y con ropa costosa. Y era casi quince años menor que su marido.

Si el presidente Reece esperaba que su invitado fuera un conversador brillante, estaba condenado a la desilusión. Aunque el doctor Christian era capaz de mantener una conversación de la forma más correcta, no decía nada que su auditorio pudiera calificar de brillante, ingenioso, profundo u original. Y la presencia de una mujer tan antipática como Julia Reece le inhibía y le ponía nervioso. Ella poseía el horrible don para pronunciar la frase que cortara cualquier tema de conversación interesante. ¡Pobre Tibor Reece! Sin duda, la juventud de ella le había fascinado o tal vez había caído simplemente en sus redes como un pez distraído. El doctor Christian se inclinaba por la última posibilidad y hubiera asegurado que Julia era perfectamente capaz de comportarse de una forma muy distinta.

Bebieron el consomé, tomaron la ensalada y después se sirvió el pollo asado. La supuesta llamada urgente se produjo segundos antes de que los sirvientes retiraran los restos del pollo. Tibor Reece se puso en pie, murmurando unas frases de disculpa y prometió al doctor Christian que volvería a tiempo para tomar con ellos el café y el coñac.

Entonces, el doctor Christian se quedó a solas con su esposa. Lanzó un leve suspiro; se sentía algo deprimido.

– ¿Te apetece realmente tomar postre, Joshua? -preguntó Julia, que le había llamado por su nombre de pila y le había tuteado desde el primer momento, aunque su marido siguiera llamándole doctor y le tratara de usted, no por falta de amabilidad, sino por cortesía, que el doctor Christian agradecía profundamente.

– No -contestó el doctor Christian.

– Entonces, regresemos a la sala de estar, ¿quieres? No creo que Tibor vuelva; no suele hacerlo, por regla general, pero le daremos una hora, por si acaso -dijo, poniendo un tono conspirador en la frase.

– Sí, desde luego -contestó el doctor Christian.

Al pasar por su lado, ella le dirigió una rápida mirada de soslayo, porque de repente no se sintió demasiado segura de sí misma ni de él. Alzó la cabeza y salió con aire majestuoso por la puerta doble que conducía a la sala de estar, adelantándose lo suficiente para que él pudiera apreciar el delicioso contoneo de sus caderas.

– Pediré el café -decidió Julia, instalándose en un extremo del sofá y señalándole el otro para que él se sentara allí.

Pero él eligió un sillón lateral y lo hizo girar cortésmente para que ella pudiera verle de frente. Se sentó, cruzando las piernas en ese gesto tan habitual en la gente delgada y entrelazó los dedos como un pomposo clérigo, clavando en ella su mirada.

– ¡Dios mío! ¡Qué frío eres! -exclamó ella.

– Usted también.

Ella jadeó, exhibiendo los dientes de su mandíbula inferior.

– ¡Vaya! ¡Eso sí que es hablar sin rodeos!

– Ésa es exactamente mi intención.

Ella ladeó la cabeza y le miró con los ojos entrecerrados.

– ¿Qué es lo que piensa realmente de mí, Joshua? -preguntó.

– Señora Reece, no soy lo suficientemente amigo suyo para decirlo.

Eso la intrigó hasta el punto que pensó que tendría que meditar en el significado de esa frase. Decidió cambiar de táctica. Frunció el rostro como una niña malhumorada y sus ojos se llenaron de lágrimas.

– ¡Joshua, necesito desesperadamente poder contar con un amigo! -exclamó-. Por favor, ¿quiere ser mi amigo?

Él lanzó una fuerte carcajada.

– ¡No! -contestó.

La cólera de Julia crecía, pero todavía hizo otro intento.

– ¿Por qué no?

– Porque usted no me gusta, señora Reece. -contestó él.

Por un momento, creyó que ella iba a darle una bofetada o a gritar pidiendo auxilio, rasgando su vestido, pero algo en el rostro de Joshua la detuvo y, girando sobre sus talones, salió de la habitación, entre sollozos.

Cuando, al cabo de veinte minutos, regresó Tibor Reece, encontró solo al doctor Christian.

– ¿Dónde está Julia?

– Se fue.

El Presidente tomó asiento, con aire desilusionado.

– De modo que no le cayó usted simpático, ¿verdad? ¡Maldita sea! -Miró a su alrededor en busca de la bandeja del café-. ¿Todavía no le han servido el café y los licores?

– Preferí esperar a que usted llegara, señor.

Cuando Tibor Reece sonreía, se iluminaba su rostro y le hacía parecer diez años más joven y más atractivo.

– Se lo agradezco, doctor Christian. Sin duda, es usted un hombre civilizado. -Se puso en pie y salió, para llamar a un sirviente por su nombre.

El coñac era «Hennessy» y no «Paradis», como había imaginado el doctor Christian, teniendo en cuenta que su anfitrión era el Presidente de la nación. Pero, de todos modos, era bueno y les fue servido en copas previamente calentadas y el café era excelente.

– Usted no puede ayudarme en mi problema con Julia, ¿verdad? -preguntó el Presidente con tristeza.

Antes de contestar, el doctor Christian observó el líquido de su copa y suspiró.

– Señor Presidente, en esta situación nadie, excepto usted mismo, puede ayudarla.

– ¿Tan enferma está?

– No, está muy sana. Señor, su esposa no es nada de lo que usted sospecha, ni ninfomaníaca ni especialmente neurótica. Es una niña malcriada, a la cual deberían haberle enseñado en la adolescencia que ella no es el centro del Universo. Desde luego, ahora es demasiado tarde. Y, después de tantos de matrimonio, tampoco sé qué podría hacer usted para mejorar su comportamiento, porque ella no le respeta. Y eso -arriesgó el doctor Christian-, es exclusivamente culpa suya. Ella exige constantemente ser el centro de atención en todo momento, y no tiene el menor sentido del deber ni de la responsabilidad. Así que disfruta intentando imposibilitarle a usted que cumpla con su cargo, al que ella considera como su enemigo. Pero si le sirve de consuelo, le diré que dudo que alguien pueda acusarla de promiscuidad, porque no es más que una pose, señor.

A ningún hombre le gusta que un desconocido le diga que se ha construido una cama de clavos con sus propias manos, pero Tibor Reece era un auténtico caballero con un gran sentido de la justicia. Así que se tragó lo que acababa de oír, no sin cierta dificultad.

– Comprendo. ¿Y no cree usted que si ella leyera su libro…?

El doctor Christian lanzó una carcajada.

– Tengo la ligera impresión, señor, de que si usted le ofreciera mi libro, ella se lo arrojaría por la cabeza. Creo que debo decirle que, mientras usted estuvo fuera, tuvimos algunas diferencias. Le dije exactamente lo que pensaba de ella, no explícitamente, pero sí con la suficiente claridad. Y la experiencia no le gustó nada.

El Presidente suspiró.

– Bueno, entonces no queda nada más que decir. Esas cosas nunca tienen fácil solución, ¿verdad?

– No -contestó el doctor Christian con suavidad.

– Yo había depositado todas mis esperanzas en usted.

– Me lo temía. Realmente, lo siento muchísimo, señor.

– ¡No es culpa suya, doctor Christian! Sé perfectamente que la culpa es mía, pero sentía tanta lástima por ella y me sentía tan culpable… ¡En fin, será mejor no preocuparse demasiado! Como bien dicen, la vida sigue igual. Sírvase otro coñac, por favor. No es malo, ¿verdad?

– Es excelente, gracias.

De repente, el Presidente miró a su alrededor con un aire alegre y conspirador. En aquel momento, parecía capaz de cometer un acto ilícito.

– Este cargo que ocupo, doctor Christian, tiene algunas particularidades; una de ellas es que si quiero evitarme problemas, es mejor que fume dentro de mi casa. No le preguntaré si se opone, porque fumaré de todas maneras, pero, ¿le gustaría acompañarme?

– Señor -contestó el doctor Christian-, en respuesta a su pregunta, no puedo menos que citar una frase de Kipling, que conozco de memoria: «Una mujer no es más que una mujer, pero un buen cigarro es un placer.»

Tibor Reece se estremeció de risa.

– ¡Oh, Dios mío! Desde luego, que la cita es apropiada para las circunstancias -exclamó, mientras iba en busca de los cigarros.

Al tercer «Hennessy», se habían desinhibido bastante y estaban cómodamente instalados en sus sillones, arrojando nubes de humo hacia el techo con gran deleite.

En ese momento, el doctor Christian reunió el coraje suficiente para decir lo único que se había callado.

– Señor Presidente, tengo que hablarle acerca de su hija.

De repente, Tibor Reece adquirió el aire de un hombre muy cansado.

– ¿Qué pasa con ella?

– Que no creo que se trate de un simple caso de retraso mental.

– ¿No?

– No. Me dio la impresión de que tal vez sea sumamente inteligente, pero que, o bien ha sido violentamente traumatizada, o tal vez sea psicótica. Es difícil decirlo después de haberla observado tan breve tiempo.

– Pero, ¿qué está diciendo usted? -preguntó el Presidente con una voz llena de dolor-. Espero que no sea usted una de esas personas que quitan con una mano y dan con la otra. ¡Dios mío! ¡Puedo soportar la verdad con respecto a Julia, pero le ruego que no manosee el caso de mi hija!

– Le estoy hablando con absoluta seriedad, señor. Me resulta imposible ayudar a su esposa, pero ¿quién ha tratado a la niña? ¿Qué pruebas tiene de que es realmente retrasada? ¿Fue difícil el parto? ¿Tomó la madre alguna droga durante el embarazo o existe algún antecedente clínico familiar?

La expresión del Presidente permaneció inescrutable durante algunos instantes.

– Todo fue normal durante el embarazo y el nacimiento. Y puedo asegurarle que en mi familia no hay antecedentes. La verdad es que yo dejé este caso enteramente en manos de Julia. Ella insistió desde el principio en que Julie no era normal, y por eso estaba tan desesperada por tener otro hijo.

– Señor, ¿podrá perdonarme por haberle fallado con su esposa y concederme un gran favor?

¿Qué?

– Déjeme hacerle una serie de pruebas a Julie.

El sentido de la justicia del Presidente se puso inmediatamente en evidencia.

– ¡Por supuesto que se lo permito! Porque, en definitiva, ¿qué puedo perder con eso? -Respiró hondo-. ¿Qué es lo que espera encontrar?

– Por desgracia, señor, nada demasiado consolador. Sospecho que su hija es autista. Si fuera así, las cosas no serían más fáciles para usted, por lo menos al principio. Y un diagnóstico de este tipo tampoco suavizaría la antipatía que su esposa demuestra por la niña. Pero existiría un potencial cerebral, lo cual no existe en los retrasados mentales. Actualmente, a largo plazo, los resultados del tratamiento del autismo y de otras clases de psicosis son muy buenos. Mas lo único que pretendo es que le hagan los tests correctamente. Quizá me equivoque y sea realmente retrasada. Los tests confirmarán todas nuestras dudas.

– La enviaré a su clínica cuando usted quiera.

El doctor Christian sacudió la cabeza vigorosamente.

– ¡No, señor! Si no le importa, preferiría que mi cuñada Martha viajara a Washington por un par de días, de forma que los tests puedan hacerse con la mayor discreción, sin que nadie sepa que yo estoy involucrado. No tengo la menor intención de inmiscuirme en la enfermedad de la hija del Presidente. En realidad, no pienso hacerlo. Si el resultado de los tests indica que Julie necesita un tratamiento, le proporcionaré los nombres de algunos especialistas sumamente competentes.

– ¿Y no cree que sería mejor que la tratara usted mismo?

– No puedo, señor. Yo soy psicólogo clínico, lo cual actualmente significa que tengo mucho que ver con los psiquiatras, pero me he especializado en neurosis y, decididamente, su hija no es una neurótica.

El Presidente acompañó personalmente al doctor Christian hasta su coche y se despidió de él con un afectuoso apretón de manos.

– Gracias por haber venido.

– Lamento no haber podido ayudarle.

– En realidad, me ha sido de una gran ayuda y no me refiero a mi hija. La compañía de un hombre bondadoso y sensible que no piense únicamente en sí mismo, es una excepción en mi vida y ha convertido esta noche en una ocasión memorable. Le deseo mucha suerte con su libro. Creo sinceramente que es magnífico.

El Presidente permaneció en el porche hasta que las luces traseras del coche se perdieron tras una curva. Así que ése era el Mesías que la doctora Judith Carriol había fabricado para cicatrizar las heridas de la generación perdida del tercer milenio. Honestamente, no podía decir que ese hombre le hubiera entusiasmado locamente; ni siquiera había percibido el tan mentado carisma. Sin embargo, tenía algo, una amabilidad, una bondad, un desinteresado cariño por el prójimo. Era un hombre cabal y valiente. ¡Le sobraba valentía! Trató de imaginar esa especie de enfrentamiento que debió producirse entre su mujer y ese hombre, tan poco dispuesto a hacer concesiones y sonrió. Pero su sonrisa desapareció en seguida, al pensar de nuevo qué debía hacer con Julia. Sólo faltaban dos meses para las elecciones, de modo que, de momento, no podía hacer nada. Desde luego, no sería el primer Presidente divorciado y a finales del siglo xx hubo incluso uno que sobrevivió a un divorcio, cuando ya estaba instalado en la Casa Blanca y fue reelegido, a pesar de ello. Por supuesto, el viejo Gus Rome no había cometido ningún error en su vida matrimonial, que transcurrió felizmente durante sesenta años. El Presidente sonrió para sus adentros. «¡Viejo zorro!», pensó. Decían que al cumplir veinte años, llegó a Washington y examinó cuidadosamente a todas las esposas de la ciudad y eligió a Olivia, la mujer del senador Black, por su belleza, su inteligencia, su capacidad organizadora y su gusto por la vida pública. Se la robó sencillamente al senador. Y el matrimonio dio resultado, a pesar de que ella le llevaba trece años. Fue la mejor Primera Dama que el país conoció jamás. Pero, en familia, era realmente insoportable. A pesar de todo, él jamás la oyó quejarse del viejo Gus. El león público estaba muy satisfecho de ser un ratón en privado. El se sintió tan perdido cuando ella murió, que, al finalizar el funeral, abandonó Washington para recluirse en su casa de Iowa y murió dos meses después.

Julia no tenía nada que ver con Olivia Rome. Tal vez, el Presidente había permanecido soltero durante demasiado tiempo. De todos modos, tan sólo le quedaban un par de períodos más y todo habría terminado. Ahora todavía le quedaba un mandato, porque lo que realmente deseaba era regresar a la hermosa casa, edificada sobre los riscos de Big South, a la que tenía muy pocas oportunidades de ir. Deseaba vivir allí tranquilamente con su hija, protegiéndola de las multitudes enloquecidas, pescar un poco, pasear por el bosque e imaginar ninfas por detrás de las rocas y de los árboles; fumar cigarros hasta destrozarse los pulmones y, sobre todo, no volver a ver a Julia nunca más.


– ¡Mierda, mierda, mierda! -susurró la doctora Carriol, entrando en la oficina del doctor Chasen.

No sería del todo exacto decir que él se sorprendió, porque se asustó. En todos los años que llevaba con ella, jamás había visto a su jefa presa de una furia semejante. Y era una furia descomunal. Tenía la mirada pétrea y temblaba visiblemente de indignación.

Él pensó inmediatamente en el doctor Joshua Christian y en la Operación, que acababa de ser bautizada Mesías, porque indudablemente, no había cosa que la pudiera preocupar de esa forma.

– ¿Qué ha sucedido?

– ¡Ese tonto de mierda! -Estaba tan furiosa, que no acertaba a encontrar otro adjetivo más contundente-. ¿Sabes lo que me ha hecho?

– No -contestó el doctor Chasen, suponiendo que se refería a Harold Magnus.

– Aceptó la invitación que le hizo Tibor Reece, para que visitara a la imbécil de su mujer. ¡Y no me consultó nada! ¿Quién mierda se habrá creído que es?

– ¡Judith! ¿Qué es todo este griterío? ¿De quién estás hablando?

– ¿Quién se ha creído que es para meterse en la Casa Blanca sin pedirme permiso? ¿Sabes lo que ha hecho? Estropearlo todo.

Moshe Chasen empezó a imaginar la verdad.

– ¿Te refieres a Joshua?

– ¡Por supuesto que me refiero a él! ¿Quién podría ser tan torpe?

– ¡Dios mío! -exclamó el doctor Chasen, que se había equivocado de nuevo, al imaginar que el doctor Christian había sucumbido a los encantos de la Primera Dama. Todo Washington sabía lo juguetona que era ella, pero no le daban importancia; todos los hombres tenían un talón de Aquiles; para unos, éste era su esposa y para otros, una mujer ilícita, un hombre o lo que fuese.

– ¡Por el amor de Dios, Judith! ¡Cuéntame lo que ha sucedido! No me digas que el mismo Presidente les pescó en el dormitorio de la Primera Dama.

La doctora Carriol empezó a recobrar el equilibrio y dirigió una profunda mirada de desprecio a su confidente.

– ¡Oh, Moshe! ¿Cómo puedes ser tan tonto? ¡Eso no es posible! Tibor Reece le pidió al doctor Christian que viajara a Washington para que curara milagrosamente a su esposa. ¡Y él tomó el tren y vino, sin decirme nada! Y, naturalmente, lo lió todo. Se metió en la Casa Blanca, sin que nadie le hubiera puesto al corriente de la situación y sin saber a quién iba a enfrentarse. Y Julia, en lugar de enloquecer por él, reaccionó de forma contraria. Posiblemente, porque él se parece muchísimo a Tibor Reece. ¡Qué sé yo! ¡Lo único que sé es que ella debe estar furiosa e intentará modificar la opinión del Presidente sobre Joshua y su libro, porque deseará vengarse de él a cualquier precio.

– ¡Mierda! -dijo el doctor Chasen, pero su cerebro empezó a funcionar de nuevo lúcidamente-. ¿Y cómo te has enterado tú de todo esto?

– Hace un par de semanas acepté una invitación de Gary Mannering, porque me consta que es uno de los más fieles amantes de Julia. ¿Qué otro motivo podía tener yo para salir con ese tipo? ¡Es espantoso, como todos los tenorios de Julia. Su vida debe ser tan interesante como la de una planta, pero sus antecedentes sociales son impecables y está lleno de oro.

El doctor Chasen estaba fascinado, porque hasta entonces no había tenido la oportunidad de conocer esa faceta curiosamente femenina de la personalidad de su jefe. No sabía por qué, pero esa situación le turbaba. Tal vez porque si tenía que tener a una jefa mujer, prefería que mantuviera una actitud imparcial. Y, en ese momento, las explicaciones de Judith se parecían bastante a lo que él denominaba «asuntos de tocador femenino».

– ¿Y por qué elegiste a Gary Mannering y no a un asistente presidencial o a un funcionario ejecutivo? Después de todo, supongo que lo que te interesa es saber cosas del Presidente y no de Julia.

– Cualquier asistente o ejecutivo olerían a gato encerrado en cuanto empezara a hacer preguntas sobre el Presidente. Y dudo que hablara de Joshua en sus horas de trabajo. Me parece más probable que haga comentarios sobre él durante las comidas. No es ningún secreto que Joshua va a editar un libro y no creo que el Presidente piense ocultar que lo ha leído. Así que pensé que la mejor manera de saber lo que el Presidente piensa de Joshua era intimar con uno de los amigos de su mujer. Así de sencillo, Moshe.

– ¡Qué complicada eres, Judith! Cuéntame el resto.

– Hace cinco minutos, me telefoneó Mannering para contarme e1 efecto que le produjo a Julia la visita del doctor Christian. Y necesité recurrir a alguien para descargar mi furia, porque si no hubiera hecho volar todo el Ministerio. Y allá arriba, con Magnus por los alrededores, la cosa hubiera sido demasiado pública.

– Cabe la posibilidad de que el informe sea exagerado y que no tome en cuenta más que un lado de la historia.

La furia de Judith había desaparecido casi por completo.

– Sí, puede ser -admitió a regañadientes-. Esperemos que sea así. Pero, de todos modos, no comprendo cómo se atrevió a hacer eso, sin consultármelo previamente.

Él la miró con expresión astuta.

– Creo que eso ha herido un poquito tu ego, ¿no es así, Judith?

– ¡A la mierda con el ego herido! ¡Se trata de él! Y es escurridizo y difícil de tratar. ¡Oh, Dios mío, Moshe! ¿Qué voy a hacer? Me pregunto cuánto tiempo tardará el Presidente en dar por terminada la Operación Mesías, antes de que ésta haya empezado. ¡Pero espera un momento! -Tomó el teléfono y marcó el número de John Wayne-. John, ¿por casualidad, el señor Tibor Reece o su esposa han intentado ponerse en contacto conmigo? ¡Ah, bueno! Si me necesitan o alguno de ellos me llamara, estoy en la oficina del doctor Chasen, ¿de acuerdo? -Colgó-. Todavía no han dado señales de vida.

– ¿Cuándo se supone que sucedió todo esto?

– El sábado.

– Y ya es lunes por la tarde, Judith. Si realmente pensara dejar la Operación sin efecto, ya se hubiera puesto en contacto con Magnus.

– Tratándose de él, no, porque piensa demasiado las cosas y le gusta analizarlas desde todos los ángulos. No, Moshe, todavía deberemos sudar algunos días.

Al doctor Chasen se le ocurrió otra idea.

– Y, ¿por qué no telefoneas a Joshua para que te cuente lo que realmente sucedió?

Por segunda vez en esa tarde, fulminó al doctor Chasen con la mirada.

– ¿Cómo quieres que haga eso, Moshe, sin descubrir todo mi juego? Para ciertas cosas, Joshua es un dulce imbécil, despistado, pero para otras es el tipo más peligrosamente agudo y perceptivo que he conocido. Y me pregunto si llegaré alguna vez a conocerle lo suficientemente bien para saber cuándo actúa una faceta de su personalidad y cuándo la otra. ¡Mierda, mierda, mierda!

Moshe Chasen creyó comprender la verdad.

– ¡Dios mío! ¡No me había dado cuenta!

– ¿De qué?

– ¡De que estás enamorada de Joshua!

Ella se enderezó con la rapidez y el amenazante gesto de una cobra y el doctor Chasen alejo su silla.

– No estoy enamorada de Joshua Christian -susurró entre dientes-. Estoy enamorada de la Operación Mesías.

Y salió de la habitación, echando chispas.

El doctor Chasen descolgó el auricular y marcó el número de la oficina de John Wayne.

– John, si te queda algo de inteligencia, te aconsejo que te escondas. Tu jefa se dirige hacia allí y te aseguro que su estado de ánimo no es demasiado feliz.


Sus informes de la computadora habían perdido su habitual interés para él; finalmente, empujó su sillón hacia atrás y permaneció largo rato mirando por la ventana. «¡Mierda!», pensó, no cabía ninguna duda de que era más fácil entenderse con los seres humanos, cuando éstos quedaban reducidos a cifras agradablemente anónimas. Pero el gran interrogante que quedaba sin resolver era si Judith Carriol lograría sobrevivir a ese encontronazo con una estadística de carne y hueso.

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