El viento era especialmente penetrante y frío en aquel mes de enero, en Holloman, Connecticut. Cuando el doctor Joshua Christian dobló la esquina de la calle Cedar para la calle Elm, una ráfaga del ártico le golpeó de lleno en el rostro. Sintió como si se le clavaran agujas en los pocos centímetros de piel de la cara que había dejado al descubierto para ver por dónde andaba. Conocía tan bien ese camino que casi no le hubiera sido necesario ver para seguirlo.
Cómo había cambiado todo. Era todo tan distinto en los viejos tiempos, cuando la calle Elm era la arteria principal del ghetto negro y las gentes paseaban luciendo orgullosas todos los colores del arco iris; se escuchaban risas por todos lados y se veía a los niños salir de sus casas en patines y patinetes. Eran jóvenes hermosos, radiantes y divertidos. La calle brindaba diariamente este espectáculo, pues era el mejor lugar para jugar, el escenario donde todo ocurría.
Tal vez algún día Washington y el resto de las capitales del mundo encontrarían el dinero suficiente para hacer algo con respecto a las ciudades interiores del Norte. Pero, por el momento, estaban abocadas a prioridades más importantes y no podían perder el tiempo en decidir lo que debían hacer con esas miles de calles desiertas, cuyas casas tenían capacidad para tres familias y que se encontraban en la mayoría de los pueblos y ciudades del Norte. Mientras tanto, los tablones de madera clavados sobre puertas y ventanas seguían pudriéndose, la pintura gris se caía, las tejas grises se desprendían de los tejados, los pórticos se iban desvencijando y los ventanales grises se abrían como bocas. Afortunadamente, el viento rompía aquel silencio. Aullaba entre los alambres y lanzaba quejidos entre los angostos boquetes. De vez en cuando, un breve sollozo surgía de su poderosa garganta mientras reunía el aliento necesario para volver a ulular; luego seguía murmurando mientras barría las hojas congeladas y las latas vacías, amontonándolas; resonaba como un trueno contra el tanque de hierro vacío situado junto al bar clausurado de Abie, el de la esquina de Maple.
El doctor Joshua Christian era un típico habitante de Holloman. Allí nació, creció, se educó, y no concebía la posibilidad de vivir en otra parte. Amaba ese lugar, amaba Holloman por encima de todo. No importaba si éste era un rincón desierto, despreciado por todos, feo o antieconómico. Él seguía amando a su ciudad; Holloman era su hogar. De alguna manera, allí se había formado, había vivido la ciudad en su última agonía, y ahora simplemente estaba vagando a través de sus despojos desecados.
A la luz del atardecer todo era gris: las hileras de casas desiertas, las calles, los árboles desnudos y el cielo. He trabajado sobre el mundo y el mundo será gris. El color del no color; el compendio del dolor; la forma de la soledad; la quintaesencia de la desolación… Joshua, no uses el color gris, ni siquiera mentalmente.
Mejor, mucho mejor. Al internarse más en Elm, observó que ocasionalmente había alguna casa ocupada. Las viviendas habitadas parecían sutilmente menos arruinadas, pero básicamente, tanto las casas desiertas como los habitantes ofrecían el mismo aspecto. Todas tenían las ventanas y puertas claveteadas con tablones, a través de los cuales no se alcanzaba a vislumbrar el menor atisbo de luz, si bien los porches y galerías de las casas habitadas habían sido barridos, las malezas arrancadas, y las partes laterales habían sido recubiertas de un aluminio extragrueso, que les daba un particular aspecto de renovación y frescura.
Las dos casas del doctor Christian tenían capacidad para tres familias cada una y estaban ubicadas en la calle Oak, a la vuelta de la esquina de la calle Elm, justo detrás de la unión de esta calle con la carretera 78, aproximadamente a tres kilómetros de la oficina central de Correos de Holloman, a la cual se dirigía en esa tarde gris para enviar su correspondencia y ver si había cartas en su buzón, pues el cartero ya no recorría la ciudad.
Al acercarse caminando por la vereda a los números 1.045 y 1.047 de la calle Oak, bajo los árboles centenarios cuyas raíces asomaban por entre las baldosas, el doctor Christian se detuvo automáticamente a examinar sus residencias. Perfecto. No se veía luz alguna. Ver luz desde el exterior significaría que entraba aire, aire frío e indeseable. La apertura y cierre de la puerta trasera y el inútil tiro de la chimenea eran más que suficientes para renovar el aire, indispensable pero congelado. Ambas casas eran grises, como casi todo el resto, y habían sido edificadas, al igual que la mayoría, a finales del siglo xx para alojar a tres grupos independientes de inquilinos. Sin embargo, sus dos casas estaban unidas a la altura del segundo piso por un pasadizo y habían sido restauradas con un propósito distinto del original. En el número 1.045 instaló su clínica y en el 1.047 vivía toda su familia.
Satisfecho al ver que todo estaba en orden, cruzó la calle sin molestarse en mirar a ambos lados, ya que en Holloman no circulaban coches y por la calle Oak no pasaba ninguna línea de autobús, con lo cual casi un metro de nieve se amontonaba a lo largo de la calle, adonde era arrojada cada vez que limpiaban las veredas.
Se accedía al 1.045 y al 1.047 por las puertas traseras. El doctor Christian pasó por debajo del puente que comunicaba ambas viviendas y dobló hacia el 1.047; no esperaba a ningún paciente y no quería tentar al destino entrando por el 1.045.
Hacía ya mucho tiempo que habían sido cerrados el pequeño rellano, donde anteriormente terminaba la escalera de la puerta trasera y la sólida puerta, por encima de los escalones. Metió la llave en la cerradura y entró en el cubículo que contenía una zona de aislamiento muy necesaria contra el mundo inclemente. Otra llave y otra puerta le condujeron al vestíbulo exterior original, donde colgó su sombrero de piel, la bufanda, el abrigo, y se quitó las botas. Después de ponerse las zapatillas abrió una tercera puerta, que no estaba cerrada con llave y se encontró por fin dentro de su casa.
Mamá estaba en la cocina, frente al horno, como de costumbre. Teniendo en cuenta su carácter y la clase de vida y ocupaciones que había elegido, debería haber sido una mujer regordeta de sesenta y tantos años, con la cara surcada de arrugas y tobillos gruesos. Al pensar en esa ridiculez, el doctor lanzó una carcajada y ella se volvió sonriente, tendiéndole los brazos en un generoso gesto de bienvenida.
– ¿Qué te ha hecho tanta gracia, Joshua?
– Me estaba divirtiendo con una especie de juego mental.
Como era madre de varios psicólogos, el contacto familiar con ellos hacía que, en muchas ocasiones, pareciera más inteligente y culta de lo que realmente era, como en ese momento, en que en lugar de preguntar: «¿Un juego? ¿Qué juego?», preguntó: «¿Qué clase de juego?»
Él se sentó en una esquina de la mesa balanceando el pie y examinó el frutero hasta encontrar una manzana que le pareciera apetitosa.
– Estaba pensando -explicó entre bocado y bocado- que tu aspecto no se parece en nada a tu forma de vida. -Le sonrió y entrecerró los ojos en un gesto burlón-. Ya sabes a qué me refiero: una mujer vieja y poco atractiva, marcada para siempre por una vida sacrificada.
Ella tomó el comentario con buen humor y lanzó una carcajada. El rostro se le arrugó deliciosamente y se dibujaron unos hoyuelos en sus mejillas. Sus labios, que nunca había pintado, se abrieron mostrando una dentadura perfecta, y sus grandes ojos azules, curiosamente atractivos como los de todos los miopes, brillaron bajo las largas pestañas oscuras. No se vislumbraba una sola hebra plateada en su cabello dorado como el trigo, que era grueso, ondulado, brillante y largo, y que ella recogía sencillamente en un moño a la altura del cuello.
Contuvo el aliento, una vez más estupefacto, al comprobar que su madre seguía siendo la mujer más hermosa que había visto en su vida, aunque ella no fuera consciente de ello o, por lo menos, así lo creía él. No, ciertamente, no había vestigio de vanidad en su cuerpo. Y aunque él tenía ya treinta y dos años, a ella le faltaban cuatro meses para cumplir cuarenta y ocho. Se había casado siendo apenas una criatura. Decían que había amado apasionadamente a su padre, un hombre mucho mayor que ella, y que, deliberadamente, había hecho todo lo posible por quedar embarazada para vencer los escrúpulos que a él le causaba casarse con una jovencita tan hermosa. Resultaba reconfortante comprobar que tampoco su padre había logrado resistirse a los encantos de su madre.
Joshua Christian tenía sólo un vago recuerdo de su padre, ya que éste había muerto cuando él tenía apenas cuatro años, y el doctor nunca supo con seguridad si realmente le recordaba o si le veía retratado en el espejo de las múltiples historias que le contaba su madre. Él era el vivo retrato de su padre, pobre tipo, ¿qué diablos tendría para que su madre estuviera tan enamorada de él? Era muy alto y delgado, de cabello oscuro, ojos negros, con uno de esos rostros de mejillas hundidas y nariz grande y aguileña.
Volvió a la realidad sobresaltado y se dio cuenta de que su madre le observaba con ojos llenos del amor más simple y puro, tanto que jamás le resultaba una carga, sino que lo aceptaba sin miedo ni culpa.
– ¿Dónde están todos? -preguntó acercándose a la cocina para poder conversar más cómodamente con ella.
– Todavía no han vuelto de la clínica.
– Realmente, pienso que deberías dejar ciertos trabajos domésticos para las chicas, mamá.
– No es necesario -contestó ella con firmeza. Era un tema que surgía a cada instante-. Las chicas deben estar en el 1.045.
– Pero esta casa es demasiado grande para que tú sola te encargues de todo.
– Lo que complica el manejo de una casa son los niños, Joshua, y en esta casa no hay niños. -Lo dijo con un tono de voz levemente triste, pero tratando de eliminar cualquier tono de reproche. En seguida hizo un esfuerzo visible por sobreponerse y siguió hablando animadamente-. Además, no tengo que limpiar el polvo, cosa que debe ser la única ventaja de estos inviernos modernos. Es absolutamente imposible que entre polvo en casa.
– Me siento orgulloso de que seas tan optimista, mamá.
– ¿Te imaginas el mal ejemplo que daría a tus pacientes si me quejara? Algún día James y Andrew tendrán hijos y yo volveré a estar en mi elemento, porque pronto volverán a ser necesarias las madres en el 1.045 y, después de todo, yo soy la que tengo más experiencia en este sentido. Pertenezco a la última generación afortunada, tuve la libertad de tener todos los hijos que quise y te aseguro que hubiera deseado tener docenas de ellos. Di a luz a cuatro en cuatro años y si tu padre no hubiera muerto, habría tenido muchos más. Y ésa es una bendición que siempre tengo presente, Joshua.
El doctor permaneció en silencio, aunque ardía en deseos de contestarle: «¡Oh, mamá, qué egoísta fuiste!» Cuatro hijos. «El doble de seres humanos de lo que sumabais tú y papá, en una época en que el resto del mundo las parejas no sólo no tenían cuatro hijos, sino que se conformaban con uno solo, y cada vez había más gente que se preguntaba escandalizada por qué en Norteamérica podíamos seguir teniendo todo lo que quisiéramos. Ahora tus cuatro hijos debemos pagar por tu ceguera y tu falta de previsión. Ésa es la verdadera carga que llevamos sobre los hombros, no el frío ni la falta de comodidades o de intimidad cuando viajamos, ni siquiera las estrictas normas, tan lejanas al corazón de cualquier norteamericano de verdad. Nuestra verdadera carga son los hijos. O, más bien, el no poder tenerlos.»
Sonó el interfono.
La madre del doctor contestó antes de que él llegara a hacerlo, escuchó un instante y, tras pronunciar unas palabras de agradecimiento, cortó la comunicación.
– Dice James que si no estás muy ocupado, le gustaría que fueras hacia allí. Ha venido la señora Fane con otra de las Pat-Pat.
Probablemente debería ver a James antes de reunirse con la señora Patti Fane y la otra Pat-Pat, así que decidió subir un piso y pasar al 1.045 por el puente, evitando así la sala de espera.
Como era previsible, James le esperaba al final del pasadizo.
– No me digas que ha recaído, porque no lo creería -comentó el doctor Christian mientras caminaba con su hermano hacia su consultorio, situado en la parte delantera del segundo piso.
– Al contrario, lo ha superado estupendamente bien -comentó James.
– Entonces, ¿cuál es el problema?
– La haré subir. Ella te lo explicará mejor personalmente.
Cuando James hizo pasar a la señora Patti Fane al consultorio, el doctor Christian no estaba sentado detrás del enorme escritorio que ocupaba por completo un ángulo de la habitación, sino en el sofá destartalado, más amistoso y acogedor.
– ¿Qué sucedió? -preguntó él sin más preámbulos.
– ¡Fue un desastre! -contestó la señora Fane, sentándose al otro extremo del sofá.
– Cuéntemelo.
– Bueno, todo empezó bien. Después de cuatro meses de ausencia, todas las chicas se alegraron de verme y les impresionó la tapicería que había hecho. Milly Thring -creo que nunca le he comentado lo tonta que es- no logró reponerse cuando se enteró de que estoy ganando dinero haciendo restauraciones para anticuarios.
– ¿Y fue usted la causante del desastre?
– ¡Oh, no! Mientras les iba explicando esto, todo fue bien, hasta que les conté que la causa de mi depresión fue la carta que recibí de la Oficina del Segundo Hijo, notificándome que no había tenido suerte en el sorteo.
Aunque la estaba observando atentamente, no detectó en ella una verdadera angustia cuando se refirió a esta amarga desilusión. ¡Espléndido! ¡Espléndido!
– ¿Mencionó que yo la estaba tratando?
– ¡Por supuesto! En cuanto les di la noticia, Sylvia Stringman intervino con sus comentarios de siempre. Según ella, es usted un charlatán porque Matt Stringman, el mejor psiquiatra del mundo, asegura que usted es un charlatán. Dice que yo debo estar enamorada de usted, porque, de lo contrario, me daría cuenta de la verdad. En serio, doctor, no sé cuál de los dos es más imbécil, si Sylvia o su marido.
El doctor Christian contuvo una sonrisa y siguió observando a su paciente, que en ese día había vivido su primera prueba de fuego, pues desde que cayera en la depresión, era la primera vez que se había atrevido a asistir a una reunión de las Pat-Pat.
La habían elegido socia de honor de la tribu de las Pat-Pat, si podía definirse de esa manera a ese grupo de mujeres, que tenía más o menos la misma edad; cinco mujeres llamadas Patricia, que eran grandes amigas desde el día en que el destino las reunió en la misma clase de la Escuela Secundaria de Holloman. La confusión resultante fue tan grande que sólo permitieron que la mayor de ellas -Patti Fane, entonces Patti Drew- conservara el típico diminutivo de las Patricias. Y aunque las siete Pat-Pat eran muy distintas de carácter, aspecto físico y antecedentes étnicos, esa casualidad bautismal las unió en un grupo tan estrecho que desde entonces nada consiguió separarlas. Todas continuaron sus estudios en Swarthmore y después todas se casaron con altos ejecutivos o profesores de la Universidad de Chubb. A lo largo de los años continuaron reuniéndose una vez al mes, ofreciendo sus casas por turno para esas reuniones. Y eran tan fuertes los lazos afectivos que las unían, que sus maridos e hijos pasaron a engrosar las filas de las Pat-Pat en calidad de tropas auxiliares y aprendieron a aceptar con resignación la fuerte solidaridad Pat-Pat.
Patti Fane -catalogada como Pat-Pat primera por el doctor- había llegado a su consultorio tres meses antes, presa de una honda depresión, que comenzó cuando extrajo una bola azul -perdedora- en el sorteo de la Oficina del Segundo Hijo, un fracaso que le resultó más duro de soportar porque ya había cumplido los treinta y cuatro años y, por lo tanto, iba a ser borrada de la lista de madres potenciales de un segundo hijo de la Oficina. Afortunadamente, cuando el doctor consiguió traspasar las defensas externas de su depresión, encontró a una mujer cálida y sensata, dispuesta a entrar en razones y fácilmente orientable hacia pensamientos más positivos. En realidad, ése era el caso de la mayoría de sus pacientes, porque sus problemas no eran imaginarios, sino demasiado reales y sólo se solventaban cuando los razonamientos se apoyaban en la fortaleza de espíritu.
– Le aseguro que cuando les conté el motivo de mi depresión fue como si removiera un nido de podredumbre -continuó diciendo la señora Patti Fane-. Me gustaría saber por qué las mujeres son tan reservadas cuando piden permiso a la OSH para tener un segundo hijo. Doctor, todas las Pat-Pat hemos estado presentando esa solicitud anualmente. Pero ninguna de nosotras lo había admitido abiertamente una sola vez. Y, ¿no le parece increíble que ninguna de nosotras haya conseguido extraer una bola roja? A mí me resulta sorprendente.
– No es de extrañar -contestó él en un tono bondadoso-. En la OSH las probabilidades del sorteo son de diez mil a una, y ustedes no son más que siete.
– Pero todas disfrutamos de una buena posición económica; hemos superado con éxito todas las pruebas médicas desde nuestra boda; tuvimos ya nuestro primer hijo y no olvide que todo ello suma muchos puntos a nuestro favor.
– Sí, pero, a pesar de todo, las probabilidades son pocas, Patti.
– Hasta hoy -contestó ella con un deje de amargura-. Es curioso, pero en cuanto la vi entrar tuve la impresión de que Margaret Kelly parecía increíblemente orgullosa de sí misma. Por supuesto, al principio todas se interesaron por saber cómo estaba yo y qué me había sucedido, y no hacían más que maravillarse de mi curación, de cómo había superado la crisis y de mi buen estado de ánimo. -Se detuvo para sonreír al doctor Christian con sincera y afectuosa gratitud-. Realmente doctor, si no hubiese oído a esas dos mujeres hablar de usted en Friendly, no sé qué habría hecho.
– Y ¿qué pasó con Margaret Kelly? -preguntó él.
– Sacó una bola roja.
Él comprendió y le hubiera podido describir detalladamente todo lo que sucedió a continuación, pero se limitó a asentir, alentándola a que contara la historia a su manera.
– ¡Dios mío! En mi vida había visto cambiar con tanta rapidez a un grupo de mujeres. Estábamos tomando café y conversando tranquilamente como solíamos hacer siempre hasta que, de repente, Cynthia Cavallieri -ese día estábamos reunidas en su casa- miró a Margaret Kelly y le preguntó por qué ponía esa cara de gatita que ha conseguido su plato de crema. Margaret explicó que acababa de recibir una carta de la OSH, en la que le comunicaban que estaba autorizada a concebir un segundo hijo. Seguidamente, sacó de su bolso un fajo de papeles; cada página estaba sellada con varios tampones oficiales. Supongo que la OSH debe hacer todo lo posible para evitar la falsificación de permisos y esas cosas.
Patti Fane se detuvo para evocar la escena de la sala de estar de Cynthia Cavallieri; se estremeció primero; luego, se encogió de hombros.
– Todas guardaron absoluto silencio -continuó diciendo-. Hacía frío en la habitación, pero le aseguro que, en cuestión de pocos segundos, la temperatura bajó a varios grados bajo cero. Entonces Daphne Chornik se levantó de un salto. ¡Jamás la había visto moverse con tal rapidez! En un segundo se plantó frente a la pobre Margaret, le arrancó los papeles de las manos y yo… yo nunca había oído hablar así a Daphne. Quiero decir que entre nosotras siempre nos burlamos un poco de ella porque iba tan a menudo a la iglesia y siempre nos sermoneaba acerca de las buenas acciones, y la verdad es que teníamos que medir nuestras palabras cuando ella andaba cerca. Pero en ese momento rompió en pedazos los papeles de la OSH, mientras acusaba a Nathan Kelly de haber utilizado sus influencias en Washington, porque además de ser presidente de Chubb, algún antepasado suyo había llegado en el Mayflower. Después dijo que era ella quien debía haber sido elegida por la OSH, porque habría educado a su segundo hijo en el temor y en el amor a Dios, como había hecho con Stacy, mientras que Margaret y Nathan no le enseñarían más que a ser un ateo. Añadió que nosotras vivíamos de una forma profana y malvada, que desafiábamos las leyes de Dios, que nuestro país no tenía el menor derecho a firmar el Tratado de Delhi y que no comprendía cómo Dios había permitido que sus representantes espirituales apoyaran ese tratado. Y, acto seguido, comenzó a vomitar las peores palabras que se pueda imaginar y que nunca sospeché que ella conociera. ¡Si usted supiera lo que dijo del pobre Gus Rome, del Papa Benedicto y del reverendo Leavon Knox Black!
– ¡Muy interesante! -comentó el doctor Christian, sintiendo que en ese momento ella esperaba que le diera alguna opinión.
– En ese momento, Candy Fellowes se puso en pie de un salto y empezó a atacar a Daphne. Le dijo que quién se había creído que era y que con qué derecho atacaba a Gus Rome, que era el mejor Presidente de todos los tiempos. Después empezó a decir a voz en grito que despreciaba a los beatos porque no era más que un hato de hipócritas que se agujereaban las medias de tanto rezar arrodillados, pero que después, no dudaban en pisar a cualquiera con tal de ganar un dólar o de ascender un poco en la escala social. ¡Dios mío! Creí que iban a sacarse los ojos.
– ¿Y se los sacaron?
Patti Fane se mostró muy satisfecha.
– ¡No, yo lo impedí, yo, doctor! ¿No le parece increíble? Las obligué a tomar asiento y tomé la voz cantante. Les dije que se estaban portando como niñas y que me avergonzaba de ser miembro de las Pat-Pat. Y entonces salió a relucir la verdad: todas habíamos enviado anualmente la solicitud a la OSH. Les pregunté por qué se avergonzaban de tratar de tener otro hijo y de que se les denegara.
– Entonces, me imagino que debe vivir con un tremendo agobio.
– Así es, ése es el problema. Es la mujer del presidente de Chubb, vive en una casa inmensa, tiene servicio, tiene un coche permanentemente a su servicio y la semana pasada cenó en la Casa Blanca. Las Pat-Pat son su único contacto con el mundo exterior, tal vez no desde el punto de vista económico, pero estamos en una situación más privilegiada que el resto del mundo. Y yo pensé que a Margaret podía hacerle mucho bien hablar con usted.
Él se inclinó hacia delante.
– Patti, ¿cree que podría contestarme con sinceridad a una pregunta dolorosa?
La seriedad del tono del médico apagó por un instante el júbilo de la paciente.
– Lo intentaré.
– Si Margaret Kelly le preguntara, si usted cree que ella debe o no concebir ese hijo que le acaban de autorizar, ¿qué le contestaría?
Era una pregunta dolorosa, pero ya había quedado atrás esa época en que se pasaba las veinticuatro horas del día mirando fijamente a una pared, tratando de encontrar el método más seguro para matarse. Y lo único importante era que esa época ya no se repetiría.
– Le contestaría que siguiera adelante y que concibiera a su hijo.
– ¿Por qué?
– Porque ha sido una buena madre para Homer y porque vive lo suficientemente aislada como para estar protegida del despecho y del rencor de las demás.
– Muy bien. ¿Y si en lugar de tratarse de Margaret Kelly fuese Daphne Chornik?
Pati frunció el entrecejo.
– No lo sé. Yo creía leer en Daphne como en un libro abierto, pero hoy me resultó una revelación. Así pues, la verdad es que… no sé que contestarle.
Él asintió.
– ¿Y si la afortunada hubiese sido usted? Después de vivir su depresión y de ver la reacción que tuvieron las Pat-Pat, ¿qué cree que hubiera decidido?
– ¿Sabe que tal vez hubiera roto la autorización de la OSH? No estoy en una mala situación económica, mi marido es un buen hombre y a mi hijo le va muy bien en el colegio, pero francamente, no sé si hubiera podido soportar el dolor de las demás. Hay muchas Daphne Chornik por ahí.
El doctor suspiró.
– Lléveme con Margaret.
– ¡Pero si vino conmigo!
– Claro, quiero decir que me acompañe a la sala de espera y me la presente. Ella no me conoce a mí, la conoce a usted. Por lo tanto, no puede confiar en mí y, en cambio, confía en usted. Sea el puente para que me conozca y pueda confiar en mí.
De todos modos, fue un puente muy corto. El doctor entró en la sala de espera de la mano de Patti Fane y se acercó directamente a la pálida y bonita mujer que aguardaba en la silla del rincón.
– Margaret, querida, éste es el doctor Christian -dijo Patti.
Él tendió sus manos a Margaret sin pronunciar una palabra. Ella las tomó sin pensarlo dos veces y pareció estupefacta al descubrir que esa unión física era un hecho.
– Querida, creo que usted no necesita hablar con nadie -dijo él sonriéndole-. Vuelva a su casa y tenga a su hijo.
Ella se levantó, le devolvió la sonrisa y apretó con fuerza sus manos.
– Lo haré -afirmó.
– ¡Espléndido! -exclamó él, soltándole las manos.
Instantes después había desaparecido.
Patti Fane y Margaret Kelly salieron por la puerta trasera y empezaron a recorrer las dos manzanas que las separaban del cruce de la calle Elm con la carretera 78, por donde pasaban los autobuses. Sin embargo, perdieron por pocos segundos el autobús de North Holloman y no les quedó otro remedio que esperar cinco minutos; en invierno, por lo general, no había que esperar más tiempo.
– ¡Qué hombre tan extraordinario! -comentó Margaret Kelly mientras se guarecía tras una pared de hielo de tres metros de altura.
– ¿Lo has percibido de veras?
– Sí, ha sido como un shock eléctrico.
El doctor Christian volvió en seguida al 1.047, y estaba de nuevo de pie junto a la cocina conversando con su madre cuando entraron sus dos hermanos acompañados de sus esposas, y su hermana.
Mary era la segunda y su única hermana. A los treinta y un años todavía era soltera. Se parecía muchísimo a su madre y, sin embargo, no era nada bonita. «Carece de atractivo -pensó el doctor-, nunca fue atractiva. ¿Será tal vez lo que suele ocurrirles a las chicas que tienen una madre realmente hermosa? Mirar a mamá y mirar luego a Mary es como ver a mamá en un espejo sutilmente distorsionado.» Mary tenía siempre un gesto agrio. Y, sin embargo, en la clínica, donde trabajaba como secretaria, era maravillosamente bondadosa y dulce con los pacientes y nada le resultaba demasiado pesado.
James era el hijo del medio; Mary se libraba de la desventaja que ello suponía por ser la única mujer. Él también se parecía a mamá, pero de una forma opaca y neutra, al igual que Mary. Miriam, su mujer, era una joven enérgica, alegre y pragmática. Se encargaba de la terapia de grupo y era un pilar de fortaleza para la clínica y hacía muy feliz a James.
Andrew era el niño bueno, papel que el hijo menor de la familia encajaba a la perfección. Era muy parecido a mamá, pero muy masculino, rubio como un ángel y duro como una roca. Resultaba extraño que se relegara siempre a un segundo plano. Martha, su mujer, que se encargaba de realizar los tests psicotécnicos en la clínica, era varios años mayor que él y la apodaban Mouse, porque realmente parecía una ratita. Era dulce y bonita como una ratita y fácilmente asustadiza. A veces, cuando Joshua se encontraba preso de un excéntrico estado de ánimo, se le ocurría imaginarse a sí mismo, no en el papel de un gato, sino de un gigantesco par de manos, listas para asestar el golpe que mataría en el acto a la muchacha.
– ¿Costillas de cordero, mamá? ¡Estupendo! -Miriam era inglesa y muy cuidadosa en sus modales y lenguaje. Inspiraba una especie de temor religioso a los miembros de la familia Christian, no sólo porque era considerada como la mejor terapeuta, sino porque además era una renombrada lingüista. Su broma más reiterada era que no sólo hablaba francés, alemán, italiano, español, ruso y griego, sino también norteamericano, y los Christian la querían tanto, que nunca se atrevieron a decirle que esa broma ya no resultaba graciosa.
Mamá se había encargado de todo, por supuesto. Ella creó ese grupito notablemente eficaz y autosuficiente para que complementara a su hijo mayor y más querido. Independientemente de la profesión que Joshua hubiera elegido, mamá habría incitado a James, Andrew y Mary para que se dedicaran a la misma actividad y pudieran así ayudarle. La medida de su éxito en el lavado de cerebro que había hecho a sus hijos menores se notaba en la elección de esposas hecha por James y Andrew, pues ambos se habían casado con mujeres altamente cualificadas para unirse a la actividad y al grupo familiar. Hacía falta una terapeuta profesional en la clínica y James se casó con una. Andrew se casó con una experta en tests psicológicos, pues la clínica necesitaba una. Ambas mujeres habían asumido encantadas el hecho de que se cediera el primer lugar a mamá y se conformaban con que sus maridos le cedieran el primer lugar a Joshua. Mary nunca se rebeló contra su mediocre destino de oficinista, ni siquiera cuando muchos años atrás Joshua le ofreciera su apoyo frente a mamá para mejorar su posición.
Si el doctor Joshua hubiera advertido alguna señal de descontento, habría pasado por encima de la autoridad de su madre en beneficio de aquéllos a quienes consideraba más como hijos que como hermanos, pues a pesar de que quería y admiraba mucho a su madre, reconocía sus deficiencias y sabía que no era una mujer demasiado inteligente y que a veces le faltaba criterio. Pero nunca se vio obligado a librar una batalla por su familia, pues ninguna tensión había empañado jamás la alegría y la satisfacción que a todos les producía vivir y trabajar juntos. Así que agradecido, no sin cierta perplejidad, Joshua había aceptado la posición de jefe de familia, que su madre le había asignado.
Se sentaron a cenar en el comedor. Mamá se sentó en el extremo de la mesa que quedaba más cerca de la cocina; Joshua, en la cabecera opuesta; a un lado estaban Mary, James y Miriam; al otro Andrew y Martha. Mamá había decidido que no debía hablarse de asuntos de trabajo hasta que la comida hubiera llegado a su fin y se hubiera servido el café y el coñac, regla que todos respetaban escrupulosamente, pero que, de hecho, provocaba largos silencios porque, a excepción de mamá, todos trabajaban en la clínica de la casa contigua y prácticamente no salían de los edificios de la calle Oak. Sólo podía hablarse de temas positivos, con lo cual quedaban igualmente suprimidos los temas de actualidad mundial o nacional, estatal o urbana, porque siempre resultaban depresivos, a menos que en ese día se hubiera llegado a algún hito importante en el largo trayecto hacia el Equilibrio de la Energía de la Población Humana del Mundo.
Todos disfrutaron de la comida porque estaba apetitosa y bien presentada. Mamá era una artista desde el punto de vista culinario y había enseñado a sus hijos a apreciar las cosas refinadas que todavía podían obtenerse. En este sentido, su batalla más difícil la libró con Joshua, al cual nunca le preocuparon demasiado sus necesidades materiales, la comodidad o la autoindulgencia, no porque tuviera tendencias masoquistas, ni porque fuera excesivamente austero: simplemente, eran aspectos de la vida que no le interesaban.
El café y el coñac se servían en la sala de estar, un gran salón que se comunicaba con el comedor a través de una arcada. Se sentaban en semicírculo alrededor de una mesita laqueada en tonos rosados.
Las paredes eran de un blanco satinado; más allá del marco de las ventanas ni siquiera se alcanzaba a ver el alféizar, que había sido retirado para que nadie recordara que por allí, medio año antes, se advertía el espectáculo de la calle. El piso estaba cubierto de baldosas de cerámica y, frente a los sillones, había réplicas sintéticas de alfombras de piel de oveja, pues habían llegado a la conclusión de que con toda el agua que derramaban los domingos, las pieles auténticas correrían el riesgo de pudrirse. Los sofás y sillones estaban tapizados en suaves tonos rosados y verdes, haciendo juego con las mesitas laqueadas.
Había plantas por todos lados, en su mayoría verdes, pero también las había de tonos rojos, rosados y púrpuras. Estaban colocadas sobre pedestales blancos de distintas alturas, caían en cascada o se erguían extendiendo delicadamente sus ramas por doquier. Y cada hoja, palma o zarcillo resplandecían bajo la brillante luz blanca, que entraba a través del cielorraso. En primavera, la casa se convertía en una explosión de flores: los largos tallos de las orquídeas se arqueaban entre los jacintos y los narcisos; había veinte clases diferentes de begonias en flor, ciclámenes, gloxíneas y violetas africanas, una mimosa completamente cubierta de pequeñas bolitas doradas, y por toda la casa se expandía la fragancia de los azahares de los naranjos en flor, de los jazmines y las gardenias. En verano empezaban a florecer los hibiscus, que conservaban la flor a lo largo del otoño y hasta principios del invierno, junto con la buganvilla rosada, que se adhería al enrejado de la pared frontal de la sala de estar. En pleno invierno desaparecían las flores, pero aun así las plantas mantenían su esplendor y sus tonos verdes, como si no sintieran la necesidad de exhibir una gloria mayor.
El aire siempre era fragante y dulce y se establecía una relación simbiótica respiratoria; el dióxido de carbono alimentaba a las plantas, el oxígeno a los seres humanos, y cada uno inhalaba lo que el otro exhalaba. La planta baja era siempre mucho más calentita que el primer piso, donde se encontraban los dormitorios, porque las plantas producían calor, al igual que la luz fluorescente, en constante funcionar miento. En ese piso consumían casi toda la preciosa ración de electricidad y casi todo el gas que les estaba permitido consumir para calefacción, que ahorraban para las épocas en que el frío era tan intenso, que sólo la energía radiante conseguía mantener vivas a las plantas. Durante el día, vivían en ese piso; los dos pisos superiores eran exclusivamente para dormir.
La familia dedicaba todo el domingo a las plantas, las regaban, las nutrían, las lavaban y podaban las hojas secas, curaban sus heridas y combatían las pestes. Todos disfrutaban enormemente con ese cambio en la rutina diaria y no les parecía una fastidiosa obligación, pues sentían que sus trabajos eran premiados. Los domingos, las plantas más sufridas que habían pasado la semana en la clínica, eran trasladadas a la planta baja del 1.047 y, remplazadas por otras en el 1.045.
Pero ese día había sido el más desagradable del mes para el doctor Joshua. Era el día que dedicaba a rellenar todos los formularios para enviarlos a Holloman, Hartford y Washington para satisfacer el apetito burocrático de papeles y más papeles; la jornada en que debía pagar todas las cuentas y revisar los libros. En ese día, que él llamaba de expiación, no solía visitar la clínica, pero aquel día la inesperada crisis de las Pat-Pat a última hora había distraído su atención, y deseaba saber qué opinaban los demás respecto a los últimos acontecimientos ocurridos en casa de la quinta integrante del clan Pat-Pat.
Mamá le sirvió el café y James la copa de coñac. La comida, incluso la de mamá no interesaba demasiado al doctor, en cambio, mientras cerraba los ojos para saborear su coñac «Napoleón», pensó que sin duda la combinación del buen café y el coñac caldeaba el cuerpo, desde el estómago hasta el extremo de la espina dorsal. En esas épocas era el mejor preludio para la cama, lo que posiblemente explicaba el incremento en el consumo de bebidas fuertes después de las comidas, producido en los últimos años, y el descenso en el consumo de esas bebidas antes de las comidas.
Su bisabuelo y su abuelo paterno habían sido comerciantes mayoristas de vinos y coñacs franceses, así como entusiastas bebedores, y habían construido en esas épocas importantes bodegas familiares. Con el paso de los años, los vinos desaparecieron, porque resultaba imposible mantener las botellas a la temperatura constante que necesitaban; un sótano frío las deterioraba tanto como una alacena demasiado calurosa. Sin embargo, el coñac logró sobrevivir y, a pesar de que los glaciares iban descendiendo a través de Canadá, Rusia, Escandinavia y Siberia a una velocidad vertiginosa, Francia todavía conseguía producir coñac y armañac la mayoría de los años, de tal modo que las bodegas del doctor Christian se mantenían bien surtidas. En la actualidad, la familia no consumía demasiado vino, pues el coñac le resultaba mucho más provechoso.
– Nuestra Pat-Pat tuvo hoy un éxito resonante -comentó el doctor Christian.
– ¡Ya lo creo! -exclamó Miriam, con orgullo.
– Le di de alta.
– Me parece perfecto. ¿Te comentó que ella y su marido van a solicitar que les reubiquen? Por lo visto, hace tiempo que «Texas A & M» quiere contratar a Bob, pero él se aferraba a Chubb alegando los motivos de siempre: que sólo las ratas abandonan el barco que se hunde, miedo a lo desconocido, la típica desconfianza que sienten los yanquis por cualquier parte del país que no sea Nueva Inglaterra. Por otra parte, a Patti le horrorizaba la idea de ser la primera Pat-Pat que se iba de Holloman, quebrando así la unidad del grupo -comentó Andrew en su habitual tono mesurado.
– Me fascinan las Pat-Pat -dijo James-. Es raro encontrar a un grupo de mujeres que antepongan la amistad a su matrimonio. Gracias a Dios que una de ellas ha conseguido ver el grupo de una forma más objetiva. Y una reubicación será la mejor manera de liberarse. Me sorprende que ninguno de sus maridos haya pensado antes en la reubicación como una forma de solucionar el problema.
– La reubicación es un paso muy trascendente -comentó Mary con aire pensativo-. Comprendo que hayan dudado. No olvidéis que son gente de Chubb, de los pies a la cabeza.
El doctor Christian hizo caso omiso de los comentarios de James y Mary y reaccionó ante la noticia que le acababa de dar Andrew.
– No, Andrew, Patti no me comentó que hubieran solicitado la reubicación. ¡Me alegro muchísimo por ella y la aplaudo! Ya era hora de que antepusieran las necesidades y el bienestar de su familia a las del grupo de las Pat-Pat. ¿Llegó a admitir que le daba miedo ser la primera en romper la unidad del grupo?
– Sí, lo admitió abiertamente y con toda honestidad. Y es mejor así. Me alegro de que este incidente haya servido para arrancar unas cuantas máscaras. Lo que Patti descubrió en algunas de sus amigas, le dio el coraje necesario para decidirse, y le hizo comprender que el grupo debió haberse disuelto naturalmente cuando terminaron sus estudios universitarios, o incluso antes, al finalizar la Escuela Secundaria.
– Sólo trataban de aferrarse a su juventud -comentó Mary-. Actualmente, ser adulto no es demasiado divertido.
– ¡A mí me encanta Patti Fane! -exclamó Martha de improviso.
El doctor Christian se inclinó y miró directamente los grandes ojos grises que ahora se clavaban en los suyos, pues, desde su niñez tuvo la capacidad de obligar a la gente a mirarle a los ojos.
– Mi querida Ratita, ¿no crees que a ti te encantan todos nuestros pacientes? -preguntó en tono de reproche.
Bajo esa mirada que la mantenía casi hipnotizada, se ruborizó intensamente.
– ¡Claro, por supuesto! -admitió azorada.
– No te burles de la Ratita, Joshua -objetó Mary, siempre dispuesta a defender a Martha.
– Parece mentira que ninguna de las Pat-Pat hubiera admitido, ante las demás que cada año presentaban una solicitud a la OSH -dijo James-. Eso demuestra que tratan el problema del segundo hijo de una forma absolutamente furtiva.
– Sí, pero, dada la escasez de posibilidades de ganar el sorteo y la severidad del test económico, es lógico que para ellas la OSH sea la culpa personificada.
El doctor Christian hubiera seguido exponiendo -no era la primera vez- sus opiniones sobre el tema, pero mamá se levantó rápidamente, ansiosa por intervenir directamente. A excepción de las habituales conversaciones nocturnas, el único contacto que mantenía con la clínica tenía lugar durante las visitas guiadas en la planta baja del 1.047, organizadas por el doctor Christian, que estaba ansioso por que sus nuevos pacientes aprendieran lo que podía hacerse en una casa sin luz natural ni calefacción y en la que durante los largos meses de invierno casi no se renovaba el aire.
– ¡La OSH es inhumana! -exclamó mamá, al borde de las lágrimas-. ¿Qué saben esos malditos funcionarios de Washington sobre las necesidades de las mujeres?
– Pero mamá, ¿cómo puedes decir esas cosas? -preguntó irritado el doctor Christian-. Por el amor de Dios, ¿de veras crees que no lo saben? Y además, ¿por qué presupones que son hombres? Y aunque lo fuesen, ¿crees que un hombre siente menos pena que una mujer al no poder tener un hijo? Acaso crees que tengo la clínica llena de pacientes del sexo femenino. ¿Lo crees? ¡Mamá, en la casa de al lado hay un cincuenta por ciento de hombres y otro cincuenta por ciento de mujeres! Y protestar contra el destino no soluciona las cosas. La Oficina del Segundo Hijo fue un regalo que nos endosaron por haber firmado pacíficamente el Tratado de Delhi y, en mi opinión, la OSH ha resultado ser la peor lacra de esta década miserable y humillante.
Y tú, mamá, deberías recordar esa época mucho mejor que yo, pues tú eras ya una mujer hecha y yo no era más que un niño.
– ¡Augusto Rom nos vendió! -afirmó ella con los dientes apretados.
– ¡No, mamá, nosotros mismos nos vendimos! Cuando uno oye hablar a la gente de tu generación, juraría que el problema nos cayó encima surgiendo de la nada. Y no es cierto, porque hace mucho tiempo que nosotros sembramos la semilla de Gus Rome y del Tratado de Delhi, hace noventa años, cuando nuestra población era de ciento cincuenta millones y nos encontrábamos en la cima de nuestro poder… y de nuestro orgullo. Lo teníamos todo. ¿Y qué hicimos? Derrochamos el dinero como si nos sobrara y conseguimos ganarnos el odio del mundo, al que le ofrecíamos una forma de vida para la que no tenían los medios ni el talento para imitar, y también nos odiaron por eso. Intervenimos en guerras de otros países en nombre de la justicia y de la libertad, y el mundo también nos odió por eso, incluyendo a la gente por la que luchábamos y, por supuesto, no digo que las guerras en que intervenimos fueran siempre altruistas, pero buena parte de nuestro pueblo creía que lo eran. Y además de seguir engañándonos con pensamientos pasados de moda -marciales y altruistas-, nos empeñamos en convertir a la guerra ortodoxa en una imposibilidad, a las enfermedades en un problema del pasado, a la religión en un hazmerreír y a la gente en números digitales.
Arrebatado, se puso en pie y empezó a caminar con movimientos desgarbados y sin embargo extrañamente gráciles, por esa habitación, en la que resultaba tan difícil caminar. Se movía entre las hojas temblorosas, haciendo estremecer las macetas y los pedestales, mientras su familia permanecía inmóvil como en trance, inmovilizada por el rugido de su voz y los rayos que despedían sus ojos. Su hermana temblaba por el miedo que él le provocaba y por la vergüenza que sentía de sí misma; sus cuñadas estaban llenas de admiración; sus hermanos eran incapaces de envidiarle; y su madre…, su madre lanzaba en su interior silenciosos gritos de triunfo. Porque cuando la inteligencia y el apasionamiento se aunaban en el discurso de Joshua, éste ejercía un efecto casi mágico sobre sus oyentes y era como si les paralizara. Incluso en ese círculo tan íntimo, cuyos miembros le escuchaban hacía años, poseía el poder para transfigurarlos.
– No recuerdo el amanecer del tercer milenio, porque nací justamente en esa época, pero, ¿qué nos trajo? Unos entonaban himnos y se preparaban para morir consumidos por las llamas de la Segunda Llegada; otros se preparaban para vivir en la luminosidad de la superioridad tecnológica del universo, pero, ¿qué nos trajo? Dolor. Impotencia. El anticlímax. ¡Realismo! Un realismo más duro, cruel e insoportable que cualquier otro en la historia de nuestro planeta desde los tiempos de la Muerte Negra. El frío aumentaba a una velocidad vertiginosa, Dios sabrá por qué, porque nadie conoce las causas. La única explicación que ofrecieron los científicos fue que se trataba de una miniera glaciar. Por supuesto, se hablaba de corrientes y de capas atmosféricas, de plataformas continentales y de polos magnéticos reversibles, de campos de fuerza solar, pero no eran más que simples especulaciones. No obstante, aseguran que dentro de algunas décadas o tal vez siglos contarán con los datos suficientes para dar una explicación exacta; mientras tanto, sólo Dios lo sabe. Aseguran que no durará demasiado tiempo, que es cuestión de un simple milenio o dos, apenas una partícula en el transcurso de los tiempos, pero la realidad a la que nos enfrentamos es lo suficientemente larga para sobrevivirnos a nosotros y a nuestros descendientes durante muchas generaciones. La masa de tierra habitable se reduce con rapidez, la mayor parte de nuestra agua potable queda aprisionada por la capa de hielo polar y la población mundial sigue siendo excesiva. ¡Eso fue lo que nos trajo el tercer milenio! Y, a pesar de todos nuestros esfuerzos, no conseguimos dominarlo.
Se encogió de hombros y se detuvo unos diez segundos, una pausa oportuna pero instintivamente calculada para obtener el máximo efecto. Cuando continuó hablando, el tono y el volumen de su voz habían decrecido y arrastró a sus oyentes en su cambio de humor.
– Pero nosotros, los norteamericanos, no nos preocupábamos demasiado. Estábamos a la cabeza del mundo y creíamos que podríamos superar todas las dificultades. Ni siquiera se nos ocurrió pensar que deberíamos apretarnos un poco el cinturón. Pero nos olvidamos del resto del mundo. Y el resto del mundo nos arrastró en su caída, pues era un problema que todos debíamos afrontar. Permitir que los Espiados Unidos de América siguieran creciendo y multiplicándose mientras las demás potencias introducían programas de reducción de natalidad era algo absolutamente inconcebible. Se acordó que las familias tendrían un solo hijo en todos los países del mundo, durante un mínimo de cuatro generaciones, y después un máximo de dos a perpetuidad. Y nosotros fuimos los únicos que nos opusimos. Pero pronto descubrimos que no contábamos con la fuerza suficiente para enfrentarnos al resto del mundo, unido contra nosotros, ni siquiera en nuestro momento de máximo poder, aunque, desengañémonos, ya no nos encontrábamos en la época de nuestro mayor poderío. Habíamos malgastado casi todo lo que una vez tuvimos, incluso el espíritu y la fuerza de nuestro pueblo. Habíamos destrozado nuestros cerebros con drogas, nuestros corazones con sexo sin amor y nuestras almas con basura. Cuando las fronteras de la Comunidad Europea se unieron con las de la Comunidad Árabe -y eso fue algo inevitable, pese a nuestros esfuerzos- nos vimos obligados a sentarnos a la mesa de negociaciones de Delhi.
Su voz se había convertido en un triste murmullo, las exhibiciones de pirotecnia habían terminado. Pero mamá, que conocía perfectamente los puntos débiles de su hijo, estaba deseando que continuaran los fuegos artificiales.
– ¡Yo jamás creeré que nos vimos obligados a firmar o a morir! -exclamó-. ¡El viejo Gus Rome nos vendió para conseguir el Premio Nobel de la Paz!
– ¡Mamá, eres un típico ejemplar de tu generación! No comprendo porque te niegas a aceptar que tu generación sucumbió por el golpe que le asestaron a su orgullo, por la vergüenza y por la humillación que sufrió. Y eso es algo que ya no tiene remedio. Pero es nuestra generación la que debe recoger los restos para ponerse en marcha de nuevo y, con la cabeza baja, custodiar todo lo que Norteamérica tiene y lo que volverá a ser. Tú sentiste tu orgullo herido. ¡Yo no tengo orgullo! ¿Crees que puede importarme si Gus Rome tuvo o no razón al firmar el Tratado de Delhi en lugar de embarcarnos en una guerra imposible de ganar? ¡No, no me importa en absoluto!
Su cabeza estaba a punto de estallar. «Tranquilízate -pensó Joshua para sí-, tranquilízate.» Se tomó el rostro entre las manos heladas y lo sostuvo hasta que las venas de las sienes dejaron de latir. Después dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo y reanudó su ir y venir, más lentamente, mientras relampagueaban sus ojos negros.
De repente se detuvo y se volvió para mirar a su familia, que seguía observándole con gran admiración.
– ¿Por qué tengo el presentimiento de que debo ser yo? -les preguntó.
Nadie respondió. Ésa era la nueva pregunta que había empezado a formularse en las últimas semanas, y los demás todavía no acababan de comprender a qué se refería. Cada noche parecía preocuparse menos por temas abstractos y se concentraba más en los aspectos personales del problema.
– ¿Cómo es posible que sea yo? -preguntó-. Estoy en Holloman y no puede decirse que Holloman sea el centro del universo humano. No, no es más que uno de los millares de antiguos centros industriales, que patéticamente se encaminan a una sepultura colectiva, mientras esperan que las apisonadoras del futuro los derriben para poder plantar bosques. Dicen que los glaciares todavía tardarán algunos siglos en destruir a los árboles, lo cual nos deja tiempo para plantar bosques. Pero hubo un tiempo en que en Holloman se hacían camisas y se educaban sabios, se fabricaban máquinas de escribir y armamento, escalpelos y cuerdas para piano. Aquí se fomentaba la educación, la moda en el vestir, se mataban hombres, se extirpaban cánceres y era posible la música. Holloman era el alambique al que el hombre había llegado al amanecer del tercer milenio. Y tal vez por eso tenga sentido que el elegido sea un hombre de Holloman.
Nadie supo qué contestar, pero los tres lo intentaron.
– Estamos contigo, Joshua -dijo James con suavidad.
– Te seguiremos -aseguró James.
– Y que Dios se apiade de nosotros -añadió Mary.
– A veces pienso que tu hermano no es un ser humano -dijo Miriam, que se desvestía mientras le castañeteaban los dientes.
– Oh, Mirry, ¿cómo puedes decir eso con los años que hace que le conoces? -preguntó James, que ya estaba acostado y con los pies apoyados sobre la botella de agua caliente-. Joshua es la persona más humana que he conocido en mi vida.
– Pero de una forma inhumana -insistió ella. Y añadió en voz baja-: Está empeorando. Este invierno he notado un cambio en él. Ahora habla con más franqueza y se dedica a preguntar cómo es posible que le haya tocado a él.
– No está empeorando, está mejorando -corrigió James con voz adormilada-. Mamá asegura que está llegando al punto de su máxima fortaleza.
– No sé cuál de los dos me asusta más, si Joshua o mamá, y me uno a la plegaria de Mary. ¡Que Dios se apiade de nosotros! ¿Dónde estás? ¡Abrázame, por favor, tengo tanto frío!
Martha, la Ratita, entró en la cocina, aterrorizada ante la posibilidad de encontrar todavía allí a mamá. Todas las noches esperaba pacientemente a que su suegra dejara de empuñar el cetro de su reino y se encaminara con paso regio a su dormitorio del piso de arriba. Entonces se deslizaba en la cocina para preparar el chocolate caliente, que a Andrew le gustaba tomar en la cama.
En un primer momento pensó que la sombra que se reflejaba en la pared blanca era la de mamá, y el corazón le empezó a palpitar con rapidez.
Pero era Mary, que estaba junto a la cocina, hirviendo leche en un cazo.
– No te vayas, querida -dijo Mary con voz tierna-. Hazme compañía y yo te prepararé el chocolate.
– ¡Ah, no, no te molestes! De veras, lo haré yo.
– ¿Cómo va a ser molestia si de todos modos estoy preparando una taza para mí? Por cierto, podrías pedirle a Andrew que la preparara él de vez en cuando, para variar. Le malcrías tanto como le malcriaba antes mamá.
– ¡No, no, te aseguro que fui yo quien se ofreció!
– Pero querida, ¿por qué tienes siempre tanto miedo? -Mary sonrió y al ver que empezaba a hervir la leche, añadió el chocolate en polvo, removió bien y, apagó el gas y demostró que había previsto la llegada de Martha sirviendo no una sino tres tazas de chocolate caliente-. Eres una chica realmente encantadora -comentó, poniendo dos de las tazas en una bandeja-. Demasiado encantadora para esta familia. Te aseguro que Andrew no te merece. Y Joshua acabará haciéndote picadillo.
Al oír el nombre mágico de su cuñado, la dulce carita de Martha se iluminó.
– ¡Oh, Mary! ¿No te parece que Joshua es un hombre maravilloso?
En cuanto Martha pronunció ese adjetivo, desapareció toda la animación del rostro de Mary.
– Sí, por supuesto, es un hombre maravilloso -dijo con un tono de cansancio.
Martha notó la reacción de su cuñada y su rostro se oscureció.
– Muchas veces me he preguntado… -empezó a decir. Pero de repente se acobardó, perdió el valor y enmudeció.
– ¿Qué te has preguntado?
– No le tienes simpatía a Joshua, ¿verdad? Mary se puso tensa primero y empezó a temblar.
– ¡Le odio! -exclamó.
Mamá estaba excitada. De alguna manera, ese invierno Joshua había cambiado. Se mostraba más vital, más entusiasta, más seguro de sí mismo, quizás incluso más místico. Tal vez fuera la madurez; sí, debía de haber madurado. Ya tenía treinta y dos años, edad en la que hombre y mujer unían definitivamente su cuerpo y su espíritu. Se parecía mucho a su padre, era uno de esos hombres que daban frutos tardíos. ¡Oh, Joshua!, ¿por qué tuviste que morir? Por fin te estabas convirtiendo en lo que realmente querías, ibas a triunfar después de todo. Y, sin embargo, me sorprendió que no tuvieras la sensatez de encontrar un lugar de vacaciones antes de que la muerte te viniera a buscar.
Pero eso no iba a sucederle a Joshua, pues él era superior a su padre y por sus venas corría también la sangre de ella, y aquí residía su mayor ventaja. Ella era todavía lo suficientemente joven para ayudarle. Sus brazos todavía resistirían muchos años de trabajo y le quedaban toneladas de fuerza espiritual.
Cada noche se encargaba de su cama con tanta eficacia, como se encargaba de la casa durante el día. Primero llenaba la bolsa del agua caliente con agua hirviendo, a pesar de que dijeran que podía perder el tapón. Ella lo enroscaba con tanta fuerza que eso jamás le iba a suceder. Después envolvía la bolsa con una toalla gruesa para que no le quemara la piel y la sujetaba con imperdibles. Luego la colocaba en la parte superior de la cama, donde él apoyaría los hombros, ponía la almohada encima y la tapaba con las mantas. A los cinco minutos de reloj empezaba a mover la bolsa hacia abajo y continuaba haciéndolo cada cinco minutos hasta llegar a los pies. Entonces se quitaba la chaqueta, el jersey, la falda, las enaguas, la camiseta, las gruesas medias de lana y el sujetador y se ponía el camisón transparente que siempre usaba a pesar del frío. Sólo usaba pantalones para salir de casa y se negaba a utilizar los pijamas de felpa. A pesar de que ni tan siquiera lo admitía para sus adentros, cuando hacía demasiado frío padecía cistitis y jamás se hubiera perdonado manchar un pantalón de pijama al tratar de sacárselo en un apuro.
Su última tarea consistía en levantar la ropa de la cama justo lo necesario para meterse debajo, volviendo simultáneamente hacia arriba la parte caliente de la almohada. Se metía en la cama con la velocidad de un rayo, calentita, muy calentita. Era el mayor placer del día, poner a su cuerpo en contacto con un auténtico radiador de calefacción. Y así permanecía tendida, casi paralizada, dejando que el calor le traspasara la piel, después la carne y llegara a los huesos, y se sumía en un estado de éxtasis comparable al de una criatura frente a su golosina preferida. Después con los pies calentitos enfundados en los escarpines de lana, levantaba lentamente la bolsa del agua caliente hasta alcanzarla con las manos y se abrazaba a ese objeto maravillosamente cálido y así permanecía durante el resto de la noche. Por la mañana, usaba ese agua, que aún estaba algo tibia, para lavarse las manos y la cara.
Decididamente, Joshua estaba llegando a su punto de máxima fortaleza. Su hijo mayor era un gran hombre. Desde el día en que se enteró de que lo había concebido, supo que aunque tuviera otros hijos, ése sería el más importante. Y dedicó toda su vida y la de sus otros hijos al mismo objetivo: ayudar a su primogénito a cumplir su destino.
Tras la muerte de Joshua, todo le resultó espantosamente difícil, no desde el punto de vista económico, pues heredó el dinero de su familia, sino porque le faltaban aptitudes para hacer de padre y de madre a la vez. Sin embargo, logró salir adelante, en parte gracias a la ayuda de Joshua, al cual le asignó el rol de padre de los demás. Y sin duda eso hizo madurar a Joshua, porque desde niño se vio obligado a asumir el papel de hombre. Su hijo mayor no solía evadir las responsabilidades ni quejarse.
Joshua se disponía a acostarse en el gran dormitorio situado en la parte delantera del segundo piso, que compartía con su madre y su hermana, mientras que el tercero quedaba para sus dos hermanos casados. Su madre solía ponerle una bolsa de agua caliente en el centro de la cama, pero él la empujaba hasta los pies y permanecía tendido sin sentir el frío, ni siquiera en esas noches de treinta grados bajo cero, cuando despertaba con el cabello congelado sobre la almohada. A diferencia de su madre, usaba pijamas de felpa y un par de medias gruesas; no había gorro de dormir que se aguantara toda la noche sobre su cabeza: su sueño era tan agitado que su madre había llegado al extremo de coserle la ropa de cama a la altura de los pies, convirtiéndola en una especie de saco de dormir mucho más incómodo y estrecho que los edredones que usaban los alemanes y la mayoría de la gente.
Alguien debía decírselo a toda esa gente azorada que vagaba por allí afuera, temerosa en ese nuevo mundo intimidante: Ya que no pueden tener hijos, cultiven plantas en invierno y verduras en verano, ocupen sus manos en la artesanía y desafíen a la inteligencia de sus cerebros. Y si el Dios de la Iglesia en que ha sido educado ya no parece tener la menor relación con usted y sus sufrimientos, tenga el valor de salir a buscar su propio Dios. Pero no pierda el tiempo lamentándose, ni maldiga a un gobierno, al que no le quedó elección posible y que se vio obligado a tomar las medidas, cuyas consecuencias sufrimos ahora. Piense solamente que puede vivir y mantener viva a Norteamérica si les lega a los niños del futuro unos valores y un sueño hechos a medida para ellos. No desee lo que pudiera haber sido, lo que su madre y su abuela tuvieron en abundancia y su bisabuela en exceso, porque poder tener un hijo es infinitamente mejor que no poder tener ninguno. Uno es más que cero. Uno es la belleza. Uno es el amor. Un hijo perfecto vale más que cien genéticamente imperfectos. Uno es uno es uno es uno es uno es uno…