Capítulo 10

Mientras el doctor Christian seguía caminando con temperaturas por debajo de cero en Wisconsin y Minnesota durante el mes de enero del 2033, la doctora Carriol se arriesgó a separarse de él y voló de regreso a Washington. Quería enterarse personalmente de lo que se opinaba del doctor Christian en los círculos del poder. Y quería descansar unos días, porque sabía que, de lo contrario, desfallecería. Billy la condujo hasta Chicago, desde donde voló con destino a Washington. Gracias a la experiencia de los canadienses en la materia, los transportes podían seguir funcionando, a pesar de las inclemencias del tiempo, salvo en las peores tormentas de nieve.

Moshe Chasen la esperaba en el aeropuerto. Allí también había nevado pero, en comparación con lo que ella había dejado atrás, esos dos centímetros de nieve le parecían una simple capa de polvo y los seis grados bajo cero de temperatura, una oleada de calor. Al ver el tosco y querido rostro de Moshe, casi rompió a llorar. «¡Dios mío! ¿Qué me pasa? ¿Estaré llegando al límite de mis fuerzas?»

El doctor Chasen había seguido cada paso de la vida del doctor Christian, desde que la doctora Carriol lo lanzara a la fama con la Operación Mesías. Se sentía tan orgulloso de él como si fuera su propio hijo, se consolaba con un sentimiento de autorreivindicación, con respecto a su candidato que, como él les dijera un día, tenía un extraordinario carisma.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo y la gira se iba prolongando, le empezaron a asaltar algunas dudas e incluso se preocupó, cuando vio que Joshua pretendía hacer lo que nadie era capaz de llevar a cabo. No comprendía por qué Judith se lo permitía.

– ¡Shalom, shalom! -exclamó, besando a la doctora Carriol en ambas mejillas y enlazando su brazo con el de ella.

– No pensé que nadie vendría a esperarme -dijo ella, parpadeando.

– ¿Qué? ¿Creíste que no vendría a recibir a mi Judith? ¡Dios mío! Se te ha metido el hielo en el cerebro.

– Eso es exactamente lo que ha sucedido.

La estaba esperando un coche, lo cual era una prueba evidente de la importancia que iba adquiriendo.

No volvieron a hablar hasta que llegaron a la casa de Judith, en Georgetown. El doctor Chasen se contentaba con apretar su mano, de vez en cuando, percibiendo su agotamiento y asustado al ver el estado de ánimo tan poco habitual en el que se hallaba. Nunca había imaginado que Judith Carriol pudiera estar abatida.

Al llegar a su casa se dejó caer en uno de sus queridos sillones y contempló sus cuadros y llegó a la conclusión de que aquello era un paraíso.

– Bueno, Judith, ¿qué ocurre? -preguntó el doctor Chasen, cuando ella hubo preparado el chocolate caliente.

– ¿Cómo puedo explicártelo si yo misma he renunciado a hacerme esa pregunta?

– ¿A quién se le ocurrió la idea de que él caminara en la nieve?

– ¡Suya, por supuesto! Soy bastante autoritaria, pero ni siquiera yo sería capaz de empujar a un ser humano a una tortura semejante -contestó ella, algo ofendida.

– Yo no creí que tú fueras capaz de eso, pero tampoco pensé que él lo fuera. Creí que era más sensato. ¡Lo siento!

Judith lanzó una irónica carcajada.

– ¿Sensato? Él desconoce el significado de esa palabra. O tal vez lo conociera antes del libro.

Sonó la campanilla del teléfono. Era Harold Magnus que estaba nervioso e impaciente.

– El Presidente quiere vernos a ambos esta noche -comunicó.

– Comprendo -dijo y le hizo la arriesgada pregunta-. Señor Magnus, ¿está descontento el Presidente?

– ¡Por Dios, no! ¿Debería estarlo?

– No, en absoluto. Lo que pasa es que estoy un poco aturdida. Después de tantas semanas sin descanso, uno se marea, ¿sabe? Sobre todo cuando no puedo organizar la gira y debo ir a todos los lugares que se me indican.

– ¿Como Wisconsin y Minnesota en pleno enero? ¿Le gustaría contar con una cuenta especial de gastos para recuperar el calor perdido?

Ése era el primer gesto de reconocimiento que ese hombre tenía con ella, lo cual probaba que el Presidente estaba más que complacido de ella.

– Lo crea o no, soy inmune al frío -dijo, volviendo a lanzar una triste carcajada-. Gracias por el ofrecimiento. Tal vez le tome la palabra en el próximo mes de junio. Necesitaré todo ese tiempo para derretirme y empezar a entrar en calor.

– La estaré esperando aquí a las cinco y media -ordenó Harold Magnus.

Judith colgó y se volvió hacia Moshe Chasen.

– Una cita con la Casa Blanca. Supongo que será a las seis.

El doctor Chasen terminó de beber su chocolate y se puso en pie.

– Entonces será mejor que te deje tranquila. Supongo que querrás bañarte y cambiarte.

– Te veré mañana, Moshe. Y entonces podremos hablar más a fondo de todo. Dile al chófer que te lleve de regreso a tu casa. Cuando vuelva, yo ya estaré lista.

– ¿Estás segura de que no te supondrá un problema que yo utilice el coche, Judith?

– ¡Absolutamente segura! ¡Y ahora, vete!


Tibor Reece lucía una amplia sonrisa.

– Bueno, querida doctora Carriol, no cabe duda de que su Operación Mesías ha levantado el ánimo del país. Debo decir que estoy encantado.

– Yo también, señor Presidente.

– ¿A quién se le ocurrió la idea de que caminara? Me pareció brillante.

– Se le ocurrió a él mismo. Yo me considero plenamente dedicada a mi trabajo, pero no hasta el punto de hacer lo que él está haciendo. ¡Jamás se me hubiera ocurrido la idea de caminar!

Harold Magnus entrecerró los labios y sopló, haciéndolos vibrar audiblemente. Era una costumbre molesta que tenía y la única que se atrevía a decírselo era su esposa, pero él hacía caso omiso.

– Me pregunto si es usted realmente consciente de lo que acaba de decir, doctora Carriol -dijo-. Por su tono de voz, se diría que caminar es una locura. Usted no estará pensando que él se está volviendo loco, ¿verdad?

Tibor Reece tenía la costumbre de interpretar lo que hacían y decían los demás según sus propios parámetros. Tibor Reece tenía una gran perspicacia política, pero no era una persona altruista.

– ¡Tonterías! -exclamó el Presidente enérgicamente, antes de que la doctora Carriol pudiera contestar-. Eso es exactamente lo que debe hacer. Si yo estuviera en su situación hubiera hecho lo mismo. -Se puso las gafas para estudiar la pila de papeles que tenía sobre el escritorio-. No la entretendré mucho tiempo, sólo quería agradecerle el éxito de la Operación Mesías. Creo que está dando excelentes resultados y les felicito a los dos.

Ese día ya no se preguntó si debería volver a pie al Ministerio, porque su propio vehículo la esperaba detrás del vehículo de Magnus.

– Quiero verla en mi oficina -ordenó él, cuando se separaron.

– Yo también quiero verle a usted, señor.

Cuando se presentó en las oficinas del señor Magnus se encontró con la señora Helena Taverner. La doctora Carriol la saludó y miró el reloj.

– ¿Usted nunca regresa a su casa? -preguntó.

Helena Taverner lanzó una carcajada y se ruborizó.

– Bueno, el problema es que el señor ministro tiene unos horarios muy extraños, doctora Carriol. Y yo vivo bastante lejos. Si yo no estoy aquí, me desordena todo cada vez que busca algo. Así que utilizo el sofá de mi cuarto privado para descansar.

– Por lo menos, descansa… -comentó la doctora Carriol.

Harold Magnus la esperaba sentado detrás de su escritorio.

– Muy bien, le ruego que sea absolutamente sincera, doctora Carriol.

– Lo seré, señor ministro.

– Usted no es nada feliz en esta situación, ¿no es cierto?

– No.

– ¿Por qué? ¿Hay algún motivo especial, aparte de las caminatas?

– Es difícil contestar a esa pregunta. Después de todo, yo misma puse el nombre de Mesías a esta operación. Así que, no veo por qué me ha de preocupar que él se convierta en un ser mesiánico.

– ¿Es ése el verdadero problema?

La doctora Carriol suspiró y se apoyó contra el respaldo para pensar. Harold Magnus la observaba cuidadosamente, consciente de los sutiles cambios que se habían producido en ella. Ya no se parecía tanto a una víbora, ni su aspecto era tan turbador. Era evidente que la gira la había convertido en una persona menos irritable y susceptible.

– Soy psicóloga -contestó Judith-. Y analista de datos y socióloga. Sin embargo, no soy psiquiatra, ni me he especializado en el trato de persona a persona. Soy experta en problemas de grupo y, cuando se trata de predecir comportamientos de grupo en una situación determinada, dudo que haya alguien más capacitado que yo, dentro o fuera del Gobierno. Sin embargo, el análisis del individuo me inquieta. Soy consciente de que quizá no interpreto correctamente los procesos mentales del doctor Christian, y quiero que eso quede muy claro. Pero supongo que usted comprende por qué no quiero introducir en el cuadro a una psiquiatra para que me ayude a decidir lo que le pasa al doctor Christian.

– Por supuesto que la comprendo -exclamó él, comprensivo.

– Lo único que puedo decirle es lo que yo siento. Y tengo la sensación de que este hombre está un poco desequilibrado. Y, sin embargo, las evidencias concretas y reales son mínimas. No he notado delirios de grandeza en él, ni pérdida del contacto con la realidad. Pero algo en él ha cambiado, lo cual es lógico, teniendo en cuenta los acontecimientos de los últimos meses. Su actual comportamiento es algo extraño, pero sus instintos están bien canalizados y, en el caso de Joshua, los instintos guían su comportamiento. Así que no he logrado resolver el enigma. No sé si está verdaderamente desequilibrado. Lo único que puedo decirle es que me he preocupado de conocerle a fondo y recibo malas vibraciones.

La respuesta de la doctora Carriol despertó el pánico de Harold Magnus.

– ¡Dios mío! ¿Insinúa usted que corremos el riesgo de un final catastrófico?

– No -aseguró ella con gran seguridad-. Jamás permitiré que lleguemos a este extremo, pero creo que nosotros dos deberíamos hacer algunos planes para cualquier emergencia que se pudiera presentar. Y debemos estar preparados para actuar si llegara a ser necesario.

– Estoy absolutamente de acuerdo con usted. ¿Qué sugiere? ¿Tiene alguna idea de qué dirección tomaría en caso de perder la cordura?

– No.

– ¿Entonces?

– Me gustaría contar con media docena de guardaespaldas que pudieran llevar a cabo mis órdenes en el término máximo de cinco minutos, fueran cuales fueran esas órdenes.

– ¡Me imagino que no estará pensando en matarle!

– ¡Por supuesto que no! ¡Sería desastroso crear un mártir! No, quiero estar constantemente preparada para enviar al doctor Christian sin demora a una institución apropiada, lo que significa que esos hombres deben ser enfermeros psiquiátricos entrenados para hacerse cargo de casos de extrema violencia e irracionalidad. Tendrán que ser investigados a fondo y no pueden ser seguidores del culto del doctor Christian. Deberán estar listos para que, cuando yo les haga un gesto, saquen al doctor Christian del lugar donde se encuentre antes de que la gente pueda comprender lo que ha sucedido y antes de que el doctor pueda armar un escándalo.

– Los hombres viajarán en el mismo vuelo que usted hacia Chicago, pero de allí en adelante, será mejor que cuenten con su propio helicóptero. Creo que sería conveniente que usted les diera instrucciones personalmente. Pero no se preocupe, encontraré los hombres indicados para la tarea.

– ¡Estupendo! ¡Estupendo!

– ¿Y qué necesitará a largo plazo?

– Dudo que haya largo plazo, porque estoy absolutamente segura de que jamás sobrevivirá a la larga gira que piensa hacer. La distancia a recorrer se alarga cada vez más. Y debo añadir que no es gracias al señor Reece. Me pregunto qué hubiera pasado con la Operación Mesías si él hubiera perdido las elecciones de noviembre pasado. Yo estaba tan ocupada que ni siquiera me acordé de votar. De todos modos, la Casa Blanca no cesa de añadir ciudades al itinerario y, desde que llegamos a Chicago, el doctor Christian empezó a estudiar los mapas y ahora también él se dedica a añadir ciudades.

– ¡Mierda!

– ¡Así es, señor ministro! Al ritmo que avanzamos, y teniendo en cuenta que las tormentas de nieve nos retrasarán muchísimo, el doctor Christian tardará por lo menos otro año en terminar la gira.

– ¡Mierda!

– Sí, pero usted se queja cómodamente instalado en Washington, y yo soy la que debe seguir al doctor Christian y, francamente, no creo que pueda aguantar otro año de gira de un lado para otro. Pero no me será necesario aguantar, porque él no durará demasiado, señor. Lo presiento. Ese hombre se va a desmoronar en mil pedazos y espero que eso ocurra cuando ya estemos en Casper, Wyoming, y no en el centro del Madison Square Garden. -Se detuvo abruptamente porque se le acababa de ocurrir una idea que le quitó el aliento.

– Entonces, ¿qué debemos hacer?

– Bueno, a pesar de su última idea de añadir ciudades a la gira, creo que su estado de ánimo ha mejorado desde Navidad. Cuando salimos de Decatour anunció que no le parecía bien volar de ciudad a ciudad y decidió que cubriría esa distancia caminando.

– ¿En pleno invierno?

– Así es. Yo me encargué de sacarle esa idea de la cabeza o, más bien, se encargó su madre. Esa noche su madre se ganó muchos méritos y dejé de arrepentirme de llevarla con nosotros. Como usted sabe, el padre del doctor Christian murió en una tormenta de nieve. Cuando su madre oyó que pensaba cubrir ese trayecto a pie, perdió los estribos y se puso como loca. Eso fue el impacto que él necesitaba para entrar en razón.

Harold Magnus le pidió que guardara silencio un momento y apretó el botón del intercomunicador.

– Helena, por favor, tráiganos un poco de café y sándwiches. Cuando venga, traiga su libreta. Necesito que busque unos hombres.

El descanso les resultó agradable y la comida, aunque sólo se tratara de sándwiches también. A Harold Magnus le gustaba comer lo mejor y Helena Taverner siempre procuraba tener una buena provisión de pan y diversos fiambres en su cuartito privado.

Sin embargo, no fue la comida ni el café ni el descanso lo que le proporcionó a la doctora Carriol esa creciente sensación de felicidad, paz y bienestar. Era el hecho de estar en Washington, en su propia casa. A medida que tomaba conciencia de que se hallaba de nuevo en el lugar al que pertenecía, su mente funcionaba como antes y su extenuación física y emocional iban desapareciendo. En definitiva, volvía a encontrarse consigo misma. Y comprendió los peligros que el doctor Christian representaba para su ego y su personalidad. Durante las semanas que había vivido sin separarse de él, el centro de su ser se había desplazado. Detestaba ese efecto que torcía su naturaleza y se sentía incómoda y miserable cuando era atraída por la esfera de influencia de Joshua. El Ministerio del Medio Ambiente y Washington eran su medio natural. Empezó a preguntarse si odiaba realmente a Joshua Christian y si su odio crecería cada día que debiera pasar en su compañía. Tal vez se hubiera convertido en su propio agujero negro.

Harold Magnus había dado la orden a la señora Taverner de empezar a negociar con los departamentos de salud mental de los distintos servicios de seguridad, en busca de los guardaespaldas solicitados por la doctora Carriol y en ese momento se disponía a terminar su conversación con la jefa de la Cuarta Sección.

– Usted me estaba diciendo que no cree que el doctor Christian sobreviva a la distancia que piensa recorrer -resumió el señor Magnus, instalándose cómodamente en su sillón y observando a la doctora Carriol por encima del borde de su vaso, tras haber concluido su comida con una copa de un antiguo y excelente whisky de malta.

– Sí. Creo que seguirá bien mientras continúe en el Norte; lo que me preocupa es el momento en que vuelva al Sur. He calculado que llegará al paralelo treinta y cinco el primer día de mayo. Y en esa fecha, en el Sur, se reunirán las multitudes en cualquier lugar donde él se presente. No puedo imaginarme cómo reaccionará cuando se vea rodeado de tanta gente a su alrededor, pero creo que aumentará enormemente su aura mesiánica. Si él fuese un cínico o hiciese todo esto por dinero o para adquirir poder, no habría problema. Pero lo peor, señor, es que ese hombre es absolutamente sincero. Está convencido de que ayuda a los demás y, desde luego, les ayuda. Pero, ¿se imagina usted lo que será su llegada a Los Ángeles? Insistirá en caminar y habrá millones de personas caminando con él… -Se interrumpió y respiró con fuerza-. ¡Oh, Dios mío!

– ¿Qué?

– Se me acaba de ocurrir una idea. Pero, espere, volvamos a lo que le estaba diciendo. En mayo debemos dar por finalizada esta gira, debemos acabar con las apariciones públicas del doctor Christian. Si después de algún tratamiento, vuelve a ser el mismo, podrá reiniciar la gira donde la interrumpió.

– ¿Y qué vamos a hacer, sacarlo de la circulación y publicar un comunicado explicando que está enfermo?

– Era lo que yo pensaba, pero no creo que sea conveniente. Señor Magnus, debemos terminar ese asunto con un estallido, en lugar de un gemido. Es una idea que tengo en la cabeza desde que se presentó en el programa de Bob Smith. Nos es preciso hacer una gira interminable; deberíamos pensar en una última y espectacular aparición pública.

Una sonrisa iluminó el rostro de Harold Magnus.

– Mi querida Judith, es una pena que usted tenga un cargo en segundo plano. Sospecho que en el fondo tiene usted alma de empresaria, porque tiene razón. El doctor Christian debe desaparecer de la vida pública con una explosión publicitaria.

– ¡Washington! -exclamó ella.

– ¡No, la ciudad de Nueva York!

– ¡No, una caminata, señor ministro! ¡Una gran caminata! Eso es lo que él está deseando hacer desde Decatour. Puede caminar de Nueva York a Washington, en primavera, cuando los árboles empiezan a florecer, y cuando aquellos que regresen del Sur, empiecen a instalarse en su nueva rutina. ¡Dios mío, qué caminata! Podrá atraer a la gente durante todo el camino, desde la punta de Manhattan hasta las orillas del Potomac. ¡La marcha del milenio! -dijo, poniéndose tensa, con lo cual volvía a parecer una víbora, con la mirada fija y el cuerpo listo para atacar-. ¡Sí, así es como la llamaremos! Por fin podrá dirigirse a la multitud desde los escalones del «Lincoln Memorial» o desde algún otro lugar cercano a los monumentos, donde habrá lugar suficiente para que la gente se reúna a escucharlo. Y, cuando todo haya terminado, le internaremos en un sanatorio agradable y discreto por algún tiempo.

– ¡Dios mío! -exclamó Magnus, impresionado y un poco asustado al mismo tiempo-. Judith, una marcha de esa magnitud podría llegar a convertirse en un motín.

– No, no si lo organizamos bien. Desde luego, necesitaremos mucho apoyo militar para preparar refugios a lo largo del camino y puestos de primeros auxilios, puestos de refrescos, lugares de descanso y todas esas cosas. Y deberemos mantener el orden. Este país adora los desfiles, señor Magnus. Especialmente, cuando se trata de uno en el que el pueblo pueda participar. Él puede conducir al pueblo hasta la sede del poder, desde el lugar al que sus antepasados llegaron hace más de cien años como inmigrantes hasta el lugar donde establecieron su gobierno. ¿Y por qué debe eso desencadenar un motín? La atmósfera será festiva y no de huelga general. ¿Ha presenciado alguna vez una carrera ciclista o una maratón en un fin de semana soleado en Nueva York? Se reúnen millares y millares de personas que no crean jamás un solo problema. Se sienten felices y liberados, en contacto con el aire libre y han dejado en su casa sus penas y problemas. Durante muchos años los expertos han insistido en que el motivo, por el que los habitantes de Nueva York han aceptado tan bien el frío, la ley de un solo hijo, la falta de transporte privado y todo el resto, es que el gobierno de la ciudad les ha ofrecido alternativas en el estilo de vida. La marcha del milenio será una caminata de dimensiones astronómicas, conducida personalmente por el hombre. Él ha sacado a la gente de un infierno de dolor e inutilidad. Les ha proporcionado un credo que coincide con la época en que vivimos y que gusta a todos. Mientras él camina de Nueva York a Washington podemos organizar otras caminatas menos gigantescas a lo largo de todo el país, de Dallas a Fort Worth, de Gary a Chicago, de Fort Lauderdale a Miami. ¡Dará resultado, señor Magnus! ¡La marcha del milenio!

Judith había conseguido lo imposible: contagiar ese entusiasmo a Harold Magnus.

– Pero, ¿cree usted que él estará dispuesto a hacerlo? -preguntó, preso todavía de su mentalidad cautelosa.

– ¡Trate de detenerlo!

– Será mejor, que encarguemos en seguida los aspectos logísticos a los encargados de Planificación de la Cuarta Sección. Yo sondearé personalmente la opinión del Presidente. Si él lo aprueba, lo pondremos en marcha en seguida. Aunque no creo que descarte la idea. Su reciente reelección para un tercer mandato le ha hecho renacer. Le está empezando a tomar el gusto al éxito y está empezando a imaginar que los libros de Historia le ensalzarán aún más que a Augustus Rome. Tal vez haya influido en ello su reciente divorcio de Julia Reece. ¡Nunca creí que llegara a hacerlo! ¡La marcha del milenio! Un país se pondrá en marcha para comunicar al resto del mundo que se han terminado las depresiones y que piensa llegar a sus metas. ¡Oh, es hermoso!

Ella se puso en pie con una mueca.

– Pensaba quedarme un par de días en Washington, pero creo que será mejor que regrese junto a él en seguida. Él es el eje de este plan, así que será mejor que le mantenga sano y salvo hasta el mes de mayo. Sin embargo, si a usted no le parece mal, todos los fines de semana haré un viaje relámpago a Washington.

– Es una buena idea. Las cosas siempre marchan mejor en la Cuarta Sección cuando usted anda por aquí. John Wayne es un excelente sustituto administrativo. Si en el aspecto teórico fuera tan inteligente como usted, todo andaría muy bien.

– Entonces me alegro de que no sea tan inteligente como yo.

Él la miró sobresaltado y después lanzó una risita.

– ¡Por supuesto! Bueno, espero que Helena encuentre sus guardaespaldas esta noche.

– De todos modos, me iré en cuanto les haya entrevistado.

– ¡Judith!

– Sí, señor Magnus.

– ¿Y si él no aguantara hasta mayo?

– En ese caso, la marcha del milenio se llevará a cabo igual. ¿Por qué no? Podríamos decir que es un voto de confianza que el pueblo le concede. Ya sabe a qué me refiero, una especie de acto para desearle que se mejore.

Él lanzó una risita.

– ¡Es usted capaz de superar cualquier dificultad! -Se sentía obligado a demostrar cierto rechazo por su actitud-. ¿Sabe una cosa, Judith? En mi vida he conocido una hija de puta con tanta sangre fría como usted.

La doctora Carriol se felicitó efusivamente porque acababa de asegurar el futuro de su carrera en el Ministerio. ¡Nadie podría derribarla jamás de ese pedestal! ¡Ese año había ascendido por lo menos dos escalones. Por primera vez en ocho años, ese viejo cerdo glotonee Magnus la había llamado Judith. Había logrado llegar a ese punto en que él se veía obligado a confiar en ella más que en sí mismo, lo cual le permitiría gozar del status que, automáticamente, había concedido a su predecesor masculino en la Cuarta Sección. Era sorprendente que actualmente todavía encontraran razones válidas para relegar a las mujeres. Pero no la iban a dejar atrás a ella, porque valía más que cualquier maldito funcionario de la ciudad y estaba dispuesta a demostrarlo. En el plazo de un año dispondría de un coche propio para ir de casa al trabajo, gozaría de toda clase de lujos, e incluso podría…

Se detuvo en seco al llegar a la entrada del Ministerio, donde el chófer había aparcado su coche al volver de la Casa Blanca. Pero ya no estaba allí, a pesar de que eran las nueve de la noche y la temperatura era de diez grados bajo cero y empezaba a soplar un viento helado y ya volvía a nevar. Ella se había vestido para viajar en coche, no para esperar el autobús. Ese maldito cretino de Magnus había despedido a su automóvil, para ponerla en su lugar, pensó furiosa.

De camino a la parada del autobús, percibió el lado cómico y lanzó una carcajada.

Cuando la doctora Carriol regresó, el doctor Christian ya había llegado a la ciudad de Sioux, Iowa. Su estancia en Washington se había prolongado más de lo que ella deseaba, porque les costó un poco encontrar a los psiquiatras guardaespaldas. Después, una fuerte tormenta de nieve la retrasó un día más en Chicago. Afortunadamente, sus seis guardaespaldas pudieron salir de Chicago en helicóptero, minutos antes de que empezara la tormenta. Pero ella tuvo que esperar a Billy durante treinta y seis horas.


El día acababa de finalizar para el doctor Christian con su visita a la ciudad de Sioux. Ambos decidieron que se encontrarían en el aeropuerto para seguir la gira en helicóptero hacia Sioux Falls, en Dakota del Sur:

Durante todo el trayecto, la doctora Carriol luchó contra su odio por esa misión, por esa forma de vida que el doctor Christian le había impuesto. Le había resultado tan agradable estar en Washington, y se habían alegrado tanto de verla… Desde el programa de Bob Smith en Atlanta hasta esa breve visita a Washington habían transcurrido diez semanas, diez increíbles semanas, de las cuales cada día resultaba excesivamente duro, porque cada minuto había que pasarlo junto al doctor Christian.

¿Por qué estaría entonces tan ansiosa por encontrarle y escuchar lo que él le explicaría?

Cuando aterrizaron, el doctor Christian y su madre todavía no habían llegado al aeropuerto, de modo que pidió a Billy que pusiera el aparato en un lugar resguardado y entraron dentro del helipuerto. Teniendo en cuenta las extravagancias del comportamiento de Joshua, éste podía tardar horas en llegar. Había empezado a nevar nuevamente cuando entraron en el pequeño y poco hospitalario edificio, que era todo lo que quedaba de los aeropuertos en esa parte del país, porque ya no aterrizaban aviones y la pista de aterrizaje sólo se utilizaba en casos de emergencia y defensa.

El doctor Christian llegó alrededor de media hora después, cubierto de una capa de nieve, vestido como un explorador, y seguido por unas cincuenta o sesenta personas que le habían seguido, a pesar del mal tiempo. Pero eso ya no constituía ninguna novedad, porque a todas partes adónde iban, la gente salía a caminar con él, en cualquier condición atmosférica, excepto en una verdadera tormenta de nieve.

La doctora Carriol se puso en pie y les saludó, pero ellos no la vieron, pues estaban demasiado enfrascados en sus seguidores, que le rodeaban y algunos le sacaban la nieve de encima. La doctora Carriol observó que le rodeaban, pero dejándole cierto espacio para moverse, lo que indicaba el respeto y él temor religioso que le profesaban. Nadie trató de tocarlo o de tirar de su ropa, como hubieran hecho con un actor o una estrella de la música. Les bastaba con estar cerca de él; tocarlo, ya les hubiera parecido demasiado.

Él se quitó la capucha y la bufanda que protegían su rostro, se sacó los guantes y se los metió en el bolsillo de su chaqueta. Y permaneció allí parado, con la cabeza echada hacia atrás, en actitud regia.

Una mujer cayó de rodillas ante él, y levantando su mirada le miró con verdadera adoración. La doctora Carriol observó, fascinada, cómo él tendía una de sus largas manos para colocarlas sobre la cabeza de la mujer con ternura. Recorrió con ellas sus mejillas y la sostuvo en seguida frente a su rostro, mientras hacía un gesto que era casi una bendición. Toda su persona irradiaba un amor intenso e impactante que rodeaba a sus acompañantes, su gente, sus discípulos.

– Ahora váyanse -dijo-, pero recuerden que siempre estaré con ustedes. ¡Siempre, hijos míos!

Y ellos se alejaron como ovejas, y se internaron en la nieve, que caía fuera del edificio del aeropuerto.

Durante el corto trayecto hasta Sioux Falls, la doctora Carriol evitó mirar a su madre, que había intentado saludarla efusivamente en el aeropuerto, pero se sintió aterrorizada por la expresión que leyó en la cara de Judith.

Un silencio poco habitual reinaba en el helicóptero, cuando éste despegó, elevándose por encima de la tormenta de nieve, rumbo a Sioux Falls.

Billy no tenía ganas de hablar porque, aunque las condiciones del tiempo no eran del todo malas, no le gustaba volar de noche en esa época y las montañas eran más cercanas y amenazadoras, a medida que avanzaba hacia el Oeste. Disponía de un estupendo instrumental y alcanzaba a ver la altura y el contorno de cada desnivel de la tierra y sabía que, mientras el altímetro y el resto de los aparatos estuvieran perfectamente calibrados, estaban tan seguros como si estuvieran en tierra. Sin embargo, no se sentía con ánimos de conversar.

El doctor Christian también se sentía feliz y no tenía ganas de hablar. La gente se había alegrado intensamente de verle ese día. El dibujo que tomaba su destino iba adquiriendo forma y creciendo. Aunque su trazo global fuese todavía oscuro, él empezaba a revelar algunos detalles. Hacía tiempo que la gente y él esperaban ese momento.

Su madre tampoco tenía ganas de hablar. Se preguntaba qué le pasaba a Judith y por qué la habría mirado de esa manera. Sin duda, en su ausencia, habían cometido algún pecado terrible y el frío cerebro de Judith les había condenado sin previo aviso.

Y esa misma frialdad la impedía conversar. Pero ella no sentía frío, porque una intensa furia había trocado el frío en llamaradas. Tenía que pensar, pero allí le era imposible. Así que volvió la cabeza para no verles y se alejó mentalmente de ellos.

Cuando entraron en el hotel, que ofrecía abrigo a los escasos visitantes que llegaban a Sioux Falls en esa época del año, la doctora Carriol empujó a mamá a su habitación, de la misma forma que hubiera empujado a un animal a su jaula, y se dirigió al doctor Christian con aire severo y decidido.

– Joshua, por favor, ven a mi cuarto -dijo en tono cortante-. Quiero hablar contigo.

Él la siguió desde el vestíbulo a su habitación con pasos lentos y cansados. Cuando ella cerró la puerta, él le dedicó su más dulce y especial sonrisa.

– ¡Me alegro tanto de verte! Te extrañé muchísimo, Judith.

Ella apenas escuchó lo que él decía.

– ¿Qué significa esa pequeña exhibición que hiciste en el aeropuerto de Sioux? -preguntó, con los dientes entrecerrados de furia.

– ¿Qué exhibición? -preguntó él, mirándola como si ella se alejara de él muy rápidamente.

– ¡Permitiste que esa gente se arrodillara ante ti! ¡Esa mujer te estaba adorando! ¿Cómo pudiste tocar a esa mujer, como si pudieras bendecirla? ¿Quién crees que eres exactamente, Jesucristo? -Entrelazó sus manos con sentimiento de impotencia, y después se agarró a la mesa para guardar el equilibrio-. ¡En toda mi vida jamás he visto una exhibición de egomanía más asquerosa y desagradable! ¿Cómo te has atrevido?

El rostro de Joshua se había puesto gris y movía los labios, como si tuviera la boca completamente seca.

– ¡No fue así! ¡Ella no…, ella se arrodilló para pedirme ayuda! Ella necesitaba que yo le diera algo y te aseguro que yo no sabía qué hacer. Y la toqué porque no sabía qué otra cosa podía hacer por ella.

– ¡Mentira! ¡Eso no es más que una mentira! ¡Nos has embarcado en esta gira para satisfacer tu ego; Jesús Joshua Christian! ¡Esta gira te convertirá en un Dios! Y eso tiene que terminar ahora mismo, ¿me has entendido? No te atrevas a permitir que nadie más se arrodille ante ti. No te atrevas a permitir que la gente te adore. No eres distinto a cualquier otro hombre y eso es algo que no debes olvidar. Si existe alguna razón para que estés donde estás, ésa soy yo. Yo te he colocado aquí y yo te he creado. Y no te coloqué aquí para que actuaras como un segundo Mesías, para que aprovecharas la fortuita coincidencia de tu nombre para alentar a la gente a recordarte, no como uno de ellos, sino como un ser divino. ¡La reencarnación de Jesucristo en el tercer milenio en la persona de Joshua Christian! ¡Qué jugarreta cretina, más baja y despreciable pretendes jugarle a esos infelices! ¡No puedes aprovecharte de sus necesidades y de su crueldad! ¡Tienes que terminar con eso en seguida!

Ella misma alcanzaba a ver la espuma que echaba por la boca de la furia que sentía y sorbió con un largo sonido silbante.

Joshua se quedó mirándola, sintiendo que acababa de detener el titánico empuje que le llevaba de ciudad en ciudad, sin sentir el frío, el agotamiento o la desesperanza.

– ¿Es eso realmente lo que piensas? -preguntó en un susurro.

– ¡Sí! -contestó ella, incapaz de pronunciar otra palabra.

Christian meneó la cabeza lentamente, de un lado a otro.

– ¡No es cierto! -dijo-. ¡No, no es cierto!

Judith se alejó de él, clavando la vista en la pared.

– Estoy demasiado furiosa para continuar esta discusión. Te ruego que vayas a acostarte. ¡Ve a acostarte, Joshua! ¡Vete a la cama y duerme y descansa como…, como cualquier otro mortal!

Por regla general, un desahogo sirve de ayuda si el causante de esa amarga y sobrecogedora furia se encuentra allí para ser zaherido. Pero esa noche no fue así. Realmente; cuando él salió de su habitación a trompicones, ella se sintió peor que antes, más agobiada y enojada por emociones que no sospechaba poseer. No podía acostarse, ni siquiera podía permanecer sentada. Así que permaneció de pie, con la frente apoyada contra la gélida ventana de su dormitorio y deseó estar muerta.


La habitación del doctor Christian estaba bastante caliente. Esa bondadosa gente se las había ingeniado de alguna manera para proporcionarle aquello que creyeron más necesario para él: calor. Pero él pensó que le resultaría imposible volver a sentir calor en toda su vicia. Se atormentó, preguntándose si sería cierto todo lo que ella le había dicho, porque si era así, le parecía que hubiera sido mejor no haber nacido. En el fondo de su ser, se decía que no era cierto.

Las piernas que se movían como pistones cada día, acostumbradas a realizar esos esfuerzos sobrehumanos, de repente no conseguían sostenerlo. Se desmoronó sobre el suelo y se quedó allí, desconectado de toda sensación, a excepción del terrible dolor por su propio fracaso.

¡Ellos no necesitaban un Dios! ¡Necesitaban un hombre! En cuanto la divinidad invadía a un hombre, éste dejaba de ser hombre. A pesar de todo lo que dijeran los libros sagrados, él sabía que un dios no podía sufrir, que un dios no experimentaba dolor, que no podía identificarse con la gente. Sólo como hombre podría ayudar al hombre.

A través de un denso muro de neblina, trató de recordar a la mujer arrodillada ante él y, después de lo que le había dicho Judith Carriol, tuvo la impresión de que realmente se había arrodillado para adorarle. Y que él había respondido como lo hubiera hecho un dios, aceptándola como si fuera su derecho. Un hombre hubiera rechazado esa adoración con horror y espanto. Pero en ese momento, él no interpretó así los hechos. Simplemente, vio a alguien tan abrumado por el dolor que ni siquiera podía mantenerse en pie; era el dolor lo que había hecho caer de rodillas a esa mujer, no el amor. Le había pedido ayuda y él había tendido su mano para tocarla, pensando que sus manos curaban y podían ayudarla.

Pero, si en realidad, ella se había arrodillado para adorarle, entonces todo lo que había hecho era inútil, una blasfemia. Si él no era uno de ellos, no les estaba ofreciendo más que cenizas. Y si él estaba por encima de ellos, le estaban utilizando para robarle esa esencia que no podían encontrar por sí mismos. Eran casi vampiros y él, la víctima propiciatoria.

El cuerpo de Joshua se retorcía, se estremecía, temblando. Estaba roto. No sabía si era un hombre roto o un ídolo roto, pero eso ya no le importaba. Sollozaba desolado. Estaba roto y ya no había nada para recoger los pedazos y volverlos a poner en su lugar, porque Judith Carriol le había abandonado.

A la mañana siguiente, tenía aspecto de estar muy enfermo. La doctora Carriol, asustada y avergonzada por su propio comportamiento, se dio cuenta de que era la primera vez que le veía realmente enfermo. Se dio cuenta de que había manipulado fácilmente poderes que ni entendía ni respetaba. Porque si los hubiera respetado, nunca se habría enojado tanto. Comprendió que el motivo de su enloquecida furia fue la sospecha de que esa imagen que ella había creado, hubiera usurpado poderes propios, que ella no le había concedido.

El frío había penetrado tan profundamente en su piel, que la ira se había ido encogiendo hasta consumirse. Entonces comprendió su error. Lo que tanto la había molestado era que se creía dueña del verdadero poder y él le había demostrado simplemente que lo que había dentro de su ser no era nada que ella fuera capaz de crear. Cuando un hacedor de reyes es destruido por el rey, caen las torres y las fortalezas se derrumban.

No se le ocurría la forma de reparar el daño que había hecho, porque no estaba segura de cuál era el daño. No era un tema que pudiera discutir con él de una forma sana y lógica. Ni siquiera podía disculparse, porque él no entendería sus disculpas.

Por primera vez en su vida, la doctora Carriol se vio forzada a admitir que, a veces, sus palabras y sus actos no tenían arreglo posible.

Su madre se escabulló cautelosamente, echó una mirada al rostro de la doctora Carriol y contuvo la respiración. Observó a su hijo y comenzó a balbucear y a gemir. La doctora Carriol terminó esa escena con una simple mirada, que hizo que la madre del doctor se sentara en silencio con los ojos bajos.

– Joshua, no estás bien esta mañana -dijo la doctora Carriol con mucha calma-. Será mejor que no trates de ir caminando y que utilices el coche.

– Voy a caminar -respondió, mordiéndose los labios dolorosamente-. Quiero caminar. Tengo que caminar.

Y caminó, y era tal su enfermizo aspecto que su madre se acurrucó en el coche y dejó que las lágrimas corrieran por su rostro sin tratar de contenerlas. Habló, dio consejos, escuchó, consoló, siguió caminando; habló en el Ayuntamiento con gran fuerza y sentimiento, pero no habló de Dios. Cuando le hacían preguntas sobre Dios respondía con evasivas, o de la manera más breve posible, otorgando a su razón un nuevo dilema interior que debía solucionar. Al oírlo, la doctora Carriol se ponía tensa. Deseaba con todo su corazón poder volver atrás el reloj del tiempo. Maldijo su estupidez, su falta de autocontrol y su debilidad emocional, cuya existencia había desconocido hasta el momento. En Sioux Falls nadie notó esa diferencia, ya que nadie le había visto anteriormente. A pesar de su enfermedad y su enorme desgaste, seguía teniendo una gran presencia. En ese momento, la vorágine que antes fuera fruto de una gloriosa espontaneidad, era simplemente una férrea determinación que se perdía entre la poca gente, que había quedado en Sioux Falls durante el invierno de 2032-33.

Continuó su marcha hacia Dakota del Norte, Nebraska, Colorado, Wyoming, Montana, Idaho, Utah. Siguió caminando en medio de un frío espantoso, como si su vida dependiera de ello.

Pero la fuerza espiritual que antes le impulsara, desapareció cuando la doctora Carriol le abandonó. Y a medida que su alma se convertía en un bloque de hielo, su cuerpo empezó a desintegrarse. Le dolía, le picaba, supuraba, sangraba. Cada semana mostraba una nueva evidencia externa de su desintegración interna. Tenía forúnculos, erupciones, magulladuras y ampollas. No decía nada, no demostraba nada ni pedía ayuda médica. Por la noche comía tan poco como durante el día, luego caía en la cama como una piedra y se decía que estaba durmiendo.

En Cheyenne se desmayó y tardó varios minutos en recuperarse. Dijeron que no tenía nada, que era una pequeña debilidad y que ya había pasado.

Pero quedaba el dolor y esa pena terrible.

Ni Billy ni la doctora Carriol ni su madre podían rogarle, retarlo o razonar con él. Ni siquiera servían las provocaciones. Él se había alejado mentalmente de ellos y de toda evidencia externa de quién era. La doctora Carriol se dio cuenta de que ignoraba la inminente Marcha del Milenio, porque cada vez que alguien la nombraba su rostro no se alteraba ni demostraba interés. Era una máquina parlante que caminaba.

Comenzó a hablar constantemente de su mortalidad. No cesaba de afirmar que no era más que un hombre, un pobre e imperfecto espécimen de la creación, que también estaba condenado a morir.

– ¡Soy un hombre! -gritaba a cualquiera que le escuchara y luego buscaba obsesivamente una señal en los ojos de sus oyentes para ver si le creían. Cuando imaginaba que le adoraban como a un dios, les predicaba extraños sermones, dando vueltas y más vueltas sobre el hecho de que era un hombre. Pero su auditorio no le escuchaba, porque les bastaba con verle.

Seguía caminando y la gente que caminaba con él no comprendía su dolor. No entendían el sufrimiento que le producía esa carga de responsabilidad que le habían confiado. No podía atravesar esas cabezas tan duras para convencerles de que no era más que un hombre y no podía realizar milagros, ni curar el cáncer, ni detener la muerte, ni nada de nada… ¡No podía nada!

«Camina, Joshua, camina -pensó-, guarda las lágrimas y no dejes que nadie sepa que sufres, ni cómo te sientes. ¿Es esto la verdadera tristeza? ¿Es el fondo del dolor o todavía puedo caer más bajo? ¡Ellos necesitan algo! Y todo lo que han encontrado es un pobre hombre como tú. Es terrible que no se den cuenta de eso. Soy un hombre hueco, vacío, un semejante, un cobarde, un enano. ¿Algo más? Sí, claro, mucho más.»

Caminaba para hacer algo. Mecanizaba su dolor y era mucho mejor que soportar la pena solo en un lugar oscuro e inmóvil, el lugar oscuro de su alma.

Y la mayor tragedia de Joshua Christian es que nadie notaba cómo había crecido su humanidad, porque cada vez era más humano.

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