Capítulo 11

En Tucson, uno de los primeros días de mayo, con las montañas brillando al sol y el aire todavía frío, la doctora Carriol trató de hablar al doctor Christian de la Marcha del Milenio.

Su humor pareció mejorar cuando llegó a Arizona. Hacía más frío que de costumbre en esa época del año, pero era tan agradable que la doctora pensó que sería capaz de penetrar en la terca y obstruida mente del doctor Christian. De modo que le engatusó y le llevó en coche a ver una encantadora vista de un parque entre el límite de Tucson y Hegel.

Ese parque había sido plantado de forma artística, con abedules plateados, almendros en flor, azaleas y magnolias. Las magnolias ofrecían un mosaico de colores, las azaleas eran rosadas, blancas y púrpuras y los almendros estaban llenos de capullos blancos.

– Siéntate aquí conmigo, Joshua -dijo, señalando un banco rojo de madera, caliente por el sol.

Pero Joshua estaba demasiado entusiasmado y vagabundeaba por todas partes, tomando capullos de magnolias y maravillándose ante todo lo que veía.

Al cabo de un rato necesitó comunicar su deleite a alguien que lo comprendiera y se acercó para sentarse en el banco suspirando.

– ¡Oh, esto es maravilloso! -exclamó, levantando los brazos para abarcar el lugar-. ¡Judith, cómo he extrañado Connecticut! Sobre todo, en primavera, porque es imperecedero, los enormes abedules cobrizo y los cerezos silvestres en Greenfield Hill… ¡Oh, sí, todo esto es imperecedero! Es un himno al regreso del sol, la más perfecta obertura al verano. ¡Así lo veo en mis sueños!

– Bueno, podrás estar en Connecticut para todo eso.

Su rostro cambió, cerrándose de nuevo.

– Debo caminar.

– El Presidente preferiría que descansaras hasta el otoño, Joshua. Van a empezar las vacaciones y no es el momento adecuado para que continúes tu trabajo. No paras de repetir que no eres más que un hombre. Pues un hombre debe descansar. Y tú no has descansado durante casi ocho meses.

– ¿Tanto?

– Sí, tanto.

– Pero, ¿cómo quieres que descanse? ¡Hay todavía tanto por hacer!

Judith era consciente de que ése era un momento muy delicado y trató de encontrar las palabras justas y adecuadas.

– El Presidente tiene un favor especial que pedirte, Joshua. Quiere que descanses durante todo el verano, pero entiende que a todo el mundo le gustaría que tu viaje terminara de una forma especial.

Asintió, como si lo que estuviera escuchando le pareciera discutible.

– Joshua, ¿querrías encabezar una marcha desde Nueva York hasta Washington?

Esa frase penetró en su cerebro y se volvió para mirarla.

– El invierno ha terminado y el verano llegará para todas aquellas zonas del país por última vez, quizás. Y el Presidente siente que la creciente severidad de los inviernos, y la breve duración del verano, hacen que la gente se sienta todavía un poco débil, a pesar de todo tu trabajo. Bueno, él ha pensado que tú podrías arrastrarlos al espíritu del verano, por decirlo de alguna manera, conduciendo a todos los que quieran caminar en peregrinación hasta la sede del Gobierno. Y piensa que la ciudad de Nueva York es el punto de partida lógico. Es un largo camino, que llevará varios días. Pero cuando todo haya terminado, podrás descansar todo el verano, sabiendo que has terminado tu largo viaje con un colosal resurgimiento de entusiasmo.

– Lo haré -respondió de inmediato-. El Presidente tiene razón. La gente necesita que haga un esfuerzo extra en esta última etapa, ya no basta con mis caminatas ordinarias. Sí, lo haré.

– ¡Oh, es espléndido!

– ¿Cuándo? -preguntó.

– Lo más pronto posible.

– Sí, bien. -Se tocó el pelo que, en ese momento, llevaba con un corte militar para no perder el tiempo por las mañanas, ya que con esas temperaturas no podía arriesgarse a salir a la calle con el pelo húmedo. Pero, en el fondo, la doctora Carriol sospechaba que ése no era el motivo. Parecía haber desarrollado un instinto para el autocastigo. El corte militar no le quedaba bien, porque acentuaba su palidez y su delgadez le hacía parecer un preso de campo de concentración.

– Podemos ir a Nueva York en cuanto terminemos en Tucson -dijo la doctora.

– Lo que tú digas. -Se puso de pie y caminó hacia los almendros.

La doctora Carriol permaneció donde estaba, incapaz de creer que resultara tan sencillo.

En realidad, dejando aparte su extravagante proceso mental, todo había sido ridículamente fácil. Su libro se seguía vendiendo por millares y los que lo habían adquirido, lo guardaban como un tesoro. Nadie trató de molestarle nunca ni de discutir con él. Los grupos marginales le habían evitado como si se tratara de una plaga. La enorme medida de su éxito podía medirse en la cantidad de gente, a la que había convencido con su concepto de Dios, incluso los personajes más famosos desde famosos de la televisión, como Bob Smith y Benjamín Steinfeld, hasta figuras de la política como Tibor Reece y el senador Hillier. La nueva reubicación estaba en vías de cambio masivo. Judith Carriol había recibido una carta de Moshe Chasen, en la que le informaba de dos chismes de Washington; el primero, que el presidente Reece había dejado a Julia después de hablar con el doctor Christian; el segundo le hacía responsable del radical cambio en el tratamiento de la hija del Presidente.

La doctora Carriol pensó que tal vez nadie podría evaluar exactamente el sentimiento que había crecido entre el doctor Christian y el pueblo al que había elegido servir, ni siquiera en un futuro previsible. Joshua Christian era un objeto brillante en el cielo, una cometa a cuya cola centelleante ella se había atado como una simple lata. Todo cuanto podía hacer era sentir las frías chispas girando a su alrededor.

A Moshe Chasen le encomendaron la organización dé la Marcha del Milenio. Pero el doctor Chasen estaba cada vez más preocupado, no por la Marcha del Milenio, que era una tarea logística relativamente fácil, sino por lo que les estaba sucediendo al doctor Christian y a Judith Carriol. El encuentro prometido el día después de que la recibiera en el aeropuerto en el mes de enero, no tuvo lugar, ni las visitas semanales a Washington que había planeado hacer. Ella no escribía nunca y cuando telefoneaba no daba informaciones reales. La única información detallada que recibió de ella, fue un télex codificado desde Omaha en el que le daba instrucciones sobre la Marcha del Milenio. La Cuarta Sección notaba y sufría su ausencia, porque ella era única y eso era algo que todos habían comprendido. John Wayne mantenía a la sección administrativa y Millie Hemingway era una sustituía de emergencia en las ideas finales, pero sin la tortuosa presencia de la doctora Carriol se había perdido definitivamente algo vital.

Todos sabían dónde estaba ella y, de alguna manera también sabían que su misión era una orden del Presidente.

El concepto global de la Marcha del Milenio no sólo asombró al doctor Chasen, sino que lo consternó. Lo consideró una brillante droga. Pero cuando tuvo el télex de la doctora Carriol en sus manos, cambió de idea. En el cerebro de ella la marcha era una droga, pero en manos del doctor Joshua Christian adquiría la dignidad necesaria. Moshe obedecería órdenes de Joshua, no de Judith. Por él intentaría realizar el sueño de ese proyecto, arriesgándose al fracaso. Apreciaba a Judith como jefa, como amiga a veces. También sentía lástima por ella y la piedad era un sentimiento que lo conmovía de una forma intolerable. Por esa piedad sería capaz de realizar esfuerzos sobrehumanos y perdonaría lo que el amor encuentra imperdonable. Era un judío devoto y, sin embargo, muy cristiano; sus pecados eran puramente pecados de omisión, debidos a la irreflexión o a la falta de perfección. Pero, en el caso de Judith Carriol, sentía el empobrecimiento de un espíritu que había establecido su yo como totalidad para sobrevivir.

De todos modos, su preocupación no le impedía lanzarse al trabajo de la organización de la Marcha del Milenio. Millie Hemingway comentaba su trabajo y lo enviaba a Judith Carriol por télex. La doctora Carriol terminaba el trabajo durante las horas que pasaba sentada en el coche o en los hoteles, esperando a que el doctor Christian terminara sus caminatas. Y el resultado fue sin duda glorioso por su proyección.

El privilegio de anunciar la Marcha del Milenio se otorgó a Bob Smith, que dio la noticia en su edición especial de Esta Noche a finales de febrero. Bob había adoptado al doctor Christian como su propia creación. Cada semana, en su espectáculo de los viernes, tenía una película del doctor Christian y la gente a la que hablaba durante sus caminatas. El programa tuvo un nuevo telón de fondo, un mapa gigantesco de los Estados Unidos iluminado con las rutas del doctor Christian con diferentes colores.

La publicidad aumentó durante marzo y abril, cuidadosamente dirigida por el Ministerio del Medio Ambiente, que tenía espacios en todas las cadenas televisivas. El espíritu de la marcha era alabado; se explicaban meticulosamente las dificultades de la misma, así como detalladas descripciones de los diversos servicios públicos que se brindaban en la ruta. Emitían espacios de un minuto de duración, en los que mostraban programas de ejercicios para preparar a los caminantes, cursos de meditación para mantener un buen estado de ánimo durante la marcha, programas médicos para ayudar a los potenciales caminantes a decidirse. Todos los supermercados y comercios estaban inundados de guías, instrucciones, mapas con rutas y transportes para trasladarse desde su casa hasta el lugar de partida, consejos sobre la ropa que había que llevar. Había incluso una maravillosa melodía titulada La Marcha del Milenio, compuesta por encargo por Salvatore d'Estragon, el nuevo genio de la ópera, al que apodaban Sal Picante. El doctor Christian decidió que podía resultar un poco irónico, pero no cabía duda de que era la mejor pieza musical patriótica, desde que Elgar escribiera su serie de Pompa y circunstancias.

Cuando el doctor Christian llegó a Nueva York, a mediados de mayo, el viento todavía gemía por las calles sin sol y quedaban algunos restos de hielo en rincones sombríos, pues ese invierno había sido muy largo y muy frío. Se negó a realizar el corto viaje desde Nueva York hasta Holloman, pese a las súplicas de su madre. Todo lo que hizo al llegar a la ciudad fue sentarse en la ventana de su habitación y contar los senderos que se podían ver en el Central Park, y a la gente que había en ellos.

– ¡Judith, está muy enfermo! -dijo su madre, cuando Joshua se hubo acostado-. ¿Qué podemos hacer?

– Nada, no podemos hacer nada por él.

– Pero, ¿no crees que en el hospital podrían hacerle algún tratamiento? -preguntó desesperanzada.

– Ni siquiera sé si enfermo es la palabra adecuada -dijo la doctora Carriol-. Simplemente, se ha alejado de nosotras, no sé hacia dónde y creo que él tampoco lo sabe. No sé si se puede llamar a eso enfermedad, incluso mental. No se parece a ningún enfermo físico o mental. Pero sí sé una cosa: su enfermedad no tiene cura fuera de él mismo. Confío en que, después de esta marcha, aceptará ir a algún lado para un reposo absoluto. No ha descansado en ocho meses.

La doctora Carriol lo había preparado todo, iría a un sanatorio privado en Palm Springs, con régimen alimenticio, ejercicios y relajación. Se sentía culpable por el estallido de furia, pero era indudable que había servido para calmar al doctor Christian, que hasta entonces parecía en perpetua amenaza de erupción.

James, Andrew y sus esposas debían llegar a Nueva York para participar en la marcha, pero Mary llegó de Holloman antes que ellos con el mismo propósito. Cuando su madre fijó sus ojos en su única hija, que era un horrible recuerdo de Joshua, le pareció ver a una persona diferente a la que conocía.

Y luego llegaron los demás. Los hermanos menores, separados por primera vez de la influencia del hermano mayor todopoderoso y de la agobiante y testaruda madre, habían ganado confianza en sí mismos y habían desarrollado una gran capacidad de iniciativa. Habían saboreado la especial libertad de poder elegir sus propias ideas, con la seguridad de que los cambios que hicieran nunca llamarían la atención de Joshua. Las ideas de Joshua eran magníficas, pero no siempre encajaban con la mentalidad de los extranjeros. La inteligente Miriam había crecido al lado de James, pero Martha siguió siendo la misma Martha de siempre.

Cuando llegaron al hotel, Joshua estaba caminando por algún lugar; los primeros arrebatos del encuentro entre ellos y su madre ya habían pasado cuando él llegó. La doctora Carriol también se ausentó, porque no tenía ningún deseo de presenciar el encuentro de Joshua con su familia.

Así que su madre tuvo un pequeño respiro entre los hijos menores y Joshua. No fue una pausa feliz. Se preguntaba en qué se había convertido su familia, recordando su forma de vida antes del juicio de Marcus, antes de que apareciera Judith, mucho antes del libro. Todo era culpa de ese maldito libro. ¡La Maldición Divina! Nunca un libro tuvo un título mejor pensado. Dios había maldecido a los Christian. «Dios me ha maldecido. Pero, ¿qué he hecho yo para merecer esta maldición? Sé que no soy muy inteligente, que soy una pesada y que pongo nerviosa a la gente, pero, ¿qué he hecho para merecer su maldición? Eduqué a mis hijos sola, nunca claudiqué, ni pedí misericordia, nunca dejé de pensar en el futuro, nunca tuve tiempo para mí, para un amante o un marido o, por lo menos, un pasatiempo, nunca esquivé los problemas o el dolor. Y, sin embargo, me ha maldecido. Deberé pasar el resto de mi vida con mi única hija y eso será peor que el infierno, porque ella me odia igual que a Joshua y no sé por qué nos odia.»

Joshua entró y se quedó mirando el grupito familiar, contra el cielo que se veía por la ventana, marcando las siluetas y dejando los rostros invisibles. No dijo nada.

La charla cesó de inmediato. Los rostros se volvieron y las caras cambiaron.

Y, antes de que nadie pudiera reaccionar, de una forma o de otra, Martha se desmayó. No gimió ni se quejó; simplemente cayó al suelo.

Tardó un tiempo en reponerse, durante el cual cada uno pudo ocultar sus reacciones a Joshua, pretendiendo que estaban preocupados por Martha. Le recibieron como al hermano famoso. Su madre hizo toda clase de cosas hasta que Martha le cerró la puerta en las narices. La dejó en la sala en compañía de James, Andrew, Miriam y Joshua, la dejó encerrada en su mundo en ruinas.

– Entonces, ¿vienes conmigo a Washington? -preguntó el doctor Christian, dejando sus guantes y la bufanda sobre la mesa.

– No podrías impedirlo de ninguna de las maneras -dijo James, parpadeando-. ¡Oh, debo estar muy cansado, me lloran los ojos!

Andrew se volvió, frotándose la cara y luego exclamó con exageración:

– ¡Pero qué estoy naciendo aquí? Debería estar con la pobre Martha. Disculparme, en seguida vuelvo.

– No te preocupes -respondió Joshua y se sentó.

– ¡Dios mío, ya lo creo que hemos caminado! -exclamó Miriam con gran entusiasmo, dando una palmada en el hombro de James con cariño-. Mientras tú caminabas por Iowa y Dakota, nosotros caminábamos por Francia y Alemania. Tú caminaste por Wyoming y Minnesota; nosotros, por Escandinavia y Polonia. Y, en todas partes, la gente venía, igual que aquí. Es tan hermoso, Joshua. ¡Es un milagro!

El doctor Christian la miró con sus extraños ojos negros.

– Llamar a lo que hacemos un milagro, es una blasfemia, Miriam -dijo ásperamente.

Se produjo un silencio y nadie sabía qué hacer para romper esa terrible pausa.

En ese momento la doctora Carriol entró. Aunque no sabía exactamente qué iba a encontrar, la sorprendió encontrar a Miriam gimiendo, a su madre agitándose de un lado a otro, y a Joshua sentado observando lo que pasaba como si todo ocurriera en una película muy antigua y silenciosa.

Su madre encargó café y sándwiches. Andrew volvió y todos se sentaron, excepto Joshua que se fue a su habitación sin decir nada. No regresó, pero no hablaron de él con la doctora Carriol y se concentraron en la Marcha del Milenio.

– Está todo bajo control -dijo-. He tratado durante semanas de persuadir a Joshua de que descanse, pero no quiere oír hablar de ello. La marcha comenzará pasado mañana en Wall Street Side en la 125 y seguirá por el puente de George Washington hacia Jersey. Luego bajará por la 195 hacia Filadelfia, Wilmington, Baltimore y finalmente Washington. En la carretera 195 hemos arreglado un camino perfecto para que quede alejado de la muchedumbre, pero que quede al mismo tiempo entre ellos. Hemos instalado una plancha de madera alta, en medio de la carretera y dejaremos que la gente camine a su lado, pero debajo de él. Todo el tráfico utilizará la Jersey Turpnike. La 195 es mejor para nuestros propósitos porque pasa a través de las ciudades, en lugar de rodearlas como la Turpnike.

– ¿Cuánto tiempo durará? -preguntó James.

– Es difícil de decir. Joshua camina muy rápido, ya lo saben y no creo que acepte que su marcha se planee dentro de un tiempo establecido. Deja atrás a la mayoría de la gente rápidamente. Y supongo que lo hace para dar la oportunidad a otra gente de estar cerca de él. Sinceramente, no lo sé, porque nunca discute su técnica actual de marcha conmigo. De todas maneras, dispondremos de confortables espacios listos para acampar cuando sepamos dónde va a finalizar su jornada. Situaremos los campamentos en parques o en otros lugares públicos. Hay muchísimos en el camino.

– ¿Y qué pasará con la gente? -preguntó Andrew.

– Nosotros suponemos que la gente querrá permanecer en la marcha durante el día, aunque hay grupos que seguirán a Joshua hasta Washington. Durante el camino se unirán grupos a la Marcha y nos aseguraremos de que esa gente tenga la oportunidad de caminar un par de kilómetros junto a Joshua antes de que él les deje atrás. Habrá transportes durante todo el camino para que la gente que desee regresar a sus casas pueda hacerlo sin dificultad. La Guardia Nacional se ocupará de la comida y de la asistencia médica, mientras que el Ejército se encargará de mantener el orden durante la marcha. No tenemos ni idea de cuánta gente marchará, pero imaginamos que serán varios millones. Creo que el primer día veremos marchar a dos millones durante una buena parte del camino.

– Si Joshua camina por esa plataforma elevada, ¿no será un posible blanco para los asesinos? -preguntó Miriam con calma.

– Eso -dijo la doctora Carriol-, es un riesgo que hemos decidido aceptar. Joshua se niega a caminar entre los escudos antibalas, tal como se había planeado originalmente. También se niega a suspender la marcha y rechaza cualquier clase de escolta. Dijo que caminaría solo y sin protección.

Su madre empezó a gemir suavemente y buscó la mano de Miriam, que la tomó consoladoramente.

– Sí, ya lo sé -dijo la doctora Carriol-. Pero no tiene sentido que se lo ocultemos. Usted está mejor preparada. Y ya conoce a Joshua. Cuando se le ocurre algo, es imposible sacárselo de la cabeza. Ni el Presidente logró persuadirle.

– Joshua es demasiado orgulloso -dijo Andrew entre dientes.

La doctora Carriol levantó las cejas.

– Tal vez, pero no tengo la sensación de que nadie vaya a atacarle. Siempre ha sido una fuerza apaciguadora y se ha movido sin temor y sin ninguna protección entre multitudes en muchas ocasiones. Y nunca apareció un asesino, ni un loco. Es asombroso. La respuesta a la Marcha es uniformemente buena. Está dentro de la tradición de los antiguos festivales de Pascua, aunque todavía falta mucho para Pascua. Pascua era el Año Nuevo original, pero como los inviernos son cada vez más largos, quién sabe, si con el paso de los años, modificará la fecha, haciéndola coincidir con la nueva fecha de la primavera.

James suspiró.

– Seguro que es una nueva clase de mundo. Así que, ¿por qué no?

La noche anterior a la marcha, la familia se acostó temprano. Cuando la madre se hubo acostado, la doctora Carriol disfrutó de la solitaria posesión de la gran sala en la suite del doctor Christian.

Fue hacia la ventana y contempló el Central Park, donde los primeros grupos de caminantes se habían instalado. Venían de Connecticut y otras partes más lejanas del país. La doctora sabía que allí habían mimos, bailarines, payasos, títeres, saltimbanquis y bandas de música, porque había estado paseando por el parque esta tarde. Central Park albergaba la mayor reunión de la commedia dell'arte que el mundo pudiera ver jamás. Aunque hacía frío, no había humedad y el ánimo de los acampantes era muy alegre. Hablaban entre ellos con toda libertad, compartían lo que tenían, reían mucho y no demostraban miedo o sospecha ante los desconocidos; no tenían dinero ni preocupaciones. Durante dos horas se había paseado entre ellos, escuchando y observando y supo que todos ellos habían dejado de pensar en la aparición del doctor Christian. Todos los que interrogó sobre si realmente deseaban verle, respondieron que si hubiera sido así, se hubieran quedado en sus casas para mirar la marcha por televisión. Estaban allí porque querían ser una parte física de la marcha.

Pensó en decirles que todo había sido idea de ella Pero no lo hizo y acunó su triunfo secreto.

Había preguntado a muchos cómo pensaban regresar a sus casas, pese a que sabía mejor que nadie que el Ejército se había movilizado para realizar el transporte masivo más importante en la historia del país. Simplemente se preguntaba cuántas de esas personas habrían absorbido todas las semanas de mensajes preparatorios. Pero nadie parecía preocupado por volver a su casa. Se imaginaban que tarde o temprano deberían hacerlo, pero no iban a permitir que eso les estropeara el gran día.

El doctor Christian era probablemente el único que no se enteraba de lo que estaba sucediendo a su alrededor, lo grande que era ese proyecto y los peligros que encerraba en caso de que algo fallara. Iba a caminar de Nueva York a Washington y no podía pensar más allá de ese objetivo. La doctora Carriol le había dicho que debería decir un discurso al finalizar la marcha a orillas del Potomac, pero él no temía al desaliento. Las palabras acudían a su boca con facilidad. Si querían que hablara, hablaría. Le resultaba muy fácil. Se preguntaba una y otra vez por qué esas pequeñas cosas que él hacía eran tan importantes para la gente. Caminar era la actividad más natural y hablar era muy fácil. Levantar las manos para consolar a alguien tampoco le suponía ningún esfuerzo. Pero no podían ofrecer consuelo, porque eso era algo que ellos sólo podían encontrar en ellos mismos. Él no era más que una caja de resonancia, un catalizador mental de la gente, un conductor de corrientes espirituales.

En esos días se sentía muy enfermo. Caminaba en el más terrible estado de dolor físico y mental. Aunque no lo hubiera dicho ni demostrado a nadie, su cuerpo empezaba a desintegrarse. Los huesos de sus pies y de sus piernas comenzaban a agrietarse, como consecuencia de esos meses de caminatas sin cuidados, caminando sin calor interior. Aprendió a mantener las manos dentro de los bolsillos del abrigo, porque si las dejaba caer a ambos costados, los hombros se agobiaban. La cabeza se le hundía en el cuello y el cuello en el pecho, que a su vez se hundía en el abdomen y todos ellos se apoyaban en una crujiente pelvis. Cuando el fuego le abandonaba, porque le faltara la fuente vital, dejaba de preocuparse por sí mismo, tanto que ni siquiera utilizaba la ropa interior que Billy compraba y olvidaba ponerse las medias.

No importaba, nada le importaba. Sabía que esa gran caminata sería la última. Y ya había dejado de pensar qué haría cuando dejara de caminar. El futuro no tenía futuro. ¿Qué le quedaba a un hombre cuando había consumido todas sus fuerzas? Paz, contestaba su alma con tranquilidad, paz en un larguísimo sueño infinito. Deseaba ese sueño con todas sus fuerzas.

Acostado en la cama, la noche anterior al comienzo de la marcha, produjo el milagro de su mente sobre su cuerpo macerado. Se concentró para alejar de su cuerpo ese agudo dolor, pensando en el dulce descanso que seguiría a ese último esfuerzo sobrehumano, a esa agonía viviente que le atenazaba cada parte de su cuerpo.

Empezaba a salir el sol en un día despejado y una suave brisa recorría la ciudad. Las puntas de los rascacielos, alrededor de Wall Street brillaban en tonos dorados y cobrizos. El doctor Christian empezaba su última caminata. Le acompañaban sus dos hermanos, su hermana, sus dos hermanas políticas y también su madre, hasta que sus zapatos de moda la obligaron a subir tranquilamente al asiento trasero del coche, estacionado a la vuelta de la, esquina, por si alguna de las personalidades que participaban en la marcha tenía problemas.

Liam O'Connor, alcalde de Nueva York, caminaba con la esperanza de terminar la marcha, para la que se había entrenado durante semanas, ya que había sido un buen atleta en su juventud. El senador David Sims Hillier VII estaba con él. El gobernador Hughlings Canfield de Nueva York, William Griswold, gobernador de Connecticut, y Paul Kelly, gobernador de Massachusetts, formaban parte de la marcha y estaban decididos a terminar la marcha, y se habían entrenado para ello desde que Bob Smith la anunciara en febrero. Todos los concejales de Nueva York caminaban, al igual que la Policía y el jefe de los bomberos. Un numeroso grupo de bomberos desfilaba con uniforme. La Legión Americana se había reunido frente al «Hotel Plaza» para unirse a la marcha y también estaba presente la banda de un colegio de Manhattan, junto con sus líderes y algunos estudiantes. Los negros que quedaban en Harlem se reunieron en la Calle 125 y el resto de los puertorriqueños del West Side se reunían en la entrada al puente de George Washington.

Empezó a hacer más frío y un viento cortante golpeaba a los caminantes al doblar las esquinas. En esta ocasión, el doctor Christian decidió caminar sin sombrero ni guantes. No hubo ceremonia de inauguración. Apareció en el portal, donde había estado esperando desde la madrugada y empezó a caminar por el medio de la calle, sin notar la presencia de los demás. Su familia se movía detrás de él, los dignatarios seguían con la banda del colegio y los millares que saludaban al doctor Christian esperaron obedientes a que la Policía diera la señal de partida.

El doctor Christian estaba tranquilo y un poco rígido, sin mirar ni a derecha ni a izquierda… Levantó el mentón y clavó su mirada en algún punto de las cámaras de la «CBS» y la «ABC», mientras la «NBC» filmaba a la multitud. Los medios de comunicación tenían órdenes estrictas de no interponerse en el camino del doctor Christian, ni intentar entrevistarlo mientras caminaba. Nadie quebró la prohibición, en parte porque durante las primeras manzanas, ningún periodista tenía aliento para hacer preguntas. El doctor Christian caminaba muy ligero, como si la única forma de acabar fuera seguir ciegamente ese impulso que le llevaba adelante.

La multitud seguía avanzando, salían de los costados de las calles mientras él pasaba y la Policía y el Ejército le saludaban con mucha seriedad, agitando los brazos con sus relucientes uniformes.

Desde Soho y el Village una marejada de gente bailaba con todos los instrumentos musicales que podían, cubiertos con capas. Unos helicópteros daban vueltas por el lado sur de Central Park, enfocando sus cámaras al doctor, que salía por la Quinta Avenida, seguido de medio millón de personas, que se dispersaban por Madison, la Sexta y la Séptima Avenida.

Los que habían acampado esa noche en Central Park salieron con gran tumulto, cantando mientras caminaban. Algunos seguían el son de las guitarras como una danza ritual, mientras que otros marchaban militarmente al compás de la banda. Algunos caminaban sobre zancos; otros se balanceaban sobre sus manos y otros caminaban y disfrutaban de lo que veían. Había arlequines y Pierrots, Cleopatras y Marías Antonietas, King Kongs y Capitán Garfios. Un grupo de unos quinientos usaba toga y era guiado por un general romano, que vestía cinturones de diferentes colores. Los caballos y las bicicletas estaban prohibidos, pero había sillas de ruedas adornadas con colas de zorro. Un hombre avanzaba con su organillo y un mono que hacía volteretas sobre su hombro. Tres caballeros vestidos de frac montaban en monopatines y, como no estaba específicamente prohibido, la Policía no pudo detenerlos. Un faquir sobre una cama de clavos era llevado por sus discípulos, que llevaban la cabeza afeitada. Cientos de personas llevaban dragones chinos.

La seriedad del doctor Christian se rompió cuando tomó la Quinta Avenida hacia el Museo Metropolitano, donde un gran grupo de candidatos se unieron a la marcha. Comenzaron a cubrirle de flores, jacintos, rosas, narcisos y gardenias. Joshua cruzó la amplia avenida hacia ellos, por detrás de la Policía y tendió sus manos para estrechar las suyas, riendo por su felicidad, lleno de flores que le adornaban las orejas, los dedos y los bolsillos. Alguien le colocó una corona de grandes margaritas sobre la cabeza y una guirnalda de begonias en el cuelloi Subió las escaleras del museo, adornado como si fuera el príncipe de la primavera. Agitó sus brazos y sus palabras resonaron por los micrófonos. Sus palabras fueron recibidas de inmediato, que se pararon para escucharle.

– ¡Gente de esta tierra! ¡Les quiero! -gritó llorando-. ¡Caminen conmigo en este maravilloso mundo! ¡Nuestras lágrimas lo convertirán en un paraíso! ¡Dejen sus penas, olviden sus dolores! ¡La raza humana durará más que el peor de los fríos! ¡Caminen conmigo de la mano, hermanos! ¿Quién puede lamentar la falta de hermanos, cuando cada hombre es hermano de los hombres y cada mujer su hermana? ¡Caminen conmigo hacia nuestro futuro!

Luego continuó en medio de un gran rugido de aprobación, mientras las flores caían por la calle y la gente las recogía para guardarlas entre las páginas del libro para las mañanas venideras.

A medida que caminaba, su cuerpo se iba amoldando al ritmo rápido que devoraba los kilómetros, dejando atrás a aquellos que deseaban continuar con él.

Cruzó el puente George Washington al mediodía y condujo a tres millones de personas hacia Nueva Jersey. Cantaban y caminaban con una rítmica cadencia, pasando por los dos niveles del puente con serena tranquilidad. Iban siguiendo al flautista de sus sueños, sin importarles adonde ni preocuparse por ella. Era un maravilloso día, en el que nadie conocía la preocupación, ni el dolor ni la angustia.

A partir de Nueva Jersey, tal como había dicho la doctora Carriol, el doctor Christian empezó a caminar por la carretera 195 por una plataforma elevada, que le mantenía por encima y a cierta distancia de los que marchaban a ambos lados de la carretera.

– ¡Hosana! -gritaban-. ¡Aleluya! ¡Bendito seas! ¡Dios te ampare!

Y se esparcían como una lenta y continúa corriente, un mar de cabezas que se agitaban a través de los montones de escoria de las antiguas industrias de la moribunda Nueva Jersey; a través de los verdes prados y las rutas plateadas. Se ayudaban unos a otros, sacaban a los agotados con toda delicadeza y cuando no podían más, aminoraban la marcha lentamente, pasando la antorcha a aquellos que la esperaban.

Cinco millones de personas caminaron juntas ese primer día, libres y alegres, sin sentimiento de culpa y felices.

La doctora Carriol no marchaba. Permaneció en el hotel para observar la salida por la televisión, mordiéndose los labios, sintiendo que sus propósitos se escurrían entre sus piernas como una lenta hemorragia. Cuando el doctor Christian pasó frente al hotel, ella le miró por la ventana, con dolor. La visión de esa enorme masa en movimiento la había dejado sin aliento, nunca había comprendido antes la cantidad de gente que contenía el mundo. Nunca había sido capaz de entender la naturaleza del verdadero sufrimiento y ahora intentaba acercarse a ese concepto, estimulada y confusa por su propia confusión. Sin embargo, su mente intelectual sólo era capaz de valorar la cantidad, no la calidad.

Y ellos siguieron caminando ante ella hasta que el sol comenzó a ocultarse y la ciudad estalló en un silencioso bramido.

En el momento en que se produjo esa desolación, la doctora Carriol bajó, cruzó la Quinta Avenida, para dirigirse al parque, donde le esperaba el helicóptero que la conduciría a Nueva Jersey. Allí se encontraría con su pesadilla en el campamento nocturno.

En la Casa Blanca era un día enloquecedor, porque el Presidente estaba de muy mal humor. Le preocupaba que algo pudiera salir mal, que ese mar humano se enfureciera por alguna razón no prevista, que se formara una especie de remolino magnético en medio de la multitud y aplastara sus cabezas como si se tratara de huevos. Temía que una ola de odio inadvertida estallara en algún lugar y se transformara en una sangrienta oleada de violencia o que un fanático apareciera con un rifle y atacara al doctor Christian, mientras caminaba indefenso y expuesto en su largo camino.

Había aceptado el concepto de la Marcha del Milenio cuando Harold Magnus se lo presentó, pero a medida que pasaba el tiempo y la marcha se hacía irrevocable, fue creciendo su temor y deseó intensamente no haber dado su consentimiento. Al llegar el mes de mayo, Harold Magnus se burló de su intranquilidad y eso le hizo ponerse a la defensiva. Le habían informado de la negativa del doctor Christian a aceptar protección. Empezó a exigir más garantías de seguridad al Ministerio del Medio Ambiente, el Ejército y la Guardia Nacional y cualquier otro organismo que pudiera ofrecer sus servicios de seguridad. Todo eso sirvió para tranquilizarle, pero el presentimiento del desastre persistía, centrado en ese momento en la vulnerabilidad del doctor Christian, que escapaba a cualquier control.

Así que al comenzar la marcha, el Presidente estaba enloquecido. No podía adoptar una actitud más positiva, porque le parecía que la Marcha del Milenio, la fama del doctor Christian, el asombroso éxito de la filosofía de Christian en el extranjero, conspiraban contra una actitud positiva. Por primera vez desde el Tratado de Delhi, se alcanzaba una verdadera concordia entre los Estados Unidos y otros Gobiernos y le parecía que era demasiado grande la responsabilidad que pesaba sobre las espaldas de ese pobre hombre, que su monitor de vídeo mostraba como un blanco perfecto para un atentado. Sabía que si el doctor Christian se desplomaba, Norteamérica sufriría un desgarramiento mayor que el de Delhi, porque su pueblo y todos los pueblos del mundo sentirían una vez más el dolor de la destrucción sin sentido, por parte de los elementos anarquistas que les acosaban.

Había prohibido que se le acercaran desde el amanecer, sentado en compañía de Harold Magnus, sobresaltándose cada vez que las cámaras enfocaban algún posible tumulto. Había elegido a Harold Magnus como única compañía, porque si algo salía mal era alguien a quien podría culpar con entera justificación.

Todo eso le aterraba, le atemorizaba, porque le hacía comprender por primera vez la realidad de esos abstractos millones. Allí estaban esos cinco millones de carne y hueso, como pequeñas burbujas de cabezas desparramadas por todo el campo de Nueva Jersey, cada una de las cuales había votado por o contra él. ¿Cómo se había atrevido a suponer que los gobernaba? ¿Y cómo se atrevió a pensarlo su predecesor? No era posible controlar algo tan astronómico. Aquello le quitaba todo el valor para volver a actuar. En esos momentos, sólo deseaba correr y esconder la cabeza para que nadie la encontrara jamás. Se empezó a preguntar quién era en realidad Joshua Christian y por qué había salido del anonimato oscuro para alcanzar ese profundo dominio sobre las gentes. ¿Qué derecho tenía una computadora de determinar los destinos humanos? ¿Era posible que ese hombre fuera verdaderamente tan desinteresado como para no comprender las aterradoras posibilidades que le ofrecía ese océano de carne? «Tengo miedo, mucho miedo. ¿Qué he hecho?», pensó desesperado.

Harold Magnus era consciente de las dudas que atormentaban a Tibor Reece, pero no experimentaba ninguna de ellas. Ronroneaba de satisfacción ante aquel espectáculo. ¡Ése era su gran triunfo! No creía que sucediera nada desastroso, tenía una confianza ilimitada. Y disfrutaba de la visión que le ofrecían los monitores de vídeo sobre la marcha y sobre las otras nueve marchas, que cruzaban todo el país, versiones más pequeñas de la Marcha del Milenio, planeadas para terminar en un día o dos a lo sumo: de Fort Lauderdale a Miami, de Gary a Chicago, de Fort Worth a Dallas, de Long Beach a Los Ángeles, de Macón a Atlanta, de Galveston a Houston, de San José a San Francisco, de Puebla a México y de Monterrey a Chicago. Se saciaba con la visión de esos millones de caminantes, se atragantaba con sus sueños, esperanzas y aspiraciones. Y se complacía pensando lo inteligente que era.

Moshe Chasen observaba todo desde su casa con Sylvia, su mujer y sus emociones estaban más cerca de las de Tibor Reece que de las de Magnus.

– Alguien le va a hacer daño -murmuró, cuando vio al doctor Christian, trepando a la alta plataforma para comenzar la marcha por la 195.

– Tienes razón -dijo Sylvia, sin ofrecerle ningún consuelo.

La observó angustiado.

– ¡No debería estar de acuerdo conmigo!

– ¡Supongo que como soy tu mujer debería discutir un poco! Pero cuando tienes razón, Moshe, estoy de acuerdo contigo, quizá para demostrarte las pocas veces que tienes razón.

– ¡Muérdete la lengua! -Escondió la cabeza entre los brazos-. ¡Ay, qué he hecho!

– ¿Qué has hecho? -Sylvia apartó los ojos del televisor y le miró-. ¿Qué has hecho, Moshe?

– Le he mandado a la muerte, eso es lo que he hecho.

Su primer impulso fue burlarse de esa afirmación, pero decidió usar un método diferente.

– ¡Vamos, vamos, Moshe, no va a pasarle nada!

Pero el doctor Chasen no se sintió mejor.

La oscuridad reinaba una hora antes de que el doctor Christian bajara de su camino y dejara a las multitudes que le saludaban. Había caminado durante doce horas, sin detenerse para comer, para ir al baño y había rechazado cualquier tipo de bebida. La doctora empezó a preocuparse, mientras esperaba bajo la carpa en la que ella, la familia Christian y las personalidades iban a pasar la noche. Joshua se había convertido en un fanático total, con la fuerza y la resistencia de un superhombre y la indiferencia por el bienestar de su propio cuerpo. Se consumiría muy pronto, pero no antes de llegar a Washington. Esa clase de hombres nunca se consumen a destiempo.

Todas las medidas de seguridad posible se incrementaron para protegerlo. Sobre su cabeza, volaban helicópteros, que nada tenían que ver con los medios de comunicación, recorriendo la zona. Buscaban entre la multitud el reflejo del cañón de un fusil o la trayectoria de un misil. La ruta levantada, pese a su desnudez, le daba una cierta protección, porque cualquier intento de asesinato debía realizarse levantando el arma por encima de la multitud desde un edificio alto. Ningún lugar había quedado sin vigilancia en todo el trayecto.

Cuando el doctor Christian entró en la gran carpa que habían reservado para él y su familia, la doctora Carriol se adelantó para ayudarle a quitarse el abrigo. Estaba totalmente agotado. Cuando Judith sugirió que fuera al baño, asintió y desapareció en la dirección indicada, pero regresó al cabo de un minuto.

– Hemos colocado bañeras con hidromasajes -anunció Judith a todos-. No hay nada mejor para los calambres.

– ¡Oh, Judith, eso es maravilloso! -dijo Andrew, con las mejillas sonrosadas por el frío.

– Estoy exhausto, pero tan contento que me pondría a llorar -dijo James, dejándose caer en una silla.

Ninguno de ellos había caminado como Joshua, él había sido el único que había marchado sin comer ni beber, ni descansar un minuto. Cada dos horas los miembros oficiales de la marcha bajaban a la carretera para descansar una hora y luego les transportaban hasta la cabeza de la marcha, para volver a reunirse con el doctor Christian.

– Bueno, chicos, venid a beber algo -dijo su madre desde las mesas.

Pero cuando regresó del baño, el doctor Christian permaneció inmóvil, sin hablar, mirando fijamente al frente, como si nada de lo que estuviera viendo tuviera realidad.

Su madre comenzó a advertir su extraña conducta y se disponía a armar un escándalo, cuando la doctora Carriol se le adelantó. Se le acercó y le tomó amablemente del brazo.

– Joshua, ven a darte un baño -dijo.

La siguió a uno de los cuartos situados al final de la carpa donde habían colocado las bañeras. Cuando se encontró en el lugar reservado para su uso privado, volvió a quedarse inmóvil.

– ¿Quieres que te ayude? -preguntó, con una súbita sensación de alarma.

Pero él no parecía oírla.

Le sacó la ropa en silencio, mientras él no se movía ni protestaba.

Lo que vio al desnudarlo, la llenó de dolor.

– Joshua, ¿quién más lo sabe? -dijo, haciendo un gran esfuerzo por dominarse.

Por fin pareció oírla, se estremeció y sacudió la cabeza.

Le inspeccionó minuciosamente, con incredulidad. Sus pies eran unas enormes llagas, los dedos estaban quemados por el frío. Tenía los tobillos llenos de supuraciones. La parte interior de los muslos estaba en carne viva. Los antebrazos estaban llenos de magulladuras y dé morados por todos lados.

– ¡Por Dios! ¿Cómo has podido llegar a esto? -gritó, para dejar que su ira saliera-. ¿Por qué no pediste ayuda, en nombre del cielo? ¡Tú, que eres tan rápido para darla!

– Sinceramente, no siento nada -respondió.

– Bueno, esto es el final. No puedes caminar mañana.

– Puedo caminar y voy a caminar.

– Lo lamento, pero no es posible.

Joshua se lanzó sobre ella, la tomó con sus manos y la golpeó contra la pared. Y, mientras le hablaba con el rostro muy cerca del suyo, seguía golpeándola una y otra vez.

– ¡No supongas que vas a decirme lo que puedo y lo que no puedo hacer! ¡Voy a caminar! ¡Voy a caminar porque debo caminar! Y tú no vas a decir nada. ¡Ni una palabra a nadie!

– Esto tiene que detenerse, Joshua, y si tú no quieres detenerlo, tendré que hacerlo yo -jadeó, incapaz de liberarse de él.

– Se detendrá solamente cuando yo lo diga. Voy a caminar mañana, Judith. Y pasado mañana. Haré todo el camino hasta Washington para cumplir el compromiso con mi amigo Tibor Reece.

– ¡Estarás muerto mucho antes de llegar allí!

– ¡Duraré hasta allí!

– ¡Entonces, por lo menos, déjame llamar a un médico!

– ¡No!

Se revolvió con furia, golpeándole con las manos.

– ¡Insisto! -gritó.

Él río.

– ¡Ya hace mucho tiempo que tú no me diriges! ¿De veras crees que todavía me controlas? ¡Pues ya no es así! Todo cambió en Kansas City. Desde que empecé a caminar entre la gente, he escuchado solamente a Dios y sólo hago el trabajo de Dios.

Miró de reojo su cara con temor y súbita comprensión. Realmente, estaba loco. Quizá siempre lo estuvo, pero era la locura mejor escondida que jamás había conocido.

– Debes detener eso, Joshua. Necesitas ayuda.

– No estoy loco, Judith -respondió amablemente-. No tengo visiones ni me comunico con poderes del más allá. Estoy más en contacto con la realidad que tú. Tú eres una mujer ambiciosa, dura y manipuladora y me has utilizado para favorecer tus propios fines. ¿O creías que no lo sabía? -Volvió a reír-. ¡Bueno, señora, pues ahora los papeles se han invertido! Tu delirio de poder y tus maquinaciones se terminaron. Harás lo que te diga y me obedecerás. Y si no lo haces, te destruiré. Puedo hacerlo. ¡Y lo haré! No es problema mío si tú no comprendes lo que hago y por qué lo hago. Yo he encontrado el trabajo de mi vida y sé cómo debo hacerlo y tú eres mi asistente. Así que, nada de médicos. ¡Y ni una palabra a nadie!

Eran los ojos de un loco. ¡Estaba loco! ¿Qué podía hacerle a ella? ¿Cómo podría destruirla? Pero luego pensó que si él estaba dispuesto a destrozarse con esa marcha, ella no iba a impedírselo. Él llegaría a Washington, porque era suficientemente loco y testarudo para hacerlo. Y eso era, después de todo, lo que tenía que hacer para servir a los fines de ella. Todo eso no era más que una insana autoflagelación. Su corazón y sus entrañas estaban en buen estado, pero exteriormente sufría graves daños. Viviría después de pasar un tiempo en el hospital. Judith Carriol estaba impresionada y asqueada de ver lo que una persona era capaz de hacerse a sí misma, se imaginaba el horror que cualquier persona sana experimentaría al ver lo que un loco podía hacerse en nombre de un propósito o de Dios o de cualquier otra obsesión. Si quería caminar hasta Washington, podía hacerlo. Para ella, al fin y al cabo, era mucho mejor así. No pensaba desafiarle, pues en realidad había sido esa cósmica empresa lo que la había alejado de su casa y de su verdadero trabajo durante tantos meses. Pero él estaba equivocado, porque ella seguía utilizándole.

– Muy bien, Joshua, si eso es lo que quieres, así se hará -dijo-. Pero, por lo menos, déjame hacer algo por ti. Déjame buscar pomadas para aliviar el dolor, ¿de acuerdo?

La dejó ir de inmediato, como si conociera bien la batalla que Judith estaba librando en su interior, como si estuviera seguro de que ella guardaría el secreto.

– Ve a buscarlas, si quieres.

Le ayudó a subir los pocos escalones para entrar en la bañera. Era verdad que no sentía dolor, porque se sumergió en el agua con un suspiro de genuino placer y ningún gesto de agonía vino a turbar su expresión.

Cuando Judith salió, la familia se reunió con ella rápidamente. Por un momento, pensó que habían oído la discusión entre ella y Joshua. Luego se dio cuenta de que el ruido del agua lo había ahogado todo y observó que los rostros demostraban una normal preocupación.

– Se está bañando -dijo, sin darle importancia-. ¿Por qué no hacéis lo mismo? Tengo que salir un momento, pero tal vez hay algo que usted podría hacer por Joshua -dijo a su madre.

– ¿Qué, qué? -preguntó ella ansiosa.

– Si consigo unos pijamas de seda, ¿cree que podrá coserlos dentro de los pantalones que Joshua usará mañana? Está un poco irritado y creo que mañana no hará tanto frío para que use ropa interior de abrigo. El equipo de abrigo es cómodo y ligero y con ropa interior de seda se sentirá mejor.

– ¡Oh, pobre Joshua! Voy a ponerle crema para la piel.

– No. Me temo que no está de humor para que le cuiden. Tenemos que ser cautelosos, como con los pantalones de seda. Regresaré tan pronto como pueda -dijo y se colgó la bolsa del hombro y abandonó la carpa.

El mayor Whiters estaba a cargo del campamento nocturno. La doctora Carriol le había conocido en Nueva York, así que él ya sabía que ella era un oficial de mando en estos acontecimientos. Cuando le pidió que encontrara pijamas de seda para esa noche, asintió y se fue.

En la tienda hospital, pidió productos para tratar granos y quemaduras, sin preocuparse en dar explicaciones. Le dieron pomadas y polvos, que guardó en su bolso junto con las vendas y regresó con el doctor Christian.

No tenía dolores, le habían desaparecido en el momento en que le cubrieron de flores, un signo de tanto amor y tanta fe, que sintió que su esfuerzo era reconocido. Eran millones los que acudían para caminar con él, y no les decepcionaría. No lo haría, aunque le costara la salud. Sería su última acción sano. Judith nunca había creído en él, sino sólo en ella misma. La caminata fue fácil, cuando las flores terminaron con su dolor. Después de las duras condiciones que había soportado durante aquel invierno, hundiendo sus pies en la nieve, caminando contra el aire helado, la Marcha del Milenio era una fiesta, sobre todo pudiendo andar sobre esa plataforma que le habían instalado. Todo lo que tenía que hacer era abrir las piernas y mantenerlas en movimiento bajo ese sendero interminable. Era algo tranquilo y narcotizante, sin cambios ni peligros. Devoraba los kilómetros y ese primer día sintió que podría caminar ilimitadamente. Y la gente lo seguía libremente, con gran alegría.

El efecto que su lastimado cuerpo produjo a Judith no le afectó, le resultaba indiferente y no sentía dolor. Tampoco se molestó en mirarse en un espejo; en realidad, no tenía ni idea de lo horrible que resultaba su apariencia.

Pero no debía preocuparse. Ella se sometió, como era de esperar, cuando él le recordó todas las ventajas que tendría si le dejaba terminar la marcha. Inclinó la cabeza contra el costado de la bañera y se relajó profundamente. Era tan relajante sentir cómo el agua se agitaba con más violencia que él mismo.

Al principio, la doctora Carriol pensó que estaba muerto, porque la cabeza se apoyaba en un ángulo que parecía no permitirle respirar. Su grito de alarma fue tan fuerte que traspasó el burbujeo del agua, le hizo levantar la cabeza, abrir los ojos y mirarla confusamente.

– Vamos, voy a ayudarte a salir.


No podía secarlo con una toalla, porque rozaría sus llagas, así que le secó con el aire de la habitación, que no tenía vapor. Después le acostó en una camilla y le cubrió con varias sábanas. En principio, pensó en que le dieran un masaje, pero en seguida descartó la idea. Pero la camilla sería útil. Se contentó con aplicar pomada antibiótica en todos sus forúnculos.

– Quédate aquí -ordenó-. Voy a traerte sopa.

Su madre estaba muy ocupada cosiendo cuando Judith entró en el cuarto central de la tienda, pero todos los demás se habían retirado para bañarse o dormir un rato antes de la cena.

– ¡Oh, qué inteligente ha sido el mayor Withers al mandárselo directamente a usted! Me pregunto de dónde sacó un pijama de seda con tanta rapidez.

– Era suyo -dijo su madre.

– ¡Dios mío! -rió Judith-. ¿Quién lo hubiera pensado?

– ¿Cómo está Joshua? -preguntó ella, de una forma que Judith comprendió que sospechaba que él estaba muy enfermo.

– Un poco agotado. Creo que le daré un plato de sopa y nada más. Puede dormir allí, está cómodo. -Se acercó a la mesa y tomó un tazón y una cuchara-. ¿Me puede hacer un gran favor?

– ¿Sí?

– No se le acerque.

Sus grandes ojos azules se abrieron, pero se tragó la desilusión.

– Por supuesto, si piensas que es lo mejor.

– Creo que es lo mejor. Usted ha sido un alma maravillosa. Sé que ha sido una época horrible para usted, pero en cuanto esto termine, le mandaremos a un largo descanso y le tendrá para usted sola. ¿Qué le parece Palm Springs, eh?

Pero ella sonrió tristemente, como si no creyera una palabra.

Cuando la doctora Carriol regresó a la habitación con el plato de sopa, el doctor Christian se sentó con las piernas colgando fuera de la camilla. Parecía muy cansado, pero no exhausto. Se había envuelto en una sábana para ocultar sus peores heridas, que estaban en la parte baja del pecho y debajo de los brazos. Hasta los dedos de los pies estaban tapados con el borde de la sábana. Le alcanzó la sopa sin decir una palabra y se quedó mirándole mientras bebía.

– ¿Más?

– No, gracias.

– Mejor que duermas aquí, Joshua. Por la mañana te traeré ropa limpia. Todo está en orden, la familia cree que estás muy cansado e irritable. Y tu madre está ocupada cosiendo un pijama de seda dentro de los pantalones que usarás mañana. No hace tanto frío y te sentirás mejor con la seda que con la ropa interior térmica.

– Eres una enfermera muy capaz, Judith.

– Hago solamente lo que me indica el sentido común; más allá estoy perdida. -Con el tazón vacío en la mano, le miró desde arriba-. ¡Joshua! ¿Por qué? ¡Dime por qué!

– ¿Por qué qué?

– Éste secreto sobre tu estado.

– Nunca fue importante para mí.

– ¡Estás loco!

Inclinó la cabeza hacia un lado y se rió de ella.

– ¡Divina locura!

– ¿Hablas en serio? ¿Te estás burlando?

Él se acostó en la estrecha camilla y miró al techo.

– Te amo, Judith Carriol. Te amo más que a cualquier otra persona en el mundo.

Esa frase la impresionó más que ver su cuerpo, tanto que se desplomó en la silla más cercana a la camilla.

– ¡Oh, seguro! ¿Cómo puedes decir que me amas después de todo lo que me has dicho hace menos de una hora?

Él volvió la cabeza, mirándola con tristeza y extrañeza, como si esa pregunta fuera una desilusión más.

– Te amo por todas esas cosas. Te amo porque necesitas que te amen más que cualquier otro ser humano de los que conozco. Te amo en la medida que lo necesitas. Y te amaré así.

– ¡Como un horrible y desfigurado viejo! ¡Gracias! -Se levantó de la silla y salió de la habitación.

La familia había regresado. Ya no sabía encontrar la manera de decirle las cosas a Joshua. ¿Cómo podía esperar que reaccionara cuando le daba esa clase de noticias en momentos como ése? «¡Maldito seas, Joshua Christian! ¿Cómo pretendes suponer que vas a protegerme?»

Dio la vuelta, regresó a la habitación, se acercó a él, que tenía los ojos cerrados, le tomó el mentón con sus manos y acercó su cara a unos veinte centímetros. Abrió los ojos. Negro, negro era el color de los ojos de su verdadero amor.

– ¡Quédate con tu amor! -dijo-. ¡Guárdatelo donde te quepa!

Por la mañana la doctora Carriol ayudó al doctor Christian a vestirse. Joshua tenía costras en las peores zonas, pero Judith no creyó que ese comienzo de cicatrización siguiera su curso normal con la marcha del día. Esa noche tendría que arreglar mejor las cosas. Debía colocar una cama para Joshua y encontrar algún sistema para sacar todo el vapor de la habitación. Mientras le vestía, él no dijo una palabra, permaneció sentado y movía las piernas y los brazos como una respuesta automática a los movimientos de ella. Pero aunque lo negara, tenía dolores y cuando le sobresaltaban de golpe, temblaba como un animal.

– ¿Joshua?

– ¿Mmmmm? -no fue una respuesta muy alentadora.

– ¿No crees que en algún lugar, a lo largo de la vida, cada uno de nosotros debe tomar una decisión definitiva? Quiero decir, ¿a dónde vamos y si vamos a situar nuestra visión en algo grande o en algo pequeño?

No contestó y, aunque no estaba segura de que la hubiera oído, continuó obstinadamente.

– No hay nada personal en esto. Estoy haciendo un trabajo que sé hacer bien, probablemente porque no dejo que nadie se interponga en mi camino. ¡Pero no soy un monstruo! ¡De verdad que no! Nunca hubieras podido andar entre la gente si yo no lo hubiera hecho posible. ¿No te das cuenta? Yo sé lo que la gente necesita, pero no puedo dárselo yo misma. Así que te busqué para que hicieras lo que se tenía que hacer. ¿No lo entiendes? Y tú fuiste feliz al principio, ¿no es cierto?, antes de que esos extraños pensamientos empezaran a rondarte por la cabeza. ¡Joshua, no puedes culparme por lo que sucedió! ¡No puedes! -Sus dos últimas palabras eran producto de la desesperación.

– ¡Oh, Judith, ahora no! -gritó dolorosamente-. ¡Todo lo que tengo que hacer es caminar a Washington! ¡No tengo tiempo para eso!

– ¡No puedes culparme a mí!

– ¿Tengo que hacerlo? -preguntó.

– Supongo que no -respondió torpemente-. Pero oh…, a veces desearía ser otra persona. ¿Has deseado eso alguna vez?

– ¡Cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día lo deseo! Pero el modelo debe terminarse antes de que yo termine.

– ¿Qué modelo?

Sus ojos cobraron vida tan brevemente como el brillo de la luz del incienso.

– Si supiera eso, Judith, sería más que un hombre y eso es exactamente lo que no soy.

Y salió para comenzar la caminata.

Millones de personas seguían su caminata. En el primer día fue de Manhattan a New Brunswick y cada vez iba más ligero y era seguido por más gente. Siguió caminando a través de Filadelfia, Baltimore y Wilmington hasta Tos suburbios de Washington.

Algunos de los bulliciosos neoyorquinos habían seguido todo el camino con él hasta Washington. Y nunca hubo menos de un millón en movimiento. En Nueva Jersey se les unió el gobernador de New Brunswick y en Filadelfia, el gobernador de Pensilvania. El gobernador de Maryland, teniendo en cuenta su peso y su edad, optó por unirse al comité de recepción en Washington, pero el director de la Junta de Jefes de Estado, diecinueve senadores norteamericanos, un centenar de congresistas y un grupo de unas cincuenta personas, entre las cuales se encontraban generales, almirantes y astronautas, se deslizaron entre las personalidades que ya marchaban.

Joshua seguía caminando, ante la mirada atónita de la doctora Carriol. Y cada noche, cuando se detenía, ella cuidaba de la lenta disolución de su cuerpo, le cosían un par de pijamas de seda dentro de los pantalones que usaría al día siguiente. La familia trataba de aceptar alegremente que el doctor fuera alejado de ellos por su celosa guardiana, que era la que más se preocupaba por ocultar el estado y los sufrimientos de Joshua.

El doctor Christian había dejado de pensar en New Brunswick. El dolor había cesado en Nueva York, el pensamiento en New Brunswick y la caminata terminaría en Washington. Todo lo que tenía en su mente era ese único objetivo: Washington, Washington, Washington.


Pero algo en su mente debió de traicionarle, no en su parte consciente, porque sabía perfectamente que sólo habían llegado a los suburbios de Washington, a un lugar llamado Greembelt. Ésa era la última noche que iban a pasar en la carpa. Sin embargo allí bajó la guardia y se relajó, como si ya hubiera recorrido el Potomac. En lugar de ir directamente al espacio destinado a su uso privado, se sentó con la familia en la zona principal, hablando y riéndose, volviendo a su antiguo yo. En lugar de tomar una sopa, disfrutó de una buena comida en compañía de su familia, con carne, patatas, café y coñac.

Tenía muchos dolores. La doctora Carriol tenía suficiente experiencia para detectar los síntomas, su incapacidad de fijar la mirada en los ojos de los demás, los espasmos musculares al realizar ciertos movimientos, que según él eran calambres, el rostro demacrado y la falta de continuidad en su conversación.

Al final tuvo que ordenarle que se retirara a darse un baño y él aceptó de buena gana.

Tan pronto como entraron, él se dirigió al cuarto de baño. Vomitó absolutamente todo, de forma dolorosa, con espasmos. Se negó a moverse hasta estar seguro de que no vomitaría más y entonces le ayudó a llegar a la cama. Se sentó en el borde respirando con dificultad, con la cara pálida y sudorosa.

Las explicaciones, las recriminaciones, las acusaciones y las disculpas, todo eso había terminado en New Brunswick. Desde entonces, el doctor Christian y la doctora Carriol se habían acercado mucho, unidos por un lazo de dolor y sufrimiento, unidos ante la faz del mundo, para preservar su secreto a toda costa. Judith era su sirvienta y su enfermera, el único testigo de que su batalla continuaba, el único ser humano que comprendía lo frágil que era Joshua Christian.

Le apoyó la cabeza contra su vientre, mientras él trataba de respirar, luego le limpió la cara y las manos y le hizo enjuagar la boca, unidos en silencio.

Cuando por fin se puso el pijama de seda limpio y todas sus heridas estuvieron cubiertas con pomada, Joshua habló lentamente, con claridad:

– Voy a caminar mañana -fue todo lo que dijo.

No pudo decir nada más, porque temblaba demasiado; la piel de sus labios estaba morada.

– ¿Puedes dormir?

Una sombra de sonrisa cruzó su cara. Asintió y cerró los ojos de inmediato.

Permaneció a su lado, sentada en una silla y sin apartar los ojos de su cara, hasta que estuvo segura de que dormía. Entonces se levantó de puntillas y fue a telefonear a Harold Magnus.

Libre por fin de la Casa Blanca, el señor Magnus se disponía a comer una opípara, aunque tardía cena, cuando la doctora Carriol le telefoneó a su casa.

– Tengo que verle inmediatamente, señor Magnus -dijo-. No puedo esperar.

No estaba descontento, estaba furioso, pero conocía suficientemente a Judith Carriol para no discutir. Su casa estaba al otro lado del río, en las afueras del Arlington. El Ministerio del Medio Ambiente estaba mucho más cerca de Greembelt, pero él detestaba que le apartaran de su casa y no le gustaba comer con prisas.

– En mi oficina entonces -dijo con brusquedad y cortó. La cena consistía en salmón ahumado, coq au vin, así que prefería esperar a su regreso. ¡Mierda!

El Ministerio del Medio Ambiente había sido construido después de la orden de máximo racionamiento de combustible, así que no tenía pista para helicóptero y su terraza se había sacrificado para una serie de habitaciones para depósitos de papelería. Por lo tanto, la doctora decidió viajar en coche desde Greembelt, haciendo uso de uno de los vehículos reservados para las personalidades que participaban en la marcha. La distancia no era muy grande, pero el viaje duró tres horas. La ciudad estaba repleta de gente que deseaba unirse a la última etapa de la Marcha del Milenio. El ambiente era carnavalesco y la gente se reunía y algunos incluso acampaban. Pese a que habían más coches en Washington que en ninguna otra parte del país, ya nadie respetaba las leyes de tráfico. El coche iba esquivando a la multitud, tocando la bocina y evitando las carpas, lo cual irritaba a la doctora Carriol, pero no se preocupó porque sabía que a Harold Magnus le ocurriría lo mismo, ya que venía de más lejos. No tenía sentido que llegara antes que él.

Pero la multitud era mucho menor en la orilla del Potomac, del lado de Virginia y la doctora Carriol no calculó bien la distancia desde Greembelt hasta el Ministerio, en contraposición a la distancia desde Falls Church. Harold Magnus tardó únicamente dos horas. De todas maneras, cuando llegó estaba de pésimo humor. Durante ocho días había estado al lado de Tibor Reece, sin poder abandonar la Casa Blanca. Detestaba quedarse allí, porque la comida era mala, poco frecuente y jamás servían dos veces. Incluso durante la noche no le era posible escabullirse, porque Tibor Reece había decidido que permaneciera allí por si algo le sucedía al doctor Christian. El señor Magnus se había dedicado a la máquina de chocolatinas de la cafetería de la Casa Blanca y durante sus ocho días de exilio había consumido grandes cantidades de chocolate. Pero esa noche, la última, se había rebelado. Telefoneó a su esposa, le encargó su cena favorita y rehusó la cena de la Casa Blanca. A las nueve de la noche se marchó a su casa, con la excusa de que debía ocuparse de su ropa para la gran recepción del día siguiente.

Cuando el ministro irrumpió en su oficina, poco después de las dos de la mañana, la cara de la señora Taverner se iluminó. Se había ocupado de todo durante su reclusión en la Casa Blanca y el trabajo había sido excesivo.

– ¡Oh, señor, cuánto me alegro de verle! Necesito desesperadamente que firme, decida y me dé algunas directrices.

Magnus siguió caminando y le indicó con un gesto que le siguiera a su despacho.

Juntó todos los papeles, tomó su cuaderno y le siguió.

Trabajaron durante una hora. De vez en cuando, el ministro miraba el reloj de la pared, porque él no usaba reloj.

– ¿Dónde diablos estará ella? -preguntó cuando terminaron.

– Tardará en llegar, señor. Viene por la ruta de la marcha y me imagino que estará llena de gente.

Pero la doctora Carriol llegó cinco minutos más tarde, justo cuando la señora Taverner se instalaba en su escritorio para seguir trabajando. Una mirada de comprensión se cruzó entre las dos mujeres. Luego se sonrieron.

– Terrible, ¿no?

– Bueno, ha estado encerrado ocho días en la Casa Blanca y la comida no le gusta. Pero su humor ha mejorado desde que se instaló en su despacho.

– ¡Oh, pobrecito!

Su humor había mejorado. Comería más tarde. Helena Taverner no había cometido muchos errores en su ausencia, debía acordarse dé hacerle un lindo regalo. Su exilio en la Casa Blanca había terminado. Recibió a la doctora Carriol con gran efusividad.

– Bueno, Judith, todo va mejor, ¿no?

– Sí, señor ministro -dijo sacándose el abrigo.

– Esta noche en Greembelt, mañana en el Potomac y será la última etapa. Hemos colocado una plataforma de mármol que será la base del monumento del Milenio, altavoces en cada esquina y en cada parque en varios kilómetros a la redonda y un comité de recepción formado por el Presidente, el Vicepresidente, congresistas, embajadores, el Primer Ministro Rajpani, jefes de Estado, estrellas del Cine y de la Televisión, decanos de varias facultades y ¡el rey de Inglaterra!

– El rey de Australia y Nueva Zelanda -corrigió ella.

– Bueno, sí, pero es el rey de Inglaterra, es que a los comunistas no les gustan los reyes. -Llamó a la señora Taverner para pedirle café y sándwiches-. ¿Tomará una copa de coñac conmigo, Judith? Sé que no bebe, pero el Presidente me dijo que el doctor Christian le ha convencido de que tome un poco de coñac con el café y yo también he adquirido esa costumbre.

Como ella no contestaba, la miró detenidamente, agitando la mano para disipar el humo de su cigarro.

– ¿Le molesta el humo? -preguntó preocupado.

– No.

– ¿Qué sucede entonces? ¿No está listo su discurso? Él sabe que tiene que hablar, ¿no?

Suspiró profundamente.

– Señor ministro, no va a hablar mañana.

– ¿Qué?

– Está… enfermo -dijo, eligiendo cuidadosamente las palabras-. En realidad, está mortalmente enfermo.

– ¡Oh, tonterías! ¡Tiene un espléndido aspecto! Le he estado observando durante todo el maldito trayecto con el Presidente, listo para actuar si le sucedía algo y le aseguro que no le he perdido de vista.

¿Cómo es posible que un enfermo camine a esa velocidad? ¿Qué pasa realmente?

– Señor Magnus, tiene que creerme. Está desesperadamente enfermo, tanto que temo por su vida.

La contempló inseguro, hasta que decidió creerla, pero sin poder reprimir una última protesta por las noticias.

– ¡Tonterías!

– No, es la verdad. Lo sé porque le curo cada día, por la noche y por la mañana. ¿Sabe lo que es su cuerpo debajo de su ropa? Es una masa de carne viva. Dejó escapar su vida atravesando el Norte en invierno. Perdió muchísima sangre y no le queda piel. Sus glándulas sudoríparas son granos llenos de pus cuando estallan y un verdadero infierno cuando están madurando. Tiene los dedos gangrenados por el frío. ¿Me escucha?

El rostro del ministro se volvió ligeramente verdoso.

– ¡Dios mío!

– ¡Está terminado, señor Magnus! No sé cómo caminó hasta aquí, pero ése es su canto del cisne, créame. Y si no quiere que muera, será mejor que me ayude para evitar que camine hasta el Potomac mañana.

– ¿Por qué diablos se guardó esto para usted sola? ¿Por qué no me lo dijo? -Gritaba tanto que no se dio cuenta de que su secretaria abría la puerta y la cerraba inmediatamente sin atreverse a entrar.

– Tuve mis razones -respondió sin dejarse intimidar-. Quiere vivir y se curará si le llevamos a un lugar muy tranquilo y aislado y con la mejor atención médica que podamos conseguir y sin perder tiempo. -Se iba sintiendo mejor a cada minuto. Le era tan agradable dominar a Harold Magnus.

– ¿Esta noche?

– Esta noche.

– Muy bien, cuanto antes, mejor. ¡Mierda! ¿Qué voy a decirle al Presidente? ¿Qué va a pensar el rey de Inglaterra, cuando llegue y no le encuentre? ¡Qué locura! -La observó inquisidoramente-. ¿Está segura de que el hombre está terminado?

– Estoy segura. Mírelo desde otra perspectiva -continuó, demasiado cansada para evitar el tono de despreciativa ironía-, el resto del grupo está en muy buena forma. Ninguno de ellos ha caminado durante todo el invierno, se han entrenado y no han caminado todo el trayecto hasta Washington como él. El senador Hiller, el mayor O'Connor, los gobernadores Canfield, Griswold, Kelly, Stanhope y De Matteo, el general Pickering, etc., están todos en buena forma. Así que lo mejor será dejar ese día para ellos. El doctor Joshua Christian era la fuerza conductora de la Marcha del Milenio, pero las cámaras ya se han fijado en él durante ocho días. Y tenemos que aceptar que al doctor Christian no le importa nada el rey de Inglaterra, el emperador de Siam o la reina de Corazones, no más de lo que el rey de Inglaterra le importa el doctor Christian. Así que dejemos que el señor Reece, los senadores y los gobernadores y todo el resto tengan el día de mañana. Dejemos que Tibor Reece suba a la plataforma y se dirija a la multitud. Adora al doctor Christian, no hará un discurso que no sea acorde con la situación. Y a la multitud en esta etapa no le va a importar quién les hable. Han sido participantes en la Marcha del Milenio y eso es todo lo que querrán recordar.

La mente de Magnus seguía todos sus razonamientos con más lentitud de la normal. No había dormido bien en esos últimos ocho días, ni había comido durante muchas horas más que chocolatinas y se sentía algo débil.

– Supongo que tiene razón -dijo pestañeando-. Sí, va a funcionar. Debo ver al Presidente ahora mismo.

– ¡Espere! Antes de que salga corriendo, quiero que tome algunas decisiones sobre dónde y cómo llevamos al doctor Christian. Palm Spring está fuera de discusión. Yo pensé en ese lugar antes de saber lo enfermo que estaba. Además, está demasiado lejos. Lo que me preocupa es que sea secreto. Adondequiera que lo llevemos tiene que ser un lugar donde no haya posibilidad de chismes ni de murmuraciones. No queremos que se filtren rumores sobre su estado de salud, porque lo convertirían en un mártir. Deberá tratarlo un pequeño grupo de especialistas y enfermeras bien escogido, en un lugar cerca de Washington, donde nadie pueda encontrarlo. Por supuesto, los médicos y las enfermeras deberán estar bajo altas normas de seguridad.

– Sí, sí, no podemos permitir que le conviertan en un mártir, vivo o muerto. Tenemos que poder mostrarlo a la gente, dentro de un año o cuando sea en perfecto estado de salud y listo para salir.

La doctora Carriol levantó las cejas.

– ¿Entonces?

– Entonces, ¿qué? ¿Alguna sugerencia?

– No, señor ministro, ninguna. Yo pensé que tal vez usted conociera algún lugar, como es de Virginia. No puede estar muy lejos para que el equipo médico pueda conseguir todo lo que necesite desde su habitual base de operaciones, que supongo que estará en Walter Reed, ¿no es así?

Asintió.

– Debe ser un lugar aislado y solitario.

Dejó el cigarrillo apagado sobre el cenicero y buscó uno nuevo.

– Son los mejores cigarros -dijo y resopló-. Éstos son los mejores.

La doctora Carriol le observó con atención.

– Señor Magnus, ¿se siente usted bien?

– ¡Claro que estoy bien! No puedo pensar sin un cigarro, eso es todo. -Volvió a chupar el cigarro-. Bueno hay un posible lugar, una isla en Palmico Sand, en Carolina del Norte. Está desierta y perteneció a la familia de tabaqueros Binkman. No quisieron diversificar la industria. Deben ser los únicos que no quisieron hacerlo. -Volvió a soplar.

La doctora Carriol se estaba irritando por la torpeza de Harold Magnus, pero esperó pacientemente.

– Un poco antes de la marcha me hablaron del asunto. Parece ser que los Binkman quieren donar a la nación el lugar, si no lo pueden vender. En realidad, ahora es un santuario de pájaros y de vida salvaje. Hace años que está así, pero los Binkman no tenían dinero para conservarlo en buen estado. Tienen una linda casa que ocupaban durante el verano y la arreglaron porque pensaron que podían venderla junto con la isla, pero hace unas semanas el negocio falló. Y si no se libran del lugar van a tener que pagar una enorme cantidad de impuestos.

Y ésa es la oferta. Creo que esperan que la nación lo compre como un lugar de descanso para el Presidente. Es ideal, pero con el asunto de la marcha, no he podido hablar de ello con el Presidente. No hay nadie en la casa ni en la isla, pero me aseguraron que todo funciona. Hay agua y un generador diesel para la energía eléctrica. ¿Cree que eso serviría?

Se estremeció.

– Me parece ideal. ¿Tiene algún nombre el lugar?

– Pocahontas Island. Tiene solamente dos kilómetros de largo y uno de ancho. Parks dice que figura en el mapa. -Llamó a la señora Taverner-. ¡Maldita mujer! ¿Dónde están el café y el coñac?

Todo apareció rápidamente, pero cuando la secretaria se disponía a retirarse, él la detuvo.

– Espere, espere. Doctora Carriol, ¿tiene usted bastantes conocimientos médicos para darle a Helena una idea de los médicos que necesita?

– Sí, señora Taverner. Necesitamos un cirujano cardiovascular, un buen clínico, un especialista en shock y quemaduras, un anestesista y dos enfermeras de la clase A, todo ello con las normas de alta seguridad. Van a necesitar todo lo que se necesita en el tratamiento de shock, agotamiento, quemaduras, infecciones y lo que supongo que puede ser gangrena, malnutricion crónica y también instrumental apropiado para forúnculos. ¡Ah!, y será mejor que venga también un psiquiatra.

Este último pedido hizo que el señor Magnus mirara sorprendido a la doctora Carriol, pero se abstuvo de hacer comentarios.

– ¿Lo ha anotado todo? -preguntó á la señora Taverner-. Bueno, le diré lo que tiene que hacer en cuanto se vaya la doctora Carriol.

Y ahora, consígame línea con el Presidente.

La señora Taverner palideció.

– Señor, ¿cree que debemos hacerlo? ¡Son casi las cuatro de la mañana!

– Sí. ¡Mala suerte! Despiértelo.

– ¿Qué le digo al ayudante de guardia?

– Algo, lo que sea. ¡No me importa! ¡Hágalo!

La señora Taverner salió rápidamente. La doctora Carriol se puso de pie, se sirvió café y coñac y lo colocó todo en el escritorio antes de volver a sentarse.

– No me di cuenta de que fuera tan tarde. Debo regresar con él. ¡Malditas multitudes! Si no le importa, voy a volver en helicóptero.

Y creo que lo mejor es mandar al doctor Christian en helicóptero directamente, antes de que amanezca, a Pocahontas Island. Está acostumbrado a viajar con Billy, nuestro piloto, así que no se alarmará.

Por supuesto, iré con él. El equipo médico nos aguardará en Pocahontas.

Con el tiempo que me queda, creo que llegarán ellos antes que nosotros.

Por lo menos así debería ser si usted se da prisa -dijo en tono amenazador.

– ¡Puedo asegurarle, doctora Carriol, que pienso darme toda la prisa que pueda! Poner en peligro la vida del doctor Christian es algo que no entra en mis planes-dijo con gran dignidad. Tomó la botella de coñac, llenó su vaso hasta el borde y tomó un trago-. Yo tomaré uno decente, si no le importa.

Sonó el interfono.

– Señor, están despertando al señor Reece. Volverán a llamar.

– Muy bien, gracias. -Tomó varios tragos de coñac-. Será mejor que se ponga en marcha, Judith.

Miró el reloj e hizo una mueca.

– ¡Mierda! No llegaré antes de las cinco, aunque vaya en helicóptero. No se olvide de dar las instrucciones al equipo médico y dígales que les encontraré en Pocahontas Island con el paciente. ¡Ah!, y dígales que vaya también alguien que entienda de motores diesel.

– ¡Maldición! Es usted peor que mi esposa. ¡Deje ya de rezongar! El lugar va a estar en perfecto orden, demonios, se supone que iba a ocuparlo el Presidente. ¡Dios mío, qué feliz seré cuando todo este carnaval haya terminado!

– Yo también, señor Magnus. Muchas gracias, le mantendré informado.

Cuando ella se marchó, Harold Magnus se estaba sirviendo su tercer coñac y se disponía a encender otro cigarro.

En la recepción la doctora Carriol se detuvo para llamar a Billy y decirle que se reunirían en el aparcamiento del Capitolio.

– ¡Cómo desearía que el Ministerio tuviera una pista de aterrizaje! -dijo al colgar el teléfono. Luego miró detenidamente a la señora Taverner-. Está totalmente agotada.

– Así es. No he vuelto a casa desde que el doctor Christian salió de Nueva York.

– ¿De veras?

– Sí, es que el señor Magnus estaba en la Casa Blanca y alguien tenía que ocuparse de que todo marchara. Usted ya le conoce. Es de los que nunca delegan su autoridad.

– Es un hijo de puta. ¿Por qué le aguanta?

– ¡Oh; no es tan malo cuando las cosas están en orden! Y ésta es una de las pocas categorías altas en el servicio federal.

– Será mejor que se vaya, pero antes hable con el Presidente, ¿de acuerdo?

– De acuerdo, doctora Carriol. Buenas noches.

El señor Magnus vio que eran las cuatro de la mañana en el reloj, mientras acababa de un trago su tercera copa de coñac. Parpadeó y bostezó, la cabeza le zumbaba. Normalmente, el coñac nunca se le subía a la cabeza. No sabía qué iba a pasarle si las cosas continuaban tan mal. Realmente, no se sentía demasiado bien. Pero él había decidido que no tenía diabetes y no le importaba lo que dijeran los médicos. No había cenado. Tampoco le importaba la doctora Carriol y todos sus médicos. Al recordar a la doctora Carriol después de un rato, recordó todos los pedidos que ésta le había hecho. Apretó el interfono para que viniera la señora Taverner a escuchar sus instrucciones. Pero ella habló primero.

– El Presidente está en la línea, señor. No parece muy contento.

El Presidente no estaba nada contento.

– ¿Por qué diablos me despierta? -preguntó con voz adormilada.

– Bueno, señor Presidente, yo estoy despierto y todavía no he podido cenar por un problema de estado, así que, ¿por qué diablos va a dormir usted? ¡Es su nación, no la mía! -dijo entre risitas.

– ¿Harold, es usted?

– ¡Yo, yo, yo!, ¡Por supuesto que soy yo! -cantó el señor Magnus-. Son las cuatro de la mañana y yo soy un tesoro.

– ¿Está borracho?

– ¡Dios mío! Debo estarlo -dijo, incapaz de controlarse-. Le pido disculpas, señor Presidente. Hace mucho que no como y bebí coñac. Lo siento, realmente lo siento,

– ¿Me ha despertado para decirme que está borracho y hambriento?

– Por supuesto que no, tenemos un problema.

– ¿Cómo?

– El doctor Christian no va á seguir caminando. Estuvo aquí la doctora Carriol y me dijo que está mortalmente enfermo. Parece ser que la Marcha del Milenio va a terminar sin su líder.

– Ya veo.

– No obstante, el resto de las personalidades está en buen estado físico, así que, con su permiso, tengo la intención de dejar qué ellos dirijan mañana la marcha, que será encabezada por su familia, naturalmente. Pero necesitamos que alguien diga la oración del doctor, Christian y pensamos que no podía ser otro que usted.

– Sí, estoy de acuerdo. Será mejor que venga a la Casa Blanca un poco más tarde. Me las arreglaré para que también esté presente la doctora Carriol. Quiero saber qué pasa con el pobre doctor Christian. Y, usted, haga el favor de dejar el alcohol. No olvide que mañana es el gran día.

– Sí, señor, por supuesto, señor. Gracias, señor.

El ministro colgó el receptor lleno de agradecimiento. La cabeza no cesaba de darle vueltas y se sentía realmente enfermo, tan cansado que pensó que nunca más volvería a ser capaz de levantarse de su escritorio. Y, sin darse cuenta, dejó caer pesadamente la cabeza y se quedó dormido de inmediato. O pasó del estado de alteración a la inconsciencia, lo cual era un grave síntoma de hiperglucemia.

En la oficina exterior, el escritorio de la señora Taverner estaba vacío. Había aprovechado la llamada del Presidente para dirigirse al baño. Al salir se sentó un momento en el borde del sofá, porque le temblaban las piernas, en una mezcla de agotamiento y colapso nervioso. Pero terminó recostándose y se quedó dormida en un descanso sin sueños.

Esa noche el doctor sintió que debía hacer un esfuerzo mayor y pasó un poco de tiempo con su querida familia. Sabía que les había descuidado mucho desde que se publicara el libro, que su trato con ellos había sido muy injusto y que ellos no tenían la culpa de que la clínica de Holloman se hubiera desintegrado. Y, sin embargo, les había culpado, a ellos que dependían tan desesperadamente de él, que siempre se habían mostrado tan ansiosos por complacerle. Recordó la forma patética en que observaban su conducta, desde que se reunieran en Nueva York para apoyarle.

Por eso hizo el esfuerzo y se sentó a charlar con ellos, e incluso bromeó y rió un poco. Comió lo que su madre le había preparado, hizo algunas advertencias a James, Andrew y Miriam; sonrió con especial dulzura a Martha e incluso trató de llevarse bien con Mary. No la quería, no estaba segura del motivo, pero había varias razones posibles.

Pero pagó muy caras esas horas que pasó con ellos. Ó tal vez, le sentara mal la comida. En cualquier caso, el dolor de brindarse fue espantoso y la cena duró demasiado. ¿Cuánto se podía amar a los propios verdugos? ¿Cómo se podía amar a un traidor? Mientras se iba quedando dormido se hacía ésas y otras preguntas, una y otra vez, pero le resultaba muy difícil responderlas y sabía que vagabundeaba por extraños rincones de su mente.

El sueño no llegó hasta que la doctora Carriol se fue. No podía dormir si ella le estaba mirando, así que fingió que dormía. Cuando la doctora se fue, realizó su pequeño milagro y se durmió. Y admitió que desde que ella empezara a ocuparse de él, estaba mejor preparado para soportar los dolores de la noche.

Durmió profundamente, libre y tranquilo hasta las cuatro de la madrugada. No le molestaron los sueños ni le llegaron sonidos.

Pero mucho después de que el reloj marcara las cuatro, se dio la vuelta, aplastando el brazo derecho contra el costado, comprimiendo una llaga del tamaño de una pelota de tenis. Intentó atenuar el dolor, pero fue inútil. Se levantó de un salto de la cama y se sentó, conteniendo un aullido por el espantoso dolor y se inclinó hacia delante y hacia atrás, transpirando de horror, por una agonía que, quizá durante diez minutos, le hizo preguntarse si era posible que una vida humana se extinguiera de dolor.

– ¡Dios mío! ¡Aleja esto de mí! -gimió, inclinándose de un lado para otro-. ¿No he sufrido bastante ya? ¿No sabes que soy simplemente un hombre?

Pero el dolor seguía aumentando. Se lanzó enloquecido de la cama al suelo, y sus lastimados pies eran incapaces de sostenerlo. Estaba tan asustado por sus propios gritos que pensó que debía buscar un lugar en donde no pudieran oírle.

Pasó como una sombra y se deslizó en la noche, tambaleándose y deteniéndose a cada paso para poder soportar el dolor.

Se agarró a un árbol que encontró en el camino y se fue deslizando lentamente hasta acurrucarse en la hierba. Se tomó la cabeza con las manos balanceándose.

– ¡Dios mío! ¡Concédeme el día!-jadeó luchando-. ¡Todavía no! ¡Solamente hoy! ¡No me dejes, no me abandones!

Aunque no era posible que muriera de dolor, podía morir por el sufrimiento. Acurrucado en la hierba, el doctor Christian perdió la razón, contento y agradecido. Ya no tenía fuerzas para luchar. Se volvió loco, en el sentido más exacto de la palabra. Se liberó de las últimas cadenas del pensamiento lógico y, emancipado por fin de la voluntad consciente, flotaba en el perfecto limbo de la sinrazón, de la locura. Era un animal en contacto Con la tierra, que le recibía firmemente como una madre.

La doctora Carriol pensó que no quería volver a ver un helicóptero en toda su vida, mientras su coche se acercaba al helipuerto provisional, marcado en el césped del campo.

Salió corriendo como una experta, sin esperar más de un segundo después de que el helicóptero tomara tierra. Al entrar en la carpa, se detuvo, pues se dio cuenta de que nunca encontraría las luces y regresó a la empalizada, que estaba custodiada por unos cien hombres.

– ¡Guardia! -gritó.

– ¿Señora? -dijo una sombra en la oscuridad.

– Necesito una linterna.

– Sí, señora -dijo y desapareció.

Regresó un minuto más tarde, trayendo consigo la linterna. Con un saludo respetuoso, se la alcanzó y volvió a su puesto, marcado por una pequeña luz.

La doctora Carriol se dirigió silenciosamente a la habitación privada del doctor Christian. Dirigió el haz de luz hacia la cama, y vio que él no estaba allí. ¡No estaba en su cama!

Por un momento dudó. No sabía si debía despertar a todo el mundo o si debía iniciar una silenciosa búsqueda sistemática. La decisión, fría y disciplinada, llegó en pocos segundos. Si había enloquecido, debía encontrarle tranquilamente, sin que nadie comprendiera lo que sucedía. Su madre también estaba a punto de enloquecer y no podía correr ese riesgo.

Recorrió la carpa en silencio, iluminando cada rincón, bajo las mesas y bajo las sillas. No estaba allí dentro.

– ¡Guardia!

– ¿Señora?

– ¿Quiere llamar al oficial de guardia, por favor?

Llegó al cabo de cinco minutos, durante los cuales esperó, paralizada por el terror.

– ¿Señora? -se acercó- ¡Oh, doctora Carriol!

Era el mayor Whiters. La doctora Carriol dio un suspiro de alivio.

– Mayor, usted sabe que tengo autoridad, dada por el Presidente, ¿verdad?

– Sí, señora.

– El doctor Christian no está en su cama, ni tampoco en la carpa. Debe aceptar mi palabra. Ahora es absolutamente indispensable no hacer ningún ruido, para que nadie más se entere de que tenemos problemas. Pero debemos encontrar al doctor Christian, rápido, sin ruido y con poca luz. Cuando le encuentren, no quiero que se aproximen a él. No importa quién lo encuentre, pero que venga a decírmelo a mí de inmediato. ¡Solamente a mí! Me quedaré aquí para que puedan localizarme en cuanto le encuentren. ¿Comprendido?

– Sí, señora.

Empezó la larga y penosa espera y los minutos corrían, acercando la aurora. Miró el reloj y vio que eran casi las seis. «¡Dios mío déjame encontrarlo! ¡No dejes que pase del lado de la multitud!» Tenía que sacarlo de allí antes de que todos despertaran. Ya había organizado bastante revuelo con ése ir y venir de Helicópteros durante la noche. Afortunadamente, con el cambio de horario habían ganado dos horas de luz. Todavía faltaban unos minutos para que se hiciera de día. Entre la hierba, podía ver las luces de las linternas de los hombres.

– ¿Señora?

Se sobresaltó.

– ¿Sí?

– Le encontramos.

– ¡Oh, gracias a Dios!

Les siguió con los zapatos crujiendo en la hierba, felicitándose por haber mantenido la calma y pensando que todavía podría salvarlo, a pesar del estado en que lo hubieran encontrado.

El mayor enfocó hacia el árbol.

Se aproximó lentamente, sin enfocarle directamente con la linterna para no asustarle.

Y allí estaba, acurrucado en el árbol, Con la cabeza escondida entre las manos, sin moverse. Se acercó y se arrodilló a su lado.

– ¿Joshua? ¿Estás bien?

Él no se movió.

– Soy Judith. ¿Qué pasa, qué sucede?

Él la estaba oyendo, oía esa voz tan familiar y comprendió que aún no estaba muerto, que ese valle de lágrimas estaba allí para ocuparse de él. Sonrió secretamente entre sus brazos.

– Duele -dijo.

– Lo sé. ¡Ven! -Le pasó la mano por el codo y le ayudó a ponerse en pie.

– ¿Judith? ¿Quién es Judith? -preguntó mirándola. Luego miró tras ella, hacia las siluetas de los hombres que se recortaban en el cielo.

– Ya es hora de caminar -dijo, recordando el único hecho, que le había llevado de la cordura, a la locura.

– No, Joshua, hoy no. ¡Se terminó! La Marcha del Milenio se terminó. Estamos en Washington. Ahora debes descansar y curarte.

– ¡No! -dijo con más fuerza-. ¡Caminar! ¡Voy a caminar!

– Las calles están demasiado llenas para poder caminar, es imposible. -Ya no sabía qué contestarle, porque no podía seguir sus pensamientos.

Permaneció tozudamente inmóvil.

– Yo caminaré.

– ¿Por qué no caminas un poquito conmigo hasta la puerta? Después puedes seguir por tu cuenta, ¿de acuerdo?

Sonrió y empezó a obedecer, pero súbitamente, advirtió el miedo de Judith y retrocedió.

– ¡No! ¡Estás tratando de engañarme!

– ¡Joshua, yo no te haría eso! ¡Soy Judith, tu Judith!

– ¿Judith? -preguntó con creciente incredulidad-, ¡No! ¿Judith? ¡No! ¡Eres Judas! ¡Judas viene a traicionarme! -Y comenzó a reír-. ¡Oh, Judas, el más amado de mis discípulos! ¡Bésame, demuéstrame que todo ha terminado!-Comenzó a llorar. ¡Judas, quiero que esto termine de una vez! ¡Bésame, demuéstrame que todo terminó! No puedo soportar más este dolor, esta espera.

Se inclinó y acercó su cara a la mejilla de Joshua, con los ojos cerrados, probando casi el maloliente olor de su piel. Luego sus labios hicieron un último esfuerzo y se posaron al lado de su desgarrada boca.

– Ya está. Todo terminó, Joshua.

Y se había terminado. Ése era el único beso que nunca había pedido. ¿Qué hubiera sucedido entre ellos si él hubiera querido besarla? Probablemente, nada distinto.

Estaba terminado. Levantó las manos hacia los soldados.

– Me han traicionado. -dijo-. Mi propio amado discípulo me ha traicionado para matarme.

Los hombres se adelantaron, rodeándole. Comenzó a caminar entre ellos. Luego se volvió hacia ella y le dijo:

– ¿Cuánto te van a pagar en el día de hoy y en esta época?

Todo había terminado.

– Un ascenso, un coche, independencia. ¡Poder! -dijo ella.

– Yo no puedo ofrecerte nada de eso.

– ¡Oh, no lo sé! Todo eso es gracias a ti, en realidad.

Entre los árboles y lo arbustos, fuera en la empalizada, giraban las hélices del helicóptero. Un hombre le ayudó a subir y le acomodó en el asiento trasero, con los cinturones de seguridad. Billy la esperaba con el motor encendido desde que llegaron, consciente de que el motor haría más ruido si lo apagaba y volvía a ponerlo en marcha.

La doctora Carriol esperó hasta que el hombre bajó y se dispuso a subir. A mitad de camino se detuvo y llamó al soldado para que volviera al helicóptero.

– Puede que lo necesite, soldado. Colóquese al lado del doctor Christian, ¿quiere? Yo iré delante con Billy.

Un capitán se acercó corriendo por el parque, empujó al soldado y entró en el helicóptero.

La doctora Carriol se inclinó, impaciente por marchar.

– ¿Qué sucede?

– Mensaje de la Casa Blanca, señora. El Presidente quiere verla en la Casa Blanca a las ocho en punto.

– ¡Maldición! ¿Y qué más? -Su reloj marcaba las seis y media. Miró al piloto.

– Billy, ¿cuánto tiempo tardaremos en llegar allí?

Billy consultó rápidamente los mapas.

– Primero, habrá que ir a buscar combustible, señora. Lo siento, podría haberlo hecho antes, pero creí que usted volvería en seguida. Así que supongo que una hora, más media hora para volver, más el tiempo que usted quiera estar en tierra.


Por lo menos estaría diez minutos en la isla de Pocahontas. No sabía qué hacer.

Finalmente, ganó la ambición. Suspirando, se desprendió del cinturón de seglaridad y descolgó las piernas para bajar.

– Billy, tendrás que llevar al doctor Christian y volver a buscarme. -Con el rostro ceñudo se volvió para estudiar el rostro del doctor Christian, que permanecía con los ojos cerrados, bien sujeto con el cinturón. El soldado iba a su lado. ¿Podría confiar en él? ¿Se quedaría tranquilo o pretendería caminar de nuevo? ¿Se pondría violento? Tal vez debería mandar al mayor Whiters. Miró al pequeño grupo de hombres y estudió el del mayor con la misma intensidad que estudiara antes el de Joshua. Y vio algo que no le gustó. No, no enviaría al mayor Whiters. Volvió a mirar al soldado. Era un muchacho fuerte y bien entrenado. Debería ser bastante competente si le habían elegido como guardia de las más importantes personalidades. Tenía un rostro tranquilo y seguro, ¿sería discreto? Debía decidirse. El equipo de médicos ya habría llegado y eso sería de una gran ayuda. Había que terminar de una vez. Joshua estaría bien atendido.

– Billy,-repitió al piloto-, te irás sin mí. No puedo arriesgarme a llegar tarde a mi cita con el Presidente. Lleva al, doctor Christian lo í más rápido posible a la isla, ¿de acuerdo? Encuentra la casa que te / dije y coloca el aparato lo más cerca que puedas. -Se volvió hacia el soldado-. ¿Puedo confiar en usted, soldado?

La contempló con sus grandes ojos grises.

– Sí, señora.

– Muy bien. El doctor Christian está muy enfermo. Lo mandamos a un lugar especial para un tratamiento. Está físicamente enfermo, no mentalmente, pero tiene tantos dolores, que se siente un poco perdido. Quiero que le cuide y cuando Billy aterrice, le acompañará a la casa. No se detenga a curiosear, cuanto menos vea mejor será para usted. Allí hay médicos y enfermeras esperando al doctor Christian. Así que usted déjelo en la casa y salga corriendo. ¿Ha comprendido?

La miró como si se preparara a morir por la más importante misión de su vida y, probablemente, por la oportunidad de subir al helicóptero.

– Comprendido, señora -respondió e1 soldado-. Debo vigilar al doctor Christian durante el vuelo y luego acompañarlo hasta la casa. No debo esperar ni mirar a mí alrededor. Tengo que volver directamente al helicóptero.

– ¡Muy bien! -le sonrió-. Y ni una palabra a nadie, ni siquiera a sus oficiales, órdenes del Presidente.

– Sí, señora.

Dio una afectuosa palmada a Billy en la espalda y bajó. Luego se inclinó a la parte grasera del aparato y tocó una rodilla del doctor Christian.

– ¿Joshua?

Abrió los ojos y la examinó y un vestigio de tristeza y lucidez apareció en su mirada y se apagó.

– Ahora estarás bien, querido, créeme. Duerme si quieres y cuando despiertes, todo habrá terminado. Podrás comenzar a vivir otra vez. La horrible Judas Carriol saldrá de tu vida para siempre.

Él no contestó, como si no advirtiera su presencia.

Se colocó junto a los soldados, mientras el helicóptero se alejaba, deslizándose lentamente. Ascendió muy despacio y luego se alejó rápidamente.

La doctora Carriol advirtió de pronto que el círculo de hombres que la rodeaban la miraban de reojo, con esa curiosa expresión impenetrable de las tropas bien entrenadas, ante las inexplicables maniobras del alto comando.

– Aquí no ha sucedido nada esta mañana -dijo-. Y quiero decir nada. Ustedes no han visto ni oído nada. Y esa orden sólo cambiará cuando el Presidente de nuevas órdenes. ¿Han comprendido?

– Sí, señora -dijo el mayor Whiters.

Billy miro el contador del combustible e hizo un rápido cálculo, luego asintió. Quería mucho al doctor Christian. Todos esos meses recorriendo el país habían reafirmado su admiración por ese hombre de increíble bondad. Ellos parecían no comprender lo duro que había sido para el pobre muchacho ir de un lugar a otro sin descansar. Ahora le llegaba el descanso, pero ya era demasiado tarde para poder terminar lo que había empezado. Billy pensó que podía hacer algo bueno por él, antes de que sus caminos se separaran. Había un abastecedor de combustible en Hatteras así que iría directamente a Pocahontas dejaría al doctor Christian en manos de los médicos para su bien merecido descanso y luego volaría hasta Hatteras para cargar combustible, en lugar de detenerse en la ruta.

– ¡Anímese, doctor! -gritó-. ¡Vamos a llevarle rápidamente!

La doctora Christian se dirigió a la carpa de los Christian. Sus pies obedientes la llevaban, la hicieron entrar y avanzar hasta donde la esperaba el grupo familiar.

Su madre fue la primera en gemir, temblorosa.

– ¡Judith, Joshua se ha ido, ha comenzado la marcha sin nosotros!

La doctora Carriol se dejó caer en la primera silla que encontró y les miró con preocupación. Esa mañana se le notaba la edad.

– Martha, querida, ¿hay café? Debo tomar algo estimulante o nunca llegaré a mi destino.

Martha llegó hasta la mesa, donde había un jarro humeante, llenó un jarro y se lo alcanzó. Realizó esa tarea seria y sin mirarla. Desde Nueva York, contemplaba a la doctora Carriol como a una entrometida que se había hecho cargo de Joshua, relegándoles a un segundo plano.

– Siéntese, mamá -dijo amablemente la doctora, bebiendo un sorbo de café y gimiendo-. ¡Oh, está caliente! Me temo que no es que Joshua haya empezado sin ustedes, sino que ustedes deberán empezar sin él. Está bien, pero está muy enfermo. Yo lo supe desde que llegamos a New Brunswick, pero no quiso atender a razones y sentí que no podía traicionarle. -Se interrumpió recordando el dolor que le había provocado esa frase. Traidora. La había llamado Judas. Aunque ella sabía que estaba loco, la había herido. Traidora. ¿Qué había hecho durante todos esos meses? Traicionarle. Pero, no iba a llorar. Nunca lloraba-. Quería caminar y le dejé. Ya le conocen. No quería oír hablar de terminar y no quería que se lo contara a nadie. Pero esta mañana… ya no fue capaz de caminar más. Así que el Presidente ha organizado un hospital especial para él solo, donde podrán tratarlo con tranquilidad. Acabo de enviarle allí en helicóptero.

Su madre lloró. Había llorado mucho en los últimos meses, desde que llegara para acompañar a Joshua para compartir su triunfo. Hubiera hecho mejor quedándose en Holloman. Mary no la hubiera hecho sufrir tanto. La fresca belleza que la caracterizaba había declinado poco a poco. Apenas quedaban vestigios de su esplendorosa juventud.

– ¿Por qué no nos dijiste nada? -preguntó su madre entre lágrimas.

– Quise hacerlo, créame. No lo hice por mí. Él siempre dictó nuestras conductas, incluida la mía. Ni siquiera quería que yo supiera que estaba enfermo. Pero lo que sí sé es que él desearía que ustedes terminaran la marcha por él. ¿Querrán hacerlo?

– Por supuesto -respondió James, amablemente.

– No hace falta decirlo -añadió Andrew.

Pero Martha se convirtió en una fiera.

– ¡Quiero ir con él! ¡Insisto en ir con él!

– Eso es imposible -respondió la doctora Carriol-. Está en un hospital especial, custodiado por la gente del Presidente. Lo siento, pero lo que le dije a mamá, es válido también para ti, Martha.

– ¡Esto es un complot! -gritó la joven enfurecida-. No creo una palabra de lo que nos ha dicho. ¿Dónde está? ¿Qué han hecho con él?

Andrew se levantó rápidamente.

– ¡Martha, deja ya de portarte como una tonta! ¡Ven conmigo inmediatamente!

Martha comenzó a sollozar, pero Andrew, sin conmoverse, se la llevó del brazo a su dormitorio, desde donde se oían los llantos y sus protestas desesperadas.

Andrew regresó.

– Lo lamento -explicó, mirando a su hermana-. Tú también, no. Es suficiente. Ve a llorar al hombro de Martha si quieres, pero no te quedes aquí con esa cara de carnero degollado.

Mary se alejó de inmediato y, al cabo de un rato, pareció calmarse y desde la sala se oían las dos voces, una llorosa y ahogada y la otra, baja y tierna.

La doctora Carriol parpadeó, intrigada, a pesar de su agotamiento.

– Todo está bien, Judith -dijo Andrew, sentándose al lado de su madre, tomándole una mano-. Martha siempre estuvo un poquito enamorada de Joshua y eso hace que a veces se ponga un poco tonta. Y en cuanto a Mary, ella es así.

– Eso no tiene nada que ver conmigo -respondió la doctora Carriol débilmente, sorbiendo un poco de café-. Estoy muy contenta de que hayan encajado tan bien todo esto, y lo digo también por Martha. No puedo culparla. Debe tener la impresión de que he usurpado la autoridad familiar, acaparando a Joshua.

– ¡Tonterías! -exclamó James, con un brazo en el hombro de Miriam, que no hablaba ni reaccionaba-. Todos pensamos que cuando terminara la marcha, Joshua y tú os casaréis y eso te da muchos derechos.

Pensó que no tenía sentido que los desilusionara, así que simplemente asintió y sonrió agradecida.

– ¿Qué sucede conmigo? -gimió mamá-. No puedo caminar y no me parece bien ir en coche el último día.

– ¿Qué le parecería ir en uno de los camiones de la Televisión? -preguntó la doctora Carriol-. De esa forma, llegará la primera a la plataforma. Y podrá sentarse al lado del rey de Australia y Nueva Zelanda.

Esa sugerencia era agradable, pero no la consoló demasiado.

– ¡Oh, Judith!, ¿por qué no puedo ir con Joshua? Te prometo que no molestaré. ¿No he hecho todo lo que me dijiste en esos meses? ¡Oh, por favor!

– En cuanto esté lo suficientemente bien para poder trasladarlo a un lugar menos secreto del que está ahora, podrá verle y estar con él. Se lo prometo. Ahora tenga paciencia. Sé que está muy preocupada, pero le aseguro que no puede estar en mejores manos.

El mayor Whiters salvó la situación, asomando la cabeza por la carpa.

– Doctora Carriol, el helicóptero le está esperando.

La doctora Carriol se puso en pie, ansiosa por salir de allí.

– Tengo que irme. El Presidente quiere verme urgentemente.

Y aunque se dio cuenta del mágico efecto que esas palabras producían en la familia, sintió muy poco orgullo por el éxito.

Pero todavía debía hacer algo más y se dirigió a Andrew, que parecía haber asumido el papel de jefe de familia, desde que Joshua estaba fuera de combate.

– Tengo que decirles a las personalidades que Joshua no participará hoy en la marcha. Andrew, es mejor que vengas conmigo y hables con ellos.

Andrew se colocó a su lado, mirando de reojo a James, Miriam y a su madre.

– Será mejor que Martha no camine hoy -les dijo-. Mary puede acompañarla hasta Holloman en el tren de hoy.

James asintió tristemente.

– Si pueden esperar un par de horas, les mandaremos un helicóptero -se ofreció la doctora Carriol, ansiosa por prestar alguna ayuda.

Pero Andrew rechazó la propuesta con un movimiento negativo.

– No, gracias, Judith. Será mejor que tomen el tren. Lo último que necesita mi esposa es quedarse durante toda la mañana, regodeándose en sus penas. El viaje en tren las mantendrá ocupadas y el largo viaje les enfriará los ánimos. Lo que sí le pediría es un coche que las lleve a la estación.

Y así lo hicieron.

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