Capítulo Diez

Kelly terminó de ponerse unos zapatos de tacón alto color rojo, y se miró al espejo. Sería más cómodo ponerse zapato plano. Llevar tacones para salir a cenar con Mac estaba bien, pero para ir a comer con Kate no merecía la pena la incomodidad. Aunque, por otro lado, ella era una embarazada gorda la última vez que la vieron en la empresa Fortune y no le importaba presumir de su nueva figura.

Miró a su hija, que movía vigorosamente las manos desde la cuna.

– ¿Qué te parecen los zapatos que me he puesto, Annie? ¿Nos arreglamos de manera sensata, o nos decidimos por la vanidad?

Annie, siendo mujer, pareció expresar más entusiasmo por lo segundo. Kelly, finalmente, aceptó, imaginándose, además, que estarían la mayor parte del tiempo sentadas. Antes de que saliera de casa, sonó el teléfono.

– ¡Mollie! -exclamó alegremente Kelly, sentándose sobre la cama para jugar con su hija a la vez que hablaba-. Hace mucho tiempo que no hablamos. Te intenté localizar hace un par de días, pero salió el contestador. Estaba preocupada por ti, ya que la última vez que nos vimos estabas intentando solucionar un problema.

– He tenido mucho trabajo y no tuve tiempo de nada. Pero yo también pensaba en ti. ¿Estás muy ocupada, o puedes hablar?

– Voy a ir a comer con Kate, me llevaré a Annie, pero no tengo mucha prisa. ¿Has solucionado tu problema?

– No del todo, pero sé lo que quiero hacer. Sólo necesito un poco de tiempo. Si tratas de ignorar un problema él se vuelve contra ti, ¿lo sabías? Mi madre decía siempre que si algo te importa de verdad, tenías que intentar conseguirlo con entusiasmo. Ya seguiremos hablando de ello después. Ahora mismo… ¿qué tal tu princesa?

– La princesa está vestida como para una fiesta real. Lleva unas zapatillas rosas con cordones blancos de satén, el pelo recogido y un vestido rosa, claro. Está babeando y estropea un poco el efecto, ¿pero qué se puede hacer? Me llevo tres vestidos de repuesto, porque sé lo rápido que los ensucia. Pero momentáneamente parece muy elegante.

Mollie soltó una carcajada.

– Me encanta cuando hablas de ella. Me doy cuenta de que estás disfrutando de tu maternidad, Kel.

– Cada minuto, incluso las noches en que no duermo o cuando se pone enferma -Kelly cerró los ojos un momento-. Lo único que siento es que mi madre no pueda estar aquí para verla

– Sí, yo también echo de menos a mi madre continuamente. Discutíamos mucho sobre tonterías, ya sabes que siempre me criticaba la hora de llegada, cómo me maquillaba o si iba con chicos, pero no importa. Había cosas que sólo con ella podía hablar.

– Lo sé. Me pasaba igual con mi madre… -Kelly suspiró-. La primera persona en que pensé cuando descubrí que estaba embarazada fue en ella. La hubiera molestado. Ella nunca quería que te dejaras seducir por un hombre, por muy guapo que fuera. Es curioso, pensando en lo que le pasó a ella.

– Tu madre te habría entendido, Kel. Ella misma cayó en el mismo error. Bueno, ahora todo está pasado. Ya propósito. ¿Cómo te va tu matrimonio?

– Mac me mima demasiado: me lleva a cenar dos veces a la semana, ayer llegó con un ramo de camelias, luego me puso una caja en la almohada y eran unos pendientes de rubí. Los llevo ahora puestos. De hecho, me he puesto la ropa adecuada para ellos. Pero todas esas cosas que hace me asustan un poco…

– ¿Asustan?

– No sé por qué está haciendo todo eso.

– Dios, eres increíble. Por primera vez en tu vida te tratan bien y tienes que buscar razones.

– Pero yo no he hecho nada…

– Y si el hombre se ha enamorado de ti?

Cuando Kelly colgó el teléfono eran casi las once y media. Era hora de marcharse hacia el edificio de Fortune si querían comer a la hora prevista. Toda la conversación con su amiga había provocado en ella ciertos sentimientos hacia Mac y no pudo evitar recordar la noche anterior.

Annie había estado muy pesada todo el día y, después de cenar, Mac se encargó de ella y Kelly se preparó un baño de sales de jazmín. A los pocos minutos de que se metiera al baño, se abrió la puerta y el vestíbulo se llenó de fragantes nubes. Mac cerró la puerta y apagó la luz. A continuación se metió en la bañera desnudo con ella.

Kelly estaba relajada, pensando en que la niña se había quedado dormida y que su padre era un ángel. Pero Mac no pensaba precisamente en que se relajara, y menos en portarse como un ángel.

En su mente se mezclaron diferentes texturas, diferentes sonidos y olores. Recordó el olor de jazmín en la oscuridad. El cuerpo de él provocando su cuerpo húmedo. El agua cayendo por todas partes y la risa lasciva de Mac. Parecía tener cientos de manos, todas suaves y húmedas, todas evocando sensaciones placenteras y fantasías. Kelly pensó en lo formal que Mac solía ser, en la imagen del director de Fortune, pero el hombre de la bañera era un pirata amoral y sin principios, decidido a robar su virtud y seducirla sin piedad. La pasión entre ellos fue como una espiral, que dio una vuelta más al subirla encima de él. Después de aquello y de todas las noches pasadas, Kelly habría jurado que no había ninguna inhibición entre ellos.

Cerró los ojos. Se había despertado aquella mañana con una sensación de debilidad y de remolino dentro. Mac había usado la palabra amor anteriormente, el día en que la niña había nacido y algún día más, aunque ella no conseguía convencerse de que fuera verdad. Pero después de la intensidad de los últimos días, empezaba a pensar que quizá fuera cierto. Estaba segura de que seguía sintiéndose responsable de ella, pero le estaba demostrando su amor de diferentes maneras. Tenía que empezar a creer que su matrimonio era verdadero. Y era cuestión de tiempo que él también se diera cuenta de ello.

Annie dejó escapar de repente un chillido. Kelly, asombrada, se dio la vuelta y tomó a su hija en brazos.

– De acuerdo, cariño. Yo también estoy impaciente por salir. No te creas que me he olvidado de la comida, ¿eh? Te lo demostraré pronto.

Fuera hacía un día precioso de abril, con un sol cálido y una brisa ágil y susurrante. Mac había dejado el Mercedes negro para ella. No estaba acostumbrada a él y tardó unos minutos en revisar todo. Luego, con la niña detrás en su silla, salieron. Cruzaron el bosque y, en él, dejaron atrás sus árboles de hojas de diferentes verdes, sus zonas de sombra creadas por los rayos de sol, sus olores… Luego llegó a las afueras de Minneapolis y tuvo que enfrentarse al tráfico de la ciudad.

– Y ahora, Annie, tienes que portarte bien. Llegaremos enseguida…

El coche era muy cómodo para carretera, pero difícil para sumergirse en el tráfico de una hora punta. De todos modos, llegó pronto al edificio y saludó a George, el guarda de seguridad. Este estaba hablando por teléfono, pero le hizo una señal con la mano. Era una estupidez tener que verlo para sentirse segura cuando, como había dicho a Mac, ambos tenían que olvidar cuanto antes el ataque pasado. La ansiedad no quedaba bien en un día de primavera como aquél, aunque no le importaba obedecer a Mac y esperar a que George saliera para acompañarlas a ella y a la niña a entrar en el edificio. Odiaba molestar a George, pero Mac estaba tan obsesionado con la seguridad, que no le importaba hacer esa concesión.

Esperaría a que terminara George buscando un sitio para aparcar. No fue fácil, había bastante gente, pero finalmente encontró un hueco en la entrada de la parte este.

– Y ahora, tesoro, ya hemos llegado…

Primero desabrochó el cinturón de Annie; luego tomó su bolso y se miró al espejo rápidamente. Se arregló un poco el pelo y se aplicó barra de labios. Por último, recogió la bolsa que tenía en el asiento trasero y salió con ella en las manos…

Entonces sucedió algo imprevisto.

Algo increíble cuando estaba todo lleno de gente y George en la entrada de la parte norte. Ella estaba al lado de la puerta del conductor, a punto de rodear el coche para recoger a su hija. En segundos la iba a tener entre sus brazos.

Pero aquel hombre apareció de repente, abrió la puerta trasera y alcanzó a Annie. Era un muchacho joven, como de veinte años, y llevaba unos pantalones de color caqui no diferentes a los que llevaban la mitad de los jóvenes. En ese momento supo que lo había visto entrando al aparcamiento, sin imaginar que tenía en mente recoger su coche como todo el mundo.

– ¡Detente! No la toques, tú…

Intentó llegar al lado de su hija y se golpeó la cadera con la parte delantera del coche. Le faltaba aire en los pulmones; su corazón y su mente sólo pensaron en el miedo y en recuperar a Annie.

Pero fue demasiado tarde. Gritó con todas sus fuerzas y vio a su hija darse la vuelta y mirarla. Luego no vio más que la manta rosa con la que estaba envuelta volando y el muchacho darse la vuelta y correr. Por un momento, ella se quedó inmóvil, indecisa, sin saber si perseguirlo o ir a buscar ayuda. Imaginaba que lo mejor sería ir a buscar a un policía, pero su corazón de madre se lo impedía. No podía permitir que el muchacho desapareciera con su hija. Así que decidió salir detrás de él, con el corazón palpitando a toda velocidad. Aquel momento de indecisión le había dado cierta ventaja al muchacho, pero no estaba lejos.

Lo alcanzaría.

Tenía que hacerlo.

El muchacho cruzó la carretera, a pesar de que el semáforo estaba en rojo. Se oyeron frenazos y bocinas de coche. Ella iba detrás gritando y pidiendo ayuda, llamando a su hija. Una furgoneta roja estuvo a punto de pillarla y se chocó con una vieja mujer que llevaba paquetes en la mano. Las lágrimas dificultaban su visión y el muchacho iba ganando distancia. Con los tacones tampoco podía correr demasiado. Se los quitó y continuó persiguiendo al hombre, ignorando el daño que el cemento hacía en sus pies.

La gente se paraba, evidentemente sorprendidos de ver a una mujer correr a toda velocidad por las calles de una ciudad. Quizá la podían haber ayudado, pero ella trataba de esquivados y continuar. El hombre torció una esquina y continuó corriendo por un estrecho pasadizo entre dos altos edificios de cemento. Luego torció otra esquina y Kelly no volvió a verlo.

No había señales de él. Sólo edificios por todas partes y coches. Un taxista tocó la bocina al verla. La gente se paraba a mirarla, pero no había ningún hombre rubio con una niña en brazos y una manta volando detrás. Docenas de puertas se alineaban en la calle, pertenecientes a diferentes negocios, almacenes y viviendas. El debía de haberse metido en una de ellas, ¿pero en cuál? Un error podría significar la vida de su hija…

El miedo invadió su corazón. Habían secuestrado a su hija. Era lo que ella más podía temer, lo que más podía temer Mac… nada podía ser peor que aquello, nada podía ser más insoportable.


Mac tenía una reunión con cuatro directivos cuando su secretaria se asomó.

– Señor Fortune, tengo que decirle algo urgente.

Mac se disculpó y salió del despacho.

– ¿Qué pasa? -sabía que algo grave ocurría, porque nunca le habían interrumpido de aquella manera.

– No lo sé -contestó, con voz temblorosa-. George va detrás de él… está por la línea uno.

– ¿George? -preguntó, agarrando el auricular.

– George, el guarda de seguridad del aparcamiento.

Cuando Mac supo a qué George se refería la secretaria, su corazón dio un vuelco.

– Alguien se ha llevado a su hija, señor Fortune. Yo estaba hablando por teléfono cuando la señora Fortune llegó y no pude ir a buscarla en ese momento, como habíamos convenido. Ella no pudo encontrar aparcamiento cerca de la entrada y… Todo ocurrió muy rápidamente…

– George… -murmuró Mac, sin entender apenas, debido a la rapidez con la que hablaba.

– Su primo estaba en el aparcamiento y lo vio. También fue detrás de él al principio… aunque lo dejó para ir a llamar a la policía. Luego intentó buscar a la señora Fortune, pero no la encontró. Lo lamento mucho, no sé qué decirle. Le juro que estaba observándola y que no estaba tan lejos. Además había más gente en el aparcamiento. No entiendo cómo puede haber alguien tan loco como para hacer algo así a la luz del día y en un sitio donde hay gente…

– George, espera. ¿Dónde está mi esposa?

– No lo sé, señor. Se marchó corriendo detrás del honibre y nadie pudo detenerla. Grité y también Sam Johnson, el químico que trabaja en la planta tercera, pero no se detuvo. La policía llega en este momento…

– Di a la policía todo lo que sepas. Que no esperen, que vayan inmediatamente a buscar a mi mujer. Yo iré ahora mismo.

Mac siempre se había enfrentado a los problemas con frialdad y serenidad. Pero en aquel momento sentía como si le hubieran metido en los pulmones un ácido. No podía respirar. Se sentía él mismo culpable y a la vez buscaba culpables.

No sobreviviría si algo le ocurría a Kelly y a su hija. Era imposible. Inútil. No podía perderla. No podía perder a ninguna de las dos.

En aquellos segundos le llegaron a la mente miles de imágenes. Recordó su noche de bodas, cuando él dio a Kelly un beso casto que abrió el suelo a sus pies. Pensó en lo nerviosa que estaba cuando no podía atarse los zapatos, en su rostro radiante cuando tuvo a su hija en brazos, en sus recibimientos cuando él llegaba a casa. Rememoró cuando cantaba mientras hacía pastas en el horno. En su risa suave en la oscuridad, haciendo el amor en la bañera, en su forma de amar, que iba haciéndose más sensual a medida que volvía a recuperar la forma de su cuerpo. Y aquella primera noche, temblando como una adolescente con aquel camisón negro, mientras él también se sentía como un adolescente…

– ¿Señor Fortune? -la gente se abrió para dejarle pasar. Todos lo conocían, excepto el policía de cabello gris y cuerpo grueso-. Soy el detective Spaulding, Henry Spaulding.

– Encuentre a mi esposa. Encuentre a mi hija -fueron las palabras de Mac.

El detective ya estaba al corriente de lo sucedido y había hecho algunas llamadas para movilizar a cada hombre. Tenía, incluso, a cuatro policías siguiendo la pista. Tenían bastantes elementos a su favor: había testigos que habían visto al hombre que, además, iba a pie.

– Pero en caso de que…

Mac no dejó que terminara, estaba demasiado nervioso.

– Quiero que llamen a los periódicos y den una fotografía de la niña. Quiero que registren en cada local, ahora que hay todavía posibilidad de que esté y la gente lo ha visto. Es un secuestrador y quiere dinero. Le daré todo lo que me pida, sólo quiero que estén sanas y salvas…

– Lo escucho, señor Fortune, pero…

Mac no podía parar de hablar, para así no dejar que el miedo lo destrozara por dentro.

– Puedo conseguir más hombres. Utilizaremos servicios de seguridad privados. Gabe Devereaux es el mejor detective y no sé lo que puede usted necesitar. ¿Un lugar para utilizarlo de base de información? Fotografías? ¿Hombres? Lo que sea, no me importa, puedo hacer que…

– Señor Fortune…

– No intente decirme que me siente y espere. No puedo sentarme. No puedo esperar. No voy a ponerme a llorar tampoco. Sé lo que es un problema y sé cómo movilizar a la gente. Puedo organizar lo que necesite. Puedo conseguir toda la gente que haga falta. Sólo tiene que decirme cómo trabajar con la policía, cómo lo hacen, cómo se comunican y todo lo demás…

El rostro del detective demostraba que entendía perfectamente a Mac. Que sabía que hablaba demasiado deprisa, demasiado claramente porque su corazón pendía de un hilo.

– Necesito a mi esposa. Necesito que la encuentre. No mañana, no dentro de una hora. Ahora, ahora mismo. Necesito saber que ese canalla no la tiene también a ella.

– No hay razón para pensar que él la…

– ¡Eso no es suficiente!

– Yo también tengo dos hijas, señor, y estaría igual de asustado que usted, pero necesito que entremos dentro y nos sentemos un minuto.

– No puedo sentarme. Tiene que haber algo que yo pueda hacer…

– Señor Fortune, todo lo que ha dicho son buenas ideas y las haremos todas. El poder que tiene usted en esta ciudad va a ayudamos, pero en este momento tiene que darse cuenta de que es demasiado pronto. Todos intentamos lo mismo: atrapar a ese hombre cuanto antes. Ya hay policías que van en su busca, pero no han tenido tiempo de informarnos. Podremos hacer algo más cuando sepamos más detalles. Entonces trazaremos un plan y nadie va a decirle que se quede esperando. Pero la mejor ayuda que puede hacer en este momento es tranquilizarse y prepararse.

No podía prepararse porque su memoria recordó en ese instante la noche en que él había propuesto a Kelly el matrimonio. La noche en que había sido atacada en el mismo lugar… Había entrado gritando y llorando y se había chocado con él.

Algo se había encendido en su sangre aquella noche. No era sólo por su fragilidad, no sólo porque era una mujer embarazada en peligro. Tampoco porque su hermano la hubiera puesto en una situación difícil. Mac se había dicho todas esas cosas porque eran ciertas. Eran hechos. Eran razones. Pero no eran nada.

Era ella quien importaba. Sus ojos suaves y maravillosos. Su cabello rubio platino. La manera en que lo abrazaba.

El entonces no estaba enamorado. Mac no sabía lo que era el amor o lo que significaba casarse. Pero hubo algo más, algo que nunca existió hasta conocerla. Algo en él que provocaba un sentimiento del que Mac no tenía la llave.

El dolor se clavó en él. La amaba más que a su vida, se daba cuenta en ese momento. Además, no podía romper su promesa… la promesa de cuidarla y cuidar a su hija. Sólo a Kelly había hecho esa promesa y no la había cumplido.

El sol de abril se puso. El detective se marchó y quedó un coche de policía. Al poco tiempo llegó otro. La gente seguía agrupándose allí y la policía seguía hablando con ellos para ver quién había visto a Kelly y al hombre. Las preguntas eran muy parecidas: el aspecto, la ropa… Hubo alguien que intentó que Mac tomara una taza de café caliente, pero no quiso.

No recordaba haberse sentido nunca tan inútil. Se dijo a sí mismo que podía empezar a organizar mentalmente el próximo paso, pero era incapaz de moverse. Además, él no había visto nada.

De repente un coche de policía entró en el aparcamiento con la sirena encendida. La puerta trasera del coche se abrió y allí estaba Kelly. Sin zapatos, con las medias rotas y una rodilla sangrando. Su cabello estaba despeinado y el rímmel, debido a las lágrimas, había ensuciado sus mejillas. Estaba pálida y en sus ojos había terror.

La culpabilidad invadió de nuevo a Mac. Antes de conseguir llegar a ella, Kelly lo vio y se arrojó a sus brazos como aquella otra noche, como si fuera el único hombre en el que ella pudiera confiar.

Antes de llegar a sus brazos estalló en sollozos.

– No pude alcanzarlo, Mac. No corrí lo suficiente y lo perdí. Se ha llevado a nuestra hija. Es…

– De acuerdo, de acuerdo -mintió.

Mac no sabía qué decir. Ignoraba si alguna vez las cosas volverían a ser como antes y ella temblaba y se estremecía de miedo y nervios. La abrazó y limpió sus ojos. Luego se la llevó.

Era lo único que podía hacer en ese momento.

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