– Llegas tarde.
En realidad, Gabe pretendía gritar aquella amonestación, pero parecía haberle ocurrido algo a su voz. Por un instante, cuando le rodeó el cuello con los brazos, Rebecca estuvo imposiblemente cerca de él. Su pelo olía como las fresas frescas, tenía los labios entreabiertos y su piel era suave como la de un bebé. Y de pronto Gabe sintió que se le secaba la garganta.
El detective sabía que para Rebecca aquello solo era un gesto de afecto producto de su exuberante impulsividad. Algo típico de ella. Rebecca jamás dejaba de expresar sus sentimientos. Confiaba libremente en la vida, sin duda a causa de su privilegiado y seguro pasado, pero, de alguna manera, aquel abrazo lo afectó más que el más tórrido de los besos. Gabe no estaba acostumbrado a las demostraciones de afecto. Ni las esperaba de nadie ni las pedía. Y, maldita fuera, jamás habría pensado que alguna vez podría llegar a echar de menos algo tan tonto y ridículo como una muestra de afecto. Hasta que había aparecido Rebecca.
– Sé que llego tarde. Y lo siento, de verdad, pero no he podido evitarlo.
Sus ojos se encontraron durante una décima de segundo. Ni un instante más ni un instante menos. Rebecca apartó los brazos de su cuello, los dejó caer y de pronto comenzó a parlotear con más locuacidad que una cotorra.
– He estado en uno de esos cuartos reservados en los que se juega al póquer, Gabe. Allí se mueve mucho dinero negro, es un auténtico nido de delincuentes y no es nada fácil levantarse de allí y marcharse cuando uno quiere. Sabía lo tarde que se me estaba haciendo, pero se considera de muy mala educación abandonar la partida cuando se está ganando. Podía haber perdido intencionadamente varias manos. Pero la cuestión era que estaba aprendiendo tantas cosas…
– ¿Has participado en una de esas partidas de apuestas ilegales? -le preguntó Gabe.
Era posible que no la hubiera entendido bien. Esperaba, de hecho, no haber entendido bien.
– Sí, y esa es la razón por la que me he puesto esta camiseta de Mickey Mouse -señaló las enormes orejas del ratón que llevaba en el pecho con una sonrisa-. Imaginé que esos tipos me tomarían por una estúpida, ¿sabes? Y de esa manera no le darían ninguna importancia a lo que podían decir o dejar de decir delante de mí. En cualquier caso, ¿sabes una cosa? Tenía la esperanza de que Tammy hubiera estado moviéndose por esos ambientes, ¡y estaba en lo cierto, Gabe! Uno de esos tipos la conocía y me ha contado todo tipo de cosas sobre ella y su novio. Dios, creo que me está entrando un ataque de hipoglicemia. ¿Conoces algún sitio en esta ciudad en el que vendan helados de vainilla?
En realidad no quería un helado de vainilla. Lo que le apetecía era un helado mucho más saludable y refrescante de yogur con sabor a frambuesa. Les llevó algún tiempo localizarlo. Después, como estaba harta de permanecer sentada, decidió comérselo mientras daban un paseo. En la calle hacía un calor insoportable, el sol resplandecía con una fuerza cegadora y el helado goteaba y se derretía en todas direcciones. Rebecca zigzagueaba entre los transeúntes mientras lamía su cono de frambuesa y en sus ojos parecía danzar toda la información que había obtenido durante la mañana.
– Tammy ha estado frecuentando el Caesar Palace, y también un lugar llamado O'Henry, especialmente este último. En ambos hay mesas de apuestas legales, pero donde realmente se mueve dinero es en las habitaciones traseras. Y, Gabe, no te lo vas a creer, ese tipo a lo mejor solo lo decía por decir, pero insinuó que se había acostado con ella.
– Eh, pelirroja, la verdad es que en ningún momento se me ha ocurrido pensar que Tammy fuera un ejemplo de moralidad.
Gabe sacó otra servilleta del bolsillo. Rebecca alzó la barbilla para que pudiera limpiársela. Había sido una auténtica suerte que a Gabe se le hubiera ocurrido guardarse un puñado de servilletas.
– No lo comprendes. Tammy estaba con su novio… y también con ese tipo. Estuvo con los dos. O por lo menos estoy condenadamente segura de que era eso lo que estaba insinuando ese tipo.
Quizá, pensó Gabe, su fascinación por Tammy fuera perfectamente comprensible. Él nunca había conocido a una mujer que llevara diamantes y pidiera un vaso de leche en vez de una copa. O que hablara sobre tríos en la cama mientras daba lametazos a un helado de frambuesa.
– ¿Y cómo has conseguido que un hombre completamente desconocido te hablara de su vida sexual? -le preguntó con extremado cuidado.
– Por su puesto, no ha empezado hablando de sexo. Estábamos jugando al póquer, por el amor de Dios. Al cabo de un rato he empezado a comentar que estaba buscando a una antigua amiga del colegio que se llamaba Tammy Diller y, de pronto, a ese tipo se le ha iluminado la cara y ha comenzado a guiñar el ojo y hacerles gestos a los otros hombres que estaban en la mesa mientras contaba su historia. En realidad no lo ha explicado explícitamente, todo ha sido mediante insinuaciones, y bastante desagradables por cierto. Ese tipo era un auténtico canalla, Gabe. Como ya te he dicho, no termino de creerme todo lo que ha contado, pero el caso es que también la ha descrito: pelo oscuro, ojos castaños, altura media, delgada… He estado a punto de soltar una carcajada porque podía haber estado describiendo a la mitad de las mujeres de mi familia. Pero después ha incidido en ciertos rasgos físicos un poco más embarazosos. ¡Dios santo, pero si Tammy acababa de conocerlo! No puedo creer que una mujer sea capaz de…
Gabe tuvo el terrible presentimiento de que Rebecca estaba dispuesta a ahondar en la anécdota del trío indefinidamente. Peor aún, parecía dispuesta a compartir con él hasta el último detalle. Loco por hacerle cambiar de tema, la interrumpió con la excusa de transmitirle la información que había conseguido aquella mañana: desde el nombre del novio de Tammy, Dwayne, hasta la calle en la que tenían alquilada la casa o los lugares en los que la señorita Diller había empleado sus tarjetas de crédito.
Aquella información sirvió para hacerle abandonar a Rebecca la cuestión del sexo. Pero no impidió precisamente que se adentrara en un tema mucho más problemático.
– Maldita sea. Podría jurar que he oído antes ese nombre… Dwayne. Algo continúa martilleándome en el fondo de la mente. De alguna manera, tengo la sensación de que conozco a esa mujer…
– Ah, así que tu infame intuición femenina ha vuelto a ponerse en funcionamiento, ¿eh?
Rebecca se terminó el helado y se lamió los dedos con una enorme sonrisa.
– Puedes continuar burlándote todo lo que quieras de mi intuición, pobre escéptico, pero reconocerás que no ha sido tu lógica la que nos ha traído hasta aquí. ¿No te advertí que de esta forma todo saldría bien? Hemos conseguido el doble de información y desde dos ángulos completamente diferentes. Si quieres saber mi opinión, formamos un equipo invencible. Y dime, ¿qué te parece? ¿Crees que deberíamos echar un vistazo al O'Henry esta noche.
Gabe ya había escuchado la teoría de Rebecca sobre el equipo invencible la noche anterior. Y si Rebecca no se hubiera marchado antes de darle oportunidad de contestar, habría podido oír su propia filosofía, que se reducía a una contestación de una frase: «por encima de mi cadáver». Sin embargo, en aquel momento, vaciló.
Era bastante difícil negar, por mucho que lo irritara, que Rebecca había llevado hasta el momento el mayor peso de la investigación. Por supuesto, había sido solo cuestión de suerte el que encontrara la carta de Mónica. Y también había sido la suerte la que le había permitido coincidir con un hombre que conocía a Tammy. Rebecca era una mujer intuitiva y observadora, Gabe estaba dispuesto a reconocerlo. Pero la posibilidad de formar un equipo estaba completamente descartada. Él trabajaba solo. Siempre lo había hecho así. Era más rápido, más seguro y más eficiente. Y ni su sentido del honor ni sus valores morales justificaban que permitiera a Rebecca acercarse a una situación peligrosa.
Desgraciadamente, estaba llegando a la dolorosa e irritante conclusión de que la señorita Rebecca Idealista Fortune era una amenaza para ella misma. Había estado a punto de matarse al entrar en casa de Mónica Malone. Había cruzado el país en dos ocasiones sin pensar siquiera en las consecuencias. Y la clase de gente con la que acostumbraba a entablar conversación, como aquel pandillero de Los Ángeles o el cretino que alardeaba sobre los tríos sexuales, era más que suficiente para causarle a Gabe una urticaria. Y él nunca había sido propenso a las urticarias.
– Gabe, ¿me has oído? ¿No crees que sería una buena idea que fuéramos esta noche al O’Henry? -le preguntó otra vez.
Evidentemente, estaba demasiado ansiosa por obtener una respuesta como para darle ni cinco segundos para pensar. Aunque probablemente pensar tampoco iba a servirle para solucionar su problema. Porque en lo que se refería a Rebecca, para Gabe no había ninguna respuesta adecuada, lo único que sabía era que Rebecca estaba más segura cuando no la perdía de vista.
– A mí me parece bien -contestó sucinto-. Iremos al Caesar, y después al O'Henry. Recorreremos todos los lugares en los que tradicionalmente se han jugado grandes cantidades de dinero. Pero antes me gustaría que estableciéramos algunas normas, pelirroja.
– Claro.
– Estarás en todo momento a mi lado. No irás sola a ninguna parte.
– De acuerdo -contestó Rebecca.
– Nuestro objetivo es localizarla y ver la estrategia que está intentando poner en funcionamiento. Después decidiremos cómo acercarnos a ella. Hasta entonces, no daremos ningún paso en esa dirección.
– Tiene sentido.
– Y asumiendo que la encontremos, no quiero que sepa que eres una Fortune. No quiero que sepa que tienes algún tipo de relación con Mónica o con Jake. Permanecerás callada como un ratón y no se te ocurrirá entablar conversación con ningún otro desconocido. Y en el momento en el que la encontremos, te marcharás de Las Vegas.
Rebecca se volvió hacia él con el ceño fruncido. Gabe se preparó para iniciar una discusión. Pero el pulso se le aceleró por un motivo completamente diferente en el momento en el que Rebecca alzó la mano y, como si fuera asunto suyo, le arregló el cuello de la camisa.
– De verdad, Gabe, tienes que dejar de preocuparte por mí -le dijo con mucha delicadeza-. Llevo mucho tiempo arreglándomelas sola. Puedo cuidar de mí misma.
Y un infierno, pensó Gabe. Pero imaginaba que cualquier comentario que pudiera hacer al respecto parecería sexista y merecería una afilada respuesta de carácter feminista. Pero en realidad no era de las capacidades de Rebecca en tanto que mujer de las que dudaba, ni tampoco, a pesar de las bromas que hacía, de su cerebro. Rebecca no era ninguna estúpida, pero, diablos, aquella mujer creía en el amor. Creía en los príncipes azules, pensaba que el bien prevalecía siempre sobre el mal y que nada podría hacerle daño. Como había estado protegida durante toda su vida por el imperio Fortune, Gabe no podía culparla de su inocencia. Simplemente, Rebecca nunca había estado sometida a los aspectos más sórdidos de la vida.
Pero su idealismo la hacía vulnerable.
De pronto, cruzó su mente la extraña idea de que no le gustaría cambiarla. Quería que continuara siendo libre de creer en aquella imposible bondad, que continuara siendo exactamente la que era. Aunque aquello hiciera que resultara mucho más difícil protegerla.
Cuando pensaba que podía ocurrirle algo, se sentía como si le estuvieran clavando un cuchillo en las entrañas. Un cuchillo dolorosamente afilado.
Hasta ese momento, Gabe había dado por sentado que cualquiera de sus caprichosos sentimientos hacia Rebecca estaba causado por sus hormonas.
Y sería preferible que fuera así.
Porque si había una mujer sobre la superficie de la tierra por la que no debería interesarse seriamente bajo ningún concepto, esa era Rebecca.
– ¡Maldita sea! ¡Maldita sea! Me entran ganas de darme cabezazos contra la pared, de romper un jarrón de porcelana china, de partirle la nariz a alguien…
– Está muy lejos de mí intención interrumpir la rabieta de una dama, ¿pero crees que serías capaz de callarte aunque solo fuera durante el tiempo suficiente para pasarme la llave de tu habitación?
Ignorando la irreprimible diversión que reflejaba la mirada de Gabe, Rebecca le plantó la llave de la habitación en la mano.
– Estoy frustrada, Devereax.
– ¿De verdad? Jamás me lo habría imaginado.
– Oh, vamos. Entra, tómate una copa conmigo y deja de ser tan condenadamente irritante. Dios mío, serías capaz de permanecer tan tieso y frío en medio de un motín. ¿Es que nunca te relajas?
– Eh, no…
El tono de Gabe fue seco. Desde que habían llegado al hotel, había estado comportándose como un auténtico caballero. La había acompañado a su habitación y le había abierto la puerta. Pero ante su invitación a pasar, se aclaró la garganta con recelo.
– Ya son más de las doce. Es muy tarde para tomar una copa…
– No me digas que tienes ganas de dormir. Estás tan tenso como yo. Y no te asustes, no voy a ofrecerte un vaso de leche. Siempre viajo con una petaca. No sé si esta vez la he llenado de whisky o de brandy, pero puedo prometerte que tengo algo más letal que la lactosa.
Hubo algo que hizo vacilar a Gabe, pero, campanas del infierno, ya había atravesado el vestíbulo para sacar la llave de la cerradura. Rebecca cerró la puerta y señaló hacia la mesa y las sillas que ocupaban una de las esquinas y, a continuación, Gabe tuvo la sensatez de apartarse de su camino.
Rebecca se quitó los zapatos de tacón, arrojó el bolso a la cama, fue a buscar dos vasos de agua al baño y después enterró la cabeza en su maleta. Sacó la petaca, una bolsa de tamaño considerable de gominolas con forma de oso y otra de pastillas de chocolate. Blandiendo los tres objetos en el aire, caminó atropelladamente hacia Gabe.
Este atrapó las golosinas, pero Rebecca lo oyó reír mientras se sentaba en una de las sillas y estiraba las piernas.
– Eh… ¿siempre viajas con una reserva de comida?
– Siempre. La comida de los restaurantes… Maldita sea -se interrumpió de pronto-, hemos ido un paso por detrás de esos tipos en todos los hoteles en los que hemos entrado. Si hubiéramos calculado las horas un poco mejor, podríamos habernos puesto en contacto con ellos. Dios mío, si casi ha sido un milagro que no nos hayamos chocado con ellos.
– Por lo menos ahora tenemos la seguridad de que están aquí. Y de que no están intentando esconderse, sino que operan de manera abierta y visible.
– Pero haber estado tan cerca de ellos y haberlos perdido… ¿Cómo es posible que no estés tan furioso como yo, cretino?
– Porque creo que es mucho mejor que la señorita Diller no te vea, pelirroja. Esta noche hemos conseguido muchísima información. Más que suficiente para obtener algún resultado. Seguramente mañana tendremos algo definitivo.
Bueno, tenía que reconocer que alguna información sí habían recogido. Rebecca se acercó a la silla que estaba frente a Gabe, se dejó caer y apoyó los pies en la cama. Pero no le sirvió de nada. Podía estar quieta y sentada, pero no era capaz de impedir que su mente corriera a miles de kilómetros por hora. Su bisutería continuaba en el bolsillo de Gabe; este se había olvidado de devolverle sus joyas la noche anterior. Ella también se había olvidado de ellas.
Rebecca bajó la mirada, pensando en el modelo negro que llevaba. Horas antes, Gabe le había dirigido una única mirada y había sufrido un pequeño ataque cardíaco al verla aparecer en el vestíbulo con una enagua.
No era una enagua, por supuesto. Era un vestido perfectamente respetable y ridículamente caro con unos tirantes minúsculos que le llegaba a medio muslo. Con él era imposible llevar sujetador, pero no siempre se podía escoger. Rebecca apenas había tenido unos minutos para meterse en una tienda aquella tarde y había tenido suerte al encontrarlo. Desde luego, jamás podría haberse imaginado que iba a necesitar tanta ropa para aquel improvisado viaje.
El brazalete de su madre tintineaba mientras alargaba la mano para buscar las pastillas de chocolate que iba seleccionando automáticamente por el color. Por lo que hasta entonces había oído de ella, Tammy Diller también solía ir sin sujetador. Y tenía fama de decantarse por cierto color. Le gustaban los vestidos rojos. Con aberturas por delante y por detrás. Alardeando de todo lo que era legal, y de algunas vistas que no lo eran, el programa se completaba con un acento arrastrado de Nueva Orleans, una boca pintada de color rojo intenso y una seductora melena.
A Rebecca se le antojaba como una especie de anguila. Y el compañero de Tammy, el tal Dwayne, era descrito como un hombre rubio con un encanto casi infantil del que hacía un especial despliegue cuando se aproximaba a determinadas viudas.
Ambos tenían dinero suficiente como para sentarse en algunas de las mesas más importantes de black-jack, pero no les gustaba prolongar el juego durante mucho tiempo. Ambos eran suficientemente inteligentes como para no dilapidar su capital. Su aparición en las mesas era solamente su tarjeta de presentación. Pero aquella condenada pareja había estado en todos y en cada uno de los lugares por los que habían pasado Gabe y Rebecca. En absolutamente todos. Y en todas y en cada una de las ocasiones, parecían haberse marchado inmediatamente antes de que ellos llegaran.
– No se te ha dado muy bien eso de permanecer pegada a mi lado -comentó Gabe.
– Por supuesto que no. Y no habría conseguido nada que pudiera sernos útil si hubiera permanecido pegada a ti como si estuviéramos unidos por un cordón umbilical. La gente siempre te contará cosas completamente diferentes a ti que a mí -tomó un puñado de pastillas de chocolate de color verde, antes de que Gabe pudiera alcanzarlo-. Por cierto, me ha parecido que una de las rubias del Caesar iba a lanzarte directamente al suelo. Pero tú te has quedado curiosamente contenido, Devereax. Era adorable.
Pero nadie, en ninguno de los lugares en los que habían estado, pensó Rebecca, había sido ni la mitad de adorable que Gabe. Dominaba todos los salones en los que entraban. Antes de sentarse, se quitaba la chaqueta del esmoquin y se desabrochaba los primeros botones de su camisa de lino. Una sombra de barba que le daba el aspecto de un pirata cubría en aquel momento su rostro. Pero no importaba. El blanco inmaculado de la camisa continuaba haciendo un marcado contraste contra su piel oscura, y su cuerpo alto y musculoso era un grito a la virilidad al margen de la elegancia de su indumentaria. Y aquellos ojos profundos, oscuros y melancólicos encerraban suficiente perversidad como para poner nerviosa a cualquier mujer.
Y sucedía que aquellos ojos estaban en aquel momento fijos en ella.
– ¿Por fin has conseguido tranquilizarte un poco?
– ¿Solo porque son las dos de la madrugada? Dios mío, claro que no -se frotó las sienes con los dedos-. Necesito ayudar a mi hermano, Gabe. La fecha de su juicio se acerca a la velocidad de un tornado. Encontrar las respuestas que buscamos dentro de unos meses no va a servirnos de nada. Las necesitamos ahora. Quiero sacar a mi hermano de la cárcel. Quiero limpiar para siempre su nombre.
– Rebecca, intenta tranquilizarte y escucha -Gabe abrió la petaca, olió su contenido y sirvió tres dedos de licor en el vaso de agua de Rebecca y uno en el suyo-. Tengo un equipo en mi oficina trabajando sin cesar y siguiendo otra docena de fuentes de información. En cualquier momento puede surgir algún dato que nos permita ayudar a tu hermano. Tu madre también me proporcionó los nombres de otras personas a las que estamos investigando y el cielo sabe que Mónica coleccionó numerosos enemigos a lo largo de toda su vida. Yo he decidido ocuparme de Tammy porque ahora mismo parece nuestra mejor baza. Pero todavía no sabemos si fue ella la que mató a Mónica, pelirroja, y desde luego, no tenemos forma de demostrarlo. Lo único que necesitamos ahora es una prueba que pueda señalarla como segunda sospechosa del crimen. Si conseguimos demostrar que Tammy tuvo algún problema con Mónica alrededor de la fecha de su muerte, algún problema que pudiera convertirse en el móvil de un asesinato, eso podría hacer surgir las dudas en el jurado, y sería suficiente para sacar a tu hermano de la cárcel.
– Bueno, pues con eso no basta. Por lo menos no me basta a mí. Él no lo hizo, Gabe. Y quiero ver colgado de una soga bien larga al culpable de ese asesinato. Mi hermano necesita salir de la cárcel con la cabeza bien alta. ¡Y yo odio sentirme tan impotente e incapaz de hacer nada verdaderamente importante por él!
– Rebecca, estás ayudando a tu hermano -Gabe adoptó un tono sosegado, tranquilo-. Esta noche hemos conseguido averiguar todo lo que necesitábamos sobre esa pareja. Verlos en persona habría estado bien, pero no nos hubiera aportado mucha más información. Nuestra meta era descubrir lo que se proponían y eso ya lo hemos averiguado. Ahora tengo la información que necesitaba para planificar la manera de acercarme a ellos, así que no menosprecies los progresos que hemos hecho esta noche.
Rebecca bebió un sorbo de whisky. Sintió su repugnante sabor en la lengua y el fuego que descendía inmediatamente después por su garganta. Los nervios comenzaron a alejarse, pero estaba también la exasperación. La ansiedad y la necesidad de ayudar a su hermano tampoco habían disminuido… pero, de alguna manera, estar con Gabe la ayudaba a ver las cosas con cierta perspectiva. Gabe podía no creer en la inocencia de su hermano, pero ni un tornado ni un temblor de tierra le impedirían realizar su trabajo. Era un hombre concienzudo, implacable y, gracias a Dios, tan cabezota como un macho cabrío.
– ¿Sabes una cosa? -musitó Rebecca-. Esta noche hemos trabajado muy bien juntos.
– Sí -se mostró de acuerdo Gabe.
Pero Rebecca pudo ver el repentino recelo que apareció en su mirada. Con la evidente intención de cambiar precipitadamente de tema, el detective miró a su alrededor.
– Esta habitación no está nada mal, pero supongo que el lugar en el que vives es completamente diferente.
– Desde luego -como Gabe parecía estar dispuesto a escucharla, Rebecca inició una caótica descripción de su casa-. Mi despacho es un lío de libros almacenados en pilas que se caen en todas las direcciones posibles. Y tengo un Abe Lincoln de peluche al lado del procesador de textos. Para conseguir la mayor parte de los muebles eché mano del desván de casa de mi madre, saqué de allí todo tipo de cosas para las que nadie tenía sitio en su casa. La mayoría no tienen ningún valor, pero a mí me encantan. Si vieras el baño te daría un ataque; tengo las primeras muestras de todos los cosméticos y perfumes que está probando Fortune Cosmetics. Apostaría todo lo que tengo en el banco a que toda mi casa te resultaría desagradablemente femenina. Probablemente te volverías loco entre tanto desorden -dijo con ironía-.Aunque tengo una habitación para invitados que cualquier día de estos pienso convertir en la habitación ideal para un bebé.
Gabe evitaba el tema de los bebés como si fuera una enfermedad contagiosa.
– No sé muy bien por qué, pero tengo la sensación de que tu madre te habrá presionado para que vivas en la casa de la familia.
Rebecca sacudió la cabeza.
– Mi madre me conoce demasiado bien para hacer algo así. Ambas nos conocemos demasiado bien. Y creo que para dos mujeres adultas es muy difícil vivir bajo el mismo techo. Lo que sí hizo mi madre fue asustarme un poco con el tema de la seguridad, pero en realidad yo he crecido sabiendo lo importante que es formar o no parte del negocio familiar, el apellido de la familia siempre me perseguirá. Pero mientras esté en juego mi independencia… Yo he querido mucho a mis padres, y después de que mi padre muriera, mi madre y yo nos acercamos la una a la otra todavía más. Aun así, tengo mi propio trabajo, mi propia vida. No puedo imaginarme viviendo en casa de mi madre a mi edad. Pero bueno, ¿y tú? ¿Cómo es tu casa?
– Un simple apartamento. Cuatro paredes. Tengo todo lo necesario para hacerme la vida más cómoda, pero ni un solo objeto que sirva de decoración. De todas formas, me paso la mayor parte del día trabajando. De hecho, hace unos cuatro años instalé un sofá-cama en la oficina. Algunas noches me resulta más fácil dejarme caer allí que volver a casa.
Gabe solo estaba dándole conversación, pero Rebecca podía recrear mentalmente su casa mientras él hablaba. Imaginaba un apartamento casi vacío, frío e impersonal. En vez del refugio que cualquier persona podía estar deseando encontrarse al llegar a casa después de un largo día de trabajo, debía de ser un lugar triste y solitario. Como Gabe, pensó.
– ¿Sabes? -le dijo lentamente-, la primera vez que nos vimos, pensé que eras un tipo machista, dominante y malhumorado. Pero eso no es del todo cierto.
– Eh… gracias, creo.
– Te gusta hacerte cargo de todo, pero en realidad no eres ningún mandón. Y a menos que estés preocupado por algo, tampoco haces especial gala de mal humor. Básicamente, lo que tienes es un carácter muy protector.
– ¿Va a durar mucho tiempo este análisis de mi personalidad?
Rebecca sonrió.
– No, pero me pregunto de dónde viene ese rasgo de tu carácter.
– ¿Quién sabe? De todas formas, no creo que a nadie pueda importarle.
– Eh, sígueme la corriente y contéstame. Así dejaré de fastidiarte.
– No intentes venderme ninguna moto, pelirroja. Vas a ser una metomentodo hasta que te mueras -quizá no fuera a aceptar su chantaje, pero, aun así, posó la mirada en el rostro de Rebecca durante un largo segundo, como si estuviera pensando si era o no una buena idea contestar a su pregunta-. Quizá lleve en los huesos eso de ser protector. Crecí sintiéndome muy indefenso. Mis padres se peleaban constantemente y nada de lo que yo decía o hacía servía para mejorar las cosas. Los jóvenes se mataban en la calle, peleando entre pandillas, y yo no era capaz de cambiar nada de lo que realmente me importaba. Y tampoco podía proteger a ninguna de las personas a las que quería.
Rebecca estaba oyendo cada una de sus palabras. Pero también oía el mensaje no dicho que se escondía tras ellas. La única vez que Gabe se abría a ella lo hacía con un propósito muy determinado. Estaba volviendo a decirle con un cuidado exquisito que pertenecían a mundos completamente diferentes.
– ¿Y hasta qué punto tuvo que ver esa impotencia con el motivo por el que decidiste alistarte en el ejército?
– El ejército era el billete de salida del infierno. Y las Fuerzas Especiales eran un billete incluso mejor. No solo me enseñaron a proteger a los hombres, sino que me dieron la oportunidad de hacerlo. La responsabilidad, la disciplina, el honor… son valores que tienen mucha importancia en ese mundo. Ya no son un lugar para mí, pero lo fueron. En las Fuerzas Especiales se necesitan jóvenes con muchos reflejos y una gran resistencia. Cuando me llegó el momento de abandonarlas, ser detective me pareció el trabajo más natural para mí.
– Datos, órdenes y normas. Cosas que siempre puedes controlar -reflexionó Rebecca.
– Y no creo que a ti te gusten mucho esos trayectos tan predecibles, pelirroja. Seguramente, mi elección de un mundo lleno de normas te parezca monótona y aburrida.
– En realidad me parece una opción natural para un hombre que creció frustrado por errores y problemas sobre los que no tenía ningún tipo de control. Yo nunca he tenido que pasar por algo tan duro, Gabe.
Aquella era la vez que Gabe se había abierto más a ella, pero, aun así, Rebecca sospechaba que sus comentarios no habían sido voluntarios. El detective mantenía los ojos fijos en la alfombra, alejados de cualquier parte del cuerpo de Rebecca y, lo que era mucho más elocuente, alejados de cualquier posible expresión de cariño que pudiera aparecer en su rostro. Rebecca no dudaba que Gabe estuviera contando la verdad sobre su pasado. Él era un hombre esencialmente sincero. Pero sentía al mismo tiempo otra verdad: aunque en ningún momento hubiera expresado la más ligera señal de interés, el señor Gabe Devereax, siempre protector, estaba advirtiéndola de las vastas diferencias que había entre ellos.
Rebecca era consciente de aquellas diferencias. Y también sabía que enamorarse de un hombre que no creía ni en los bebés ni en las familias terminaría destrozándole el corazón. Pero el riesgo parecía no tener ningún poder sobre sus sentimientos. Era imposible contener la lluvia, o sostener el arco iris en la mano.
Y era imposible dejar de enamorarse intensa y profundamente de Gabe.
– Todo el mundo tiene que cargar con su propia cruz -comentó Gabe-. Simplemente, mi versión de una infancia difícil es diferente de la tuya. Para mí no habría sido nada fácil crecer en el seno de la familia Fortune.
– Formar parte de una dinastía como la nuestra supone unos desafíos únicos. Pero siempre me he sentido querida en mi familia.
– Sí, bueno, mucha gente utiliza la palabra amor para referirse a su familia -comentó Gabe secamente.
En cualquier otra ocasión, Rebecca habría mordido aquel anzuelo más rápidamente que una trucha una lombriz. Gabe siempre bromeaba o ironizaba sobre su personalidad idealista. Y ambos disfrutaban de sus discusiones. A Rebecca nunca le habían importado sus comentarios. Pero de pronto se preguntaba qué ocurriría si ignoraba aquel e intentaba acercarse directamente a Gabe.
– No -le ordenó Gabe rápidamente.
La repentina tensión de Gabe parecía no tener ningún sentido. Lo único que Rebecca había hecho era levantarse. Por la alarma que reflejaban sus ojos, cualquiera habría dicho que Rebecca pensaba desnudarse en público.
– Ambos necesitábamos una copa para tranquilizarnos. Pero creo que ya es hora de que me vaya a mi habitación -dijo precipitadamente.
– Probablemente sea una buena idea -se mostró de acuerdo Rebecca.
Pero advirtió que Gabe no la detenía cuando decidió seguir una idea igualmente buena pero completamente diferente y se sentó en su regazo.
– Esto no me parece en absoluto sensato, pelirroja.
– Lo sé.
– Hasta ahora estábamos haciendo las cosas bien.
– También lo sé.
– Lo único que tenemos que hacer es ignorar la química que hay entre nosotros y antes o después desaparecerá.
– Esa es una buena teoría, pero me temo que no siempre funciona, Gabe. Creo que la química crepita como un asado cada vez que estamos juntos. Por lo menos ese es mi caso. Hasta puedo oler las especias. Y la verdad es que no lo entiendo. ¿Cómo es posible que sienta esas cosas por ti? ¿Y cómo es posible que no las haya sentido antes? ¿Qué pasa entre tú y yo? Las preguntas y los problemas para los que no encuentro respuesta me vuelven loca. Quizá sea una debilidad de mi carácter, pero el caso es que no soy capaz de descansar hasta que encuentro alguna respuesta.
– Esa es la razón más estúpida que se te ha podido ocurrir para sentarte en mi regazo.
– Entonces échame -sugirió Rebecca.
Pero Gabe no lo hizo.