Gabe podría querer hablar, reflexionó Rebecca. pero advirtió que no había sugerido la privacidad de una de las habitaciones del hotel en el que estaban alojados para hacerlo. Al parecer, aquella noche no estaba dispuesto a correr riesgos. Con cierta diversión, y no menos fascinación, Rebecca comprendió que la estaba tratando con la misma tranquilidad con la que se habría enfrentado a un puma suelto.
Rebecca se quitó por segunda vez los zapatos de tacón. En realidad no tenía ninguna razón para no hacerlo. Dudaba que a nadie en aquella ciudad se le hubiera ocurrido hacer ningún comentario aunque hubiera salido a pasear completamente desnuda. Excepto Gabe, quizá, pero los pies le dolían después de haber pasado tanto tiempo de pie con aquellos zapatos de tacón.
No había escasez alguna de bares, ni dentro ni fuera de los casinos, pero Gabe eligió uno particularmente tranquilo, y además la condujo hasta la mesa más apartada del local. Los números del Keno resplandecían sobre la barra, pero era más prudente apartarse del incesante parpadeo de las luces. Los asientos de las sillas eran de un exuberante terciopelo rojo y descansaban sobre la más mullida de las alfombras. Las faldas de damasco azul marino que cubrían la mesa servían también para ocultar los pies descalzos de Rebecca y una seductora vela titilaba en medio de la mesa.
Gabe pidió una cerveza y elevó los ojos al cielo cuando Rebecca pidió para ella un vaso de leche. Ya estaba, pensó Rebecca. El sentido del humor de aquel hombre era revitalizante. Seguramente, una copa de brandy la habría ayudado a dormir mejor, pero también lo haría la leche. Desde que la había obligado a alejarse de los niños, Gabe no había dejado de fruncir el ceño ni un solo segundo. Pero en cuanto el camarero les sirvió las bebidas, el detective dio un par de sorbos a su cerveza y adoptó una expresión que insinuaba que estaba dispuesto a mostrarse razonable.
Aunque quizá Rebecca estuviera siendo demasiado optimista. Gabe comenzó la conversación exponiendo amable y escrupulosamente toda la información que había obtenido sobre Tammy Diller. Rebecca estaba asombrada de que de pronto se mostrara tan voluntarioso, abierto y colaborador. Al menos con ella. Pero poco a poco, fue dándose cuenta de algo obvio. Aquel listillo no quería que ella supiera nada. Lo único que estaba haciendo era dejar caer la información suficiente como para convencerla de que esa Tammy era una delincuente peligrosa a la que una ingenua consumidora de leche debería evitar.
Rebecca subió uno de los pies a la silla, mucho más interesada en la información que le estaba proporcionando el detective que en su ridícula estrategia para hacerla volver a su casa.
– Así que ahora ya estamos seguros de que Tammy está utilizando una identidad falsa, y que también lo ha hecho antes. Sabemos que viaja con su novio, tiene treinta y cinco años y es una mujer atractiva. A juzgar por los gastos que ha cargado a su tarjeta de crédito, es una mujer de gustos caros. Y también podemos demostrar que estuvo en Minneapolis, alojada en un hotel, alrededor de la fecha en la que Mónica fue asesinada. Quizá no sea suficiente, pero si conseguimos encontrar alguna prueba directa, es probable que nos sirva para demostrar la inocencia de mi hermano. También sabemos que no tiene ni trabajo ni ninguna fuente de ingresos que le permita financiar el tren de vida al que está acostumbrada. ¿Me he olvidado de algo hasta ahora?
– No, de nada. Ese es todo el paquete de información del que disponemos.
– Maldita sea, Gabe. Estamos tan cerca… Sé que esa mujer es la que mató a Mónica. Puedo olerlo. Y si pudiéramos conocerla personalmente, encontrar la manera de hablar con ella, estoy convencida de que podría descubrir el vínculo que la une a Mónica… Por cierto, ¿en qué hotel dices que está alojada?
– No pierdas el tiempo dirigiéndome esas miraditas inocentes, pequeña. No te he dicho el hotel en el que está alojada ni pienso hacerlo. Solo hay una razón por la que te he puesto al corriente de todo esto…
– Confía en mí. Puedo imaginarme perfectamente esa razón. Quieres intentar convencerme, por enésima vez, de que me aparte del caso -bajó varias octavas la voz para imitar el tono de barítono malhumorado de Gabe-. La señorita Diller todavía no tiene todas las cartas contra ella, pero todas las pruebas apuntan cada vez más en su dirección. Y si existe la más remota posibilidad de que haya estado involucrada en el asesinato de Mónica, no le hará ninguna gracia que aparezcan de pronto unos desconocidos dedicados a fisgonear en su vida. De hecho, creo que hasta la irritaría. Y no creo que sea buena idea irritar a una mujer capaz de matar. Estarías mucho más segura si regresaras a tu casa y te dedicaras a hornear galletas de pasas, de chocolate, de…
– Vaya, al parecer has adivinado palabra por palabra el que iba a ser mi discurso. Excepto por lo de las galletas, claro. Como comprenderás, no iba a arriesgarme a recibir un mamporro por culpa de un comentario sexista.
– Eh, no te preocupes, no te ha habría ocurrido nada. Me encanta hacer galletas. De hecho, estaré más que encantada de volver a mi casa y hacer justamente eso… en el mismo instante en el que mi hermano salga de la cárcel y dejen de acusarlo de asesinato -su voz se tornó serena.
Había renunciado ya a que Gabe comprendiera su punto de vista. Pero todavía esperaba que fuera capaz de aceptar que aquella no era una cuestión a la que pudiera darle la espalda.
Gabe se aclaró bruscamente la garganta.
– Podrías terminar tú misma en la cárcel si continúas desnudándote en público.
En un primer momento, Rebecca pestañeó, sin entender muy bien el giro tan brusco que acababa de tomar la conversación, pero de pronto se echó a reír:
– Vaya, si solo me he quitado los zapatos… de momento. Pero las joyas me estaban volviendo loca. Pesan demasiado…
Se desabrochó la gargantilla y la dejó encima de la mesa, al lado del brazalete y los pendientes que había ido quitándose a lo largo de la conversación. La única joya que siempre le había gustado llevar era el brazalete de su madre.
La llama de la vela se reflejaba en el oro de las joyas, haciéndolas resplandecer como el fuego y su brillo alcanzaba la mirada de Gabe. Sin joyas, sin zapatos y acurrucada sobre una pierna… Rebecca fue de pronto consciente de que, cuando estaba con Gabe, se olvidaba de todas las formalidades. Desde el principio, había confiado instintivamente en él; lo suficiente al menos como para sentirse completamente libre a su lado. Pero la respuesta de Gabe a su presencia parecía ser exactamente la contraria. El pobre hombre estaba volviendo a pasarse la mano por la cara otra vez.
– ¿No puedes guardar todas tus joyas en el bolso antes de llamar la atención de todos los ladrones y estafadores que hay por los alrededores?
– No he traído bolso, Gabe. Y los diamantes no son verdaderos, solo buenas imitaciones. Si tanto te preocupa, no me importaría nada que te las guardaras en el bolsillo.
Gabe no tardó en hacer desaparecer las joyas de vista.
– Si no has traído bolso, ¿dónde guardas la llave de tu habitación?
– En el zapato -alargó la mano hacia su vaso de leche-. Junto con una moneda de cuarto de dólar. Creo que no podré quitarme esa costumbre ni a los noventa años. Es una regla que me inculcaron cuando tenía solo cuatro años: siempre debía llevar encima algo de dinero para poder llamar a casa. ¿Sabes? Creo que mañana iré a uno de esos prostíbulos.
El último comentario de Rebecca hizo que Gabe estuviera a punto de atragantarse con la cerveza.
– ¿Perdón?
– No me digas que no has visto todos los letreros que hay por la ciudad. Aquí la prostitución es legal.
– Ya sé que aquí la prostitución es legal. Pero me temo que todavía me está resonando en los oídos el ruido de las tragaperras porque sé que no has podido decir una locura tan grande como que estás pensando en acercarte a uno de esos prostíbulos.
– Me has entendido perfectamente, encanto -Gabe parecía reaccionar mucho mejor cuando no lo dejaba pensar durante demasiado tiempo, así que decidió continuar-. En Las Vegas hay información valiosísima para una escritora de novelas de misterio. Jamás en mi vida he visto un ludópata. Ni un estafador. Y, por supuesto, tampoco he tenido nunca oportunidad de visitar un prostíbulo.
– Estás intentando provocarme un infarto -la acusó Gabe.
– Es solo una cuestión de curiosidad.
– ¿El que yo tenga un infarto?
– No, tonto. ¿Has estado alguna vez con una prostituta? -sacudió la mano-. No malgastes saliva diciéndome que a ti no te hace falta pagar para hacer el amor. Evidentemente, ya lo sé. Eres adorable, monada. Y además eres un hombre adulto, me cuesta imaginarme que pudieras encontrarle ningún atractivo a un acto puramente sexual, sin… -se interrumpió de pronto-. ¿Te duele la cabeza?
Gabe dejó de frotarse la frente.
– Creo que va a terminar doliéndome. Intentar seguir esta conversación podría provocarle una jaqueca a cualquiera. No sé por qué, pero no podía imaginarme a una bebedora de leche haciendo este tipo de preguntas. Tú… eh, ¿sueles hacer preguntas sobre su vida sexual a los hombres con los que sales?
Rebecca elevó los ojos al cielo con un gesto tan remilgado como el de una monja.
– Seguro que has estudiado en el mismo colegio en el que se educó mi padre. Él siempre decía que las mujeres no debían hablar ni de sexo, ni de religión ni de política, pero me temo que a mí esa lección me entró por un oído y me salió por el otro. Adoro los tres temas. Y además soy escritora. ¿Cómo voy a aprender nada si no hablo con la gente y no hago preguntas? Eso forma parte de mi trabajo.
– Lo que quieres decir es que tu trabajo es una buena excusa para ser una entrometida.
– Eso también -sonrió de oreja a oreja-. Pero a ti tu trabajo también te sirve de excusa para entrometerte en la vida de los demás, así que será mejor que te lo pienses antes de lanzar la primera piedra. Además, estás eludiendo mi pregunta. Sé que algunos chicos acuden a… eh, a trabajadoras del sexo para perder su virginidad. Es como un rito de iniciación, por decirlo de alguna manera.
– Creo que ni una garrapata se aferraría con tanta insistencia a su presa. ¿Por qué tienes tanto interés en sacar este tema?
– Solo quiero una respuesta.
– Muy bien. La respuesta es no, nunca he estado con una prostituta. Ni para realizar un rito de iniciación ni para ninguna otra cosa.
– Pero entonces… ¿cómo perdiste la virginidad?
– Una mujer casada de treinta y tres años me sedujo cuando yo solo tenía catorce. Y ahora, ¿estás contenta después de haberme sonsacado esa información?
– Dios, te sedujo una señora Robinson de carne y hueso -Rebecca dejó el vaso de leche en la mesa con un gesto brusco-. Eso es abuso de menores.
– Esa es una historia que olvidé hace mucho tiempo -la corrigió él.
– Por supuesto que no, Devereax. Nadie olvida su primera vez. Tanto si es buena como si es mala, esa primera experiencia tiene una enorme influencia en nuestras relaciones con el sexo opuesto, en lo que pensamos que es el sexo, en cómo vivimos la relación entre hombres y mujeres…
– Eh… ¿Rebecca? No sé qué libro de psicología has leído, pero me temo que la palabra «relación» no tiene mucho que ver con la experiencia de la que te estoy hablando. Ella estaba caliente y no tenía prejuicios morales de ningún tipo. Imaginó que un adolescente siempre estaría dispuesto a hacer el amor. Y yo lo estaba. Cuando me enteré de que estaba casada, me alejé de ella y fin de la historia. Y ahora, supongo que ya te has terminado ese vaso de leche y estás dispuesta a irte a la cama, ¿no?
– Todavía es demasiado pronto.
La voz de Gabe reflejaba una falsa desesperación, un rasgo típico de su irónico humor, reflexionó Rebecca. También advirtió que se había desabrochado el primer botón de la camisa y había estirado las piernas. De modo que, por mucho que pretendiera fingir que estaba horrorizado con aquella conversación, lo cierto era que poco a poco había ido relajándose. De hecho, estaba disfrutando de aquella charla. Rebecca se preguntaba si sería consciente de ello.
– No creas que te he estado haciendo esas preguntas porque sí. Toda esa historia de la señora Robinson y las prostitutas es muy relevante para intentar localizar a Tammy Diller.
– Estoy deseando oír qué clase de lógica has utilizado para llegar a esa conclusión -replicó Gabe secamente.
Rebecca apoyó la barbilla en la palma de las manos. Estaba hablando completamente en serio.
– Bueno, haya llegado como haya llegado hasta allí, parece bastante probable que Tammy es una estafadora. Alguien que vive de su ingenio, si es que no vive de su cuerpo. Ni la ética ni la ley parecen formar parte de su lista de preocupaciones. Es una mujer que ama el riesgo. Posiblemente, ni siquiera le parezca atractivo ganar algo de manera honesta. Las intrigas deben resultarle más divertidas, mucho más desafiantes. Y si está intentando dar el golpe de su vida, debe andar pendiente de todas las ocasiones de ganar dinero rápido que haya en esta ciudad.
Gabe sacudió la cabeza.
– Jamás habría podido imaginar que ibas a llegar a tantas conclusiones con la poca información que te he dado, pero acabas de ganarte diez puntos por tu intuición. A esa misma conclusión he llegado yo también, pero, aun así, no sé a donde quieres llevarnos con todo esto.
– Solo estoy intentando meterme en su cabeza. Si está en la ciudad, ¿dónde podríamos encontrarla? ¿A quién procurará rondar? Yo diría que estará intentando atrapar al primer polluelo millonario con el que se encuentre. Y hablo en serio cuando digo que debería acercarme a un prostíbulo…
– No -la interrumpió Gabe-, tú no.
– Ahora, es cierto que no tengo ninguna razón para pensar que voy a encontrarla en un lugar de ese tipo y nada de lo que hasta ahora me has dicho me hace pensar que sea una prostituta. Pero aun así, creo que hay un común denominador en las personalidades de esa clase, Gabe. No creo que sea muy diferente una mujer que utiliza su cuerpo para ganarse la vida de Tammy, que, al fin y al cabo, en eso de utilizar su cuerpo como cebo tiene todo un historial. Y, maldita sea, todo esto continúa recordándome algo que no acierto a concretar.
– Probablemente Tammy te recuerde a alguno de los personajes de ficción que aparecen en tus libros. Quizá me equivoque, pero no creo que hayas frecuentado a muchas prostitutas en la vida real, pelirroja.
A Gabe le encantaba dejar caer ese tipo de comentarios sobre su privilegiada vida. Pero Rebecca no iba a morder el anzuelo en aquella ocasión.
– La cuestión es que encontrar a Tammy es un problema, pero saber cómo manejarla es otro. Supongo que si tuviera oportunidad de hablar con alguna de esas damas de la noche, podría comprender mucho mejor cómo…
– Rebecca, léeme los labios: para empezar, nadie va a dejarte entrar en un prostíbulo. Eres una mujer y ese no es precisamente el tipo de cliente que están buscando. Y, en segundo lugar, como se te ocurra acercarte a uno de esos lugares, te estrangularé con mis propias manos.
– ¿Gabe?
– ¿Sí?
– Estoy completamente segura de que tienes un carácter fuerte. También estoy convencida de que podrías salir vencedor en cualquier pelea callejera. Pero incluso en el caso de que te enfadaras tanto como para salirte de tus casillas, jamás me pondrías un dedo encima.
A Gabe no pareció gustarle oír aquella verdad tan obvia porque intentó fulminarla con una de sus miradas furiosas. Rebecca inclinó la cabeza, miró por debajo de las faldas de la mesa camilla para buscar los zapatos y se incorporó sosteniendo los zapatos de tacón en una mano.
– Un día de estos, voy a preguntarte de dónde sacas ese carácter tan protector. Pero ahora mismo tengo que irme a la cama. Estoy tan cansada que apenas soy capaz de mantener los ojos abiertos.
– Todavía no hemos terminado esta discusión.
– Lo sé. ¿Quieres que nos veamos mañana al medio día? ¿Quedamos en el vestíbulo del hotel?
– Sí, de acuerdo.
Rebecca se levantó y fue incapaz de contener un bostezo. Había toneladas de emociones tras los oscuros y sombríos ojos de Gabe. Frustración, una respuesta que Rebecca parecía evocar siempre en Gabe. Alivio, como si intentar hablar con ella lo dejara exhausto y estuviera encantado de que por fin hubiera decidido meterse en la cama. Pero había también otro sentimiento revoloteando en su mirada.
Surgió únicamente en el instante en el que posó los ojos sobre ella y reparó en el brillo de sus desordenados rizos a la luz de la vela, en su esbelta figura enfundada en el vestido negro, en su cremosa piel reflejando el resplandor y las sombras provocadas por el fuego. Hasta entonces, no había habido deseo en su mirada. Como mucho, Gabe se había comportado con una respetuosa distancia. Pero por un instante hubo deseo. Deseo que fue sustituido rápidamente por una expresión de alarma. Rebecca se levantó de la mesa y se inclinó sobre él.
– Buenas noches, grandullón.
Gabe se quedó más quieto y helado que un cubo de hielo cuando Rebecca se agachó un poco más y, en un impulso, posó los labios sobre su frente. Fue un beso suave, rápido. Su contacto fue más ligero que el roce de una pluma y más rápido que un chasquido de dedos. Pero el corazón de Rebecca comenzó a latir de pronto a una velocidad vertiginosa. Estaba convencida de que tras ese cubo de hielo se escondía una fiebre incontenible.
Se irguió, evitando la mirada de Gabe como si pudiera morderla y, con deliberada despreocupación, se echó los zapatos al hombro.
– Intenta no preocuparte, estoy segura de que vamos a formar un gran equipo, querido.
Rebecca se escapó antes de que Gabe pudiera decir nada. En menos de cinco minutos desapareció en el ascensor, recorrió el pasillo a grandes zancadas y buscó refugio tras la puerta de su habitación.
Una vez allí, tiró los zapatos al suelo, se dejó caer en la cama y clavó la mirada en el techo. Su mente recreó el rostro de su hermano. Jake. Jake, con cincuenta y cuatro años, era significativamente mayor que ella y la última vez que lo había visto estaba en la cárcel. Siempre había sido un hombre atractivo, de natural distinguido, pero no allí. En la prisión lo había visto demacrado, todo su dinamismo y energía parecían haber quedado paralizados en aquella horrible celda. Adam, el hijo de Jake, le había confiado a Rebecca que pensaba que su padre no sería capaz de sobrevivir un año más si era condenado.
Y Rebecca tampoco creía que su hermano pudiera sobrevivir a una condena.
Gabe pensaba que estaba jugando a hacer de detective con aquella investigación, lo sabía. Pero no era cierto. Rebecca tendía a bromear cuando tenía miedo. Esa era su manera de enfrentarse a la adversidad. La familia hacía tiempo que la había etiquetado como «la intrépida Rebecca» porque se metía en los problemas de cabeza, a su manera, y nadie la había visto asustarse por nada.
Pero la aterraba fallar a su hermano.
Y cada vez estaba más asustada por sus inquietantes sentimientos hacia Gabe. Bastaba un simple beso, solo una muestra de afecto, para que el pulso se le acelerara como el motor de un coche avenado. Rebecca siempre había confiado en su intuición. Siempre había escuchado a su corazón, pero incluso una intrépida optimista, una amante del riesgo debería ser capaz de reconocer el peligro cuando le estallaba en pleno rostro.
Gabe la atraía como una tormenta en una calurosa noche de verano. Gabe la conmovía y, desde que lo conocía, no había vuelto a sentir nunca aquella árida soledad que tantas veces la asaltaba. Cuando estaba con él, aunque fuera solamente hablando, surgía entre ellos una conexión casi eléctrica.
Pero por encima de cualquiera pulsión sexual, Gabe le recordaba a su hermano. Dios. Y no precisamente porque sus sentimientos hacia él fueran fraternales. Pero Gabe también parecía sentirse atrapado. Había prisiones y prisiones y Gabe parecía haber levantado unas rejas que lo separaban de la esperanza y el amor.
Pero sería una condenada estúpida si pensara que ella podía atravesar aquellas rejas. Gabe no deseaba sus besos. Lo había dejado claro como el agua. Era un hombre anti familias, anti hijos, y aunque fuera su duro pasado la fuente de aquellos sentimientos, eso no significaba que Rebecca tuviera la capacidad de cambiarlos… O de cambiarlo a él.
Rebecca se sentía tan perdida intentando ayudar a su hermano como intentando comprender a Gabe. Sin embargo, ambos podrían resultar igualmente heridos si cometía algún error. Desgraciadamente, no podía permitirse el lujo de fallarle a su hermano.
Y tenía un miedo creciente a perder su corazón si no ponía algún cuidado entre sus sentimientos y Gabe.
Gabe pasó al vestíbulo haciendo tintinear las monedas que llevaba en el bolsillo, sacó la mano y volvió a mirar el reloj. Eran las tres en punto. Bueno, las dos y cincuenta y seis para ser exactos. Pero cuatro minutos de diferencia eran una minucia.
Gabe nunca se dejaba llevar por el pánico. Podía ocurrir cualquier crisis y él permanecía frío como un témpano. Por el amor de Dios, si hasta había ganado un par de medallas en las Fuerzas Especiales por ser capaz de mantener la cabeza fría en cualquier situación.
En aquel momento, sin embargo, la adrenalina corría a borbotones por sus venas y lo tenía a punto de combustión. ¿Dónde demonios estaba esa maldita pelirroja?
No debería haber confiado en ella, no debería haberse mostrado de acuerdo en citarse con ella a las doce. Diablos, para esa hora Rebecca podía haber causado un par de guerras mundiales. Gabe la había llamado a su habitación a las nueve. No había obtenido respuesta. Había vuelto a llamarla a las diez, y después a las once. A las doce había llegado al vestíbulo y allí había vuelto a la una y a las dos.
Salió una vez más del hotel, cerró la puerta tras él y miró en ambas direcciones. El sol abrasador del medio día lo obligó a entrecerrar los ojos. Los taxis hacían sonar las bocinas y docenas de peatones atestaban las aceras, pero no había señal alguna de aquella pelirroja.
Gabe volvió al interior del hotel, se pasó la mano nervioso por el pelo y miró una vez más el reloj. Las dos cincuenta y cinco. Solo habían pasado tres minutos desde la última vez. Cuando consiguiera atraparla iba a matarla. Y como se le hubiera ocurrido meterse en algún lío, la muerte iba a ser todavía peor.
Lo único que evitaba que terminara entrando en erupción como un volcán era que en el fondo estaba seguro de que Rebecca no se había metido directamente en ningún problema, porque si así hubiera sido, él habría estado a su lado. Mantener a Rebecca a salvo era un trabajo a tiempo completo, pero, maldita fuera, a él le estaban pagando por realizar un trabajo serio. Rebecca no podía haber localizado ni a Tammy Diller ni a su amigo porque era imposible que los hubiera encontrado antes que él.
Gabe ya había conseguido la dirección del apartamento que esos dos habían alquilado en las afueras de la ciudad. Una vez obtenida la dirección, había ido hasta allí, había dado una vuelta por los alrededores y había estado hablando con sus vecinos. Los dos eran de sobra conocidos en aquel destartalado lugar, pero, al parecer, estaban temporalmente fuera.
En cualquier caso, una vez localizada su base de operaciones, podían esperar.
Bueno, Gabe podía esperar. Pero Rebecca no.
De todas formas, se aseguró Gabe a sí mismo, era imposible que Rebecca pretendiera ir a uno de los prostíbulos de la ciudad. A Rebecca le gustaban las bromas. Muchas veces lo llamaba «monada» y «muchachito» para sacarlo de quicio. Parecía encontrar un placer inmisericorde en sacarlo de sus casillas.
Y la verdad era que a Rebecca le bastaba con entrar en la misma habitación en la que estaba él para ponerlo a cien. Y no lo estaba pensando en un sentido metafórico. El vestido que se había puesto la noche anterior podía tentar hasta a un monje. Aquellas piernas largas, su melena salvajemente sexy, el brillo malicioso de sus ojos… Aquella mujer era una prueba, decidió Gabe. Una especie de test que determinaría si había una mujer en el mundo capaz de conducirlo a la locura, de hacerle olvidar el autocontrol con el que había contado durante toda su vida de adulto.
Gabe fulminó con la mirada a cuanto desconocido se encontraba en el vestíbulo, volvió a pasarse la mano por el pelo y se dirigió con paso firme hacia los teléfonos. Llamaría a su habitación una vez más. Y si no contestaba en aquella ocasión, no sabía lo que iba a hacer. Comenzaría a llamar a hospitales, a la policía, a los marines… a su madre. Aunque estaba convencido de que ninguno de ellos sería capaz de controlar a esa endemoniada mujer.
Acababa de levantar uno de los teléfonos del vestíbulo cuando vio una ráfaga de color pasando a toda velocidad ante él.
Lo primero que reconoció fue el trasero. No había muchas mujeres por los alrededores con un trasero como aquel. En un callejón oscuro y con los ojos vendados, Gabe habría reconocido aquel trasero minúsculo. Colgó el auricular. El miedo que minutos antes se aferraba a su pulso fue cediendo poco a poco. Rebecca no estaba herida; no parecía haberse metido en un problema serio.
Pero iba a tal velocidad que habría resultado más fácil detener a una bala. Aun así, Gabe fue capaz de reconocer la enorme camiseta con un dibujo de Mickey Mouse, los vaqueros con tirantes, las zapatillas deportivas con los cordones fluorescentes y el brillo dorado de su muñeca. Aquel día su pelo era una auténtica maraña de rizos, no llevaba nada con lo que dominarlo. Y a esa velocidad, si no la conociera, Gabe la habría confundido con una adolescente de doce años.
Pero Gabe no solo la reconoció. Sino que se sintió terriblemente conmocionado por ella. No podía comprender por qué iba vestida de una forma tan infantil, pero, definitivamente, era una ráfaga de color y vida en un vestíbulo que parecía terriblemente pálido y mortecino hasta que ella había entrado. El alivio inundó todo su torrente sanguíneo.
Gracias a Dios, Rebecca estaba viva… De modo que podría matarla.
– ¡Gabe! -por fin lo vio. Abriéndose paso entre los huéspedes y los viajeros que iban y llegaban con sus maletas, galopó hasta él. Su entusiasta sonrisa era más luminosa que el mismísimo sol-. ¡A qué no adivinas lo que he descubierto!
Rebecca no parecía tener la menor idea de que Gabe pretendía fregar el suelo con su cabellera. Aquella maldita pelirroja estaba tan emocionada que se abalanzó sobre él y le rodeó el cuello con los brazos.