Rebecca lo ayudó tanto como un tornado. Si le hubieran dado a elegir entre dos males, Gabe habría elegido el menos caótico.
Que, desde luego, no habría sido aquella pelirroja.
Por segunda vez, metió la toallita bajo el grifo, la escurrió y la posó sobre la frente de Rebecca. La lluvia continuaba golpeando los cristales de las ventanas. Marzo era un mes prematuro para las tormentas en Minnesota. Pero no tenía sentido quejarse; por lo menos era lluvia en vez de nieve. Los truenos hacían temblar la casa y las luces parpadeaban cada vez que caía un rayo. Tendrían suerte si no se les iba la luz.
Aunque la verdad era que no lo molestaría. Gabe era un hombre de recursos. Había pasado años en las Fuerzas Especiales, demostrando su capacidad para manejar las situaciones más difíciles. El peligro nunca lo había detenido. Y tampoco la adversidad. Él nunca había contado con Dios o con la suerte para resolver un problema… en el pasado.
Porque si pasaba unas cuantas horas más encerrado con Rebecca Fortune cabía la posibilidad de que terminara convirtiéndose en un hombre piadoso.
– ¡Ay! ¿Quién te dio clase, Torquemada? Déjame en paz, abusón.
Pero Gabe no dejó de trabajar, ni siquiera levantó la mirada. En aquel momento, Rebecca estaba sentada en el mostrador de la cocina con la cabeza inclinada hacia la luz del fregadero.
Gabe tenía una clara visión de la herida de su frente, pero las posibilidades de que Rebecca se quedara quieta durante un largo rato no eran muchas.
– Tú tienes la culpa de que te duela. Hay manchas de pintura en la herida. Quizá sean del marco de la ventana. Pero si dejas de moverte, te limpiaré mucho más rápido. Creo que necesitas un par de puntos.
– No -respondió Rebecca rápidamente.
– Y solo Dios sabe cómo has podido hacerte esas heridas. Es posible que tengan que ponerte la vacuna contra el tétanos.
La respuesta de Rebecca fue todavía más rápida.
– Ya me la pusieron hace un par de semanas.
– Sí, claro, y las vacas vuelan. Tienes un gran talento para la ficción, y me alegro por ti, puesto que no creo que tengas mucho futuro como delincuente. Entrar furtivamente en una casa no parece ser lo tuyo.
– No empieces otra vez, Devereax. He hecho esto por mi hermano, y aunque tuviera que terminar con todos los huesos escayolados, lo volvería a hacer.
Gabe la creía. Y era eso lo que lo asustaba.
La mayor parte de la gente era capaz de rectificar sus errores cuando se apelaba a la razón. La mayoría de las personas eran conscientes de sus limitaciones y de la necesidad de protegerse. Pero para Rebecca todos ellos eran conceptos incomprensibles. Detrás de aquellos hermosos ojos verdes, no parecía haber ningún cerebro en absoluto.
Gabe dejó la toallita y le hizo inclinar la cabeza para estudiar nuevamente la herida. Por fin parecía limpia, pero aquel corte profundo que estropeaba aquella piel blanca y cremosa lo enfurecía.
Y su propia respuesta al contacto con aquella piel blanca y cremosa le ponía todavía más furioso.
Que un hombre se excitara estando entre los muslos de una mujer era natural, una reacción completamente biológica. Y, por lo menos un día al año, un hombre tenía derecho a comportarse de forma irracional durante un par de minutos.
Pero también estaba furioso con Rebecca por aquella reacción.
Cuando retrocedió, Rebecca interpretó que ya había terminado y se inclinó precipitadamente hacia delante.
– Si te apartas del mostrador, eres mujer muerta -la informó Gabe-. Tengo que ponerte una venda.
– Pero si solo es un chichón, no tiene sentido tomarse tantas molestias.
– Si no te cubrimos esa herida, te dejará cicatriz.
– Mi hermano está en la cárcel acusado de asesinato, ¿a quién puede importarle una estúpida cicatriz? Ya hemos perdido demasiado tiempo con esto.
– Un minuto más y habré terminado.
Volvió a colocarse entre sus muslos. Tenía que hacerlo. No confiaba en que Rebecca no saliera volando del mostrador y comenzara a hacer de detective. Había encontrado los restos de una venda en un viejo botiquín. Se acercó hacia ella y volvió a prestarle atención otra vez, tan tieso como la lanza de un guerrero.
Debería haberse imaginado que un hombre no podía ganar siempre. Gabe ignoró su pequeño problema. Y deseó poder ignorar a Rebecca.
En ese momento estaba relativamente limpia. Legalmente, se suponía que no se podía tocar nada de la mansión. Eso significaba que los cajones y los armarios estaban todavía repletos. Gabe no había tenido ningún problema en encontrar una toalla, una esponja, un botiquín de primeros auxilios y algo de ropa. También había visto una botella de whisky encima de la despensa. Y Gabe estaba pensando en bajarla.
– ¿Ya has terminado? -preguntó Rebecca, esperanzada.
– Sí, ya he terminado.
– Gabe… gracias. Te agradezco tu ayuda.
– No me ha costado nada -pero la verdad era que estaba empapado en sudor.
Rebecca no era una mujer vanidosa o mimada, eso tenía que admitirlo Gabe, y, con toda probabilidad, podría haber sido ambas cosas, dada la enorme riqueza e influencia de la familia Fortune. No era culpa suya el no haber salido nunca de aquel entorno tan protegido. Su pasado solo servía para profundizar su problema. Era una idealista irremediable, pero sin ninguna experiencia práctica. Rebecca jamás se había visto obligada a enfrentarse a los aspectos más realistas de la vida. Creía en el amor, en los caballeros andantes, en el honor y, por lo que Gabe había visto hasta entonces, no tenía la menor idea de que fuera de su hogar había seres que podían llegar a hacerle mucho daño.
Y peor aún, se consideraba a sí misma una especie de detective por el simple hecho de escribir novelas de misterio. Las complicaciones que podía causar intentando ayudarlo eran suficientes para causarle a Gabe una úlcera.
Y Rebecca también.
Rebecca bajó del mostrador y los ojos de Gabe aterrizaron en su sujetador de encaje. No había habido forma de convencerla de que se quitara la ropa empapada hasta que Gabe había encontrado algo que ponerle. Al final, el detective había encontrado un jersey de pico en el piso de arriba que suponía había pertenecido a Mónica Malone.
Pero el escote le quedaba tan grande a Rebecca que parecía una huerfanita jugando a disfrazarse. Los vaqueros por fin estaban secos y suficientemente flexibles como para cubrir las largas piernas de Rebecca y su casi inexistente trasero. Como no era capaz de sentarse sin retorcerse, Gabe sospechaba que se había dado un buen golpe en el trasero, pero estaba condenadamente seguro de que jamás lo admitiría. Había mucho más orgullo que sentido común en aquellos delicados ojos verdes, y también en el resto de su aspecto.
Rebecca tenía el rostro con forma de corazón, la piel demasiado blanca, los ojos demasiado oscuros, una boca peligrosamente suave y una nariz que se alzaba de forma impertinente. Gabe imaginaba que debía medir cerca del metro setenta. Una altura considerable, excepto cuando se acercaba él, pero le costaba resistir la tentación de tacharla de bajita cuando con la broma más inocente era capaz de despertar en ella una oleada de ira.
Su pelo era de color canela y en aquel momento caía sobre sus hombros convertido en una maraña de rizos. Evidentemente, no había tenido oportunidad de cepillárselo, pero Gabe había pasado suficiente tiempo con ella como para saber que siempre llevaba la melena como si acabara de levantarse de la cama después de una larga y apasionada noche. Puesto que era una Fortune, disponía sin duda de dinero suficiente para ir a un peluquero decente, de modo que, aparentemente, no le daba ninguna importancia a su pelo. De todas formas, incluso con el mejor corte de pelo, seguiría pareciéndole tan delgada, sexy y condenadamente vulnerable.
Gabe nunca se había sentido atraído por las mujeres vulnerables, de modo que no tenía idea de por qué aquella despertaba sus motores, pero no quería saberlo.
– Rebecca… -se pasó nuevamente la mano por la cara. Tal como debería haberse imaginado, en cuanto había puesto los pies en el suelo, Rebecca había salido corriendo hacia la puerta-. ¿Adónde vas?
– A cualquier parte. He pensado en recorrer primero el escenario del crimen. El asesinato fue en el salón, ¿verdad? Y después subiré al dormitorio de la señora Malone.
– Si pretendes ir al salón, será mejor que vayas hacia la derecha, en vez de a la izquierda. A no ser que encuentres algo interesante en la despensa. Y escucha, procura dejar todo tal y como te lo encuentres. Y no se te ocurra tocar una sola cosa sin decírmelo.
– Por favor, Gabe, he leído una docena de libros sobre procedimientos policiales. Si descubro algo remotamente parecido a una prueba, puedes estar seguro de que no se me ocurrirá destrozarla
– No sé por qué, pero no me tranquiliza en absoluto que hayas leído todos esos libros.
Para ser una mujer vulnerable, Rebecca tenía la más pecaminosa de las sonrisas.
– Lo sé, monada. Realmente, pareces incapaz de dejar de ser un tipo sobre protector. Especialmente con las mujeres. Dios, como padre serías terrible. Volverías locos a tus pobres hijos.
– No pienso ser padre, así que problema resuelto. Los hijos son lo último que me preocupa.
– Una diferencia más entre nosotros, cosa que no me sorprende. Si no fuera por el problema que ha surgido con mi hermano, los hijos serían ahora mismo una prioridad para mí. Deberías ver todo el material que he estado recopilando sobre bancos de semen.
– ¿Bancos de semen? Estás bromeando.
– Nunca bromeo con el tema de los hijos -pero volvió a sonreír-. Sin embargo, la única razón por la que he mencionado lo de los bancos de semen ha sido que no he podido resistirme. Imaginaba perfectamente la cara que ibas a poner, querido. Pero ahora mismo estamos perdiendo el tiempo. En la agenda de esta noche no hay espacio para los bebés.
No, pensó Gabe sombrío. Aparentemente, el asesinato estaba por encima de los bebés en la agenda de Rebecca. Y solo una mujer como ella era capaz de mezclar los bancos de semen con un homicidio.
Pues bien, él no pensaba seguirle la corriente. Tenía un trabajo que hacer y su salario no incluía mantener conversaciones sobre bebés con una pelirroja recalcitrante, aunque esta fuera pariente del jefe.
Gabe se dirigió al despacho, que ya había inspeccionado en otra de sus visitas a la mansión. El papel de las paredes tenía textura de seda, las cortinas eran de encaje y la silla del escritorio tenía un asiento de brocado. Era el despacho más cursi que Gabe había visto en su vida y dudaba que quedara allí una sola factura de Mónica Malone. Los policías y los abogados se habían llevado todos los recuerdos y documentos que había en cada armario, como Gabe ya sabía. Aun así, encendió la luz del despacho y comenzó a revisar los cajones.
Quizá se hubieran olvidado algo. Siempre ocurría. Por muchas pruebas que hubieran surgido en el caso, siempre quedaban huecos en los que encontrar información. Gabe estuvo cerca de veinte minutos revisando escrupulosamente el despacho.
Y solo cuando terminó fue consciente del silencio que imperaba en el resto de la casa. Un silencio mortal. Ideal para concentrarse, si no fuera porque lo inquietaba no oír a Rebecca. Todavía lo humillaba que lo hubiera etiquetado como un hombre sobre protector y autoritario. Él no era ni remotamente dominante. Simplemente, había tenido una amplia experiencia con Rebecca. Suficiente como para saber que era una mujer impulsiva y capaz de generar un número incontable de problemas. Cuando un hombre estaba en la misma casa que un reactor nuclear, estaba perfectamente justificada su preocupación.
Encontró a Rebecca en el espacioso salón, acurrucada en una silla, con la mirada fija en la repisa de la chimenea. Maldita mujer. Se volvió hacia él con sus enormes ojos abiertos como platos.
– Solo estoy intentando imaginármelo. Sé que fue asesinada aquí…
– Y también sabemos que Jake estuvo aquí. Y que estaba borracho. Sabemos que discutieron y que se pelearon físicamente. Jake dijo que Mónica lo había arañado y se había abalanzado contra él con un cortaplumas, y tenía una herida en el hombro para demostrarlo. Admitió también que la había empujado, que Mónica había caído contra la chimenea y se había dado un golpe en la cabeza. Las huellas dactilares de tu hermano y de Mónica estaban por todo el salón.
Gabe no añadió que no había aflorado ninguna otra huella. Rebecca parecía haberse hecho ya una idea muy precisa de que todas las pruebas inculpaban a su hermano.
– Pero él dijo que Mónica estaba viva cuando la dejó. Natalie, su hija, lo vio después. Y además, nosotros hemos hablado con él y sabemos que, al menos por su parte, no fue una pelea. Jake se limitó a empujarla porque lo estaba atacando con ese abrecartas. Mira, Gabe, estoy convencida de que cuando Jake se fue había alguien más en la casa. Mi hermano no la mató.
Gabe cruzó la habitación y se acercó al mueble bar. Seguramente no iba a encontrar nada mejor que el whisky de treinta años que había visto en la cocina, pero en ese momento se conformaba con cualquier otra cosa. No para beberla él. Estar cerca de Rebecca siempre le provocaba ganas de beber, pero su problema más inmediato era el abatimiento que reflejaban los ojos de Rebecca.
Sirvió unos dedos de whisky en un vaso de cristal tallado y se lo tendió.
Rebecca tomó el vaso y olió su contenido.
– ¡Puaj! -exclamó.
– Cállate y bébetelo de un trago, enana.
– Si vuelves a llamarme «enana»… -comenzó a decir, pero se le quebró la voz. No tenía ganas de discutir con él. Elevó el vaso y se bebió aquel brebaje en tres tragos. Cuando terminó, tosió atragantada y se secó los ojos en medio de un estremecimiento-. Personalmente, opino lo mismo que Mary Poppins. Si tienes que tomar una medicina, es preferible añadirle siempre una cucharada de azúcar.
Imaginar el sabor del whisky con azúcar fue suficiente para que Gabe se estremeciera, pero aun así pudo ver que el líquido había hecho su efecto. El color había vuelto a las mejillas de Rebecca y había dejado de retorcerse las manos en el jersey. Gabe imaginó que, si había alguna posibilidad de que Rebecca pudiera enfrentarse a una nueva dosis de realismo, aquel era el momento más adecuado para ello.
– No ha aparecido ningún otro sospechoso, Rebecca, ni un solo nombre, y mucho menos una huella dactilar. Todas las pruebas apuntan hacia Jake. Y tenía motivos para matarla.
– Mónica estaba chantajeándolo, lo sé. Desde que se enteró de que Jake era hijo ilegítimo, estuvo exprimiéndolo para quedarse con sus acciones de la compañía. Sé también el miedo que tenía Jake a perderlo todo. Conozco todos los asuntos turbios de mi familia, Gabe, y soy consciente de los errores que cometió mi hermano. También sé que estaba bebiendo demasiado y flaqueando en el trabajo. La presión a la que estaba sometido acabó con su matrimonio y lo hizo enfrentarse a Nate. Pero eso no significa que la matara.
Era bastante inusual que dos más dos no sumaran cuatro, pensó Gabe, pero era muy difícil discutir con una persona cegada por la lealtad hacia su hermano.
– Simplemente, he pensado que necesitabas reconocer lo mal que se presenta la situación.
– ¿Sabes lo único que reconozco? Que Mónica Malone se las ha arreglado de una u otra manera para destrozar a mi familia durante dos generaciones. Ahora está muerta, pero aun así no ha dejado de hacerlo. Aquella vieja bruja era culpable de secuestro, sabotaje, infidelidad, robo, chantaje… Y todas esas cosas las hizo en contra de la familia Fortune, empezando por la aventura que mantuvo con mi abuelo. Pero te juro que no volverá a hacernos ningún daño. Esto tiene que acabar.
– Rebecca -dijo Gabe pacientemente-. Volvamos a casa.
– No.
– A lo mejor tienes razón. Es posible que alguien entrara en la mansión después de que tu hermano se fuera y la asesinara. Pero si en esta casa hay una mínima prueba que apunte en esa dirección, te prometo que la encontraré.
– Sé que lo intentarás, y también que eres muy bueno en tu trabajo. Pero tú no tienes visión femenina, Gabe. Es muy posible que yo pueda ver cosas que tú no ves.
Gabe se frotó la cara. Viendo que no tenía sentido continuar por aquel rumbo, probó con otro.
– Hay una pequeña cuestión con la que a lo mejor no has contado, pelirroja. Encontrar una prueba de que fue otra la persona que mató a Mónica no significa que vayas a ser más feliz. Conozco toda la historia de cómo acosó a tu familia. Si hubiera otro sospechoso, podría ser otro miembro del clan.
– No ha sido ninguno de nosotros -repuso Rebecca con firmeza.
– Odio tener que decirte esto, pero sería difícil demostrarlo en los tribunales. Cualquiera podría pensar que esa declaración de inocencia procede de la lealtad, y no de un punto de vista lógico y racional.
– Pues en ese caso, cualquiera podría equivocarse. Aquella mujer fue una avariciosa y una egoísta durante toda su vida. Podría tener cientos de enemigos aparte de nosotros. Y… Oh, Dios mío. No puedo continuar aquí parada. Voy a empezar a buscar.
Y se dirigió hacia la puerta antes de que Gabe pudiera decirle nada. Aunque, por supuesto, el detective tampoco lo habría intentado. Razonar con aquella mujer era como intentar razonar con una muía. Miró de reojo hacia la botella de whisky.
No creía que pudiera encontrar ninguna prueba que exculpara a su hermano, pero había una mínima posibilidad de que la hubiera. Y si había una remota posibilidad de que Rebecca tuviera razón, eso significaba que había suelto un asesino. Un asesino de sangre fría al que no le haría ninguna gracia que alguien estuviera intentando probar la verdad. Gabe había mencionado aquella amenaza de peligro a Rebecca. Pero no le había comentado que aquello le había hecho pensar que quizá fuera mejor que alguien la vigilara.
Pero ese no era su problema. Si las cosas empeoraban, le diría a su mamá que se ocupara de ella. Kate Fortune podría conseguir todo un batallón de marines que la protegieran.
Él solo iba a tener que ocuparse de Rebecca aquella noche. Y cuando llegara a casa, tendría tiempo más que de sobra para consolarse con el whisky. Y mientras estuviera cerca de Rebecca, necesitaba todo el ingenio y la perspicacia que pudiera reunir.
Rebecca puso los brazos en jarras. El dormitorio de Mónica era tal y como esperaba: el dormitorio de una mujer vanidosa, egoísta y caprichosa.
El mundo de Mónica giraba, definitivamente, alrededor de Mónica. Por el amor de Dios, si tenía dos retratos al óleo colgados de la pared. Y en los armarios había más zapatos que en la mansión de Imelda Marcos. La cama tenía forma de corazón, ¿sería posible ser más cursi?, sábanas de satén y un cabecero acolchado, también de satén. Y en el tocador había más frascos que los que podía producir una compañía de cosméticos.
Rebecca ya había revisado los cajones. Y mientras inspeccionaba el baño, había aprovechado para bajarse los vaqueros y averiguar por qué le dolía tanto el trasero. Desde luego, en aquel cuarto de baño había suficientes espejos para mostrarle el arco iris de colores de su enorme moratón. El latido del chichón la estaba matando y los arañazos del pecho y las costillas continuaban escociéndole.
Pero, en fin, ya tendría tiempo de ponerse a remojo cuando llegara a casa. Aquel no era el momento. Se negaba a admitir que estaba agotada, aunque debían de ser ya las tres de la mañana. Un trueno retumbó en el exterior. Y Rebecca adoptó un ceño tan sombrío como la propia noche.
Gabe no creía que hubiera ninguna prueba que favoreciera a su hermano, lo sabía. Y tampoco quería tenerla cerca. Eso también lo sabía. Pero, por alguna estúpida razón, Rebecca esperaba que Gabe pudiera creer en la inocencia de su hermano. Pero era evidente que Gabe era igual que todos los demás.
Aquella no era la primera vez que Rebecca se sentía sola. Mientras su miraba vagaba a lo ancho de la habitación, acarició el brazalete de oro que llevaba en la muñeca. El símbolo de la familia que siempre la había sostenido. Por diverso que fuera el clan de los Fortune, Rebecca siempre se había sentido diferente a todos ellos, no parecía encajar en los valores y patrones del resto de la familia. Pero no importaba. Nunca le había importado. La familia significaba lealtad. Amor. Y lazos irrompibles. Ella encontraría la manera de limpiar el nombre de su hermano, estaba dispuesta a morir en el intento.
Mientras miraba a su alrededor, frotaba una y otra vez el brazalete y se preguntaba, estúpidamente, sí Gabe tendría familia. Él nunca había mencionado a sus hermanos, ni a ningún otro pariente. Y el matrimonio y los hijos no parecían estar en su lista de prioridades. Gabe se mostraba al mundo como un solitario autosuficiente, pero en algún rincón lejano de su mente, Rebecca tenía la sensación de que era un hombre que se sentía profundamente solo.
Probablemente, soltaría una carcajada si le sugería algo parecido, pensó, y de pronto, se olvidó de Gabe. Clavó la mirada en el brazalete y a continuación dejó que vagara por el resto de la habitación. Joyas. Aquella mujer tenía toneladas de joyas. Indudablemente, las más caras las tendría depositadas en la caja de seguridad de algún banco, pero seguramente tendría otras muchas por allí. Sí, allí estaban.
Rebecca encontró dos joyeros empotrados en la parte posterior del armario, ambos llenos a reventar. Rebecca se agachó, abrió uno de los pequeños cajones y comenzó a revisar toda la bisutería.
La expectación mejoró su humor. No, no sabía lo que estaba buscando, no sabía dónde mirar y ni siquiera sabía si había algo que encontrar. Pero si había algún secreto que descubrir sobre Mónica, tenía la intuición de que se encontraba en aquel dormitorio. Un hombre quizá escondería sus secretos en su despacho, pero una mujer siempre los atesoraba en su dormitorio. El dormitorio era su escondite, su refugio, algo que un hombre nunca comprendería.
En la base del cuarto cajón, sus dedos descubrieron un bulto. Pasó la mano nuevamente por él. Sí, definitivamente un bulto. Precipitadamente sacó el cajón y volcó su contenido en la alfombra. Y entonces pudo ver aquella protuberancia marcada en el satén.
El satén se rasgó tan fácilmente como el papel de un dulce.
Y había varias hojas de papel debajo de él. Una era un viejo telegrama perteneciente a un pobre petimetre que le declaraba a Mónica su amor. Rebecca lo apartó y fue a buscar el siguiente. Era una carta de amor de un hombre que se declaraba su «fiel senador». Rebecca estudió atentamente aquella nota. Estaba fechada diez años atrás, era demasiado vieja para que pudiera tener alguna relevancia en el caso, pero, aun así, no la descartó. Si Mónica había considerado que tenía valor suficiente como para que mereciera la pena esconderla, podría significar algo.
La mayor parte del resto de los papeles eran recuerdos personales. No había nada que pudiera relacionar ni remotamente con el asesinato de Mónica. Rebecca hizo una mueca al encontrar una prueba más de la perversidad de la antigua actriz. Encontró la prueba que demostraba que Mónica había estado detrás del intento de robo de la fórmula del secreto de la juventud. También había sido ella la que había alentado al acosador de Allie, e incluso estaba detrás de las amenazas de deportación de Nick Valkov, el principal químico de Fortune Cosmetics. Afortunadamente, aquella amenaza había derivado en el matrimonio de Nick con Caroline. Por lo menos Mónica había hecho algo bien. Pero ninguna de aquellas pruebas podía utilizarse para exculpar a Jake.
Hasta que encontró una carta. La adrenalina comenzó a correr salvajemente por sus venas mientras la leía.
Era una copia a carbón de una carta escrita por la propia Mónica. Aunque el mensaje era solamente de unas pocas líneas, estaba fechada diez días antes de su muerte. En ella amenazaba a una tal Tammy Diller con hacer pública su reunión o arriesgarse a encontrarse con más problemas de los que nunca había podido soñar. La euforia aceleraba el pulso de Rebecca. Había algo en el nombre de aquella mujer que le resultaba familiar, pero no conseguía adivinar lo que era… De todas formas, de momento no importaba. Con la carta era más que suficiente. Quizá no demostrara la inocencia de su hermano. Y tampoco que aquella Tammy hubiera hecho nada. Pero por lo menos era la prueba que había otra persona enfrentada a Mónica durante las fechas próximas a su muerte… Ignorando sus múltiples dolores, Rebecca se levantó. Con la carta en la mano, salió al pasillo y llamó a Gabe a gritos.
Más tarde, se le ocurrió pensar que su grito podría haber puesto en funcionamiento todos los sistemas de alarma de Gabe y probablemente le había hecho pensar que había hecho algo que estaba a punto de acabar con su vida, porque lo vio subir los escalones de tres en tres. Pero, en ese momento, en lo único que podía pensar era en la alegría de haber encontrado algo concreto que podía vincular el asesinato de Mónica con otra persona.
Mientras Gabe volaba hacia ella, Rebecca salió volando hacia él. Y le pareció completamente lógico arrojarse a sus brazos. Cualquier mujer habría comprendido perfectamente aquel impulso.
Sin embargo, Gabe no parecía ver las cosas de la misma forma.