Toda la escena le resultaba ofensiva a Rebecca Fortune. Era una oscura noche de tormenta… ¿podía haber algo más trillado? Los rayos rasgaban el cielo, iluminando una enorme y ostentosa mansión que parecía salida del decorado de una película de serie B.Y. lo peor era que estaba a punto de entrar en ella.
Rebecca escribía novelas de misterio. Había arrojado a sus heroínas a las situaciones más peligrosas que su tortuosa mente había sido capaz de concebir… y ella tenía una imaginación considerable. Pero habría tirado su procesador de textos a la basura antes de obligar a ninguna de sus protagonistas a penetrar en un escenario tan tópico como aquel.
La lluvia corría por su pelo, chorreaba por su cuello y empapaba sus pestañas. Rebecca temblaba, enfundada en unos pantalones cubiertos de barro. Normalmente, marzo era un mes frío en Minnesota, pero aquel día había sido extrañamente cálido, casi primaveral. Antes de salir de casa, Rebecca había oído que pronosticaban tormenta, pero su chubasquero era de color amarillo chillón, un atuendo de lo menos indicado para una ladrona, de modo que había decidido ponerse un jersey negro y unos pantalones del mismo color. Y ambos se aferraban a su cuerpo como si estuvieran hechos de pegamento.
Seguramente Rebecca había estado en situaciones mucho más lastimosas. Pero no recordaba cuándo. Su larga experiencia en el mundo del crimen, que incluía el aprendizaje de un amplio espectro de técnicas de robo, la había adquirido en la agradable seguridad de su estudio, delante de un teclado y de todos sus libros de consulta. Pero la realidad estaba demostrando ser ligeramente más difícil que la teoría.
Ella pensaba que lo tenía todo perfectamente planeado. La larga verja de hierro que protegía la propiedad estaba cerrada, pero había conseguido saltarla. Eso no había supuesto un gran esfuerzo. Justo después de la muerte de Mónica Malone, la casa se había convertido en un hormiguero de policías y detectives. Pero en ese momento había muy pocas probabilidades de que alguien la descubriera. La casa estaba silenciosa como una tumba, y completamente desierta.
Rebecca llevaba una mochila llena de herramientas. La mansión tenía cinco entradas exteriores. La escritora probó una llave maestra comprada por catálogo en todas ellas allí empezaron a fallar las cosas. La llave no abría ninguna de las cerraduras. Rebecca también se había llevado una palanca, porque prácticamente todas sus heroínas le habían descubierto en sus novelas alguna utilidad. Rodeó la casa comprobando el estado de las ventanas del primero piso. Todas estaban cerradas a cal y canto, de modo que la palanca solo sirvió para desportillar la pintura de las ventanas.
Llevaba otra media docena de herramientas en la mochila, pero hasta entonces ninguna le había servido de nada. Y la mochila pesaba una tonelada. El cielo estaba cada vez más negro y un trueno retumbó a tan corta distancia que la tierra tembló. O quizá fuera ella la que estaba temblando. Una mujer cuerda, se dijo, renunciaría.
Desgraciadamente, Rebecca nunca había sido capaz de renunciar a algo que le importara.
Algunos decían que era cabezota hasta la imprudencia. Pero Rebecca prefería pensar que se parecía a su madre, Kate, que siempre había tenido el valor y la voluntad necesarios para hacer lo que tenía que hacer.
Y aquello era algo que Rebecca tenía que hacer. Por supuesto, había otras personas intentando librar a su hermano de la acusación de asesinato de Mónica Malone. Pero no habían conseguido nada hasta entonces. Y no había nadie, aparte de la familia, que creyera realmente en la inocencia de Jake.
Rebecca apretó los labios con resolución y volvió a rodear la casa. Tenía que haber alguna forma de entrar. Y ella iba a encontrarla.
Una fuerte ráfaga de viento sacudió su pelo. Cuando levantó la mano para apartarlo de su rostro, advirtió los reflejos dorados que lanzaba el brazalete que llevaba en la muñeca. Aquel brazalete era de su madre, no de ella, y desencadenó en la mente de Rebecca docenas de recuerdos traumáticos y turbulentos.
Hasta hacía muy poco, todo el mundo creía que su madre había muerto en un accidente de avión. Nadie sabía que había tenido que enfrentarse a un secuestrador, había sobrevivido al accidente y había permanecido escondida en la jungla durante meses. A Rebecca todavía se le encogía el corazón cuando recordaba las lágrimas, el miedo y el amor que habían teñido su reciente reencuentro con su madre. Rebecca se había puesto aquel brazalete el día de la desaparición de Kate; después de que cada miembro de la familia hubiera recibido el dije del brazalete que representaba su nacimiento, atendiendo a la voluntad expresada por Kate en el testamento, Rebecca le había añadido sus propios colgantes.
Para Rebecca, aquella joya era un talismán, un símbolo de lo que significaba la familia y de los lazos de amor y lealtad que los unían.
Su madre había fundado una dinastía financiera, sí, pero Kate amaba a sus hijos y creía en la familia por encima de todo lo demás. Había sabido inculcarle esos valores a Rebecca. Y aunque aquel no podía ser un momento peor para pensar en bebés, últimamente Rebecca, que tenía treinta y tres años, se descubría pensando en ellos con cualquier excusa. A su reloj biológico no parecía importarle que fuera soltera, o que no hubiera ningún príncipe azul en su horizonte inmediato: quería tener un hijo. Siempre había querido tener hijos y formar una familia. Por exóticos que fueran los rumbos tomados por el resto de los Fortune, Rebecca siempre había sido irremediablemente hogareña. Y, sin embargo, iba a ser la última de la familia en sentar la cabeza. ¡Incluso sus sobrinos tenían hijos!
Mecer a un niño en sus brazos le resultaba algo completamente natural. Pero lo de dedicarse a robar no tanto. Un escalofrío de terror recorrió su espalda. Pero no era la tormenta la que la asustaba. Y tampoco aquella vieja y solitaria mansión, aunque se hubiera producido un asesinato en su interior.
El miedo de Rebecca era un miedo nacido del amor. Deseaba como nada en el mundo salvar a su hermano y temía fracasar. En algún lugar de aquella mansión estaban las pistas, las pruebas que podían limpiar el buen nombre de Jake. Había docenas de personas, incluida su propia familia, que tenían motivos para matar a aquella vieja rata. Mónica había sido una mujer cruel y egoísta que había hecho todo lo posible para destrozar a la familia Fortune.
El problema era que Mónica había estado a punto de arrebatar a Jake todo lo que era importante para él, lo que lo convertía en el principal sospechoso. A ello había que añadir que Jake había estado en el escenario del crimen y había cientos de pruebas que lo señalaban. Ni la policía ni los detectives contratados por la familia habían encontrado otro sospechoso. Y tampoco el equipo de abogados. Nadie parecía lamentar la muerte de aquella estrella de Hollywood, pero nadie creía en la inocencia de Jake.
Rebecca sabía que su hermano era incapaz de matar a nadie, pero a menos que encontrara pruebas que apuntaran hacia otro sospechoso, nadie más lo haría.
Hasta el momento, no había visto ningún sistema de alarma, ni nada que indicara que lo hubiera. Con la lluvia chorreando por sus mejillas, volvió a rodear la casa con intención de revisar las ventanas del sótano. En cuclillas y batallando contra los setos del jardín, fue iluminando una a una todas las ventanas.
Las ramas de un almendro desgarraron su ropa. El barro le llegaba hasta las rodillas y se rompió una uña en el marco de una ventana. Se le clavó una astilla en un dedo y comenzó a sangrar.
Al cabo de unos minutos, el diluvio cesó, pero Rebecca estaba tan empapada que para entonces ya no había nada que pudiera consolarla.
Al final la luz de la linterna iluminó el marco de una ventana que parecía un tanto irregular y resquebrajado. Después de luchar contra un arbusto de lilas, Rebecca se agachó y deslizó la mano por el marco. La ventana no estaba cerrada con pestillo.
Aunque no habría cabido por ella ni un niño de diez años, Rebecca decidió abrirla. Sacó la palanca de la mochila con intención de forzarla, aunque era prácticamente imposible apalancaría en el estrecho espacio que le dejaba el arbusto de lilas. Pero al tercer intento, consiguió introducir la palanca en el alféizar y la ventana comenzó a ceder.
Muy bien, estaba abierta. Pero el espacio que dejaba era mucho menor de lo que imaginaba. Rebecca era una mujer delgada, sí, pero no tanto.
Vacilante, enfocó el interior de la ventana. La visión espacial no era exactamente su fuerte, pero le pareció que había muchos metros hasta el suelo de cemento. Y no había nada que pudiera amortiguar su caída.
Probablemente iba a morir en el intento, pero era la única forma de entrar y retroceder no era una opción. Guardó la linterna y arrojó la mochila al interior de la mansión.
Después de un largo descenso, la mochila chocó contra el suelo haciendo un ruido sordo.
Rebecca tragó el nudo de miedo que tenía en la garganta y comenzó a moverse. Se tumbó en el suelo, ignorando el barro, y metió primero los pies, luego las piernas… y entonces empezaron los problemas. Las caderas se quedaron atascadas en el marco y no podía moverse, ni hacia delante ni hacia atrás.
¡Cáspita! No eran pocas las veces que se había lamentado por no tener caderas suficientes para llenar unos vaqueros. Pero, en aquel momento, deseó haber comido menos dulces aquella semana. Su trasero estaba seriamente atascado.
Consideró brevemente la posibilidad de gritar. En realidad, no quería hacerlo. Solo quería estar en su casa. Disfrutando de un baño caliente, o quizá de una copa de vino… o leyendo toda la información que había reunido últimamente sobre bancos de semen y fantaseando sobre bebés.
Sí, la idea de fantasear sobre bebés era muy tentadora. Aunque, en aquel momento, no iba a servirle de mucha ayuda. Moverse le dolía, pero continuar tumbada era imposible. La espalda comenzaba a protestar tras llevar unos minutos en aquella postura de contorsionista. Sería maravilloso que algún héroe acudiera en su ayuda, pero no parecía muy probable. De hecho, era mucho más probable que comenzaran a trepar por ella lombrices de tierra. La imagen de aquellos gusanos deslizándose por su cuerpo fue suficientemente poderosa como para ponerla en acción.
Tomó aire, alzó las piernas y empujó con fuerza.
El empujón funcionó. Al menos en parte. Todavía estaba viva cuando aterrizó en el suelo de cemento, pero la medida de su éxito difícilmente merecía un aplauso. Porque en el proceso, se había golpeado la frente contra el marco de la ventana y se había arañado los senos. Aterrizó sobre una cadera y una muñeca. El sótano estaba más negro que el alquitrán y olía a moho y a humedad. Pero aunque hubiera sido el Taj Mahal no se habría enterado; el cuerpo le dolía demasiado como para que eso la preocupara. Las estrellas danzaban ante sus ojos y, aunque no estaba segura de que fuera posible romperse el trasero, tenía la certeza de que ella se había roto el suyo.
Por si fuera poco, de pronto una luz iluminó sus ojos.
Y, para coronar la debacle, el hombre que sostenía la linterna le resultaba familiar. Dolorosamente familiar. Y no tenía un solo rasguño. Estaba recién afeitado y no tenía ni una gota de barro en las botas.
– Me ha parecido que estaban intentando entrar una docena de niños en la casa. Has hecho ruido suficiente para despertar a un muerto. Debería haberme imaginado que eras tú. Maldita sea, Rebecca, ¿qué estás haciendo aquí?
Rebecca entrecerró los ojos y respondió suavemente:
– En este momento, estoy aquí sentada, con cuarenta y siete huesos rotos y compadeciéndome de mí misma. Por favor, Dios, haz que esto sea una pesadilla y que cuando me despierte ese hombre sea cualquier otro. Conviértelo en un espía ruso, en un asesino en serie. En lo que quieras, en cualquier cosa menos en Gabe Devereax.
– Tienes suerte de que sea yo. Y por lo menos yo tengo algún motivo para entrar aquí. ¿Es que te has dejado el cerebro en casa? Podrías haberte matado. O haber conseguido que te mataran. Y tienes peor aspecto que un gato callejero después de una pelea.
– Gracias por compartir conmigo tu opinión. Me estoy muriendo de dolor y lo único que se te ocurre es gritarme.
– Y te gritaría mucho más si pensara que iba a servir de algo. Por el amor de Dios, estás empapada, cubierta de barro, y parece que te están creciendo ramas en el pelo. Si eso no es una estupidez, no sé qué puede serlo. Y ahora, deja de discutir conmigo. Solo quiero ver si estás herida.
– Yo ya sé que estoy herida -pero el orgullo le dolía el doble que cualquiera de sus heridas.
Gabe se había agachado a su lado. Y Rebecca continuó con los ojos cerrados hasta que sintió sus fuertes manos sobre ella. Entonces abrió los ojos como platos.
Había momentos y lugares en los que a Rebecca no le habría importado que un hombre la manoseara… Incluso podría haberle asignado a Gabe aquel papel… pero no cuando la estaban tocando como si fuera un asexuado saco de azúcar. Con dedos inmisericordes, Gabe tanteó sus tobillos, subió por sus pantorrillas, le hizo inclinar las rodillas y le levantó los brazos. Rebecca protestó varias veces, pero Gabe, o bien no le estaba prestando atención, o no la creía.
Posiblemente Rebecca no estaría tan resentida si Gabe no tuviera tan buen aspecto. Solo el cielo sabía cómo había entrado en la casa, pero era obvio que con una buena dosis de ingenio. Sí, Gabe era el mejor. Ese era el motivo por el que Rebecca había convencido a su familia para que le permitieran investigar la desaparición de su madre. Y aunque no había conseguido nada en aquel caso en particular, estaba teniendo mucho más éxito con otros casos en los que se había visto envuelta la familia. Pero en aquel momento en el que ella debía tener un aspecto infame, Gabe no tenía una sola mota de polvo encima. Llevaba el pelo como recién peinado, la barbilla afeitada, y la camiseta azul marino metida de forma impecable por la cintura de los vaqueros. En sus botas no había ni una gota de barro.
Rebecca no lo conocía muy bien. De hecho, no estaba segura de que fuera posible conocer bien a un hombre como Gabriel Devereax. Algunos miembros de su familia ya habían comenzado a notar que se llevaban tan bien como un reptil y una mangosta. Pero Rebecca no solo no tenía nada contra él, sino que había sido ella la que había urgido a su familia a contratarlo. Sabía que Gabe tenía una reputación y unas credenciales inmejorables. Lo respetaba. Pero cuando era su familia la que estaba en peligro, no iba a conformarse quedándose sentada en el asiento de atrás y dejando que fuera otro el que condujera.
Y Gabe apreciaba sus consejos tanto como el veneno. Lo que ella llamaba ayuda, él lo consideraba intromisión. Alguien capaz de comprender mínimamente el concepto de familia podría haber entendido el amor y la lealtad que demandaban la intervención de Rebecca. Pero intentar explicárselo a Gabe era como intentar perforar el granito.
Aun así, aunque no hubiera una buena relación entre ellos, Rebecca no había podido menos que reparar en ciertos detalles sobre Gabe. Tenía treinta y ocho años y los aparentaba. Su mandíbula cuadrada, la cicatriz de su sien derecha y las arrugas que rodeaban sus ojos hablaban de un hombre con una vida dura a sus espaldas. Había energía en la dureza de sus facciones, energía viril; y una determinación sin límites estampada en cada una de las arrugas de su frente.
Personalmente, Rebecca pensaba que una mujer tenía que estar completamente chiflada para arriesgarse a abordar a un hombre tan duro y cerrado como Gabe De-vereax… Pero, aun así, aquel hombre tenía los ojos más profundos, oscuros y atractivos que había visto en toda su vida. En aquel momento, le resultaba imposible ignorar aquellos ojos que estaban clavados en su rostro. Gabe la tomó por la barbilla y examinó sus heridas con el mismo interés que podría haber mostrado por un insecto.
– Creo que sobrevivirás -anunció-. Aunque es difícil decirlo estando tan sucia.
Como estaba mirándola directamente a los ojos, Rebecca tardó algunos segundos en darse cuenta de dónde estaba poniendo su mano derecha. Con una suavidad digna de un jugador de póquer, la había deslizado bajo su sudadera y estaba ascendiendo por sus costillas.
– ¡Eh! -intentó empujarlo, pero era imposible empujar a un buey.
– No dejes que se te revuelva el hígado, Rebecca. Si hubiera querido insinuarme te habrías enterado. Pero confía en mí, el sexo solo ocupa un noventa y nueve por ciento de mi mente. Tienes una herida en esa zona, y no, no voy a ver hasta dónde llega, pero me gustaría que tosieras.
– ¿Toser? No necesito toser
– Bueno, entonces podemos llevarte ahora mismo a urgencias para que te hagan una radiografía, pero no creo que tenga mucha gracia la idea. Si no te atreves a toser, podemos estar prácticamente seguros de que no te has roto ninguna costilla, pero bueno, si prefieres una radiografía…
Rebecca tosió de forma casi exagerada.
– ¿Estás segura, de que no te duele?
– Claro que sí. Y ahora ya puedes dejar de amenazarme, Gabe. Haría falta todo un ejército para llevarme a un hospital. Estoy perfectamente.
– ¿Ah, sí? Tienes un chichón en la frente, heridas por todas partes y estás tan mojada que es probable que termines con una neumonía. En el piso de arriba hay agua, así que por lo menos podremos limpiar las heridas, pero no sé si encontraremos algo con lo que secarte. ¿Te duele mucho la frente? ¿Estás mareada? ¿Ves doble?
Si aquel maldito hombre tuviera modales, le habría dado oportunidad de contestar, pero no. Obviamente, Gabe no iba a permitirle decir una sola palabra, porque en aquel momento la tomó por la barbilla para volver a examinar el chichón. Con la ligereza de una pluma, le apartó el pelo de la cara. Y cuando terminó de jugar a los médicos, sus ojos se encontraron.
Rebecca no estaba segura de lo que sucedió. Gabe no podía haberle sostenido la mirada durante más de unos segundos, pero el ceño desapareció de su frente. Y apareció algo en su expresión. Algo que Rebecca jamás habría esperado. Algo que estaba más allá de la exasperación y de la compulsión de Gabe Devereax a hacerse cargo de cualquier cosa que surgiera en su camino.
Rebecca estaba tan empapada y desaliñada que lo último que podía parecer era atractiva. Pero hubo algo en aquellos profundos y oscuros ojos que hizo que se le acelerara el pulso.
Si Gabe se había fijado en alguna ocasión en que era una mujer, jamás lo había demostrado. De pronto, Rebecca tuvo problemas para respirar. Gabe era un hombre vital, viril, y de trato suficientemente fácil como para poder disfrutar discutiendo con él mientras no hubiera ninguna posibilidad de que se fijara en ella de forma más personal. Por otra parte, era probable que la caída le hubiera afectado al cerebro. Porque no podía haber un momento más estúpido para sentir el poder de las hormonas, y el sentido común le decía que estaba imaginando la mirada de Gabe.
Aun así, el pulso estaba latiéndole a una velocidad vertiginosa cuando Gabe cambió bruscamente de expresión. El ceño que apareció entre sus cejas era incluso más sombrío que el de minutos antes. Se echó hacia atrás y comenzó a levantarse.
– Es posible que no necesites un médico. Pero veamos qué ocurre cuando intentes levantarte.
– Oh, por el amor de Dios, estoy perfectamente – ignoró la mano que le tendía y se incorporó precipitadamente.
Gran error. El chichón que tenía en la frente comenzó a latirle inmediatamente. Los senos y la muñeca le ardían y en aquel momento tuvo la absoluta certeza de que se había roto el trasero. Pero no lo habría admitido aunque la hubieran estado amenazando con un cuchillo.
– De todas formas, ¿tú cómo has logrado entrar en la casa?
– Como lo hace la mayor parte de la gente, legalmente. Llamé al abogado de Mónica Malone, le presenté mis credenciales y le dije que pensaba que podría haber más pruebas en la casa relacionadas con su asesinato. Le pregunté si no le importaba que echara un vistazo y me dio la llave.
– ¿Y ya está? ¿Eso es lo único que has tenido que hacer para conseguir la llave? -era tan injusto…
– Rebecca, no todo el mundo tiene la imaginación de una escritora. Algunos de nosotros tendemos a hacer las cosas de una forma sencilla, normal, aburrida incluso. Ya sabes, utilizando el sentido común y la lógica.
– Sorprendente. Podría jurar que hemos tenido una conversación idéntica en otra ocasión.
– Sí, es cierto. Pero la otra vez tampoco sirvió de nada -pasó por delante de ella para cerrar la ventana-. Te lavarás y después volverás a casa.
– Ni lo sueñes, monada. No acabo de arriesgar mi vida para desaparecer porque tú lo mandes.
Estaba segura de que nadie se había atrevido a llamar a Gabe Devereax «monada». El adjetivo pareció sorprenderlo, pero también divertirlo. A pesar de ser un hombre autoritario y probablemente desacostumbrado a enfrentarse al punto de vista femenino, siempre demostraba tener un gran sentido del humor.
– Hablando de mandar, estoy seguro de que sabes que estoy aquí porque me lo ha mandado tu familia. Por descabellado que pueda parecerte, continúan confiándome esta investigación. ¿Te lo puedes creer? Y solo porque me avalan diez años de experiencia y de preparación profesional.
Rebecca se agachó a recoger la mochila con las herramientas. Dios, qué tipo tan atrevido. Si el tema no fuera tan serio, se habría echado a reír.
– Yo también confío en ti, Sherlock -reconoció con sinceridad-. Eres muy bueno en tu trabajo. Pero no es tu hermano el que está acusado de asesinato, sino el mío. Y hasta que no demuestre su inocencia, no pienso quedarme sentada en casa tejiendo botines. ¿Has encontrado alguna pista hasta ahora?
– Todavía no he tenido tiempo de mirar. Acababa de girar la llave en la cerradura cuando he oído ese maldito estruendo. Aunque ahora, por supuesto, no entiendo cómo no me he imaginado inmediatamente que eras tú -se pasó la mano por el rostro en un gesto de cansancio-. Rebecca, escúchame.
– Te estoy escuchando -aunque admitía que con cautela.
– Esta no es la primera vez que vengo. Asumo que eres consciente de que he estado trabajando desde el día que acusaron a tu hermano. Estuve en la mansión mientras investigaba la policía y después, cuando la desprecintaron, la registré de cabo a rabo. Esta es la tercera vez que vengo y hasta ahora todas las pruebas apuntan a que Jake es culpable.
– Lo sé -y era como llevar una aguja clavada en el pecho.
– El amor y la objetividad no pueden ir juntos. Sé que quieres ayudar a tu hermano, pero no estoy intentando menospreciarte cuando digo que estarías mejor en casa. Podrías terminar sufriendo si sigues dando vueltas por aquí.
Con la mirada clavada en las sombras, Rebecca reconoció vagamente las escaleras que conducían al piso de arriba. Estaba oyendo a Gabe, pero lo que oía solo aumentaba su resolución. Gabe estaba haciendo su trabajo y ella nunca lo pondría en duda. Pero Gabe Devereax no creía en la inocencia de Jake más que la policía.
Rebecca se detuvo un instante antes de dirigirse hacia las escaleras y apartar un mechón de rizos de su rostro.
– Tienes razón en lo de que no estoy siendo objetiva. Además, no tengo ningún interés en serlo. Y deberías recordar, Gabe, que fui yo la primera en contratarte para investigar el accidente de avión en el que se suponía que había muerto mi madre.
– Lo recuerdo.
Rebecca asintió.
– Entonces nadie creía que Kate pudiera estar viva. Y yo quise contratarte porque eras el mejor y siempre he sabido que podías hacer ciertas cosas que para mí son imposibles. Pero cuando comenzaste a trabajar, tampoco tú creías que mi madre estaba viva. Eras igual que todos los demás. ¿Y quién tuvo razón en lo de mi madre?
– Tú, pero era un caso completamente diferente.
Rebecca sacudió violentamente la cabeza, haciendo que el chichón le doliera de una forma insoportable.
– Es exactamente lo mismo. Tú confías en tu cabeza de la misma forma que yo confío en mi corazón. Precisamente porque quiero a mi hermano, sé que jamás asesinaría a nadie, por horrible que fuera Mónica Malone, o por mucho daño que le hubiera hecho.
Gabe suspiró. Exhaló uno de aquellos exasperantes suspiros que expresaban siglos y siglos de actitudes machistas hacia las mujeres, especialmente hacia ella.
– Hay algunos errores en esa lógica, pero los olvidaremos de momento. Si tú crees que tu hermano es inocente, eso significa que el verdadero asesino continúa suelto. Una razón condenadamente buena para mantenerte al margen de esto. Podrías ponerte en peligro al acercar la nariz a fuegos que no estás en condiciones de apagar.
– Por el amor de Dios, Gabe. Esa es precisamente la razón por la que estoy aquí. Para apagar esos fuegos.
– Dios mío, esto es como estar hablando con una planta -por segunda vez, se pasó la mano por la cara con gesto de agotamiento-. No sé por qué, pero tengo la sensación de que no voy a poder convencerte de que te vayas a tu casa.
– Por fin lo comprendes -le palmeó el hombro mientras se dirigía hacia las escaleras-. Pero voy a ayudarte confía en mí.