Capítulo 5

Cualquiera encontraría irónica la situación, pensó Gabe. Él, que pretendía que Rebecca saliera en el primer vuelo hasta Minnesota, era el que estaba montado en el avión, y solo.

El sol comenzaba a asomar por el horizonte cuando salía del aeropuerto de Minneapolis-St. Paul, cargando con el ordenador portátil, la bolsa del equipaje y un humor de perros. Gabe nunca había necesitado dormir mucho y la cabezada que había echado en el vuelo lo había refrescado. Había considerado la posibilidad de llevarse con él a Rebecca cuando había hecho los arreglos para el viaje, pero esta estaba tan agotada que sospechaba que se pasaría durmiendo todo el día. Además, estaba muy segura en aquel hotel de Los Ángeles. Le había metido una nota por debajo de la puerta para decirle que se había marchado. Pero, definitivamente, su destino no era asunto de aquella pelirroja cabezota.

Aunque sí era asunto de su querida mamá, pensó. Menos de una hora después, había abandonado su Lexus negro, porque por nada del mundo dejaría abandonada a su antigua Morgan en el aparcamiento de un aeropuerto, había tomado un rápido desayuno y estaba cruzando las puertas del edificio de Fortune Cosmetics. Un guardia de seguridad le pidió que se identificara antes de permitirle el acceso al ascensor privado, el único que llegaba al piso en el que estaban los laboratorios de pruebas y el despacho de Kate Fortune.

Sobre el papel, era Jake Fortune el que estaba asumiendo los costes del trabajo de investigación, y mientras Jake continuara en la cárcel y sin posibilidad de salir bajo fianza, los cheques los firmaba Sterling Foster, el abogado de la familia. Se esperaba que Gabe diera los informes y los resultados de la investigación a Jake y a Sterling, y así lo hacía. Pero trabajar con los Fortune no resultaba sencillo, y Gabe siempre había comprendido quién era la que movía los hilos en la familia.

Y Kate esperaba estar al corriente de cualquier acontecimiento que pudiera afectar a su clan. Ella prefería el contacto regular cara a cara, a las llamadas telefónicas y estaba dispuesta a pagar generosamente las molestias que eso podía suponer con tal de hacer las cosas a su modo. Pero hubiera o no dinero de por medio, Gabe habría estado dispuesto a ponerse a su servicio.

Aquella mujer le gustaba. Su primer contacto con la familia Fortune lo había hecho para investigar la supuesta muerte de Kate. Su avión se había estrellado en la selva cuando un secuestrador había intentado matarla. Se había encontrado un cadáver y todo el mundo había dado por sentado que era el de Kate. Pero, en realidad, Kate Fortune había conseguido saltar del avión antes de que se incendiara y había sido rescatada por una tribu de la zona. Una vez recuperada de sus heridas, había planificado cuidadosamente su vuelta a Minneapolis y había llegado justo a tiempo para la lectura de su testamento. Temiendo que sus enemigos intentaran matarla otra vez o utilizar a su familia en contra de ella si se descubría que no había muerto, había decidido permanecer oculta. Solo se había puesto en contacto con Sterling Foster, que además de ser el abogado de la familia, era también un buen amigo. Kate había pasado los dos años siguientes observando a su familia en la distancia y ejerciendo de vez en cuando el papel de casamentera. Pero a pesar de todas sus maniobras, no había podido evitar que su hijo mayor fuera acusado de asesinato.

Durante su primera reunión, Kate se había ganado el respeto y la admiración de Gabe. A pesar de que había rasgos de su personalidad que su hija compartía con ella, Kate Fortune era una mujer muy racional y fácil de tratar. Un hombre siempre sabía a qué atenerse con ella.

Kate, cosa que a Gabe no lo sorprendió en absoluto, estaba en pleno funcionamiento a las siete de la mañana. Antes de que Gabe hubiera tomado asiento ya había hecho llevar el café a su mesa. Teniendo en cuenta que era ella la propietaria de aquel imperio cosmético, su nuevo despacho era indiscutiblemente funcional, en él no había prácticamente nada superfluo. Las paredes eran de madera de teca y el suelo estaba cubierto por una lujosa alfombra oriental, pero el escritorio y los muebles eran muy sobrios y Kate llevaba puesta una aséptica bata de laboratorio.

– ¿Cuánto tiempo llevas trabajando? -le preguntó Gabe.

Kate se echó a reír al oír la pregunta.

– Lo que yo hago es jugar, no trabajar, Gabe. Y llevo aquí desde las cinco de la mañana. Me encantan las primeras horas del día, sin llamadas de teléfono, sin interrupciones… Durante las horas de trabajo normales, no se puede hacer prácticamente nada -se puso unas gafas de montura dorada. Típico de ella, no estaba dispuesta a perder el tiempo-. Y dime, Gabe, ¿qué tienes para mí?

Gabe le puso al corriente de todo lo que había encontrado, desde los callejones sin salida hasta las pistas con alguna posibilidad de éxito. Cuando le entregó la copia de la carta que le había escrito Mónica a Tammy Diller, vio que Kate fruncía el ceño con expresión de perplejidad. No tardó mucho en leer aquellas pocas líneas, pero sí lo suficiente como para que Gabe pudiera estudiarla con atención.

Rebecca se parecía de una forma asombrosa a su madre. Hasta cierto punto. Kate debía estar a punto de cumplir los setenta años. Pero tanto su hija como ella eran de constitución flexible y delgada. Ambas tenían unos ojos inolvidables y una exuberante melena castaño rojiza, pero Kate tenía ya algunas hebras del color del acero que parecían hacer juego con la dureza de su personalidad y llevaba el pelo pulcramente recogido, tal y como correspondía a la juiciosa mujer de negocios que era.

Seguramente Kate utilizaba algunos de los cosméticos que habían hecho famosa a su empresa, pero no iba pintada en absoluto. Ni siquiera enfrentado al sol de la mañana, su rostro mostraba apenas arrugas. Arrugas que, por cierto, no se molestaba en esconder. Kate era una mujer fuerte, poco sentimental, y tenía un aire autoritario que era precisamente la razón por la que Gabe había conectado con ella desde el primer momento. Era una mujer astuta, dura y de principios. No se doblegaba ante nadie. Y, si Gabe tenía algo que decir al respecto, se había ganado el derecho a ser la directora de la empresa y además tenía un seco e irónico sentido del humor muy similar al suyo.

Pero Gabe no podía mirar a Kate, su constitución, su elegancia, su descarado sentido del humor y su implacable carácter, sin pensar en Rebecca. Sin embargo, para cualquier hombre era fácil hablar con Kate. Kate era una mujer realista, fría. Y Gabe no estaba seguro de que su hija pudiera reconocer el significado de la palabra realismo aunque estuviera leyéndola en un diccionario de letras gigantes.

Kate terminó de leer la carta y se la devolvió.

– Me temo que esto no demuestra la inocencia de mi hijo. Esperaba algo más, Gabe.

– Yo también esperaba poder traer algo más, pero todavía hay que remover mucha porquería hasta encontrarlo -jamás había intentado adular a Kate.

Y sabía que no tenía por qué hacerlo.

– Lo sé -lo miró a los ojos-. No puedo jurar que mi hijo sea inocente, te lo dije desde el primer momento. Pero quiero saber la verdad, quiero encontrar todas y cada una de las pruebas que nos lleven a encontrarla, sea esta la que sea. Y como el juicio es ya algo inminente, nuestro principal problema es la falta de tiempo. Necesitamos respuestas, las necesitamos ya. Cada día que pasa, coloca el caso de mi hijo en una situación más peligrosa -vaciló un instante, desvió la mirada hacia la ventana y la sostuvo allí durante un largo minuto antes de volverse de nuevo hacia él-. El nombre de esa Tammy Diller me inquieta, no sé por qué.

– Sí, te he visto fruncir el ceño mientras leías la carta. Por un momento, he pensado que habías reconocido el nombre.

– En realidad nunca he oído hablar de ninguna Tammy Diller. Pero me resulta curioso que las iniciales sean las mismas que las de Tracey Ducet -Kate levantó la mano, haciendo un gesto de impotencia-. Seguramente la coincidencia es solo casual. Solo el cielo lo sabe. Estoy tan preocupada por mi hijo que soy capaz de agarrarme a un clavo ardiendo. Pero el nombre de la señorita Ducet me ha venido a la cabeza porque esa mujer causó numerosos problemas a mi familia y desapareció justo antes de que pudiéramos acusarla de algo en concreto. ¿Conoces esa historia?

– Sí. Yo mismo estuve investigando el pasado de Tracey Ducet cuando llegó y dijo ser la heredera perdida de los Fortune. Pero como Tracey no se quedó durante todo el tiempo que hubiera sido necesario y no teníamos pruebas contra ella, no tuve ningún motivo para prestarle demasiada atención a la historia. ¿Por qué no me lo cuentas todo?

Kate, que era tan inquieta como su hija, se levantó y comenzó a caminar por el despacho como si el exceso de energía le impidiera permanecer sentada.

– Como ya sabes, yo levanté este imperio económico y siempre ha habido sanguijuelas y parásitos dispuestos a ganar dinero a nuestras expensas. Cualquiera que esté en un lugar como el nuestro debe esperarse esa clase de problemas. Tracey Ducet solo fue una caza fortunas más. Era una estafadora, una artista del engaño -se interrumpió de nuevo-. No me gusta hacerte perder el tiempo con esto. En realidad no tengo ninguna razón para pensar que pueda haber alguna relación entre Tammy Diller y Tracey…

– Y quizá no la haya. Pero si me cuentas toda la historia quizá podamos decidir si puede ser relevante o no.

Kate suspiró.

– Bueno, ya sabes que hace años di a luz a dos mellizos y uno de ellos fue secuestrado. La prensa le dedicó mucha atención a la noticia e incluso años y años después hemos estado encontrándonos con personas que dicen ser el heredero secuestrado. Y así es como Tracey entró en escena. Llegó a la conclusión de que podía hacerse pasar por la heredera perdida de los Fortune. Indudablemente, la razón por la que creía que podría engañarnos era su aspecto. Esa mujer se parece de una forma increíble a mi hija Lindsay… Le bastaría con sacarse el chicle de la boca y ponerse una ropa decente para ser la viva imagen de Lindsay.

– Pero tú sabías que era imposible que fuera su hermana, ¿verdad? -le preguntó Gabe.

– De forma incuestionable. El caso es que el FBI mantuvo reservada toda la información relativa al secuestro mientras duró la investigación con la esperanza de poder atrapar al secuestrador. Uno de los detalles que no trascendió nunca fue que el bebé secuestrado era un niño, Brandon. Era imposible que Tracey pudiera llevar su farsa hasta el final, por lo menos conmigo. El resto de la familia podría haberla creído. No estaban al tanto de todo lo ocurrido, puesto que ni siquiera ellos sabían que el bebé secuestrado había sido un niño. Y yo no estaba en condiciones de confesarles la verdad. Pero el caso es que Tracey desapareció antes de que hubiera ocurrido nada y fue imposible denunciarla. En realidad ella no violó ninguna ley. Así que siempre podría haber fingido ser una mujer inocente que había visto una fotografía de Lindsay y había llegado a la conclusión de que era la heredera perdida.

– Pero por la forma en la que la has descrito, no creo que haya una gota de inocencia en la señorita Ducet – repuso Gabe secamente.

– Yo estoy convencida de que es una auténtica tramposa -añadió Kate.

– Meteré sus datos en el ordenador, Kate, pero no quiero que te forjes falsas esperanzas. Por lo pronto, no me parece muy probable que ninguna de esas dos mujeres tenga relación con el asesinato de Mónica Malone.

– No, yo tampoco veo qué tipo de conexión puede haber.

Gabe alzó ligeramente la barbilla.

– En cualquier caso, es obvio que Tammy Diller sabía algo de Mónica, puesto que las dos estaban en contacto. Y, por otra parte, si la señorita Ducet estaba al corriente de que Mónica había estado involucrada en ese secuestro, es posible que se oliera otra forma de ganar dinero fácilmente y decidiera chantajearla.

– Sí, es una suposición esperanzadora, pero no sé cómo vas a demostrarla. Y me gustaría creer que eso puede suponer alguna diferencia para Jake, pero no estoy segura, Gabe. Incluso en el supuesto de que esa pequeña estafadora haya estado involucrada en un caso de chantaje, como no encontremos alguna prueba de que tuvo tanto motivos como una oportunidad para asesinar a Mónica, no conseguiremos que le retiren los cargos a mi hijo. ¿Sabes? Yo pensaba que había algo sospechoso en su repentina desaparición, y sé que la policía tiene un testigo que dice haber visto a alguien muy parecido a Lindsay por la zona, pero con la emoción de mi posterior aparición y al no tener ninguna prueba de su paradero, han dejado de lado esa información.

Gabe le dirigió entonces una larga mirada.

– Por favor, escúchame atentamente. Sé que estás preocupada, pero procura no olvidar que nosotros no tenemos que demostrar quién mató a Mónica. Lo único que tenemos que hacer es demostrar que había otro sospechoso en escena y ser capaces de hacer dudar de forma razonable de la culpabilidad de tu hijo. Y esa Tammy Diller continúa pareciéndome la mejor opción para ello. Hasta el momento, ha conseguido mantenerse oculta, pero ahora tenemos esa carta que la relaciona con Mónica y además sabemos dónde está. De hecho, pienso ir a Las Vegas en cuanto salga de aquí. Y la encontraré -se interrumpió un instante-. Hay otro problema del que también me gustaría hablar contigo.

Kate asintió, como si estuviera anticipando lo que le iba a decir.

– El transporte, por supuesto. Seguro que llegarías más rápido si pudieras volar en el avión de la compañía. Debería habértelo sugerido inmediatamente…

– No, no es eso, ya tengo el billete de avión. Lo del transporte puedo gestionarlo yo mismo. Es Rebecca el problema del que quería hablarte.

– ¿Rebecca? -Kate lo miró por encima del borde de sus gafas-. ¿Qué demonios tiene que ver mi hija con esta conversación?

Gabe nunca había sido un hombre especialmente sutil. Y una de las mejores cosas de tratar directamente con Kate era que con ella no le hacía falta serlo.

– Tu hija pequeña se ha metido en casa de Mónica como si fuera una vulgar ladrona y se ha dedicado a intentar sacar información de los miembros de una pandilla de uno de los peores barrios de Los Ángeles. Eso es lo que tiene que ver -frunció el ceño-. En lo relativo a su hermano, es exageradamente leal.

Kate se detuvo sobre sus pasos inmediatamente. Se apoyó en el escritorio y estudió el rostro de Gabe. Descubrió algo en su ceño sombrío y en sus ojos oscuros que despertó inmediatamente todo su instinto maternal. En aquel momento de su vida, el mayor de sus hijos se estaba enfrentando a un problema terrible, pero eso no significaba que quisiera menos a sus otros vástagos. En su corazón había espacio para todos ellos. Y su hija pequeña, aunque nadie se diera cuenta de ello, era idéntica a ella.

– La lealtad es uno de los defectos de la familia Fortune, lo sé -dijo con cierta ironía-. Un defecto que Rebecca y yo siempre hemos llevado hasta el final.

– El problema es que, por culpa de esa lealtad, Rebecca se cree capacitada para dirigir ella misma la investigación. Más aún, cree que es absolutamente necesario que se involucre en ella. No sé si lo has notado, pero Rebecca es bastante inquieta. La verdad es que me resulta tan manejable como un volcán -Gabe se levantó de la silla como si acabaran de pincharlo-. Y creo que si hay una persona que pueda controlarla, esa eres tú. Pídele que se aparte del caso, Kate.

– Oh, querido -musitó Kate. Sus astutos ojos no abandonaban en ningún momento el rostro de Gabe-. Me temo que yo nunca he tenido ningún control sobre Rebecca. De hecho, no creo que nadie lo tenga.

– Bueno, pues alguien tendrá que tenerlo -Gabe sacó las llaves del coche del bolsillo y las apretó con fuerza-. Yo no le he dicho en qué lugar de Las Vegas está esa Tammy Diller. Pero aun así me temo que de un momento a otro volará hasta allí y comenzará a fisgonear. No quiero ofenderte, Kate, pero tu hija tiene menos cerebro que un algodón de azúcar.

– Ya veo que está causándote problemas.

Kate intentó mostrarse comprensiva. No quería sonar divertida. Había estado observando a Gabe en la distancia desde hacía un par de años y lo había visto responder en otras ocasiones a situaciones de crisis. Hasta entonces, nada parecía alterarlo. Y era de lo más interesante darse cuenta de que su hija más pequeña lo había conseguido.

– ¿Hay algún hombre en su vida? ¿Alguien que pueda influir en ella? ¿Alguien que pueda obligarla a escuchar?

– Bueno, la verdad es que en su vida ha habido muchos hombres muy agradables. Pero nunca les ha dejado acercarse demasiado. Por lo visto, no es esa la clase de hombres que busca. Rebecca es la única de mis hijos que no se ha casado. Y créeme, me encantaría verla sentar cabeza, pero parece ser demasiado…

Cuando Kate se interrumpió para buscar la palabra adecuada, Gabe se sintió obligado a llenar ese vacío,

– ¿Maniática? ¿Imposible? ¿Obstinada? ¿Cabezota?

– Humm, veo que has pasado algún tiempo con ella. ¿Gabe? -lo vio apretar las llaves que tenía en la mano mientras empezaba a volverse hacia la puerta.

– ¿Qué?

Ya no había diversión alguna en la voz de Kate. Y tampoco en su corazón.

– Me importa un comino lo que tengas que hacer para conseguirlo, pero procura mantenerla a salvo. No dejes que le ocurra nada. Cuento contigo.

Bien, pensaba Gabe dos minutos después en el ascensor. Había, por supuesto, alguna posibilidad de que Rebecca no fuera tan estúpida e insensata como para ir a Las Vegas. Pero él pensaba convertir a Kate en su aliada y lo único que había conseguido había sido salir de su despacho cargando con otra responsabilidad.

Hasta el momento, solo tenía un montón de piezas revueltas del rompecabezas con el que pretendía resolver el misterio del asesinato de Mónica, pero ninguna de ellas parecía encajar. El relato de Kate sobre Tracey Ducet le había hecho recordar a otra de las enemigas de la familia, pero una familia con tanto dinero, siempre tenía un gran número de enemigos. El problema era que necesitaba encontrar el vínculo directo entre Tammy Diller y el asesinato de Mónica. La carta de esta última insinuaba un chantaje, pero la dificultad estribaba en intentar descubrir la historia que, según Tammy, Mónica tenía que esconder. Todo aquel asunto le olía a problemas a Gabe. Y donde había problemas, había un peligro potencial.

Mantener a Rebecca a salvo del peligro era una complicación a añadir a un trabajo de por sí complicado. Pero con o sin el mandato de su querida mamá, pensó Gabe, habría tenido que hacerlo.

Pero mantener a Rebecca a salvo de él mismo era otra cuestión completamente diferente. En el momento en el que Rebecca lo había rodeado con sus brazos, había tenido la sensación de quedarse sin cerebro. Las hormonas solo eran hormonas, pero había algo en aquella mujer que desestabilizaba todos sus asideros.

Por otra parte, Gabe no era un hombre al que le gustara imaginar problemas. Rebecca podría ser una idealista sin remedio, pero, seguramente, tendría una pizca de sentido común y estaría escondida en alguna parte. Y si el cerebro le funcionara, aunque solo fuera mínimamente, en ese momento estaría regresando hacia su casa, y no encaminándose hacia Las Vegas.

Rebecca apenas había abandonado el avión que la había llevado a Las Vegas cuando empezó a escuchar el tintineo de las máquinas tragaperras. Los agotados viajeros se abalanzaron hacia ellas, reanimados por el olor del dinero y el juego.

Rebecca estuvo a punto de sacar todo el dinero suelto que llevaba en la cartera y probar suerte. El juego era algo que llevaba en la sangre. Los Fortune siempre habían sabido apostar fuerte para sacar adelante su negocio. Su madre tenía la firme convicción de que todo lo que merecía la pena en la vida se conseguía a base de riesgos y que los cobardes no tenían posibilidad alguna de triunfar.

Sin embargo, pensó, hasta las tragaperras y la ruleta palidecían cuando las comparaba con Gabe. Aquel hombre sí que suponía un riesgo terrible, reflexionó Rebecca. Con él, hacía falta arriesgarlo todo antes de empezar a jugar y ni siquiera podía estar segura de que hubiera alguna posibilidad de éxito.

Al pensar en ello, se le llenaron los ojos de lágrimas. El estómago le sonaba y tenía un terrible dolor de cabeza. Hacía horas que no se peinaba y llevaba una camiseta que estaba tan arrugada como ella.

Pero tenía que pensar en su hermano, no en Gabe. De una forma u otra, iba a localizar a Tammy Diller. Aunque antes debería comer algo de verdad, preferiblemente una hamburguesa gigante con patatas fritas, y localizar un lugar en el que alojarse. Llevaba despierta desde el momento en el que Gabe había deslizado aquella nota debajo de su puerta en medio de la noche; estaba demasiado enfadada con él para poder conciliar el sueño.

La había abandonado. En realidad, aquel hecho en sí mismo no era ninguna sorpresa y reconocía que Gabe al menos había sido suficientemente educado como para hacerle saber que ponía pies en polvorosa. Pero aquel neanderthal le había ordenado en la nota que regresara a su casa. Había garabateado algo apenas inteligible sobre la necesidad de que se mantuviera a salvo. Pero Rebecca no pensaba permitir que aquel bruto sobre protector que parecía recién salido de las cavernas fuera a hablarle a su madre de ella.

Y como Gabe hubiera dejado preocupada a su madre, tendría que matarlo.

La mente de Rebecca volvió a poblarse de pensamientos de violenta venganza mientras recorría en taxi la ciudad de Las Vegas. Rebecca había estado en París, en Suiza, y había recorrido todo el país en viajes de negocios o de vacaciones. Pero, definitivamente, Las Vegas tenía una personalidad única. Las luces de neón resplandecían, las mujeres que caminaban por la calle podían ir vestidas con el más sofisticado satén o con unos sencillos vaqueros. Los carteles y letreros de la calle anunciaban locales en los que se permitía la prostitución. Y Rebecca miraba boquiabierta a su alrededor, tan feliz como una turista.

– ¿No tienes reservada ninguna habitación? -le preguntó el taxista.

– No -ni siquiera se le había ocurrido reservar un hotel por adelantado-. ¿Puede ser un problema?

– Si lo que quieres es jugar, pequeña, en esta ciudad nada es un problema -ya había parado para que Rebecca pudiera comprarse su hamburguesa gigante. Caramba, aquella era la mujer del dólar, pero si estaba dispuesta a detener el taxi para disfrutar de una dosis de comida rápida, mejor para él-, pero no estaría de más que me dijeras adonde tengo que dirigirme. ¿Quieres quedarte en el centro o prefieres buscar algún lugar en las afueras?

Para cuando la dejó en el Circus Circus, Rebecca ya estaba informada de que el taxista estaba divorciado y tenía dos hijos, el mayor de los cuales tenía ciertos problemas. Con su actual compañera sentimental no estaba casado, y esta era capaz de hacer explotar un bizcocho en el horno. A las mejores galerías comerciales de la ciudad se podía ir caminando desde allí y no, nunca había oído hablar de Tammy Diller, aunque en realidad no había muchas personas dispuestas a contestar preguntas en Las Vegas. Pero, aun así, su primo Harry podría recomendarle un buen restaurante. Compartió tanto tiempo con aquel taxista que, al salir de su vehículo, además de los veinte dólares correspondientes, le ofreció un fraternal abrazo.

El Circus Circus disponía de habitaciones libres. Y además parecía ser el único hotel de la ciudad en el que se permitía que se alojaran niños. Posiblemente no era el hotel más indicado para encontrar a Tammy Diller, pero un lugar con niños era lo menos extraño que Rebecca había encontrado en la ciudad hasta entonces.

Dormir un rato, una ducha y un cambio de ropa eran en aquel momento sus prioridades. La verdadera acción, le había comentado el taxista, no comenzaba hasta que se ponía el sol. Los jugadores serios rara vez salían antes del anochecer.

Rebecca giró la llave que le dio acceso a una habitación decorada en rosa y blanco, dejó en el suelo su equipaje, se dejó caer en la cama para probar la dureza del colchón y no volvió a levantarse hasta cuatro horas después. Aquella larga siesta la ayudó a despejarse. Llamó al servicio de habitaciones y pidió un vaso de leche y un sándwich de mantequilla de cacahuete, abrió las maletas y se metió en la ducha.


Había llegado la hora de acicalarse. Durante su primer recorrido por la ciudad, había podido ver que en realidad la ropa que uno llevara no tenía la menor importancia. La sudadera con la que había llegado podría haber servido. Pero ella tenía que encontrar a una estafadora, la supuesta señora Diller, y eso requería un atuendo digno de una artista de la estafa.

Rebecca no se había llevado nada de lame dorado. En realidad, no tenía ninguna prenda de ese estilo. Pero siendo una Fortune, podría tener un vestido de diamantes si lo necesitara.

Se duchó, se arregló el pelo con cuidado abandono, se pintó los ojos con los más finos cosméticos de Fortune, se enfundó unas medias negras y se perfumó generosamente. A continuación, se terminó la leche y el sándwich de cacahuete con la mirada puesta en su traje de noche.

Aquel vestido era más negro que el pecado, además de la prenda más ajustada que tenía: de manga larga y suficientemente discreto por delante, pero no por la espalda. En absoluto. Después de ponérselo, completó su atuendo con unos zapatos de tacón y cubrió todas las superficies de piel que su modelo dejaba al descubierto con las joyas más resplandecientes. Lo único que le quedaba ya por hacer era analizar críticamente su aspecto frente al espejo.

Quizá no hubiera logrado el efecto deseado, pero caramba, había hecho todo lo posible para que su disfraz resultara perfecto.

En el ascensor, dos hombres le hicieron proposiciones, lo que por lo menos le aseguró que su aspecto era suficientemente atrevido, pero se olvidó de ellos en cuanto el ascensor abrió sus puertas en el primer piso.

Antes de comenzar a buscar a Tammy Diller, imaginaba que era preferible saborear el ambiente de aquel lugar. De modo que, en un principio, se limitaría a recorrerlo. Había emoción, ruido y acción en cada rincón. Y a su alrededor parecían moverse a una velocidad vertiginosa toda clase de colores resplandecientes y luces intermitentes. Las camareras circulaban por las salas ofreciendo bebidas gratuitas. Las máquinas tragaperras tintineaban constantemente y cantaban los premios de los ganadores. Las mesas en las que se jugaba al black-jack y a la ruleta eran mucho más discretas y elegantes, pero también en ellas se respiraba la emoción del juego y las ansias de ganar. El brillo del riesgo resplandecía en las miradas de todos aquellos ojos desconocidos, y en algunas ocasiones, también el fulgor de la desesperación. Estudiar a los jugadores reavivó la imaginación de la escritora que Rebecca llevaba dentro. ¿Cuándo iba a tener otra oportunidad de adentrarse en un aspecto tan fascinante de la naturaleza humana?

Casi de forma accidental, se descubrió a sí misma en el segundo piso. La cuestión era que había oído la risa de un niño y había decidido asomarse por allí. No pretendía quedarse mucho tiempo. Pero aquel era un mundo tan alejado de la frivolidad que reinaba en el piso de arriba que resultaba fascinante. Los niños reían y corrían a su antojo mientras los actores del circo se empeñaban en divertirlos y entretenerlos por toda la planta.


Diez minutos después, Rebecca había ganado un peluche que decidió regalarle a un angelito rubio que lloraba lamentándose de su rodilla herida. Como Rebecca era un objetivo destacado y pronto se extendió el rumor de que regalaba sus premios, no tardó en ganarse la atención de una pequeña audiencia. El encargado del juego consistente en pescar patos no debería haberle permitido participar, puesto que era evidente que había superado los dieciocho años, pero su trabajo consistía en mantener felices a los niños y no pareció importarle quebrantar algunas normas.

Rebecca había ganado ya un unicornio blanco que pretendía regalar a uno de los pilludos que la observaban cuando se fijó en unos zapatos. Unos mocasines seguidos por las perneras de unos pantalones… La mirada de Rebecca pasó rápidamente por el bulto que se marcaba a la altura de la cremallera, recorrió el pecho que ocultaba una camisa de lino blanco, reparó en los largos brazos cruzados sobre un musculoso pecho y tragó saliva.

Solo entonces sus ojos se encontraron con los de Gabe. El corazón le latía a más velocidad que cuando era niña y temía encontrarse un caimán debajo de la cama. Gabe no era un caimán, pero, de hecho, tenía un aspecto tan vital, sexy y viril que podía poner en peligro a cualquier mujer.

Aun así, su expresión no dejaba ningún lugar a dudas sobre su enfado.

Los niños se dispersaron. Y si Rebecca hubiera sido suficientemente baja, habría intentado camuflarse entre ellos. Durante más de un minuto, Gabe permaneció en silencio, recorriéndola con la mirada de la cabeza a los pies, desde los rizos alborotados de su pelo pasando por el estrecho vestido negro y las esbeltas piernas enfundadas en las medias. Algo se encendió de pronto en su mirada. Calor. Definitivamente, calor. Pero parecía estar mucho más motivado por la furia que por el deseo.

– Vaya, hola -lo saludó Rebecca alegremente-. ¿Por… por casualidad estabas buscándome?

– Dios mío, no. Sabía que habrías sido suficientemente sensata como para regresar a Minnesota. Estaba seguro de que habrías atendido a razones, habrías comprendido que, además de peligroso, lo que estás haciendo es contraproducente. Me estaba diciendo a mí mismo que no tenía que preocuparme por ti. Al fin y al cabo, pensaba, eres una mujer con cerebro, y contaba con que lo usarías.

– Gabe, tranquilízate. Si vas a regañarme en público, tendré que darte un puñetazo en la nariz, y no me gustaría asustar a los niños. Y sí, claro que he atendido a razones. El problema está en que tú y yo no razonamos de la misma forma. Y además, sabes que he descubierto muchas pistas que tú no habrías sido capaz de encontrar por ti mismo, así que creo que he demostrado con creces que puedo ser una verdadera ayuda.

Táctica equivocada, decidió. Gabe profundizó su ceño de forma estremecedora. Sus ojos resplandecían como rescoldos de carbón. Quizá fuera preferible distraerlo para que pensara en otra cosa.

– ¿Cómo diablos me has encontrado?

– Ha sido fácil. La mayor parte de los hoteles de esta ciudad están diseñados únicamente para adultos. Hay muy pocos lugares para alguien que se declara adicto a los niños. Si estabas en Las Vegas, tenías que estar aquí. ¿Dónde están tus zapatos, por cierto?

– ¿Mis zapatos? -bajó la mirada hacia el suelo. Las medias se le habían dado prácticamente la vuelta. No se recordaba a sí misma habiéndose quitado los zapatos, pero estaba segura de que no andarían muy lejos-. Yo… no sé. Pero seguro que están por alguna parte…

– Bueno, vamos a buscar tus zapatos, pelirroja. Y después tú y yo tendremos una corta conversación.

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