Gabe llamó con los nudillos a la puerta del baño.
– Servicio de habitaciones.
Oyó una risa amortiguada.
– Todavía estoy en la bañera, Gabe. Pero salgo en un periquete.
– No tienes ningún motivo para salir de la bañera. Cuanto más tiempo estés en remojo, mejor. Pero la sopa de pollo se va a enfriar. ¿Por qué no te tapas con una de las toallas del baño para que pueda meterte la cena?
– ¿Pretendes que cene en la bañera? -Gabe la oyó suspirar-. Qué idea tan decadente y desvergonzada.
– ¿Eso significa que no quieres o que ya has agarrado la toalla?
– Eso significa que ya tengo la toalla encima y que no puedo creer que hayas conseguido sacarle una sopa de pollo al servicio de habitaciones.
Gabe tuvo que hacer equilibrios con la bandeja para poder abrir la puerta. Lo recibió un vapor fragante, cargado de perfumes exóticos y sensualmente femeninos como el del jazmín. Aquel aroma despertó cada una de sus hormonas masculinas, pero, dispuesto a ser más discreto que un monje, Gabe mantuvo en todo momento los ojos apartados del cuerpo de Rebecca. No tenía sentido decirle a la pelirroja que habría encontrado otra manera de entrar en el baño si lo de la sopa no hubiera funcionado. Estaba condenadamente decidido a verla desnuda.
Rebecca le había dicho, como una docena de veces ya, que estaba bien. Él había estado examinando el corte que aquel canalla le había hecho en el cuello. Pero durante aquella revisión, Rebeca iba vestida con una camiseta de manga larga y unos pantalones que le llegaban hasta los tobillos y no había manera de averiguar si aquel cerdo le había herido en alguna otra parte. Y confiar en que Rebecca admitiera que le habían hecho daño era como esperar que las vacas aprendieran a bailar el vals.
– Supongo que eres consciente de que todavía no tengo demasiadas habilidades como camarero. Así que si termino tirando la sopa en la bañera, te permito ahorrarte la propina -desviando todavía la mirada, dejó la bandeja sobre el lavabo y cerró la puerta del baño para impedir que continuara perdiéndose aquel vaporoso calor más ardiente, todavía que el sexo.
– Primero la cuchara. Y después el cuenco. También me han dado una servilleta de lino para completar esta elegante comida, pero, personalmente, creo que no te quedaría muy bien atada al cuello. Así que te la dejaré al alcance de la mano. Y teniendo en cuenta que estoy yo solo de testigo, déjame anunciarte que no me importará que sorbas la sopa.
Aquel comentario mereció dos carcajadas de Rebecca, pero no sonaron como su risa habitual y tampoco duraron mucho tiempo. Sin dejar de representar el papel de caballero virtuoso, Gabe consiguió acercarse a la bañera y servirle la cena sin bajar una sola vez la mirada del cuello de Rebecca.
Y en cuanto Rebecca atacó la sopa, utilizó la taza del inodoro para sentarse. El calor le proporcionó una excusa para quitarse los zapatos y los calcetines, aunque la verdad era que solo quería parecer ocupado. Pero por el rabillo del ojo, estaba completamente pendiente de Rebecca.
El pelo de la escritora se había convertido en un halo con la humedad. Por su frente y su nuca descendían mechones rizados y empapados de agua. Ella, pudorosamente, se había cubierto con una toalla, escondiendo la redondez de sus senos, pero, afortunadamente, las toallas de los hoteles tendían a ser pequeñas por naturaleza.
La piel de Rebecca era más blanca que la nieve virgen y Gabe podía ver gran parte de ella. Y cada vez que distinguía en ella el pinchazo que aquel desgraciado le había hecho en el cuello se le encogían las entrañas. Rebecca tenía además dos moratones en el muslo y dos más en la frente. El canalla de Wayne se había empleado a fondo. Podía haber sido peor, se repetía Gabe constantemente. Pero la verdad era que ya era peor.
Porque las verdaderas heridas de Rebecca no se manifestaban en forma de moratones y arañazos, sino que estaban en sus ojos. Aquella noche no había chispas en sus preciosos ojos verdes. La escritora se había entregado a la sopa con un apetito respetable, pero miraba a su alrededor como si fuera un conejillo asustado. Gabe reconocía el miedo en su expresión y en sus gestos. Sí, Rebecca todavía tenía miedo.
Habían pasado tres horas desde que la policía se había llevado esposado a Wayne. Rebecca había contestado con calma y frialdad a todas las preguntas de los agentes. Pero no parecía ser consciente de que, cuando se pasaba por una experiencia tan traumática, antes o después se producía siempre una reacción.
– ¿Cómo se te ha ocurrido lo de la sopa? ¿Has estado escondiendo durante este tiempo un indudable carácter maternal? -bromeó Rebecca.
– Ahora no se te ocurra llegar a conclusiones tan ofensivas. No se me ha ocurrido nada mejor que una sopa. He pensado que no estarías de humor para comer nada más fuerte.
– Pues has pensado bien. No creo que hubiera podido comerme un filete… ¿Crees que la policía habrá atrapado a Tracey?
Volvían una vez más al tema. Ya lo habían abordado con anterioridad, pero a Gabe no le sorprendía que Rebecca no pudiera olvidar lo ocurrido.
– Creo que hay muchas probabilidades de que la encuentren. Tracey no tiene forma de saber lo que le ha pasado a su cómplice, de modo que no tiene ningún motivo para esconderse. Probablemente haya ido directamente a casa para ponerse en contacto con Wayne. Supongo que la policía ya la habrá atrapado a estas alturas.
– ¿Y crees que debería llamar a mi madre otra vez?
– No creo que haya pasado nada destacable desde la última vez que has hablado con ella. Como ya te dije, tu madre había intuido ya la posible relación entre Tammy Diller y Tracey Ducet y me había pedido que investigara a Ducet en mi base de datos.
– Esto va a suponer una gran diferencia para Jake, ¿verdad Gabe?
– Puedes apostar a que sí.
– No puedo decir que esté deseando volver a encontrarme con Wayne y con su navaja otra vez. Ni tampoco con esa terrible mujer. Pero ha merecido la pena. Si no hubiera ocurrido algo así, algo tan real y concreto, nunca hubiéramos podido demostrar su conexión con Mónica.
– Sí -se limitó a contestar.
Lo que en realidad le apetecía era regañarla por haberlo ignorado y haber corrido un riesgo tan estúpido. Pero aquello podría esperar. Ya tendría tiempo de regañarla y como se merecía. Pero no aquella noche.
Rebecca clavó en él unos ojos dulces como los de una gacela.
– Todavía no comprendo cómo me has encontrado tan rápido.
También habían hablado anteriormente sobre ello, pero Gabe volvió a abordar el tema con paciencia…
– Mi intención era seguir a Tammy, como ya te he dicho, porque durante vuestra conversación había podido ver claramente que algo la asustaba. Así que en lo primero que pensé fue en seguirla para averiguar exactamente adonde iba y ver cuál iba a ser su siguiente paso. Y eso era lo que estaba haciendo hasta que la vi llevarse un teléfono móvil a la oreja desde el coche. La única persona a la que podía estar llamando era a su socio. Y si le estaba informando a su novio de lo ocurrido, eso significaba que Wayne se convertía inmediatamente en una amenaza para ti.
Rebecca terminó de comer en silencio. Cuando el cuenco estuvo vacío, Gabe lo retiró junto con la cuchara y lo dejó en la bandeja. En todo momento, podía sentir la mirada de Rebecca siguiendo sus movimientos. Durante algunos minutos, Rebecca había estado recorriendo con la mirada cada una de las líneas de su rostro.
– ¿Quieres desahogarte o no? -le preguntó Gabe de repente.
– ¿Que si quiero desahogarme?
– Maldita sea, Rebecca. Hemos repasado lo ocurrido más de una docena de veces. Pero pareces estar evitando hablar de eso.
Rebecca alzó los ojos y tragó saliva
– Cuando estabas pegando a Wayne he tenido miedo. He tenido miedo de que no pudieras parar.
– Intentó matarte.
– Era un mequetrefe. Un debilucho. No podía competir contigo.
– Intentó matarte -repitió Gabe, y suspiró. Para él no había nada más que decir y sabía que cualquier hombre lo hubiera comprendido. Pero Rebecca jamás iba a pensar como un hombre-. Si tienes miedo de que disfrute con la violencia, ya puedes ir relajándote, pelirroja, porque la verdad es que la odio. Y el trabajo de un detective no se parece en nada a lo que se ve en la televisión, y tampoco a la vida de un militar. Son muy raras las ocasiones en las que no se encuentra algo mejor que los puños para resolver un problema. Aun así, sé cómo usar los puños y hay ocasiones en las que esa es la única opción.
– Pero querías hacerle daño…
– Puedes estar segura. Y sé cómo hacerle daño a un hombre. Pero, pese a lo que parece asustarte, en ningún momento me habría permitido perder el control. Tanto tú como yo queremos que esos dos continúen vivos para que la policía pueda interrogarlos y estén en condiciones de declarar en el juicio. Jamás le hubiera hecho nada que hubiera podido perjudicar a tu hermano.
– ¿Y si mi hermano no hubiera tenido nada que ver en esto?
– Pelirroja, a eso no puedo responderte. Ese canalla estaba amenazando tu vida. Si lo que querías era que le diera un capón y le dijera que estaba muy mal lo que estaba haciendo, puedes estar segura de que eso nunca va a suceder. No tenemos ninguna garantía de lo que pueda hacer la ley con Wayne, así que quería que le quedara muy claro que no podía acercarse a ti nunca más. Wayne es uno de esos animales que nunca evoluciona. Y cuando uno está intentando comunicarse con un animal, a veces no basta con ser educado.
– De acuerdo, te comprendo. Pero, aun así, me enferma que hayas tenido que pegar a alguien por mi culpa.
Gabe no sabía qué contestar a eso. Había algo disparatado en aquella conversación. Rebecca lo escuchaba, lo miraba francamente a los ojos, pero había algo en su mirada que estaba volviendo locas a las hormonas de Gabe.
Gabe era consciente de que en lo último en lo que debería estar pensando era en el sexo. Rebecca estaba herida, impactada por lo ocurrido, su piel estaba más blanca que la porcelana china y sus ojos continuaban reflejando su vulnerabilidad. No podía haber un momento más absurdo para descubrir que era incomparablemente bella. Ni un momento más ilógico e irracional para sentir un deseo tan intenso.
– ¿Gabe?
– ¿Qué?
Gabe se frotó la cara, deseando que desaparecieran aquellos díscolos pensamientos.
– Te ha costado mucho -dijo Rebecca-, pero por fin crees en la inocencia de mi hermano, ¿verdad?
Por lo menos aquel era un terreno seguro.
– Sí, creo que tu hermano es inocente. Aunque eso siempre ha sido lo de menos. Lo que realmente importaba era que fuéramos capaces de conseguir una prueba que señalara a otro posible sospechoso. Es imposible saber si Tracey va a ser acusada de asesinato. Me temo que eso dependerá de lo que la policía resuelva después del interrogatorio. Pero un jurado tendría que estar sordo para no encontrar dudas más que razonables en torno a la culpabilidad de tu hermano.
– Lo que tú creas me importa a mí. Hasta ahora, yo era la única de nosotros que creía en la inocencia de Jake.
– Sí, bueno, tú confías mucho en la intuición, pequeña. Pero hay personas que nos sentimos más cómodas confiando en los hechos -se levantó, sintiéndose de pronto tan nervioso como un puma enjaulado. Aquello no era bueno. Cuanto más la miraba, más terreno iba perdiendo el sentido común-. Vas a terminar arrugada como una pasa si no sales de la bañera. Te esperaré en el dormitorio. ¿Tienes albornoz?
Mientras lo preguntaba, se fijó en el kimono blanco que colgaba de la puerta del baño. E imaginarse a Rebecca desnuda y envuelta en aquella prenda no contribuyó precisamente a hacerlo entrar en razón.
– Mira -dijo malhumorado-, me quedaré en tu habitación hasta que te vayas a dormir, ¿de acuerdo? Y si todavía tienes hambre, podemos pedir más comida.
– Estoy bien, Gabe.
Sí, eso era lo que llevaba diciéndole durante todo el día. Pero Gabe no la creía.
Tras cerrar la puerta del baño, Gabe se mantuvo más ocupado que una mamá gallina. Cerró las cortinas, apagó la luz principal, abrió la cama, apiló varias almohadas y estuvo buscando entre los diferentes canales de la televisión hasta encontrar el programa más inocuo e intrascendente.
Y en todo momento, el pulso le latía incesantemente, como si fuera el redoble de un tambor. Hitchcock siempre utilizaba el redoble de los tambores en sus películas justo antes de que ocurriera algún desastre, pero aquella situación era muy diferente. El desastre ya había ocurrido. Gabe sabía que Rebecca estaba muy afectada, eso era todo. No creía que nunca hubiera experimentado una violencia como aquella y no le sorprendería que tuviera pesadillas aquella noche.
Gabe se pasó la mano por el pelo y miró a su alrededor. Se sentaría en la esquina más alejada, decidió, para guardar la mayor distancia posible con ella. No tenía ninguna razón para decirle a Rebecca que pensaba pasar allí la noche. Eso solo serviría para enfadarla. Y antes o después, la pelirroja se quedaría dormida. Pero si tenía pesadillas, él estaría allí para ayudarla.
Su pulso volvió a reflejar el eco de los tambores como un lento e insidioso ritmo pagano que no podía explicar. Era… una estupidez… El problema era que no le estaba resultando nada fácil tranquilizarse aquella noche. Normalmente, Gabe funcionaba bien con el estrés. De hecho, adoraba el estrés. Pero saber que Rebecca estaba todavía afectada le ponía los nervios a flor de piel; aunque en cuanto la viera a salvo y arropada en la cama, estaba seguro de que se pondría bien.
Pero cuando abrió la puerta del baño y salió envuelta en el quimono blanco, Rebecca ni siquiera miró la cama. Se arrojó directamente a sus brazos.
– Estaba tan asustada.
– Sabía que estabas asustada.
– Jamás en mi vida había pasado tanto miedo. Primero con Tracey. Aquellos ojos tan fríos… era como si no hubiera un ser humano detrás. Sé que no tiene sentido, pero he pasado más miedo con ella que con Wayne. Y cuando Wayne me ha agarrado… Gabe, no me lo podía creer. No podía creerme que un ser humano pudiera herir tan fácilmente a otro…
– Tranquila, tranquila. Ya nunca tendrás que acercarte a personas como esas. Nadie va a hacerte daño nunca más.
Cuando salía del baño, Rebecca no sabía que iba a comenzar a desahogarse de esa manera. No sabía que de pronto necesitaría de forma desesperada un abrazo, el contacto de otro ser humano. Y tampoco que aquel impulso iba a ser tan intenso.
Pero la necesidad de Gabe y la confianza en que estaría a su lado no la sorprendieron en absoluto.
Aunque sí la necesidad que Gabe tenía también de su abrazo.
Oía su voz tranquilizadora, las palabras de consuelo que recitaba como una letanía, pero había algo en su voz tan crudo y doloroso como una herida abierta. Rebecca se preguntaba si Gabe sería consciente de que estaba herido. Tenía el rostro demacrado, los ojos profundos y oscuros como el ébano y la abrazaba con los brazos rígidos, en tensión.
De pronto, la presión de sus brazos cedió. La voz se le quebró para hundirse en el silencio. Y ya solo la película de su aliento separaba sus labios.
Rebecca necesitaba desesperadamente un abrazo. Necesitaba a Gabe. Pero en su mente no había nada relacionado con el sexo. Simplemente necesitaba desahogar el miedo y el estrés acumulados a lo largo del día.
Y al parecer, le ocurría lo mismo a Gabe.
Sus labios descendieron sobre la boca de Rebecca para tomarla con una estremecedora ternura que la sacudió de los pies a la cabeza. Aquel primer beso fue casi desesperantemente suave.
Los labios de Gabe eran flexibles, ardientes como las llamas que lamían los troncos del fuego en el hogar. Pero ningún fuego podía prenderse sin una fuente de calor. Y en ese preciso instante, Rebecca tuvo la certeza de que era ella la única fuente de calor de Gabe.
Gabe acariciaba su espalda como si quisiera pulir la piel que la seda del quimono ocultaba, como si no fuera capaz de dejar de tocarla. Y cuando de pronto alzó la cabeza, el deseo que Rebecca descubrió en su mirada la dejó sin aliento.
Gabe no había sido consciente de que iba a besarla. Y Rebecca sospechaba que tampoco sabía que iban a hacer el amor.
Pero ella sí. Gabe dejo caer la cabeza nuevamente. Los besos se sucedían uno a otro, fundiéndose cada uno de ellos con el anterior. Rebecca buscó los botones de la camisa de Gabe. Y Gabe hundió las manos en la melena de Rebecca para continuar sosteniendo a la escritora contra él.
Quizá Gabe no supiera que estaba expresando su amor, pero ese era el sentimiento claro y profundo que le estaba comunicando. No por primera vez, Rebecca fue consciente de lo mucho que Gabe se parecía a su hermano. Gabe no era un hombre capaz de vivir para siempre encerrado. A veces tenía que liberar sus sentimientos. A veces, y a pesar del miedo de no encontrar a nadie al otro lado del abismo, había que correr riesgos para averiguarlo.
Rebecca le desató el botón del pantalón mientras él se ocupaba de deslizar el kimono lentamente por sus hombros hasta hacerlo caer al suelo con un silencioso susurro.
El fuego prendió en los ojos de Gabe cuando la vio desnuda. Su expresión se tornó grave, casi dura. La luz plateada acariciaba su piel mientras la hacía descender hasta la cama.
– Maldita sea -musitó, pero su voz ronca era como una caricia.
La caricia de un hombre que iba a despertar en ella una sensualidad salvaje como no tuviera cuidado. Aunque, realmente, ella no tenía el menor interés en ser cuidadosa. Rebecca pensó en la horrible violencia que había rodeado a Gabe durante la infancia. Y pensó en lo mucho que la había afectado verlo pegar a Wayne. Pensó en un hombre que estaba dispuesto a matar para protegerla aunque aquello evocara todo el dolor y los errores de su infancia. Gabe tenía sus propios miedos también. Tenía miedo de pertenecer a alguien. Miedo de añorar. Miedo de llegar a sentirse dependiente de algo.
Pues bien, lo quisiera o no, aquella noche, Gabe iba a pertenecerle a alguien.
Sus lenguas se enfrentaron a un duelo húmedo y tórrido. Rebecca deslizaba las yemas de los dedos por el cuello de Gabe, por sus hombros, por el áspero vello de su pecho. Él también la acariciaba. Y sus manos parecían recordar perfectamente sus heridas, porque las evitaba en todo momento. Y era extremadamente delicado. Pero el deseo palpitaba entre ellos a un ritmo creciente y Rebecca sentía la excitación de Gabe pesada y vibrante sobre su vientre.
Rebecca le quitó a toda velocidad los calzoncillos, arrancando con su impaciencia una risa de Gabe. Pero estaba riendo antes de tiempo, pensó Rebecca. Gabe todavía no había visto nada de lo que podía llegar a hacer una mujer impaciente, aunque no tardaría en demostrárselo. La colcha terminó en la alfombra. Las almohadas parecían volar. Las sábanas se arrugaban. Rebecca rodaba con él en todas las direcciones posibles, besaba cada rincón alcanzable por sus labios, lo acariciaba de todas las formas posibles, pero nada parecía aplacar la necesidad de amarlo.
La intensidad de su deseo estaba comenzando a asustarla. Aquello no se parecía a nada de lo que había leído en ningún manual sobre sexo. Y Gabe no se parecía a ninguno de los hombres que hasta entonces había conocido. Respondía fieramente a sus caricias, respondía explosivamente a todo lo que ella libremente le entregaba. El resto del universo parecía haber dejado de existir. Solo estaba Gabe, para ella, con ella.
– Espera -susurró Gabe.
– No -contestó Rebecca.
Pero Gabe solo quería unos segundos para desprenderse del resto de su ropa. Antes de volver con ella a la cama, sacó algo del bolsillo de su pantalón vaquero: un preservativo.
Al verlo, Rebecca sintió que algo se encogía en su interior. Quizá no de una forma consciente, pero en su corazón sabía que Gabe era el único hombre que deseaba como padre de sus hijos. Pero una segunda percepción siguió a la anterior. No podía protestar, no tenía nada que decir, porque conocía a Gabe. Ni siquiera en medio del fuego había perdido el sentido del honor y la responsabilidad, y proteger a una mujer formaba parte de lo que él era.
Rebecca tenía intención de hacer el amor con él, pero al parecer Gabe conocía muchas formas específicas de tortura. Con un dedo acariciante, comprobó si estaba lista para el amor y le adelantó brevemente lo que la esperaba. Rebecca le hizo bajar la cabeza para darle otro beso y lo rodeó con las piernas para hacerle saber que no estaba interesada en más preámbulos.
A los ojos de Gabe asomó una sonrisa traviesa mientras se acercaba íntimamente a ella, pero en el momento de la penetración, la sonrisa desapareció. Los músculos de su rostro parecieron tensarse. Ya no estaba de humor para los juegos. Y tampoco ella. Gabe la llenó lentamente, haciéndola consciente de lo vacía que había estado sin él.
– Te amo -susurró Rebecca.
Aquellas palabras escaparon de sus labios una y otra vez. La primera embestida los unió, y a partir de ese momento fue aumentando el ritmo y la velocidad de su fusión, inflamando el vínculo que se había establecido entre ellos. Con Gabe, Rebecca se sentía libre para ser salvaje, para ser sincera, para ser ella misma, como si no hubiera nada que necesitara ocultar. Y confesar su amor era parte irrevocable de aquel sentimiento. Y si Rebecca podía ofrecerle algún regalo a Gabe, quería que fuera el de hacerle sentir la misma libertad con ella.
Gabe pareció aceptar aquella ofrenda. Su piel se tornó húmeda y resbaladiza y sus ojos mostraban un maravillado asombro que se derramaba en infinitos besos y caricias. Comenzaron a galopar, disfrutando de aquel delicioso viaje al que ninguno de ellos quería poner fin. Pero de pronto algo sucedió. Al principio, Rebecca no reconoció que algo iba mal. Fue solo un instante en el que el ritmo de su galope cambió. Algo se transformó también en la expresión de Gabe, que tuvo que detenerse para respirar.
Él fue el primero en ser consciente de que el preservativo se había roto.