Capítulo 4

– Se fueron sin pagar el alquiler de los últimos dos meses. No debería haberme fiado de ellos. El chico, Wayne, o Dwayne, o algo parecido, tenía muy buen aspecto. Y Tammy era capaz de embaucar a cualquiera. Siempre vestía muy bien, tenía unos ojos preciosos. Por su forma de vestir, era lógico creerse lo que Tammy contaba. Según ella, estaban pasando un bache temporal. No tenían aspecto de vivir en este barrio.

Gabe interrumpió aquel largo monólogo. El propietario tenía el rostro de una comadreja, ojos brillantes y larga nariz, pero hablaba más que una cotorra.

– Así que esa Tammy Diller lo engañó. ¿Y cómo dice que se llamaba su novio? ¿Dwayne o Wayne?

– No se lo puedo decir con seguridad. Era ella la que me pagaba, y en efectivo además, de modo que no le presté a él mucha atención. De todas formas, no me gustaba mucho su novio, eso sí que se lo puedo decir. Sonreía demasiado. Si quiere saber mi opinión, uno no debe fiarse nunca de un hombre que sonríe constantemente.

– ¿Cuándo los vio por última vez?

– Hace unas dos semanas. Yo procuro cuidar del edificio, pero eso no quiere decir que venga todos los días. Si vienes demasiado, los inquilinos te acosan en cuanto sale la más mínima gotera…

– Estoy seguro -respondió Gabe en tono consolador-. Entonces dice que no los ha visto desde hace dos semanas… Y supongo que no tiene la menor idea de adonde han podido ir, claro.

– Si supiera dónde están, habría ido a buscarlos para que me pagaran. Tampoco sus vecinos parecen saber nada. Aunque claro, en este barrio a la gente no le gusta hablar demasiado.

Evidentemente, el casero era la excepción a esa regla. Durante el tiempo que aquel hombre había estado proporcionándole información sobre Tammy Diller, Gabe había sido capaz de dominar su impaciencia, pero aquello cambió bruscamente. Instintivamente, buscó con la mano tras él esperando contactar con el cuerpo de Rebecca. Pero no encontró a nadie.

Volvió la cabeza. Una milésima de segundo antes, Rebecca estaba a su lado, al alcance de su mano. En aquel momento había desaparecido.

En cuanto se quedara a solas con ella, pensaba matarla. Preferiblemente mediante un método artesanal. Quizá la estrangulara con sus propias manos. Si alguien iba a hacerle algún daño, prefería ser él el primero. Y eso significaba que tendría que mantenerla a salvo hasta que pudiera disfrutar de aquel privilegio. Y en aquel barrio, eso significaba no perderla de vista en ningún momento.


Gabe escapó al sociable casero y, una vez fuera del edificio, lo recibió una tarde calurosa en la que no corría una gota de aire. Se detuvo durante diez segundos y escrutó la calle con la mirada, buscando el destello de una melena pelirroja. Una prostituta vestida con una minifalda de cuero abordaba a sus posibles clientes en la esquina más alejada de la calle. Un vendedor de drogas trabajaba a unos veinte metros de Gabe. De pronto, pasó por delante del detective un adolescente larguirucho corriendo a toda velocidad mientras apretaba contra su pecho una revista de mujeres desnudas; tras él, corría gritando el anciano vendedor del quiosco.

Cuando Gabe había llegado de Minnessota la tarde anterior, sabía exactamente el tipo de barrio con el que iba a encontrarse. De modo que esperaba todas y cada una de las cosas que había encontrado al salir del coche: excepto a Rebecca rodeada por media docena de pandilleros. Aquella imagen se repetía en su cerebro, aumentando peligrosamente la presión de su sangre.

Si Rebecca se había visto envuelta en más problemas, tendría que matarla definitivamente. Y, maldita fuera, más le valía que no le hubieran hecho ningún daño. ¿Pero dónde demonios había podido ir…?

Allí. Gabe descubrió su cabeza inclinada y su melena resplandeciendo bajo la luz del sol. Durante unos segundos, un musculoso ciudadano negro de cerca de dos metros de altura con el pelo rapado y los hombros cubiertos de tatuajes le había impedido su visión. Al parecer, Rebecca estaba hablando con él. Y de buen grado, como si estuviera manteniendo una conversación con un viejo amigo.

Desde donde él estaba, Gabe pudo ver que el hombre llevaba una navaja en el bolsillo trasero. Cuando Rebecca cambió de postura, Gabe tuvo una clara visión de su hermosa melena, del vendaje que llevaba en la frente, de su ajustado vestido de seda y de la cadena de oro que brillaba en su cuello. El hombre también volvió la cabeza y Gabe pudo ver la cicatriz que cruzaba su rostro justo en el momento en el que estaba levantando la mano hacia Rebecca.

Gabe no tuvo tiempo ni de soltar una maldición. Se movió a toda velocidad. Había tanta gente en la calle que no pudo correr directamente hacia ellos, pero los vecinos se apartaban en cuanto veían su expresión.

Con los pulmones ardiéndole por el esfuerzo y la adrenalina corriendo a toda velocidad por sus venas, se colocó detrás del tipo y le quitó la navaja instintivamente. El hombre se volvió y soltó un indignado:

– ¡Eh!

Cuando Rebecca vio a Gabe, su respuesta fue un espontáneo:

– ¡Gabe! ¿Sabes una cosa? -le preguntó en un tono más ingenuo que el de la mismísima Pollyana.

En cuestión de segundos, Gabe comprendió que aquel hombre no había levantado la mano para hacerle ningún daño a Rebecca, sino para apartarla. Dejó que el tipo se alejara e intentó tranquilizarse. Aquella mujer no reconocería el peligro aunque estuviera mordiéndole el trasero, pero por razones que estaban más allá de toda lógica, y sobre todo en aquel barrio, no se encontraba en una situación de peligro. Rebecca le explicó que aquel era Snark, Snark conocía a Tammy y lo último que había oído sobre ella era que había ido a Las Vegas para hacer algún negocio.

Snark miró a Gabe con la misma amabilidad con la que lo habría mirado una cobra; sabía los motivos por los que el detective le había quitado la navaja, pero no hubo nada en su actitud que pareciera amenazar a Rebecca. Snark pareció serenarse. Y también lo hizo Gabe. Por lo menos al cabo de un rato.

Y al cabo de un rato, el nuevo amigo de Rebecca se alejó calle abajo a grandes zancadas, dejando a Gabe solo con aquella mujer de ojos chispeantes.

– Bueno, aunque no los hayamos encontrado, por lo menos ahora sabemos a donde ha ido Tammy. ¿Tu has conseguido alguna información?

– No -respondió Gabe cortante.

– Bueno… -Rebecca parecía querer mostrarse compasiva-, a veces a las mujeres nos resulta más fácil hacer hablar a alguien. Es una suerte que haya venido, ¿verdad?

Rebecca había conseguido una información que él no tenía. Y, por supuesto, no se le ocurría pensar que sus técnicas de investigación podían entrañar un peligro de muerte o algo peor. Gabe la agarró del codo. Con aquella indumentaria, Rebecca llamaría la atención de cualquier hombre que hubiera en tres manzanas a la redonda, y aquella maldita mujer tampoco parecía ser consciente de ello.

– ¿Dónde has dejado el coche?

– A dos manzanas de aquí -respondió vagamente y señaló con la mano izquierda.

Gabe advirtió que no apartaba el brazo, aunque sus mejillas acababan de cubrirse de un curioso rubor.

– Te acompañaré hasta allí -su tono no admitía discusión-. ¿Y dónde te alojas?

– Todavía no he reservado habitación en ningún hotel. Lo único que he tenido tiempo de hacer ha sido reservar un billete de avión esta mañana y viajar hasta aquí. Pensé que ya tendría tiempo de preocuparme del alojamiento cuando llegara.

Gabe sospechaba que la palabra «preocupación» era una vasta exageración por parte de la escritora. Rebecca no se preocuparía aunque tuviera que dormir en medio de un nido de víboras. Gabe se repitió por décima vez que ella no tenía la culpa de haber nacido en un entorno tan seguro como el suyo. Pero intentar mantener a salvo a una idealista sin remedio era un auténtico desafío.

– ¿Conoces la ciudad?

– He estado en Los Ángeles una docena de veces – se interrumpió-. Aunque no precisamente por esta zona. Pero tengo un plano.

– Aja. En ese caso, sígueme en el coche hasta que encuentre un lugar en el que pasar la noche.


El Shelton Arms no era el Ritz, pensó Rebecca, pero disponía de todas las comodidades que un hombre podía desear. Y la cena que les llevó el servicio de habitaciones era digna de un estibador. La butaca en la que estaba sentada era suficientemente grande como para que pudiera acurrucarse e incluso dormir en ella y la habitación estaba decorada en una variada gama de azules.

Rebecca se terminó las costillas, una montaña de patatas asadas y ensalada y levantó la tapa de la fuente de Gabe.

– Si no quieres esa costilla… -le advirtió.

– Ya voy, ya voy…

– Estabas tan concentrado que he pensado que si te la quitaba ni siquiera te darías cuenta -mucho antes de que hubiera llegado el servicio de habitaciones, Gabe se había sentado en la mesa frente a su ordenador portátil-. ¿Y bien? ¿Has averiguado ya si nuestra querida Tammy ha dejado alguna pista en Las Vegas?

– Sí, aquí está. Aparecen todos los cargos de sus tarjetas. Su novio no aparece por ninguna parte, así que no sé si estará con ella. Aunque quizá él se haya quedado sin crédito mucho antes que Tammy. Sospecho además que Tammy Diller es un nombre inventado, porque su tarjeta de crédito es bastante nueva. Cuando a uno se le secan sus fuentes financieras, es la mejor manera de reactivarlas.

– Y un nombre falso hace mucho más difícil seguirle el rastro. Pero, a través de las cuentas que ha cargado a su tarjeta, ¿es posible saber dónde se aloja?

– Sí -pero en vez de decírselo, se acercó a una silla y se encogió de hombros antes de comenzar a cenar-. ¿De verdad te has comido toda la fuente de comida?

– Mi teoría sobre el colesterol es que si se va a hacer algo malo, lo mejor es hacerlo hasta hartarse.

– Pero ahora no vas a poder comerte el helado – predijo.

– Ah, Gabe, es evidente que no me conoces, Querido Gabe, no hay absolutamente nada, ni un tornado, ni una guerra mundial, nada que pueda interponerse entre Rebecca Fortune y un helado de chocolate -hacía tiempo que se había quitado los zapatos y en aquel momento se acurrucó en la silla con el helado y la cuchara.

Gabe se dispuso a cenar. Devoró la primera costilla con la misma rapidez y eficiencia con la que lo hacía todo. No perdió el tiempo en saborearla. Para él comer parecía ser solo una necesidad biológica. De la misma forma que un trabajo era un trabajo.

Incluso mientras devoraba la cena, mantenía la mirada fija en Rebecca. Esta se dijo que quizá estuviera un poco tenso temiendo que pudiera tirar una lámpara al moverse en caso de que no la vigilara, aunque no hubiera cerca de ella ninguna. La habitación de Rebecca estaba al lado de la de Gabe. Este último la había instalado en el mismo hotel en el que él se alojaba, había pedido específicamente una habitación que estuviera en el mismo piso que la suya y después había sugerido que cenaran juntos en su habitación. Si se hubiera tratado de cualquier otro hombre, Rebecca habría pensado que quería sacar algo de aquella situación.

Gabe elevó los ojos al cielo mientras Rebecca se llevaba otra cucharada de helado a la boca y pensaba: no, si Gabe recordara siquiera el beso que habían compartido y que había estado a punto de llevarlos a una combustión espontánea, ni siquiera lo demostraba. De hecho, la trataba como si fuera una latosa adolescente… con rubéola.

Cuando Gabe terminó de cenar, se acercó al minibar que había al lado de la cama, lo abrió y sacó una botellita de whisky.

– ¿Quieres una copa?

– Me encantaría tomar una copa de vino, si hubiera -admitió.

– ¿Vino? ¿Después del helado?

– Tengo un estómago de hierro. Además, me temo que si me tomo un café me pasaré toda la noche despierta. Pero tampoco pasa nada si no hay vino…

– Claro que hay -Gabe hurgó entre las botellas del minibar y sacó una botella de vino suficientemente grande como para llenar dos copas-, pero no tengo la menor idea de sí será o no bueno.

– No importa. Procediendo de la familia Fortune, cualquiera creería que reconozco la diferencia entre un vino peleón y otro de calidad, pero la verdad es que el único efecto que tiene en mí el alcohol es ayudarme a dormir -admitió con ironía-. Gabe, ¿tú crees que hay alguna relación entre Mónica Malone y Tammy?

– Hasta el momento, no hemos encontrado ninguna. Mónica siempre ha hecho lo imposible por conseguir todo lo que quería, mediante métodos legales o ilegales, de modo que su relación con esa mujer puede significar algo importante. Pero admito que lo que más me intriga es si esa relación tiene también algo que ver con tu familia.

Rebecca pestañeó con extrañeza.

– ¿Te parece probable?

– Creo que el único hilo permanente en la vida de Mónica fue su larga venganza personal contra tu familia. Estuvo obsesionada con tu padre durante años, hasta el punto de secuestrar a su hijo cuando vio que ella no podría tener sus propios hijos. Mónica estaba detrás del robo de la fórmula del secreto de la juventud, sabemos que contrató a un hombre para que entrara al laboratorio, y también que estuvo activamente involucrada con el acosador que estuvo persiguiendo a Allie. Al parecer, su neurótica obsesión por tu familia no tenía límites.

– Después tu hermano es acusado de asesinato – continuó-, y de pronto surge el nombre de esta mujer… Son demasiadas coincidencias. Pero, hasta el momento, no sé qué relación puede haber. Por la información que he encontrado, supongo que Tammy es una mujer acostumbrada a vivir al límite. Su nombre no aparece en ninguna parte; no tiene ni un empleo fijo ni una dirección estable y parece moverse con repentinos flujos de dinero. A partir de su curriculum, tengo la sensación de que es una verdadera artista de la estafa.


– Sí, tiene sentido. Sobre todo considerando el contenido de esa carta. Había algo que molestaba a Mónica profundamente. A lo mejor esa Tammy estaba intentando chantajearla. Y, maldita sea, hay algo en su nombre que me resulta familiar, pero no soy capaz de recordar lo que es.

– Bueno, tenemos a todo un equipo de detectives investigando a Tammy Diller en Minneapolis. Al final, su pasado saldrá a la luz. Los secretos no pueden permanecer enterrados eternamente, especialmente si son secretos oscuros. Simplemente es cuestión de tiempo que consigamos más información.

Pero el tiempo era precisamente lo que no les sobraba, pensó Rebecca. Dejó el envase del helado vacío sobre la bandeja y se acurrucó en la silla con la copa de vino en la mano.

– Entonces, ¿cuándo vamos a ir a Las Vegas?

– Tú no vas a ir a ninguna parte, pequeña.

– ¡Eh! ¿No he sido yo la que ha encontrado la pista que nos ha traído hasta Tammy? ¿Y no he sido yo la que ha descubierto que estaba en Las Vegas? ¿Qué pasa? ¿Todavía no te has dado cuenta de que estoy siendo muy útil? Además, monada, puedo viajar perfectamente sola. Pero me parece una tontería que no formemos un equipo cuando ambos estamos intentando localizar la misma información.

Gabe se sirvió un vaso de whisky y lo vació con los ojos fijos en el rostro de Rebecca.

– Es posible que esa tal Tammy no tenga el récord de criminalidad del estado, pero todo lo que hemos descubierto hasta ahora indica que solo ha sido una cuestión de suerte que no haya terminado en la cárcel, pelirroja.

– ¿Y? En realidad para mí eso es una buena noticia, puesto que significa que cada vez hay más posibilidades de que haya sido ella la que mató a Mónica.

– La cuestión es -dijo Gabe con un tono de excesiva paciencia-, que quiero que vuelvas a casa. Entre otras cosas porque, si existe la más mínima posibilidad de que Tammy Diller haya estado involucrada en el asesinato de Mónica, no creo que le haga mucha gracia que haya gente dedicándose a investigar su pasado. De modo que lo mejor que puedes hacer es regresar a tu casa y concentrarte en tus novelas y en los bebés.

– Y lo haría encantada… si mi hermano no estuviera en la cárcel -dejó lentamente la copa de vino sobre la mesa.

Llevaba ya tiempo esperando aquella regañina. Entre otras cosas porque imaginaba que Gabe nunca la habría invitado a cenar, y menos a solas en su dormitorio, si no se hubiera visto obligado a mantener una conversación con ella. Pero Rebecca se esforzó en explicarle una vez más lo que sentía.


– Gabe, esta tarde he pasado un miedo mortal. Estaba aterrada ante todo lo que veía en la calle Randolph. Snark me daba mucho miedo y, aunque todo haya salido bien, te aseguro que me he alegrado muchísimo cuando te he visto aparecer. De alguna manera, tenía la sensación de que todo esto me sobrepasaba.

– Maldita sea, pelirroja. Eso es precisamente lo que estoy intentando decirte.

Rebecca asintió lentamente y continuó:

– Pero Jake es mi hermano; es mi familia. Y no me importa lo que tenga que hacer ni el miedo que tenga que pasar para ayudarlo. Hasta que no demuestre su inocencia, nada va a impedir que intente ayudarlo.

Gabe la escuchaba, pensó Rebecca, pero no parecía comprenderla. Una extraña sensación se apoderó de su corazón mientras lo estudiaba detenidamente. Gabe le importaba. Lo apreciaba de una forma muy personal que no tenía nada que ver ni con su hermano ni con la extraña pareja en la que aquella investigación los había convertido. Aunque si no hubiera sido por ella, por supuesto, no habría tenido la menor oportunidad de conocerlo.

Estaba cansado, comprendió Rebecca. Sus ojos oscuros parecían casi negros cuando estaba agotado. Aquella era la primera vez que lo veía casi relajado, repantigado en la silla, con el pelo revuelto y una sombra de barba en el rostro. Pero incluso cuando se permitía dejarse llevar por el cansancio, su mandíbula conservaba el gesto de cabezonería y era evidente que estaba intentando encontrar un nuevo argumento para convencerla de que lo mejor que podía hacer era marcharse. Rebecca decidió emplear otra táctica, que, además, le permitía entregarse a sus ansias de saber algo más sobre él.

– Gabe, ¿tú tienes algún hermano? ¿O algún familiar por el que puedas sentir algo parecido?

– Tengo familia, sí, pero crecí en un mundo muy diferente al tuyo. Yo nací en los barrios bajos de Nueva Orleans. Mis padres se peleaban como pit bulls y el mayor de mis hermanos emprendió el camino del delito. El siguiente se marchó de casa en cuanto tuvo oportunidad y jamás volvió. Y yo escapé de aquel ambiente alistándome al ejército. Por lo que yo vi durante mi infancia, la gente que dice quererse es capaz de montar escenas más sangrientas que cualquier ejército, y eso te lo dice alguien que ha estado en unas cuantas guerras. Así que no, no tengo ningún familiar por el que sentir algo parecido.

– Lo siento -susurró Rebecca.

Gabe la miró sorprendido por su respuesta.

– No hay nada que sentir.

Pero Rebecca pensaba que sí lo había. Ella sacaba a menudo el tema de los bebés porque era una forma muy previsible de irritar a Gabe. Desde el primer momento, habían bromeado y discutido sobre sus formas enfrentadas de ver la vida: el idealismo de Rebecca contra el pragmatismo de Gabe. Reírse de Gabe por su actitud cínica le había parecido divertido… hasta que se había enterado de cómo había sido su infancia. Una infancia que parecía solitaria, dura y carente por completo de amor.

Rebecca siempre había creído en el amor, la familia y los hijos y sí, incluso creía en la bondad del ser humano. Nunca había pensado que sus valores pudieran considerarse altruistas o idealistas, simplemente, creía que eran lo único que realmente importaba. Y no podía menos que compadecer a Gabe por haberse visto privado de ellos.

– ¿Y ahora por qué me miras así? -le preguntó Gabe con recelo.

– Por nada. Solo estaba preguntándome si en todo este tiempo habrías encontrado a alguien a quien querer.

– He encontrado muchas personas a las que querer, pequeña. Pero nunca he creído en ese amor romántico que supuestamente dura para siempre. La vida me ha tratado condenadamente bien. Nunca he necesitado aferrarme a la ilusión de mejorarla -frunció el ceño bruscamente, como si estuviera confundido por el rumbo que había tomado la conversación-. Volvamos al tema de tu vuelta a casa.

Rebeca se estiró en la silla y se levantó. El efecto de un día muy largo y de una cena copiosa la golpeó con la fuerza de un sedante. Solo había dormido unas cuantas horas durante los últimos dos días y las heridas y la tensión estaban empezando a hacerle sentirse tan maltrecha como un perro apaleado.

– Gabe, lo siento, no te enfades, pero no pienso ir mañana a ninguna parte. Además, en cuanto apoye la cabeza en la almohada, pienso quedarme en estado de coma durante doce horas por lo menos.

Gabe se levantó de la silla tan rápidamente que Rebecca sospechó que estaba deseando poner fin a aquella conversación.

– Lo de dormir me parece una buena idea. Tienes aspecto de estar destrozada.

– Por favor, creo que no podría soportar un cumplido más.

Gabe esbozó una inesperada sonrisa.

– No pretendía ofenderte…

Rebecca lo corrigió secamente.

– Tú siempre estás ofendiéndome… Y eso me afecta.

– Bueno, el caso es que pareces cansada. Y creo que lo único que te ha afectado ha sido esa copa de vino. Por cierto, ¿dónde están los zapatos? ¿Y dónde has dejado la llave de tu habitación?

– Deben de estar por ahí -miró a su alrededor, pero en vez de en la habitación, terminó fijando la mirada en su rostro.

De alguna manera, hasta entonces había interpretado la profundidad de sus ojos oscuros como un reflejo de su frialdad y no como expresión de soledad. Gabe creía en el honor, en la responsabilidad y en el deber. Incluso cuando estaba cansado, su postura era contenida, formal, tan rígida como la de un soldado; su actitud mostraba los valores que había encontrado en la vida para sostenerse. Sí, había encontrado valores, pero a Rebecca le parecía que no había conocido el amor.


Rebecca pretendía agacharse a recoger sus zapatos, pero, de alguna manera, descubrió que sus brazos, en vez de bajar, se alzaban hacia Gabe. Como este tenía ya la llave en la mano y estaba tendiéndosela, físicamente estaban muy cerca. Lo suficiente como para abrazarlo. Y el impulso de abrazarlo fue de pronto irresistible. Su corazón comenzó a concebir toda una serie de excusas. Rebecca odiaba imaginarse a Gabe durante la infancia, atrapado en un entorno violento, enfrentado a la rabia y a la soledad. Y aunque la irritara hasta la locura con aquel machismo que lo inducía a proteger a cualquier mujer que se cruzara en su camino, había estado a su lado durante los últimos días y…

Bueno, maldita fuera. Ninguna de esas razones era más que una excusa. Rebecca necesitaba abrazarlo. Y no había nada más complicado que esa simple necesidad.

Dos segundos después, le estaba rodeando el cuello con los brazos y el aire acondicionado de la habitación parecía sufrir una seria avería. La temperatura se elevó por lo menos treinta grados. Ni siquiera en los trópicos podía haber más calor que el que se había generado espontáneamente entre ellos. Porque era imposible que lo hubiera generado ella sola cuando lo único que había pretendido había sido darle un impulsivo e inocente abrazo.

Cuando la boca de Gabe descendió sobre los labios de Rebecca, se fundió con ellos, todos los pensamientos inocentes de la escritora se hicieron añicos. Porque nada inocente podía ser tan divertido. Y tan peligroso.

Rebecca no estaba del todo segura de cómo aquel abrazo había terminado convertido en un beso. Definitivamente, le iba a resultar imposible analizarlo. Lo único que sabía era que Gabe sabía a whisky, que el sabor de su boca no era un sabor dulce, sino un sabor punzante, intenso. Rebecca saboreó la boca de un hombre hambriento. Saboreó la boca de un hombre que estaba intentando advertirla de manera explícita de que un hombre adulto jamás apostaba solamente por algo tan inocente como un beso… y que ella era demasiado adulta como para estar tentando a un tigre sin ser consciente de lo que estaba haciendo.

Pero Rebecca no lo estaba tentando. Quizá debería haber recordado la peligrosa sensación de su primer abrazo. Pero en aquella ocasión todo era diferente. Posiblemente, nadie había besado a aquel tigre en particular desde hacía mucho tiempo; por lo menos con el cariño y la emoción que Rebecca estaba depositando en aquel beso, porque Gabe parecía a punto de explotar. Y no con brusquedad. Sino en respuesta a aquel deseo.

Deslizaba las manos por la espalda de Rebecca, estrechándola contra él, acariciándola, dejando que resbalaran por la seda del vestido como si quisiera que estuviera mucho más cerca de él. Los pequeños senos de Rebecca se aplastaban contra el musculoso pecho de Gabe, moldeándose contra sus contornos. Gabe olía a sol, a viento y en su cercanía se diluían todas las ilusiones que hasta entonces Rebecca había concebido sobre los hombres. Gabe no se parecía a ningún hombre de los que hasta entonces había conocido. Y lo que estaba sintiendo por él no se parecía a nada de lo que había experimentado a lo largo de su vida.


Rebecca jamás había tenido un átomo de sumisión en todo su cuerpo, pero aquella sensación de rendición no tenía nada que ver con la sumisión. Era más parecida a una sensación de pertenencia, como si sus huesos quisieran licuarse para fundirse con Gabe, como si toda la fuerza que valoraba en sí misma como mujer perdiera importancia cuando estaba con él.

Gabe alzó la mano y la hundió en su pelo. Rebecca saboreó su lengua. El cuello comenzaba a dolerle por la presión de los besos de Gabe, pero la lengua del detective le parecía un terciopelo húmedo, íntimo, que buscaba y atesoraba los rincones secretos de su boca. Oyó gotear un grifo. Y a pesar de tener los ojos semicerrados, vio las luces de la ciudad a través de la rendija de las cortinas. Y sintió la excitación de Gabe, palpitante, creciendo viva y ardiente contra su vientre.

No quería respirar. No podía. Aquello no estaba mal. Durante toda su vida, había confiado en lo que le decía su intuición por encima de lo que pudieran demostrarle los hechos. El calor se hacía cada vez más ardiente y con él crecía un deseo tan poderoso que apenas estaba preparada para comprenderlo, pero el intenso latir de su corazón continuaba manteniendo la loca promesa de que aquello estaba bien, de que incluso admitiendo su miedo, estaba bien que estuviera con él.

Las manos de Gabe vagaban por su cuerpo, acariciándolo y descubriendo sus contornos a través de la seda. Estrechó las manos contra su trasero y la estrechó contra él, haciendo la caricia más íntima, más sensual, más…

Rebecca aulló. Indudablemente, sobresaltándose más ella de lo que lo asustó a él. Desde luego, el grito no estaba destinado a poner reparo alguno a la rapidez con la que estaba extendiéndose aquel fuego, escapando por completo a su control. El problema era que tenía una vergonzante y enorme herida en el trasero, producto de su irrupción en casa de Mónica. Gabe retrocedió bruscamente.

– ¿Te he hecho daño?

– No. Bueno, sí. Pero no por lo que estás pensando -había tantas sensaciones lujuriosas circulando en su mente que no parecía capaz de decir nada coherente-. Estoy bien, pero es que me has rozado involuntariamente un moretón.

– Te aseguro que he rozado mucho más que un moretón deliberadamente -y dejó caer las manos más rápido que si acabaran de pasarle una patata caliente. Tenía la voz ronca, respiraba con dificultad y la mirada de sus ojos era puro fuego-. Maldita sea, Rebecca.

– Maldita sea, Gabe -repitió Rebecca. Pero su voz era muy dulce. Quería hacerle sonreír-. Besas endiabladamente bien, muchachito. Yo no tengo la culpa de que me gusten tus besos.

– No te estoy culpando de nada. Ni tú ni yo pretendíamos la química que ha surgido entre nosotros. Pero creo que los dos sabemos que permitir que esto vaya a más, o vuelva a suceder otra vez, no sería una buena idea.

– Digamos que no tenemos muchas cosas en común.


– Nos parecemos tanto como una mariposa y una roca -rápidamente, volvió a localizar la llave de la habitación, se la colocó a Rebecca en una mano y le puso los zapatos en la otra-.Te acompañaré a tu habitación -le dijo cortante.

Se dirigió con ella hacia la habitación y la vio entrar sin decir nada y frunciendo el ceño, como si quisiera advertirle que no se le ocurriera volver a probar nada. Una vez en el interior de su habitación, Rebecca tiró las llaves y los zapatos a la cama, se apoyó en la puerta cerrada y dejó escapar un enorme y agitado suspiro.

Gabe tenía razón, en realidad no tenían nada en común. Las razones de Gabe para estar en contra de la familia le habían quedado muy claras, pero el hecho de que comprendiera su pasado no cambiaba nada. Ella quería tener hijos. Quería formar una familia. Quería un amor verdadero y no tenía ningún sentido involucrarse sentimentalmente con un hombre que no valoraba la familia y el compromiso como ella lo hacía.

Pero su cuerpo todavía temblaba, todavía estaba vivo, despierto, enaltecido por aquellos besos salvajemente sensuales que había compartido con Gabe. El pulso corría acelerado por sus venas y tenía la sensación de que las rodillas se le habían convertido en gelatina.

Quizá fuera solo sexo. A lo mejor estaba tan impactada porque ningún hombre había alterado hasta ese punto sus hormonas. Y Gabe insistía en ser brutalmente sincero con ella. Había dejado muy claro que era un hombre con el que no debería involucrarse sentimentalmente.

Pero eso no quería decir que aquellos sentimientos tan salvajes y maravillosos desaparecieran. Y hasta que hubieran conseguido demostrar la inocencia de su hermano, iba a ser inevitable. Rebecca no podía recordar haberse sentido nunca tan perdida o insegura. Y sabía que corría el peligro real de perder la cabeza por Gabe a menos que tuviera mucho, mucho cuidado.

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