Capítulo 12

Cuando su secretaria la localizó en el laboratorio, Kate Fortune acababa de dar por finalizada una reunión con dos de los químicos que trabajaban para ella. Estaba de un humor exultante: por fin se habían resuelto con éxito las últimas pruebas para la obtención de la fórmula del secreto de la juventud. Y cuando su secretaria le comunicó que Gabe Devereax estaba en el vestíbulo, se mostró encantada de poder tomarse un descanso.

– ¡Qué sorpresa! -exclamó al encontrarse con Gabe en el vestíbulo-. No puedo creer que no hayas subido directamente a mi despacho. Deberías saber que no necesitas andarte con ceremoniales conmigo.

– No estaba seguro de sí debía o no seguir el protocolo ahora que ya no trabajo para ti.

– Déjate de protocolos. Te he echado de menos, Gabe.

– Vaya, eso sí que es un alivio. Había muchas posibilidades de que sintieras exactamente lo contrario. Siempre que he tenido que estar cerca de ti ha sido por culpa de algún secuestro, intento de sabotaje o asesinato.

Kate advirtió el humor de su voz y reconoció su irónica sonrisa. Pero había algo diferente en su mirada. Intentando averiguar lo que era, lo condujo hacia su ascensor privado.

– Admito que me encantaría pasar una larga temporada sin problemas, pero echo de menos hablar de vez en cuando contigo. Y también Sterling.

Kate era consciente de que su voz se suavizaba cada vez que mencionaba al que durante largos años había sido abogado y amigo de la familia. Uno de aquellos días, probablemente necesitaría comunicarle a su familia la profundidad de sus sentimientos hacia el abogado.

– Todavía no me has dicho por qué has venido – dijo mientras hacía pasar a Gabe a su despacho-. Sé que no eres muy aficionado a la cháchara, pero no sé qué asunto podemos tener entre manos. Estoy segura de que no te dimos un cheque sin fondos -añadió con ironía.

– Oh, claro que no. De hecho, fue un cheque muy generoso, Kate.

– No fue en absoluto generoso. Soy una mujer extremadamente inteligente, querido. Jamás doy dinero a cambio de nada. Te ganaste cada penique.

Gabe ignoró aquel cumplido y, aunque entró en el despacho, Kate no pudo conseguir que se sentara. Permaneció tenso como un poste, con las manos hundidas en el bolsillo.

– Esta visita es por un asunto completamente personal. Quiero hablar contigo de tu hija.


– Humm. Algo me dice que no es precisamente de Lindsay de quien quieres hablarme -se acercó al carrito con el servicio de té que tenía siempre en su despacho-. ¿Te apetece un café, un té? ¿Algo más fuerte, quizá?

– Cuando te enteres de por qué he venido, no creo que quieras ofrecerme nada.

– Vaya, eso no parece presagiar nada bueno.

Pero en secreto, pensaba que sonaba más que interesante. La última vez que habían hablado, Kate había sentido la química que había entre Gabe y su hija pequeña. Kate había estado pensando mucho en ello desde entonces, pero no había querido sonsacarle ninguna información a su hija.

Típico de Gabe, decidió no andarse con rodeos.

– Llevo tres semanas intentando ponerme en contacto con tu hija. Cuando la llamo, me salta el contestador. Y si voy a buscarla, o no está en casa o está encerrada a cal y canto.

– Humm -Kate lo estudió con sus astutos ojos-. Bueno, todo el mundo sabe que Rebecca tiende a encerrarse como una ermitaña cuando está escribiendo, Gabe, pero si quieres que te ayude a ponerte en contacto con ella…

– Diablos no, ese no es tu problema, es el mío – Gabe se frotó la cara-. Kate, es posible que quieras enviarme de una patada a Siberia cuando oigas lo que tengo que decirte. No te va a gustar nada. Pero la alternativa es mantener la boca cerrada y ponerte en una posición en la que no tengas que preocuparte.

– Esto se pone cada vez más interesante -musitó Kate, pero dudaba que Gabe la hubiera oído. De hecho, dudaba que pudiera oír nada en aquel momento-. ¿Sabes? Si fuera más tarde, creo que te serviría un brandy.

– Quiero secuestrar a tu hija, Kate.

– Ah.

– Como ha estado evitándome como si yo tuviera una enfermedad contagiosa, no estoy seguro de que quiera venir voluntariamente conmigo. Y por eso voy a tener que secuestrarla.

– Eh… ¿y hay algún lugar en especial al que hayas decidido llevarla? -preguntó Kate, sin dejarse impresionar.

– No. Todavía no. Pero creo que lo mejor sería una isla desierta. No voy a pedirte permiso, Kate, y puedo imaginarme lo que estás pensando. Pero el único motivo por el que he venido a decírtelo es que no quiero que pienses que a tu hija le ha ocurrido algo terrible cuando desaparezca. Estará conmigo.

– Esto es como dejar caer una bomba en mi regazo. Quiero que sepas que estoy horrorizada -dijo Kate remilgada, pero inmediatamente añadió-: Si encuentras una isla suficientemente desierta, puedo poner uno de los yates de la familia a tu disposición.

– ¿Perdón?


– Acabo de ofrecerte uno de los yates de la familia. ¿O preferirías uno de los aviones?

Gabe no contestó. No habría parecido más asombrado si en ese momento hubiera entrado un elefante en el despacho.

Evidentemente, esperaba que Kate lo pusiera de patitas en la calle. Pero esta se limitó a servirle una copa de jerez. Era una bebida terriblemente cursi para alguien como el señor Devereax, pero Kate no tenía licores más fuertes en su despacho y Gabe parecía estar sufriendo alguna clase de choque emocional.

Y, sobre todo, no iba a ser capaz de hablar más claramente si no se relajaba. Y Kate no pensaba dejarlo marchar hasta que no supiera mucho más sobre Gabe y su hija de lo que hasta entonces había oído.


Gabe se fijó en los arces que adornaban el barrio de Rebecca. Los narcisos y los tulipanes destacaban en los lechos de flores. Y la hierba ya había adquirido aquel verde aterciopelado único de la primavera.

La primavera podía ser la estación del amor, pero el resto de los augurios no eran nada buenos. Por el oeste se acercaban enormes nubarrones negros que dejaban la tarde casi en penumbra. Cuando Gabe llegó a la casa de Rebecca, las calles estaban desiertas y los rayos cruzaban el cielo.

Gabe abrió la puerta del Morgan y, utilizando ambas manos, sacó la pierna izquierda del coche. La funda de velero le cubría la pierna desde la rodilla hasta el tobillo y la movilidad se hacía más difícil a causa del cabestrillo con el que llevaba sujeto el brazo izquierdo al pecho. Salió del coche lentamente y, al ver que Rebecca corría la cortina de la ventana principal, hizo una mueca de dolor y se frotó la mejilla derecha, que llevaba oculta bajo un vendaje.

De pronto se desató la lluvia. Una lluvia helada. Su sudadera no permanecería seca durante mucho tiempo y los vaqueros se los había tenido que cortar para poder ponerse la funda de velero. Aun así, no podía aumentar la velocidad de su paso.

La puerta de la casa estaba a diez largos metros de distancia. Una distancia más que suficiente para que Gabe repasara mentalmente la extraña conversación que había mantenido con Kate en su despacho.

Todavía no comprendía por qué Kate no se había puesto hecha una furia cuando le había hablado de su relación con su hija. Ni siquiera le había preguntado si había pensado en el matrimonio.

En cambio, le había servido una copa de aquella empalagosa crema de jerez y le había hablado del caos en el que había estado envuelta su familia desde hacía dos años.

– Todos mis hijos han sufrido alguna crisis personal en este tiempo. Además, tuvimos que enfrentarnos a serios problemas financieros en la empresa, como muy bien sabes, Gabe. Y, sin embargo, después de lo ocurrido, mis hijos parecen haber salido más fortalecidos, son ahora más felices. Con una sola excepción.

– Rebecca -había aventurado Gabe.

– Sí, Rebecca. He podido ayudar a todos mis hijos, excepto a Rebecca. Y también a ella quiero verla feliz. Quiero que siente la cabeza, que pueda ver su casa llena de esos hijos que tanto desea. Pero ninguno de los hombres que hasta ahora ha llamado a su puerta ha conseguido ponerla nerviosa. Hasta que has llegado tú.

Nerviosa.

Gabe dio otro paso hacia la puerta de Rebecca, pensando que la palabra «nerviosa» se había quedado clavada en su mente durante días. No sabía lo que Kate Fortune había intentado decirle. No sabía si eso significaba algo bueno sobre los sentimientos de Rebecca hacia él.

Pero fueran cuales fueran las consecuencias, había descubierto que no podía esperar ni un segundo más para averiguarlo.

Semanas atrás, cuando Jake había sido liberado, Gabe se había sentido aliviado al dar por terminado aquel trabajo y poder así alejarse de Rebecca. Como siempre, estaba deseando encontrarse con su soledad y con su propia libertad.

Después, habían llegado los síntomas de aquella extraña gripe: el vacío en las entrañas, el malestar, una tristeza que era incapaz de superar. La sensación de pérdida era tan grande que no podía ni comer ni dormir.

Se había obligado a recordar cientos de veces las peleas de sus padres, la tensión y los amargos silencios en su relación. Durante toda su vida, Gabe había decidido ser realista. El amor era real, pero no era algo que durara. Y si uno no creía en los cuentos de hadas, no tenía que enfrentarse después al dolor y a la desilusión. Y si uno conseguía ser autosuficiente, nunca necesitaría a nadie más.

Pero en algún momento, cuando estaba sufriendo los peores síntomas de aquella gripe, Gabe se había dado cuento de algo completamente extraño: los recuerdos de todas esas parejas peleándose y destrozándose la una a la otra podían estar motivados por su filosofía de solitario. Pero él había estado peleándose con Rebecca desde el principio. Y, de hecho, adoraba discutir con ella.

A esa desastrosa conclusión sentimental le habían seguido otras. Gabe sabía la cantidad de problemas en los que podía llegar a meterse aquella pelirroja. Y también que nadie era capaz de mantenerla a salvo.

Pero estaba bien que hubiera alguien en el mundo capaz de creer en príncipes azules. Alguien que creyera en la bondad del ser humano, en que el bien siempre vencía al mal y en que nada podía hacerle a uno ningún daño si hacía las cosas correctamente.

Y él quería que Rebecca tuviera la libertad para creer en todas esas cosas. Pero para que eso sucediera, alguien tendría que protegerla, sutilmente y con mucho cuidado. Alguien que comprendiera lo vulnerable y lo maravillosa que era. Alguien suficientemente fuerte para ponerla en su sitio de vez en cuando. Para poder darle todo el amor que ella daba. Alguien que comprendiera que Rebecca nunca soportaría que le pusieran límites, pero que realmente necesitara estar a su lado.

Y había sido entonces cuando Gabe se había dado cuenta de que no se le ocurría nadie que pudiera estar a su lado… salvo él.

Estaba enamorado de aquella mujer.

Tan intensamente enamorado que le dolía. Y entonces, una noche, se había despertado en medio de una pesadilla, imaginando a Rebecca con su hijo en su vientre. Su hijo. Aquella imagen lo había golpeado con la misma fuerza que una explosión nuclear, con un anhelo de ser padre que ni siquiera sabía que sentía. No un padre como el que él había tenido, sino un padre a su manera. Quería formar su propia familia.

Y el carácter de pesadilla de aquel sueño se debía a que sabía que, si Rebecca estaba embarazada, jamás se lo diría. Aquella pelirroja siempre había dejado muy claro que lo quería todo o nada. Ni remotamente iba a conformarse con menos. Y eso significaba que, a no ser que creyera posible todo el sensiblero futuro que ella imaginaba, jamás lo llamaría, ni a causa de un hijo ni por ninguna otra razón.

La cortina volvió a correrse. Y en aquella ocasión se abrió varios centímetros.

Gabe hizo otra mueca de dolor y dio otro par de agonizantes pasos hacia el porche. Y, milagro de los milagros, de pronto se abrió la puerta de par en par.

– ¡Gabe! He visto que algo se movía desde la ventana, pero al principio no sabía que eras tú. ¡Dios mío! ¿Qué demonios te ha pasado?

– Ha sido un pequeño accidente -confesó.

Por un momento, casi se olvidó de mostrarse dolorido. Solo quería embeberse de la visión de Rebecca.

– ¿Un pequeño accidente? Dios mío, Gabe.

– Es posible que necesite ayuda, pequeña, esa es la verdad -en cuanto llegó al voladizo del porche, se apoyó en la muleta-. Necesito un lugar en el que recuperarme, en el que poder descansar… y ya lo he encontrado. Pero no puedo conducir solo hasta allí, y mucho menos cargar con todas las provisiones que necesito. En cuanto me instale, podré arreglármelas solo. Pero si pudieras concederme esta tarde… -tomó aire-. Te necesito, pelirroja.

Su voz sonaba extraña, precipitada y cortante. Pero Gabe nunca había admitido necesitar a nadie y le resultaba difícil. Temía que Rebecca pensara que le estaba mintiendo, y era cierto que había ciertos detalles que incluían cierta dosis de mentirijillas. Pero lo de que la necesitaba era la mayor verdad que había dicho en toda su vida.

Rebecca indagó en sus ojos. Solo durante un par de segundos.

– Solo tengo que apagar el ordenador y agarrar un bolso -dijo rápidamente.

– Y los zapatos, pequeña.


Rebecca volvió con los zapatos puestos y, moviéndose a la velocidad de una bala, lo acompañó y lo instaló maternalmente en el asiento de pasajeros del Morgan. El plan era que lo llevara hasta su refugio, lo ayudara a instalarse, regresara en el coche y volviera a buscarlo al cabo de una semana. Gabe sabía condenadamente bien que era un plan completamente ilógico, pero quizá fuera una suerte que Rebecca fuera una escritora tan idealista e imaginativa. Porque pareció tragarse toda la historia.

Gabe tenía algunas cosas más que necesitaba que Rebecca aceptara para poder sacar adelante aquel plan. Le dio a Rebecca la dirección de su destino y una hora después estaban rodando por carreteras rurales. Pero Rebecca prestaba más atención a sus heridas y a su rostro que a la geografía.

Sin embargo, cuando pararon en un supermercado, se convirtió en un general. Permitió que Gabe entrara con ella y eligiera lo que quería, pero cargó ella con todas las bolsas. Al ver que Gabe no protestaba y respondía a todas sus indicaciones con mansa obediencia, posó la mano sobre su frente.

– ¿Estás seguro de que no tienes fiebre?

– ¿Crees que tengo fiebre porque estoy siendo amable?

– Hasta ahora nunca me habías obedecido, monada. Aunque, por supuesto, puede haber alguna otra razón por la que hayas dejado de ser tú mismo. ¿Estás tomando mucha medicación contra el dolor?

– Humm -fue lo único que contestó Gabe.

Las direcciones que tuvo que darle a partir de aquel momento fueron mucho más complicadas y, sumadas a los constantes errores de Gabe, podrían haber confundido a cualquier geógrafo.

Terminaron en una camino cubierto de hierba media hora después. Por fin habían llegado a su destino. Rebecca bajó del coche, con las manos en las caderas miró a su alrededor. La cabaña de cedro, de varios pisos, había sido construida en lo alto de una colina. La fachada principal tenía enormes puertas de cristal que conducían a una terraza desde la que se disfrutaba de las vistas de un gorgoteante arroyo que estallaba en miles de diamantes en la base de la colina.

– Es un lugar maravilloso, Gabe. ¿Lo has alquilado?

– Sí, durante una semana.

– No se me ocurre otro lugar mejor para descansar, pero está terriblemente aislado. No se ve otra casa en más de dos kilómetros a la redonda.

Rebecca fue a buscar las provisiones, le ordenó a Gabe que se limitara a descansar y fue a echar un vistazo por la casa. Cuando desapareció, Gabe permaneció esperándola con miles de mariposas borrachas en el estómago. Sabía lo que Rebecca iba a ver: los suelos de madera, la chimenea de piedra y los muebles rústicos y funcionales. Había un solo dormitorio, con una enorme cama de matrimonio y un tragaluz que ofrecía unas vistas espectaculares. No había nada superfluo en aquella casa, pero el baño contaba con una sauna de madera.

Cuando Rebecca regresó, continuaba con los brazos en jarras.

– Es preciosa, ¿pero no tiene teléfono?

– No, no tiene teléfono.

– Ni teléfono ni vecinos. ¿Y qué pasará si te caes? ¿O si necesitas ayuda para subir las escaleras? -pateó el suelo con el pie-. No sé si me gusta la idea de dejarte solo.

– Llevo arreglándomelas solo durante toda mi vida.

– Sí, pero no estando herido.

– Por lo menos tanto como lo estoy ahora -confirmó Gabe-. ¿Rebecca?

Rebecca volvió la cabeza. Gabe abrió la mano para mostrarle las llaves del coche y cuando Rebecca las estaba mirando, las lanzó al aire y las llaves aterrizaron en el arroyo.

Rebecca lo miró boquiabierta.

– ¡No puedo creer lo que acabas de hacer! ¿Es que te has vuelto loco? ¿En qué demonios estás pensando? Sin llaves del coche ninguno de nosotros podrá salir de aquí…

Mientras Rebecca lo observaba, Gabe tiró la muleta al suelo. Y, después de quitarse la venda de la sien, se quitó el cabestrillo y la espinillera de velero.

Rebecca no se movió. Y no apartó los ojos de él ni durante un solo segundo. Pero parecieron pasar un par de siglos hasta que consiguió decir algo.

Y Gabe imaginó que eran muchas las posibilidades de que lo matara.

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