Rebecca corría de tal manera por el pasillo que Gabe asumió lógicamente que la perseguía un ejército de monstruos, de diablos… o quizá un asesino. Y podía llevar retirado más de siete años de las Fuerzas Especiales, pero había algunas respuestas que eran instintivas en él. De modo que se abalanzó hacia Rebecca con intención de agarrarla, colocarla tras él y protegerla y se dispuso a enfrentarse a un serio peligro.
Estaba preparado para enfrentarse a cualquier cosa… excepto a que una estúpida mujer se arrojara a sus brazos. El abrazo fue tan exuberante como repentino. Y quizá Rebecca pretendiera besarle en la mejilla, pero el caso fue que sus labios se posaron prácticamente a la altura de su boca. Y fue como el impacto de una bala.
A Gabe le habían disparado en dos ocasiones. Aquella era una experiencia imposible de olvidar. Pero no le había dolido ninguna de las veces, al menos en el momento del impacto. Había sido algo así como una quemadura repentina, como un estallido de penetrante calor.
Pero las balas no tenían nada que ver con Rebecca. Gabe sabía que Rebecca era un problema. Y también que apartar las manos de ella era la única forma de evitarlo. Pero al principio la agarró porque su cerebro todavía estaba respondiendo a la amenaza de peligro. En un primer momento, la adrenalina corría por sus venas a la velocidad de la luz. Una milésima de segundo después, la oleada de adrenalina fue saboteada por el incontenible fluir de la testosterona.
El larguísimo pasillo estaba a oscuras y tan vacío que los latidos de su corazón parecían resonar en medio del silencio. Y fuera cual fuera el motivo por el que Rebecca lo había abrazado, de pronto, la escritora retrocedió. El terciopelo de sus ojos acarició los ojos de Gabe. La sonrisa que curvaba sus labios se suavizó. No dejó caer los brazos. No hizo nada de lo que habría hecho cualquier mujer en su sano juicio. Sino que se puso de puntillas y lo besó.
Rebecca sabía como el viento de la primavera y como la inocencia. Sabía como nada de lo que había habido en la vida de Gabe desde hacía mucho, mucho tiempo… Sabía como algo que Gabe jamás había deseado o echado de menos, maldita fuera. Al menos hasta ese momento. La boca de Rebecca era más suave que el trasero de un bebé, la fragancia de su piel era más saludable que el jabón de marfil y llevaba algo en la mano con lo que le rozó el cuello. ¿Un papel, quizá? Pero Rebecca hundió de pronto la otra mano en su pelo y dejó que sus pequeños senos se aplastaran contra su pecho. Y Gabe dejó de respirar.
De acuerdo, intentó decirse a sí mismo. No pasaba nada. Lo único que le estaba ocurriendo era un ligero exceso del flujo de testosterona. Solo era una cuestión de hormonas. Llevaba mucho tiempo célibe y, aunque Rebecca le resultara insoportable, tenía que reconocer que era indiscutiblemente femenina. Era lógico que el deseo se desbocara: era una simple cuestión de biología.
Aunque en aquel momento nada terminaba de parecerle simple. Sus dedos parecieron encontrar sin su ayuda el camino hacia la pelirroja melena de Rebecca. Una melena suave, sedosa… Y Rebecca abrió los labios al sentir la presión de su mano. Su lengua estaba húmeda, y era pequeña como un secreto. Y si aquella mujer sabía lo que significaba la palabra represión, no lo mostró en absoluto. Lo besó con abandono. Lo besó con una emoción sin mácula. Lo besó como si nunca hubiera montado en la montaña rusa y estuviera dejándose cautivar por aquella experiencia única.
Rebecca podía conseguir que cualquier hombre se hundiera en arenas movedizas… Si el hombre en cuestión se lo permitía.
Gabe liberó su boca e intentó llenar de oxígeno sus pulmones. A continuación probó un movimiento más inteligente, como apartar las manos del cuerpo de Rebecca y soltar un juramento.
Lo del juramento funcionó. Rebecca abrió los ojos, fijó en él la mirada como si lo estuviera viendo tras el velo de la niebla y dejó caer lentamente las manos. Parecieron pasar un año o dos hasta que musitó:
– Muy bien.
A Gabe no le gustó el tono que había empleado. Y tampoco confiaba en su forma de arquear la ceja.
– Si hubiera sabido que besabas así, monada, habría intentado que me lo demostraras antes -anunció.
Que Dios le diera fuerzas, rezó Gabe en silencio.
– Ha sido un accidente…
– Ya lo sé.
– No volverá a ocurrir.
– Lo asombroso es que haya ocurrido. Durante todo el tiempo que he pasado a tu lado, he estado completamente convencida de que tenías muchas más ganas de matarme que de besarme.
– Y es cierto. Pero si no vivieras apartada del mundo, habrías sido consciente de que la química también estaba allí. En el lugar del que yo vengo, a nadie se le ocurre despertar a un león dormido. Y ahora, y volviendo cientos de años atrás, asumo que tenías alguna razón para abrazarme.
– ¿Alguna razón? -pronunció la palabra como si no la entendiera.
Y, tratándose de Rebecca, era posible que no la entendiera. Durante un largo y terrible momento, sus ojos verdes permanecieron pegados en su rostro, estudiándolo y haciéndolo sentirse desagradablemente… desnudo. Pero de pronto Rebecca pestañeó y levantó bruscamente la mano.
– ¡Claro que tenía una razón! ¡Una razón espléndida! ¡No te vas a creer lo que he encontrado, Gabe!
Por lo menos aquello contribuyó a que dejaran de hablar del peliagudo asunto de la química que había entre ellos, pero tranquilizar a Rebecca cuando estaba tan excitada era más difícil que contener un rumor en Washington.
Gabe vio la carta, la leyó, fue conducido hasta el armario del dormitorio de Mónica en el que Rebecca la había encontrado. Pero, incluso después de haberlo hecho bajar al piso de abajo, Rebecca continuaba desbordando energía e intentando humillarlo.
– ¿No te dije que iba a encontrar algo? ¿No te lo dije?
– Ahora escucha, pequeña, estás albergando demasiadas esperanzas. En realidad esto no demuestra nada…
– Es una prueba de que puede haber más personas involucradas en el asesinato de Mónica. Y demuestra que, además de mi hermano, había otra persona enfrentada a Mónica en la época en la que esta fue asesinada.
Sí, Gabe también lo veía. Y lo irritaba que aquella escritora de novelas de misterio e irredenta soñadora hubiera encontrado la pista, especialmente cuando él había registrado de arriba a abajo la mansión en tres ocasiones y no había encontrado absolutamente nada.
Pero como Gabe no había nacido ayer, le quitó cuidadosamente la carta, la dobló y se la metió en el bolsillo. En ella aparecía la dirección de Tammy Diller en Los Ángeles, una dirección que seguramente Rebecca había visto, pero que, al menos eso esperaba, no podría recordar. En el fondo de su mente estaba comenzando a urdir planes. En cuanto llegara a casa, buscaría en la base de datos de su ordenador información sobre aquel nombre y aquella dirección. Si no aparecía nada, tendría que hacer los arreglos necesarios para viajar cuanto antes a Los Ángeles.
Pero antes tenía que deshacerse de Rebecca. Estaba más allá de su capacidad de comprensión que una mujer pudiera estar tan despejada a esas horas de la madrugada; especialmente una mujer que tenía el aspecto de haberse enfrentado ella sola a toda una pandilla de delincuentes en un callejón. Tenía el rostro tan blanco como el vestido de novia de una virgen y la herida que tenía en la frente se le estaba hinchando por debajo de la venda.
– No creías que fuera a encontrar nada, ¿verdad? Y tampoco me creíste cuando hace meses te dije que mi madre estaba viva. La lógica no siempre vale más que la intuición, muchachito. Los hombres y las mujeres piensan de manera diferente. Y aunque yo no hubiera leído una tonelada de libros relacionados con la resolución de crímenes, una mujer es capaz de sentir ciertas cosas que…
Cuando se detuvo para tomar aire, Gabe aprovechó para intervenir.
– Lo admito, has hecho un buen trabajo. Pero son las cuatro de la madrugada. Creo que ha llegado el momento de que pongamos fin a la noche.
– ¿Quieres decir que tenemos que volver a casa? – por la expresión de su rostro, la idea le resultaba tan atrayente como la rubéola.
– Estoy agotado y no quiero dejarte aquí sola. Ya has conseguido una buena pista y, en cuanto pueda descansar unas cuantas horas, empezaré a investigarla.
– Muy bien. Acepto que si estás cansado deberías irte a casa. Pero a mí me gustaría quedarme un poco más. A lo mejor Mónica tenía otros escondites como ese…
– Quizá los tuviera. Es como buscar una aguja en un pajar, teniendo en cuenta toda la gente que ha registrado esta casa. Y la carta es algo concreto con lo que puedo empezar a trabajar inmediatamente. Además, llevamos horas…
– Yo no estoy cansada -le aseguró Rebecca inmediatamente, levantando la barbilla con rebeldía.
Pero la barbilla de Gabe era más grande que la suya. Y su ceño tenía todo un historial de intimidaciones en el pasado.
– Claro que estás cansada. Tienes el aspecto de un gato perdedor después de la pelea y no me digas que no te están empezando a molestar las heridas. Estoy seguro de que el golpe que tienes en la frente te duele de forma insoportable. Ahora dime, ¿dónde tienes el coche?
Rebecca no se dejó intimidar en absoluto, pero por lo menos aquella pregunta le sirvió de distracción.
– A un kilómetro y medio de aquí, aproximadamente. Cerca de un grupo de nogales. Preferí aparcar lejos de la entrada principal para que nadie pudiera verme saltar la cerca…
– No quiero oír ni una palabra más sobre tu allanamiento de morada -Dios, aquella mujer iba a conseguir que se le llenara el pelo de canas. Hasta que la había conocido, se había considerado un hombre de aspecto relativamente joven, a pesar de sus treinta y ocho años-. Esté donde esté tu coche, me parece que lo has dejado demasiado lejos para volver andando hasta él. El mío está aparcado en frente de la puerta principal, así que te llevaré hasta allí. Y ahora dime, ¿dónde has dejado el jersey mojado?
– En la cocina -Rebecca bajó la mirada hacia el jersey que llevaba y se cerró bruscamente el escote. Solo el cielo sabía por qué. A esas alturas, Gabe ya le había visto el sujetador y cada centímetro de su cuello.
– Será mejor que vuelva a ponerme mi jersey. Pero dime, ¿dónde dejo este?
– Puedes quedártelo puesto. No creo que a nadie le importe que lo tomes prestado. Yo lo devolveré más adelante, es absurdo que te pongas un jersey mojado en una noche tan fría como esta. Así que vete a buscar tu jersey y vámonos.
– Creo que me he dejado encendida una de las luces del piso de arriba. Y tengo que ordenar el armario. Y debería recoger el agua…
Había una razón por la que Gabe siempre trabajaba solo. Sus empleados formaban un buen equipo de trabajo y a menudo trabajaban en parejas los diferentes casos.
Pero no él. A él no le gustaba depender de los demás. Le gustaba poder actuar de forma rápida, dinámica.
Para cuando Rebecca terminó de ordenarlo todo, Gabe podría haber ayudado a cruzar la calle a un centenar de tortugas.
Gabe la urgió a salir al exterior, cerró la puerta principal y señaló hacia un antiguo Morgan.
Rebecca soltó un silbido. Casi tan bueno como si fuera un hombre.
– Qué preciosidad -musitó.
– Sí, es del cincuenta y cinco. Pero lo han cuidado como si fuera una pieza de museo, así que no tiene demasiados kilómetros.
– ¿Todavía se consiguen piezas de repuesto?
– No es fácil. Hay piezas que son muy difíciles de encontrar y pueden costarte un riñón. Además, hay muy pocos mecánicos que sepan cómo arreglar este coche.
– Pero no te importa, ¿verdad? Por un coche así merece la pena tomarse tantas molestias.
– Sí.
No esperaba que Rebecca lo entendiera. Abrió la puerta de pasajeros y observó las largas y esbeltas piernas de Rebecca desaparecer bajo el panel de control. Y se le ocurrió la enervante idea de que aquella mujer parecía hecha para montar en su coche.
Evidentemente, la falta de sueño era la razón de que no pudiera pensar con claridad. Cerró la puerta, rodeó el coche y se sentó tras el volante. En cuanto giró la llave, el motor comenzó a ronronear.
– Qué criatura tan hermosa -musitó Rebecca.
Aquel comentario sobre las criaturas le hizo recordar a Gabe el que había hecho horas atrás sobre los bancos de semen. Se dijo a sí mismo que debía mantener la boca cerrada, que eso no era asunto suyo. Pero aquel comentario había estado aguijoneándolo durante toda la noche.
Durante algunos minutos, permaneció en silencio. La tormenta había terminado, pero todavía caía una fina lluvia. La hierba y las hojas de los árboles resplandecían en medio de la fantasmal luz de la noche cuando Gabe cruzó la verja de la casa y se detuvo para cerrarla. No parecía haber nada despierto en kilómetros a la redonda. No había ninguna luz encendida y solo se oía el rumor de las hojas de los árboles y el susurro de la lluvia.
Localizar el coche de Rebecca fue muy fácil; no había ningún otro vehículo en la acera. Gabe aparcó detrás de su Ciera rojo cereza y alzó la mirada hacia ella. Rebecca se había mostrado entusiasmada con su coche y, procediendo de la familia Fortune, probablemente podría comprarse toda una flota de Morgan si así lo decidiera. Y, sin embargo, había optado por un coche sólido y funcional. Un modelo familiar de cuatro puertas para una mujer que no ocultaba su amor por la familia. Y entonces Gabe ya no fue capaz de continuar callado.
– No decías en serio lo de los bancos de semen, ¿verdad?
– Claro que sí -mientras Gabe apagaba el motor, ella se inclinó para reunir sus cosas.
– La última noticia que yo tenía era que hacía falta un marido para tener un hijo. O que por lo menos tenía que aparecer un hombre en escena.
– Normalmente es así -se mostró de acuerdo Rebecca-.Y, créeme, no he dejado nunca de buscarlo. Pero ser una Fortune tiene sus desventajas: hay muchos más hombres interesados en el dinero de la familia que en mi. Además, pasarme el día escribiendo libros no me ayuda a conocer a muchos hombres. No es fácil encontrar un príncipe azul, o por lo menos no lo es para mí. Y mi reloj biológico ya está empezando a marcarme la hora.
– Estoy seguro de que has tenido que enfrentarte a muchos caza fortunas, pero no eres ninguna anciana.
– Ya soy bastante mayor. Treinta y tres años es una buena edad para tener un hijo. Y, afortunadamente, ya no estamos en la Edad Media. Nadie va a mirarme mal por ser una madre soltera. Este es el momento ideal para tener un hijo y estoy preparada. Tengo buena salud, una situación económica estable, y me muero de ganas de tener un hijo. Si fuera por mí, tendría hasta seis.
¿Seis? Gabe tragó saliva.
– ¿No crees que lo del banco de semen es una medida… un poco drástica?
– Creo que casarme con el hombre equivocado solo porque quiero tener hijos sería muy «drástico». Resulta que creo en el verdadero amor, monada, y no estoy dispuesta a conformarme con menos. Pero también quiero formar una familia. Quiero tener hijos a los que cuidar y querer. Te aseguro que yo también preferiría contar con un padre adorable, pero que no aparezca en mis cartas no quiere decir que no pueda probar otra forma de conseguirlo.
– ¿Has hablado de esto con tu madre?
– ¿Con Kate? -Rebecca sonrió divertida-. ¿Crees que mi madre intentaría disuadirme?
Por supuesto que sí, pensó Gabe. Bancos de semen, ¡por el amor de Dios!
– Pues bien, siento desilusionarte, querido, pero sé que mi madre me respaldaría. Siempre lo ha hecho. Desde el día que nací, Kate me ha animado a seguir mi propio camino. Sé que aparentemente somos muy diferentes. Ella es una mujer con la cabeza fría, una pragmática mujer de negocios. No por casualidad ha llegado a dirigir todo un imperio financiero. Yo no soy así, Gabe, nunca lo seré. Pero ella me encaminó en la dirección correcta, me empujó a vivir mi propia vida y me enseñó a no renunciar nunca a mis deseos. Créeme, mi madre no se opondrá a mis deseos.
Pero, de alguna manera, Gabe estaba convencido de lo contrario. No sabía por qué, pero estaba condenadamente seguro de que a Kate le gustaría que su hija pequeña se casara, y preferiblemente con un hombre que pudiera ayudarla a mantener su carácter impulsivo bajo control. Y los bancos de semen no encajaban en aquel escenario.
Rebecca recorrió su rostro con la mirada. Y hubo algo en su expresión que despertó un sentimiento de incomodidad en Gabe.
– ¿Tú no tienes un reloj biológico? ¿No tienes ganas de tener hijos, una familia con la que volver a casa cada noche? ¿No te gustaría que hubiera una nueva generación de Devereax?
– No creo que merezca la pena perpetuar la generación anterior -respondió cortante-. Yo no tengo un punto de vista tan idealista como el tuyo sobre las familias. Las sagas familiares solo quedan bien en los libros de historia.
– Tu punto de vista es terriblemente cínico, muchachito.
– Realista -la corrigió, y se inclinó bruscamente para abrirle la puerta del coche. Le parecía absurdo el tono tan personal que estaba adquiriendo su conversación y decidió que había llegado el momento de interrumpirla-. Vete a casa, Rebecca, lávate las heridas e intenta dormir. Y no se te ocurra pensar siquiera en esa carta. Yo me ocuparé de ella. A partir de ahora, procura quedarte en casa, Rebecca.
– ¿Desde cuándo te has convertido en mi jefe, Gabe?
Las cuatro de la mañana y todavía tenía fuerzas para seguir peleando.
– Mira, ya has conseguido una pista. Has hecho más para ayudar a tu hermano que lo que todo un equipo de investigadores ha podido hacer hasta ahora. Pero esa carta cambia las cosas porque significa que, quizá, solo quizá, podría haber otro sospechoso.
– ¿Y?
– Y si hay otro sospechoso, esa persona también podría ser un asesino en potencia. Y, maldita sea, Rebecca, esto es algo que no debe tomarse a la ligera.
– Sí, Gabe.
– Incluso en el caso de que esa Tammy Diller no tuviera nada que ver con el asesino de Mónica, aquí está pasando algo raro. Y no creo que necesites verte involucrada en este asunto. Intenta mantenerte lejos de esa mujer, ¿me has oído?
– Claro que te he oído.
Rebecca empujó la puerta y comenzó a salir, pero se volvió y se limitó a mirar a Gabe. Segundos antes estaba sonriendo. Sonriendo con aquella sonrisa perversa que le hacía dudar a Gabe de que le estuviera diciendo la verdad. Pero de pronto había dejado de sonreír. Y había vuelto a sus ojos aquel extraño calor que encendía en Gabe todas las señales de alarma. Durante un aterrador segundo, el detective temió que fuera a abrazarlo otra vez. Y se juró repetidamente que era el miedo el que le aceleraba el pulso, y no la anticipación ante otro posible abrazo.
– Sé que te cuesta creerlo -musitó Rebecca-, pero soy una mujer adulta y sé cuidar de mí misma. Procura dormir, Gabe. Y no pierdas el tiempo preocupándote por mí.
¿Que no se preocupara por ella? Gabe la observó dirigirse hacia su coche, que, advirtió sin ninguna sorpresa, no había cerrado con llave. Rebecca dejaba el coche abierto, creía en el amor y en los príncipes azules y tenía el convencimiento de que el bien prevalecía sobre el mal y nada podía hacerle ningún daño.
¿Cómo suponía que no iba a preocuparse por ella?
Rebecca aparcó el Ford Taurus que había alquilado en el único hueco que encontró en la manzana, tomó aire y miró por la ventanilla. Hacía un calor increíble en Los Ángeles, mucho más que en la fría Minnesota que había abandonado aquella mañana. Y no estaba en absoluto familiarizada con aquella parte de la ciudad. El sol de la tarde brillaba sobre el letrero que anunciaba la calle Randolph. Aquella era la calle que buscaba. Había sido imposible aparcar más cerca del número que buscaba, pero podría recorrer a pie las tres manzanas que la separaban de él.
El barrio, sin embargo, estaba lejos de invitar al paseo. Un grupo de adolescentes con la cabeza rapada y los brazos tatuados monopolizaba una de las esquinas de la calle. Niños de todas las edades holgazaneaban en las puertas de las casas. Las pintadas de las paredes eran como un curso gratuito de educación sexual. Había un hombre tumbado en la acera, y resultaba imposible decidir si estaba muerto o mortalmente borracho; la basura rebosaba los contenedores metálicos y, si Rebecca no se equivocaba, a juzgar por los pañuelos y las camisetas de los jóvenes que veía, aquella calle era propiedad de la banda del Tigre.
Rebecca volvió a tragar saliva, salió del coche y se enderezó pensando que había descrito calles como aquella en infinidad de ocasiones… aunque nunca había estado en una de ellas. Y estaba segura de que a Gabe le daría un infarto si se enteraba de que andaba por allí.
Afortunadamente, Gabe no tenía ningún motivo para pensar que había memorizado la dirección de Tammy Diller antes de entregarle la carta… ni para saber que se había levantado al amanecer y había puesto en funcionamiento todo lo que había proyectado para aquel viaje.
Un niño, ¿de unos doce años quizá?, le silbó cuando pasó por delante de él. Sería un buen padre, pensó Rebecca con objetividad. No, el niño no, Gabe. Le resultaba más reconfortante concentrarse en Gabe que fijarse en el joven que acababa de desenfundar una navaja a su izquierda.
Gabe era un hombre de principios, paciente y protector. Todas cualidades notables para un padre. Ningún cazador de fortunas podría acercarse nunca a sus hijas. A Gabe no le importaba el dinero ni se dejaba dominar por nadie que lo tuviera. Él enseñaría a sus hijos los valores adecuados. Rebecca ni siquiera era capaz de imaginárselo perdiendo la paciencia. Lo único que le había hecho enfadar alguna vez había sido… bueno, en realidad había sido ella.
El beso que habían compartido continuaba presente en su cabeza. Había sido un solo beso. Un beso hambriento. Ardiente. Sexy. A Rebecca siempre le había gustado la idea de dejarse arrastrar por los besos de un hombre, pero era algo que nunca le había ocurrido. Por supuesto, tenía una vasta experiencia en ser besada por hombres más interesados en su dinero que en ella… o por tipos agradables que preferían la tibieza a la pasión. Hombres incapaces de arriesgar, de apreciar el valor del peligro.
La deliciosa perversidad del beso compartido con Gabe no tenía nada que ver con sus potencialidades como padre, pero, desgraciadamente, sí lo tenía su actitud. Gabe nunca había dicho por qué era tan contrario a la familia. Y Rebecca no lo conocía suficientemente bien como para haber tenido oportunidad de hablar sobre ello. Pero siempre había tenido clara la aversión de Gabe hacia la familia. Se preguntaba si aborrecería de la misma forma el papel de un amante. Y se preguntaba también si sería tan concienzudo bajo las sábanas como lo era en el trabajo. Se preguntó si la haría sentirse tan sensualmente peligrosa, tan inmoral como había conseguido hacerla sentirse con un solo beso.
Y se preguntó también si no habría perdido la cabeza al estar pensando en acostarse con Gabe cuando seis muchachos, todos ellos con la camiseta del Tigre, se dirigían, hombro con hombro, hacia ella. Incluso a veinte metros de distancia, podía advertir la frialdad de sus ojos y su actitud altanera. La estaban mirando fijamente a ella. Posiblemente, el vestido de seda verde y los tacones no eran el atuendo más indicado para la ocasión, pero no había tenido forma alguna de prever el tipo de barrio en el que iba a adentrarse. Fuera quien fuera esa tal Tammy Diller, conocía a Mónica. Y Rebecca jamás habría podido imaginar que una conocida de la ostentosa Mónica pudiera vivir en un barrio como aquel.
Por eso había asumido que sería una buena idea ponerse un vestido elegante. En aquel momento, deseó haberse puesto los deportivos en vez de unos tacones de casi diez centímetros. Y un chaleco antibalas en lugar del vestido. El brazalete tintineaba en su muñeca, atrapando los rayos del sol de Los Ángeles y, probablemente, el sol también estaría haciendo brillar la cadena de oro que llevaba en el cuello.
Los seis tipos continuaban acercándose. Uno de ellos con la mirada fija en su garganta. El otro le miraba las piernas. Y los seis formaban un muro impenetrable. Se le ocurrió de pronto la posibilidad de vomitar. No estaba segura de sí vomitar era una forma de disuadir a ladrones o a asesinos, pero cuando Rebecca estaba asustada, las ganas de vomitar se le hacían prácticamente irresistibles. El más alto de los jóvenes dijo algo a sus compañeros. Musitó algo sobre ella que provocó la risa de sus amigos. Rebecca sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Estaban a diez metros. Cinco. Formaron un semicírculo.
Rebecca tragó la bilis. Inclinó la barbilla, reunió todo el valor que pudo y miró al más alto del grupo a los ojos con la más amable de sus sonrisas.
– Hola -dijo alegremente-, ¿podrías ayudarme?
Quizá aquel muchacho nunca había oído nada parecido. Quizá no lo había oído ninguno, porque, durante unos instantes, parecieron perplejos. Pero, entonces, uno de ellos adelantó una pierna.
– Claro que puedo ayudarte -contestó con voz grave, haciendo reír de nuevo a sus compañeros.
– Vaya, eso es magnífico -contestó Rebecca efusivamente-. ¿Conoces por casualidad a una mujer llamada Tammy Diller? Vive en este barrio -bajó la cabeza y buscó en el bolso el papel en el que llevaba apuntada la dirección-, en el número doce mil novecientos setenta de la calle Randolph. Es ese edificio de allí.
– No, no conozco a ninguna Tammy Diller. Pero me encantaría conocerte a ti -acercó el dedo a la cadena que Rebecca llevaba en el cuello.
Bueno, aquello ya era demasiado para seguir fingiendo valor. Rebecca iba a vomitarle encima sin poder hacer absolutamente nada para evitarlo.
Pero, de pronto, el joven dejó caer la mano y la sonrisa que se insinuaba en sus labios desapareció. Retrocedió bruscamente. Ninguno de los muchachos sonreía a esas alturas. Todos comenzaron a caminar hacia atrás.
Instintivamente, Rebecca volvió la cabeza. Y allí estaba Gabe, como si hubiera surgido de la nada. Su ceño era más sombrío que un cielo de tormenta. Y parecía suficientemente enfadado como para triturar el acero con una sola mirada.