Capítulo 10

Después de aquello, se reunieron más de una vez con Sally y sus padres. Todas las mañanas empezaban con una visita al acuario. Joey se hizo conocido de los empleados del acuario, que se acostumbraron a su forma de hablar.

Una mañana, mientras Joey estaba distraído con una conversación, Carson dijo:

– ¿Te sientes tranquila si dejamos a Joey con los Leyton?

– Por supuesto. Lo pueden cuidar tanto como nosotros. ¿Por qué?

– Van a llevar a Sally a la feria esta noche, y luego a comer pizza, y quieren que Joey vaya con ellos. Pensé que podríamos ir a cenar juntos tú y yo.

– Sería estupendo.

– Bien. Y ahora, si ese Einstein ha terminado, me gustaría tomar una taza de té.

Aquella noche, cuando Carson se estaba vistiendo para ir al restaurante, vio a Joey en el espejo. Estaba a la entrada de la habitación.

– ¿Tienes ganas de ir a la feria?

Joey asintió.

El niño le dijo con señas que irían al Tren Fantasma.

– Bien -Carson le dio dinero al niño-. Cómprale un helado también. A las chicas les gusta -guiñó el ojo a su hijo-. Lo sé.

Cuando Joey se dispuso a marchar, algo lo retuvo. Miró la alfombra, y luego a su padre.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Carson.

«¿Te gusta Gina?», le preguntó el niño por señas.

Carson asintió y dijo:

– Por supuesto.

El niño le preguntó si le gustaba mucho.

– Sí, mucho.

«¿Mucho, mucho, mucho?».

– Ya está bien. Me gusta, simplemente. Dejémoslo ahí -miró a su hijo-. ¿Y a ti?

El niño le dijo que muchísimo.

En ese momento, alguien golpeó a la puerta. Apareció Gina seguida de los Leyton.

– Será mejor que nos des el número de tu móvil -dijo Helen-. Por si acaso. ¡Venga, chicos! ¡Vámonos!

Gina se había puesto una ropa que Carson no le había visto nunca. Se alegró y pensó que no le habría gustado que hubiera usado un vestido que conociera otro hombre.

Era una noche agradable y pasearon por delante del mar, deteniéndose cada tanto para mirar las olas rompiendo en la arena.

– ¿De qué estabais hablando Joey y tú cuando entré? -preguntó Gina.

Carson se dio cuenta de que no podía repetirle la conversación.

– De distintas cosas. No me acuerdo de los detalles. Vamos a comer.

Afortunadamente para ella, Carson había encontrado un restaurante tranquilo, con poco ruido.

– ¿Te parece bien este? -preguntó él, ansiosamente.

– Este está bien -dijo ella, contenta-. Realmente es una suerte que alguien se preocupe de estas cosas.

– ¿Cómo te las arreglaste aquel día en el Café de Bob? Había muchísimo ruido.

– Estoy acostumbrada a ese lugar. Y además, completo la información leyendo los labios.

– Me sorprende que te lo tomes tan fríamente.

– El truco está en no dejar que se transforme en un problema mayor del que es -dijo ella seriamente. Luego chasqueó la lengua-. Y a veces puede ser muy útil.

– No me lo creo.

– No, de verdad. Estuve de vacaciones en España con unas amigas, y el hotel de al lado no estaba terminado todavía. Se pasaban día y noche golpeando, dando martillazos, y todos se estaban volviendo locos porque no los dejaban dormir. Yo, simplemente, apagaba el aparato y me iba a dormir.

Carson se rió, mirándola con admiración.

– Eres increíble.

Mientras Carson hablaba con el camarero, Gina se echó hacia atrás en la silla y disfrutó de aquel momento. Por la ventana se veía el mar al anochecer. Estaban encendiéndose las luces en todo el paseo marítimo, dando a la escena un encanto fantasmal.

– ¿Cuándo van a ponerle a Joey su aparato? -preguntó él.

– Dentro de diez días.

– Tres días antes de que cumpla ocho años -comentó Carson-. ¡Tendremos que celebrarlo!

– Pero no le demuestres a Joey que esperas milagros, o que te decepcionas si no ocurren. Oirá cosas, pero al principio estará muy desorganizado.

– Lo sé. Pero será un gran cumpleaños. Volverá a haber esperanza.

– Me pregunto si Joey tendrá esperanzas -dijo Gina.

– Solo se aferra a la fantasía de su madre, que es una falsa esperanza. Nuestro divorcio se hará firme una semana después de su cumpleaños. Casi nueve años más tarde de nuestro matrimonio.

– ¿Te importa? -preguntó ella.

– El pasado es pasado. Hay que dejarlo marchar.

Ella lo miró con ojos celosos, preguntándose si no habría un tono de lamento en sus palabras. ¿Podría dejarlo marchar tan fácilmente como decía él?

– He querido hacerte una pregunta desde el otro día. ¿Qué dijo Joey cuando le pregunté cómo te llamaríamos? Hizo una seña que no comprendí.

– Era la seña para «madre»-dijo Gina.

– ¿Así te ve a ti?

– En cierto modo.

Carson dejó de mirarla un momento y dijo:

– Por algo lo debe decir.

– Bueno, yo he ocupado el papel que debería de haber ocupado Brenda…

– No me refiero a eso. Tú me dijiste que antepusiera sus necesidades, y él te necesita a ti… como madre.

– Pero yo no soy su madre.

– Podrías serlo… si nos casamos -Carson la oyó suspirar y se apresuró a decir-: No es imposible, ¿no? Formamos una familia perfecta, tú… yo y Joey.

– Carson… -balbuceó ella.

– Si creyera en el destino, diría que nos ha unido. Joey lo vio enseguida. Se volcó en ti desde el primer momento. Te necesita, y yo…

– ¿Sí?

– Tú sabes que te necesito. ¿A quién recurro cuando las cosas no van bien? A la misma persona que acude Joey. Creo que no podría estar sin ti ahora -hizo un ruido de impaciencia-. ¡Maldita sea! Parezco un niño aferrado a las faldas de su madre.

– No, yo jamás pensaría eso de ti -dijo ella con una sonrisa-. Y hay peores cosas en el mundo que ser necesitada.

– Sí, pero no es solo eso. Yo sería un buen marido, Gina, te lo juro. Haría todo lo posible por hacerte feliz. Significas mucho para mí. Me pregunto si lo sabes…

– Bueno, tengo algunos recuerdos del Tren Fantasma.

La sonrisa de Carson casi le hace parar el corazón.

– No has dicho nada. Parecía que ni te habías dado cuenta.

– ¡Oh, sí, lo he notado!

Ella estaba jugando, esperando a que él dijera las palabras que ella quería oír. Ella lo amaba tanto que hubiera sido capaz de aceptarlo en aquel mismo momento, pero tenía que ser cautelosa, y su instinto le decía que se reprimiera.

– Pero como tú no dijiste nada, creí que eran imaginaciones mías -siguió ella.

– No fue así. No creo haberme imaginado que me besaste. Podríamos formar un buen matrimonio. Muchas parejas se forman teniendo menos cosas en común que nosotros.

«Excepto que se aman», pensó ella.

Él tomó su mano y se la acarició.

– Tú me besaste de verdad. Lo sentí. Creo que puedo complacerte. ¿No crees que podríamos ser felices? -preguntó Carson.

Pero para ella no era suficiente. Ella sentía amor por él. En cambio Carson hablaba de afecto.

Al ver que Gina no contestaba, Carson dejó su mano.

– Lo siento. Supongo que ha habido un malentendido -dijo él.

Ella deseaba preguntarle si solo la quería por Joey, y porque estaban tan unidos, pero no tenía sentido hacerlo.

– No ha habido un malentendido -dijo ella, finalmente-. Pero no puedo contestarte ahora. Dame tiempo hasta mañana.

– Por supuesto. Tienes razón. Es una decisión muy importante, pero para mí está tan claro, que pensé que tú también lo habrías pensado -dijo él.

Desde que Carson la había estrechado en sus brazos, ella había pensado constantemente en el matrimonio con él. Lo había soñado y esperado, y ahora el sueño se hacía realidad. Pero había algo que no la convencía.

Caminaron por la playa para regresar al hotel. Carson le tomó la mano. No volvió a hablarle de matrimonio y ella pensó que dejaría el tema para el día siguiente.

Pero, de pronto, dijo:

– Gina… -él le rozó los labios-. Bésame… Quiero sentir que me besas…

– Carson, por favor…

– Esto es muy valioso. Lo sé. Créeme.

La besó con energía, como si quisiera convencerla de lo bien que podían estar los dos juntos. Para ella era muy difícil rechazar lo que deseaba su corazón.

Debía de haberse puesto de pie y no dejarse dominar por sus exigencias. Pero ella deseaba estar allí, besándolo.

Se encontró reaccionando apasionadamente, desafiando sus propias advertencias. Pronto recobraría la sensatez, pero todavía no quería recobrarla. Primero disfrutaría de aquel momento, tal vez el último que tendría.

– Di que sí -susurró él-. Sé sensata y di que sí, Gina.

– ¡Sensata!-exclamó ella.

– Es lo que queremos los dos. Puede ir muy bien -él se apartó levemente de ella para poder verle la cara claramente.

Sus pechos estaban subiendo y bajando con la agitación del deseo.

– Si pudiera hacer lo que quisiera, te llevaría a la cama ahora mismo y te haría el amor hasta convencerte. ¿Me dejarías hacerlo?

Ella se reprimió el deseo de echarse en sus brazos y decir que sí. Y, en cambio, agitó la cabeza.

– Estás hablando de una relación para toda la vida -contestó Gina-. No… no… eso sería solo un momento. No voy a decidir de ese modo. Déjame marchar, Carson, por favor.

Carson frunció el ceño, turbado y la soltó. Ella se apartó levemente de él y se apoyó en el espigón, tratando de que no le viera la cara desencajada que tenía.

¿Por qué no podía rendirse simplemente?, pensó con desesperación.

– Lo siento, Gina -dijo Carson al final-. No he querido molestarte, ni ofenderte.

Ella se rió forzadamente y contestó:

– Está bien. No estoy ofendida, pero me has avasallado un poco.

– Me temo que soy un poco así. Da resultado en los negocios, pero supongo que no es forma de cortejar a una dama.

«No me estás cortejando», pensó ella con tristeza. Simplemente le estaba haciendo una oferta que le resultaba beneficiosa.

– ¿He perdido toda posibilidad? -preguntó él-. ¿Quiere decir esto que la respuesta es no?

– No he dicho eso. Tú me has dicho que podía pensarlo hasta mañana. Un trato es un trato.

– Sí. Lo siento. Caminemos hasta el hotel. Dame tu mano. Te prometo que estarás a salvo.

Carson la llevó del brazo, caminando serenamente de regreso al hotel. Cuando llegaron al hotel, Carson la acompañó a su habitación para ver cómo estaba Joey. Al ver que el niño estaba profundamente dormido, sonrió a Gina y se marchó.


Las horas de la noche pasaron lentamente hasta que apareció la primera luz del día. Entonces Gina se levantó y se sentó al lado de la ventana. El hombre al que amaba le había pedido que se casara con ella, y debía de haber sido el momento más feliz de su vida pero su corazón estaba apesadumbrado.

No podía olvidar las palabras de Carson: «El encaprichamiento es mala base para el matrimonio. Lo mejor es que la gente tenga algo en común y que se gusten, pero incluso no demasiado».

Ahí estaba lo que Carson le ofrecía, un matrimonio con una distancia cautelosa. Un arreglo sensato entre dos personas que no se pedirían muchas cosas. Que compartiesen intereses, algo de placer físico, pero no amor, porque él no tenía amor para dar, excepto a su hijo. Pero, ¿cuánto duraría el placer cuando se encontrase con su corazón vacío una y otra vez?

Pero abandonar a Carson… No volverlo a ver por el orgullo de no conformarse con lo que le ofrecía él…

¿Por qué darse por vencida tan pronto? Seguramente estaría a tiempo de ganarse su amor.

Su amor, quizá, pero no la pasión desenfrenada que le había dado a Brenda. ¿Podría casarse con él y evitar destruir su relación con el demonio de los celos?

Daba vueltas y vueltas sin encontrar la solución. Al final apoyó la cabeza en la ventana y se adormiló con tristeza. Joey la encontró así.

El día estuvo dominado por una atmósfera poco natural, puesto que a pesar de fingir que no pasaba nada de extraordinario, y de pasear por el puerto y el paseo marítimo, los dos estaban pensando en lo mismo.

Los Leyton se marchaban esa tarde. Se reunieron para tomar café y visitaron juntos la feria como despedida. Después de acostar a Joey decidieron ir a cenar al restaurante del hotel.

– ¿No te importa que bajemos? -le preguntó Gina a Joey-. Si te despiertas y no estamos aquí…

«Me volveré a dormir», hizo señas el niño.

Durante la cena hablaron de diversas cuestiones, hasta que no pudieron seguir postergando el tema del que tenían que hablar.

– ¿Tienes una respuesta? -le preguntó él.

– Vas a pensar que soy una tonta. He estado pensando y pensando…

– ¿Es una perspectiva tan tremenda que tienes que darle tantas vueltas?

– No, pero… Necesito un poco más de tiempo. Carson, por favor…

– Por supuesto -dijo él cortésmente-. Si has terminado, podríamos dar un paseo.

El camarero trajo la cuenta y Carson la firmó. Luego se tocó el bolsillo y se quedó perplejo.

– Me he dejado la cartera, será mejor que la vaya a buscar antes de que salgamos.

Carson se dio prisa en subir, recogió su cartera y se dispuso a bajar nuevamente. Pero al pasar por la habitación de Joey oyó un ruido suave que le extrañó. Frunció el ceño y abrió la puerta. La luz estaba apagada y Joey estaba bajo las mantas, haciendo ruido y moviéndose agitadamente. Había algo de desesperación en aquella actitud.

Tocó a su hijo y lo agitó. Pero Joey parecía no poder despertarse de una pesadilla. Gemía fuertemente pero tenía los ojos cerrados. Carson lo agitó otra vez, y entonces él niño tembló y abrió los ojos.

Pero en lugar de centrar la mirada en su padre, miró a la distancia. Tenía el pecho estremecido y por sus mejillas resbalaban unas lágrimas.

Carson sintió pena. Aquel era su hijo, angustiado, y él no podía ayudarlo. Encendió la luz de la mesilla para que Joey pudiera verlo y sujetó al niño fuertemente para captar su atención. Al final, aliviado, vio que el niño lo miraba.

– Joey -le dijo lenta y claramente-. Tranquilo… Ya ha terminado. Era una pesadilla… Ya ha terminado…

Si Gina hubiera estado allí, habría sabido qué hacer. Pero no estaba. Solo estaba él para consolarlo, y le estaba fallando, como siempre. Lleno de pena e impotencia, abrazó a su hijo.

– Ya pasó… Ya pasó… -dijo Carson.

Sintió los dedos del niño en su cuello.

– Estoy aquí, contigo -dijo Carson nuevamente-. Ya pasó. Papá está contigo… Papá está contigo.

No sabía si su hijo comprendía sus palabras, pero siguió diciéndole palabras de consuelo. Y, finalmente el niño se fue relajando.

Carson miró después de un rato. Su hijo se había dormido en sus brazos, confiado, a salvo de sus fantasmas. Carson observó la cara del niño. Le despertó sentimientos intensos que hacía tiempo no experimentaba, pero que estaban allí: un amor intenso por su hijo, que la barrera del miedo y de la incomprensión habían frenado.

Oyó un ruido suave en la puerta y vio a Gina. Cuando esta vio a padre e hijo se quedó quieta. Respiró profundamente al ver la expresión en la cara de Carson. Aquel era el verdadero Carson, un hombre que amaba profundamente a su hijo.

Ella había estado a punto de rechazarlo, pero habría rechazado todo lo bueno que podía ofrecerle la vida. Su matrimonio tal vez no colmase sus expectativas podría ser una tristeza, pero ella amaba a aquel hombre vulnerable, y no podía apartarse de él.

Gina lo tocó suavemente en el hombro y esperó a que la mirase.

– Me casaré contigo -dijo.


Aquella noche durmió en la habitación de Carson, para que este pudiera estar con su hijo. A la mañana siguiente, golpeó la puerta de su habitación, porque tenía algo importante que decirles.

– ¿Está despierto Joey?

– Sí.

– ¿Te ha contado lo que le ha pasado anoche?

– Ni siquiera recuerda que ha tenido una pesadilla.

– Entonces, debes de haberlo tranquilizado totalmente. Carson, ¿le has contado lo nuestro?

– No. Quería que estuvieras tú también para verle la cara.

– No se lo quiero contar todavía. Esperemos hasta que pueda tener el implante.

– Quizás tengas razón.

Era la última mañana de vacaciones; por la tarde emprenderían el viaje de vuelta a casa. Decidieron hacer una última visita a la feria, y allí sucedió un penoso incidente. Pero Gina pensó que, visto de otro modo, había sido una especie de triunfo para Joey.

Joey se había quedado absorto, pescando patos de plástico. Allí había otro niño de su misma edad aproximadamente, y, enseguida, se pusieron a relacionarse.

Los padres del niño sonrieron.

Pero sus sonrisas se desvanecieron cuando los oyeron hablar. Joey se animó a decir algunas palabras, que el niño pareció comprender. Pero sus padres parecían sentirse incómodos. La madre del niño fue hacia ellos, agarró al niño y le dijo:

– Ven, cariño. Tenemos que marcharnos ya.

– Mmm… -el niño intentó presentarles a su nuevo amigo.

– Este es Joey…

– Sí, cariño, pero nos tenemos que ir.

– Pero Mmmm…

– ¡Ven!-le gritó la madre-. Déjalo tranquilo, cariño. No es como los otros niños.

Había hablado lentamente y con énfasis, y Joey le había seguido el movimiento de los labios. Gina se apenó al ver su expresión.

Carson también había visto la escena y había notado la tristeza de su hijo. Entonces, sin pensarlo dos veces encaró a la mujer, conteniendo apenas su rabia.

– Tiene razón, señora. Mi hijo no es como los otros niños. Es más inteligente, más valiente, y tiene más agallas que mucha gente.

Era un placer ver cómo iba cambiando la expresión de Joey al ver a su padre defendiéndolo.

Carson lo rodeó con su brazo.

La pareja se llevó a su hijo. Carson y Joey se miraron.

– ¿Estás bien, hijo?

Joey asintió y dio la mano a su padre confiado. Se lo veía feliz, y su alegría lo acompañó durante todo el viaje a su casa.

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