– La posición es difícil, realmente -dijo George Wainright-. Es una pena que Philip te haya tomado manía.
Estaban en la oficina de George a la mañana siguiente. Como había temido Gina, ya le habían llegado noticias del incidente del día anterior, adornado con el desagrado de Philip.
– Afortunadamente, el señor Page ha escrito una carta halagándote -siguió George-. Llegó en mano esta mañana, y será útil, ciertamente. Pero no podemos dejar que pierdas el control con los clientes.
George Wainright era un hombre mayor que tenía aspecto de abuelito, pero Gina sabía que era duro, y a veces hasta implacable.
– De todos modos, lo vamos a dejar así, de momento -dijo-. Sigue haciendo un excelente trabajo, y pronto quedará olvidado.
A medida que pasaba el día, Gina sentía esperanzas de que todo fuera bien. El encuentro con Joey había sido una experiencia muy fuerte para ella, pero con calma y tiempo volvería a centrarse.
A media tarde la llamó la recepcionista para decirle que tenía una visita. Por el tono de la mujer, supo quién era el visitante.
Nerviosa, fue a la recepción. Allí estaba Joey, con aspecto de nerviosismo pero firme.
Gina lo llevó a su oficina y le preguntó:
– ¿Qué estás haciendo aquí?
El niño le contestó con señas que quería verla.
– ¿Ha venido alguien contigo?
Le contestó que no, que solo quería que estuviera ella.
– ¿Ha ocurrido algo?
El niño no contestó y se quedó mirando el suelo. Gina se sintió alarmada y llamó a Ingenieros Page.
Una barrera de ayudantes y secretarias frenaron su acceso a Carson Page, hasta que ella les dijo:
– Dígales que soy la señorita Tennison, y que se trata de su hijo.
Eso fue algo mágico.
La voz de Carson la sobresaltó. Se había olvidado de que era tan profunda y atractiva.
– Señor Page. Joey está aquí. Ha venido solo a mi oficina, y está mal por algo.
– ¿Solo? ¿Dónde está la señora Saunders?
– Espere, se lo preguntaré.
Le deletreó el nombre cuidadosamente, y Joey hizo una seña que la sorprendió tanto que le hizo repetirla.
– Carson, dice que se ha marchado.
– ¿Y lo ha dejado solo en la casa?
Más señas y ella contestó:
– Dice que sí.
Carson juró.
– ¿Puede venir a buscarlo? -preguntó ella-. Está alterado y necesita que lo tranquilicen.
– Estoy en una reunión urgente. Además, yo no soy quien quiere que esté con él. Ha ido a verla a usted, no a mí.
– Pero usted es su padre. Antepóngalo a todo, ¡por el amor de Dios!
– Déme cinco minutos. La llamaré enseguida -dijo él bruscamente.
Cuando colgó vio que Joey la miraba. Sabía que había estado hablando con su padre, y sabía cuál había sido la respuesta.
Su expresión no era triste, sino más bien quería decir que era lo que esperaba.
Gina le ofreció algo de comer y conversaron. El niño le contó que la señora Saunders se había ido tarde aquella mañana y que le había dicho que volvería pronto, pero que después de tres horas no había vuelto.
Sintiéndose abandonado, había recurrido a la única persona con la que se sentía a salvo.
– ¿Cómo has llegado hasta aquí?
El niño le dijo que había anotado su dirección en un papel y que había caminado hasta la estación de metro. Allí había una parada de taxis.
Tenía ocho años, era vulnerable, se había sentido abandonado. Había estado caminando solo.
Finalmente, Carson la llamó.
– Me temo que tendré que abusar de su amabilidad un rato más. ¿Podría llevar a Joey a casa, por favor, y quedarse allí hasta que llegue yo? Ya lo he aclarado con su jefe. ¿Le han entregado el coche ya?
– Sí. Pero, ¿cómo entro en su casa?
– Hay una llave debajo del arbusto del porche. Joey sabe dónde está. Estaré allí en cuanto pueda. Gracias por hacer esto por mí.
– No me ha dado opor…
Pero Carson había colgado.
George Wainright apareció en su oficina.
– Bueno, está bien. Philip y yo hemos acordado que lo mejor es dejarte libre el tiempo que te haga falta.
– Quieres decir que Carson Page ha presionado para que me dejen en libertad el tiempo que él me necesite -dijo Gina.
– Bueno, en cierto modo, sí, lo admito. Pero si tú lo mantienes tranquilo, toda la empresa se beneficia.
A Gina no le quedó más opción que ir con Joey. Como otras veces, el chico se serenó en su compañía y estuvo contento.
Salieron al aparcamiento y recogieron su «cacahuete». El niño abrió los ojos y se reprimió la risa.
– Todos se ríen de él -le dijo ella.
Luego le contó cómo había conocido a su padre y que había tenido que entrar trepando por atrás.
El niño se rió.
– Hazlo -le dijo ella, y abrió el maletero.
Cuando llegaron, la casa de Carson estaba en completo silencio. No estaba la señora Saunders, pero el teléfono empezó a sonar.
Era el hospital local.
– La señora Saunders nos pidió que llamásemos a este número y que dejáramos un mensaje. Sufrió un accidente en el que estaban implicados un coche y una moto. No ha sufrido daños graves, pero estará ingresada aquí varios días.
Gina le contó a Joey lo que había pasado, insistiendo en que la señora Saunders no lo había abandonado deliberadamente. Pero el niño estaba más interesado en el hecho de estar con Gina. Estaba feliz.
– Bien. Hagamos de esto una aventura.
Encontró huevos y beicon para cenar, y un poco de helado en el congelador.
Hablaron en silencio y comieron contentos.
La personalidad de Joey estaba cada vez más clara para Gina. Era un niño vivaz, valiente, e inteligente, con un claro sentido del humor. Y cuando entraba en su tema favorito, el mundo marino, era imparable.
Cuando estaban recogiendo la mesa sonó el teléfono. Probablemente sería Carson, para decir que se retrasaría.
Pero la voz era femenina y seductora.
– No creo conocerte.
– Mi nombre es Gina Tennison y estoy aquí para cuidar a Joey.
– Bueno, soy Angelica Duvaine. Por favor, llama a Carson.
– No está. Se ha retrasado por una reunión.
– ¡Oh! Lo creo. ¡Él y sus reuniones! No tiene tiempo para su esposa, pero sí para esas malditas reuniones.
– Pero Joey está aquí. Se alegrará de que haya llamado. Iré a buscarlo.
– ¿Para qué? Quiero decir, no me oye, ¿no es cierto? -dijo irritada.
– No, pero yo puedo transmitirle el mensaje con señas.
– Mira, ¿puedes dejarle un mensaje a Carson?
– Tomaré el mensaje cuando haya hablado con Joey -dijo Gina firmemente-. Iré a buscarlo.
Oyó un suspiro desde el otro lado de la línea.
Cuando volvió, Gina le preguntó:
– ¿Qué le digo de su parte?
– Bueno, dile hola, y que espero que se esté portando bien.
– ¿Le digo que usted lo quiere? -preguntó Gina, reprimiéndose la rabia por el bien del niño.
– Sí… Sí, dile eso.
Gina hizo las señas.
– El niño pregunta dónde está.
– Estoy en Los Angeles.
– Quiere saber si lo echa de menos.
– Por supuesto que lo echo de menos. Es mi pequeño.
Gina pasó las señas y Joey se puso contento.
Gina transmitió el mensaje con más entusiasmo del que puso la mujer, para que el niño se sintiera mejor.
Luego, se abrió la puerta de entrada, y apareció Carson.
Asintió para saludar a Gina y fue hacia la cocina.
– Espere -le gritó Gina-. Es su exesposa. Está al teléfono. Un momento -volvió al receptor y dijo-: Joey.
Carson pareció darse cuenta de lo que estaba pasando. Estaba con el ceño fruncido.
«Mamá se tiene que marchar ahora, pero dice que te quiere…», dijo Gina por señas.
– Joey dice que la quiere también, mucho -transmitió Gina a Brenda-. Y quiere saber cuándo…
Gina se interrumpió cuando Carson le quitó el teléfono.
– Brenda, ¿a qué estás jugando?
Gina se llevó a Joey. Afortunadamente el niño estaba demasiado contento para que le afectara la actitud brusca de su padre. Ella intentó no escuchar la conversación, pero Carson no se molestó en bajar la voz.
– Te he dicho que te entendieras con mi abogado, y no representes ese acto de madre sufriente, porque no me engañas ya. Me has engañado durante años, en relación a eso y a otras cosas. Pero ahora, no.
Carson colgó violentamente y fue hasta donde estaba Gina.
– ¿A qué diablos estaba jugando? ¿No ve que es una farsa?
– Pero para él es muy importante…
– ¿Y cómo va a sentirse cuando se dé cuenta de que sus expectativas no se cumplen? ¿No se ha parado a pensar en eso?
– No -admitió ella-. Solo quería hacerlo un poco feliz. No he pensado en lo que pasaría después. Lo siento.
– ¡Menuda tontería!
De pronto se dio cuenta de que su hijo lo estaba mirando y dijo:
– Hola, hijo.
El niño vio que su padre extendía la mano hacia él. Carson era torpe, pero se notaba su afecto en el modo en que le despeinaba el pelo. Y cuando Joey lo rodeó con sus brazos, Carson le devolvió el abrazo. Gina lo observó, y luego desvió la mirada antes de que la viera.
– Hemos comido -le dijo Gina, siguiéndolo a la cocina-. Pero le prepararé algo.
– ¿Qué ha pasado con la señora Saunders?
– Está en el hospital, la atropellaron en la calle. No es grave, pero estará ingresada unos días.
– ¡Unos días!-repitió Carson-. ¡Maldita sea! Siento que haya tenido un accidente, por supuesto, pero no tiene derecho a dejar solo a Joey, ni un momento.
– Estoy de acuerdo. Pero él se ha arreglado muy bien. Recordó mi dirección desde el otro día, la escribió y se la dio a un taxista. Realmente es un niño brillante.
– Sí. Sabe perfectamente a quién ir, ¿no? -preguntó él.
Ella notó que él se sentía herido. No había querido interrumpir su reunión, pero le dolía que Joey ni siquiera hubiera intentado recurrir a él siquiera.
– Sabe lo ocupado que está… -empezó a decir ella.
– No se moleste… -le dijo él contrariado-. Dígame qué va a pasar ahora… sin la señora Saunders.
– Bueno, evidentemente yo voy a estar aquí hasta que vuelva ella -dijo Gina-. Creí que ya lo había decidido.
– Yo… iba a preguntarle si es posible que se ocupe de nosotros por un tiempo -dijo Carson, escogiendo las palabras cuidadosamente-. Da la impresión de que puede ocuparse de lo que sea.
Ella sonrió.
– Supongo que puedo ocuparme de Joey y de usted.
– ¿De ambos?
– De ambos. Joey es el más fácil.
– Gracias -dijo él-. No sé qué haría si usted no estuviera aquí.
Ella escribió un número en un trozo de papel y se lo dio.
– Es el teléfono de la casa de George Wainright. Puede hablar con él, mientras acuesto a Joey.
– ¿Parece que me conoce, no?
– Bueno, no es difícil -dijo ella algo indignada-. Doy por hecho que nos avasallará, y no me equivoco cada vez que lo pienso.
– ¿Y cree que no soy más que eso, una apisonadora?
Ella recordó el primer día, y pensó que no. Había algo más en él, algo que le había hecho ver la parte graciosa del choque y que lo había hecho actuar generosamente y acercarse a ella, pero luego se había echado atrás.
– Creo que es una apisonadora cuando le viene bien -dijo ella.
– Y cree que me viene bien muchas veces, ¿no?
– Puesto que es virtualmente mi jefe ahora, no sería muy propio contestar a esa pregunta.
– ¿Y siempre hace lo que es propio? -preguntó él.
– Sabe que no. Es por eso por lo que tengo problemas en el trabajo… Porque me he excedido.
De pronto, él sonrió.
– Diga lo que quiera. No lo diré.
Ella no pudo remediar sonreír. Luego dijo:
– Voy a acostar a Joey. ¿Por qué no hace esa llamada?
– Lo que usted diga.
Gina bajó a la media hora. Joey se había dormido contento. Carson la estaba esperando.
– ¿Podemos hablar?
– Me temo que tendrá que ser más tarde. Si voy a quedarme aquí, tengo que ir a casa y traer ropa.
– ¿Va a tardar mucho?
– Intentaré no tardar. Un par de horas, quizás.
– La llevaré en mi coche… No, no puedo dejar solo a Joey, ¿verdad? Es una pena, puesto que ya está en la cama…
– Carson, tarde o temprano tendrá que aprender estar solo con él.
– Sí. No se me da muy bien esto, ¿verdad?
– Está intentando hacer lo que puede.
– Al parecer no puedo más que agarrarme a usted Me parece que no solo Joey se agarra de su mano.
– Bueno, yo tengo una mano muy firme. Vendré en cuanto pueda.
Su pequeño piso estaba lejos de ser la lujosa mansión de Carson, pero era suyo. Y cuando hizo la maleta miró alrededor con pena.
«Solo un par de días», se dijo. «Luego, volveré».
Las calles estaban vacías y ella hizo el viaje muy rápido. A pesar de ello, se encontró con Carson esperándola, ansioso, en el porche.
– Joey se despertó y descubrió que se había marchado -dijo él-. Pensó que lo había abandonado. He intentado tranquilizarlo, pero… No me hace caso.
Gina oyó unos gemidos por detrás de Carson. Corrió deprisa hasta el niño, que estaba en las escaleras, abrazado a sus rodillas, llorando. Y al principio ni ella pudo tranquilizarlo.
Gina le sujetó los hombros, y al final logró que la mirase.
– Estoy aquí, Joey. Estoy aquí. No me he marchado.
Joey empezó a hacer señas, pero estaba demasiado afectado y finalmente lo dejó. Luego intentó hablar. Gina lo escuchó cuidadosamente mientras él repetía las palabras una y otra vez.
– ¿Qué está diciendo? -preguntó Carson desesperadamente.
– Dice que se despertó y que yo no estaba allí -le tradujo Gina.
– Pero yo sí estaba -gritó Carson.
Ella hizo las señas.
Toev agitó la cabeza violentamente, señalando a Gina.
– No me lo diga. Supongo que eso lo puedo entender.
– Lo llevare nuevamente a la cama.
Le llevó tiempo tranquilizar a Joey, pero al final escuchó la explicación de dónde había estado. Cuando se enteró de que había ido a buscar ropa para quedarse, se puso contento.
«Quédate», le dijo Joey por señas.
– Solo por unos días.
«Quédate», repitió el niño.
Gina suspiró y dejó la conversación. No era el momento de contarle que se marcharía cuando volviera la señora Saunders. Que estuviera contento mientras pudiera.
Esperó a que se durmiera, le dio un beso y salió de la habitación.
Carson estaba esperando fuera.
– Se puede quedar en este dormitorio, cerca de Joey. Es un poco pequeño, pero tiene una puerta que se comunica con él.
– Es ideal.
La cama estaba sin hacer. Pero Carson abrió el armario y sacó sábanas y mantas para ella, y para su sorpresa, incluso la ayudó a hacer la cama.
– Tiene talento para esto -dijo ella, observando lo bien que había dejado la cama en los ángulos del colchón.
– Mi madre no nos libraba de hacerla. Y si no, nos tiraba de las orejas. También me enseñó a hacer café. Prepararé uno cuando termine.
Gina bajó unos minutos más tarde y lo encontró en el salón, con café recién hecho.
– ¿Está bien Joey? -le preguntó él.
– Sí, profundamente dormido.
– Ahora, que usted está aquí.
Ella se sentó y tomó la taza de café que le ofreció Carson. Este la observó.
– Perfecto -dijo ella.
– Se lo dije. Me han entrenado bien.
Hubo un silencio incómodo entre ellos.
– Yo siempre me jacté de estar por encima de todo. En los negocios no es duro. Pero esto… -suspiró-. No lo sé.
– ¿Cómo ha llegado a este punto? ¿Por qué no lo conoce mejor?
– No hace falta que me diga que yo tengo la culpa…
– No intento echarle la culpa. Solo quiero ayudar a Joey. Él cree que yo lo sé todo, pero no es así.
– Estábamos tan orgullosos de él cuando nació -recordó Carson-. Pasaron unos años hasta que empezó a perder oído.
– Entonces, ¿ha tenido oído?
– Sí. El médico le puso un tratamiento, y pensamos que con ello sería suficiente. Yo creí que Brenda era una buena madre, hasta que las cosas empezaron a ir mal. Su carrera estaba empezando a tomar vuelo, y ella no pasaba mucho tiempo con Joey, pero cuando estaba aquí parecía adorarlo, y teníamos una niñera excelente.
– ¿Cuánto tiempo pasaba usted con él? -preguntó Gina.
– Yo solía pasar mucho tiempo fuera, formando mi negocio. Pero cuando volvía, él crecía tan rápidamente… ¡Si lo hubiera visto entonces! Era un niño tan fuerte, tan inteligente. Todos nos envidiaban… -balbuceó Carson.
Carson cerró los ojos de pronto. Gina contuvo la respiración y no dijo nada. Evidentemente él estaba recordando un tiempo en que el mundo resplandecía y estaba lleno de esperanza.
– Solía acordarme de él cuando conducía a casa. Era mi pequeño, mi hijo, más fuerte y mejor que yo. Tenía la sensación de que había un entendimiento entre ambos, una especie de promesa para el futuro.
Carson abrió los ojos y la encontró mirándolo, consternada.
– Estoy diciendo algo malo, ¿verdad? No sé por qué.
Ella agitó la cabeza. Era demasiado largo de explicar.
– ¿Qué pasó entonces?
Carson se echó atrás en el sillón y miró el techo.
– Durante un tiempo iba bien. Empezó a emitir sonidos, algunos incluso parecían palabras. Luchaba por vencer el obstáculo, pero estaba perdiendo audición. Cuando volvimos al médico, hubo que ayudarlo más. Y siguió perdiendo más y más audición. Hasta hace un año, en que se transformó en un sordo profundo. Ahora no oye nada, y parece haber perdido los progresos que había hecho.
– Así que usted dejó de considerarlo una promesa para el futuro. Y empezó a avergonzarse de él -no pudo resistir decirlo.
– ¡Maldita sea, no! Jamás me he avergonzado de él.
– ¿Se siente orgulloso de él?
– ¿Cómo podría estarlo…? Siento pena por él.
– No la sienta. ¿Por qué tiene que sentir pena por él? Es un niño con un cerebro privilegiado. Cuando se comunica por señas, jamás comete un error. ¿Qué edad tiene, ocho?
– Casi. Los cumple dentro de unas semanas.
– Tiene una edad de doce años, para la lectura.
– Sí, sus profesoras dicen lo mismo. Todas me dicen lo inteligente que es, como si eso lo enmendara todo. ¿No ven que eso es peor aún? El mundo es despiadado, y él tendrá que sobrevivir en él, ¡Dios sabrá cómo!
Gina suspiró, comprendiendo su confusión. Aquel hombre estaba acostumbrado a imponer su voluntad en el mundo, a tener éxito, pero en ese caso no lo había logrado.
– ¿Por qué no me cuenta cosas sobre el niño en la escuela? -preguntó Gina.
– Va a una escuela especial, cerca de aquí, es para niños con deficiencias. Le enseñaron a hablar por señas y a leer los labios, y se supone que también le enseñan a hablar, pero no progresa mucho.
Ella asintió.
– Habla como alguien que jamás hubiera oído una voz humana -le explicó ella.
– Eso me desespera. Debe de haber oído algo cuando era pequeño.
– Sí, pero era demasiado pequeño para entender lo que estaba oyendo. Cuando fue lo suficientemente mayor como para relacionarlo, los sonidos desaparecieron. Así que no ha aprendido nunca adecuadamente, porque los niños aprenden a hablar imitando lo que oyen.
Ella pensaba que debía de existir otra razón: Que Joey, había reaccionado a la ausencia de su madre y a la incomprensión de su padre abandonando el esfuerzo de hablar y metiéndose en su propio mundo, un mundo de agua, tiburones, caracolas, donde era un rey.
Pero Gina no lo dijo. Habría sido cruel decírselo así a Carson, cuando él estaba intentando hacer todo lo que podía. En cambio, el niño podría intentar comunicarse con alguien a quien viese como una amiga.
– Me tomaré el tiempo y lo animaré -dijo ella-. Si él sabe que a usted no le gusta como habla, no tendrá incentivo para intentarlo.
– No sé cómo puede saberlo.
– ¿Realmente cree que no lo ha sentido? Joey lo conoce a usted más de lo que usted lo conoce a él. Es una pena que no se haya tomado más interés en él.
– Cómo se atreve a decir que no me he tomado interés en él? Ha tenido todo lo mejor…
Gina perdió la paciencia.
– Estoy segura de que ha tenido todo lo que se puede comprar con dinero. Es una pena que no se puedan comprar padres, como para que tuviera lo mejor en ese sentido también.
En cuanto dijo aquello, Gina se dio cuenta de que había perdido el control.
– Lo siento -dijo luego-. No debí decir eso.
– No, no lo estropee. Agradezco que me hablen abiertamente. Y supongo que ese pelo de fuego tiene su precio.
– ¡Tonterías!-dijo ella, poniéndose colorada-. Es solo pelo. No significa nada.
– Bueno, no he conocido a ninguna rubia o morena que me haya puesto en mi lugar como usted. Y no es solo pelo. Es una llama, es hermoso. Como le digo, tiene su precio, pero no me importa pagarlo.
– ¿Podemos dejar ese tema?
– Si le molesta que le digan que es hermosa…
– Esto no tiene nada que ver conmigo.
– ¿Qué pasa con su novio, el de los enchufes? ¿No le dice que es hermosa?
– No, dice… -prefirió no seguir.
– ¿Qué dice? -insistió Carson.
– Que soy alguien en quien puede confiar -admitió ella de mala gana.
– ¡Oh! ¡Realmente la vuelve loca! ¿No es verdad?
– Se puede confiar en mí.
– Seguro, pero como palabras amorosas, le falta algo, ¿no le parece?
– Bueno, Dan está muy ocupado en su negocio. En realidad, es un poco como usted.
– No se parece en nada a mí. ¿Está enamorada de él?
– Yo… No lo sé. Conozco a Dan desde hace años. Su madre me enseñó a hablar por señas cuando era pequeña. Él estaba mucho en casa, y nos hicimos amigos. A él no le importó que yo fuera sorda. Él estaba acostumbrado a la gente así.
– Pero, ¿y qué me dice ahora?
– ¿Qué quiere decir?
– Habla de él como si fuera una costumbre.
– Bueno, algunas costumbres pueden ser muy agradables.
– Sí. Pero, ¿no quiere más?
Ella se quedó pensativa. De pronto se dio cuenta de que Carson la estaba mirando.
– Nunca le he pedido mucho a la vida. De ese modo, no te decepciona.
– ¡Eso es una tontería! Es una filosofía para los cobardes. Arriésguese. Decepciónese. Luego recompóngase y siga adelante.
– Ésa es su filosofía. Pero no todo el mundo puede vivir como usted.
– Por supuesto que sí. No hay más limitaciones que las que usted se ponga -de pronto, se dio cuenta de lo que había dicho y agregó-: ¡Dios santo! Estoy diciendo tonterías, ¿verdad?
– Un poco -sonrió Gina.
– Joey tiene limitaciones que no se ha puesto él. Y usted también. ¿Por qué me ha dejado decir esa bobada?
– ¿Podría haberlo evitado?
– Probablemente, no -sonrió él.