Capítulo 2

Gina fue a cambiarse para salir. Se quitó el traje que usaba para trabajar y se puso un vestido verde. No tenía mangas, pero el cuello era cerrado y lo adornaba un colgante.

Se cepilló el pelo y se puso algo más de maquillaje. Estaba lista.

Llegó unos minutos tarde al restaurante, pero Dan no estaba todavía. Pidió un jerez y lo esperó en la mesa, con la esperanza de que no tardase mucho.

– ¿Le importa si la acompaño?

Cuando Gina alzó la vista vio a Carson Page, de pie, mirándola gravemente.

– ¿Está esperando a alguien? -preguntó Carson Page.

– Sí. A Dan… mi novio. Se ha retrasado un poco.

– Entonces, solo me quedaré un momento -él se sentó-. Solo quería que supiera que su coche estará listo pasado mañana.

– Lo sé. He llamado al taller. Señor Page…

– Carson, llámame Carson.

– Carson, no sabía que iban a cambiar el motor. No hacía falta eso.

– Según el taller, sí hacía falta.

– Sabe a qué me refiero. Quiero pagarle… no inmediatamente, pero en cuotas…

– De acuerdo, págueme algún día. Y ahora, ¿podemos dejar ese tema?

Ella estuvo de acuerdo. Sospechó que lo estaba aburriendo.

– ¿Cómo supo que estaría aquí? -le preguntó ella.

– Iba a pasarme por su oficina, pero llegué justo cuando usted estaba tomando un taxi. Así que le dije a mi taxi que la siguiera.

Carson pidió algo de beber, y ella lo observó, tratando de relacionar a aquel hombre con el ogro que había descrito Dulcie.

«Difícil y exigente», pensó. Sí, aunque estaba actuando con amabilidad se notaba un aire de orgullo, y de voluntad firme. Un mal enemigo. Un hombre que esperaba que las cosas se hicieran a su manera. Un hombre turbador. Y excitante.

Era distinto a otros hombres, al igual que un león se diferenciaba de un gatito. Ella deseaba que Dan se diera prisa. Allí estaba pasando algo que era amenazador para su mundo tan cuidadosamente construido, y si se daba prisa, tal vez todavía estuviera a tiempo de evitarlo.

– ¿Y qué ha pasado con su coche? -le preguntó ella, intentando que no le temblase la voz.

– Mañana me lo tienen arreglado -él miró el reloj de la pared-. Son las siete y media. ¿A qué hora se supone que llegaba su novio?

– Alrededor de esta hora -contestó ella. Pero Dan debía de haber llegado a las siete-. Está muy ocupado.

– Yo también. Pero si tengo una cita con una dama, soy puntual.

– En realidad, he llegado temprano. No lo espero hasta las siete y media -dijo ella, desafiante.

– Si usted lo dice -sus ojos oscuros le advirtieron que no lo había engañado.

– ¿Qué ha pensado de Philip Hale? -preguntó ella, para cambiar de tema.

– Es como usted dijo. Brillante… no hay mejor hombre. También muy aburrido. Nunca dice las cosas una sola vez, sino diez.

Ella bebió un sorbo de vino y lo dejó en la mesa, moviendo los hombros.

– No se reprima la risa -le advirtió él-. Ríase en alto. Él no está aquí.

– Creo que nunca he oído hablar de él de este modo -sonrió ella.

– Tonterías. Cualquiera que lo conozca diría lo mismo.

Él deseó verla sonreír, porque era como ver salir el sol. Pero ella se controló, aunque sus ojos seguían riendo. Tendría que conformarse con eso.

– De todos modos, aburrido o no, he decidido que trabajaré con él. Mañana lo veré. Es un buen abogado, dentro de su especialidad. ¿Tiene usted alguna especialidad?

– Derecho comercial y de la propiedad.

– ¿Así que es posible que haga algo de mi trabajo?

– ¿Podría repetirlo? -había ruido de fondo y Gina no lo escuchó. Se inclinó hacia adelante.

– Que es posible que haga algo de mi trabajo. ¿Cuál será?

– Soy sorda -dijo ella.

– ¡Tonterías! No puede ser.

Gina sonrió de oreja a oreja.

– Gracias. Eso es lo más bonito que me han dicho desde que… me he vuelto sorda.

Él frunció el ceño.

– Pero parece haber estado escuchando normalmente. ¿Quiere decir que me ha estado leyendo los labios todo el tiempo?

– ¡Oh, no! Tengo un implante que me ayuda. Puedo oír casi todo, pero si hay ruido de fondo, a veces no oigo algunas palabras.

– Comprendo -dijo él, con pesar-. Nunca pensé…

– ¿Por qué iba a imaginarlo? Excepto en algunos casos, soy como todo el mundo.

– Sí por supuesto. Perdóneme. Solo estaba pensando…

Gina lo miró. Sabía en qué estaba pensando exactamente. Estaba acostumbrada a la gente que se echaba atrás cuando oía la palabra «sorda», que no podían soportar ni la idea.

Pero le sorprendió que le pasara con aquel hombre. Había estado tan segura de que era especial, que había confesado su problema sin preocuparse. Ahora se sentía decepcionada al pensar que se había equivocado.

Para su alivio, vio a Dan yendo deprisa hacia ella.

– Cariño, siento mucho llegar tan tarde. Ocurrió algo…

Carson se levantó rápidamente.

– Supongo que esta es su cita. No la entretendré -asintió con cortesía a Dan y se marchó.

– ¿Quién era ese? -preguntó Dan, dándole un beso en la mejilla.

– Carson Page. He golpeado a su coche.

– ¡Dios santo! ¿Ese es Carson Page, el auténtico? Querida, no debiste dejarlo marchar tan fácilmente. Es un gran hombre.

– No, no lo es. Es como todos los demás.


Al día siguiente por la tarde la recepcionista llamó para decirle que habían llevado algo para Gina. Dulcie estaba muy ocupada con la correspondencia, así que Gina salió de su despacho. Y así fue como vio llegar a Carson Page, acompañado de un niño de unos ocho años. El niño tenía una cara pálida e inteligente, y parecía nervioso.

Philip Hale llegó y saludó efusivamente a Carson, este le contestó con cortesía pero con una mesura que habría alertado a un hombre más sutil que Hale.

Era curioso, pero el niño no mostraba ningún interés ni atención en la conversación que estaban manteniendo los adultos. Como si fuera…

Ella debía de estarse imaginando cosas, pensó Gina.

Carson no dio muestras de haberla visto, y siguió a Philip Hale llevando al niño por el hombro.

– Me pregunto qué le ocurre a ese niño -le dijo Gina a la joven recepcionista.

– Pobre niño. Sus padres no se hablan, lo usan como arma. Al parecer el señor Page está intentando impedir que su ex tenga acceso a Joey.

– ¡Eso es terrible!

Su idea de Carson Page se vino abajo.

Volvió a su oficina y se puso a trabajar. Al rato se echó atrás en la silla, bostezó y se estiró. Era por la tarde. El sol estaba caliente.

Miró por la ventana y exclamó:

– ¡Dios santo!-se puso de pie.

– ¿Qué está haciendo ese niño ahí?

Era Joey Page. Estaba dando vueltas por la calle, al parecer sin importarle las furiosas motos a su alrededor. Un coche casi lo atropello. Un motorista le gritó, pero el niño solo parecía sorprendido, como si lo que hubiera a su alrededor no fuera real.

– ¡Oh, Dios!-susurró ella-. No sabe… No puede…

Salió corriendo de su oficina, atravesó la zona de recepción y salió a la calle, rogando llegar a tiempo.

Llegó hasta el niño y lo sujetó por el brazo. El niño se quiso soltar, pero ella lo agarró más firmemente y lo llevó nuevamente a la acera.

– ¿En qué estabas pensando? -le preguntó ella sin aliento-. ¡Podrían haberte atropellado!

– Yaa… yaaa… yaaa… -el niño la miró severamente y se soltó.

Detrás de su furia, el niño parecía aturdido, como si las palabras de Gina no significaran nada para él. Y entonces ella estuvo segura de algo que había sospechado. Se agachó para que el niño pudiera ver sus labios.

– Eres sordo, ¿verdad? -le dijo lentamente.

– ¡Ahha!-gritó él.

Tenía un gesto triste. Y ella sabía quién lo privaba de su madre.

– No bajes a la carretera -le dijo hablando lenta y claramente-. Es peligroso -ella intentó ponerle la mano en el hombro.

– ¡Aaaa!-gritó el niño.

– ¡Joey!-dijo una voz detrás del niño-. ¡Basta!

Cuando Gina alzó la vista, vio a Carson con el ceño fruncido.

– Es inútil que le grite. No le oye -dijo Gina.

– Sí. Lo sé.

Carson le hizo darse la vuelta y mirarlo. El niño volvió a gritar. Hacía un ruido impresionante, como si fuera un animal enloquecido, pero Gina se dio cuenta de que temblaba.

Ella conocía aquella frustración que solo encontraba alivio en la rabia. La expresión abrumada de Carson le trajo un montón de recuerdos, e instintivamente Gina rodeó al niño con su brazo.

– Yo soy su padre. Lo llevaré.

Gina sintió una rabia que no pudo contener.

– Si es su padre, ¿cómo lo ha dejado que saliera solo a la calle? ¿No sabe que los niños sordos son muy vulnerables en la carretera?

– No me hacen falta lecciones sobre mi hijo -contestó él.

– Yo creo que sí. Un padre como es debido protegería a su hijo.

Él la miró furioso.

– Tiene problemas -gritó ella-. No puede oír. Eso significa que necesita más amor y cuidado, no menos. Necesita a su madre.

– ¡Ya está bien!-exclamó Carson-. Usted no sabe nada. Y ahora, si quiere ayudar, ¿por qué no lo intenta traer dentro?

Gina llevó al niño hasta el edificio. Por suerte, no había nadie en la oficina de Philip Hale.

– Le agradezco el que lo haya rescatado, y las molestias que se ha tomado… -dijo Carson.

– No es ninguna molestia. Le traeré… -se interrumpió y se puso donde Joey podía verla-… galletas de chocolate con leche -terminó de decir muy claramente-. ¿Te apetece?

El niño asintió. Su expresión era beligerante aún, pero cuando ella intentó irse de la oficina, Joey le agarró la mano firmemente. Daba la impresión de sentirse a salvo finalmente, y de que no quisiera perder esa seguridad. Gina llamó a Dulcie por el teléfono interno y le pidió que llevase la comida y la bebida.

– Enseguida las traerán -le dijo a Joey.

Pero el niño frunció el ceño. No había comprendido.

– Las traerán enseguida -repitió ella lentamente y con énfasis.

Aquella vez el niño asintió, y Gina le sonrió. El niño tardó en devolverle la sonrisa, y cuando lo hizo, apenas duró.

Era como su padre, pensó ella.

Tenía la cara redonda y unas facciones muy definidas que empezaban a parecerse a las de Carson. En su rostro se reflejaba cierto carácter y el movimiento de sus cejas sugería un toque de humor. Detrás de la barrera de la sordera se estaba desarrollando una fuerte personalidad, pensó Gina.

Cuando Dulcie entró con las galletas, la cara de Joey se iluminó. Pero, antes de tocarlas, miró a su padre. A Gina le pareció que había habido algo de aprensión en su mirada, y volvió a sentir rabia.

– Le tiene miedo -lo acusó.

– Le tiene miedo a todo -dijo Carson.

– Por supuesto. Cuando eres sordo, el mundo da miedo, pero debería apoyarse en usted para superarlo. Usted es su padre. Debería interponerse entre su hijo y las cosas que lo amenazan.

– ¡No sé cómo hacerlo!-gritó, contrariado, como si le molestase admitir una debilidad.

– Podrían haberlo atropellado en la calle, pero usted no lo ha rodeado con sus brazos. En lo único que pensaba era en pedirme disculpas. Como si yo importase, al lado de él.

Gina vio por el rabillo del ojo que se estaba acercando Philip Hale.

– ¿Por qué no trae a Joey a mi oficina mientras usted se ocupa de sus negocios? -le dijo ella.

– Gracias.

– Ven. Nos llevaremos esto -tomó la bandeja con galletas y leche y salieron juntos.

Afortunadamente, Gina encontró su oficina vacía, lo que le daría tiempo de hablar con Joey y suavizar su angustia.

– Soy Gina -dijo finalmente, poniéndose donde pudiera verla-. ¿Cómo te llamas?

Ella sabía que se llamaba Joey, pero quería que se lo dijera él. Sería una forma de empezar a comunicarse.

El niño la miró, luego desvió la mirada. Luego la volvió a mirar.

– ¿No quieres decírmelo?

Joey tomó aliento. Luego emitió un sonido parecido a «¡Oooeey!».

– ¿Joey? ¡Qué bien! Yo me llamo Gina -como el niño frunció el ceño, ella lo repitió.

Joey intentó repetirlo, con poco éxito.

– Mira -dijo ella, alzando la mano.

Lentamente hizo la seña de la G, luego la I. Se preguntó si Joey conocería el alfabeto de los sordos. Pero el niño se puso contento, y entonces Gina terminó de decir la palabra.

– Gina -repitió ella.

Joey intentó repetirlo. No lo hizo muy bien. Pero ella le sonrió para darle ánimos. Y volvió a deletrearlo con los dedos. Joey la miró con atención. Luego repitió las señas con los dedos.

– Muy bien -dijo ella-. Come algo, e intentaremos seguir más tarde.

Ahora que el niño se había calmado, podía observarlo mejor. Y vio tristeza en él, como si el peso del mundo lo estuviese aplastando.

– ¿Te gustan las galletas? -se aventuró Gina, con una frase más larga.

Él asintió, intentó decir algo y recogió una miga. Ella le palmeó la espalda, y se rieron juntos.

Entonces Joey intentó hablar. Dijo algunas palabras que Gina entendió prácticamente. Y también lo dijo por señas. «Debes comer galletas tú también», quería decir.

Después de eso, la conversación fue rápida y frenética. Al niño se le había iluminado la cara. Se comunicaba como si no lo hubiera hecho nunca antes.

– Yo también soy sorda -le dijo-. Ahora puedo oír, pero sé lo que se siente. Nadie lo comprende.

El niño asintió, y repitió con señas las últimas palabras de Gina.

– Eres muy listo -le dijo Gina con señas.

Joey la miró y preguntó:

– ¿Yii?

Gina comprendió lo que quería decir y contestó:

– Sí, tú, cariño. Eres muy listo, de verdad.

El niño agitó la cabeza. A Gina se le partió el corazón. Le rodeó los hombros y lo abrazó. El niño también la abrazó.

«Soy una extraña. Sin embargo, el pobrecito se ha aferrado a mí», pensó Gina.

Gina cerró los ojos y abrazó al niño. Cuando los abrió se encontró con Carson Page en la puerta, observándolos.

– Es hora de marcharnos -dijo.

Gina intentó soltar al niño, pero Joey se aferró más a ella y gimió.

– Está bien -dijo ella. Lo hizo mirarla y le aseguró-: No te preocupes, estoy aquí.

No sabía qué le había hecho decir aquello en presencia de su padre, pero en aquel momento, habría hecho cualquier cosa por el niño.

– Me lo voy a llevar a casa -dijo Carson.

– A casa -le dijo Gina mirando a Joey.

El niño agitó la cabeza furiosamente. Y cuando su padre fue a agarrarlo, se resistió.

– Ven -le dijo Carson firmemente, sujetándolo más fuertemente.

– ¡Suéltelo!-Gina se puso de pie y lo enfrentó.

– ¿Qué ha dicho?

– He dicho que lo suelte. No tiene derecho a tratarlo así.

– ¿Se ha vuelto loca?

– Solo le estoy pidiendo que sea amable con él…

– Hago grandes esfuerzos por lograrlo, pero no pienso aguantar rabietas.

Cuando oyó la palabra «rabieta», Gina hubiera querido matarlo.

– No es una rabieta. Se siente solo y asustado. ¿Es tan monstruo como para no ver la diferencia?

Carson la miró, impresionado por la fuerza de su ataque. Ella también se sorprendió. Normalmente era una persona apacible, pero el sufrimiento de Joey le había hecho salir a la superficie viejos temores y tristezas, haciéndole perder el control. Se volvió a sentir una niña otra vez, en un mundo cruel, que no comprendía a los seres diferentes.

Entonces vio a Philip Hale en la puerta y el alma se le fue a los pies.

– Recoja sus cosas, señorita Tennison, y váyase inmediatamente -dijo el señor Hale, en un tono que contenía cierto sentimiento de triunfo.

– No -dijo Carson-. Yo estoy en deuda con la señorita Tennison, y no puedo permitir que pierda su trabajo.

En la cara de Hale se reflejaron sentimientos contradictorios. El deseo de no ofender a un cliente y la indignación por el modo en que Carson había declarado lo que permitiría y lo que no en su despacho. Debatiéndose entre esos dos impulsos, oyó decir a Carson:

– Señorita Tennison. Le agradezco que haya salvado a mi hijo, y… y por la comprensión que ha demostrado hacia él. Es una persona digna de crédito para sus jefes, y escribiré a los socios más antiguos para decírselo.

Philip Hale achicó los ojos.

Gina dejó escapar la respiración. Estaba confusa. Era un hombre arrogante, brusco y duro, pero también era justo.

Carson tocó a Joey. Su rebeldía parecía haber terminado y tomó la mano de su padre sin protestar. Pero estaba sollozando con resignada desesperación. Y eso rompió el corazón de Gina.

Los observó marcharse hacia la entrada. Cuando estaban a mitad de camino, Carson se detuvo y miró al niño, que en aquel momento se estaba secando las lágrimas. Carson tomó la barbilla del niño y lo miró a los ojos. Luego sacó un pañuelo y le secó las lágrimas amablemente. Entonces miró a Gina, con gesto inseguro.

– Será mejor que venga con nosotros -dijo Carson-. Quiero decir… si tiene tiempo.

Gina iba a decir que por supuesto que tenía tiempo, pero entonces sintió un peso que se lo impidió.

– Yo… yo -balbuceó.

– Vaya con él y haga algo útil -le dijo Hale entre dientes-. Más tarde le diré algunas cosas.

Gina recogió su bolso y se dio prisa para alcanzarlos. Joey la miró y sonrió. Luego dijo por señas: «Ven también».

– Entonces, vamos -dijo Carson.

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