Capítulo 3

Nadie habló durante el viaje. Gina se sentó detrás, con Joey. El niño parecía contento simplemente, y ella estaba intentando calmarse, y ahuyentar traumas que había creído superados.

Por un momento, se había vuelto a sentir en la terrible pesadilla de su infancia, en una prisión cercada por el silencio y la incomprensión. Había creído que se había escapado de allí, pero de pronto había vuelto a sentir que la rodeaban sus muros. Ahora se sentía luchando consigo, porque no quería volver a esa prisión. Pero la necesidad de Joey era tan grande…

Pero… ¿qué estaba pensando? Aquella era una visita breve, y luego no volvería a ver a Joey ni a su padre.

Se sentía desilusionada por Carson. Era un hombre prejuicioso frente a la sordera, y estaba furioso con la suerte que le había tocado de tener un niño sordo.

Vio que el niño estaba intentando atraer su atención, diciendo algo. Ella contestó por señas, y conversaron en silencio el resto del viaje.

Se fijó que el coche se estaba dirigiendo a una zona rica de Londres. Sabía que las casas valían millones allí.

Pararon frente a la mansión más grande de la calle y Carson se metió por un camino que conducía a la casa, pasando por una hilera de árboles que la ocultaban de la mirada de extraños.

– Normalmente está aquí la señora Saunders -le explicó Carson mientras abría la puerta de la casa-. Ella se ocupa de todo lo doméstico y cuida a Joey, cuando no está en el colegio, pero necesitaba un día libre, y por eso he tenido que llevar al niño conmigo.

– Sí, me he dado cuenta de que no tiene demasiada experiencia en cuidarlo -dijo Gina.

Habían entrado en un gran vestíbulo con suelos de madera lustrados y una gran escalera. La casa era agradable, con ventanas altas y, por lo que había podido apreciar a través de las puertas abiertas de las habitaciones, tenía mucha luz. Podría haber sido un sitio ideal para vivir, pero tenía algo poco acogedor. No era un hogar para las dos personas que vivían allí, que estaban atrapadas cada una en su aislamiento.

A Gina empezaba a preocuparle la forma en que Joey le tomaba la mano, como si ella fuera esencial para él. No debía ser esencial para él. Ella solo podía estar un rato con él y pasar de largo por su vida.

Pero también recordaba cuánta gente había pasado por su vida durante su infancia, el sentimiento de que por fin había encontrado alguien que la comprendía, y luego la decepción de que desapareciera.

Joey estaba tirando de su mano, llevándola al jardín. Gina lo siguió, con Carson detrás. Era un jardín grande, hermoso, con magníficas zonas de hierba y flores.

Pero Joey no tenía tiempo para deleitarse en aquella belleza. La arrastró hasta un gran estanque donde había peces. Los señaló y habló sobre ellos con señas.

– Está muy interesado en los peces -dijo Carson cuando los alcanzó.

Joey los dejó un momento y se fue al otro lado del estanque y se quedó mirando el agua. Estaba concentrado y con el ceño fruncido. Parecía un pequeño profesor.

– ¿Por qué usted no le gusta a Philip Hale? -le preguntó Carson de repente-. Hay algo más de lo que me ha contado ayer, ¿no es verdad?

– Sí. Me considera «minusválida», y no sabe cómo manejar eso. Alguna gente no sabe cómo tratar a la gente que se sale de lo común -ella lo miró.

– ¿Lo dice por mí?

– ¿No es así?

– Evidentemente es lo que usted piensa. No le gusta la gente que juzga a la ligera, ¿no? Pero hoy me ha juzgado muy rápidamente. Sin atenuantes por las circunstancias. Sin tener en cuenta todos los datos. Simplemente se dijo «Cortadle la cabeza».

Era cierto. Ella se sintió incómoda.

– Carson, por favor, no piense que no le estoy agradecida por salvar mi trabajo. Ha sido muy amable por su parte, después de las cosas que le he dicho.

– Ha sido una cuestión de justicia. Además, usted me puede resultar útil.

– Sí, pensé que diría algo así.

– Usted no toma prisioneros, ¿verdad? -dijo él secamente.

– Bueno, si hay una batalla, estaré del lado de Joey. No se deje engañar por mi apariencia. Es posible que tenga aspecto de ratoncito marrón, pero soy muy dura realmente.

– ¿Ratoncito marrón? ¿Con ese pelo rojizo encendido?

Ella se sorprendió. Nunca había pensado en su pelo con aquel atractivo.

Volvieron a la casa en tensión. Joey los miraba. Cuando estuvieron dentro, el niño tiró de ella hacia las escaleras.

– Por favor, vaya con él -le dijo Carson.

Las paredes de la habitación de Joey no tenían un solo póster de un futbolista. Estaban cubiertas con láminas de delfines, ballenas, pingüinos, tiburones, leones marinos, peces, corales, y caracolas. Los estantes estaban adornados con los mismos motivos.

– Debes saber mucho de esto -le dijo Gina.

El niño asintió.

– ¿Te ha interesado siempre el mundo marino?

Joey asintió nuevamente. Y luego le mostró su habitación.

Tenía todo lo que se puede comprar con dinero, incluido un ordenador desde donde tenía acceso a su tema favorito por Internet. Incluso tenía una tarjeta de crédito para comprar lo que quisiera por este sistema.

En realidad la habitación tenía de todo, menos la calidez y el cuidado de un adulto. Por los libros que tenía, era evidente que era muy inteligente, pero no tenía con quién compartir sus intereses.

Hubo algo que llamó su atención. En la cabecera de la cama había una foto de una mujer de veintitantos años. Tenía mucho maquillaje. Pero aun sin él, habría sido hermosa. Su pelo rubio le caía sobre los hombros y su boca se curvaba provocativamente para la cámara. Gina la reconoció. Era una joven actriz llamada Angelica Duvaine, que se estaba haciendo famosa por sus películas. La había visto hacía poco en un papel secundario. Su talento era limitado, pero su belleza y atractivo eran deslumbrantes. Era extraño encontrar su foto en la habitación de un niño.

Joey la vio observar la foto y se puso orgulloso.

«Mi madre», deletreó con señas.

– Pero… -se interrumpió. Luego siguió-: Es muy guapa.

Joey asintió y señaló la foto.

– Yiii… diii mee…

«Me la dio», entendió Gina.

Era una foto enviada por correo, y el niño se sentía favorecido con aquel envío especial.

– ¿Te la dio ella? ¡Qué bien!

Joey le dijo con esfuerzo que su madre lo quería.

– Sí. Por supuesto -dijo Gina.

Carson asomó la cabeza y dijo:

– Hay algo de comer abajo.

La cena estaba puesta en un elegante comedor con cuadros caros en las paredes. Gina pensó que se hubiera sentido mal en un lugar así de haber sido una niña. Y Joey debía sentir lo mismo, porque estaba apagado.

La comida era excelente y se la elogió a Carson.

– No ha sido mérito mío. La señora Saunders dejó todo listo y yo solo la calenté en el microondas -miró a su hijo, que observaba el plato sin entusiasmo-. ¿Qué pasa? -le tocó el hombro para que lo mirase-. ¿Qué ocurre con la comida? -preguntó Carson en voz más alta.

– ¿Oye algo Joey? -preguntó Gina.

– No, nada.

– Entonces, ¿por qué grita? Lo que necesita es hablarle muy claramente, para que pueda seguir el movimiento de los labios. De todos modos, no pasa nada con la comida. Pero si Joey es como era yo a su edad, seguramente preferiría una hamburguesa.

– Es comida mala. Esto es mejor para él.

Joey los miró a ambos, con la mirada desesperada de quien está excluido. Ella le tomó la mano, e inmediatamente su expresión de desasosiego se desvaneció.

– Pero, ¿quién quiere tomar lo que es mejor siempre? La comida rápida es más divertida. ¿Le ha preguntado alguna vez qué prefiere?

– Eso no es fácil.

– Sí, lo es. Lo mira a la cara para que él pueda leerle los labios.

– ¿Cree que no he intentado eso? No me comprende. O no quiere hacerlo, por razones que solo él conoce.

Gina iba a discutirle esto, pero un recuerdo de infancia hizo que se abstuviera.

– Eso depende de cómo le hable -murmuró Gina-. Si le demuestra que está impaciente, se sentirá molesto.

– Yo no… Bueno, intento no… ¿Quiere decir que lo hace deliberadamente?

– No lo sé. Pero a mí solía pasarme. Si estás con un adulto que no te comprende, y que solo está cumpliendo con su deber, pero que desearía estar en cualquier otro sitio menos contigo… Tú… No intentas hacérselo fácil.

– Y yo soy el adulto poco comprensivo, ¿verdad?

– ¿Lo es?

Él dejó escapar una lenta exhalación.

– Hago todo lo que puedo.

– ¿Y cuánto es eso?

– Es poco. ¿De acuerdo? Eso es lo que usted piensa, ¿verdad? Y es la verdad. Soy un padre desastroso. No sé lo que estoy haciendo y estoy sufriendo por ello.

– Al menos es sincero.

– Pero, ¿dónde nos lleva la sinceridad? ¿Tiene la respuesta? -preguntó él angustiado.

Él también estaba sufriendo, y estaba más perdido que el niño. Ella se abstuvo de censurarlo.

El día anterior la palabra «muda» había ocasionado un cambio en él que ella había juzgado mal. Ahora se daba cuenta de que lo que verdaderamente le ocurría era que no podía manejar aquella situación, y que lo enfrentaba a su fracaso.

– ¿Qué debería hacer? ¡Por el amor de Dios, dígame, si lo sabe!

– Le diré cómo es la situación para Joey. Si lo comprende, será capaz de hacer las cosas más fáciles para ambos -dijo ella. Vio que Joey los estaba mirando, y dirigiéndose a Carson agregó-: Ahora, no.

El resto de la comida, Gina se concentró en el niño haciéndolo sentir incluido. Carson comió muy poco, pero los observó comunicarse, moviendo los ojos de un lado a otro, como si no quisiera perderse detalle.

– ¿Puedo usar su teléfono? -preguntó Gina después de un rato.

Recordó que Dan iba a llamarla.

– Hay un teléfono allí, en aquella habitación.

Gina llamó al móvil de Dan y lo encontró un poco molesto.

– No me habías dicho que estarías fuera esta noche -se quejó Dan.

– No lo sabía. Surgió algo imprevisible.

– Mi jefe me ha invitado a su casa y me ha dicho que te lleve. No quedó nada bien que apareciera sin ti.

– Lo siento. No lo sabía.

– Todavía tienes tiempo de llegar aquí, si te das prisa.

– De acuerdo, intentaré…

Entonces vio a Joey mirándola desde la puerta. Su cara le indicó que comprendía. No podía oír su conversación. Pero cuando se era mudo, siempre se sabía cuándo te iban a abandonar.

– Lo siento. No puedo -se apresuró a decir ella.

– Gina, esto es muy importante para mí.

– Y mi trabajo lo es para mí -Gina se inventó una excusa que Dan pudiera comprender-. He metido la pata con un cliente esta tarde, y estoy tratando de arreglarlo -le explicó atropelladamente lo del accidente, y le habló sobre Joey. Dan empezó a sentir interés.

– ¿Carson Page? ¿El hombre con el que estabas hablando anoche?

– Sí.

– ¿Estás en su casa?

– Sí.

– ¿En ese sitio deslumbrante de Belmere Avenue?

– Mmm. De acuerdo. Estaremos en contacto.

Dan colgó.

Carson había ido hasta la puerta, a llevarse a Joey a la mesa nuevamente. Estaba claro que había oído parte de la conversación. La miró gravemente.

– ¿Le he estropeado una cita? -preguntó.

– No. No hay problema -dijo ella. Luego se dirigió a Joey-: No me marcho todavía.

El niño sonrió y eso fue su recompensa.

Después de la comida, Carson hizo una seña con la cabeza y Joey se puso a mirar su programa favorito de televisión con subtítulos. Carson y Gina se levantaron de la mesa y llevaron las cosas a la cocina. Carson le sirvió una copa de vino y le ofreció una silla frente a la mesa.

– No le he dicho todo lo agradecido que estoy -dijo Carson-. No debí llevar a Joey a ese sitio, pero no sabía qué hacer. Hoy no tenía colegio, y sin la señora Saunders, tenía que llevarlo conmigo. Me metí de lleno en los negocios y no vi que andaba por ahí. De no ser por usted, lo habría perdido -agregó serenamente-. Y no lo habría soportado. Él es todo lo que tengo.

– Me hubiera gustado que me pidiera que lo cuidase.

– Lo pensé, pero no sabía cómo, sin interrumpir la conversación y sin poner en evidencia que nos conocíamos de antes.

– Debió de interrumpirla -dijo ella inmediatamente.

– Además, no estaba seguro de si sus jefes sabían lo suyo. No quise meter la pata. Justamente porque en el mundo hay gente como Philip Hale.

– Yo pensé que usted era como él. Anoche…

– No reaccioné muy bien, lo sé. Pero por momentos me siento muy confuso. Intento recordarme que para Joey la situación es peor que para mí.

– Sí, pobrecito. La gente que ve el problema desde fuera, no se imagina la frustración que siente uno cuando va formando las estructuras dentro y no puede sacarlas fuera, y te miran como si estuvieras loca…

– Si lo dice por mí, no se moleste. Ya hemos estado de acuerdo en que soy un padre desastroso que no tiene idea de lo que necesita su hijo.

– Seguro que sabe que necesita una cosa. Necesita a su madre. Aunque ustedes estén separados, ella es la persona que tiene más posibilidades de comprenderlo. Si la tuviera, no tendría que inventarse historias con estrellas de cine.

– ¿Qué le hace pensar que se inventa historias con estrellas de cine? -preguntó Carson.

– ¡Oh, por favor! He visto la foto de Angelica Duvaine en la cabecera de su cama. Debe de tener unos veintipocos años.

– Estaría encantada de oír sus palabras. Tiene veintiocho años. Esa foto ha sido retocada. De todos modos, aparenta menos edad de la que tiene. Hace dieta, se da masajes, hace ejercicio. Iba a hacerse cirugía en los pechos para levantárselos. Fue la discusión por ese tema lo que la decidió a marcharse. Aunque no estaba mucho tiempo en casa, de todos modos.

– ¿Quiere decir que Angelica Duvaine es realmente la madre de Joey?

– Sí. Aunque su verdadero nombre es Brenda Page. Pero hace años que no usa ese nombre. Y cuando acabemos de divorciarnos, dentro de pocas semanas, ya no tendrá ese nombre. Sé que parezco un monstruo que quiere separar a madre e hijo, pero no lo haría si ella demostrase algún interés en él. Debería leer las entrevistas de Brenda con la prensa. Jamás ha dicho que tiene un hijo. Desde el momento en que se dio cuenta de que Joey tenía un problema con el oído, para ella dejó de existir. Era un estorbo para ella, algo de lo que sentía avergonzada. Mi esposa, como ve, valora la perfección física sobre todo lo demás.

Carson esperó un momento, para ver si ella tenía alguna respuesta para aquello.

– ¡Oh, Dios santo!-susurró Gina finalmente-. ¡Pobre niño!

– Joey la adora. No sé por qué, puesto que ella lo trata sin mayor cuidado. Se marcha. Lo ignora, vuelve por cinco minutos, se vuelve a marchar y le rompe el corazón nuevamente. Pero él no se lo reprocha jamás, se porte como se porte.

– Por supuesto que no. Él cree que es culpa suya -dijo Gina.

Carson la miró con extrañeza y preguntó:

– ¿Era eso lo que sentía?

– Algo así. Yo tuve suerte con mi madre. Era maravillosa, pero murió. Mi padre… Bueno, creo que yo le parecía repelente. Y yo sabía que debía de haber hecho algo terrible para que no me amase.

– ¿Y eso es lo que piensa Joey?

– Él me ha dicho que su madre lo quiere. Probablemente explica sus ausencias echándose la culpa. Pero solo es una suposición.

– Entonces, ¿qué hago? ¿Le explico que su madre es una mujer egoísta que no se quiere más que a sí misma? ¿Que se acuerda de él cuando le viene bien y que lo abandona cuando le place? ¿Por qué cree que estoy intentando separarlos? Porque no puedo aguantar la cara que tiene el niño cuando ella se marcha nuevamente… como lo hace siempre.

– Pero ella es su madre… Debe de quererlo, a su manera…

– Entonces, ¿por qué no lo lleva con ella? Yo no se lo hubiera impedido, si de verdad quisiera tenerlo consigo. No juzgue a todas las madres por la suya. No son todas maravillosas.

– Lo siento -dijo ella-. No tengo derecho a criticarlo sin conocer todos los datos.

Él se pasó la mano por el pelo. En algún momento se había quitado la corbata y había abierto el botón de arriba de la camisa. El hombre totalmente controlado había dado paso a aquel que se sentía a merced de fuerzas que no comprendía.

– Supongo que no puedo reprochárselo. Es algo que yo mismo hago. ¿Qué cosas hay que tener en cuenta? ¿Cómo se puede saber? -preguntó Carson.

– Háblame de la señora Saunders. ¿Está cualificada para ocuparse de Joey?

– Eso pensé. Brenda la contrató. Al parecer trabajó en una escuela con niños especiales. Pero a Joey no le gusta. Tiene violentas rabietas con ella. Ayer mismo tuvo un ataque de gritos.

– Eso es frustración. No es justo llamarlo rabietas.

– Es posible que no. Pero creo que es por eso que la señora Saunders se ha tomado el día libre hoy. Necesitaba descansar. ¿Quién será?

El timbre había sonado. Carson frunció el ceño y fue a atenderlo. Luego volvió con Dan.

– Me habías dicho que todavía no tenías el coche -explicó Dan-. Así que pensé en llevarte a casa.

– Muy considerado, pero yo habría llamado un taxi para la señorita Tennison -dijo Carson; luego la miró reacio-. ¿Tiene ganas de marcharse? -le preguntó a Gina.

– Eso depende de Joey.

– Es hora de que se vaya a la cama.

– ¿Por qué no lo llevas a la cama? -le sugirió Dan a Gina-. Seguro que le gusta -desplegó una sonrisa que a Gina no la convenció.

Gina le dijo al niño que era hora de dormir y Joey saltó y se marchó con ella.

– No tardaré -dijo Gina.

– No te des demasiada prisa, cariño -le dijo Dan. Dan trabajaba duro y sabía cómo abrirse paso en el mundo. Pero aquella noche era de Joey, y a Gina le disgusto su oportunismo.

Cuando Joey se metió en la ducha, Gina fue a buscar su albornoz, que estaba colgado en su dormitorio. Al pasar por allí, vio a los dos hombres conversando, o al menos Dan lo estaba haciendo.

Cuando Joey salió de la ducha se puso el albornoz que ella le ofreció. Emitió un sonido que quería decir «Gracias».

Gina lo acostó y le preguntó por señas si quería leer. El niño agitó la cabeza y le sonrió. Parecía relajado y contento, muy diferente del niño que había conocido aquella tarde.

Gina le dio un beso de buenas noches.

– ¿Está listo para irse a la cama? -preguntó Carson desde la puerta.

– Está esperando que entre su papá y le diga buenas noches.

Ella se quedó atrás para que padre e hijo se pudieran dar un abrazo, pero Carson solo dijo torpemente:

– Buenas noches, hijo.

Joey intentó decir las palabras, y lo dijo bastante bien, pero Gina se dio cuenta de la tensión de Carson.

– Buenas noches, Joey -le dijo ella.

Estaba por darse la vuelta para marcharse, pero Joey la detuvo sujetándole el brazo. Gina se sentó en la cama. El niño hizo una seña con una sonrisa tímida.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Carson.

– Ha dicho que le gusto.

Gina hizo el mismo gesto al niño.

De pronto, Joey le echó los brazos al cuello, con desesperación y ansias. Ella lo abrazó también. El niño tardó en soltarse.

Ella se sintió partida en dos. Quería quedarse y hacer lo que pudiera por Joey. Pero también deseaba alejarse de aquella casa que le hacía recordar tanto dolor.

– Gracias -dijo Carson-. Lo que ha hecho significa mucho para él. ¿Cuándo volverá?

– ¿Es buena idea que vuelva?

– No comprendo. Usted me ha dado lecciones acerca de lo que necesita Joey, y usted puede ayudarlo más que yo.

– Pero no soy su padre… ni su madre. Es usted quien tiene que ocuparse de él.

– De acuerdo -dijo él después de una pausa.

Abajo, Dan parecía dispuesto a quedarse conversando, pero Carson lo evitó, disculpándose por entretenerla hasta tan tarde. Dan se puso de pie, reacio.

– Buenas noches, señorita Tennison -dijo Carson formalmente-. Pensaré en lo que me ha dicho.

En el coche Dan estaba eufórico.

– Si podemos venderle nuestros enchufes a Ingenieros Page, me ganaría un tanto. Creí que nunca podría conocerlo.

– Lamento haberte dejado colgado, pero ese pequeño…

– Le he contado lo de los enchufes y pareció interesado. Quiere que lo llame a la oficina y que le lleve los detalles, y me ha dado la impresión de que estaba muy interesado.

– Me alegro mucho por ti, Dan.

– Bueno, en parte te lo debo a ti -le dijo generosamente-. Bien hecho, cariño. ¿Sabes? Esa es una de las cosas buenas de ti. Siempre se puede confiar en ti.

– Gracias. Es bueno saberlo -dijo ella.

Era un piropo. Pero entonces ella recordó las palabras de Carson: «¿Un ratoncito marrón? ¿Con ese pelo rojizo encendido?».

No había querido decirle un piropo.

Rechazó la invitación de Dan de tomar una copa.

De pronto, se sintió muy cansada después de un día tan lleno de emociones.

Dan la dejó en su piso y se marcho en su coche, con la cabeza llena de enchufes y tratos comerciales.

Antes de irse a la cama esa noche, Gina se echó el pelo hacia adelante y se miró al espejo durante un rato. Respiró profundamente.

Era rojizo encendido.

Y no se había dado cuenta antes.

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