UNA mañana, se estaban preparando para salir cuando el teléfono. Era Gino.
Los de la película se han marchado -le contó Dante cuando hubo colgado el teléfono-. Ha habido una especie de jaleo, a Sandor le dio un ataque y en una hora se fueron todos. Ahora tenemos que vender la finca -la miró, sonriendo-. Bueno, supongo era demasiado perfecto como que durase eternamente.
Nada dura eternamente dijo Ferne, quitándole importancia.
Eso digo yo -entonces suspiró y añadió con cierta pena-: pero a veces sería estupendo que lo hiciera.
Pasaron dos días en el Palazzo Tirelli antes de volver Nápoles, donde se mudaron a un pequeño apartamento de un amigo de Dante que estaba en el extranjero.
La primera noche, fueron a cenar a Villa Rinucci. Hope anunció su llegada a la familia e invitó a todos a la casa, pero para ella lo más importante fue ver con sus propios ojos que Dante gozaba de buena salud y mejor humor.
– Me lo ha contado todo -dijo Hope a Ferne en un momento en que coincidieron solas en la cocina-. ¿De verdad feteaste a Sandor Jayley porque prefieres a Dante?
Lo habría hecho de todos modos -protestó Ferne-.No tuvo nada que ver con Dante.
– ¡Oh, venga! ¿Y qué me dices de esa gran oferta que has rechazado?
– Tenía que hacerlo, te hice una promesa. Hope, lo que tengo con Dante no es para siempre y ambos lo sabemos. Nos lo estamos pasando muy bien, pero no puede durar. Él no está enamorado de mí y yo no lo estoy de él.
Hope no respondió con palabras, pero su mirada burlona fue respuesta suficiente. Un rato después, Toni las llamó y ambas salieron al jardín con el resto.
Ferne deseó poder hablar abiertamente con Hope y decirle que era imposible que se amaran porque sencillamente no estaba dispuesta a permitirlo.
Sabía que había tenido mucha suerte. Dante era un hombre amable y considerado. Si estaba cansada, él le pedía que se acostase, la besaba con cuidado o la abrazaba hasta que se durmiese y luego se marchaba sin hacer ruido, dejándola sola.
Cuando hablaban, él la escuchaba con interés. Tenía una conversación fascinante. Bajo aquella apariencia burlona había un hombre reflexivo y educado que podría haber sido profesor de una asignatura importante.
En la cama era un amante tierno y experimentado que le proporcionaba un placer que ella jamás habría soñado posible, y la trataba como una reina. En principio ninguna mujer habría pedido más.
Pero en su interior albergaba el triste sentimiento de que todo aquello no era más que una ilusión, porque él le ocultaba la parte más importante de sí mismo. Y mientras fuese así, aquello evitaría que se enamorase perdidamente de él.
El apartamento estaba situado en la quinta planta de un bloque que dominaba la bahía de Nápoles. Desde la habitación del dormitorio se divisaba a lo lejos el Vesubio. A veces ella se despertaba y encontraba a Dante en la ventana, mirando la luna llena sobre la bahía iluminando el volcán. Una noche, él se quedó despierto hasta tarde, dejando que Ferne se acostase sola. Cuando ella se despertó, lo vio sentado junto a la ventana, y él no le dijo nada, sino que tendió el brazo para que se acercase y se le uniese.
– ¿Recuerdas cuando contemplamos esta misma vista juntos? -le dijo él en voz baja.
– Sí, y me dijiste que una vez oíste rugir el volcán y que deseabas oírlo otra vez -contestó ella-. No hay modo de capar de él, ¿verdad? Mientras estés en Nápoles, él siempre estará ahí.
– Crees que te has acostumbrado a él -murmuró él-. Lo conoces en todas sus facetas, pero aun así, puede sorprenderte.
Ella lo observó, preguntándose qué diría a continuación. Había estado de un humor extraño en los últimos dos días, más callado que de costumbre. No parecía triste enfermo, sino un poco pensativo. A veces ella levantaba la vista y se lo encontraba mirándola perplejo, como si algo le desconcertase. Al encontrarse con la mirada de Ferne, sonreía y apartaba la vista.
– ¿Qué has estado dando por sentado? -le preguntó ella entonces.
– Puede que todo. Crees que sabes cómo son las cosas, pero de repente todo cambia. No eres el mismo hombre que eras antes… quienquiera que éste fuese -rió fugaz y nerviosamente, como si no estuviese seguro de sí mismo-. Estoy diciendo tonterías, ¿verdad?
– Ajá, pero sigue, suena bien.
Sí, las tonterías pueden llegar a impresionar, eso es algo que aprendí hace mucho tiempo. Incluso pueden llegar a impresionarte a ti mismo durante un tiempo. Pero… entonces ruge el volcán y te recuerda cosas que siempre has sabido y que quizá desearas no saber.
Ferne contuvo la respiración. ¿Iría Dante a contarle por fin la verdad sobre sí mismo y a dejar que se acercara por fin a él?
– ¿Tienes miedo al volcán? -susurró ella-. Quiero decir, al que se alberga en el interior.
– Sí, aunque sólo lo reconocería ante ti. Creo que a ti podría contarte cualquier cosa y que eso estaría bien. Necesito dejar de tener miedo -y añadió con añoranza-: ¿llegará ese momento?
– Supongo que depende de lo mucho que lo desees -se aventuró ella-. Si confiaras en mí…
– Confío en ti más que en nadie en toda mi vida. ¿En quién confiaría si no? -tomó sus manos entre las de él e inclinó la cabeza para besadas-. Tienes las manos pequeñas y delicadas -susurró-. Pero son fuertes, acogedoras. Cuando las tiendes, parecen contener el mundo entero.
– Yo te daría el mundo si pudiera -dijo ella. Y era peligroso decir aquello, pero las palabras salían solas de su boca-. Siempre y cuando fuese mío y estuviese en mi mano dártelo.
– Igual es así y tú no lo sabes -le acarició el rostro con ternura-. A veces creo que te conozco más que tú a ti misma. Sé lo cariñosa, sincera y valiente que eres, el gran corazón que tienes.
– No es más que una ilusión -replicó ella-, una imagen que tú has creado.
– ¿Por qué dices eso?
– Porque nadie es de la forma en que tú me ves a mí.
– ¿Por qué? ¿Porque pienso que eres perfecta?
– Lo que demuestra que no es más que una ilusión.
– No, demuestra que soy un hombre perspicaz y sensato. No discutas conmigo. Si digo que eres perfecta, es que lo eres… y lo afirmo. Sé que serías incapaz de traicionar a alguien.
Aquellas palabras, pronunciadas con tanto fervor, la hicieron sentirse mal. La certeza de que lo estaba engañando, aunque fuese con buena intención, flotaba entre ellos, envenenando el momento.
– Dante…
Él le rozó los labios con el dedo.
– No lo estropees -sus palabras sonaron como un amargo reproche.
Ferne pensó que no era culpa suya. Lo estaba protegiendo y ese deseo inocente la había llevado por aquel peligroso camino.
– Deja que te diga lo que quiero antes de que pierda el valor para hacerlodijo Dante en voz baja.
– ¿Sí? -le instó ella.
– Ferne… -ella sintió que un escalofrío recorría el cuerpo de Dante-. ¿Cómo iba a imaginar lo que nos está pasando?
El corazón de Ferne latía tan rápido que no podía hablar, sólo asentir con la cabeza.
Sé que dije «sólo amistosamente» -susurró-. Pero dije muchas estupideces. Supongo que ahora ya lo sabes. Cuando hablamos, y nunca había hablado así con nadie, siento que entiendes todo aquello que callo. Contigo no tengo de qué preocuparme, me siento tranquilo -torció el gesto, haciéndose una mueca a sí mismo-. Nunca imaginé que llegaría a considerar la tranquilidad como una virtud.
. Nunca he parado quieto. Claro que eso tú ya lo sabes -ambos rieron suavemente. Supongo que no hay muchas cualidades mías que no conozcas ya: payaso, idiota, persona que se engaña a sí misma, niño grande…
– Podría añadir alguna más -bromeó ella.
– Apuesto a que sí.
– Entonces, ¿cómo puedes decir que no conozco lo peor de ti? Seguramente crea que eres peor de lo que eres en realidad. ¿Por qué no me lo aclaras?
– ¿Quieres que te diga que soy un héroe? ¿Que tengo un carácter fuerte, firme y directo que nunca esquiva la realidad de mi vida?
– No, creo que eso no lo creería -intentaba llevarlo a un terreno donde se sintiese lo suficientemente seguro como para contárselo todo. Cuando fuesen totalmente sinceros el uno con el otro, el camino quedaría despejado para lo que pudiese venir en el futuro.
– Si te presentases a ti mismo como un bobo virtuoso me echaría a reír -admitió ella-. Y luego te dejaría, porque no me interesarías para nada.
– ¿Por bobo o por virtuoso? -preguntó él.
– Adivina.
Dante sonrió, pero la emoción que le embargaba hizo desaparecer su sonrisa.
Ferne, no cambies -le dijo con desesperación-. Prométeme que nunca cambiarás y puede que entonces pueda rebuscar en mi interior y encontrar un poco de valentía. Me va a llevar cierto tiempo, quizá mucho, mostrarme ante ti como soy realmente, estúpido y testarudo, ciego a lo que de verdad importa.
– Calla -dijo ella, tapándole suavemente la boca-. No hables mal de ti mismo.
Él no replicó. Se limitó a agarrarle los dedos y frotar sus labios contra ellos. Sus ojos estaban cargados de desesperación.
– Dante -susurró ella-. Por favor… por favor.
De pronto, la agarró con fuerza y la atrajo hacia él, enterrando el rostro en su cuerpo.
– Ayúdame -dijo él, compungido-. Ayúdame.
Ferne sólo había deseado envolverlo en sus brazos, ofrecerle la ayuda que tanto buscaba, y había llegado el momento, lo que le llenaba de alegría y gratitud.
– ¿Qué es esto? -dijo él, tocándole la cara-. Estás llorando.
– No, no lloro, sólo…
– No llores -le apartó las lágrimas con cuidado-. No pretendía alterarte.
No estoy alterada
Él le tomó el rostro entre las manos, mirándola con ternura antes de besarla. Ella le devolvió el beso apasionadamente, intentando hacerle entender que era suya del modo en que él quisiera. Si lograban dar el siguiente paso.
– Soy tan afortunado por tenerte -dijo él-. Ojalá…
– ¿Ojalá qué? -repitió ella.
– Ojalá lo mereciese. Quisiera contarte muchas cosas, pero no ahora. Estoy hecho un lío… para variar -sentenció él, convirtiendo la frase en un chiste.
Pero ella no podía dejarlo ir así como así.
– Creo que en esta ocasión no se trata del lío de siempre -insistió.
– No, estoy empeorando. Ten un poco de paciencia conigo.
– Como quieras -dijo ella, intentando no parecer triste.
– Vamos a la cama -dijo él-. Mañana nos espera un largo viaje.
Ferne estaba perpleja, casi no podía creer que toda la emoción del momento se había disipado en un segundo. Habían estado tan cerca que le costó asumir que le arrebataran de aquel modo su recompensa. Pero dejó que la guiase hasta la cama sin rechistar. Una palabra imprudente y perdería para siempre su oportunidad.
Dante la tapó y se metió con ella en la cama, abrazándola un momento antes de darle un beso de buenas noches. Luego se giró y se dispuso a dormir.
Ferne se quedó tumbada en la oscuridad, intentando asumir lo ocurrido. Le había desilusionado ver cómo él se echaba atrás, pero lo entendía. Estaba convencida de que él quería sincerarse con ella, pero no lo había hecho, quizá aterrado al ver que casi abandona la prudencia con que había vivido toda su vida.
¿Desde cuándo lo amaba? ¿Desde el primer día? Tenía que haberse dado cuenta el día del incendio, cuando ella, capaz de fotografiar la traición de Sandor, había olvidado todo menos que Dante corría peligro.
Lo triste había sido quererlo y ocultárselo a él, del modo en que él se escondía de ella. Pero todo acabaría pronto y se sintió de nuevo feliz mientras le vencía el sueño.
Al día siguiente visitaron una villa para cuya venta iban a tener que poner todas sus capacidades en juego. Pero el desafío les estimulaba y regresaron a casa muy animados.
En el camino de vuelta, Dante se mostraba contento.
– Pararemos para comer -dijo él-. Pero será algo rápido. No quiero que lleguemos tarde a casa.
No comentó nada del día anterior, pero había algo en aquel ambiente tan feliz que ella se percató de que todo había cambiado. Había estado a punto de decirle aquello que por fin iba a acercarlos y era como si ya se lo hubiese dicho. Levantando la vista, Ferne observó que él la miraba sonriente, lo cual le daba la razón.
Al llegar a casa había trabajo que hacer y ambos se sentaron ante sus ordenadores.
– Juntos nos va de maravilla -dijo él, mirando por encima del hombro-. ¿Cómo habré logrado vender casas sin ti?
– No hace falta que me halagues -dijo ella con voz adormilada-, estás condenado a seguir conmigo, me quieras o no.
– Eso es lo que quería oír. ¿Por qué no te acuestas?
– Creo que lo voy a hacer -apagó el ordenador.
– Déjalo -dijo Dante-. Lo guardaré con el mío.
Ferne lo besó y se alejó bostezando.
Él la vio marcharse, preguntándose si le parecería raro que esa noche no se fuese a la cama con ella. De hecho estaba tramando un plan… sin duda censurable, pero pensaba que a ella no le iba a importar cuando se enterase.
Ferne nunca había cumplido su promesa de enviarle las fotografías que él le había hecho, así que se había propuesto hacer una incursión para recuperarlas. Esperó a que se apagase la luz del dormitorio y volvió a encender su ordenador.
Localizó el archivo sin dificultad y en unos minutos estaba contemplando las fotos. Pensaba que las conocía, pero al verlas se sintió impresionado por la cantidad de cosas que habían pasado desde que las hizo. No había tenido intención de intimar tanto con ella, pero al fin y al cabo había ocurrido. Puede que fuese el destino y él, que era un hombre que creía en el destino, debía aceptar esa posibilidad.
Pero lo que no entendía era por qué no se había dado cuenta antes de cómo era en realidad. Fascinado por su belleza, había pasado por alto la fuerza y honestidad que se reflejaba en su rostro. Y era aquello, tanto como su físico, lo que había acabado con sus defensas de tal modo que tan sólo un día antes había estado a punto de contarle cosas que nunca había contado a nadie, cosas que había jurado no contar nunca en su vida, por corta o larga que fuese.
Había estado a punto y luego se había echado atrás. Pero no por completo. Todavía pensaba que, si conseguía reunir el valor suficiente, le contaría todo y le pediría que arriesgase su futuro con él. Si no era ella, no sería nadie, porque no había otra persona en el mundo en la que confiase de tal modo.
Ella le sonreía desde la pantalla con ojos limpios, ofreciendole, una esperanza con que, nunca había contado antes, un futuro en donde antes sólo había habido un vacío.
Rápidamente, conectó el portátil a su impresora y sacó una copia de la fotografía.
Era suficiente por el momento. Al día siguiente le confesaría lo que había hecho y se reirían juntos, deleitándose en su mundo privado, cerrado para los demás, donde ambos se mantenían mutuamente a salvo.
Estaba a punto de apagar el ordenador cuando vio un archivo llamado «ZZZ»
Medio dormida, Ferne escuchó vagamente el sonido de la impresora procedente de la habitación contigua, luego un largo silencio y a continuación de nuevo el sonido de la impresora.
Cuando ésta se apagó, hubo otro silencio que se alargó y se alargó. Sin saber por qué, de pronto sintió miedo.
Moviéndose despacio, salió de la cama en el mismo momento en que Dante entraba en la habitación. Él también avanzaba despacio, como si luchara por recobrarse de un duro golpe. Encendió la luz y ella vio que llevaba en la mano unos papeles que arrojó a la cama. Inspiró con fuerza al reconocer algunos de los archivos sobre la enfermedad de Dante que tenía guardados en el ordenador.
Al ver su expresión llena de rabia, casi se le paró el corazón. Era el rostro de un desconocido.
– Los he sacado de tu ordenador -le dijo-. ¿Qué son?
– Sólo… algo que he estado leyendo.
¿Algo que leías por casualidad? -su voz sonaba tranquila pero fría como el hielo-. No lo creo. En ese archivo había par le menos una docena de documentos. Has estado buscando en Internet todo lo que pudiese haber sobre este tema y no ha sido fortuito -al ver que ella dudaba, añadió-: no me mientas, Ferne.
Ella deseó que volviese al ser el Dante que conocía y no aquel extraño que la asustaba. Intentó encontrar calor en sus ojos, pero sólo encontró un vacío que la llenó de terror.
No voy a mentirte, Dante. Sabía que tenías un problema.
– ¿Quién te lo dijo? ¿Hope?
– Sí, estaba preocupada por ti. Te mareaste en la escalera el día del incendio y luego te dolía la cabeza.
– Y ambas sumasteis dos y dos y el resultado fue cinco. Me mareé por el humo, pero vosotras teníais que exagerarlo.
– Vale, crees que nos preocupábamos innecesariamente pero cuando alguien te quiere, se preocupa por ti. Por eso uno sabe que es querido. Una vez me dijiste que Hope era lo más parecido a una madre que habías conocido desde la muerte de la tuya. Y las madres se preocupan. Igual deberían ocultarlo, pero es así.
– Entonces, te lo contó. ¿Y cuándo? ¿Fue antes de que nos fuésemos juntos?
– Sí.
– ¿Lo has sabido todo el tiempo? -dijo él en voz baja-. Y ahí estaba yo, como un imbécil, pensando que podía salvaguardar mi intimidad, sin imaginar que me espiabas.
– No te estaba espiando.
– Esto es espiar -su voz sonó como la rotura de una rama, haciendo que ella se estremeciese.
– ¿Tan mal está que me preocupe por ti, que desee que estés a salvo?
– Mi seguridad es asunto mío.
– No siempre -dijo ella, empezando a enfadarse-. Lo que haces afecta a otras personas. No puedes pasarte la vida apartado de los demás -respiró hondo-, pero es lo que intentabas hacer, ¿no es verdad?
– Eso es mi problema -estaba terriblemente pálido, pero su rostro no estaba blanco, sino gris-. ¿Es ésa la razón por la que viniste conmigo? ¿Como una especie de guardiana, vigilándome como una enfermera vigila a un niño… o algo peor?
– Nunca te vi así.
– Pues yo creo que sí. Como alguien tan estúpido que debe ser vigilado a escondidas.
– ¿Qué esperabas que hiciese, si no me contabas la verdad? -chilló ella.
– Has estado ocultándome cosas -gritó el.
– Tuve que hacerlo aunque no quería. Siempre esperé que acabarías confiando en mí.
– Ahí está la ironía, la broma de mal gusto. Confiaba en tí. Nunca me he sentido tan cerca de nadie.
– Pues entonces te engañabas a ti mismo -dijo ella con vehemencia-. ¿Cómo podíamos estar cerca el uno del otro si me ocultabas algo tan importante? Eso no es cercanía.
– Exacto: «¿Cómo podíamos estar cerca el uno del otro si me ocultabas algo tan importante?». Eso lo dice todo, ¿no es así? Cuando te imagino vigilándome, juzgándome, estudiando lo que hacías para mantenerme engañado… Ésa es la razón por la que rechazaste aquel trabajo, ¿verdad? Y yo que pensaba que deseabas estar conmigo tanto como yo… Tendré que acordarme de reembolsarte el dinero que has sacrificado por mí.
– ¡No te atrevas a decir eso! -gritó ella-. No te atrevas a ofrecerme dinero.
– ¿Te sientes insultada? Pues ahora ya sabes cómo me siento yo -y, alzando la voz en una nota de angustiosa amargura, añadió-: ¿podrás también entender que en este momento no soporto tu presencia?