CAPÍTULO 12

EL MÉDICO hizo hincapié en que no había tiempo que perder y fijaron una cita para el día siguiente.

Pasaron la tarde en la villa, donde la familia se había reunido para desearle buena suerte a Dante. Él parecía haber recobrado su buen humor, bromeando incluso sobre la deferencia que había tenido con Ferne.

– No puedo creer que éste sea Dante -dijo ella-. No le pega nada estar de acuerdo conmigo.

– Se está convirtiendo en un esposo Rinucci -dijo Toni-. Por muy fuertes que parezcamos ante el resto de la gente, en casa sólo obedecemos órdenes.

Nadie supo cuál de las esposas murmuró: «Eso espero», pero las demás asintieron y los maridos sonrieron.

Pero él no es esposo de nadie -indicó Hope-. Quizá ya va siendo hora de que lo sea.

– Tendrás que preguntarle a Ferne -dijo Dante enseguida. Le sonrió con un atisbo de su antiguo carácter travieso-. Yo sólo hago lo que se me dice.

– Pues serías un perfecto marido -dijo ella con voz agitada.

– ¿Pero cuándo es la boda? -preguntó Hope.

– En cuanto salga del hospital -dijo Dante.

– No -dijo Hope rápidamente-. No esperes tanto. Hazlo ya.

Todos sabían lo que quería decir. Era entonces o nunca.

– ¿Y se puede organizar con tanta premura? -preguntó Ferne.

– Déjamelo a mí -dijo Hope.

Tenía contactos por todo Nápoles y a nadie le sorprendió que tras unas llamadas anunciase que al día siguiente se podía organizar una misa de emergencia. La boda sería a mediodía y Dante ingresaría en el hospital justo después.

A Ferne le preocupaba que Dante sintiese que lo empujaban a casarse y su temor se acrecentó al ver lo callado que estaba de camino a casa.

– ¿Dante?

– Calla, no hables hasta haber oído lo que tengo que decir. Espera aquí.

Entró en el dormitorio y rebuscó en un cajón, regresando poco después con dos cajitas. Dentro de una de ella había dos anillos de boda, uno grande y otro pequeño. Dentro de la otra había un anillo de compromiso de diamantes y zafiros.

– Eran de mis padres -dijo él, sacando el de compromiso-. Nunca pensé que llegaría el día en que entregaría esto a una mujer. Pero tú no eres cualquier mujer. Eres la mujer que he estado esperando todo este tiempo.

Lo deslizó en el dedo de Ferne, agachó la cabeza y lo besó. Ferne no pudo hablar. Estaba llorando.

Y éstos -dijo él, dirigiéndose a la otra caja- son los anillos que intercambiaremos el día de nuestra boda. Mis padres se querían con pasión. Él empezó a hacer locuras y ella intentaba pasar con él el mayor tiempo posible. Tenía miedo de que desapareciese sin ella. Solía culparla por ello, pero ahora lo entiendo. He llegado a comprender muchas cosas que antes se me ocultaron.

La voz le temblaba tanto que casi no pudo acabar de hablar. Agachó rápidamente la cabeza, pero no lo suficientemente deprisa como para esconder sus mejillas mojadas. Ferne lo abrazó, con fuerza, contenta de que él se sintiese libre de llorar en sus brazos y de haber llegado también a comprender muchas cosas.

Aquella noche hicieron el amor como si fuese la primera vez. Él la acarició suavemente, como con miedo a hacerle daño. Ella reaccionó con apasionada ternura y entre ellos flotó siempre el mismo pensamiento: que quizá aquélla sería la última vez. Al acabar, se abrazaron cariñosamente.

A la mañana siguiente, un abogado se presentó en la casa con varios papeles para que los firmara Dante y también algunos para Ferne.

– Están en italiano, no entiendo una palabra -dijo ella.

– Fírmalos -le dijo él-. Si acabo incapacitado, te darán poder para hacerte cargo de mis cosas.

Ella estaba un poco perpleja, ¿es que siendo su esposa eso no ocurría automáticamente? Puede que la ley italiana fuese más complicada. Firmó rápidamente y siguió con los preparativos.

No llevó un espléndido traje de novia, sino un vestido de seda melocotón que sabía que a él le gustaba. Con traje de chaqueta oscuro, Dante estaba más guapo que nunca. Ambos evitaron mirar la maleta que él iba a llevar consigo al hospital cuando acabase la boda.

Finalmente el abogado se marchó y se quedaron solos, esperando al taxi.

– Creo que ya está aquí -dijo ella, asomándose a la ventana.

– Un momento -dijo él reteniéndola-. Sólo hay una cosa más que tengo que saber antes de que sigamos adelante. Quiero casarme contigo más que nada en el mundo, pero no puedo soportar la idea de convertirme en una carga para ti. ¿Me das tu palabra de que me internarás en una residencia si acabo como el tío Leo?

– ¿Cómo iba a hacerlo? -preguntó ella, aterrada.

– No puedo casarme contigo para convertirme en una carga. Si no me das tu palabra, suspenderé la boda.

– ¿Y tu hijo?

– Acabamos de firmar unos papeles que te otorgan el control absoluto de todas mis posesiones, estemos o no casados, para tu manutención y la de nuestro hijo.

– ¿Crees que hablaba de dinero?

– No, pero tienes que saber que mis disposiciones servirán para cuidar de los dos, incluso aunque no lleguemos a casarnos.

– ¿Tengo tu palabra -preguntó él de nuevo- de que si quedo incapacitado…?

– Calla -dijo ella incapaz de soportarlo.

– No quiero que la gente sienta lástima de mí. No quiero que mi hijo crezca mirándome con desprecio. ¿Tengo tu palabra de que, si todo sale mal, me internarás? -le tomó las manos-. Júralo, o no me casaré contigo. Nada significa más para mí que tú, pero intenta comprender, amor mío. Has hecho mucho por mí y sólo te ruego una cosa más para mi tranquilidad.

– De acuerdo -dijo ella con pena-. Lo juro.

– Gracias.

La boda se celebró en la capilla del hospital. Todos los Rinucci que vivían en Nápoles estaban allí.

Toni fue quien llevó a la novia al altar. Dante la miraba de tal modo mientras se acercaba que ella se quedó sin respiración. Supo que recordaría aquella mirada toda la vida. Tomando la mano de Dante, declaró:

– Yo, Ferne, te tomo a ti, Dante, como esposo y prometo amarte y respetarte en la alegría y en las penas, en la salud y la enfermedad, todos los días de mi vida.

Ella sabía que él no estaba preparado para entender sus palabras. Sólo podía rezar pidiendo un milagro que le permitiese demostrárselas.

Luego intercambiaron los anillos y el sacerdote les preguntó si querían añadir algo. Dante asintió, tomó de la mano a Ferne y, con voz alta y clara, le dijo:

– Te ofrezco mi vida en lo que valga… que no es mucho, quizá, pero no hay parte de ella que no te pertenezca. Haz con ella lo que quieras.

A ella le llevó un momento contener las lágrimas, pero luego dijo con voz temblorosa:

– Todo lo que soy y seré te pertenece, ahora y siempre… traiga lo que nos traiga la vida.

Hizo hincapié en las últimas palabras, esperando que él las entendiese, y vio cómo él se quedaba inmóvil por un instante, mirándola inquisitivo.

En lugar de celebrar el banquete, todos acompañaron a Dante a su habitación. Había allí una botella de champán para subrayar que aquello era una fiesta, pero poco después las risas y felicitaciones se fueron apagando porque todos recordaron la razón por la que Dante estaba allí.

Uno por uno se fueron despidiendo, todos sabiendo que podía ser para siempre. Hope y Toni lo abrazaron con fuerza y luego los dejaron solos.

– Tiene que descansar -le dijo la enfermera a Dante-. Acuéstese ya y bébase esto. Le ayudará a dormir.

– Quiero quedarme con él -dijo Ferne.

– Por supuesto.

Ella lo ayudó a desvestirse y de pronto fue como si una enorme máquina hubiese asumido el control. Se había puesto en marcha y nadie podía saber cuándo se detendría.

– Me alegro de que te quedes aquí esta noche -dijo él-, porque quiero pedirte que me perdones por haber sido tan egoísta. Tenías razón cuando dijiste que no tenía que haber dejado que intimaras tanto conmigo sin decirte la verdad. Has sido la mejor experiencia de mi vida y siempre lo serás, pase lo que pase. ¿Entiendes? Pase lo que pase. Pero di que me perdonas. Necesito oírte decirlo -estaba empezando a dormirse.

– Te perdonaré si quieres, pero no hay nada que perdonar. Por favor, intenta entenderlo.

Él sonrió sin responderle. Un segundo después, cerró los ojos. Ferne apoyó la cabeza sobre la almohada que había a su lado y se quedó mirándolo hasta quedarse dormida.

Aquélla fue su noche de bodas.

Por la mañana, los camilleros vinieron para llevarlo al quirófano.

– Un momento -dijo Dante desesperadamente.

Ella se inclinó sobre él, y Dante le acarició el rostro.

– Si esta fuese la última vez… -susurró él.

Sus palabras golpearon a Ferne como un mazazo. Realmente aquélla podía ser la última vez que lo acariciaba, que le miraba a los ojos.

– No es la última vez -dijo ella-. Pase lo que pase, siempre estaremos juntos.

De pronto él se incorporó, como si buscara algo.

– Tu cámara -dijo-. La que siempre llevas contigo.

Entonces ella lo comprendió todo. Sacándola del bolso, activó el disparador automático y luego lo tomó entre sus brazos, mirándole a los ojos.

Él la contemplaba con una tranquilidad y una paz que nunca había visto en los ojos de Dante.

– Sí -dijo él-. Siempre estaremos juntos. Puede que yo ya no esté presente, pero mi amor sí lo estará, hasta el final de tu vida. Dime que lo sabes.

Ella no pudo hablar, sólo asentir.

Había llegado la hora. Los camilleros se lo llevaron.

– ¿Y si muere? -dijo Ferne a Hope, consternada-. ¿Y si muere en una operación a la que se ha prestado por mi causa? Podría haber vivido años sin enfermar. Si muere, yo lo habré matado.

– Y si sale bien, le habrás salvado la vida y la cordura -dijo Hope con convicción.

Las horas pasaban muy despacio. Ferne sacó muchas veces la cámara y estudió la última foto que había hecho. Era diminuta, pero en ella se podía ver a Dante con el rostro vuelto hacia Ferne con tal adoración que aquello la asustó. ¿La había mirado así antes y ella nunca se había dado cuenta? ¿Sería lo último de él que vería jamás?

¿Qué le había hecho?

Veía su vida extenderse ante ella, con un vacío en el lugar en el que debía haber estado él. Su hijo le preguntaba dónde estaba su padre, sin saber que su madre lo había enviado a la muerte.

Finalmente, sacaron a Dante del quirófano con la cabeza envuelta en un vendaje. Estaba pálido, fantasmal, parecía otra persona. Pero estaba vivo.

– Ha ido todo bien -les dijo el médico-. Es un hombre fuerte y no hubo complicaciones. Es demasiado pronto para estar seguros, pero creo que sobrevivirá.

– ¿Y… lo otro? -tartamudeó Ferne.

– Tendremos que esperar a ver cómo evoluciona. Es una lástima que haya retrasado tanto la operación, pero espero que salga adelante.

La reserva del médico la perseguía cuando se sentó junto a la cama de Dante, esperando que despertara. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Hacía mucho tiempo que no dormía, pero por muy cansada que estuviera, sabía que no podría dormir.

Las horas pasaban. Él yacía terroríficamente inmóvil, enchufado a tantas máquinas que casi desaparecía bajo ellas. Un enorme tubo lo unía a la máquina de respiración asistida, cubriéndole parte de la cara.

– Puede que te lo haya quitado todo -susurró ella-. Intentaste advertirme, pero ahora, si tu vida está arruinada, será culpa mía. Perdóname. Perdóname

Él seguía inmóvil y silencioso. El único sonido en la habitación era el de la máquina. Al alba, ella se dio cuenta de que había pasado allí toda la noche. Un médico que vino a desconectar el respirador, le dijo:

– Veamos cómo se las apaña sin él.

Hubo una pausa en la que el tiempo pareció detenerse y entonces Dante dio una pequeña bocanada e inspiró largamente.

– Excelente -dijo el médico-. Respira con normalidad. Se marchó y ella volvió a sentarse junto a la cama, tomando la mano de Dante entre las suyas.

– Ha sido un gran comienzo -le dijo.

¿Podría oírla? Si pudiese llegar hasta él, podría ayudarle a fortalecer el cerebro.

– Todo saldrá bien -le dijo, acercándose-. Te despertarás y serás el mismo de siempre: intrigante, manipulador, poco fiable, un hombre que toda mujer sensata debería evitar. Pero nunca fui sensata con respecto a ti. Tenía que haberme rendido el primer día, ¿verdad? Pues creo que lo hice y eso me hizo mucho bien. ¿Te acuerdas?

Siguió hablando sin saber lo que decía o cuánto tiempo pasaba. Las palabras no importaban, la mayoría eran tonterías, del tipo que solían compartir, pero él debía oír el mensaje que subyacía bajo toda aquella charla: un ruego de que volviese con ella.

– No me dejes sola sin ti. Vuelve conmigo.

Pero él se mantenía tan inmóvil que parecía haberse marchado ya a otro mundo. Por último, ella se inclinó y lo besó suavemente en los labios.

– Te quiero -susurró-. No hace falta decir más. Entonces se echó hacia atrás, asustada. ¿Se había movido?

Lo miró con atención. Era verdad. Se movía. Dante emitió un suspiro y luego murmuró algo. -¿Qué has dicho? -le preguntó ella-. Háblame. -Portia -susurró él.

¿Qué es eso?

Pasado un segundo, volvió a repetir la palabra. -Portia…, me alegro mucho de que estés aquí. Ferne quiso gritar de desesperación. No la conocía. Le estaba fallando el cerebro, tal y como había temido. Fuese quien fuese Portia, estaba ahí dentro con él.

Lentamente, Dante abrió los ojos.

– Hola -murmuró-. ¿Por qué lloras?

– No lloro. Sólo estoy feliz de que hayas vuelto

. Él sonrió adormilado.

– Me has llamado intrigante, manipulador, poco fiable. Pero no importa. Mi amiguita me defenderá.

– ¿Tu amiguita? -preguntó ella asustada, casi sin atreverse a respirar.

– Nuestra hija. He estado conociéndola. Quiero que se llame Portia. Le gusta. Querida Ferne, no llores. Todo va a salir bien.

Llevó un tiempo asumir que estaba totalmente recuperado, porque las noticias eran demasiado buenas para ser verdad. Pero a cada hora que pasaba, Dante demostraba que sus facultades estaban tan plenas como de costumbre.

– Jugamos con el destino con sus propias cartas -le dijo él-. Y ganamos. O más bien, tú ganaste. Antes de que aparecieses, nunca tuve el valor de enfrentarme a este juego. Nunca lo habría hecho de no ser por ti -le acarició la cara-. Nunca soñé que pasaría esto.

– Yo siempre lo creí -dijo ella.

– Lo sé, pero yo no podía estar seguro. Siempre cabía la posibilidad de que tuvieses que internarme en una institución.

Ferne dudó. Podía haber dejado pasar fácilmente aquel momento, pero algo le empujaba a ser sincera con él. -No -dijo ella-. No lo hubiese hecho nunca.

– Pero me lo prometiste, ¿recuerdas?

– Sé lo que te prometí -dijo ella con calma-, pero no hubiese cumplido esa promesa por nada del mundo. Incluso ahora, creo que no has empezado a entender lo mucho que te quiero. Te habría mantenido aislado porque ése era tu deseo, pero habrías estado en tu casa, donde nadie excepto yo pudiese verte todos los días. Crees que el amor es una cues tión de pactos y no entra en tu cabeza que el amor deber ser incondicional, porque si no lo es, no es amor.

Ella esperó por si él decía algo, pero parecía demasiado asombrado como para hablar. Cuando finalmente abrió la boca, fue para pronunciar únicamente dos palabras, las últimas que Ferne esperaba escuchar.

– ¡Gracias a Dios!

– ¿Cómo?

– Gracias a Dios que eres una mentirosa, cariño. Cuando pienso en el desastre en el que habria caído si hubieses sido sincera, me echo a temblar. Nunca pensé que tenía derecho a casarme contigo, sabiendo en lo que podría estar metiéndote. Era mi forma de liberarte. Si te hubieses negado a hacerme esa promesa, me habría visto obligado a rechazar el matrimonio, aunque deseaba ser tu esposo con toda mi alma. En la vida, la muerte, o la medio vida que tanto temía, quiero que tú, y sólo tú, estés ahí junto a mí. Pero me sentía un egoísta. Te pedí que hicieras la promesa porque pensaba que no tenía derecho a arruinar tu vida.

– Pero eso nunca iba a suceder -protestó ella-. Tú eres mi vida. ¿Es que no lo has entendido?

– Supongo que estoy empezando a hacerlo. Me parece demasiado esperar que me quieras tanto como te quiero yo. Todavía no consigo asumirlo, pero sé que mi vida te pertenece. Y no sólo porque estamos casados, sino porque la vida que tengo ahora es la que tú me has dado. Tómala y úsala como quieras. Tú has sido quien apartó los nubarrones y trajo la luz del sol. Y, mientras estemos juntos, siempre será así.

Dos semanas más tarde, a Dante le dieron el alta en el hospital y ambos fueron a pasar unas semanas en Villa Rinucci. Incluso cuando volvieron al apartamento llevaron una vida tranquila excepto por el desayuno nupcial que habían aplazado y que celebraron con la presencia de toda la familia Rinucci.

Después, todos contuvieron la respiración en espera del nacimiento del nuevo miembro de la familia. Portia Rinucci nació en primavera, con los ojos de su madre y el carácter de su padre. Durante el bautizo, todos observaron que era su padre el que la sostenía posesivamente, pleno de amor y de orgullo, mientras su madre los miraba comprensiva, feliz de aquella inusual disposición.

Si a veces los ojos de Ferne se oscurecían, era tan sólo porque nunca olvidaba una nube que se había retirado pero que nunca había desaparecido del todo. Conforme creciera su hija, sus vidas podían verse de nuevo ensombrecidas. Pero se enfrentaría a la situación, fortalecida por un amor y una felicidad que pocas mujeres conocían

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