CAPÍTULO 1

CIRCULANDO entre atronadores pitidos y fogonazos de faros, Ferne se retorcía las manos mientras el taxi se abría camino por entre el lento transcurrir del tráfico de Milán.

– ¡Ay, Dios! ¡Perderé el tren! ¡Por favor!

El taxista se volvió para decirle:

– Hago todo lo que puedo, signorina, pero es que el tráfico aquí es único en el mundo -anunció no sin orgullo.

– Ya sé que no es culpa suya -gimió ella-. Pero tengo un billete nocturno para ir a Nápoles y mi tren sale dentro de un cuarto de hora.

El taxista soltó una risita.

– Confíe en mí. Llevo veinte años conduciendo por Milán y mis clientes jamás han perdido un tren.

Los diez minutos siguientes fueron angustiosos, pero finalmente la fachada de la Estación Central de Milán apareció ante ellos. Conforme Ferne saltaba del vehículo y pagaba la carrera, apareció un mozo.

– El tren para Nápoles -dijo ella, jadeando.

– Por aquí, signorina.

Entraron en la estación tan desesperados que la gente se volvía para mirarlos. De pronto, Ferne tropezó y cayó delante del mozo, haciéndole caer también.

A punto estaba de ponerse a gritar de frustración cuando unas manos surgieron milagrosamente de Dios sabe dónde, la metieron en el tren seguida de su equipaje y cerraron la puerta de golpe.

– Stai bene? -preguntó una voz masculina.

– Lo siento, no hablo italiano -respondió ella con voz entrecortada, agarrándose a él mientras la ayudaba a levantarse.

– Le preguntaba si estaba bien -le dijo él en inglés. -Sí, pero… oh, cielos, nos estamos moviendo. Tenía que haberle dado al pobre mozo una propina.

– No se preocupe.

La ventana contaba con una pequeña abertura en la parte alta y el hombre deslizó por ella el brazo con una mano llena de billetes que el mozo recibió agradecido. Luego, su salvador se despidió con la mano y se volvió hacia ella en el pasillo del tren, que poco a poco iba tomando velocidad.

Entonces Ferne tuvo un momento para mirarle y pensó que sufría alucinaciones. No podía ser tan guapo. Era un hombre en la treintena, alto e impresionante, con anchos hombros y un cabello azabache como sólo pueden tenerlo los italianos. Tenía los ojos de un azul profundo, llenos de vida, y su aspecto era de ésos que sólo se permiten los personajes de una novela.

Para colmo, había corrido en su ayuda como el héroe de un melodrama. Pero ¡qué demonios, estaba de vacaciones!

Él le devolvió la mirada de forma fugaz pero apreciativa, fijándose en lo esbelto de su figura y su cabello pelirrojo oscuro. Sin presunción, pero también sin falsa modestia, ella sabía que era atractiva: ya había visto antes lo que los ojos de él expresaban, aunque tardó un momento en pronunciar palabra.

– Le reembolsaré el dinero de la propina, por supuesto. Una mujer de unos sesenta años, con el pelo cano, delgada y elegante, apareció tras él en el pasillo.

– ¿Te has hecho daño, querida? -preguntó-. Ha sido una caída terrible.

– No, estoy bien, sólo un poco magullada.

– Dante, que venga a nuestro compartimento.

– Muy bien, tía Hope. Indícale el camino, yo llevaré las maletas.

La mujer agarró suavemente a Ferne del brazo y la condujo por eI pasillo hasta un compartimento en cuya puerta había un hombre, también de unos sesenta años, que las observaba conforme se iban aproximando. Se apartó para dejarlas entrar y acomodó a Ferne en un asiento.

– A juzgar por su acento, debe de ser usted inglesa -dijo la mujer sonriendo abiertamente.

– Sí, me llamo Ferne Edmunds

– Yo también soy inglesa. Al menos, lo fui hace mucho tiempo. Ahora soy la signora Hope Rinucci. Éste es mi marido, Toni… y este joven es nuestro sobrino, Dante Rinucci.

Dante entraba en ese momento con el equipaje. Lo metió bajo los asientos y luego se sentó, frotándose el brazo.

– ¿Te has hecho daño? -le preguntó Hope angustiada.

Él hizo una mueca de dolor.

– Creo que al sacar el brazo por esa rendija tan estrecha me he hecho unos moratones que me durarán de por vida -y entonces sonrió-. No pasa nada, sólo es una broma. Deja de preocuparte, la que necesita cuidados es nuestra amiga, que esos andenes son muy duros.

– Es cierto -dijo Ferne lastimeramente, frotándose las rodillas sobre los pantalones.

– ¿Quiere que le eche un vistazo? -preguntó él, expectante.

– No, no quiere -contestó Hope, anticipándose-. Compórtate. De hecho, ¿por qué no vas al vagón restaurante y pides algo para esta joven? -y añadió severamente-: Mejor si vais los dos.

Como dos niños obedientes, ambos hombres se levantaron y se marcharon sin pronunciar palabra… Hope rió entre dientes.

– Entonces, signorina… ¿es signorina?

– Signorina Edmunds. Pero llámeme Ferne, por favor: Después de lo que su familia ha hecho por mí, dejemos a un lado las formalidades.

– Bien. En ese caso…

Alguien llamó a la puerta y un encargado se asomó al interior.

– Ah, sí, viene a preparar las literas -dijo Hope-. Reunámonos con los hombres.

Conforme avanzaban por el pasillo, Hope preguntó:

– ¿Dónde está tu litera?

– No tengo -admitió Ferne-. Hice la reserva en el último minuto y estaban todas ocupadas.

En el vagón restaurante, Toni y Dante estaban sentados en una mesa. Dante se levantó cortésmente y le ofreció un asiento a su lado.

– Ahí está el revisor -dijo Hope-. Resolvamos todas las formalidades antes de comer. Puede que te encuentren una litera.

Pero a partir de ese instante las cosas se torcieron. Conforme los demás mostraban los billetes, Feme revolvió desesperada su bolsa, afrontando finalmente la cruda realidad.

– Ha desaparecido -susurró-. Todo. Mi dinero, los billetes… debe haberse caído cuando tropecé en el andén.

Volvió a buscar sin resultado. ¡Qué desastre!

¡Mi pasaporte también ha desaparecido! Tengo que volver.

Pero el tren avanzaba a toda velocidad.

– No se detiene hasta llegar a Nápoles -le explicó Hope.

– Pararán para echarme en cuanto descubran que no tengo ni billete ni dinero.

Hope la tranquilizó:

– Veamos qué es lo que podemos hacer.

Toni se puso a hablar en italiano con el revisor y luego le entregó su tarjeta de crédito.

– Van a emitir otro billete -le explicó Hope.

– Sois tan amables… Os devolveré el dinero, lo prometo.

– No te preocupes por eso ahora. Primero tenemos que encontrarte una litera.

– Eso es fácil -dijo Dante-: En mi compartimento hay dos literas, así que…

– Así que Toni puede dormir contigo y Ferne conmigo -dijo Hope, sonriendo-. ¡Qué buenísima idea!

– Pero tía, yo pensaba…

– Sé lo que pensabas y debería darte vergüenza.

– Sí, tía, lo que tú digas, tía.

Pero le guiñó el ojo a Ferne y ella no pudo evitar sentirse encantada. La idea de que un hombre tan guapo y seguro de sí mismo hiciese todo lo que se le ordenaba era estúpida. Su docilidad era tan claramente fingida que ella no pudo más que sonreír y sumarse a la broma.

El revisor intercambió unas palabras más con Toni antes de asentir y marcharse apresuradamente.

– Va a llamar a la estación para pedirles que busquen tus cosas -le explicó Toni a Ferne-. Ha sido una suerte que descubrieses tan pronto que no estaban en tu bolsa, porque así podrán recuperarlas antes de que alguien las encuentre. Pero, por si acaso, deberías cancelar las tarjetas de crédito.

– ¿Y cómo voy a hacerlo desde aquí? -preguntó Ferne, desconcertada.

– A través del consulado británico -anunció Dante, sacando su teléfono móvil.

En unos minutos tenía el número de emergencias del consulado en Milán, lo marcó y le pasó el teléfono a Ferne.

El joven que estaba al cargo del servicio era muy eficiente. Rápidamente buscó los números de las compañías de crédito, le asignó un número de referencia y le deseó buenas noches. Cancelaron las tarjetas por teléfono y encargaron otras nuevas. Por el momento, no se podía hacer otra cosa.

– No sé qué habría hecho sin vosotros -les dijo a sus nuevos amigos-. No quiero ni pensar qué habría sido de mí.

– No lo pienses -le aconsejó Hope-. Todo irá bien. Ah, aquí llega el camarero. Mmm, los dulces y el vino son estupendos, pero me gustaría tomar un té.

– Té inglés -Toni le dio instrucciones al camarero; que asintió solemnemente.

– ¿Cuándo comiste por última vez? -preguntó Hope.

¿Una comida decente? Hace bastante. Me fui sin pensarlo, tomé el tren de Londres a París y luego de París a Milán. No me gusta volar y quería tener la libertad de detenerme a explorar siempre que quisiera. Pasé unos días en Milán, de compras y de visita turística. Pensé quedarme allí a pasar la noche y salir mañana, pero de repente cambié de idea, hice las maletas y eché a correr.

– iAsí es como debe ser! -exclamó Dante-. Hoy aquí, mañana allí y que la vida decida -asió la mano de Ferne y habló con fervor teatral-. Signorina, es usted una mujer con la que me identifico. Más que una mujer, una diosa con una visión especial de la vida. Le aplaudo… ¿por qué te ríes?

– Lo siento -dijo Ferne partiéndose de risa-. No puedo escucharte decir tantas sandeces con la cara seria.

– ¿Sandeces? ¿Sandeces? ¿Es una nueva palabra inglesa?

– No -le informé Hope, divertida-. Es una palabra inglesa antigua que significa que necesitas mejor guionista.

– Pero sólo para dirigirte a mí -rió Ferne-. Seguro que con otras funciona maravillosamente.

El rostro de Dante se tornó airado.

– ¿Otras? ¿No se da cuenta de que es la única que ha conseguido que ponga mi corazón a sus pies? La única… Bueno, la verdad es que normalmente me funciona.

Su vuelta al mundo real hizo que todos se echaran a reír.

– Es muy agradable conocer a una mujer que disfruta de la vida como de una aventura -añadió-. Pero supongo que sólo será mientras estás de vacaciones. Volverás a Inglaterra, a tu aburrida vida de nueve a cinco y a tu aburrido novio de nueve a cinco.

– Si tuviese novio, ¿qué estaría haciendo aquí sola? -preguntó ella.

El hizo una pausa, pero sólo por un instante.

– Te engañó-dijo él dramáticamente-. Le estás dando una lección. Cuando vuelvas, estará celoso, sobre todo cuando vea las comprometedoras fotos en que apareceremos juntos.

– ¿De verdad? ¿Y de dónde saldrán esas fotos?

– Se pueden amañar. Conozco muy buenos fotógrafos.

– Apuesto a que ninguno es tan bueno como yo -replicó ella.

– ¿Eres fotógrafa? -preguntó Hope-. ¿Periodista?

– No, trabajo en el teatro Some -un instinto inexplicable le hizo decirle a Dante-: Y no era aburrido. De todo menos eso.

Él no contestó, pero su expresión era de ironía y curiosidad. Como el modo en que asintió.

– Deja que la pobre coma tranquila -le reprendió Hope.

Finalmente, anunció que era hora de irse a la cama.

Los cuatro volvieron por el pasillo y se desearon las buenas noches.Ferne y Hope se metieron en un compartimento y Toni y Dante en el contiguo.

Cuando Ferne colgó los pantalones, unas monedas cayeron al suelo.

– Había olvidado que tenía algún dinero en el bolsillo.

– Tres euros -observó Hope-. No hubieses llegado muy lejos.

Se sentaron en la cama, bebiendo a sorbos el té que se habían traído del vagón restaurante.

– Dijiste que eras inglesa -recordó Ferne-. Y hablas inglés como si hubieses vivido allí.

– Unos treinta años.

– ¿Tienes hijos?

– Seis. Todos varones.

Dijo esto con tal exasperada ironía que Ferne sonrió.

– ¿Alguna vez deseaste haber tenido hijas?

Hope rió.

– Cuando tienes seis hijos, no tienes tiempo de pensar en nada más. Además, tengo seis nueras y siete nietos. Cuando se casó mi hijo pequeño, hace unos meses, Toni y yo decidimos salir de viaje. Hemos estado en Milán visitando a unos familiares suyos. Toni estuvo muy unido a su hermano Taddeo, hasta que murió hace unos años. Dante es el hijo mayor de Taddeo y vuelve a Nápoles con nosotros para devolvernos la visita. Está un poco loco, como irás descubriendo en nuestra compañía.

– No puedo seguir abusando de vosotros.

– Querida, no tienes ni dinero ni pasaporte. ¿Qué vas a hacer sino quedarte con nosotros?

– Me parece terrible que tengáis que cargar conmigo.

– Nos encantará tenerte. Podemos hablar de Inglaterra. Adoro Italia, pero echo de menos mi país y tú podrás contarme como vanlas cosas por allí.

– Si puedo hacer algo por ti, eso lo cambia todo.

– Espero que te quedes mucho tiempo con nosotros. Ahora, necesito dormir.

Se acostó en la litera de abajo y Ferne se subió a la de arriba. En unos minutos todo se inundó de silencio y oscuridad.

Ferne se quedó un rato escuchando el zumbido del tren, intentando orientarse. Le parecía que había pasado muy poco tiempo desde que decidió abandonar Inglaterra. Y se encontraba en un tren, sin dinero y dependiendo de unos desconocidos.

Mientras reflexionaba sobre el extraño giro que había dado su vida, el ritmo del tren acabó acunándola hasta dejarla dormida.

Se despertó sedienta y recordó que el bar estaba abierto toda la noche. Descendió de la litera silenciosamente y buscó a tientas su bata.

Los tres euros que había encontrado bastarían para comprar bebida. Aguantando la respiración para no despertar a Hope, salió de puntillas al pasillo y se dirigió al vagón restaurante.

Tuvo suerte. El bar estaba abierto, aunque las mesas se veían desiertas y el camarero se estaba quedando dormido.

– Una botella de agua mineral, por favor -dijo agradecida-. Ay, Dios, cuatro euros. ¿No tiene otra más pequeña?

– Me temo que he vendido la última -dijo el camarero, excusándose.

– ¡Oh, no! -gritó frustrada.

– ¿Puedo ayudarte? -preguntó una voz detrás de ella. Ferne se giró y vio a Dante.

– Tengo que gorronearte dinero -gruñó-, ¡otra vez! Necesito beber algo.

– Deja entonces que pida champán.

– No, gracias, sólo quiero agua mineral.

– El champán es mejor -dijo él en el tono persuasivo que emplean los hombres a punto de embarcarse en un flirteo.

– No, cuando se tiene sed, lo mejor es beber agua -dijo ella con firmeza.

– ¿No puedo convencerte entonces?

– No, no puedes. Lo que sí puedes hacer es apartarte de mi camino para que pueda marcharme. Buenas noches.

– Perdona -dijo él enseguida-. No te enfades conmigo, sólo estaba bromeando -se dirigió al camarero-: sírvale a la señorita lo que desee y ponga un whisky para mí.

Rodeándole la cintura con el brazo con suavidad, pero con la firmeza suficiente como para evitar que escapase, la guió a un asiento junto a la ventana. El camarero se acercó y ella asió la botella de agua, inclinó la cabeza hacia atrás y bebió largamente.

– Mucho mejor -dijo ella finalmente-. Soy yo la que debería disculparme. Estoy de mal humor y no debería pagarlo contigo.

– ¿No te gusta depender de los demás?

– No me gusta tener que pedir -dijo ella, disgustada.

– No estás pidiendo nada -la corrigió educadamente-.Sólo estás permitiendo que tus amigos te ayuden.

– Devolveré hasta el último céntimo -prometió.

– ¡Basta! Me estás empezando a aburrir.

Temiendo que él pudiese tener razón, bebió un poco más de agua.

– Parece que estás teniendo unas vacaciones un poco caóticas -observó él-. ¿Las habías planeado con mucha antelación?

– No planeé nada, metí algunas cosas en una bolsa y salí volando.

– Eso promete. Dijiste que eras fotógrafa…

– Especializada en teatro y cine. Él es actor, protagonista en una obra del West End. O al menos, lo era hasta…

– ¡No puedes dejarlo ahí! -protestó él-. Justo cuando se ponía interesante.

– Yo hacía las fotos. Teníamos algo y… bueno, no esperaba fidelidad eterna… pero sí entera dedicación mientras estuviésemos juntos, pero una actriz del reparto empezó a echarle miraditas. Creo que lo veía como un peldaño de ascenso en su carrera… Bueno, no lo sé. Para ser justos, es un hombre muy guapo.

– ¿Conocido? -preguntó Dante.

– Sandor Jayley.

Dante abrió los ojos, sorprendido.

– El otro día vi una de sus películas en la televisión -dijo-, al parecer va camino de hacer cosas más importantes -adoptó un tono declamatorio-: El hombre cuyo abrazo es el sueño de todas las mujeres… cuya simple mirada…

– ¡Oh, cállate! -dijo ella entre risas-. No puedo permanecer seria escuchando esa tontería, cosa que a él le molestaba mucho.

– ¿Se la tomaba en serio?

– Sí. Pero claro, tenía muchos puntos a su favor.

– ¿Miradas, encanto…?

– Una sonrisa que encandilaba, un encanto que era demasiado para él… o para mí. Lo típico. Nada, en realidad

– Sí, pero parece demasiada -asintió él.Hay que preguntarse por qué la gente da tanta importancia a esas cosas.

Ambos asintieron solemnemente.

De pronto, él bostezó, se giró para colocar el pie en el asiento que había a su lado y descansó el brazo en él, inclinando la cabeza hacia atrás. Ferne lo observó durante un rato, percatándose de la serena elegancia de su cuerpo grande y esbelto. Llevaba la camisa un poco abierta, lo suficiente como para revelar parte de su pecho.

Tuvo que admitir que tenía «lo típico», y en abundancia. Su rostro no sólo era atractivo, sino enigmática, con rasgos angulares y bien definidos, hermosos ojos y una mirada cargada de una enorme y divertida inteligencia.

«Extravagante», pensó ella, contemplándole desde el punto de vista profesional. Siempre a punto de hacer o decir algo inesperado. Justo lo que ella intentaría reflejar si tuviese que hacerle una fotografía.

De repente, él la miró fijamente.

– Cuéntame -dijo él.

– ¿Por dónde empiezo? -suspiró ella-. ¿Por el principio, cuando era una estúpida y una ilusa, o más adelante, cuando quedó impresionado por mi «vulgaridad sin principios»?

Dante se puso en guardia enseguida.

– Sin principios y vulgar, ¿no? Eso suena interesante. Continúa.

– Conocí a Tommy cuando me contrataron para hacer las fotos de la obra…

– ¿Tommy?

– Sandor. Su nombre real es Tommy Wiggs. Echando la vista atrás, supongo que decidió enamorarme porque pensó que eso, daría un toque especial a las fotos. Así que me llevó a cenar y me encandiló.

– ¿Y te sedujo su encanto de actor? -preguntó Dante frunciendo el ceño, como si lo encontrase difícil de creer.

– No, era más listo que eso. Me convenció de que se estaba mostrando tal y como era y me dijo que quería que lo llamase por su nombre real porque Sandor era para las masas. El hombre que había dentro de él era Tommy -al ver la cara que él ponía, añadió-: sí, a mí también me revuelve un poco el estómago, pero aquella noche me resultó encantador. El caso es que Tommy estaba hecho para el cine, no para el teatro. Impresiona más en planos cortos, cuanto más cerca, mejor resulta.

– ¿Y se aseguró de que te acercaras lo suficiente? -Esa noche no -dijo ella en voz baja-, con el tiempo. Ferne se quedó en silencio, recordando momentos que por entonces le parecieron dulces y que de pronto le resultaban ridículos. ¡Con qué facilidad se había enamorado y cuánto se alegraba de haber salido de aquello! Aunque había habido momentos que todavía le gustaba recordar, por muy equivocada que estuviera.

Dante observó su rostro, leyéndolo sin dificultad, y su mirada se ensombreció. Alzóla mano para llamar al camarero, y cuando Ferne levantó la vista se encontró con que Dante estaba sirviéndole una copa de champán.

Pensé que lo necesitarías después de todo dijo.

– Sí murmuró ella. Quizá sea así.

– ¿Y qué hacía un actor de cine actuando en una obra de teatro? preguntó Dante.

Pensaba que la gente no le tomaba en serio.

¡Que Dios nos asista! Uno de ésos que necesitan ser respetados.

Lo tienes calado rió Ferne. ¿Seguro que no lo conoces?

No, pero he conocido a muchos como él. Algunas de las casas que vendo pertenecen a ese tipo de personas… «pagadas de sí mismas», creo que se dice en inglés.

Así es. Alguien lo convenció de que, si hacía algo de Shakespeare, todo el mundo quedaría impresionado, así que accedió a protagonizar Marco Antonio y Cleopatra.

¿Haciendo el papel de Marco Antonio, el gran amante?

Sí. Pero creo que, en parte, lo que le decidió fue el hecho de que Marco Antonio perteneciese a la antigua Roma, porque tenía que llevar túnicas cortas que mostraban sus piernas desnudas. Tiene unas piernas estupendas. Incluso pidió a vestuario que las hiciesen unos centímetros más cortas para enseñar los muslos.

Dante se echó a reír.

Me da a mí que no tienes el corazón destrozado dijo Dante, mirándola con intención.

Pues la verdad es que no respondió ella rápidamente. Era ridículo, de veras. Era el mundo del espectáculo. O la vida.

¿Qué quieres decir?

Todo es una actuación de un tipo u otro. Vivimos fingiendo que algo es cierto cuando no lo es, o que no es cierto cuando sabemos que sí lo es.

Él la miró de modo extraño, como si sus palabras le recordasen algo. Parecía a punto hablar, pero no lo hizo. Ferne tuvo la impresión de que se había levantado una esquina de la cortina de su mente para luego caer de golpe.

Pensó que era algo más que un payaso encantador. Daba esa imagen de cara al exterior, pero detrás se escondía un hombre distinto que mantenía a los demás alejados de su realidad. Intrigada, Ferne se preguntó si le resultaría fácil atravesar sus defensas.

Y entonces él le proporcionó la respuesta.

Al ver que ella lo observaba, cerró los ojos, impidiéndole todo acceso.

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