FERNE se alegró de poder escapar tumbándose y cerrando los ojos. Las palabras de Dante la habían enervado al recordarle que se suponía que era ella la que debía cuidar de él.
Se quedó dormida y, al despertar, comprobó que estaba sola. Dante estaba jugando a la pelota con unos niños. Lo contempló durante un momento con los ojos entreabiertos, admirando sin querer las líneas de su cuerpo, la elegancia atlética con que se movía.
Le habría resultado más fácil observar a Dante si una voz en su interior no le estuviese susurrando lo bien que se movería en la cama, lo sutiles y expertas que serían sus caricias.
Se sentó temblando y molesta consigo misma. ¿Qué era lo que le pasaba?
– Sólo amistosamente -eso era lo que pasaba.
Cuando Dante regresó, la encontró totalmente vestida. -Ya he tenido bastante playa por hoy -dijo ella con
ansiedad-. Creo que me iré a la ciudad.
– Gran idea -dijo él-. Te enseñaré las tiendas y luego iremos a cenar.
Ella se clavó las uñas en la palma de la mano. ¿No podía al menos mostrar algo de mal carácter para que le sintiera molesta con él?
Al menos había conseguido que él se pusiera la ropa.
Pasaron el resto del día relajadamente, comprando ropa y programas de ordenador. Durante la cena, Dante, la escuchó con verdadero interés.
Después, la acompañó a la puerta de su habitación pero no intentó pasar.
– Buenas noches -le dijo él-. Que duermas bien.
Ella entró en la habitación, controlándose para no cerrar la puerta de un portazo.
Furiosa, pensó en las señales que le había enviado aquel día, señales que indicaban claramente que la deseaba y que le costaba controlarse. Pero las señales habían cambiado. Se había tomando de hielo y las razones eran obvias.
Dante estaba maquinando. Quería que fuese ella la que cediese. Si a alguno de los dos le acababa superando el deseo, debía ser a ella. En sueños, se rindió a una lujuria incontrolable, tendiéndole la mano para atraerle.
¡Antes se podía congelar el infierno!
Al día siguiente se prometieron pasar el día al sol.
– Podría quedarme aquí para siempre -dijo Dante, tumbándose lujosamente-. ¿A quién le importa el trabajo?
En ese momento, una voz cercana exclamó:
– iCiao, Dante!
Él se incorporó mirando a su alrededor y entonces gritó:
– ¡Gino!
Ferne vio a un hombre de unos cincuenta años, en camisa y pantalón corto, que avanzaba hacia ellos mirándolos encantado.
– ¿Es…?
– Gino Tirelli -dijo Dante, levantándose de un salto.
Cuando ambos se hubieron saludado con palmadas en a espalda, Dante le presentó a Ferne.
– Me encanta conocer a ingleses. Ahora mismo tengo a casa llena de ingleses eminentes. Es una compañía de cine. Están haciendo una película sobre Marco Antonio y Cleopatra y algunas escenas se están rodando en las minas que hay en mis tierras. El director se aloja conmigo, y también el protagonista.
– ¿Y quién es protagonista? -preguntó Ferne.
Antes de que Gino pudiese responder, se escuchó un grito detrás de ellos y se giraron para ver a un joven de nos treinta años de pelo rubio y rizado y un cuerpo perfectamente bronceado que paseaba por la playa desenfadadamente, sugiriendo que no era consciente de la expectación que estaba creando.
Pero sí que era consciente, como bien sabía Ferne. Sandor Jayley siempre sabía exactamente el efecto que provocaba.
– ¡Oh, no! -exhaló ella.
– ¿Qué pasa? -le preguntó Dante en voz baja-. Santo cielo, ¿es…?
– Tommy Wiggs.
El joven se aproximó, quitándose la camisa y pasándosela a un compañero para mostrar un cuerpo musculoso y esculpido a la perfección, quedándose únicamente con un diminuto traje de baño. Mirándolo con tristeza, Dante tuvo que admitir una cosa: como le había dicho Ferne, tenía unos muslos maravillosos.
– Tengo que salir de aquí antes de que me vea -le dijo eIla en voz baja.
Pero era demasiado tarde. Sandor había visto a su anfitrión y se dirigía hacia él.
– ¡Ferne! ¡Querida mía!
Abriendo los brazos, corrió por la arena y, antes de que ella pudiese reaccionar, la abrazó apasionadamente.
Ferne estaba aterrorizada ante la idea de reaccionar como solía, de aquel modo que odiaba recordar. Pero no sintió nada Ni placer, ni excitación. Nada. Quiso gritar de alegría al verse liberada de él.
– Tommy
– Sandor -susurró él rápidamente, y luego le dijo en voz alta-: Ferne, ¡es maravilloso verte de nuevo! -le sonrió mirándola a los ojos con tierna devoción-. Me he acordado mucho de ti.
– Yo también guardo un par de recuerdos tuyos -le informó ella con aspereza¿te importaría soltarme?
– ¿Cómo puedes pedirme eso ahora que vuelvo a tenerte en mis brazos? Te debo tanto…
La soltó de mala gana, centrando su atención en Gino.
– Gino, ¿cómo es que conoces a esta mujer tan maravillosa?
– Acabo de hacerlo respondió Gino-. No sabía que vosotros érais… sois…
– Digamos que somos viejos amigos -dijo Sandor-. Íntimos.
Ferne notó más que nunca la presencia allí de Dante, que los miraba burlonamente con los brazos cruzados. ¿Qué estaría pensando después de todo lo que le había contado sobre Sandor?
Conforme se corrió la voz de que el famoso Sandor Jayley estaba en la playa, una pequeña muchedumbre empezó a congregarse alrededor de ellos. Las jóvenes suspiraban y miraban envidiosas a Ferne.
– Sandor -dijo ella, apartándose de él-, ¿puedo presentarte a mi amigo el signor Dante Rinucci?
– Por supuesto -Sandor le tendió la mano-. Los amigos de Ferne son mis amigos.
Dante le dedicó una sonrisa indescifrable.
– Excelente -dijo-. Pues ya somos todos amigos.
– Sentémonos -Sandor se sentó en la tumbona de Ferne, tirando de ella para sentarla a su lado.
Se mostraba muy ufano, disfrutando de lo que él había tomado por admiración e ignorando que uno de sus acompañantes estaba avergonzado y otro le era totalmente hostil.
– Imagina -suspiró él-. Si la casa en que íbamos a grabar hubiese sido apropiada nunca nos hubiesemos trasladado al palazzo de Gino, y nosotros… -miró a Feme con intención- nunca nos hubiésemos vuelto a ver. ¿Por qué no te vienes con nosotros? -dijo de pronto-. A ti no te importa, ¿verdad, Gino? -aquella pregunta al propietario de la casa se le ocurrió de segundas.
Lejos de sentirse ofendido, Gino se mostró encantado.
– Así Ferne y yo podremos reavivar nuestra maravillosa relación -añadió Sandor.
– Sandor, no me parece… -protestó Ferne rápidamente.
– ¡Pero si tenemos mucho de qué hablar! ¿No te importa que me la lleve unos días, verdad? -le preguntó a Dante.
– ¿Es que Dante no está invitado? -preguntó Ferne con acritud-. Pues entonces no voy.
Oh, querida mía, estoy seguro de que tu amigo lo comprenderá.
– Puede que él sí, pero yo no -respondió Ferne con firmeza-. Dante y yo estamos juntos.
– Siempre tan leal… -susurró Sandor con una voz que hizo que Ferne desease darle una patada en un sitio doloroso-. Signor Rinucci, usted también está invitado, por supuesto.
– ¡Qué amable por su parte! -dijo Dante en una voz que no traslucía nada-. Acepto encantado.
Ferne lo miró horrorizada.
– Dante, no hablarás en serio, ¿verdad? -le dijo en voz baja.
– Por supuesto que sí. Me vendrá bien familiarizarme con el sitio si quiero venderlo.
– ¿Cómo? Eso nunca te había hecho falta antes.
– Bueno, puede que esta vez tenga mis propias razonesdijo él con cierta brillo en los ojos.
Habiendo acabado su escena, Sandor no se entretuvo. Señalando a la muchedumbre, dijo con modestia:
– Ya veis lo que pasa… allá por donde voy. Tengo que irme, os veré en la villa esta noche.
Se alejó, perseguido por sus admiradores y por Gino.
– Así que es él -dijo Dante-. Tal y como lo describiste sólo que peor.
– No sé qué pretende -dijo ella con furia-. La última vez que nos vimos, todos los insultos hacia mi persona le parecían pocos.
– Pero eso fue hace tres meses y él salió muy bien parado de aquello. Ahora es más famoso que antes, gracias a ti. Claramente, quiere colmarte de favores. Esta noche serás su acompañante de honor.
– ¿Intentas burlarte? -preguntó ella enfadada-. ¿Crees que es eso lo que quiero?
Él le dedicó una extraña sonrisa.
– Digamos que tengo interés en averiguarlo. No pretendía ofenderte. Vamos.
Llegaron al Palazzo Tirelli a última hora de la tarde. Era una construcción magnífica, y más majestuosas aún eran las ruinas anexas, de casi dos mil años de antigüedad.
Sus habitaciones estaban en pasillos diferentes. Gino les dijo que eran las últimas que tenía disponibles, pero su actitud lo delataba y Ferne adivinó que seguía instrucciones.
Durante la cena la sentaron al lado de Sandor, dejando a Dante varios metros más allá al otro lado de la mesa. Había allí unas cincuenta personas, la mayoría asistentes de cine y actores.
Él estaba disfrutando de la velada. El esmoquin y la pajarita le sentaban muy bien, como dejaban entrever las mujeres que tenía a su alrededor. Ferne le hubiese mostrado su admiración de haber logrado acaparar su mirada, pero él parecía encantado con una muchacha de pecho generoso que se reía a carcajadas con sus bromas y agitaba sus atractivos de una forma que a Ferne le resultaba tremendamente inapropiada.
Tal y como Dante había predicho, Sandor la trataba como si fuese su invitada de honor.
– Te debo mucho, Ferne. De no ser por lo que hiciste por mí, nunca hubiese avanzado en mi carrera.
Ella lo miró fijamente, preguntándose cómo había podido tomarse en serio a aquel estúpido engreído.
– Sandor, ¿qué es lo que quieres? -le preguntó.
– Él la miró enternecedoramente.
El destino actúa del modo más inesperado. Estábamos abocados a encontrarnos en esa playa. Todo el mundo quedó impresionado con las fotos que me hiciste. Entre los dos hicimos algo genial y creo que podríamos repetirlo.
Ella lo miró indignada.
– ¿Quieres que…?
– Me hagas más, como sólo tú sabes hacerlas. Iremos a las ruinas y me dirás cómo quieres que pose. He estado yendo al gimnasio.
– Estoy segura de que estás tan en forma y perfecto como siempre.
– ¿Qué pensaste al verme hoy? -preguntó él, ansioso.
Para alivio suyo, apareció una sirvienta para cambiarles los platos. Durante el resto de la comida Ferne centró su atención en la señora que tenía sentada al otro lado.
Más tarde se abrieron las grandes puertas que daban al jardín, lleno de luces de colores que colgaban de los árboles. La gente empezó a salir a pasear bajo la luna y Sandor tomó a Ferne del brazo.
Los invitados se congregaron cerca de las ruinas, iluminadas por unos focos. El director, un hombre muy afable llamado Rab Beswick, llamó a Sandor.
– Este sitio cada vez me gusta más -dijo-. Piensa lo que podríamos hacer con estos… -señaló varios muros, algunos de los cuales se alzaban en ángulo recto con respecto a otros a los que se conectaban mediante balcones.
– Es el sitio perfecto para un discurso -dijo una voz justo detrás de ellos.
Era Dante, que apareció de la nada.
– Marco Antonio era famoso por su capacidad para pronunciar el discurso adecuado en el momento adecuado -dijo-. Y también por su talento para escoger el lugar de mayor efecto.
El director lo miró asombrado.
– Eres italiano -dijo, como si nada le resultase más extraño que encontrarse a un italiano en Italia-. ¿Eres experto en este tema?
– Hice una tesis sobre Marco Antonio -dijo Dante.
– Entonces me alegrará escuchar todo lo que puedas contarme.
– No nos entusiasmemos demasiado -interrumpió Sandor de mala manera-. No pretendemos convertir la película en un tratado de historia.
– Por supuesto que no -respondió Dante untuosamente-. Lo que venderá serán los encantos personales del singular Jayley.
En algún lugar se escuchó una risa apagada. Sandor se volvió furioso intentando descubrir quién se burlaba de él.
– La altura siempre causa efecto -continuó Dante con suavidad-. Si Marco Antonio pronunciase un discurso desde ahí arriba, con su silueta recortada contra el cielo…
– Eso no está en el guión -alegó Sandor enseguida.
– Pero se podría incluir -señaló Dante-. No sugiero, por supuesto, que debas subir ahí. Sería demasiado peligroso y la compañía cinematográfica no querrá arriesgar la vida de su estrella. Podría utilizarse un doble para el plano largo.
Sandor se relajó.
– Pero el resultado sería algo así… -terminó Dante.
Antes de que nadie pudiese darse cuenta, desapareció de la vista y un segundo después reapareció en uno de los balcones.
– ¿Ves? -gritó hacia abajo-. ¡Sería un plano magnífico!
– ¡Genial! -respondió el director.
Ferne tuvo que admitir que Dante estaba magnífico allí en lo alto, bañado por la luz de los focos. Aunque tuvo que rezar por que el balcón fuese lo suficientemente fuerte como para no desmoronarse.
Aquella vez sí que deseó haber llevado su cámara, pero un miembro de producción llevaba encima la suya y no paraba de hacerle fotos. Vio que Sandor estaba lívido.
– Baja y hablaremos del tema -le pidió Rab-. Eh, ten cuidado -Dante bajaba brincando como un mono y acabó con un largo salto hasta el suelo, donde hizo una floritura.
– Tienes razón, es un plano fantástico. ¿Nos ayudarás a rodarlo?
– Claro que sí -dijo Dante-. Puedo enseñar al señor Jayley cómo…
– Se hace tarde -dijo Sandor rápidamente-. Deberíamos volver a la casa.
– Sí, vamos a ver las fotos -dijo Rab entusiasmado. -Vamos, vamos todos.
Mientras el resto se alejaba, Ferne dijo a Dante en voz baja:
– ¿No te dijo nadie que no debías repetir ese truco? -le reprendió ella-. Que treparas a aquel edificio la semana pasada no significa que tengas que seguir haciéndolo. Sólo estabas presumiendo.
Él sonrió y a ella le dio un vuelco el corazón.
– No me insultes llamándome presumido. Ya me lo han dicho muchas veces. En cuanto a lo de repetir el truco… sí, fue el recuerdo del incendio lo que me dio la idea. Subir ahí arriba es más fácil de lo que parece, pero tu amante no lo intentaría ni aunque le ofrecieran un Oscar.
– No es mi amante.
– Desea serlo.
Ella podía haber hecho más objeciones, pero él la rodeó con el brazo y la llevó de un modo irresistible hasta la villa, donde alguien había conectado la cámara a un ordenar y estaba proyectando las fotografías en una pantalla. Ella buscó a Sandor con la mirada, preguntándose como estaría tomándose todo aquello.
– Se ha ido a dormir -le explicó Gino-. Ha tenido un muy largo.
«Traducción: está enfurruñado como un niño mimado», pensó Ferne. Dante había logrado su objetivo.
Pero Dante parecía ajeno a su éxito. Estaba enfrascado en una conversación con Rab, y Ferne se encontraba en aquel momento en la suficiente sintonía con él como para percatarse de que se trataba de otro movimiento suyo. No quería decirle nada delante de la gente. Pero luego quizá…
Se escabulló y subió corriendo a su habitación. Tarde o temprano tendría visitas y quería estar preparada.
Lo primero que necesitaba era una ducha para deshacerse de todo lo ocurrido en el día. Abrió el grifo tanto como pudo y se quedó allí, con la cabeza echada hacia atrás y los brazos extendidos. Le sentó maravillosamente bien.
Salió de la ducha, se envolvió en un albornoz y entró la habitación. Pero lo que allí se encontró la hizo detenerse abruptamente.
– ¡ Sandor!
Estaba apoyado en la puerta con los brazos cruzados y miraba con alegre expectación. Se había quitado la camisa y le presentaba su espléndido torso desnudo, perfecto, suave, musculoso e incluso bronceado, para que ella lo probase.
– ¿Qué haces aquí? -suspiró ella.
– Venga, cariño. Ambos sabíamos que esto iba a ocurrir.
.-Tommy, te juro que, si intentas tocarme, te haré ver las estrellas.
– No estás hablando en serio -se puso a reír y se acercó tranquilamente a ella como un rey reclamando sus derechos-. Creo que debería comprobarlo por mí mismo… ¡Ay! -gritó cuando ella le abofeteó la cara-. ¡Bruja! -aulló-. Podrías hincharme el labio.
Ella abrió la boca para contestar, pero antes de que pudiese decir nada alguien llamó a la puerta. Corrió a abrir y se encontró con Dante. Llevaba un pijama azul oscuro y su mirada era tan inocente que ella se sintió tan aliviada como suspicaz.
– Perdona que te moleste -le dijo-, pero no hay jabón en mi baño y me preguntaba si te importaría… ¿Interrumpo algo?
En absoluto – dijo Ferne – el señor Jayley ya se marchaba.
Dante miró con aparente sorpresa a Sandor, como si no lo hubiese visto antes, pero no logró engañar a Ferne. Sabía exactamente lo que hacía. A su modo, era un actor tan bueno como Sandor, sólo que más sutil.
– Buenas noches -dijo educadamente-. Madre mía, pareces herido. Se te va a hinchar el labio.
– ¡No! -aulló Sandor. Intentó entrar en el baño, pero Dante se interponía en su camino, así que tuvo que darse la vuelta y salir de la habitación dando un portazo.
– Eso le mantendrá ocupado -dijo Dante con satisfacción.