– SI VAS a rechazarme, tendré que consolarme con las fotos que te he hecho -le indicó Dante.
– Las he borrado -contestó ella rápidamente.
!Y un cuerno! Si no borraste las pruebas del mal comportamiento de tu pareja, ¿cómo ibas a deshacerte de unas fotos tuyas en las que apareces como el sueño de todo hombre?
– ¿Quieres dejar de hablarme así?
– ¿Y por qué iba a hacerlo?
¿Qué podía decir? «Porque me produce una excitación para la que aún no estoy preparada».
Reconoció que era un hombre inteligente, le había dejado claro que le atraía sexualmente, pero lo había hecho de tal modo que podía sentirse relajada y libre de presiones estando con el. No dudaba que, si le hiciese la más mínima insinuación, él se metería en su cama en un segundo. Pero si no se la hacía, sabía que se sentaría allí a decir tonterías, ofreciéndole su tiempo.
Se preguntó cuántas mujeres habían caído en sus brazos y qué había sido de ellas al acabar el romance. Sospechaba que Dante era el que siempre decía adiós, sin implicarse demasiado, sin alargar mucho el asunto, pero su instinto le decía que había mucho más algo demasiado profundo como para ser analizado.
Volvieron lentamente a la villa, donde la comida ya estaba preparada.
– Algunos sólo aparecen justo antes de comer -se burló Francesco.
Había ido a su casa y regresado con su esposa, Celia, a la que presentó.
A Ferne le habría costado adivinar que Celia era ciega. Era inteligente y despierta, claramente consciente de lo que ocurría a su alrededor. Enseguida entablaron conversación en la terraza, hablando de sus trabajos. Celia se dedicaba a hacer la vida más accesible para los invidentes.
– Estoy trabajando en un proyecto para que el teatro sea más agradable -dijo-. Consiste en un auricular que describe la acción. Francesco y yo estuvimos en Londres hace un par de meses y fuimos a un montón de espectáculos para que yo pudiese recoger algunas ideas. En uno de ellos todo el mundo estaba loco con el protagonista, Sandor Jayley. Decían que estaba increíblemente atractivo con su túnica romana. Pero Francesco no me lo dijo. Lo descubrí después, cuando publicaron en el periódico unas fotos de Sandor deliciosamente escandalosas. ¿Qué pasa?
Dante había resoplado con fuerza. Al ver lo horrorizado que estaba, Ferne rompió a reír.
– ¿He dicho algo que no debía? -rogó Celia.
– No, en absoluto -rió Ferne-. Es sólo que…
Le resumió la historia y Celia se tapó la boca horrorizada.
!Oh, no! ¿Qué he hecho? No pretendía… Por favor, por favor…
– No pasa nada -se apresuró a decir Ferne-. Hace mucho que empecé a ver el lado divertido de todo aquello. ¡Oh, cielos! -empezó a reír otra vez y, tras calmarse, intentó tranquilizar a Celia diciéndole que no estaba al borde del colapso. Le llevó un rato, pero al final lo consiguió. Cuando levantó la vista, Dante la observaba con una extraña sonrisa y una mirada que podía ser de admiración. La voz de Hope les llegó desde dentro de la casa. -Ferne, querida, ¿estás ahí? Necesito que me ayudes. -Volveré en un minuto -dijo Ferne, apresurándose. Celia oyó cómo se alejaban los pasos de Ferne y entonces se volvió hacia Dante.
– Es increíble -le dijo-. Eres un hombre afortunado.
– ¿Qué te hace pensar que es mía?
– Francesco dice que no puedes apartar los ojos de ella. -Y con razón. Merece la pena mirarla.
– ¿Y de verdad ha superado lo de ese hombre al que llaman «piernas atractivas»?
– Te importaría no hablar de eso? -dijo Dante poniéndose tenso.
– Te tiene pillado, ¿verdad?
– Me niego a contestar -dijo él pasado un momento-. ¿Nos vamos a comer?
Esa noche fue una de las más agradables que Ferne disfrutó jamás. Cuando se puso el sol, encendieron las luces del jardín y todos se levantaron de la mesa para acabarse el vino bajo los árboles.
– Vayamos donde podamos disfrutar del ocaso de Nápoles.
Dejó que la guiase hasta un lugar entre los árboles donde podían contemplar el milagro que estaba teniendo lugar sobre la bahía. Durante un instante, la luz se tomó roja, como si fuese a prender el mar, y la contemplaron en admirado silencio.
Finalmente, todos regresaron a la casa. Había que acostar a los niños, y Hope quería irse a la cama temprano. Ferne se alegró de poder retirarse a su habitación y quedarse a solas para reflexionar sobre todo lo que le había sucedido.
Para pensar en Dante Rinucci.
Era atractivo, gracioso, sexy y estaba dispuesto a divertirse. Dado que ella sentía lo mismo, no había problema, excepto por la vocecilla interior que no dejaba de decirle: «¡Ten cuidado!».
«Pero, ¿cuidado de qué?», se preguntó a sí misma. «Hay algo en él que no encaja».
«Tonterías. Me estoy imaginando demasiadas cosas».
Se puso el camisón, sacó su ordenador portátil y lo conectó a la cámara digital. En un momento estaba contemplando las fotografías que le había hecho Dante, intentando reconocerse en ellas.
¿Quién era esa mujer de mirada insinuante y sonrisa socarrona que se regodeaba en la atención que aquel hombre le estaba prestando? No era ella en realidad. Dante le había sacado esa sonrisa entre bromas y la había persuadido de que mirase de lado, sonriendo, para fascinarlo como él la fascinaba a ella. Era un showman capaz de meter a todo el mundo en el espectáculo. Sólo era eso, y no debía olvidarlo.
Alguien llamó a la puerta y se oyó la voz de Dante:
– Soy yo.
Ella resopló consternada. De algún modo había esperado que llamase a su puerta, pero no tan pronto. ¿Dónde estaba el hombre hábil, sensible y delicado que ella había imaginado? ¿Acaso era vulgarmente obvio después de todo? Se sintió totalmente decepcionada.
Mientras pensaba las palabras para rechazarle, volvió a llamar.
– ¿Puedo pasar?
– Sí -dijo ella apresuradamente, agarrando su bata y poniéndosela mientras él aparecía cauteloso por la puerta.
– Oh, estás viendo las fotos -dijo-. Quería verlas. ¿Soy buen fotógrafo?
– Pues… sí, algunas son muy bonitas -dijo ella, intentando poner en orden sus pensamientos.
El todavía estaba vestido y no parecía notar que ella ya estaba en camisón. Estudió la pantalla del ordenador.
– Buena -dijo-. Eres muy fotogénica, y la luz era estupenda. Me gustaría tener una copia de ésta -dijo-. Estás genial.
Ahí estaba: primer movimiento. Cuidado.
Pero era difícil tener cuidado, porque de pronto fue consciente de su desnudez bajo el ligero camisón. Todo su cuerpo se volvía sensible a él e ignoraba sus esfuerzos por controlarse.
– Me temo que eso llevará un tiempo -dijo-. No he traído la impresora.
– No hay problema. Aquí tienes mi dirección de correo electrónico. Envíamela y yo la imprimiré. Ahora, si fuera tú, me iría a la cama. Ha sido un día largo y mañana habrá mucho más trajín.
Se giró en la puerta.
– Que duermas bien. Siento haberte molestado. Buenas noches.
La puerta se cerró tras él.
El ruido de aquella puerta al cerrarse llegó hasta dos personas que yacían satisfechas la una en brazos de la otra justo al final del pasillo.
– ¿No se va demasiado pronto? -dijo Toni-. Dante está perdiendo habilidades. Normalmente consigue a las mujeres que quiere… temporalmente.
– Lo sé -dijo Hope-. En cuanto las cosas empiezan a ponerse serias, se esfuma. Pero ¿cómo culparle? Piensa cómo debe de sentirse, sabiendo que… ¡Dios, es terrible! No puede reaccionar como los demás.
– No quiere que nadie mencione el tema -dijo Toni con gravedad-. Si lo intentas, se torna frío y airado. Quiere fingir que no pasa nada, pero cuando está desprevenido, detectas en sus ojos la conciencia y el miedo.
– ¿Deberíamos decírselo a Ferne por si acaso? -dijo Hope.
– ¿Advertirla? Ahora no. Quizá más adelante. Dante se enfadaría mucho si se enterase de que habíamos descubierto su secreto.
Al fin y al cabo, al final acabará saliendo a la luz.
No lo sédijo Toni con tristeza.Puede que sea algo de lo que no se hable nunca…hasta que sea demasiado tarde.
El amanecer era la mejor parte del día, cuando la atmósfera limpia y despejada proporcionaba mayor intensidad a la vista de la bahía con el Vesubio al fondo. ¡Qué tranquilo se veía el volcán dormido y qué duro había tenido que ser conseguir esa paz! Era justo lo que la noche anterior había enseñado a Ferne.
Se creía preparada para rechazar cualquier avance de Dante, pero al ver que le deseaba cortésmente las buenas noches, Ferne descubrió que no estaba preparada en absoluto para los sentimientos que recorrieron su interior.
La incredulidad inicial había dado paso a la rabia, la privación y finalmente al insulto. El cuerpo de Ferne había florecido ante la perspectiva de hacer el amor con él, pero él no había mostrado interés. Había pasado a ser una cuestión de mala educación.
¿Habría sospechado él de su momento de debilidad? El pensamiento le producía escalofríos.
Sintió la necesidad de alejarse de él lo más posible. La noche anterior había salido a ver la puesta de sol. ¿Y si salía a contemplar el amanecer?
Girándose para entrar en la casa, se lo encontró justo detrás de ella. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?
– Buenos días -dijo ella precipitadamente, intentando pasar de largo a su lado.
Pero él la detuvo posándole suavemente la mano en el brazo.
– Quédate.
– Dictas órdenes con gran generosidad -dijo ella lacónicamente.
– ¿Te he ofendido?
– Por supuesto que no. Pero pensé que preferirías estar a solas.
– A solas contigo.
Él la giró hacia el mar, quedándose tras ella con los brazos cruzados sobre su pecho, abrazándola suavemente. El contacto con su cuerpo hizo que el enfado de Ferne se apaciguase y ésta alzó los brazos, pero no para apartarlo de ella, sino para retener su abrazo.
– Tan cerca y sin embargo tan lejos -susurró él.
– ¿A qué distancia está el Vesubio?
– Está sólo a unos diez kilómetros, pero es un universo diferente. Hace años lo escuché rugir y me pareció mágico. Siempre estoy deseando volverlo a escuchar.
– ¿No ha habido suerte?
– Aún no. Te mantiene expectante.
– Puede que no sepa decidir qué es lo que quiere.
– O puede que sepa lo que quiere y no sabe qué hacer al respecto -observó él.
Acababa de explicarle lo ocurrido la noche anterior. No quería mantener las distancias con ella, pero por alguna razón creía que debía hacerlo, así que le correspondía a ella dar el siguiente paso. Lo demás no importaba: Ferne se sentía complacida.
Cuando regresaron, la villa había despertado. Todos estaban revolucionados ante la llegada de los dos hijos que faltaban por llegar, Justin de Inglaterra y Luke de Roma. Casi toda la familia iba al aeropuerto a recibir a Justin, su mujer y sus hijos. Dante y Ferne se quedaron en la villa para recibir a Luke.
A. media mañana llegaron Primo y Olympia, seguidos de cerca por otro coche del que salió un hombre de aspecto impactante seguido de una joven rubia y menuda.
– Luke y Minnie -dijo Dante.
Por las miradas de curiosidad, Ferne supo que su historia se había extendido por la familia. Cuando Minnie bajó de su habitación, buscó la compañía de Ferne y le pidió que se lo contase todo. Pero antes de que empezase a hablar se escuchó un grito y todos salieron apresuradamente a dar la bienvenida a los recién llegados de Inglaterra.
Justin, el hijo mayor de Hope, era un hombre serio que de primeras parecía no pertenecer a aquel grupo tan bien avenido, pero Ferne detectó en él una mirada posesiva hacia su madre que contrastaba con su aspecto. Miraba del mismo modo a su esposa, Evie, una joven dinámica con aire de animosa eficiencia.
Venían acompañados de Mark, hijo de Justin fruto de su primer matrimonio. Tenía unos veinte años y su atractivo, su pelo oscuro y sus ojos brillantes despertaron ansiosas miradas en las dos doncellas.
– Está descubriendo sus habilidades como donjuán -gruñó Justin con cierto resabio a orgullo paternal-. Resulta difícil convivir con él.
– No seas duro con él -protestó Evie-. No tiene culpa de ser tan guapo. Acaba de tener su primera aventura con una chica que la clases de baile. Se apuntó para estar cerca de ella y ahora baila maravillosamente.
Más tarde, tras la comida, Toni se puso a rebuscar viejas cintas, de antes de los tiempos del rock and roll, y las puso en un antiguo magnetofón.
– Venga -le dijo a Mark-. Veamos si eres tan bueno.
Sin dudarlo ni un segundo, Mark le tendió la mano a Ferne, a la que había estado admirando durante la comida desde el otro lado de la mesa.
– ¿Bailas conmigo?
Ella aceptó encantada. Era una buena bailarina y Mark era un experto. Enseguida estaban girando en perfecta sincronía.
– ¿Qué baile es ése? -preguntó Dante acercándose-. ¿Podrías enseñarme?
– Es un quickstep -le dijo Mark-. Se hace así. Entonces Dante tomó su puesto para demostrarle lo bien que lo había aprendido.
Ferne tuvo que admitir que con Dante como pareja de baile, los pasos más difíciles se tornaban fáciles. Tenía la sensación de que era imposible equivocarse mientras él la sostuviera.
Así se tomaba él la vida, de eso estaba segura. Si le acechaban los problemas, bailaba alrededor de ellos, o por encima, o pasaba de largo y se desvanecía en las sombras dejando a todo el mundo preguntándose si alguna vez estuvo allí, lo que le convertía en una persona encantadora y peligrosa al mismo tiempo.
Finalmente, Toni cambió de cinta y se escuchó un vals.
– Estoy impresionada -dijo ella-. ¿Habías bailado esto antes?
– No, pero me encanta bailar. Cuanto más rápido, mejor.
– El vals te resulta demasiado aburrido, ¿no es así?
– Mucho. ¿Quién lo necesita? Hay que mantener muy cerca a la pareja.
– ¿Como estás haciendo conmigo?
– Claro. Y tienes que dedicarle halagos, como por ejemplo que es la mujer más bonita del salón.
– Pues eso no lo estás haciendo!protestó ella indignada.
– ¿Para qué aburrirte con algo que has oído cien veces? Además -añadió lentamente-, lo sabes perfectamente.
Tenía razón. Ferne se había tomado su tiempo para arreglarse y estaba encantada con el resultado. Su pelo rojo combinaba perfectamente con su vestido de colores otoñales. Era de largo hasta la rodilla y dejaba al aire unas piernas largas y estilizadas y unos tobillos perfectos. Además, mantenía un equilibrio natural sobre sus sandalias de tacón, unas sandalias que muchas mujeres no se habrían arriesgado a ponerse.
Puede que lo sepa y puede que no -le incitó ella.
– Entonces, ¿quieres que te diga que eres una belleza, ana diosa de la noche?
– ¡Oh, cállate! -rió ella.
– Sólo intento hacer lo apropiado en esta situación.
– -¿Eres siempre tan educado?
– Bueno, alguien me dijo una vez que no reconocería el decoro aunque me golpease en la nariz. Aunque ahora mismo no recuerdo su nombre.
– ¡Ah! Una de esas mujeres que se olvidan enseguida. Seguramente intentaba provocarte para llamar tu atención.
– Ojalá pudiese creer que quería toda mi atención.
– O igual estaba jugando contigo al ratón y al gato.
– También me gustaría creer eso. No sabes lo divertido que puede llegar a ser ese juego.
– ¿Crees que no lo sé? -preguntó ella alzando las cejas sardónicamente.
Claro que lo sabes. Seguramente podrías enseñarme un par de cosas.
– No, creo que no podría enseñarte nada sobre juegos.
– El juego del amor tiene muchas facetas distintas -sugirió él.
– Pero no estamos hablando de amor -susurró ella-.
Éste es un juego diferente.
Era un juego que le aceleraba el pulso y hacía reaccionar su cuerpo al contacto con el de él. La razón le decía que se debía al movimiento del baile, pero guardaba silencio ante el placer que le producía sentir sus manos alrededor de la cintura y la proximidad de su boca.
– ¿Y cómo se llama este juego? -susurró él.
– Estoy segura de que cada uno de nosotros le ha puesto un nombre.
– Dime el tuyo.
Ella levantó la vista y dijo en voz baja:
– Te lo diré si tú me dices el tuyo.
– Yo pregunté primero.
Ella no respondió, pero lo miró pícaramente.
– Me estás incitando, ¿verdad? -dijo él-. Eres mala.
– Lo sé. Practico mucho.
– No te hace falta. Posees un cierto tipo de maldad innata.
– Así es. Es uno de los grandes placeres de la vida -excitada, lo provocó aún más-. Casi tan divertido como el juego del ratón y el gato.
– El ratón y el gato. Me encantaría saber cuál de ellos soy yo.
– Tendrás que averiguarlo tú solo.
Dante soltó una carcajada que atrajo todas las miradas y empezó a hacerla girar más aprisa hasta sacarla a la terraza, donde ella se apartó de él y salió corriendo por las escaleras hasta internarse en la arboleda. Se sentía muy excitada y le encantaba oír sus pasos tras ella. Aceleró, desafiándolo a seguirla, y él aceptó el reto.
– ¿Te has vuelto loca? -preguntó él, rodeándole la cintura con suavidad no exenta de firmeza-. ¿Cuánto crees que un hombre puede soportar?
Ella no respondió con palabras, sino con unas risas que se elevaron hasta la luna hasta que él silenció su boca con un beso. De algún modo, las risas continuaron, porque estaban en el beso, pasando de ella a él y viceversa. También estaban en los hábiles movimientos de las manos de Dante, que sabían sonsacar sin exigir, persuadir sin insistir.
Tenía un don del que muchos hombres carecían: el de besar con dulzura. El beso con que ella respondió fue alegre, curioso y un poco incitante.
– No estoy loca -susurró ella-. Y a los hombres les vendría bien un poco de autocontrol.
– No mientras se lo pongas difícil -gruñó él, descendiendo por su cuello.
Ella no pudo decir más, porque Dante encontró con sus labios su punto más sensible. Escalofríos la recorrieron, desafiando sus esfuerzos por controlarlos mientras él acariciaba suavemente con la boca la base de su cuello.
Él era malo. Aunque todo su cuerpo le gritase lo contrario, él lograba hacer que ella lo deseara. Las manos de Ferne se movieron a voluntad. Le agarraron la cabeza, acercándolo para que él pudiese seguir besándola. Pensaba rechazarlo luego, pero, pasado un minuto…
Se dio cuenta de que estaba echada sobre el suelo. No sabía cuándo él la había arrastrado hacia abajo, pero se encontraba entre sus brazos y él la miraba con una expresión que ella no pudo adivinar en la oscuridad.
Pensó febrilmente que era muy propio de él, siempre guardando en secreto una parte de sí mismo. Y en ese momento quería conocerlo a fondo, sentir las manos de él sobre su cuerpo, por tordas partes, quería todo lo que es posible desear.
Él introdujo los dedos en el escote de su vestido e intentó bajárselo un poco. Le descubrió un hombro y posó los labios sobre él. Ella sentía cómo su pelo le rozaba la cara y se lo acarició, suspirando satisfecha.
Pero entonces un ruido le heló la sangre: unas risas suaves y alegres se acercaban desde la distancia. La familia había salido al jardín y se aproximaba a ellos.