CAPÍTULO 10

COMO para demostrárselo, se giró hacia la puerta, hablando sin mirarla.

– ¡Qué bien has debido de pasártelo a mi costa!

– ¡No lo dirás en serio! -dijo ella-. No puedes. Nunca me he reído de ti.

– Pues te habré dado lástima, lo que es peor. ¿No lo entiendes?

Ella lo entendía todo. Dante se sentía tremendamente humillado porque era consciente de lo cerca que había estado de abrirle su corazón.

– Siempre quise decírtelo -dijo ella-. Odiaba tenerte engañado. Pero odiaba más la idea de tu muerte y puede que mueras si no te haces un reconocimiento.

– ¿Qué es lo que hay que reconocer? Conozco las opciones.

– ¡Me pregunto si las conoces tanto como yo! -dijo ella enfadada-. Eres un hombre engreído, orgulloso, arrogante y testarudo, del modo más estúpido. Crees que lo sabes todo, pero la ciencia avanza muy deprisa. Si dejaras que los médicos te ayudasen, se podría hacer algo. Podrías estar sano y fuerte para el resto de tu vida.

– No sabes de lo que hablas -respondió él con aspereza-. Sé mucho más de esta dolencia de lo que tú sabrás nunca. He visto lo que le ha hecho a mi familia, las vidas que ha arruinado, y no sólo a la gente que la ha sufrido, sino también a las personas que las han visto morir. O, lo que es peor, cuando no han muerto, he visto cómo consumía las vidas de la gente que tenían que cuidarles. ¿Crees que es eso lo que quiero? Cualquier cosa sería mejor. Incluso morir.

– ¿Crees que tu muerte sería lo mejor para mí? -susurró ella.

– Puede, si eso te liberase en el caso de que cometiese el error de atarte a mí para que deseases mi muerte tanto como yo -la miró con ojos apagados-. Sólo que yo no la desearía, porque no sabría qué me estaba pasando. Todos lo sabrían menos yo. Simplemente seguiría adelante pensando que era un hombre normal, cuando más me valdría estar muerto.

Entonces la miró largamente en silencio, como si sus propias palabras lo hubiesen impresionado tanto como a ella. Cuando el silencio se hizo insoportable, Ferne dijo amargamente:

– ¿Y qué hay de lo que quiero yo? ¿Es que eso no cuenta?

– ¿Cómo puedes juzgarme cuando no conoces la realidad?

– Sé cómo sería mi realidad si murieses. Y lo sé porque te quiero.

Él la miró totalmente impresionado, pero ella buscó en vano en sus ojos algún indicio de alegría. Aquel hombre estaba muerto para el amor.

– No quería que sucediese, pero ha pasado. ¿Alguna vez pensaste en lo que me estabas haciendo? -alegó Ferne.

– Se supone que no debías enamorarte. Sin complicaciones. Íbamos a mantener una relación superficial.

– ¿Y crees que el amor es así? ¿Crees que con sólo decir «no», no tiene por qué ocurrir nada? Puede que para ti resulte fácil. Dispones las cosas tal y como tú las quieres, te dices a ti mismo que te acercarás a mí sin entregarte por completo y así es como funcionan las cosas, porque no tienes corazón. Pero yo sí lo tengo y no puedo controlarlo como tú lo haces. Te quiero, Dante, ¿lo entiendes? Te quiero, estoy profunda y totalmente enamorada de ti. No quería que pasase y me conté a mí misma las mismas estúpidas fantasías que tú: que si era sensata todo estaría bajo control. Pero el amor se me acercó sigilosamente mientras no miraba y, cuando miré, era demasiado tarde. Y ahora quiero todas las cosas que siempre juré que nunca me permitiría desear: vivir contigo y hacer el amor contigo, casarme contigo y tener hijos contigo. Bromear contigo y abrazarte mientras duermes. Nunca te lo habías planteado, ¿verdad? Y crees que no importa. Ojalá fuese tan despiadada como tú.

– Yo no soy…

– Calla y escúchame. Yo te he escuchado a ti y ahora es mi turno. Ojalá no te quisiera, porque empiezo a pensar que no te lo mereces, pero no puedo evitarlo. Así están las cosas. ¿Qué hago ahora con este amor que ninguno de los dos desea?

– Mátalo -dijo él bruscamente.

– Dime cómo.

El rostro de Dante cambió, se tornó más envejecido, más cansado, como si de pronto se enfrentase a un muro de ladrillo.

– Hay un modo -dijo él bajando la voz-. Y quizá sea el mejor, si eso logra convencerte más que cualquier otra cosa.

– Dante, ¿de qué estás hablando?

– Seré yo quien acabe con tu amor.

– Ni siquiera tú puedes hacer eso -dijo ella, intentando ignorar el miedo que crecía en su interior.

– No estés tan segura. Cuando acabe, te apartarás de mí con horror y huirás tan lejos y tan rápido como puedas. Te prometo que será así, porque pienso asegurarme. Cuando recuerdes estos días, desearás no haberme conocido jamás y me odiarás. Pero en algún momento me lo agradecerás.

Aquellas terribles palabras quedaron flotando en el aire. Ferne lo miró desesperada, buscando en vano algún indicio de relajación en su rostro.

Él miró su reloj.

– Si nos damos prisa, todavía tenemos tiempo de tomar un avión.

– ¿Adónde vamos?

– A Milán -le dedicó una sonrisa que la asustó-. Voy a mostrarte el futuro.

– No entiendo. ¿Qué hay en Milán?

– Mi tío Leo. ¿No te han hablado de él?

– Toni dijo que tenía una invalidez permanente.

– «Invalidez» no es un término que se acerque siquiera a su estado. Dicen que en su juventud era un hombre estupendo, un banquero con una inteligencia capaz de resolver cualquier problema. Las mujeres se disputaban sus atenciones. Y ahora es un hombre con la mente de un niño.

– Tus palabras son suficientes. No necesito verlo.

– Sí que lo necesitas, y lo harás.

– Dante, escucha, por favor…

– No, ya no hay tiempo para eso. Escúchame tú. Querías que te mostrase cómo acabar con tu amor y es lo que voy a hacer.

Ella intentó zafarse, pero él había posado las manos con fuerza sobre sus hombros.

– Nos vamos -le dijo.

– No puedes obligarme.

– ¿De veras lo crees? -preguntó él en voz baja.

Ninguno habló de camino al aeropuerto: no había nada que decir. Ferne se sentía sobre un enorme puente que se extendía tanto en la distancia que no podía ver el otro lado. Le llevaba a un lugar desconocido que temía visitar, pero ya no había vuelta atrás.

En el vuelo hacia Milán, ella se atrevió a preguntar: -¿En qué clase de lugar está internado?

– En una residencia. Es limpia, cómoda, agradable. Allí lo cuidan bien. A veces lo visita la familia, pero pasado un rato se descorazonan porque él no los reconoce. Le ocurre algo extraño que puede que te sea útil, y es que habla perfecto inglés. Con todo el daño que ha sufrido el resto de su cerebro, esa parte ha quedado intacta. Los médicos desconocen la razón.

En el aeropuerto tomaron un taxi hasta la residencia. Una enfermera los recibió con una sonrisa.

– Le he dicho que ha llamado para anunciar su visita. Se puso muy contento.

A Ferne aquello le resultó alentador. Igual tío Leo estaba mejor que lo que Dante imaginaba.

Los siguió a través del edificio hasta una habitación trasera donde el sol atravesaba unos grandes ventanales. Había allí un hombre arrodillado en el suelo, decorando con solemnidad un árbol de Navidad. Levantó la vista y sonrió al ver que estaban allí.

Tenía unos sesenta y muchos años, era grueso, tenía el pelo gris, los ojos brillantes y parecía simpático y agradable.

– Hola, Leo -dijo la enfermera-. Mira quién ha venido a verte.

– Te prometí que vendría -le dijo Dante en inglés-. Y he traído a una amiga.

El anciano sonrió educadamente.

– Han sido ustedes muy amables -respondió él también en inglés-, pero no puedo entretenerme mucho. Mi sobrino va a venir a verme y tengo que acabar esto -señaló el árbol y enseguida se puso a trabajar en él.

– Es su última obsesión -dijo la enfermera-. Lo decora, luego lo deshace y empieza de nuevo. Leo, no pasa nada, puedes dejarlo un momento.

– No, no, debo acabarlo antes de que llegue Dante, se lo prometí.

– Estoy aquí, tío -le dijo Dante, acercándose-. No hace falta que acabes el árbol. Está bien así.

– Pero tengo que hacerlo o Dante se sentirá decepcionado. ¿Lo conocen por casualidad?

Ferne contuvo la respiración, pero Dante ni se inmutó. Parecía acostumbrado a aquello.

– Sí, lo conozco -le dijo-. Me ha hablado mucho de ti.

– -¿Pero por qué no viene él? -Leo parecía a punto de llorar.

– Leo, mírame -Dante le hablaba con mucha suavidad-. ¿No me conoces?

– No -Leo lo miró con los ojos muy abiertos-. ¿Debería?

– Te he visitado muchas veces. Esperaba que me reconocieras.

– No -dijo él desesperado-. Nunca le he visto antes. No le conozco. ¡No le conozco!

– No te preocupes, no pasa nada.

– ¿Quién es usted? -aulló Leo-. No le conozco. Intenta confundirme. ¡Váyase! Quiero que venga Dante. ¿Dónde está Dante? ¡Me lo prometió!

Ante sus ojos horrorizados, rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las manos y gimiendo. Dante intentó abrazarlo, pero él lo empujó violentamente y salió a trompicones de la habitación, corriendo por el césped hacia los árboles.

La enfermera hizo ademán de seguirlo, pero Dante la detuvo.

– Deje que vaya yo.

Salió corriendo detrás de Leo, alcanzándolo a la altura de los árboles.

– Ay, Dios -suspiró Ferne.

– Sí, es muy triste -dijo la enfermera-. Es un anciano muy dulce, pero se obsesiona por cosas como ese árbol y la idea no para de darle vueltas en la cabeza.

– ¿Es normal que no reconozca a su familia?

– No vienen mucho por aquí. Dante lo visita más que nadie. No debería decirle esto, pero paga la mayor parte de los gastos para su cuidado, además de tratamientos especiales.

– ¿Y cuánto tiempo lleva Leo así?

– Treinta años. Hace que uno se pregunte cómo se ve la vida desde su cabeza.

Apesadumbrada, Ferne salió al jardín y se dirigió hacia los árboles. Entendía el temor de Dante a verse reducido a aquello, compadecido por todo el mundo. Ojalá hubiese un modo de convencerle de que su amor era distinto. En su interior, estaba perdiendo la esperanza.

Los escuchó antes de verlos. Por entre los árboles se oía llorar a alguien. Enseguida se topó con los dos hombres, que se habían sentado en un tronco. Dante rodeaba a su tío con el brazo y éste lloraba en su hombro.

Miró hacia arriba al ver que se acercaba. No dijo nada. Pero sus ojos le enviaron un mensaje: «Ahora lo comprendes. Sé prudente y huye cuanto antes».

– Deja de llorar -le dijo amablemente-. Quiero presentarte a una amiga. No puedes llorar delante de una señorita, pensará que no le gustas.

El suave sonido de su voz tuvo su efecto. Leo se sonó la nariz e intentó parecer animado

– Buon giorno, signorina.

– No, no, mi amiga es inglesa -dijo Dante-. Tenemos que hablar en inglés. No sabe idiomas como tú. Se llama Ferne Edmunds.

– Buenas tardes, señorita Edmunds.

– Llámame Ferne, por favor -dijo ella-. Me alegro mucho de conocerte -buscando algo que decir, miró a su alrededor-. Este sitio es muy bonito.

– Sí, siempre me ha gustado -añadió Leo con seriedad-, cuesta mucho mantenerlo, pero ha pertenecido a mi familia durante mucho tiempo y creo que debo… debo… -se interrumpió, mirando desconcertado a su alrededor.

– No te preocupes -dijo Dante, tornándole de la mano y hablando en voz baja-. Hay personas que se ocupan de cuidarlo.

– Quería que todo estuviese preparado cuando viniese Dante -dijo Leo con tristeza-, pero no va a venir, ¿verdad?

– Leo, soy yo -dijo Dante con urgencia-. Mírame. ¿No me reconoces?

Durante un instante, Leo contempló el rostro de Dante, con una expresión entre triste y ansiosa. Ferne contuvo la respiración por ambos.

– ¿Te conozco? -preguntó Leo con tristeza pasado un momento-. A veces creo… pero él nunca viene a verme.

Ojalá lo hiciese. Una vez me dijo que era la persona que mejor me entendía y que siempre sería mi mejor amigo. Pero no viene a visitarme y estoy muy triste.

– Pero sí que vengo a verte -dijo Dante-. ¿No te acuerdas de mí?

– No -suspiró Leo-. Nunca te había visto antes. ¿Conoces a Dante?

De primeras, ella pensó que Dante no respondería. Tenía la cabeza inclinada como si en su interior se debatiera una enorme lucha que agotase todas sus fuerzas. Pero finalmente logró decir:

– Sí, lo conozco.

– Por favor, dile que venga a verme. Lo echo mucho de menos.

El rostro de Dante estaba lleno de tristeza y Ferne sufrió por él. Tenía razón: la realidad era más terrible que cualquier cosa que ella pudiese haber imaginado.

– Volvamos dentro -dijo él, ayudando a Leo a levantarse.

Regresaron en silencio atravesando el césped. Leo se había animado, como si los minutos anteriores no hubiesen existido, y cantaba alegremente por la enorme finca que creía suya.

La enfermera salió a las escaleras y sonrió a Leo. -Tenemos tus pasteles favoritos -le dijo.

– Gracias. Intentaba explicarle a este amigo mío cómo es Dante. Deja que te enseñe una foto suya.

De una cajonera que había junto a la cama sacó un álbum y lo abrió por una página que contenía una única imagen. Era una foto reciente de Dante. Leo la miraba con orgullo.

– Se la hicieron… bueno, como ves no se parece nada… -miró a Dante con tristeza.

Ferne sintió que de un momento a otro iba a echarse a llorar. La imagen era claramente de Dante y el hecho de que Leo no lo reconociera explicaba lo terrible de su estado mental.

– ¿Lo ves? Si recuerdas cómo es… entonces… -las lágrimas empezaron a resbalar por su rostro.

A Ferne se le partía el corazón al ver a Dante allí sentado, contemplando aquella tragedia con serenidad. Cuando le hablaba a Leo, lo hacía con ternura y amabilidad, pidiendo nada, dándolo todo.

– Lo recordaré -dijo-. Confía en mí. E intentaré encontrar el modo de que estés mucho mejor. Sabes que puedes confiar en mí.

– Claro -dijo Leo con alegría-. Eres siempre tan bueno conmigo… ¿Quién eres?

– No importa -dijo Dante con dificultad-. Mientras seamos amigos, los nombres no importan.

Leo sonrió.

– Gracias, gracias. Quisiera… quisiera…

De pronto comenzó a jadear y a agitarse. Empezó a sacudir los brazos y Dante tuvo que utilizar toda su fuerza para sujetarlo a la silla.

– Será mejor que se vayan -dijo la enfermera lacónicamente-. Sabemos lo que hay que hacer cuando se pone así.

– Llamaré más tarde -dijo Dante.

– Por supuesto, pero váyanse ahora, por favor. Tuvieron que marcharse a su pesar.

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó Ferne cuando salían.

Sufrió un ataque epiléptico -dijo Dante sin rodeos-.Es otra de las consecuencias de esta enfermedad. Perderá la consciencia y al despertar no recordará nada, ni nuestra visita. Una vez le pasó e insistí en quedarme, pero mi presencia lo inquietaba. Seguramente ha sido culpa mía que haya sufrido un ataque, porque al verme se ha alterado. Pobre hombre dijo ella con fervor.

Sí, lo es. Y ahora ya lo sabes. Vamos al aeropuerto. Has visto todo lo que tenías que ver.

Hablaron muy poco en el vuelo de vuelta a Nápoles. Ferne se sentía como si nunca más desease volver a decir una palabra. Le parecía tener la mente en sombras y ante ella sólo veía más oscuridad. Quizá las cosas mejorarían cuando llegasen a casa y hablasen del tema. Intentó creerlo con todas sus fuerzas.

Pero al llegar a casa, él se detuvo ante la puerta.

Voy a dar un paseo dijo. Volveré más tarde.

Ferne prefirió no sugerirle que lo acompañaba. Él quería alejarse de ella, ésa era la verdad. Y, como pensó mientras abría la puerta, ella también necesitaba estar lejos de él un momento. Hasta ese punto habían llegado.

El apartamento estaba aterradoramente silencioso. Ya había estado sola antes allí, pero el silenció no le había parecido tan amenazador porque la animosidad de Dante siempre le había acompañado, incluso no estando él presente. Pero la risa había desaparecido, quizá para siempre, y había sido sustituida por la hostilidad de un hombre que había encontrado traición donde creía haber encontrado confianza.

Todo había sucedido muy deprisa. Tan sólo hacía unas horas, ella había estado disfrutando de la certeza del amor de él, de que el problema entre ambos podía resolverse. Y luego el mundo se le había caído encima.

No, había caído sobre ambos, porque aunque Dante se había mostrado cruel, ella se había percatado del dolor y la desilusión que lo corroía.

En su desesperación, le había dicho que lo amaba, pero en ese momento cayó sobre ella con la fuerza de un mazo que él no le había respondido diciéndole lo mismo. Sólo había hablado de acabar con su amor. Ferne deseó creer que él se había estado obligando a hacerlo, negando sus verdaderos sentimientos, pero ya no estaba segura de cuáles eran éstos. A veces le había parecido detectar odio en la mirada de Dante.

Puede que aquél fuese el verdadero Dante, un hombre cuya necesidad de mantener el mundo a raya era más grande que cualquier amor que pudiese sentir. Quizá la hostilidad con que la había tratado era el sentimiento más fuerte que pudiese albergar.

Se sentó a oscuras, temblando de pena y desesperación.

Al amanecer lo oyó llegar, moviéndose sin hacer ruido. Al ver que la puerta del dormitorio se abría un poco, le dijo:

Estoy despierta.

Lo siento. ¿Te he despertado? hablaba en voz baja.

– No puedo dormir.

Dante no se acercó a la cama, sino que se quedó junto a la ventana, mirando al Vesubio como una vez habían hecho juntos.

¿Eso es lo que querías decir preguntó ella, situándose junto a él, cuando hablabas de no saber nunca cuándo iba a enviar un mensaje de advertencia?

Así es.

– Y, ahora que lo ha hecho, ¿se supone que debemos huir corriendo?

Si se es sensato, sí.

Yo nunca lo fui.

– Lo sé -rió fugazmente-. Nadie que nos conociese hubiese imaginado que yo era el único sensato, ¿verdad?

– Desde luego, yo no -dijo ella, intentando recuperar el tono de broma en que ambos solían hablar.

– Pues debo ser sensato por ambos. Pensaba que lo ocurrido hoy te había abierto los ojos. Ya viste lo que me espera al final del camino.

– No, si recurres a los médicos para evitarlo -presionó ella.

– No hay forma de evitarlo, o al menos, las posibilidades son tan escasas que no merece la pena correr el riesgo. Acabar como Leo es mi peor pesadilla. Y puede que un día ocurra. Si para entonces estamos casados, ¿qué harías? ¿Serías tan sensata como para dejarme?

Ferne lo miró fijamente, incapaz de creer lo que Dante acababa de decirle.

– ¿Querrías entonces que te dejara… que te abandonara?

– Querría que te alejases de mí lo más posible, que te marcharas a un lugar en el que nunca tuvieses que verme o volver a pensar en mí jamás.

Destrozada, Ferne dio un paso atrás y lo miró. Entonces una rabia ciega se apoderó de ella y alzó la mano para abofetearle, pero en el último segundo la dejó caer y se marchó apresuradamente, aterrada por lo que había estado a punto de hacer.

Dante la siguió, furioso también, y la giró hacia él -Si quieres pegarme, hazlo -le dijo bruscamente.

– Es lo que debería hacer -contestó ella.

– Sí, debería. Te he insultado, ¿no? Pues bien, volveré a insultarte una y otra vez hasta que te enfrentes a la realidad

La rabia con la que le habló asustó a Ferne. Ella entendía en parte que su crueldad era un intento deliberado de ahuyentarla por su bien. Pero le asombraba su intensidad, que le advertía que había partes de él que nunca había comprendido porque él nunca le había permitido hacerlo.

– La realidad es lo que uno quiere que sea -dijo ella.

– Quizá es que veo las cosas de manera distinta. ¿Matrimonio? ¿Niños? ¿Caminar de la mano hacia la puesta de sol? Sólo que yo no estaría sosteniendo tu mano, sino aferrándome a ella para apoyarme.

– Y yo estaría contenta de poder ofrecerte ese apoyo porque te quiero.

– No me quieras -dijo él despiadadamente-. No tengo amor con que compensarte.

– ¿Es eso cierto? -susurró ella.

La miró de una forma terrible, llena de una desesperación y un sufrimiento que ella no podía aliviar. Y fue entonces cuando se enfrentó a la verdad: si no poseía la capacidad de calmar su dolor, todo había acabado entre ellos.

– Intenta no odiarme -dijo él con voz cansada.

– Creí que deseabas que te odiase porque era el modo más rápido de librarte de mí.

– Eso creía, pero supongo que no logro conseguirlo. No me odies más de lo debido y yo intentaré no odiarte a ti.

– ¿Odiarme? -repitió ella-. Después de todo lo que hemos… ¿podrías odiarme?

Se hizo un largo silencio y luego él susurró:

– Sí. Si tuviese que hacerlo.

Volvió a mirar por la ventana, hacia donde rompía el alba. El cielo estaba despejado y los pájaros empezaban a cantar. Iba a ser un día maravilloso.

Ella se le acercó por detrás, tocándolo con suavidad y descansando la mejilla en su espalda. En su cabeza se arremolinaban las palabras que quería decirle, pero ninguna iba a bastar.

Sentía el calor de su cuerpo, como lo había sentido tantas veces con anterioridad y, de pronto, de un modo irracional, se vio inundada de esperanza. Aquél era Dante, el que la amaba por mucho que dijese. Y seguirían juntos porque así estaba escrito.

Lo único que tenía que hacer era convencerlo de esa realidad.

– Cariño -susurró ella.

Con voz seca, él le contestó sin mirarla.

– Hay un vuelo a Inglaterra a las once. Te he comprado un billete.

La acompañó al aeropuerto, la ayudó a facturar y se quedó con ella mientras esperaban la primera llamada. Su actitud no fue más cariñosa que antes. Cumplía educadamente con su deber.

Ella no podía soportarlo. Pasara lo que pasase, no podía marcharse en una dirección y dejar que él tomara otra distinta, a merced de cualquier viento que soplara.

– Dante, por favor.

Olvídalo.

– Deja que me quede -susurró ella-. Haremos que esto funcione.

Él negó con la cabeza con ojos cansados y vencidos.

– No es culpa tuya. Soy yo. No puedo cambiar. Siempre seré una pesadilla para la mujer con la que conviva. Tenías razón, no debía haber intimado contigo sin advertirte antes. ¿No prueba eso acaso que soy un monstruo?

– No eres un monstruo -dijo ella con convicción-. Sólo eres un hombre atrapado en una red. Pero no tienes que vivir en ella solo. Deja que entre en ella, déjame ayudarte.

– ¿Para ver cómo quedas atrapada tú también? No, vete mientras puedas. Ya te he causado suficiente daño. ¡Por el amor de Dios, hazlo por mí, vete!

Huyó casi corriendo, apresurándose entre la multitud sin mirar atrás. Ella se quedó mirándolo mientras la distancia entre ambos se hacía cada vez más grande, hasta que hubo desaparecido.

Pero sólo de su vista, porque en su mente y su corazón, donde él habitaría siempre, todavía podía verlo volver al apartamento vacío y la vida vacía en que se instalaría solo para siempre, en la soledad amargamente doble de aquéllos que han elegido su aislamiento.

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