UN SONIDO proveniente del interior de la casa les hizo levantar rápidamente la vista, pero era Primo, que había venido a darles las buenas noches antes de llevar a Olympia de vuelta a casa. Ferne aprovechó la ocasión para perderse entre los árboles. Necesitaba apaciguar sus pensamientos y más aún sus emociones.
Había deseado descubrir el secreto de Dante y lo había descubierto. Podía morir en cualquier momento y aquélla era la realidad con la que él convivía, la que se negaba a eludir, de la que se reía. Era el quickstep que estaba bailando con el destino.
Entonces comprendió por qué había regresado a la casa en llamas cuando nadie en su sano juicio lo hubiese hecho. De haber muerto aquel día, habría sido una bendición comparada con el destino que temía: una incapacidad permanente, convertirse en un ser tan dependiente como un niño, provocar lástima. Con tal de evitarlo habría hecho cualquier cosa, hasta internarse en las llamas.
Por eso no había tenido relaciones serias. No podía permitirse enamorarse ni correr el riesgo de que una mujer se enamorase de él. Con ella estaba tranquilo porque ella lo había esquivado riéndose y no parecía albergar sentimientos serios por él, lo que era justo lo que a él le gustaba: lo más seguro para ambos.
Pero Ferne pensó angustiada que Dante había cometido un error de cálculo. Cuando supo que estaba en peligro el corazón se le inundó de sentimientos por él.
De pronto supo que no podía mantener la promesa que le había hecho a Hope. Había sido una loca al decir que sí y estaba a tiempo de arreglarlo. Volvería para decirle…
– Estás aquí -dijo Dante-. ¿Por qué te escondes? Ferne se giró y vio cómo se le acercaba con ojos todavía adormilados.
– Salí a tomar el aire -dijo ella-. Esto está precioso por la noche.
– ¿Estás bien?
– Sí, muy bien -respondió ella a toda prisa-. ¿Y tú, qué tal tu cabeza?
– A mi cabeza no le pasa nada. ¿Por qué lo preguntas?
– Al ver que te acostabas tan temprano, Hope pensó…
– Se preocupa demasiado. Mi cabeza está bien.
¿No sonaba demasiado serio? No debía haber sacado el tema. Había sido un error y debía tener más cuidado. Deseaba tomar su rostro entre las manos, besarlo y rogarle que se cuidase. Pero todo eso estaba prohibido. Si se quedaba, tendría que cuidar cada palabra, vigilarlo y protegerlo en secreto, engañándolo constantemente. Cuanto antes se alejase de allí, mejor.
– Dante -le dijo sin poder contenerse-. Hay algo que debo…
– Ah sí, esta tarde intentabas decirme algo y no te dejé hablar. Estaba demasiado ocupado conmigo mismo, para variar. Cuéntame.
Había que enfrentarse a la situación, pero antes de que pudiese hablar, algo la rescató en forma de alboroto. El hijo pequeño de Ruggiero, Matti, pasó corriendo entre los árboles tan deprisa como le permitían las piernas. Detrás de él se oía la voz de Ruggiero pidiéndole que volviese, cosa que el niño ignoraba.
– Yo solía escaparme así a la hora de dormir -dijo Dan, sonriendo-. Y siempre había un asqueroso aguafiestas que me atrapaba.
Agarró a Matti y lo alzó en sus brazos, riéndose en su cara.
– ¡Te atrapé! No, no me pegues, sé cómo te sientes, pero es hora de dormir.
Dante sonrió y le pasó el niño a su padre.
– Tú sí que sabes cómo tratarlo -dijo Ruggiero. Luego, temiendo que lo tachasen de sentimental, añadió-: Supongo que se debe a que eres un niño grande.
– Puede -asintió Dante.
Ferne, observándolos desde las sombras, pensó que aqello era más que una broma. Dante era en parte un niño, en parte un payaso, en parte un intrigante y en parte algo más que ella estaba empezando a descubrir. Y fuera que fuese al final, era un hombre que necesitaba su procción. En ese momento la decisión estuvo tomada.
– Volvemos a estar solos -dijo él-. ¿Qué querías decirme?
Ferne respiró hondo y lo miró de frente con una sonrisa. -Que disfruté mucho trabajando contigo. ¿Cuándo nos vamos?
«Cuidado con lo que digas en broma: puede volverse tu contra».
Aquel pensamiento persiguió a Ferne durante los días siguientes.
Ella se había burlado de Dante cuando le dijo que se comportaría como un caballero y él le había respondido con alentadora consternación. Pero conforme pasaba el tiempo, empezó a darse cuenta de que él se lo había tomado en serio y estaba siendo tal y como había prometido: amistoso.
Compró un coche y se dirigieron a Calabria, una zona montañosa al sur de la península italiana.
– He sabido que hay allí tres villas en venta desde hace tiempo -dijo-. Probemos suerte.
Y la tuvieron. Los propietarios estaban empezando a desesperarse y se mostraron ansiosos porque Dante añadiera las casas a su cartera. Pasaron varios días trabajando en un argumento de venta para cada casa, complementado con maravillosas fotografías. Cuando acabaron, Ferne estaba agotada.
– Me siento como si me hubiese pasado la vida subiendo escaleras y atravesando pasillos kilométricos -se quejó-. De haber sabido que esto sería tan agotador, no hubiese venido.
Dante no parecía cansado en absoluto y se le veía tan sano que ella se preguntó si era una locura estar allí cuidando de él. Durante, la cena le contó miles de historias que la hicieron llorar de risa y luego la tomó de la mano para conducirla arriba, donde dormían en habitaciones separadas, la besó en la mejilla y le deseó buenas noches.
Ningún otro hombre se habría portado mejor. Ninguno habría estado tan contenido y educado. Ninguno le habría resultado tan exasperante.
¿Para eso había rechazado la oportunidad de su vida? A Mick Gregson no le había hecho ninguna gracia. Habían acabado enfadados.
Y en aquel momento se encontraba de viaje con un hombre que le había prometido comportarse amistosamente y que se mostraba irritantemente dispuesto a cumplir su palabra.
No era justo.
Pero algo había cambiado, porque ya entendía las razones por las que Dante se controlaba a sí mismo. No podía intentar nada con ella porque su código de honor personal le prohibía pedir amor cuando podía morir sin previo aviso.
Y Ferne pensó que tenía razón. Si ella quería algo más de él, era su problema.
– ¿Dónde vamos ahora? -preguntó ella al ver que se dirigían de nuevo al norte.
– A un lugar cerca de Roma que he prometido visitar. Hay unas minas de dos mil años de antigüedad y una enorme villa que el propietario insiste en llamar palazzo y que «sólo» tiene seis siglos. Puede que no sea fácil colocarla. Conozco al propietario, Gino Tirelli, y me ha asegurado que está en buen estado pero puede que ésa sea su versión. Por suerte no tengo que estar allí hasta la semana que viene, de modo que podemos pasar unos días en la playa.
– Eso suena fenomenal. Este calor me está matando.
Tras unas horas de coche llegaron al Lido di Ostia, un complejo playero situado a veinticuatro kilómetros de Roma. El hotel en el que se alojaron estaba junto a la playa y tenía vistas al mar.
– Tienen habitaciones simples y dobles -le dijo Dante después de hablar con el recepcionista-. Las dobles salen más baratas.
Al ver que ella alzaba las cejas, añadió:
– ¿Cuánto crees que puede aguantar un hombre comportándose como es debido?
– Creo que me puedo permitir una habitación simple.
– No vas a ceder ni un milímetro, ¿verdad?
– Más te vale aceptarlo -dijo ella, riéndose. Por nada del mundo hubiese admitido sentirse aliviada al ver que por fin las defensas de Dante se estaban desmoronando.
El hotel tenía una tienda en que se vendían artículos de playa. Ella se quedó dudando ante un biquini que, para ser un biquini era relativamente recatado y un respetable bañador. Dante la miró ansioso al verla intentando decidirse entre ambos.
– ¿Por qué no te lo pruebas? -le sugirió, señalando el bañador.
A ella le sorprendió un poco que él le animase a probarse la más púdica de las prendas. Después se daría cuenta de que debía haber sospechado algo.
En el probador, se puso el bañador, se miró al espejo y suspiró. Era elegante y realzaba su figura, pero no le hacía justicia. Ningún bañador lo habría hecho. Pero hasta estar segura de lo lejos que iba a permitir que Dante le llevara en ese aspecto, no podía arriesgarse a provocarle. No sería justo para él.
Y pensó que para ella tampoco lo era, intentando calmar el placer que le provocaba pensar en los ojos de Dante posándose sobre su cuerpo casi desnudo.
Volvió a vestirse y salió, entregando el bañador a la dependienta para que se lo envolviese.
– Me llevo éste.
– Ya lo he pagado -dijo Dante, quitándoselo de un tirón y metiéndolo en una bolsa.
La arena era maravillosa, suave y acogedora. El alquiló una caseta, dos tumbonas y una sombrilla enorme y luego le tendió la bolsa con su compra y se apartó para dejarla entrar la primera en la caseta.
Al abrir la bolsa, se acordó de que aquel hombre era un intrigante de talento.
– Se han equivocado en la tienda -dijo, volviendo a salir-. Mira -le enseñó el biquini-. Pero no entiendo cómo. Vi cómo metías el bañador en la bolsa.
– Era un caso de, necesidad. Ibas a comprarte esa prenda de señora que no te hace justicia, así que pagué por las dos y metí el biquini en la bolsa antes de que salieses.
– ¿Y dónde está la que escogí?
– Ni idea. Ha debido de escaparse.
– Eres… eres un pillo…
Puede que no resultase moderno ni liberal dejar a un hombre al mando de las decisiones, pero suponía un pequeño sacrificio a cambio de su mirada.
Finalmente estuvo preparada para hacer su entrada triunfal. Abriendo la puerta de par en par, salió a la luz del sol, aguantándose las ganas de decir: «¡ Tatatachán!».
Pero él no estaba. Genial.
– Ah, estás aquí -dijo Dante, que apareció con dos latas-. Fui a buscar algo de beber. Podemos meter esto en la caseta hasta que nos apetezca.
– ¿Estoy bien? -preguntó ella con tensión en la voz.
– Es muy bonito -le dijo de forma tan educada que Ferne tuvo ganas de pegarle.
Pero la sonrisa con que la contemplaba le indicó que las cosas eran distintas, así que le perdonó.
Mientras esperaba que él apareciese, dejó vagar la mirada por los demás hombres que había en la playa. Sandor le había dicho una vez que eran pocos los hombres a los que les sentaba bien el bañador, presumiendo de la perfección de su cuerpo.
Pero cuando Dante apareció, se olvidó de todo lo demás. No alardeaba, no le hacía falta. Su cuerpo, alto y esbelto, tenía la musculatura justa.
Por un momento se vio de nuevo entre sus brazos bailando, girando a toda velocidad sin perder el paso. Contemplando su cuerpo medio desnudo volvió a sentir la excitación de aquella noche desde la boca del estómago a la punta de los dedos.
– ¿Nos bañamos? -preguntó Dante, tendiéndole la mano.
Ella la tomó y corrieron juntos por la playa hasta sumergirse en una ola. Ella gritó encantada y luego se le unió en una carrera hacia el horizonte.
– Cuidado -advirtió él-. No te metas demasiado hondo. Pero a ella no le importaba nada en aquel momento. -¡Yupum! -gritó-. ¡Allá voy!
Pataleando, se hundió en el agua todo lo que pudo para volver a ascender de nuevo. Pero estaba a mayor profundidad de la que había calculado y no parecía subir con demasiada velocidad. Se asustó al ver que empezaba a quedarse sin aire.
De pronto, un brazo la rodeó por la cintura y la devolvió a la superficie.
– Ya estás a salvo -le dijo la voz de Dante-. ¿En qué estabas pensando, loca?
– No sé… sólo quería… ¡Oh, Dios mío!
– Tranquila, relájate. Te tengo.
Flotó en el agua mientras la mantenía por encima de la superficie, apretándola fuerte contra él.
– ¿Estás bien? -le preguntó, levantando la vista.
– Sí, yo… estoy bien.
Le costaba sonar convincente cuando la sensación de su piel desnuda contra la de él la perturbaba tanto.
– Te voy a soltar -dijo él-. No haces pie, pero no te preocupes. Agárrate a mí. Abajo… tranquila.
Ferne sabía que la iba soltando despacio para tranquilizarla, pero pensó frenética que lo último que necesitaba era sentir su piel deslizarse por el cuerpo de Dante Control. Control.
– ¡Ay! -dijo él.
– ¿Qué pasa?
– Me estás clavando las uñas en los hombros.
¡Lo siento! -dijo ella atribulada-. Lo siento… lo siento.
– Vale, te creo. Volvamos a la orilla. ¿Puedes nadar sola o prefieres agarrarte a mí?
– Puedo apañarme sola -mintió.
Volvieron a la orilla sin ningún incidente y ella posó aliviada los pies en la arena.
Ella sentía debilidad en las piernas, pero era normal después del susto. ¿Pero seguro que no tenía nada que ver con que su mano derecha le rodease la cintura mientras la izquierda asía la suya?
La mala suerte y lo accidentado de la arena la hizo tropezar, y Dante tuvo que agarrarla con fuerza para evitar que se cayese.
– Optemos por el camino más fácil -dijo él, tomándola en sus brazos.
Aquello fue incluso peor. Ferne no tenía más opción que echarle las manos alrededor del cuello, de modo que sus bocas se acercaban aún más y su pecho se juntaba con el de él, algo que una mujer sensata hubiese evitado a toda costa.
Finalmente, él la dejósobre la tumbona y se arrodilló a su lado.
– Me has asustado -le dijo-. Al ver que desaparecías bajo el agua tanto tiempo pensé que te habías ido para siempre.
– Pues entonces es una suerte que estuvieras allí. Se te da muy bien rescatar damiselas en apuros.
– Es mi especialidad. Y para que veas lo bien que se me da, deja que te seque.
Le echó una toalla por los hombros y empezó a frotar. -Puedo hacerlo sola, gracias -dijo ella con voz tensa. -Muy bien. Sécate bien, te traeré algo de beber.
Se sirvió vino en un vaso de plástico.
Ella se lo bebió agradecida, deseando que se apartase y no se quedase allí arrodillado, tan preocupado, tan desnudo.
– Gracias -dijo-. Ahora me siento mejor. No hace falta que andes pegado a mí.
– ¿Estoy siendo demasiado protector? No puedo evitarlo. No dejo de pensar que podría haberte perdido, y ese pensamiento no me gusta nada.
– ¿De veras? -preguntó ella en voz baja.
– Por supuesto. ¿Cómo me las iba a apañar sin tus fotos?
– ¿Mis fotos? Fantástico -asintió ella, desalentada. -Así que seguiré cuidando de ti.
Ella levantó la cabeza rápidamente.
¿ Qué… que has dicho?
– Dije que estoy cuidando de ti. Es obvio que necesitas que alguien te proteja. Eh, cuidado, te acabas de echar el vino encima. Ahora tienes que descansar.
Sí -dijo ella, aliviada-. Creo que es lo que voy a hacer.