CAPÍTULO 4

– DANTE -siseó ella-. ¡Dante! Levántate.

Ella lo empujó frenética y él se apartó frunciendo el ceño. -Vienen hacia nosotros -dijo ella-. No deben encontrarnos así.

Rezongando, se retiró con desgana y le puso en pie tirando de ella.

Los otros los estaban llamando. No había más opción que dar la cara del modo más alegre y natural posible. Ferne tenía la sensación de que le temblaba la voz y que su sonrisa se veía forzada. Pero es que además temblaba por dentro. Se sentía como alguien que se había encontrado de pronto al borde de un precipicio y se había echado atrás sin saber cómo había llegado hasta allí.

La familia se acomodó para tomar una última copa bajo las estrellas.

– Estoy un poco cansada -dijo Ferne en cuanto pudo hablar con normalidad-. ¿Os importa que me retire?

Huyó escaleras arriba, incapaz de mirar a Dante a los ojos. Una vez en su habitación, se sometió a una ducha fría para recuperarse.

Él había insistido en rondar su mente a pesar de haberle pedido que la dejase. Pero así era Dante: una persona difícil. Al salir de la ducha, se vio reflejada en el espejo y le pareció que él estaba allí, contemplando con nostalgia su desnudez, haciendo que ella se arrepintiese de no haberle permitido verla, porque a él le hubiese encantado. Alguien llamó suavemente a la puerta.

– ¿Quién es?

Soy yo dijo Dante.

¿Qué quieres?

¿Puedo pasar? Tengo que hablar contigo un momento.

Ferne se apartó para dejarlo pasar, asegurándose primero de tener la bata bien atada. Aun así, se sentía como si la ropa que llevaba fuese transparente.

Él todavía llevaba camisa y pantalón, pero se había abierto la camisa y su pecho asomaba unos centímetros. A ella le resultaba atractivo, pero intentó ser cautelosa. Aquella noche casi perdió la cabeza en sus brazos.

¿De qué quieres hablar? preguntó ella recatadamente.

De nosotros contestó él enseguida. Y de lo que estás haciendo conmigo. Creo que no podré soportarlo mucho más.

Entonces Ferne se alegró de haberse dado una ducha fría, porque su cuerpo había recuperado el equilibrio y podía pensar con normalidad.

– Sino puedes soportar estar conmigo, no ha sido muy inteligente por tu parte aparecer por aquí.

– No hablaba de eso contestó él, imitando su tono de argumentación razonada. Es el «tan cerca y sin embargo tan lejos» lo que me inquieta. Debería ser o una cosa u otra y creo que deberíamos discutirlo y llegar a una decisión sensata.

La inocencia de su rostro habría engañado a cualquiera menos acostumbrado a sus estratagemas que Ferne. Pero en aquel momento ella había recuperado el control.

– Estoy de acuerdo dijo ella con seriedad. Una o la otra. Y, dado que me marcharé pronto, creo que deberíamos optar por la segunda opción. Creo que lo más sensato es que te marches de mi habitación.

– Sería sensato, ¿verdad? Si fuese un hombre sensato, me marcharía y nunca volvería a mirar atrás. Pero nunca lo fui.

– Pues entonces, ésta sería una buena forma de empezar a serlo.

Él deslizó la mano alrededor de su cintura.

– Sé que no debería haber venido susurró. Pero tenía que hacerlo. Esta noche estabas maravillosa. Con sólo mirarte supe que tenía que bailar contigo… y cuando lo hice supe que tenía que abrazarte, besarte, amarte…

La atrajo hacia él mientras le hablaba, en un gesto amable e implacable al mismo tiempo.

¿No es esto ir demasiado lejos? preguntó ella suavemente.

– Pero quiero ir demasiado lejos contigo. ¿Cómo podría desear otra cosa siendo tú tan hermosa y excitándome como me excitas? Quiero ir demasiado lejos y más allá.

Dante, me gustas mucho, de veras, pero no soy una niña tonta a la que puedes impresionar con tus encantos. No olvides que me ha seducido un experto.

– ¿Sugieres que yo no soy un experto? preguntó él enfadado.

Bueno, en este momento no se te está dando muy bien.

Dante suspiró y la miró compungido, como un colegial descubierto haciendo novillos. Entonces ella estuvo a punto de rendirse, pero por suerte consiguió mantenerse firme.

Merecía la pena intentarlo, ¿no es así? se burló ella.

– No sé lo que quieres decir.

– ¡Y un cuerno que no! Entraste aquí diciéndote a ti mismo: «Venga, inténtalo. Puede que diga que sí o puede que diga que no y puede que me dé una bofetada. Averigüémoslo».

La expresión avergonzada de Dante confirmó sus sospechas.

– Y ya lo he averiguado, ¿no? -dijo él-. Y al menos no me has abofeteado.

– Ésa es la siguiente fase. Y márchate ahora que todavía somos amigos.

– ¿Amigos? ¿Es eso todo lo que tu…?

– ¡Vete!

Y se marchó. A toda prisa.

Como mujer atractiva que trabajaba en el mundo del ocio, Ferne tenía mucha experiencia en rechazar a caballeros demasiado entusiastas y había descubierto que se podía aprender mucho de un hombre por su comportamiento en la cita siguiente, si es que la había. Algunos se comportaban bien, otros mal y algunos fingían que no había pasado nada.

Dante, por supuesto, tenía que ser original, y se dedicó a seguirla saltando de árbol en árbol cuando ella paseaba por el jardín, escondiéndose cuando ella se giraba, hasta que Ferne gritó desesperada:

– ¡Sal de ahí, idiota!

– Si me llamas idiota, ¿significa eso que me has perdonado? -preguntó él, mostrándose esperanzado ante sus ojos.

Supongo.

Por detrás de él alguien gritó:

– ¿Dante, vienes?

– Voy -respondió. Voy a la ciudad con Carlo y Ruggiero, pero no podía marcharme hasta saber que había vuelto a ganar tu favor.

– Yo no he dicho eso -dijo ella severamente-. He dicho que estás perdonado… sólo eso.

– Sí, claro, son cosas distintas. Me pondré a ello cuando vuelva. Adiós.

La besó en la mejilla y salió corriendo, dejándola riendo y preguntándose qué tenía que hacer para tener la última palabra.

Pero ¿quería tener la última palabra? Eso le parecía triste.

Pasó un día muy agradable con Hope y las otras mujeres, hablando de Inglaterra y haciendo mimos a los niños. Aquella tarde, Dante se portó con ella de modo contenido e intachable. Parecía ignorarla por completo como mujer, y Ferne intentó decirse que era lo que ella había preferido.

Ferne había dicho que siempre llevaba consigo su cámara y era cierto, así que cuando vio a Toni jugar con el hijo de Ruggiero entró en acción rápidamente y les hizo unas fotos que encantaron a todos.

– He estado pensando qué podía hacer para agradeceros vuestra amabilidad -le dijo Ferne a Hope-. Y ya lo sé. Voy a haceros fotos, montones de ellas… de cada uno por separado y por parejas, con los hijos o sin ellos. Y luego os reuniré en el jardín para haceros una foto a todos juntos.

– ¡Así podré conservar un recuerdo! -exclamó Hope, encantada-. Sí, por favor.

Ferne empezó enseguida, dando vueltas por la casa, trabajando en su idea hasta que todos tuvieron una foto en solitario, hasta el niño más pequeño. A estas fotos añadió otras que había sacado pasando desapercibida, mucho más naturales. El resultado fue una colección que hizo que Hope llorase de alegría y celebrase una cena especial en honor a Ferne.

– Ha sido un detalle maravilloso -le dijo Dante mientras se bebían el vino juntos-. Para Hope, su familia lo es todo.

El halago hizo que Ferne se sintiese avergonzada.

– En realidad lo hice por mí misma. Hacer fotos es una especie de adicción, cuando no lo hago me siento inquieta.

– ¿Por qué te restas importancia? ¿De quién te escondes?

– ¿Desde cuándo eres experto en psicoanálisis? -preguntó ella, divertida-. No me estoy escondiendo.

– Algunos dirían que te estabas escondiendo detrás de la cámara, enfocando a los demás mientras te mantenías oculta. Se me ocurre que quieres tomar buenas fotos, deberías dejar que te llevase a la ciudad para el viejo Nápoles, donde todavía se conservan edificios históricos. Encontrarás todas las fotos que quieras.

Ella aceptó de buen grado y al día siguiente fueron al centro histórico de Nápoles. Tal y como él había adivinado, ella se entusiasmó y empezó a hacer fotos, atraída por aquellas calles estrellas y sinuosas con ropa tendida de lado a lado y puestos que vendían pescado y fruta.

Acabaron desplomándose en las sillas de una cafetería y resucitaron a base de café y pasteles.

– Me alegro mucho de que hayas tenido esta idea -suspiró ella encantada-. Ha sido maravilloso: Este sitio es demasiado pintoresco para ser real.

Dante asintió.

– Nápoles tiene barrios modernos, lugares llenos de edificios insulsos y funcionales, pero también cuenta con rincones donde la gente puede todavía ser humana en lugar de engranajes de una rueda. La gente de aquí no sólo se conoce, sino que son vecinos, prácticamente familia. Muchos son parientes. Existen bloques de pisos habitados por miembros de una misma familia. Tomemos un…

Un grito resonó en algún lugar cercano, interrumpiéndole. De pronto se formó un gran alboroto. La gente corría por las callejuelas, agitando los brazos y señalando algo que había detrás de ellos.

– Incendio! -gritaban-. Incendio!

Siguiendo el lugar que señalaban, echaron a correr hasta un edificio de cinco plantas que había a un lado de una calle estrecha y escalonada. Por las ventanas salía humo y la gente salía de allí gritando.

– Han llamado a los bomberos -dijo Dante, escuchando lo que decían-, pero estas calles son demasiado estrechas para los camiones. Lo más que podrán acercarse es a aquella esquina y luego tendrán que traer las escaleras hasta aquí. Esperemos que sean lo suficientemente largas. Por suerte, parece que todo el mundo ha logrado salir a tiempo.

Una mujer gritaba detrás de ellos:

– Piero, Marco, Ginetta, Enrico… mio Dio!

A juzgar por las bolsas que había en el suelo, estaba de compras cuando le dieron la noticia y había venido co rriendo a por sus hijos, que se lanzaron en sus brazos mientras ella rezaba agradecida.

– Salvo -lloró-. Oh, Dio! Salvo. Ma no! Dove Nico?

En ese momento se escuchó un grito de horror. Todos alzaron la vista y descubrieron a un niño pequeño en un balcón de la planta alta.

La gente corrió a por escaleras y las apoyaron en el muro, pero no llegaban hasta donde estaba el pequeño. Un terrible estruendo procedente del interior les advirtió de lo cerca que estaba el peligro.

– ¡Trasladad esa escalera! -gritó Dante-. Ponedla aquí.

– Pero no es lo suficientemente larga -protestó alguien.

– No discutáis -respondió-. Sólo haced lo que os he dicho. Sostenedla.

Reconociendo la autoridad de su voz, obedecieron. Aquél era un nuevo Dante, uno que Ferne no había visto antes, un hombre resuelto: la mirada dura, la actitud decidida, incapaz de aceptar discusión alguna y!pobre del que se interpusiera en su camino!

Ella se atrevió a decir:

– ¿Pero qué vas a hacer cuando se acabe la escalera?

Por un instante, él la miró como si nunca la hubiese visto antes. Luego la reconoció y dijo educadamente: -Treparé.

Se giró sin esperar respuesta y enseguida empezó a ascender por la escalera hasta la base del tercer balcón. Agarrándose a los forjados, logró izarse hasta la baranda mientras la multitud emitía un grito ahogado. Ferne lo miraba asombrada, pensando en la fuerza que debía tener en los brazos para hacer algo así.

Una vez en el balcón, se puso en pie sobre la baranda y saltó hacia arriba. Era una distancia corta, suficiente para alcanzar la base del siguiente balcón, donde volvió a hacer lo mismo hasta el de más arriba.

Dante había llegado hasta el niño, pero ¿cómo iba a bajar con él? Miró hacia abajo y luego asintió como si hubiese tomado una decisión. Se giró y se puso de rodillas para que el niño pudiese subirse a su espalda y rodearle el cuello con los brazos. Luego salió del balcón y se fue descolgando centímetro a centímetro hasta el final de la baranda.

Todos contuvieron la respiración, preguntándose qué haría a continuación. Y pronto vieron cómo se balanceaba hasta soltarse de los barrotes y saltar al balcón que había debajo. Otro salto hasta la escalera. ¿Lo lograría o caerían ambos? Abajo, todos alzaron las manos como si temieran lo peor e intentasen recogerlos.

Dante no lo dudó y la multitud rugió al ver que aterrizaban a salvo.

Un hombre había subido por la escalera y agarró a Nico para ayudarle a bajar mientras Dante se quedaba en el balcón, respirando con dificultad. Cuando el niño tocó el suelo todos irrumpieron en aplausos, pero nadie se quedó tranquilo hasta que su rescatador estuvo también a salvo.

Ferne notó que lloraba. No podía decir si lloraba de miedo o porque se sentía orgullosa de Dante, pero albergaba sentimientos a punto de estallar.

Él le dedicó una sonrisa fugaz y se acercó a la madre, que le dio las gracias fervientemente aunque a él pareció avergonzarle. La señora se aferraba a su hijo, que no acababa de reaccionar, pero que de pronto despertó y miró a su alrededor, buscando algo. Al no encontrarlo, empezó a gritar:

– ¿Pini? ¡Pini! ¡Se va a morir… se va a morir!

– ¿Es otro niño? -preguntó Ferne-. ¿Es que todavía ceda alguien ahí dentro?

– No, Pini es su mascota -dijo su madre-. Debe de estar por aquí.

– ¡No, no! -lloró-. Sigue ahí dentro. Se morirá. La madre intentó tranquilizarlo.

– Caro, no podemos hacer nada. Nadie puede arriesgar su vida por un perro.

Nico empezó a gritar:

– ¡Pini! ¡Pini, Pini…!

– Seguramente habrá muerto ya -dijo alguien-. Se habrá asfixiado con el humo…

– ¡No, está ahí! -gritaron desde la multitud.

Todos alzaron la vista hacia el perrito que apareció en la ventana. Ladraba y miraba asustado a su alrededor. Nico empezó a retorcerse, intentando escapar.

– Quédate aquí -le dijo Dante bruscamente-. No te muevas.

Corrió de vuelta al edificio y la gente empezó a gritar al darse cuenta de sus intenciones.

– Está loco, ¿es que quiere matarse? ¿No se da cuenta de lo que hace? ¡Detenedlo!

Pero Ferne había visto su determinación y supo que nada podía disuadirlo. Aterrorizada, vio cómo empezaba a trepar por la escalera envuelto en humo. Cada vez que desaparecía, se convencía de que no volvería a verlo nunca más, pero de algún modo lograba reaparecer, cada vez más arriba, cerca del lugar donde el perro aullaba asustado.

Dos camiones de bomberos se habían detenido ya a final de la callejuela. Al ver lo que ocurría, los bomberos se acercaron corriendo e izaron una escalera hacia donde estaba Dante. Por suerte era más larga que la primera, pero cuando le gritaron que la utilizase, apenas se volvió a mirarles, negó con la cabeza y siguió trepando.

Había llegado al último balcón, pero se le acabó la suerte. Al agarrarse a la baranda, ésta se venció y Dante quedó colgado de ella y sin posibilidades de salvarse.

Ferne lo miró, con el corazón en un puño, incapaz de mantener la vista ni de apartarla.

Entonces Dante se impulsó con los pies en el muro y consiguió balancearse, reuniendo la fuerza suficiente para alzarse y empezar a trepar por el balcón. Lo hizo una y otra vez, acercándose a la ventana donde temblaba el perro.

Cuando por fin lo consiguió, todos gritaron de alegría, pero al intentar agarrar al perro, éste desapareció en el interior del edificio. Dante lo siguió y todos contuvieron la respiración. De pronto, sonó un crujido. Una nube de humo salió por la ventana y un silencio consternado se apoderó de los viandantes. Había muerto. Debía de estarlo.

Ferne escondió la cara en las manos, rezando frenéticamente. No podía morir. No podía estar muerto.

Entonces se oyó un grito triunfal:

– ¡ Ahí está!

Dante había reaparecido por otra ventana, más abajo, con el perro en sus brazos. Se encontraba próximo a la escalera de los bomberos y logró tenderle el animal al que se encontraba en lo más alto. Este empezó a descender, dejando espacio para que Dante lo siguiera, pero algo pareció detenerle. Se quedó allí, echado sobre el metal, con los ojos cerrados y la cabeza agachada.

– ¡Dios mío, se ha desmayado! -susurró Ferne-. Es por el humo.

El bombero le cedió el perro a un compañero que había más abajo y volvió a subir a por Dante, situándose de modo que pudiese recogerlo si caía.

Para alivio de todos, Dante salió de su trance y miró alrededor. Finalmente consiguió moverse y completar el descenso. Sacudió la cabeza como para despejarse y, volviendo a la realidad, recogió el perro y se lo llevó al niño, que gritaba de alegría.

Si la multitud lo había vitoreado antes, en esta ocasión se volvió completamente loca. Un hombre que arriesgaba su vida por un niño era un héroe, pero un hombre que corría el mismo riesgo por un perro era un loco maravilloso.

No parecía dispuesto a disfrutar de los halagos. Intentaron alzarlo en hombros, pero él sólo quería huir.

– Vamos -dijo-, tomándola de la mano.

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