Capítulo I

«¿Qué estoy haciendo aquí?».

Mientras conducía por la calle principal, Vanessa no hacía más que darle vueltas a la misma pregunta. El tranquilo pueblo de Hyattown había cambiado muy poco en doce años. Aún seguía incrustado entre las laderas de las Blue Mountains de Maryland, rodeado por onduladas tierras de labor y espesos bosques. Los huertos de manzanas y las vacas lecheras llegaban hasta los mismos límites del pueblo y, en el interior del mismo, no había semáforos ni edificios de oficinas ni el bullicio del tráfico.

Allí sólo había casas robustas y muy antiguas, jardines sin vallar, niños jugando y coladas ondeando al viento. Vanessa pensó, con alivio y sorpresa a la vez, que todo estaba tal y como ella lo había dejado. Las aceras seguían llenas de grietas y de baches, el hormigón socavado por las raíces de los centenarios robles que, en aquellos momentos, estaban empezando a cubrirse de hojas. La forsythia derramaba sus flores amarillas por los muros y las azaleas exhibían la promesa de un colorido que aún estaba por venir. Los crocus, mensajeros de la primera, se habían visto eclipsados por los narcisos y los tulipanes tempranos. Igual que había ocurrido en la infancia de Vanessa, los habitantes de Hyattown seguían ocupándose del césped y de las plantas de sus jardines los sábados por la tarde.

Algunos levantaron la mirada, probablemente sorprendidos al ver que pasaba ante ellos un coche que no les resultaba familiar. De vez en cuando, alguien saludaba con la mano, aunque no porque la reconociera sino tan sólo por costumbre. A continuación, seguía ocupándose de sus plantas o cortando el césped. A través de la ventana abierta de su vehículo, Vanessa captó el aroma de la hierba recién cortada, de los jacintos, de la tierra cavada. Oyó el zumbido de los motores de las máquinas cortacésped, el ladrido de un perro y los gritos y las risas de los niños jugando.

Había dos hombres sentados delante del banco, ataviados con gorras de jardinero, camisas de cuadros y pantalones de trabajo, que estaban charlando. Un grupo de chicos subía por la cuesta de la calle montados sobre sus bicicletas, probablemente de camino a la tienda de Lester para comprar golosinas o bebidas frías. Ella había subido por aquella cuesta cientos de veces con el mismo destino. «Hace cien años», pensó. Entonces, sintió la ya demasiado familiar punzada en el estómago.

«¿Qué estoy haciendo aquí?», volvió a decirse mientras sacaba una caja de antiácidos del bolso. Al contrario que el pueblo, ella sí que había cambiado. A veces, casi no se reconocía.

Quería creer que estaba haciendo lo correcto. Regresaba, aunque no estaba segura de que lo hiciera a su hogar. No sabía si aquél seguía siendo su hogar… o si ella misma quería que lo fuera.

Acababa de cumplir los dieciséis años cuando se marchó de allí… cuando su padre la arrancó de aquellas tranquilas calles para embarcarla en una vorágine de ciudades, ensayos y actuaciones. Nueva York, Chicago, Los Angeles, Londres, París, Bonn, Madrid… Había sido muy emocionante, una montaña rusa de vistas, sonidos y, sobre todo, música.

A la edad de veinte años, gracias al empuje de su padre y a su propio talento, se había convertido en una de las pianistas más jóvenes y de más éxito del país. Había ganado el prestigioso concurso Van Cliburn a la tierna edad de dieciocho años frente a competidores que eran diez años mayor que ella. Había tocado para la realeza y había cenado con los presidentes de muchos países. Se había centrado exclusivamente en su carrera y se había forjado una reputación como una artista brillante y temperamental. La atractiva y apasionada Vanessa Sexton.

En aquellos momentos, a la edad de veintiocho años, regresaba al hogar de su infancia, a la madre que no había visto desde hacía doce años.

Cuando aparcó el coche, el ardor que sintió en el estómago le resultó tan familiar que casi no lo notó. Como el resto del pueblo, la casa de su infancia estaba prácticamente igual que cuando se marchó. Los robustos ladrillos habían envejecido bien y las contraventanas mostraban una capa reciente de pintura de un cálido y profundo color azul. A lo largo del muro de piedra que se erguía por encima de la acera, había unos espesos arbustos de peonías que tardarían al menos otro mes en florecer. Los capullos de las azaleas se agrupaban a lo largo de la casa.

Vanessa permaneció sentada, asiendo con fuerza el volante y enfrentándose a una desesperada necesidad de volver a arrancar el motor, de marcharse de allí. Ya se había dejado llevar demasiado por los impulsos. Se había comprado un Mercedes descapotable y había realizado su última actuación tras rechazar docenas de compromisos. Todo dejándose llevar por sus impulsos. A lo largo de su vida adulta, todo su tiempo había estado organizado meticulosamente. A pesar de que era una mujer impulsiva por naturaleza, había aprendido la importancia de llevar una existencia ordenada. Regresar allí, reabrir viejas heridas y despertar los recuerdos no formaba parte de aquel orden.

Sin embargo, si se daba la vuelta en aquel momento, si salía huyendo, no conseguiría nunca las respuestas para sus preguntas, preguntas que ni siquiera ella comprendía.

Decidió no darse más tiempo para pensar y salió del coche para sacar sus maletas. Si se sentía incómoda no tenía por qué quedarse. Era libre para ir adonde quisiera. Era una mujer adulta, que había viajado mucho y que contaba con seguridad económica. Su hogar, si decidía tener uno, podía estar en cualquier lugar del mundo. Desde la muerte de su padre, que había ocurrido seis meses antes, no tenía atadura alguna.

No obstante, había decidido ir allí y era allí donde tenía que estar… al menos hasta que obtuviera respuestas a sus preguntas.

Cruzó la acera y subió los cinco escalones de hormigón. A pesar de la fuerza con la que le latía el corazón, cuadró los hombros. Su padre nunca había permitido que llevara los hombros caídos. La presentación de una misma era tan importante como la presentación de la música. Con la barbilla erguida y los hombros rectos se dirigió hacia la casa.

Cuando la puerta se abrió, se detuvo, como si tuviera los pies arraigados al suelo. Inmóvil, contempló cómo su madre salía al porche.

Docenas de imágenes le acudieron al pensamiento. Recordó su primer día de colegio, cuando subió llena de orgullo aquellos mismos escalones para ver que su madre la esperaba en la puerta. La ocasión en que se cayó de la bicicleta y se acercó cojeando a la casa para que su madre le limpiara los arañazos e hiciera desaparecer el dolor con un beso. Cuando bailó de alegría en el porche después de su primer beso. Su madre, con la intuición femenina reflejada en los ojos, esforzándose por no hacer ninguna pregunta…

Entonces, se acordó de la última vez que estuvo allí. En aquella ocasión, se alejaba de la casa en vez de dirigirse a ella y su madre no estaba en el porche para despedirse de ella.

– Vanessa…

Loretta Sexton la observaba retorciéndose las manos. El cabello castaño oscuro no se le había teñido de gris. Era más corto de lo que Vanessa lo recordaba y flotaba alrededor de un rostro que mostraba muy pocas arrugas. Un rostro más redondo, con facciones más suaves que las que Vanessa recordaba. En cierto modo, parecía más menuda. No estaba encorvada, pero parecía más compacta, más en forma, más joven. Vanessa recordó a su padre. Delgado, demasiado delgado, pálido y viejo.

Loretta quiso echar a correr hacia su hija, pero no pudo. La mujer que había frente a la casa no era la niña que había perdido y a la que tanto había echado de menos. «Se parece a mí», pensó, tratando de contener las lágrimas. «Más fuerte, más segura, pero tan parecida a mí…».

Vanessa se armó de valor, como había hecho cientos de veces antes de salir a un escenario, y siguió andando hacia la casa, subió los escalones de madera y se colocó delante de su madre. Casi eran igual de altas. Aquello fue algo que las sobresaltó. Sus ojos, del mismo tono verdoso, se miraron fijamente.

Estaban de pie, a pocos centímetros de distancia, pero no se abrazaron.

– Te agradezco mucho que me hayas dejado venir -dijo Vanessa. Odiaba la tensión que notaba en su propia voz.

– Aquí siempre eres bienvenida -respondió Loretta, tras aclararse la garganta-. Sentí mucho lo de tu padre.

– Gracias. Me alegra ver que tienes buen aspecto.

– Yo… -susurró Loretta. ¿Qué podía decir que borrara la amargura de doce años perdidos?-. ¿Había… había mucho tráfico en la carretera?

– No, al menos después de salir de Washington. Ha sido un viaje muy agradable.

– A pesar de todo, debes de estar muy cansada. Entra y siéntate.

Cuando siguió a su madre al interior de la casa, Vanessa se dio cuenta de que su madre había cambiado la decoración. Las habitaciones eran mucho más luminosas de lo que recordaba. El imponente hogar de su niñez había sido acogedor, pero el formal y oscuro papel pintando se había visto reemplazado por colores pastel. Se había retirado la moqueta para dejar al descubierto suelos de madera de pino que se veían decorados por coloridas alfombras. Había antigüedades, muy bien restauradas, y se respiraba el aroma de las flores frescas. Comprendió que era el hogar de una mujer. De una mujer con recursos y buen gusto.

– Probablemente te gustaría subir para deshacer la maleta -dijo Loretta deteniéndose frente a las escaleras-. A menos que tengas hambre…

– No, no tengo hambre.

Loretta asintió levemente y comenzó a subir las escaleras.

– Pensé que te gustaría disponer de tu antiguo dormitorio, aunque lo he decorado un poco.

– Ya lo veo.

– Sigues teniendo la vista del jardín trasero.

– Estoy segura de que estará muy bien.

Loretta abrió una puerta y Vanessa la siguió hacia el interior de la habitación.

No había muñecas ni peluches. No había pósters, ni diplomas ni certificados colgados de las paredes. Había desaparecido la estrecha cama sobre la que ella había soñado de niña, al igual que el escritorio sobre el que ella tanto había sufrido al estudiar los verbos franceses y la geometría. Ya no era el dormitorio de una niña, sino el de un invitado.

Las paredes estaban pintadas de color marfil. De las ventanas colgaban unas hermosas cortinas de flores. Había una cama con dosel, cubierta con un edredón color pastel y mullidas almohadas. Sobre un elegante escritorio había un jarrón de cristal con unas fragantes frisias. El aroma de las flores secas fluía por la estancia desde la cómoda.

Loretta, que se sentía muy nerviosa, recorrió la habitación para estirar el edredón y retirar un poco de polvo imaginario de la cómoda.

– Espero que te sientas cómoda aquí. Si necesitas algo, sólo tienes que pedírmelo.

Vanessa se sintió como si se fuera a alojar en un elegante y exclusivo hotel.

– Es una habitación preciosa. Estaré bien, muchas gracias.

– Bien -dijo Loretta. Se había agarrado de nuevo las manos. Ansiaba tanto tocar, abrazar…-. ¿Te gustaría que te ayudara a deshacer la maleta?

– No -replicó Vanessa, tratando de esbozar una sonrisa-. Puedo hacerlo yo sola.

– Muy bien. El cuarto de baño está…

– Lo recuerdo.

Loretta no supo qué decir. Con un gesto de indefensión, empezó a mirar por la ventana.

– Por supuesto. Si deseas algo, estaré abajo -replicó. Entonces, se dejó llevar al fin por la necesidad y enmarcó el rostro de Vanessa con las manos-. Bienvenida a casa.

Con eso, se marchó rápidamente y cerró la puerta a sus espaldas.

Cuando se encontró sola, Vanessa se sentó sobre la cama. Los músculos del estómago le ardían, como si tuviera cuerdas anudadas en su interior. Se apretó la mano sobre el abdomen y estudió la habitación que una vez había sido la suya. ¿Cómo era posible que el pueblo hubiera cambiado tan poco y que aquel dormitorio, su dormitorio, fuera tan diferente? Tal vez ocurría lo mismo con la gente. Podría ser que tuvieran un aspecto parecido, pero que, en el interior, le fueran ya completamente desconocidos.

Como ella misma.

¿Era ella diferente de la niña que había vivido una vez en aquella casa? ¿Se reconocería? ¿Querría hacerlo?

Se levantó para colocarse delante del espejo que había en un rincón. El rostro y las formas eran familiares. Se examinaba cuidadosamente antes de cada concierto para asegurarse de que su apariencia fuera perfecta. Era lo que se esperaba de ella. Solía llevar el cabello bien peinado, recogido sobre la cabeza o en la nuca, pero nunca suelto. Cuando salía al escenario, siempre iba maquillada, aunque no demasiado. Su atuendo era sutil y elegante. Aquella era la imagen de Vanessa Sexton.

En aquellos momentos, tenía el cabello algo revuelto por el viento, pero no había nadie allí para juzgarla o verla. Era del mismo tono castaño oscuro que el de su madre, aunque más largo. Le rozaba suavemente los hombros y podía emitir reflejos del tono del fuego con la luz del sol o brillar suavemente con la de la luna. Los ojos parecían estar algo fatigados, pero aquello no era inusual. Aquella mañana había tenido especial cuidado con el maquillaje, para que sus marcados pómulos y sus labios mostraran un sutil color. Iba vestida con un traje de color rosa, con chaqueta entallada y falda con vuelo. La cinturilla le quedaba un poco suelta, pero últimamente su apetito no había sido demasiado bueno.

«Todo esto sigue siendo tan sólo imagen», pensó. La de una mujer adulta y segura de sí misma. Deseó poder volver atrás el tiempo para poder verse cuando sólo tenía dieciséis años, llena de esperanza a pesar de la tensión que llenaba la casa. Llena de sueños y de música.

Con un suspiro, se dio la vuelta y comenzó a deshacer la maleta.


Cuando era niña, le había parecido de lo más natural utilizar su habitación como su santuario. Después de colocar la ropa por tercera vez. Vanessa se recordó que ya no era una niña. ¿Acaso no había regresado para encontrar el vínculo que había perdido con su madre? Si se quedaba a solas en aquella habitación, no podría hallarlo.

Mientras bajaba las escaleras, escuchó una radio que sonaba en la parte trasera de la casa. Desde la cocina. Su madre siempre había preferido la música popular a la clásica, algo que siempre había irritado al padre de Vanessa. En aquellos momentos sonaba una vieja balada de Elvis Presley, profunda y solitaria. Se dirigió hacia el lugar desde el que provenía el sonido y se detuvo en la puerta de lo que siempre había sido el cuarto de música.

El viejo piano de cola había desaparecido, al igual que el enorme y pesado aparador que contenía montones de partituras de música. En su lugar había unas sillas pequeñas, de aspecto frágil, con cojines de punto de cruz. En un rincón, había una hermosa camarera para el té, sobre la cual destacaba un jarrón con una frondosa planta verde. De las paredes colgaban acuarelas enmarcadas en estrechos marcos y había un sofá de estilo Victoriano delante de las ventanas.

Todo ello, se había colocado alrededor de una hermosa y exquisita espineta realizada en palisandro. Vanessa se acercó inmediatamente y, muy suavemente, tan sólo para sí misma, tocó los primeros acordes de una pieza de Chopin. Sonó tan mecánicamente que comprendió que el piano era nuevo. ¿Lo habría comprado su madre después de recibir la carta en la que su hija le decía que iba a regresar? ¿Sería un gesto, un intento, por tender un puente sobre aquellos doce años perdidos?

Mientras se frotaba las sienes en un intento desesperado por frenar los inicios de un dolor de cabeza, Vanessa pensó que no podía ser tan sencillo. Las dos lo sabían. Le dio la espalda al piano y se dirigió a la cocina.

Encontró allí a Loretta, terminando de preparar una ensalada que había colocado sobre un delicado bol verde claro. A su madre siempre le habían gustado los objetos hermosos, frágiles y delicados. Eso se demostraba en los mantelillos de encaje, en el azucarero rosa, en la colección de objetos de cristal que tenía sobre una estantería. Había abierto la ventana y una fragante brisa de primavera hacía ondear las cortinas sobre el fregadero.

Cuando se dio la vuelta, Vanessa comprobó que tenía los ojos enrojecidos. A pesar de todo sonrió y habló con voz clara.

– Sé que me habías dicho que no tenías hambre, pero pensé que te apetecería tomar un poco de ensalada y un té helado.

– Gracias -respondió Vanessa, con una sonrisa-. La casa está preciosa. En cierto modo, parece mayor. Yo siempre había oído que las cosas encogían a medida que una iba creciendo.

Loretta apagó la radio. Vanessa lamentó el gesto, ya que significaba que dependían de ellas mismas para llenar el silencio.

– Antes había demasiados colores oscuros -le dijo Loretta-.Y demasiados muebles muy pesados. A veces, me sentía como si los muebles fueran a rebelarse contra mí y me fueran a echar de una habitación… No obstante, guardé algunas de las piezas, las que pertenecían a tu abuela. Están en el desván. Pensé que tal vez tú las quisieras.

– Tal vez algún día -replicó Vanessa, porque le resultó más fácil. Tomó asiento mientras su madre servía la colorida ensalada-. ¿Qué has hecho con el piano?

– Lo vendí -contestó Loretta mientras tomaba una jarra de té-. Hace años. Me parecía una estupidez guardarlo cuando no había nadie aquí para tocarlo.

Además, yo siempre lo había odiado… Lo siento -añadió, tras dejar la jarra de nuevo sobre la mesa.

– No tienes que explicarte. Lo comprendo.

– No, no creo que lo comprendas. No creo que puedas -replicó Loretta, mirándola muy fijamente.

Vanessa no quería ahondar demasiado. Tomó el tenedor y guardó silencio.

– Espero que esa espineta te parezca bien. Yo no sé demasiado de instrumentos musicales.

– Es muy hermosa.

– El hombre que me la vendió me dijo que era la mejor. Sé que necesitas practicar, así que pensé… En cualquier caso, si no te parece bien, sólo tienes que…

– Está bien -concluyó Vanessa. Comieron en silencio hasta que ella consiguió recordar los buenos modales-. El pueblo parece el mismo -comentó, con voz alegre y cortés-. ¿Vive aún la señora Gaynor en la casa de la esquina?

– Oh, sí -dijo Loretta. Aliviada, empezó a charlar-. Ya casi tiene ochenta años, pero aún sigue saliendo a dar un paseo todos los días, llueva o haga sol, para ir a la oficina de correos para recoger sus cartas. Los Breckenridge se mudaron hace unos cinco años. Se fueron al sur. Una familia muy agradable compró su casa. Tienen tres hijos. El más pequeño acaba de empezar el colegio este mismo año. Es un diablillo. ¡Ah! ¿Te acuerdas de Rick, el niño de los Hawbaker? Tú solías cuidar de él.

– Recuerdo que me pagaban un dólar a la hora y que ese pequeño monstruo con aparatos en los dientes y tirachinas me volvía loca.

– Eso es -comentó Loretta, riendo. Vanessa comprendió que aquél era un sonido que no había olvidado a lo largo de todos aquellos años-. Ahora está en la universidad, con una beca.

– Me resulta difícil creerlo.

– Vino a verme cuando regresó a casa las últimas Navidades. Me preguntó por ti. Joanie sigue aquí.

– ¿Joanie Tucker?

– Ahora se llama Joanie Knight. Se casó hace tres años con el joven Jack Knight. Tienen un bebé precioso.

– Joanie -murmuró Vanessa. Joanie Tucker había sido su mejor amiga, su confidente, su apoyo y su soda-, tiene un hijo…

– Se trata de una niña. Se llama Lara. Tienen una granja en las afueras del pueblo. Estoy segura de que le gustaría verte.

– Sí -dijo Vanessa. Por primera vez en todo el día, sintió que algo encajaba en su interior-. Sí, a mí también me gustaría verla. ¿Y sus padres? ¿Están bien?

– Emily murió hace casi ocho años.

– Oh… -susurró Vanessa. Entonces, extendió instintivamente la mano para tocar la de su madre. Igual que Joanie había sido su mejor amiga, Emily Tucker también lo había sido la de su madre-. Lo siento mucho…

Loretta miró las manos unidas y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– Aún la echo mucho de menos.

– Era la mujer más amable que he conocido nunca. Ojalá hubiera… -musitó. Sin embargo, inmediatamente se dio cuenta de que ya era demasiado tarde para lamentarse-. ¿Y el doctor Tucker? ¿Está bien?

– Ham está estupendamente -respondió Loretta. Parpadeó para evitar las lágrimas y trató de no sentirse desilusionada cuando Vanessa retiró la mano-. Lo pasó muy mal, pero su familia y su trabajo lo ayudaron a superarlo. Se alegrará mucho de verte, Van.

Nadie había llamado así a Vanessa desde hacía más años de los que podía recordar. Escuchar aquel nombre la emocionó.

– ¿Sigue teniendo la consulta en su casa?

– Por supuesto… No estás comiendo nada. ¿Te apetecería tomar otra cosa?

– No, esto está bien -contestó Vanessa. Entonces, por cumplir, se tomó un poco de ensalada.

– ¿No quieres saber nada de Brady?

– No -respondió Vanessa-. No especialmente.

– Pues he de decirte que Brady Tucker decidió seguir los pasos de su padre.

– ¿Es médico? -preguntó Vanessa, asombrada.

– Así es. Se labró una importante carrera en un hospital de Nueva York. Creo que Ham me dijo que era jefe de algo.

– Siempre creí que Brady terminaría fichando por algún equipo de fútbol o en la cárcel.

Loretta se echó a reír.

– Lo mismo le pasó a la mayoría de la gente, pero se ha convertido en un hombre muy respetable. Por supuesto, siempre fue demasiado guapo para su propio bien.

– O para el de los demás -musitó Vanessa. Su madre volvió a sonreír.

– A una mujer siempre le resulta difícil resistirse a los hombres altos, morenos y guapos, especialmente si, también, son algo granujas. En realidad nunca hizo nada malo -señaló Loretta-, aunque les dio a Emily y a Ham más de un dolor de cabeza. Bueno, en realidad más de muchos dolores de cabeza. Sin embargo, él siempre se ocupó de su hermana, cosa que me gustó mucho. Y tú le gustabas mucho.

Vanessa hizo un gesto de desaprobación.

– A Brady Tucker le gustaba cualquier cosa que tuviera faldas.

– Era muy joven -dijo Loretta. Pensó que todos lo habían sido mientras miraba a la seria y encantadora desconocida que era su hija-. Emily me dijo que no hacía más que dar vueltas por la casa cuando… cuando tu padre y tú os fuisteis a Europa.

– De eso hace mucho tiempo -replicó Vanessa. Se puso de pie para no seguir hablando del asunto.

– Yo me ocuparé de los platos -anunció Loretta mientras empezaba a apilarlos rápidamente-. Hoy es tu primer día. Tal vez te apetezca tocar el piano. Me gustaría volver a escuchar tu música en esta casa.

– Muy bien -repuso ella. Entonces, se dirigió hacia la puerta.

– ¿Van?

– ¿Sí?

¿Volvería a llamarla alguna vez «mamá»?

– Quiero que sepas lo orgullosa que estoy de lo que has conseguido.

– ¿De verdad?

– Sí -contestó Loretta. Estudió a su hija, deseando tener el valor para darle un abrazo-. Sólo me gustaría que tuvieras un aspecto más feliz.

– Soy bastante feliz.

– ¿Me lo dirías si no fuera así?

– No lo sé. En realidad, ya no nos conocemos.

Loretta pensó que al menos la respuesta era sincera. Dolorosa, pero sincera al fin y al cabo.

– Espero que te quedes lo suficiente para que podamos conocernos de nuevo.

– Estoy aquí porque necesito respuestas, aunque aún no estoy dispuesta a hacer las preguntas.

– Date tiempo, Van, pero créeme cuando te digo que yo siempre deseé lo mejor para ti.

– Mi padre siempre me decía lo mismo -dijo Vanessa, suavemente-. ¿No te parece extraño que, ahora que soy una mujer adulta, no sepa lo que eso es?

Se dirigió hacia la sala de música. Sentía un dolor que la corroía justo por debajo del esternón. Como tenía por costumbre, se sacó una pastilla del bolsillo de la falda antes de sentarse frente al piano.

Empezó con la Sonata a la luz de la luna de Beethoven. La tocó sin partitura, de memoria y desde el corazón. Dejó que la música la tranquilizara. Recordaba haber tocado aquella pieza y cientos de otras en aquella misma sala. Hora tras hora, día tras día, por amor al arte, aunque frecuentemente, quizá demasiado, porque se esperaba eso de ella, incluso se le demandaba.

Siempre había tenido sentimientos encontrados en relación con la música. Sentía un amor fuerte y apasionado hacia ella y una fuerte necesidad por interpretarla con la habilidad que le habían enseñado. Sin embargo, además había estado la imperiosa necesidad de agradar a su padre, de alcanzar el punto de perfección que él esperaba. En aquel momento, le pareció que era casi imposible llegar a tanta excelencia.

Su padre nunca había comprendido que la música para ella era algo que le gustaba hacer, no una vocación. Había sido un modo de expresarse, de reconfortarse, pero nunca una ambición. En las pocas ocasiones en las que había tratado de explicárselo, se había enfurecido o impacientado tanto que Vanessa había decidido guardar silencio. Ella, que era conocida por la pasión y el temperamento que derrochaba, se había comportado como una niña atemorizada al lado de su padre. Nunca en toda su vida había sido capaz de desafiarlo.

Cambió Beethoven por Bach, cerró los ojos y se dejó invadir por la música. Tocó durante más de una hora, perdida en la belleza, en el genio de las composiciones. Aquello era lo que su padre nunca había comprendido. No entendía que pudiera tocar por propio placer y ser feliz con ello, que odiara y siempre hubiera odiado estar sentada en un escenario, rodeada de focos y tocando para miles de personas.

A medida que sus sentimientos comenzaron a fluir de nuevo, comenzó a tocar a Mozart, un compositor que requería más pasión y velocidad. La música surgió a través de ella con viveza, casi con furia. Cuando resonó el último acorde, sintió una satisfacción que casi había olvidado.

El suave aplauso que escuchó a sus espaldas le hizo darse la vuelta. Sentado sobre una de aquellas butacas tan elegantes había un hombre. Aunque Vanessa tenía el sol en los ojos y habían pasado doce años, lo reconoció inmediatamente.

– Increíble -dijo Brady Tucker mientras se ponía de pie y se acercaba a ella. Su largo y nervudo cuerpo bloqueó el sol durante un instante, haciendo que la luz reluciera a su alrededor como si se tratara de un dorado halo-.Absolutamente increíble -repitió, ofreciéndole la mano y una sonrisa-. Bienvenida a casa, Van.

Vanessa se levantó.

– Brady -murmuró. Entonces, le golpeó el estómago con el puño-. Pelota…

Él se derrumbó sobre una butaca cercana, al tiempo que expulsaba de golpe el aire que tenía en los pulmones. A continuación, con un gesto de dolor en el rostro, miró a Vanessa.

– Yo también me alegro de verte.

– ¿Qué diablos estás haciendo aquí?

– Tu madre me dejó entrar.

Después de respirar profundamente, se levantó. Vanessa tuvo que levantar la cabeza para poder seguir mirándolo a los ojos, unos fabulosos ojos azules que habían envejecido demasiado bien.

– No quería molestarte mientras estabas tocando, así que me senté. No esperaba que me recibieras con un puñetazo.

– Pues deberías haberlo hecho -replicó ella. Le agradaba haberlo sorprendido y haberle dado una pequeña porción del dolor que él le había hecho sentir a ella. Su voz era la misma, profunda y seductora. Sólo por eso, le apetecía volver a pegarle-. Ella no me dijo que tú estabas en el pueblo.

– Vivo aquí. Regresé hace ya casi un año -contestó Brady. Observó que Vanessa tenía casi el mismo mohín tan sensual de entonces. Le hubiera gustado que al menos eso hubiera cambiado-. ¿Puedo decirte que tienes un aspecto magnífico o debería ponerme en guardia?

Vanessa sabía muy bien cómo mantener la compostura a pesar del estrés. Volvió a tomar asiento mientras se estiraba muy cuidadosamente la falda.

– No, me lo puedes decir.

– Muy bien. Pues tienes un aspecto magnífico. Tal vez estés algo delgada.

El mohín se hizo más pronunciado.

– ¿Es ésa tu opinión como médico, doctor Tucker?

– En realidad, sí.

Brady decidió correr el riesgo y se sentó a su lado sobre la banqueta del piano. El aroma que emanaba de ella era tan sutil y atrayente como la luz de la luna. Sintió que algo se despertaba dentro de él, lo que le resultó menos inesperado que frustrante. Aunque estaban sentados juntos, Brady sabía que ella estaba tan lejos de él como cuando los había separado un océano entero.

– Tú también tienes buen aspecto -comentó ella, aunque deseó que sus palabras no fueran ciertas.

Efectivamente, Brady aún tenía el cuerpo esbelto y atlético de su juventud. Su rostro no era tan aniñado y la atractiva madurez que presentaba en aquellos momentos le hacía resultar mucho más fascinante. Aún tenía el cabello de un profundo color negro y sus pestañas eran tan largas y espesas como siempre. Las manos seguían siendo tan fuertes y hermosas como lo habían sido la primera vez que la habían tocado. Se recordó que aquello había ocurrido hacía casi una vida entera.

– Mi madre me dijo que tú tenías un buen trabajo en Nueva York.

– Lo tenía -dijo Brady. Se sentía tan nervioso como un colegial. En realidad mucho más. Doce años antes habría sabido cómo manejar a Vanessa, o, al menos, eso había creído-. Regresé para ayudar a mi padre con su consulta. Le gustaría jubilarse dentro de un año o dos.

– Me resulta imposible creer que tú hayas regresado aquí o que el doctor Tucker vaya a jubilarse.

– Los tiempos cambian.

– Así es -dijo Vanessa. Le resultaba también imposible estar sentada al lado de él. Tal vez sólo era un recordatorio de los sentimientos que había sentido de niña, pero, de todos modos, se levantó-. Me resulta igual de difícil imaginarte a ti como médico.

– ¿Quieres que te enseñe el estetoscopio?

– No. Por cierto, he oído que Joanie se ha casado.

– Sí, con Jack Knight nada menos. ¿Te acuerdas de él?

– Creo que no.

– En el instituto iba un curso por delante de mí. Era la estrella del equipo de fútbol. Jugó profesionalmente durante un par de años, pero luego se fastidió la rodilla.

– ¿Es así como lo denominan los médicos?

– Más o menos -contestó Brady, con una sonrisa-. A mi hermana le encantará volver a verte, Van.

– Yo también tengo muchas ganas de verla.

– Tengo que atender a algunos pacientes, pero creo que habré terminado para las seis. ¿Por qué no vamos a cenar y luego te llevo a la granja?

– No, gracias.

– ¿Por qué no?

– Porque la última vez que me invitaste a cenar, a cenar y al baile de fin de curso, me dejaste plantada.

– Veo que eres capaz de guardar el resentimiento durante muchos años.

– Sí.

– Entonces, yo tenía dieciocho años, Van, y tuve mis razones.

– Razones que ya importan muy poco -replicó ella. El estómago le estaba empezando a arder-. Lo importante es que no quiero volver a retomar las cosas donde las dejamos.

– No se trataba de eso.

– Bien. Los dos ahora tenemos vidas completamente separadas, Brady. Sigamos así.

Él asintió muy lentamente.

– Veo que has cambiado más de lo que había pensado.

– Así es -dijo Vanessa. Se dispuso a salir, pero entonces se detuvo y miró por encima del hombro-. Los dos hemos cambiado, pero me imagino que aún sabes dónde está la puerta.

– Sí.

Brady habló más bien consigo mismo, dado que Vanessa ya se había marchado. Efectivamente, conocía dónde estaba la puerta. Lo que nunca se habría imaginado era que ella aún era capaz de poner su mundo patas arriba con sólo una mirada.

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