La granja de los Knight se extendía por onduladas colinas y campos cultivados. El heno estaba ya muy alto y el trigo estaba empezando a brotar. Un enorme granero gris se erguía por detrás de tres corrales y, muy cerca, las gallinas picoteaban incesantemente el suelo. Unas rollizas vacas pastaban en una ladera, demasiado perezosas para dignarse a mirar al coche que se acercaba. Por el contrario, los gansos salieron corriendo a lo largo de la orilla del arroyo, excitados y enojados por la intrusión.
Un sendero de grava conducía a la casa. Cuando Vanessa detuvo el coche, desmontó lentamente. Se escuchaba el traqueteo distante de un tractor y el ladrido ocasional de un perro. Más cercanos eran los gorjeos de los pájaros, un intercambio musical que siempre le recordaba a vecinas chismorreando por encima de una valla.
Tal vez era una estupidez sentirse nerviosa, pero no podía evitarlo. Allí vivía su amiga más íntima, alguien con quien había compartido cada pensamiento, cada sentimiento, cada deseo y cada desilusión. Sin embargo, aquellas amigas tan sólo habían sido unas niñas, muchachas a punto de convertirse en mujeres, una época en la que todo resulta mucho más intenso y emocional. No habían tenido la oportunidad de distanciarse poco a poco. Su amistad se había visto interrumpida rápida y bruscamente. Entre aquel momento y el presente, les habían ocurrido a ambas demasiadas cosas. Esperar que las dos pudieran renovar los vínculos y sentimientos de entonces era ingenuo y optimista a la vez.
Vanessa se lo repetía una y otra vez para prepararse para la desilusión mientras subía los escalones de madera que llevaban al porche.
La puerta se abrió de par en par. La mujer que apareció en el umbral provocó una oleada de recuerdos contenidos, pero, al contrario de lo que le había ocurrido cuando vio a su madre, Vanessa no sintió ni confusión ni pena.
«Tiene el mismo aspecto», se dijo. Joanie seguía teniendo una constitución corpulenta, con las curvas que Vanessa había envidiado a lo largo de toda su adolescencia. Aún llevaba el cabello corto y revuelto alrededor de un hermoso rostro. Cabello negro y ojos azules como su hermano, aunque con rasgos más suaves y una perfecta boquita de piñón que había vuelto locos a todos los chicos.
Vanessa abrió la boca para hablar mientras buscaba algo que decir. Entonces, oyó que Joanie lanzaba un grito. Abrazos, cuerpos agitándose, risas, lágrimas y frases entrecortadas que terminaron inmediatamente con tantos años de separación.
– No me puedo creer que estés aquí…
– Te he echado mucho de menos. Tienes un aspecto… Lo siento.
– Cuando oí que tú… -murmuró Joanie, con una dulce sonrisa en los labios-. Dios, me alegro tanto de verte, Van.
– Casi me daba miedo venir -confesó Vanessa mientras se limpiaba las mejillas con el reverso de la mano.
– ¿Por qué?
– Pensé que te comportarías cortésmente conmigo, que me ofrecerías una taza de té mientras te preguntabas de qué diablos podíamos hablar.
Joanie se sacó un arrugado pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz.
– Y yo creí que tú irías vestida con un abrigo de visen y diamantes y que vendrías a verme sólo por tu sentido del deber.
Vanessa lanzó una llorosa sonrisa.
– Tengo el visón guardado.
Joanie le agarró la mano y la hizo entrar por la puerta.
– Entra. Tal vez te ofrezca un té después de todo.
El recibidor era muy luminoso y alegre. Joanie llevó a Vanessa al salón, decorado con unos sofás algo deslucidos, muebles de caoba y bonitas cortinas de chintz. Se notaba que había un bebé en la casa por los sonajeros y los peluches que había por todas partes. Incapaz de resistirse, Vanessa tomó un sonajero rosa y blanco.
– Tienes una hija.
– Sí. Se llama Lara -replicó Joanie, con una sonrisa-. Es maravillosa. Se levantará muy pronto de su siesta. Estoy deseando que la conozcas.
– Me resulta difícil imaginar que seas mamá.
– Yo casi estoy acostumbrada -dijo Joanie, mientras tomaban asiento en el sofá-. Lo que no me puedo creer es que estés aquí. Vanessa Sexton, concertista de piano, lumbrera musical y viajera por todo el mundo.
– ¡Oh, por favor! No me hables de ella. Me la dejé en Washington.
– Deja que me regodee un poco -comentó Joanie, mientras la miraba de arriba abajo-. Estamos tan orgullosos de ti. Todo el pueblo. Si veíamos algo en los periódicos o revistas, algo en las noticias, aquello era lo único de lo que hablaba la gente durante días. Eres el vínculo de Hyattown con la fama y la fortuna.
– Un vínculo algo débil -murmuró Vanessa, con una sonrisa-.Tu granja es maravillosa, Joanie.
– ¿Te lo puedes creer? Yo siempre me imaginé viviendo en uno de esos lofts de Nueva York, planeando almuerzos de negocios y peleándome por conseguir un taxi en la hora punta.
– Esto es mejor -le aseguró Vanessa-. Mucho mejor.
Joanie se quitó los zapatos y se recogió los pies por debajo de las piernas.
– Para mí sí lo es. ¿Te acuerdas de Jack?
– Creo que no. No recuerdo que me hablaras nunca de nadie que se llamara Jack.
– No lo conocí en el instituto. Él era mayor que nosotras cuando empezamos. Recuerdo haberlo visto por los pasillos de vez en cuando. Hombros anchos, un corte de pelo horrible… Entonces, hace cuatro años, yo le estaba echando una mano a papá en la consulta. Yo trabajaba como secretaria en un bufete de Hagerstown…
– ¿Secretaria en un bufete?
– Ésa es una vida anterior. Bueno, todo ocurrió durante la consulta de los sábados de mi padre. Millie estaba enferma… ¿Te acuerdas de Millie?
– Claro que sí -dijo Vanessa. Sonrió al recordar a la enfermera de Abraham Tucker.
– Bueno, yo estaba trabajando aquel fin de semana cuando entró Jack Knight, con su casi metro noventa de estatura y sus ciento trece kilos de peso. Tenía laringitis -comentó, con un suspiro-. Allí estaba aquel enorme y atractivo tipo tratando de decirme por señas que no tenía cita, pero que quería ver al médico. Le hice un hueco entre un caso de varicela y una otitis. Mi padre lo examinó y le dio una receta. Regresó un par de horas más tarde, con un precioso ramo de violetas y una nota en la que me pedía que fuera al cine con él. ¿Cómo iba a poder resistirme?
– Siempre fuiste muy blanda -comentó Vanessa, entre risas.
– Ni que lo digas. Casi sin darme cuenta, salí a comprarme un traje de novia y empecé a aprenderlo todo sobre el abono. Te aseguro que han sido los cuatro mejores años de mi vida. Ahora, háblame de ti. Quiero que me lo cuentes todo.
Vanessa se encogió de hombros.
– Ensayos, conciertos, viajes…
– Estancias en Roma, Madrid, Mozambique…
– Esperas en aeropuertos y alojamientos en habitaciones de hotel -dijo Vanessa-. Te aseguro que no es una vida tan glamurosa como podría parecer.
– No, supongo que departir con actores famosos, dar conciertos para la reina de Inglaterra o compartir veladas románticas con millonarios puede ser bastante aburrido.
– ¿Veladas románticas? -repuso Vanessa, riendo-. Creo que no he tenido ni una velada romántica con nadie.
– Venga, Van, no me hagas salir de la burbuja. Durante años, te he imaginado brillando entre los más brillantes, siendo la celebridad más famosa de todas…
– Te aseguro que lo único que he hecho ha sido tocar el piano y viajar en avión.
– Veo que eso te ha mantenido en forma. Me apuesto algo que todavía eres capaz de ponerte una talla treinta y seis.
– Tengo una estructura ósea muy ligera.
– Espera a que te vea Brady.
– Lo vi ayer.
– ¿De verdad? El muy canalla no me ha llamado -comentó, con una sonrisa-. Bueno, ¿cómo fue?
– Le pegué.
– ¿Que tú…? -preguntó Joanie. Se atragantó, tosió y, por fin, se recuperó-. ¿Que le pegaste? ¿Por qué?
– Por haberme dejado plantada la noche de su baile de graduación.
– ¿Por eso? -replicó Joanie, mientras Vanessa se ponía de pie y empezaba a caminar de arriba abajo por el salón.
– Nunca me he sentido tan enfadada. No me importa que suene como una estupidez. Aquella noche era muy importante para mí. Yo creí que iba a ser la noche más maravillosa y romántica de toda mi vida. Ya sabes el tiempo que tardé en encontrar el vestido perfecto…
– Sí, lo sé -murmuró Joanie.
– Llevaba semanas y semanas deseando que llegara aquella noche -dijo Vanessa, sin poder detenerse-. Acababa de sacarme el permiso de conducir y me fui a Frederick para que me peinaran. Tenía un pequeño tocado floral detrás de la oreja -susurró, tocándosela como si aún lo llevara puesto-. Oh…Yo ya sabía que era poco de fiar. Mi padre me lo dijo en innumerables ocasiones, pero nunca esperé que me dejara plantada de esa manera.
– Pero, Van…
– Después, no me atreví a salir de la casa durante dos días. Me sentía tan avergonzada, tan herida… Además, mis padres no dejaban de pelearse. Todo era tan desagradable… Entonces, mi padre me llevó a Europa y ahí se terminó todo.
Joanie se mordió el labio mientras consideraba la situación. Podía ofrecerle a su amiga explicaciones, pero aquello era algo que Brady debería arreglar por sí mismo.
– Podría haber mucho más de lo que tú te piensas… -dijo.
– Ya no importa -repuso Vanessa, tras volver a sentarse-. Eso ocurrió hace mucho tiempo. Además, me saqué el veneno de dentro cuando le di ese puñetazo -añadió, con una sonrisa.
– Me gustaría haberlo visto -comentó Joanie, también riendo.
– Resulta difícil creer que sea médico.
– No creo que nadie se sorprendiera más que el propio Brady.
– Es un poco extraño que no se haya casado… ni nada.
– Yo no pienso comentar nada sobre lo de «nada», pero es verdad que no se ha casado. Hay un cierto número de mujeres que han desarrollado problemas crónicos desde que él regresó al pueblo.
– Estoy segura de ello -murmuró Vanessa.
– En cualquier caso, mi padre está encantado. ¿Lo has visto ya?
– No. Quería venir a verte a ti primero -afirmó. Entonces, tomó las manos de su amiga-. Siento mucho lo de tu madre. No me enteré hasta ayer.
– Pasamos un par de años muy malos. Mi padre estaba completamente perdido. Supongo que, en realidad, todos lo estábamos. Sé que tú también perdiste a tu padre. Comprendo perfectamente lo difícil que debió de ser para ti.
– Llevaba algún tiempo enfermo. Yo no supe lo grave que era hasta que… casi hasta que estuvo a punto de marcharse. Lo ayudó mucho que hubiéramos terminado todos los compromisos. Eso era muy importante para él.
Cuando Joanie se disponía a tomar la palabra, el intercomunicador que había sobre la mesa empezó a emitir sonidos. Se produjo un gimoteo seguido de una parrafada en la media lengua infantil.
– Mi hija se ha despertado -comentó Joanie. Entonces, se levantó rápidamente-. Tardaré sólo un minuto.
Cuando se quedó a solas, Vanessa se puso de pie y comenzó a recorrer el salón. Estaba repleto de libros sobre agricultura y bebés, fotos de boda y de la niña. Había un viejo jarrón de porcelana que recordaba haber visto en casa de los Tucker. A través de la ventana se podía contemplar el granero y las vacas sesteando bajo el sol de mediodía.
– Van…
Se dio la vuelta y vio a Joanie en la puerta, con una niña muy pequeña colocada sobre la cadera. La pequeña movía constantemente los pies, provocando así que sonaran sin parar los cascabeles que llevaba en los zapatos.
– Oh, Joanie… Es preciosa.
– Sí -susurró Joanie antes de besar la cabeza de su hija-.Así es. ¿Te gustaría tomarla en brazos?
– Claro que sí -afirmó Vanessa. Cruzó el salón para tomar en brazos a la pequeña. Después de observarla con cierta sospecha, Lara sonrió y volvió a agitar los pies-. ¿Quién es la más bonita de la casa? -añadió, mientras levantaba a la niña por encima de su cabeza y le daba vueltas-. ¿Quién es lo más maravilloso?
– Se nota que le caes bien -comentó Joanie, muy satisfecha-. No hacía más que decirle que, tarde o temprano, conocería a su madrina.
– ¿A su madrina? -preguntó Vanessa, algo confusa, tras colocarse a la niña sobre la cadera.
– Claro. Te envié una nota después de que naciera. Sabía que no podrías venir al bautizo, por lo que tuvimos que conformarnos con hacerlo por poderes, pero quería que Brady y tú fuerais los padrinos. Recibiste la nota, ¿verdad? -añadió, al ver la confusión que se reflejaba en el rostro de Vanessa.
– No. No la recibí. Ni siquiera sabía que te habías casado hasta que mi madre me lo dijo ayer.
– Pero la invitación de boda… Bueno, tal vez se perdió. Siempre estabas viajando tanto…
– Sí… Ojalá lo hubiera sabido. Si lo hubiera sabido, habría encontrado el modo de estar aquí.
– Ahora estás aquí.
– Sí. Ahora estoy aquí. Dios, te envidio tanto, Joanie -confesó.
– ¿A mí?
– Esta hermosa niña, esta casa, la mirada que se te refleja en los ojos cuando hablas sobre Jack… Me parece que me he pasado doce años sumida en un sueño mientras tú te has preocupado de formar una familia, un hogar y una vida propia.
– Creo que las dos tenemos una vida propia. Tan sólo son diferentes. Tú tienes tanto talento, Van… Hasta cuando éramos niñas yo me quedaba asombrada. Deseaba tanto tocar el piano como tú… -comentó, instantes antes de darle un abrazo a su amiga-. Por mucha paciencia que tuvieras conmigo yo ni siquiera era capaz de tocar una canción infantil.
– No se te daba muy bien, pero eras muy decidida. Y me alegro de que sigas siendo mi amiga.
– Vas a hacerme llorar otra vez -susurró Joanie sacudiendo la cabeza-. Te propongo una cosa. Tú juega con Lara durante unos instantes mientras yo voy a prepararnos un poco de limonada. Entonces, podremos ponernos a criticar a todo el mundo, como por ejemplo de lo mucho que ha engordado Julie Newton.
– ¿De verdad?
– Sí, y de cómo Tommy McDonald se está quedando calvo -afirmó Joanie, entrelazando el brazo con el de Vanessa-. Mejor aún, vente a la cocina conmigo. Te lo voy a contar todo sobre el tercer marido de Betty Baumgartner.
– ¿El tercero?
– Por el momento.
Aquel atardecer, mientras daba un paseo por el jardín trasero de la casa, Vanessa pensó que tenía tantas cosas en las que pensar… No se trataba sólo de las divertidas historias que Joanie había compartido con ella aquel día. Necesitaba pensar también en su vida y en lo que quería hacer con ella. El lugar al que pertenecía, al que deseaba pertenecer…
Durante más de una década, no había tenido mucha elección. En realidad, podría ser que le hubiera faltado el valor para tomar sus propias decisiones. Siempre había hecho lo que su padre deseaba. Su música y él habían sido las únicas constantes en su vida. El empuje y las necesidades de su padre siempre habían sido mucho más apasionadas que las de ella y Vanessa no había querido desilusionarlo.
Una pequeña voz en su interior gritó que, más bien, no se había atrevido, pero ella decidió no prestarle atención alguna.
Se lo debía todo a su padre. Él había dedicado su vida entera a la carrera de Vanessa. Mientras que su madre había eludido todas sus responsabilidades, su padre se había hecho cargo de ella, la había moldeado y se lo había enseñado todo. Cuando ella trabajaba, él trabajaba también. Incluso cuando se había puesto muy enfermo, había hecho un esfuerzo sobrehumano y se había ocupado de la carrera de Vanessa como siempre. La había llevado a la cima de su profesión y se había contentado con permanecer en las sombras.
Seguramente no le había resultado fácil. Su propia carrera como concertista de piano se había estancado antes de que llegara a los treinta años. Nunca había alcanzado la gloria que tan desesperadamente había deseado. Para él, la música lo había sido todo. Al fin, había conseguido ver realizadas todas sus ambiciones y aspiraciones en su única hija.
En aquellos momentos, Vanessa estaba a punto de darle la espalda a todo lo que él había deseado para ella. Su padre jamás habría podido comprender su deseo de dejar una carrera tan fulgurante, igual que nunca había sido capaz de entender, ni de tolerar, el terror constante que Vanessa sentía antes de actuar.
Su padre le había dicho que se trataba de miedo escénico y que terminaría por superarlo. Aquello era lo único que jamás había podido conseguir para él. A pesar de todo, sabía que podía volver a los escenarios. Podría soportarlo. Podría superarse aún más si se lo proponía. Si por lo menos supiera que era aquello lo que deseaba…
Tal vez sólo necesitaba descansar. Unas semanas o unos meses de tranquilidad le bastarían para comenzar a anhelar la vida que había dejado atrás. Sin embargo, por el momento, lo único que deseaba era disfrutar de aquel rojizo atardecer.
Tomó asiento en el balancín que había sobre el césped. Desde donde estaba, veía las luces encendidas en el interior de la casa, en el resto de las casas. Había cenado con su madre en la cocina… o mejor dicho lo había intentado. Loretta había parecido algo molesta cuando Vanessa sólo había picado un poco de la comida. ¿Cómo podía explicarle que, en aquellos momentos, nada parecía sentarle bien? Aquel vacío que le corroía el estómago no parecía mitigarse con nada.
Vanessa confiaba en que lo hiciera con el tiempo. Seguramente era porque no estaba ocupada, como debería estarlo. Ciertamente no había practicado lo suficiente ni aquel día ni el anterior. Aunque decidiera recortar sus obligaciones profesionales, no podía descuidar sus prácticas.
«Mañana», pensó, cerrando los ojos. El día siguiente sería un buen momento para instaurar una rutina diaria. Con aquellos pensamientos, se arrebujó en la chaqueta. Se había olvidado de lo rápido que la temperatura podía bajar allí cuando el sol se ocultaba tras las montañas.
Oyó que un coche aminoraba la marcha para aparcar en el acceso al garaje de una casa, a continuación una puerta que se cerraba. Desde algún lugar cercano una madre llamó a su hijo para que dejara de jugar y entrara en la casa. Otra luz parpadeó en una ventana. Un bebé comenzó a llorar. Vanessa sonrió y deseó poder sacar la vieja tienda que Joanie y ella habían utilizado en el jardín. Podría dormir allí, simplemente escuchando los sonidos de la noche.
De repente, escuchó los ladridos de un perro y vio el hermoso pelaje dorado de un golden retriever. Atravesó corriendo el césped del vecino, saltó por encima del macizo de caléndulas y pensamientos que su madre había plantado y se dirigió corriendo hacia Vanessa. Antes de que ella pudiera decidir si asustarse o alegrarse, le colocó las dos patas en el regazo y le dedicó una muy canina sonrisa.
– Vaya, hola -le dijo, mientras le acariciaba las orejas-. ¿De dónde has salido tú?
– De una distancia de dos manzanas, a plena carrera -comentó una voz masculina. Inmediatamente, Brady surgió entre las sombras-. Cometí el error de llevármelo hoy a la consulta. Cuando fui a meterlo en el coche, decidió irse a dar un paseo -comentó, mientras se detenía delante del balancín-, ¿Vas a volver a pegarme o me puedo sentar?
– Probablemente no te volveré a pegar -replicó Vanessa, sin dejar de acariciar al perro.
– Supongo que me tendré que conformar con eso -dijo Brady. Se sentó en el balancín y estiró las piernas. Inmediatamente, el perro trató de subírsele al regazo-. No trates de hacer las paces, amigo -repuso él. Entonces, se quitó al perro de encima.
– Es un animal muy bonito.
– No le digas esas cosas. Ya tiene un ego bastante desarrollado.
– La gente dice que las mascotas y sus dueños desarrollan características similares -comentó ella-. ¿Cómo se llama?
– Kong. Era el mayor de su carnada -respondió Brady. Al escuchar su nombre, el perro ladró dos veces y luego se lanzó a corretear por el jardín-. Lo mimé demasiado cuando era un cachorro y ahora estoy pagando por ello -añadió. Entonces, extendió un brazo por encima del respaldo del balancín y dejó que los dedos rozaran suavemente las puntas del cabello de Vanessa-. Joanie me ha dicho que has ido hoy a verla a la granja.
– Sí -comentó ella, golpeándole la mano para que la retirara-. Parece muy feliz y tiene un aspecto maravilloso.
– Es muy feliz -dijo Brady. Entonces, sin inmutarse, le tomó la mano y empezó a juguetear con los dedos en un gesto antiguo y familiar-.Ya habrás conocido a tu ahijada.
– Sí -replicó Vanessa al tiempo que retiraba la mano-. Es preciosa.
– Sí -afirmó él. Volvió a ocuparse del cabello-. Se parece a mí.
Sin poder evitarlo, Vanessa se echó a reír.
– Sigues siendo igual de presumido. ¿Quieres apartar las manos de mí?
– Nunca he podido hacerlo – contestó, pero se apartó un poco-. Solíamos sentarnos aquí muy a menudo, ¿te acuerdas?
– Sí.
– Creo que la primera vez que te besé estábamos sentados aquí, igual que ahora.
– No -replicó ella.
– Tienes razón -dijo Brady, aunque lo sabía muy bien-. La primera vez fue en el parque. Tú viniste a verme jugar al baloncesto.
– Dio la casualidad de que pasaba por allí.
– Viniste a verme porque yo jugaba sin camiseta y querías verme el torso cubierto de sudor.
Vanessa volvió a soltar una carcajada. Sabía que aquello era completamente cierto. Se volvió a mirarlo y vio que Brady estaba sonriendo y que parecía muy relajado. Siempre le había resultado muy fácil relajarse. Y siempre había sabido cómo hacerla reír.
– En realidad, tu torso cubierto de sudor no merecía tanto la pena.
– He engordado un poco. Y sigo jugando al baloncesto -comentó. Aquella vez, Vanessa no notó que comenzaba de nuevo a acariciarle el cabello-. Recuerdo perfectamente aquel día. Fue a finales de verano, antes de que empezara mi último curso en el instituto. En tres meses, tú habías pasado de ser una niña pesada para convertirte en una chica muy sexy con aquella melena castaña y esas piernas tan estupendas que solías dejar al descubierto cuando te ponías pantalones cortos. Eras tan guapa. Hacías que la boca se me hiciera agua.
– Tú siempre estabas mirando a Julie Newton.
– No. Fingía mirar a Julie Newton mientras te miraba a ti. Entonces, aquel día fuiste al parque. Habías estado en la tienda de Lester porque tenías un refresco en la mano. Era un refresco de uva.
– Pues menuda memoria tienes.
– Bueno, estamos hablando de un momento muy importante en nuestras vidas. Tú me dijiste «Hola, Brady. Parece que tienes mucho calor. ¿Quieres un trago?».Yo estuve a punto de comerme de un bocado la pelota. Entonces, empezaste a flirtear conmigo.
– Eso no es cierto.
– Empezaste a pestañear.
– Yo nunca he hecho nada semejante -replicó ella, tratando de contener la risa.
– Te aseguro que entonces sí que pestañeaste -comentó Brady, con un suspiro-. Fue estupendo.
– Tal y como yo lo recuerdo, tú estabas presumiendo en la cancha, haciendo ganchos y canastas, lo que fuera. Cosas de machos. Entonces, me agarraste.
– Me acuerdo de eso. Me gustó.
– Olías como la taquilla de un gimnasio.
– Supongo que sí. A pesar de todo, fue el primer beso más memorable.
«Y el mío», pensó Vanessa. No se había dado cuenta de que se había recostado sobre el hombro de Brady.
– Éramos tan jóvenes -comentó, con una sonrisa-. Todo era tan intenso, tan fácil…
– Algunas cosas no tienen por qué ser difíciles. ¿Amigos?
– Supongo que sí.
– Todavía no he tenido oportunidad de preguntarte cuánto tiempo te vas a quedar.
– Todavía no he tenido oportunidad de decidirlo.
– Tu agenda debe de estar repleta.
– Me he tomado unos meses de descanso. Tal vez me vaya a París durante unas semanas.
Brady volvió a tomarle la mano. Las manos de Vanessa siempre le habían fascinado. Aquellos largos dedos, las suaves palmas, las cortas y prácticas uñas. No llevaba anillos. El le había regalado uno una vez. Se había gastado el dinero que había ganado cortando el césped durante todo el verano y le había comprado un anillo de oro con una minúscula esmeralda. Ella le había besado hasta dejarlo sin sentido. Había jurado que nunca se lo quitaría.
Las promesas adolescentes se rompen fácilmente con el tiempo. Era una tontería desear vérselo de nuevo en el dedo.
– ¿Sabes una cosa? Conseguí verte tocar en el Carnegie Hall hace un par de años. Fue maravilloso. Tú estuviste fantástica -dijo Brady. Los sorprendió a ambos llevándose los dedos de Vanessa a los labios. Entonces, los apartó rápidamente-. Había esperado verte mientras los dos estábamos en Nueva York, pero supongo que estabas ocupada.
La sensación que le vibraba en las yemas de los dedos aún le recorría todo el cuerpo.
– Si me hubieras llamado, habría podido organizado todo.
– Te llamé -dijo él, mirándola fijamente a los ojos-. Fue entonces cuando me di cuenta de lo importante que eras. No llegué a pasar la primera línea de defensa.
– Lo siento. De verdad.
– No importa.
– No, pero me habría gustado verte. Algunas veces, las personas que me rodean me protegen demasiado.
– Creo que tienes razón.
Brady le colocó una mano debajo de la barbilla. Era mucho más hermosa de lo que recordaba, y también mucho más frágil. Si la hubiera visto en Nueva York, en un lugar menos sentimental para ambos, ¿se habría sentido tan atraído por ella? No estaba seguro de querer saberlo.
Le había pedido que fueran amigos. Le costaba mucho no desear ser algo más.
– Pareces muy cansada, Van. Podrías tener mejor color de cara.
– Ha sido un año muy ajetreado.
– ¿Duermes bien?
– No empieces a jugar a los médicos conmigo, Brady -comentó ella, apartándole la mano.
– En estos momentos, no se me ocurre nada que me gustaría más, pero te hablo en serio. Pareces agotada.
– No estoy agotada, sólo un poco cansada. Por eso me voy a tomar un descanso.
– ¿Por qué no vienes a la consulta para que te haga un reconocimiento?
– ¿Es así como ligas ahora? Antes solías decir «Vamos a aparcar al Molly's Hole».
– Ya llegaré a eso. Mi padre puede examinarte.
– No necesito un médico -afirmó. En aquel momento, Kong regresó y ella comenzó a acariciarlo-. Nunca estoy enferma. En casi diez años de conciertos, no he tenido que cancelar nunca ni uno por razones de salud. No voy a decir que no me ha resultado difícil regresar aquí, pero lo estoy superando.
«Tan testaruda como siempre», pensó él. Tal vez sería mejor vigilarla, como médico, durante los siguientes días.
– A pesar de todo, a mi padre le gustaría verte, si no profesionalmente, al menos sí personalmente.
– Iré a verlo. Joanie me ha dicho que tú tienes un montón de pacientes femeninas. Me imagino que lo mismo le ocurrirá a tu padre, si sigue siendo tan guapo como lo recuerdo.
– Ha tenido… unas cuantas ofertas interesantes, pero todo se ha terminado desde que tu madre y él están juntos.
Atónita, Vanessa se volvió para mirarlo.
– ¿Juntos? ¿Mi madre y tu padre?
– Es la pareja más de moda en el pueblo. Hasta ahora -dijo Brady. Entonces, le colocó un mechón de cabello detrás del hombro.
– ¿Mi madre?
– Es una mujer muy atractiva y está en la flor de la vida, Van. ¿Por qué no debería divertirse?
Vanessa se colocó una mano sobre el estómago y se levantó.
– Me voy adentro.
– ¿Cuál es el problema?
– No hay problema alguno. Entro porque tengo frío.
Brady la agarró por los hombres. Aquél fue otro gesto que provocó una oleada de recuerdos.
– ¿Por qué no la dejas vivir en paz? -le preguntó-. Dios ya la ha castigado lo suficiente.
– Tú no sabes nada.
– Más de lo que tú crees. Debes olvidarte del pasado, Vanessa. Tanto resentimiento te va a corroer por dentro.
– A ti te resulta muy fácil decirlo. Siempre te ha resultado muy fácil, con tu hermosa familia feliz. Tú siempre supiste que te querían, sin importar lo que hicieras o lo que no hicieras. Nadie te apartó de su lado.
– Ella no te apartó de su lado, Van.
– Me dejó marchar. ¿Qué diferencia hay?
– ¿Por qué no se lo preguntas?
Vanessa sacudió la cabeza y se apartó de él.
– Dejé de ser su niña hace doce años. Deje de ser muchas cosas.
Con eso, se dio la vuelta y entró en la casa.