Capítulo III

Vanessa durmió sólo a ratos. Había sentido dolor, pero estaba acostumbrada. Lo había enmascarado con antiácidos líquidos y tomándose las píldoras que le habían recetado para sus ocasionales dolores de cabeza, pero, principalmente, utilizando su fuerza de voluntad para ignorarlo.

En dos ocasiones había estado a punto de dirigirse hacia el dormitorio de su madre. Una tercera vez había llegado hasta la mismísima puerta y había levantado la mano para llamar, para regresar inmediatamente a su propio dormitorio y a sus pensamientos.

No tenía derecho alguno a sentirse agraviada porque su madre tuviera una relación con otro hombre, pero era así precisamente como se sentía. En todos los años que Vanessa había pasado con su padre, él nunca se había fijado en otra mujer o, si lo había hecho, había sido tan discreto que ella ni siquiera se había percatado.

A la mañana siguiente, mientras se vestía, se dijo que no importaba. Siempre habían llevado vidas separadas, a pesar de que compartían la casa. Sin embargo, sí le importaba. La molestaba que su madre se hubiera sentido satisfecha todos aquellos años viviendo en aquella casa sin ponerse en contacto con su única hija. Le importaba que hubiera podido comenzar una nueva vida en la que no tenía sitio para su propia hija.

Vanessa se dijo que había llegado el momento de preguntar por qué.

Notó el aroma del café y del pan recién hecho al llegar al pie de la escalera. En la cocina, vio a su madre al lado del fregadero, enjuagando una taza. Iba vestida con un bonito traje azul y perlas en las orejas y alrededor de la garganta. Tenía la radio encendida y estaba canturreando con la música que se escuchaba.

– Oh, ya estás levantada -le dijo Loretta con una sonrisa, cuando se dio la vuelta y vio a Vanessa-. No estaba segura de si te vería esta mañana antes de marcharme.

– ¿De que te marcharas?

– Tengo que ir a trabajar. Tienes unos panecillos preparados y el café aún sigue caliente.

– ¿Adonde vas a trabajar?

– A la tienda de antigüedades -respondió Loretta mientras le servía una taza de café-. La compré hace seis años. Tal vez te acuerdes de la tienda a la que me refiero. La de los Hopkins. Fui a trabajar para ellos cuando… bueno, hace algún tiempo. Cuando decidieron jubilarse, yo se la compré.

– ¿Estás diciendo que eres la dueña de una tienda de antigüedades?

– Es muy pequeña -dijo, tras colocar el café encima de la mesa-. Yo la llamo «El desván de Loretta»-. Supongo que es un nombre algo tonto, pero yo creo que le va bien. La he tenido cerrada durante un par de días, pero… Si quieres, puedo cerrar también hoy.

Vanessa observó a su madre atentamente, tratando de imaginársela conio dueña de un negocio de antigüedades. ¿Habría mencionado alguna vez que se sentía interesada por ellas?

– No -afirmó. Parecía que sus preguntas iban a tener que esperar-.Vete.

– Si quieres, puedes acercarte más tarde a echar un vistazo. Es muy pequeña, pero tengo muchas piezas interesantes.

– Ya veré.

– ¿Estás segura de que estarás bien aquí sola?

– He estado muy bien sola durante mucho tiempo.

Loretta bajó la mirada.

– Sí, claro que sí. Normalmente llego a casa a las seis y media.

– Muy bien. Entonces, te veré esta tarde -replicó. Se dirigió al fregadero. Quería agua, limpia y fría.

– Van…

– ¿Sí?

– Sé que tengo que compensarte por muchos años -le dijo. Cuando Vanessa se dio la vuelta, vio que su madre estaba en el umbral de la puerta-. Espero que me des una oportunidad.

– Quiero hacerlo. No sé dónde debemos empezar ninguna de las dos.

– Yo tampoco -comentó Loretta, algo menos tensa-. Tal vez ése sea el modo de comenzar. Te quiero mucho. Me sentiré contenta si puedo hacerte creer que esas palabras son ciertas -añadió. Entonces, se dio la vuelta rápidamente y se marchó.

– Oh, mamá -susurró Vanessa a la casa vacía-.Yo no sé qué hacer.


– Señora Driscoll -dijo Brady mientras golpeaba suavemente la nudosa rodilla de la anciana de ochenta y tres años-.Tiene usted el corazón de una gimnasta de veinte.

La mujer se echó a reír, tal y como él había esperado.

– No es el corazón lo que me preocupa, Brady, si no los huesos. Me duelen que rabian.

– Tal vez si permitiera que uno de sus bisnietos le arrancara las malas hierbas de su huerto…

– Llevo sesenta años cuidando de mi terrenito…

– Y estoy seguro de que lo podrá seguir haciendo otros sesenta más -afirmó Brady mientras le quitaba el manguito de tomarle la tensión-. No hay nadie en este condado que críe mejores tomates, pero, si no se toma las cosas con un poco más de calma, los huesos le van a doler.

Brady le examinó las manos. Afortunadamente, los dedos aún no sufrían de artritis, pero la enfermedad ya estaba presente en hombros y rodillas. No había mucho que ella pudiera hacer para frenar su avance.

Completó el reconocimiento mientras escuchaba las historias que la anciana le contaba sobre su familia. La señora Driscoll había sido la profesora de Brady en segundo y ya entonces él había pensando que era la mujer más vieja sobre la faz de la tierra.

– Hace un par de días la vi saliendo de la oficina de correos, señora Driscoll -comentó él-. No llevaba bastón.

– Los bastones son para los viejos -bufó la anciana.

– Como médico, señora Driscoll, he de decirle que usted también es vieja.

La anciana se echó a reír y agitó una mano delante del rostro de Brady.

– Siempre has tenido la lengua muy afilada, Brady Tucker.

– Sí, pero ahora tengo una licenciatura en medicina que me avala -replicó él, tras ayudar a la anciana a bajar de la camilla-. Lo único que quiero es que utilice su bastón… aunque sólo sea para darle a John Hardesty una buena paliza cuando se ponga a ligar con usted.

– ¡Menudo vejestorio! -musitó ella-. Y yo también lo parecería si fuera cojeando con un bastón.

– ¿Acaso no es la vanidad uno de los siete pecados capitales?

– Si no es por un pecado capital, no merece la pena pecar. Ahora, sal de aquí, muchacho, para que me pueda vestir.

– Sí, señora.

Brady la dejó sola. Sabía que, por mucho que le dijera, jamás conseguiría que ella utilizara el maldito bastón. Era una de las pocas pacientes a las que no podía convencer ni intimidar.

Tras dos horas más de consulta, Brady utilizó la hora que tenía para almorzar para ir al Hospital del Condado de Washington para ver la evolución de dos pacientes. Una manzana y un bocadillo de mantequilla de cacahuete lo ayudaron a pasar la tarde. Más de uno de sus pacientes mencionó el hecho de que Vanessa Sexton hubiera regresado al pueblo. Aquella información solía ir acompañada de sonrisas y guiños de ojos. Algunos de ellos hasta le dieron un buen codazo en el estómago.

Aquello era lo malo de las localidades pequeñas. Todos lo sabían todo sobre todos y lo recordaban eternamente. Vanessa y él habían salido juntos muy brevemente hacía doce años, pero era como si en vez de estar grabado en uno de los árboles del parque de Hyattown, lo estuviera sobre hormigón armado.

Él había estado a punto de olvidarse de ella… a excepción de cuando veía su nombre o su fotografía en uno de los periódicos o cuando escuchaba uno de sus discos, que compraba para honrar los viejos tiempos.

Cuando recordaba, sus recuerdos eran principalmente los de la infancia. Eran los más dulces y los más conmovedores. Sólo habían sido unos niños que se encaminaban hacia la edad adulta a una velocidad de vértigo. Sin embargo, lo ocurrido entre ellos había sido hermoso e inocente. Largos y lentos besos en las sombras, promesas apasionadas, algunas caricias prohibidas…

No debería sentir anhelo de ellos, de Vanessa, pero, a pesar de todo, se pasó una mano por encima del corazón.

En su momento todo había parecido demasiado intenso, principalmente porque se enfrentaban a una total oposición por parte del padre de Vanessa. Cuanto más tenía Julius Sexton en contra de su incipiente relación, más se unían. Así eran los jóvenes. Había desafiado al padre de Vanessa haciendo sufrir a la vez al suyo propio, realizando promesas y amenazas que sólo un muchacho de dieciocho años podía hacer.

Si todo hubiera sido más fácil, probablemente se habrían olvidado el uno del otro en pocas semanas.

«Mentiroso», se dijo. Nunca había estado tan enamorado como lo había estado el año que pasó con Vanessa.

Nunca habían hecho el amor. Cuando ella desapareció de su vida, se lamentó profundamente de aquel hecho. En aquel momento, con la perspectiva que daba el tiempo, se había dado cuenta de que aquello había sido lo mejor. Si hubieran sido también amantes les habría resultado mucho más difícil ser amigos al llegar a la edad adulta.

Se aseguró que aquello era lo único que deseaba. No tenía intención de permitir que Vanessa le rompiera el corazón una segunda vez.

– Doctor Tucker -le dijo una enfermera que acababa de asomar la cabeza por la puerta-.Ya ha llegado su siguiente paciente.

– Voy enseguida.

– Ah, y su padre dijo que pase a verlo antes de que se marche.

– Gracias.

Brady se dirigió a la consulta número dos, preguntándose si Vanessa estaría sentada en el balancín aquella tarde.


Vanessa llamó a la puerta de la casa de los Tucker y esperó. Observó las macetas de geranios que florecían en las ventanas. Había dos mecedoras en el porche. El doctor Tucker solía sentarse allí por las tardes en los días de verano. La gente que pasaba por delante se detenía para charlar con él o para hablarle de sus síntomas o enfermedades.

Recordaba que el doctor Tucker era un hombre muy generoso, tanto con su tiempo como con sus habilidades, como lo demostraba en el picnic que organizaba anualmente en su casa. Vanessa aún recordaba su risa y lo suaves que eran sus manos durante una exploración.

¿Qué le iba a decir cuando abriera la puerta un hombre que había ocupado un lugar muy importante durante su infancia, al hombre que la había reconfortado cuando Vanessa había llorado al ver que el matrimonio de sus padres se desmoronaba, al hombre que, en aquellos momentos, mantenía una relación sentimental con su madre?

Abrió la puerta él mismo. La observó durante un instante. Eran tan alto como recordaba. Al igual que Brady, tenía una constitución nervuda y atlética. A pesar de que su cabello oscuro se había teñido de gris, no parecía haber envejecido. Al verla, sonrió.

Sin saber qué hacer, Vanessa le ofreció una mano. Antes de que pudiera hablar, él le dio un fuerte abrazo.

– Mi pequeña Vanessa -dijo, mientras la abrazaba-. Me alegro de que hayas regresado.

– Y yo me alegro de haber regresado -afirmó Vanessa-. Lo he echado mucho de menos, de verdad…

– Déjame que te mire -pidió Ham Tucker, separándola de sí-. Vaya, vaya, vaya… Emily siempre dijo que serías una belleza.

– Oh, doctor Tucker. Siento tanto lo de la señora Tucker…

– Todos lo hemos sentido mucho. Ella siempre te seguía en periódicos y revistas, ¿sabes? Estaba decidida a tenerte como nuera. Más de una vez me dijo que tú eras la chica adecuada para Brady. Que tú lo enderezarías.

– Me parece que se ha enderezado solo.

– Eso parece. ¿Te apetece una taza de té y un trozo de pastel? -le preguntó, mientras la conducía hacia el interior de la casa.

– Me encantaría.

Vanessa se sentó a la mesa de la cocina mientras Ham preparaba y servía el té. La casa no había cambiado tampoco en el interior. Seguía tan ordenada como siempre. Todo estaba limpio y reluciente. La soleada cocina daba al jardín trasero y, a la derecha, se veía la puerta que conducía a la consulta. El único cambio que se apreciaba era la adición de un complicado sistema telefónico.

– La señora Leary prepara los mejores pasteles del pueblo -comentó él. Estaba cortando unas gruesas porciones de pastel de chocolate.

– Veo que aún le sigue pagando con lo que prepara en su horno.

– Y te aseguro que vale su peso en oro -afirmó, tras sentarse frente a Vanessa-. Supongo que no tengo que decirte lo orgullosos que estamos todos de ti.

– No. Ojalá hubiera regresado mucho antes. Ni siquiera sabía que Joanie estaba casada. Ni lo de la niña… Lara es una niña preciosa.

– Y también es muy lista. Por supuesto, tal vez yo no sea del todo objetivo, pero no recuerdo un niño más listo y te aseguro que he visto muchos.

– Espero verla con frecuencia mientras esté aquí. A todos.

– Esperamos que te quedes mucho tiempo.

– No lo sé… -susurró, mientras observaba el té-. No lo he pensado.

– Tu madre no ha hablado de otra cosa desde hace semanas.

– Parece estar bien -comentó Vanessa tras tomar una cucharada de pastel.

– Lo está. Loretta es una mujer muy fuerte. Tiene que serlo.

Vanessa miró al doctor Tucker. Como el estómago empezó a dolerle de nuevo, habló con mucho cuidado.

– Sé que es la dueña de una tienda de antigüedades. Me resulta difícil imaginármela como empresaria.

– A ella también le resultó difícil, pero está haciéndolo muy bien. Sé que perdiste a tu padre hace unos meses.

– Murió de cáncer. Fue muy difícil para él.

– Y para ti.

– No había mucho que yo pudiera hacer… en realidad, él no me permitía hacer mucho. Básicamente, se negó a admitir que estaba enfermo. Odiaba las debilidades.

– Lo sé -dijo Tucker cubriéndole una mano con la suya-. Espero que hayas aprendido a ser más tolerante con ellos -añadió. No tuvo que explicar a qué se refería.

– Yo no odio a mi madre -suspiró Vanessa-. Simplemente no la conozco.

– Yo sí la conozco. Ha tenido una vida muy difícil, Van. Cualquier error que haya podido cometer, lo ha pagado más veces de lo que debería hacerlo una persona. Te quiere mucho. Siempre te ha querido.

– Entonces, ¿por qué me dejó marchar?

– Ésa es una pregunta que le tendrás que hacer a ella. Es tu madre la que te tiene que responder.

Con un suspiro, Vanessa se recostó en la butaca.

– Siempre venía a llorar encima de su hombro, doctor Tucker.

– Para eso están los hombros. Además, yo fui tan tonto como para creer que tenía dos hijas.

– Y las tenía -susurró ella. Parpadeó para hacer desaparecer las lágrimas y tomó un sorbo de té para tranquilizarse-. Doctor Tucker, ¿está usted enamorado de mi madre?

– Sí. ¿Te molesta?

– No debería.

– ¿Pero?

– Me resulta difícil aceptarlo. Siempre me he imaginado a la señora Tucker y a usted juntos. Era una de las constantes durante mi infancia. Mis padres, tan infelices como eran juntos desde que tengo memoria…

– Eran tus padres de todos modos. Otra pareja a la que siempre te imaginabas juntos.

– Sí. Sé que no es razonable. Ni siquiera se acerca a la realidad, pero…

– Debería serlo. Querida niña, hay muchas cosas en esta vida que son injustas. Yo pasé veintiocho años de mi vida con Emily y pensaba pasarme otros veintiocho. No pudo ser. Durante el tiempo que estuve con ella, la amé de todo corazón. Tuvimos suerte de convertirnos en personas que cada uno de nosotros pudiera amar. Cuando ella murió, yo creí que una parte de mi vida se había terminado. Tu madre era la mejor y más íntima amiga de Emily y así seguí viéndola durante varios años. Entonces, se convirtió en mi mejor y más íntima amiga. Creo que Emily se habría alegrado.

– Me hace sentirme como una niña.

– En lo que se refiere a los padres, uno siempre es un niño -comentó él. Entonces, miró el plato-. ¿Ya no te gustan los dulces?

– Sí, pero no tengo mucho apetito.

– No quería sonar como un viejo gruñón, pero he de decirte que estás demasiado delgada. Loretta mencionó que no comías ni dormías bien.

Vanessa levantó una ceja. No se había dado cuenta de que su madre se hubiera percatado.

– Supongo que estoy algo nerviosa. Los últimos dos años han sido muy ajetreados.

– ¿Cuándo fue la última vez que te hicieron un reconocimiento médico?

– Parece usted Brady -contestó ella, riendo-. Estoy bien, doctor Tucker. Las giras de conciertos hacen fuerte a una mujer. Sólo son nervios.

Tucker asintió, pero se prometió que estaría pendiente de ella.

– Espero que toques para mí muy pronto.

– Estoy domando el nuevo piano de mi madre. De hecho, debería volver a casa. Me he estado saltando las sesiones de práctica demasiado frecuentemente últimamente.

Justo cuando ella se levantaba, Brady entró por la puerta. Lo molestó verla allí. Además de estar todo el día metida en su pensamiento, Vanessa estaba también en aquella casa. Saludó con una breve inclinación de cabeza y miró al pastel.

– La cumplidora señora Leary -comentó, con una sonrisa-. ¿Me ibas a dejar algo, papá?

– Es mi paciente.

– Siempre se queda con lo mejor -le dijo Brady a Vanessa mientras tomaba con el dedo un poco de la crema de chocolate que ella tenía en su plato-. ¿Querías verme antes de que me marchara, papá?

– Quería que examinaras el expediente Crampton. He hecho algunas notas -respondió Ham, señalando una carpeta que había sobre la encimera.

– Gracias.

– Tengo algunas cosas de las que ocuparme -dijo Ham. Entonces, dio un beso a Vanessa y se levantó-. Vuelve pronto a verme.

– Lo haré.

– Tenemos una barbacoa dentro de dos semanas. Espero que vengas.

– No me la perdería por nada del mundo.

– Brady -le recomendó a su hijo mientras se marchaba-. Compórtate bien con esa chica.

Brady sonrió mientras la puerta se cerraba.

– Aún sigue pensando que voy a convencerte para que te vengas conmigo al asiento trasero de mi coche.

– Ya me convenciste una vez.

– Sí -susurró Brady. El recuerdo lo inquietaba-. ¿Es café lo que tomas?

– Té. Con limón.

Con un gruñido, Brady sacó la leche del frigorífico y se sirvió un enorme vaso.

– Me alegra que hayas venido a verlo. Te quiere mucho.

– El sentimiento es mutuo.

– ¿Te vas a comer ese pastel?

– No. En realidad yo… ya me marchaba -dijo, al tiempo que Brady tomaba asiento y empezaba a comerse el dulce.

– ¿A qué viene tanta prisa?

– No tengo prisa, pero… -contestó ella al tiempo que se levantaba.

– Siéntate.

– Veo que sigues teniendo un saludable apetito.

– Vida sana.

Vanessa sabía que debía marcharse, pero Brady parecía tan relajado y tan relajante a la vez… Él había dicho que fueran amigos. Tal vez pudieran serlo.

– ¿Dónde está el perro?

– Lo he dejado en casa. Mi padre lo sorprendió ayer comiéndose los tulipanes, así que no quiere que venga.

– ¿Ya no vives aquí?

– No. Yo… Me compré una parcela a las afueras. La casa se está levantando muy lentamente, pero ya tiene tejado.

– ¿Te estás construyendo tu propia casa?

– Yo no diría tanto. No me puedo escapar de aquí como para emplear demasiado tiempo, pero tengo un par de tipos trabajando. Ya te llevaré para que puedas echarle un vistazo.

– Tal vez.

– ¿Qué te parece ahora mismo? -le preguntó Brady, mientras se levantaba y colocaba los platos en el fregadero.

– Oh, bueno… En realidad tengo que regresar a casa…

– ¿Para qué?

– Para practicar.

– Ya practicarás más tarde.

Era un desafió. Los dos lo sabían y lo comprendían. Los dos estaban decididos a demostrar que podían estar en la compañía del otro sin despertar viejos anhelos.

– Muy bien, pero te seguiré en mi coche. Así no tendrás que volver a traerme.

– De acuerdo.

Brady la agarró por el brazo y la acompañó al exterior. Cuando Vanessa se marchó del pueblo, él tenía un Chevrolet de segunda mano. En aquellos momentos, conducía un todoterreno. Después de conducir durante varios kilómetros, cuando llegaron a una empinada colina, Vanessa comprendió el porqué. El camino estaba lleno de baches y la grava salía disparada de debajo de las ruedas. Tras tomar una pronunciada curva, se detuvo en seco detrás de Brady.

El perro se acercaba corriendo a saludarlos. Efectivamente, la estructura de la casa estaba en pie. No parecía que Brady fuera a contentarse con una pequeña cabaña en medio del bosque. Era una casa enorme, de dos plantas. Las ventanas que estaban ya colocadas eran amplias, con arcos de medio punto en la parte superior. Desde ellas, se admiraría una majestuosa vista de las Blue Mountains. El terreno, cubierto de escombros, bajaba hasta un arroyo. Cuando todo estuviera acondicionado, resultaría espectacular.

– Es fabuloso -comentó ella-. Es un lugar magnífico.

– Eso pienso yo -admitió Brady. Agarró a Kong por el collar antes de que pudiera abalanzarse sobre Vanessa.

– No importa -afirmó ella. Entonces, se inclinó para acariciar la cabeza del animal-. Hola, amigo. Hola, grandullón. Aquí tienes mucho sitio para corretear, ¿verdad?

– Casi cinco hectáreas. Voy a dejar la mayor parte intacta -comentó Brady. Verla juguetear con su perro le hacía sentir una extraña sensación en el corazón.

– Me alegro. No me gustaría que tocaras los bosques. Casi se me había olvidado lo maravillosos que son. ¡Qué tranquilidad!

– Acompáñame. Te lo enseñaré todo.

– ¿Cuánto tiempo hace que compraste la tierra?

– Casi un año -contestó él mientras atravesaban el pequeño puente de madera que cruzaba el arroyo-. Ten cuidado. Todo está muy sucio -añadió, tras mirar los elegantes zapatos italianos que ella llevaba puestos-. Espera.

La tomó en brazos y la ayudó a superar los montones de escombros. Vanessa sintió la fuerza de los músculos de Brady y él la firmeza de las piernas de ella.

– No tenías que… -dijo ella, justo cuando él la dejaba de nuevo en el suelo, delante de una puerta-. Sigues siendo un poco chulo, ¿verdad?

– Por supuesto.

Ya en el interior de la casa, vio el esqueleto de lo que ésta iba a ser. Había herramientas y máquinas por todas partes. En la pared norte, ya estaba construida una enorme chimenea. Unas escaleras temporales conducían a la planta superior.

– Este es el salón -explicó él-. Yo quería tener mucha luz. La cocina está ahí.

Indicó un generoso espacio que salía de la habitación en la que se encontraban. Había una ventana por encima del fregadero que daba hacia los bosques. Una cocina y un frigorífico estaban colocados entre las en-cimeras sin terminar.

– La puerta será un arco, para seguir la línea de las ventanas. Y otro arco dará al comedor.

– Parece un proyecto muy ambicioso.

– Sólo tengo intención de construirme mi casa una vez -dijo. Le agarró la mano y le mostró el resto de la planta-. Este es el cuarto de baño. Tu madre me encontró un estupendo lavabo de porcelana. Esta habitación es una especie de leonera, supongo. Libros, mi equipo de música… Por cierto, ¿te acuerdas de Josh McKenna?

– Claro. Era tu amigo.

– Ahora es socio de una firma de construcción. Está realizando todas estas estanterías de obra él solo.

– ¿Josh? -preguntó Vanessa, atónita. Eran preciosas.

– También diseñó los armarios de la cocina. Van a ser algo especial. Ahora, vamos arriba. La escalera es algo estrecha, pero es muy resistente.

Mientras subían, Vanessa vio que había más arcos y ventanas por todas partes. La habitación principal incluía un enorme cuarto de baño con una magnífica bañera. Aunque sólo había un colchón y una cómoda en el dormitorio, el cuarto de baño sí estaba terminado. Vanessa pasó de pisar cemento para hacerlo sobre un hermoso pavimento de cerámica.

Brady había elegido colores pasteles, con un ocasional toque de color. La enorme bañera estaba rodeada por una línea de azulejos que daba paso a un enorme ventanal. Vanessa se imaginó dándose un baño allí, con aquella hermosa vista de los bosques.

– Lo has pensado todo -comentó.

– Cuando decidí construir esta casa, decidí hacerlo bien -dijo él mientras avanzaban por el pasillo-. Hay dos dormitorios más y otro cuarto de baño. También estoy pensando poner mi despacho aquí arriba.

Todo era como de cuento de hadas. Los enormes ventanales que había por todas partes ofrecían hermosas vistas de los bosques y de las montañas.

– Si yo viviera aquí, me sentiría como Rapunzel.

– Tienes el cabello del color equivocado -dijo Brady, tomando un mechón-. Me alegro de que no lo lleves corto. Yo soñaba con este cabello… Contigo. Durante años después de que te marcharas, no hacía más que soñar contigo. Nunca pude entenderlo -confesó.

Vanessa se dio la vuelta rápidamente y se dirigió a una de las ventanas.

– ¿Cuándo crees que tendrás terminada la casa?

– Esperamos que para septiembre -contestó él. Frunció el ceño. No había pensado en Vanessa cuando diseñó la casa, ni cuando escogió los azulejos ni los colores. ¿Por qué le parecía entonces al verla allí que la casa la había estado esperando a ella?-.Van…

– Sí -dijo ella, sin volverse. Sentía un nudo en el estómago. Al ver que él no decía nada más, se dio la vuelta y sonrió-. Es un lugar fabuloso, Brady. Me alegro de que me lo hayas mostrado. Espero poder verlo cuando lo hayas terminado.

No iba a preguntarle si pensaba quedarse. No quena saberlo. No debía importarle. Sin embargo, sabía que había muchas conversaciones inacabadas entre ellos, conversaciones que debían tener lugar al menos para su propia tranquilidad.

Se acercó a ella lentamente. Vio que ella se tensaba al verle dar el primer paso. Si hubiera tenido sitio, habría dado un paso atrás.

– No… -susurró ella, cuando Brady le agarró los brazos.

– Esto va a dolerme tanto como te va a doler a ti.

Le rozó suavemente los labios con los suyos. Sintió que ella se estremecía. Sólo aquel breve contacto le hacía arder de deseo. Volvió a besarla, demorándose unos segundos más. Aquella vez, oyó que ella gemía. Brady levantó los brazos para enmarcarle el rostro y, cuando volvió a adueñarse de sus labios, las vacilaciones se desvanecieron.

Vanessa maldijo a Brady por el placer que sintió, un placer sin el que había vivido durante mucho tiempo. Ansiosa, lo estrechó contra su cuerpo y se dejó llevar. Ya no estaba besando a un muchacho, por muy hábil y apasionado que aquel muchacho hubiera sido. Ya no estaba besando a un recuerdo, por muy nítido que éste hubiera sido. En aquellos momentos, tenía a un hombre entre sus brazos. Un hombre fuerte y lleno de deseo que la conocía demasiado bien.

Cuando Vanessa separó los labios, supo perfectamente cómo sabría Brady. Cuando le agarró los hombros con fuerza, supo perfectamente cómo sería la firmeza de aquellos músculos. Con la suave luz que entraba a través de los cristales, se sintió completamente atrapada entre el pasado y el presente.

Vanessa era todo lo que él recordaba y mucho más. Él siempre había sido generoso y apasionado, pero parecía haber mucha más inocencia en aquellos momentos que en el pasado. Estaba allí, hirviendo bajo el deseo. El cuerpo de la joven temblaba contra el suyo.

Los sueños que Brady había creído olvidados regresaron de golpe y, con ellos, las necesidades, las frustraciones y las esperanzas de su juventud. Era Vanessa. Siempre había sido Vanessa, a pesar de que nunca había podido tenerla.

Atónito por lo que había hecho, la separó de su cuerpo. Ella tenía un ligero rubor en las mejillas. Los ojos se le habían oscurecido del modo que a él lo hacía vibrar. Tenía los labios entreabiertos, suaves, sin maquillar. Las manos de Brady se habían perdido, como le había ocurrido cientos de veces antes, en el cabello de la joven. Doce años no habían podido borrar los sentimientos que ella" podía hacerle experimentar con una mirada.

– Me lo temía -murmuró él. Tenía que mantener la cordura. Necesitaba pensar-. Siempre fuiste capaz de hacer que se me detuviera el corazón,Vanessa.

– Esto es una estupidez…Ya no somos unos niños… -susurró ella, dando un paso atrás.

– Exactamente.

– Brady, lo nuestro terminó hace mucho tiempo.

– Aparentemente no. Podría ser que simplemente tenemos que sacárnoslo de dentro.

– Yo no tengo que sacarme nada de dentro -mintió-. Sólo tienes que preocuparte de ti. A mí no me interesa volver a meterme en el asiento trasero de tu coche.

– Eso podría resultar bastante interesante -comentó el, con una sonrisa-, pero yo tenía en mente un lugar mucho más cómodo.

– Sea cual sea el lugar, la respuesta sigue siendo no.

Vanessa se dirigió hacia la escalera. Él la agarró rápidamente por el brazo antes de que pudiera bajar.

– La última vez que me dijiste no, tenías dieciséis años. Por mucho que yo lo lamente, tengo que decirte que tenías razón. Los tiempos han cambiado y, ahora, los dos somos personas adultas.

– Que seamos adultos no significa que yo me voy a meter de un salto en tu cama -le espetó ella.

– Pero sí significa que yo me tomaré el tiempo y las molestias necesarias para hacer que cambies de opinión.

– Sigues siendo un estúpido egoísta, Brady.

– Y tú sigues dedicándome esa clase de apelativos cuando sabes que tengo razón -replicó él. Tiró de ella y le dio un beso duro y breve-. Sigo deseándote, Van, y te juro que esta vez voy a tenerte.

Ella vio la sinceridad que Brady tenía reflejada en los ojos justo antes de apartarse de él.

– Vete al infierno.

Se dio la vuelta y bajó corriendo la escalera. Brady observó desde la ventana cómo cruzaba el puente a toda prisa y se dirigía a su coche. A pesar de la distancia, oyó que cerraba la puerta con fuerza. Sonrió. Vanessa siempre había tenido muy mal genio. Se alegraba de ver que seguía siendo así.

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