Capítulo V

Cuando aparcó el coche delante de la casa de su madre, Vanessa decidió que lo de irse a la cama era una idea estupenda. Tal vez si cerraba las contraventanas, ponía el volumen de la música muy bajo y se obligaba a relajarse, podría recuperar el sueño que había perdido la noche anterior. Cuando se sintiera más descansada, tendría una idea más clara de lo que decirle a su madre.

Se preguntó si unas cuantas horas de sueño podrían resolver también los sentimientos que tenía hacia Brady. Merecía la pena intentarlo.

Salió del coche. Cuando oyó que alguien la llamaba por su nombre, se dio la vuelta. La señora Driscoll se dirigía hacia ella muy lentamente, con el bolso Y el correo en una mano y un enorme paraguas en la otra.

– Señora Driscoll, me alegro mucho de verla.

– Ya me habían dicho que habías regresado -dijo la anciana, observándola atentamente-. Estás demasiado delgada.

Vanessa se echó a reír y se inclinó sobre ella para darle un beso en la mejilla. Como siempre, la antigua maestra olía a lavanda.

– Usted tiene muy buen aspecto.

– Ni que lo digas. Ese grosero de Brady me ha dicho que necesito bastón. Cree que es médico. Agárrame esto.

Con un brusco movimiento le dio a Vanessa el paraguas. Entonces, abrió el bolso y metió el correo dentro.

– Ya iba siendo hora de que regresaras a casa, Vanessa -le dijo cuando hubo terminado-. ¿Vas a quedarte?

– Bueno, no he…

– Ya iba siendo hora de que le prestaras un poco de atención a tu madre -la interrumpió la anciana, lo que dejó a Vanessa sin saber qué decir-. Te oí tocar cuando fui ayer al banco, pero no pude detenerme.

Vanessa se esforzó por aguantar el pesado paraguas y sus modales.

– ¿Le gustaría entrar a tomar una taza de té?

– Tengo mucho que hacer. Sigues tocando muy bien, Vanessa.

– Gracias.

Cuando la señora Driscoll volvió a tomar su paraguas, Vanessa pensó que su breve conversación había terminado. Tendría que haberse imaginado que no era sí.

– Tengo una sobrina nieta. Ha estado dando clases de piano en Hagerston, pero a su madre le cuesta mucho trabajo tener que llevarla hasta allí. Me imaginé que, ahora que estás aquí de nuevo, tú podrías hacerte cargo.

– Oh, pero yo…

– Lleva tomando lecciones casi un año, una hora a la semana. En Navidades nos tocó un villancico realmente bien.

– Me alegro mucho, pero, dado que ya tiene quien le dé clases, creo que es mejor que yo no me interponga.

– La niña vive enfrente de Lester. Podría venir andando a tu casa y, así, le daría a su madre un respiro. Lucy, que así se llama mi sobrina, que es la segunda hija de mi hermano pequeño, está esperando otro niño para el mes que viene. Esperamos que esta vez sea un niño, dado que ya tienen dos niñas. Parece que en nuestra familia sólo hay niñas.

– Ah…

– A ella le cuesta mucho tener que ir hasta Hagerston.

– Estoy segura, pero…

– Tienes una hora libre una vez a la semana, ¿verdad?

Completamente exasperada, Vanessa se pasó una mano por el cabello, que se le estaba empapando muy rápidamente.

– Supongo que sí, pero…

– ¿Qué te parece si empezáis hoy mismo? El autobús escolar la deja justo después de las tres y media. Puede estar en tu casa a las cuatro.

Vanessa se dijo que tenía que ser firme.

– Señora Driscoll, me encantaría ayudarla, pero yo nunca he dado clases.

– Pero sabes cómo tocar el piano, ¿verdad? -replicó la anciana.

– Bueno, sí, pero…

– En ese caso, estoy segura de que sabrás enseñarle a una niña a hacerlo, a menos que sea como Dory. Ésa es mi hija mayor. No pude enseñarle nunca a hacer ganchillo. Tiene las manos muy torpes. Sin embargo, Annie, mi sobrina nieta, es muy hábil. También es muy lista. No tendrás problema con ella.

– Estoy segura de que es muy lista, pero es que yo no…

– Te pagaré diez dólares por clase -le informó muy satisfecha la señora Driscoll mientras Vanessa trataba de encontrar alguna excusa-. A ti siempre se te dieron bien los estudios. Eras lista y te portabas bien. Nunca me diste problemas como Brady. Ese niño fue un diablo desde el principio, pero no pude evitar sentir una gran simpatía por él. Me encargaré de que Annie esté aquí a las cuatro.

Con eso, la anciana siguió andando, cobijada por su enorme paraguas. Vanessa se quedó con la sensación de haber sido atropellada por una vieja pero potente apisonadora.

¿Cómo había conseguido que le diera clases de piano a su sobrina nieta? Suponía que del mismo modo en el que la señora Driscoll siempre conseguía que ella se presentara «voluntaria» para limpiar la pizarra después de clase.

Se pasó una mano por el húmedo cabello y se dirigió a la casa. Estaba vacía y silenciosa, pero ella ya había descartado la idea de meterse en la cama. Si iba a tener que darle clase a una niña, era mejor que se preparara para ello. Al menos, así mantendría la mente ocupada.

Se dirigió a la sala de música, con la esperanza de que su madre hubiera guardado algunos de sus antiguos libros de música. Abrió un cajón del aparador, pero éste contenía unas partituras que le parecieron a Vanessa demasiado avanzadas. Sin embargo, sus propios dedos se morían de ganas por tocar aquellas notas.

Encontró lo que estaba buscando en el último cajón. Allí estaban todos sus libros desde el primer hasta el sexto nivel. La nostalgia se apoderó de ella y tuvo que sentarse en el suelo para hojearlos.

Recordaba muy bien los primeros días de clase, los ejercicios, las primeras sencillas melodías. Sentía la misma emoción que había experimentado cuando supo que era capaz de convertir las notas escritas en música.

Habían pasado más de veinte años desde aquel día. Entonces, su padre era su profesor y, aunque había sido muy duro con ella. Vanessa se había mostrado dispuesta a aprender. ¡Se había sentido tan orgullosa la primera vez que él le dijo que lo había hecho bien! Aquellas sencillas y escasas palabras de alabanza la habían empujado a esforzarse más aún.

Cuando rebuscó una vez más en el cajón para tratar de encontrar más libros para Annie, halló un grueso álbum. Sabía que su madre lo había empezado hacía anos. Con una sonrisa, abrió la primera página.

Había fotografías de ella al piano. Verse con trenzas y calcetines blancos hasta la rodilla la hizo sonreír. Examinó las fotos de su primer recital. Allí estaban también sus primeros certificados y diplomas, recortes de periódico de cuando ganó la primera competición regional y la primera nacional.

Entonces, le sorprendió que los recortes de periódico no terminaran ahí. Había un artículo de The Times, publicado un año después de que ella se hubiera marchado de Hyattown. Una fotografía suya en Fort Worth, después de haber ganado el Van Cliburn.

En realidad, había docenas, cientos de recortes, fotografías, artículos de revistas, incluso muchos que ni siquiera había visto. Parecía que todo lo que había salido publicado sobre ella estaba contenido en aquel álbum.

Recordó las cartas que su madre le había enviado, el álbum que tenía sobre las piernas… ¿Qué podía pensar? ¿Qué debía sentir? La madre que ella creía que la había olvidado por completo le había escrito religiosamente, a pesar de no recibir nunca respuesta, y había seguido todos los pasos de su carrera, aunque nunca había formado parte de ella. Además, le había abierto la puerta a su hija sin hacer ninguna pregunta.

Sin embargo, nada de aquello explicaba por qué Loretta la había dejado marchar sin oponer resistencia. No lograba explicar los años que habían pasado…

«No tuve elección».

Recordó las palabras de su madre. ¿Qué habría querido decir con ellas? No había duda de que su infidelidad había destruido su matrimonio. El padre de Vanessa jamás la había perdonado. ¿Por qué había cortado también la relación de madre e hija?

Tenía que saberlo. Se levantó sin preocuparse de recoger los libros que tenía extendidos por la alfombra. Lo averiguaría aquel mismo día.

La lluvia había cesado y unos débiles rayos de sol luchaban por abrirse camino entre las nubes. A pesar de que estaba tan sólo a unas pocas manzanas de distancia, tomó el coche para ir a la tienda de antigüedades de su madre. En otras circunstancias, habría preferido realizar el paseo, pero no quería interrupción alguna de amigos o conocidos.

Aparcó enfrente de la tienda. Cuando abrió la puerta, tintineó una campanilla.

– Es más o menos de 1860 -oyó que decía su madre-. Es uno de los mejores conjuntos de muebles que tengo. Hice que lo restaurara un hombre que trabaja mucho para mí. Ya ve el magnífico trabajo que ha hecho con estos tiradores. El acabado es como si fuera cristal.

Vanessa escuchó el intercambio que se estaba produciendo desde el otro lado de la tienda. Aunque la molestó el hecho de encontrar a su madre con un cuente, la tienda resultó ser una revelación para ella.

No era una tienda de antigüedades repleta de objetos y llena de polvo. Unos exquisitos aparadores mostraban porcelana, estatuillas, elaborados frascos de perfume y esbeltas copas. El cristal brillaba. A pesar de que no había ni un sólo centímetro sin utilizar, resultaba muy acogedor.

– Va a quedar usted muy satisfecho con esos muebles -decía su madre mientras regresaba con el cliente a la parte frontal de la tienda-. Si cuando llegue a casa descubre que no le va bien, estaré más que dispuesta a recomprárselo. ¡Oh, Vanessa! -exclamó al ver a su hija. Entonces, tras un segundo de azoramiento, se volvió al joven ejecutivo que la acompañaba-. Ésta es mi hija Vanessa. Te presento al señor Peterson. Es del condado de Montgomery.

– De Damascus -explicó él, muy satisfecho-. Mi esposa y yo acabamos de comprar una antigua granja. Vimos ese conjunto de muebles de comedor hace unas pocas semanas. Mi esposa no ha parado de hablar de él. Quiero sorprenderla.

– Estoy segura de que estará encantada.

Vanessa observó cómo su madre aceptaba la tarjeta de crédito del cliente y completaba rápidamente la transacción.

– Tiene usted una tienda magnífica, señora Sexton -comentó el hombre-. Si estuviera en un lugar algo más grande, tendría que deshacerse de los clientes.

– Me gusta estar aquí -replicó ella mientras le entregaba el recibo-. He vivido aquí toda mi vida.

– Es un pueblo muy bonito. Le aseguro que, después de que tengamos la primera cena con nuestros amigos, tendrá más clientes.

– Y yo le garantizo que no me desharé de ellos -dijo Loretta con una sonrisa-. ¿Necesitará ayuda el sábado cuando venga a recoger los muebles?

– No. Vendré acompañado de algunos amigos. Muchas gracias, señora Sexton.

– Espero que disfrute de los muebles.

– Lo haremos -prometió Peterson. Entonces, se volvió para sonreír a Vanessa-. Me alegro de haberla conocido. Tiene usted una madre fantástica.

– Gracias.

– Bueno, me marcho -dijo el hombre, a modo de despedida. Entonces, se detuvo bruscamente en la puerta. Vanessa Sexton -susurró. A continuación, se dio la vuelta-. La pianista. Que me aspen. Vi su concierto en Washington la semana pasada. Estuvo usted magnífica.

– Me alegro de que le gustara.

– En realidad, no esperaba hacerlo -admitió Peterson-. Es a mi mujer a la que la vuelve loca la música clásica. Yo me imaginé que me quedaría dormido un rato, pero usted me mantuvo despierto.

– Me lo tomaré como un cumplido -comentó Vanessa, riéndose.

– Se lo digo en serio. Yo no distingo a un compositor de otro, pero me quedé… Supongo que me quedé embelesado. Mi esposa se morirá de envidia cuando le diga que la he conocido personalmente a usted -añadió. Entonces, sacó una agenda de piel-. ¿Me daría un autógrafo para ella? Se llama Melissa.

– Encantada.

– ¿Quién habría esperado encontrar a alguien como usted en un lugar como éste? -comentó Peterson mientras Vanessa le devolvía su agenda.

– Crecí aquí.

– En ese caso, le garantizo, señora Sexton, que mi esposa regresará. Gracias de nuevo.

– De nada. Conduzca con cuidado -dijo Loretta. Cuando las campanillas anunciaron la salida de Peterson, sonrió-. Es algo sorprendente observar a tu propia hija firmando un autógrafo.

– Es el primero que he firmado en el lugar en el que nací. Es una tienda preciosa. Debes de haber trabajado mucho.

– Me gusta. Siento no haber estado en casa esta mañana. Me traían un pedido muy temprano.

– No importa.

– ¿Te gustaría ver el resto de la tienda?

– Sí, me encantaría.

Loretta la acompañó hasta la parte trasera de la tienda.

– Estos son los muebles que acaba de comprar tu admirador. La mesa es de tres piezas y pueden sentarse doce comensales con comodidad. Las sillas tienen un trabajo precioso en la madera. El mueble de bufé y el aparador también van incluidos.

– Son preciosos.

– Los compré en una subasta hace unos meses. Llevaban en una misma familia cientos de años. Es muy triste… Por eso me alegra tanto poder venderle algo como esto a personas que van a cuidar de ello.

A continuación, Loretta se dirigió a un aparador de cristal y abrió la puerta.

– Encontré esta copa de cobalto en un mercadillo, escondida en una caja. Esa salsera la compré en una subasta, pero pagué demasiado. No me pude resistir. Los saleros son franceses y tendré que esperar a que venga un coleccionista para que me los quite de las manos.

– ¿Cómo sabes todo eso?

– Aprendí mucho trabajando aquí antes de comprarlo. También leyendo y visitando tiendas y subastas de antigüedades -comentó mientras cerraba la puerta del aparador-.Y también a través de los fallos. He cometido algunos errores que me han costado mucho dinero, pero también he conseguido pescar verdaderas gangas.

– Tienes muchos objetos preciosos. ¡Oh, mira esto! -exclamó Vanessa. Casi con reverencia, tomó un joyero de porcelana de Limoges-. Es precioso.

– Siempre hago todo lo posible por tener algunas piezas de porcelana de Limoges, tanto si son antigüedades como piezas nuevas.

– Yo también tengo una pequeña colección. Resulta difícil viajar con algo tan frágil, pero siempre consiguen que las suites de un hotel se parezcan más a casa.

– Me gustaría que te la quedaras.

– No, no puedo aceptarla.

– Por favor -insistió Loretta antes de que Vanessa pudiera volver a dejarla en su sitio-. No he podido regalarte nada en muchos cumpleaños. Me gustaría mucho que la aceptaras.

Vanessa miró atentamente a su madre. Al menos, tenían que superar el primer obstáculo.

– Gracias. Te aseguro que la atesoraré.

– Te daré una caja. ¡Oh! La puerta vuelve a sonar. Tengo muchas personas que vienen a mirar los días de diario por la mañana. Puedes echar un vistazo a la planta de arriba si quieres.

– No, te esperaré.

Loretta la miró encantada antes de ir a recibir a su cliente. Cuando Vanessa oyó la voz del doctor Tucker dudó. Entonces, fue a saludarlo también.

– ¡Vaya, Van! ¿Has venido a ver cómo trabaja tu madre?

– Sí.

Tenía el brazo alrededor de los hombros de Loretta. Esta se había ruborizado profundamente. Vanessa comprendió que acababa de besarla.

– Es un lugar maravilloso -añadió, tratando de mantener a raya sus sentimientos.

– Así se mantiene alejada de las calles. Por supuesto, yo también me voy a ocupar de eso a partir de ahora.

– ¡Ham!

– No me digas que aún no se lo has dicho a tu hija -comentó Tucker, con impaciencia-. Dios Santo, Loretta, has tenido toda la mañana.

– ¿Decirme qué?

– He tardado dos años en convencerla, pero finalmente me ha dicho que sí -contestó Ham.

– ¿Sí? -repitió Vanessa.

– No me irás a decir que eres tan lenta de entendederas como tu madre, ¿verdad? -bromeó. Entonces, besó a Loretta en la cabeza y sonrió como un muchacho-. Nos vamos a casar.

– Oh -repuso Vanessa, sin emoción alguna-. Oh.

– ¿Es eso lo único que se te ocurre? -preguntó Tucker-. ¿Por qué no nos das la enhorabuena y me das un beso?

– Enhorabuena -dijo ella, mecánicamente. Entonces, se acercó para darle un beso muy frío en la mejilla.

– He dicho un beso -protestó Tucker. La agarró con el brazo y la apretó con fuerza. Vanessa tuvo que abrazarlo también.

– Espero que seáis muy felices -consiguió decir. En aquel momento, descubrió que lo decía en serio.

– Claro que lo seremos. Además, yo me llevo dos bellezas por el precio de una.

– Menuda ganga -comentó Vanessa, con una sonrisa-. ¿Y cuándo es el gran día?

– Tan pronto como pueda convencerla -dijo Tucker. No se le había pasado por alto que madre e hija no habían intercambiado ni una palabra ni un abrazo-. Esta noche, Joanie nos invita a cenar a todos para celebrarlo.

– Allí estaré.

Cuando Vanessa dio un paso atrás, Tucker esbozó una picara sonrisa.

– Después de la clase de piano.

– Veo que las noticias viajan muy rápido -comentó Vanessa, atónita.

– ¿La clase de piano? -preguntó Loretta.

– Annie Crampton, la sobrina nieta de Violet Driscoll -dijo Tucker soltando una carcajada al ver el rostro de disgusto de Vanessa-. Violet ha contratado a Vanessa esta mañana.

– ¿Y a qué hora es esa clase? -quiso saber Loretta con una sonrisa.

– A las cuatro. Esa mujer que hizo sentirme como si estuviera de nuevo en el colegio.

– Yo puedo hablar con la madre de Annie si quieres -ofreció Loretta.

– No, no importa. Sólo es una hora a la semana mientras yo esté aquí, pero es mejor que regrese a casa -comentó. Aquel no era el momento para preguntas sobre el pasado-. Tengo que preparar lo que voy a hacer. Gracias por el joyero.

– No te lo he envuelto.

– No importa. Lo veré en casa de Joanie, doctor Tucker.

– Tal vez, ahora que somos familia, me podrías llamar Ham.

– Sí, claro, supongo que sí. Eres una mujer muy afortunada -le dijo a su madre. Le costó menos trabajo del que había imaginado poder darle un beso.

– Lo sé -susurró Loretta, muy emocionada.

Cuando las campanillas anunciaron la partida de Vanessa, Ham se sacó un pañuelo.

– Lo siento -musitó Loretta mientras se sonaba la nariz.

– Tienes derecho a derramar unas cuantas lágrimas. Ya te dije que cambiaría de opinión.

– Tiene todas las razones del mundo para odiarme.

– Eres muy severa contigo misma, Loretta. No voy a consentirlo.

– Te aseguro, Ham, que daría cualquier cosa por volver a tener otra oportunidad con ella.

– Lo único que necesitas es tiempo -afirmó Ham. Entonces, le levantó la barbilla y la besó-. Dale tiempo.


Vanessa escuchó pacientemente la monotonía con la que Annie apretaba las teclas para tocar una sencilla cancioncilla infantil. Tal vez fuera muy hábil con las manos, pero, hasta aquel momento, Vanessa no había visto que les diera buen uso.

Annie era una niña muy delgada, de cabello rubio, actitud algo hosca y rodillas huesudas. Sin embargo, tenía las palmas de la mano anchas para ser una niña de doce años. Sus dedos no eran muy elegantes, pero eran tan robustos como pequeños arbustos.

«Tiene potencial», pensó Vanessa, mientras sonreía para darle ánimos. Estaba segura de que la niña tenía potencial por algún lado.

– ¿Cuántas horas a la semana practicas, Annie? -preguntó Vanessa cuando la niña terminó por fin.

– No sé.

– ¿Haces ejercicios de dedos todos los días?

– No sé.

Vanessa apretó los dientes. Había aprendido que Annie contestaba así a todas sus preguntas.

– Llevas un año dando clases.

– No…

– ¿Por qué no hacemos que eso sea más fácil? -le preguntó Vanessa impidiéndola así que le respondiera del modo habitual-. ¿Qué es lo que sabes?

Annie se limitó a encogerse de hombros. Vanessa se rindió por fin. Decidió sentarse sobre el taburete del piano al lado de la niña.

– Annie, quiero que seas sincera conmigo. ¿Quieres dar clases de piano?

– Supongo que sí.

– ¿Quieres porque tu madre quiere que aprendas a tocar el piano?

– Yo le pregunté si podía aprender. Pensé que me gustaría…

– Pero no te gusta.

– Más o menos. A veces, pero sólo consigo tocar canciones de bebés.

– Mmm -susurró Vanessa. Comprendía perfectamente lo que quería decir la pequeña-. ¿Qué te gustaría tocar?

– Canciones como las de Madonna. Ya sabes, canciones buenas, como las que se escuchan en la radio. Mi otro profesor decía que eso no es música de verdad -dijo la niña, mirando a Vanessa de reojo.

– Toda la música es música de verdad. Podríamos hacer un trato.

– ¿Qué clase de trato? -preguntó Annie, con la voz llena de sospecha.

– Si tú practicas una hora al día los ejercicios para los dedos y la lección que yo te dé, te compraré partituras de Madonna. Y te enseñaré a tocarlas.

Annie se quedó boquiabierta.

– ¿De verdad?

– De verdad, pero sólo si tú practicas todos los días para que, cuando vengas la próxima semana, yo vea alguna mejora.

– ¡Prometido! -exclamó la niña, sonriendo por primera vez en casi una hora-. Verás cuando se lo diga a Mary Ellen. Es mi mejor amiga.

– Pues te quedan quince minutos antes de que se lo puedas decir -dijo Vanessa. Se puso de pie muy satisfecha consigo misma-. Ahora, ¿por qué no vuelves a tocar esa canción?

La niña torció el gesto por la concentración y empezó a tocar. Mientras tanto, Vanessa pensaba que, con una pequeña recompensa, se podía llegar muy lejos.

Una hora más tarde, aún estaba congratulándose. Parecía que, después de todo, darle clases a la niña podría ser divertido. Así podía disfrutar también de la música popular, que tanto le gustaba.


Más tarde, en su dormitorio, Vanessa acarició con el dedo el joyero de Limoges que su madre le había regalado. La situación estaba cambiando mucho más rápido de lo que había esperado. Su madre no era la mujer que había esperado encontrar. Era mucho más humana. Aquella casa seguía siendo su hogar y sus amigos eran aún sus amigos.

Y Brady seguía siendo Brady.

Quería estar con él, dejar que su nombre estuviera vinculado al de él como lo había estado en el pasado. Con dieciséis años se había mostrado muy segura. En aquellos momentos, a pesar de que era toda una mujer, tenía miedo de cometer un error, de sufrir, de perder.

Comprendía que la gente no podía retomar el pasado por donde lo habían dejado. Ella no podía volver a empezar cuando aún tenía que resolver el pasado.

Se tomó su tiempo para vestirse para la cena familiar. Iba a ser una ocasión festiva, por lo que estaba decidida a formar parte de ella. Se puso un vestido azul muy sencillo, que llevaba unas cuentas multicolores sobre un hombro. Se dejó el cabello suelto y se colocó unos pendientes de zafiros.

Antes de cerrar el joyero, sacó un anillo con una pequeña esmeralda. Incapaz de resistirse, se lo puso también. Aún le servía. Sonrió al vérselo en el dedo. Entonces, sacudió la cabeza y se lo quitó. Aquélla era la clase de sentimiento que tenía que aprender a evitar, en particular si tenía que pasar aquella velada en compañía de Brady.

Iban a ser amigos. Sólo amigos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había podido abandonar al lujo de la amistad. Si se sentía aún atraída hacia él… Bueno, aquello añadiría tan sólo una pequeña excitación a sus encuentros. No podía arriesgar su corazón. Ni el de él.

Se apretó una mano contra el estómago maldiciendo la incomodidad que sentía. Sacó del cajón una caja nueva de antiácidos y se tomó uno. Por muy festiva que fuera a ser la noche, resultaría algo estresante.

Tras comprobar el reloj, salió del dormitorio y bajó la escalera. Vanessa Sexton nunca llegaba tarde a una actuación.

– Vaya, vaya -dijo Brady desde el vestíbulo-. Sigues siendo la sexy Vanessa Sexton.

«Justo lo que necesitaba», pensó ella. Los músculos del estómago se le tensaron un poco más. ¿Por qué tenía que estar tan guapo? Miró la puerta abierta y luego lo observó a él.

– Llevas puesto un traje.

– Eso parece -comentó él.

– Nunca te había visto con traje. ¿Por qué no estás ya en casa de Joanie?

– Porque voy a llevarte allí.

– Es una tontería. Yo tengo mi propio…

– Cállate -le ordenó él. Entonces, la agarró por los hombros y le dio un beso-. Cada vez que te beso sabes mejor.

– Mira, Brady -repuso ella, cuando consiguió que su corazón se tranquilizara-, creo que vamos a tener que establecer unas reglas básicas…

– Odio las reglas…

Volvió a besarla. Aquella vez se tomó un poco más de tiempo.

– Me va a encantar estar emparentado contigo -comentó, con una sonrisa-. Hermanita…

– Pues no te estás comportando como un hermano.

– Ya empezaré a darte órdenes más tarde. ¿Qué te parece lo de la boda?

– Siempre he apreciado mucho a tu padre.

– ¿Y?

– Y espero que no sea tan dura de corazón como para negarle a mi madre la felicidad de la que puede disfrutar a su lado.

– Con eso vale por el momento -afirmó él. Entonces, entornó los ojos cuando vio que ella se frotaba las sienes-. ¿Te duele la cabeza?

– Un poco.

– ¿Te has tomado algo?

– No, ya se me pasará. ¿Nos vamos?

– De acuerdo -contestó Brady. La tomó de la mano para acompañarla al exterior-. Estaba pensando… ¿por que no vamos al Molly's Hole como solíamos hacer entonces?

– Veo que sigues pensando en lo mismo -comentó ella, riendo.

– ¿Es eso un sí?

– Es un «lo pensaré».

– Tonta -bromeó él mientras le abría la puerta del coche.

Diez minutos más tarde, Joanie salía por la puerta principal de su casa para darles la bienvenida.

– ¿No te parece estupendo? -exclamó-. ¡A mí me parece increíble! Ahora sí que vamos a ser hermanas, Vanessa. ¡Me alegro tanto por ellos, por nosotras! -añadió, abrazando con fuerza a su amiga.

– ¡Eh! -protestó Brady-. ¿Y yo? ¿A mí ni siquiera me vas a decir hola?

– Oh, hola Brady -dijo Joanie. Al ver la mirada que su hermano le dedicaba, se echó a reír y se abalanzó sobre él-. ¡Vaya! ¡Pero si te has puesto un traje y todo!

– He hecho lo que me han dicho. Papá me pidió que viniera elegante.

– Y lo estás. Los dos lo estáis. ¡Dios mío, Vanessa! ¿Dónde has comprado ese vestido? Es fabuloso. Yo sería capaz de matar por poder meter mis caderas en algo como eso. Bueno, no os quedéis aquí. Vamos dentro. Tenemos un montón de comida, de champán… De todo.

– Es una anfitriona estupenda, ¿verdad? -comentó Brady mientras Joanie entraba en el interior de la casa llamando a gritos a su esposo.

Joanie no había exagerado con lo de la comida. Había un enorme jamón caramelizado, con una montaña de patatas asadas, una amplia selección de verduras y panecillos caseros. El aroma del pastel de manzana flotaba en el aire. El aire festivo que había en la casa se acentuaba con las velas y el brillo de las copas de cristal.

Vanessa oyó que su madre reía más libre y más abiertamente de lo que recordaba nunca. Además, estaba encantadora. Comprendió que aquello era la felicidad. Por mucho que se esforzaba en recordar, no conseguía vislumbrar ninguna imagen de su madre con un aspecto verdaderamente feliz.

Mientras todos cenaban, ella comió muy poco. Estaba segura de que, en medio de aquella confusión, nadie se daría cuenta de lo poco que ella comía. Sin embargo, cuando vio que Brady la estaba observando, se obligó a tomar otro bocado.

– Creo que la ocasión requiere un brindis -anunció el propio Brady poniéndose de pie. Rápidamente miró a Lara-.Tú tendrás que esperar tu turno -le dijo a la pequeña-. Por mi padre, que ha resultado ser más listo de lo que yo me había imaginado. Y por su hermosa futura esposa, que solía mirar al otro lado cuando yo me metía en su jardín para estar con su hija -concluyó, entre las risas de los demás. Todos golpearon las copas.

– ¿Le apetece postre a alguien? -preguntó Joanie. Todos respondieron con gemidos de protesta-. Muy bien, lo dejaremos por el momento. Jack, tú ayúdame a recoger la mesa. Ni hablar -añadió cuando vio que Loretta se ponía en pie para ayudar-. La invitada de honor no recoge los platos.

– No seas tonta…

– Lo digo en serio.

– Muy bien. Entonces, limpiaré a Lara.

– Está bien. Mi padre y tú podéis mimarla todo lo que queráis hasta que hayamos terminado. Tú tampoco -replicó, cuando Vanessa empezó a levantarse-. No voy a consentir que friegues los platos en la primera noche que pasas en mi casa.

– Siempre ha sido muy mandona -comentó Brady, cuando su hermana se marchó a la cocina-. ¿Te gustaría ir al salón? Podemos poner algo de música.

– En realidad, preferiría tomar un poco de aire fresco.

– Bien. No hay nada que me guste más que dar un paseo al atardecer con una hermosa mujer -dijo Brady. Le dedicó una picara sonrisa y extendió la mano.

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