Capítulo VII

Envuelta en un albornoz de color azul, con el cabello revuelto y de muy mal humor, Vanessa bajó las escaleras. Llevaba dos días tomando la medicación que Ham Tucker le había recetado. Se sentía mejor, algo que la molestaba admitir, pero estaba a años luz de reconocer que necesitaba aquellas pastillas.

El ambiente que había aquella mañana encajaba perfectamente con su estado de ánimo. Unas espesas nubes grises y una abundante lluvia. Era el día perfecto para permanecer sola en casa pensando. De hecho, era algo que tenía muchas ganas de hacer. Lluvia, depresión y una fiesta privada. Estar sola supondría un cambio para ella. No había tenido muchos momentos de soledad desde la noche de la cena en casa de Joanie.

Su madre estaba siempre presente y encontraba toda clase de excusas para regresar a casa dos o tres veces durante los días laborales. El doctor Tucker iba a verla dos veces al día, por mucho que Vanessa protestara. Incluso Joanie había ido a verla para llevarla enormes ramilletes de lilas y boles de sopa casera. Hasta los vecinos iban para interesarse por sus progresos. No había secretos en Hyattown. Vanessa contaba con los buenos deseos y los consejos de los doscientos treinta y tres habitantes del pueblo.

Excepto uno.

No era que le importara que Brady no hubiera encontrado tiempo para ir a verla. De hecho, se alegraba de su ausencia. Lo último que deseaba era que Brady Tucker estuviera constantemente pendiente de ella y dándole consejos. No quería verlo.

Una úlcera. Aquello era ridículo. Era una mujer fuerte, competente y autosuficiente… No tenía nada que ver con el tipo de persona a la que atacan las úlceras. Sin embargo, inconscientemente se apretó una mano contra el estómago.

El dolor con el que había vivido más tiempo del que podía recordar había desaparecido. Las noches habían dejado de ser un suplicio por el lento e insidioso ardor que tan a menudo la había mantenido despierta. De hecho, había dormido como una niña durante dos noches seguidas.

«Una coincidencia», se aseguró. Lo que necesitaba era descansar. Descansar y un poco de soledad. El agotador ritmo que había mantenido durante los últimos años era capaz de derrotar a la persona más fuerte.

Decidió que se daría otro mes, tal vez dos, antes de tomar decisiones en firme sobre su profesión.

Al llegar a la puerta de la cocina, se detuvo en seco. No había esperado encontrar a Loretta allí. De hecho, había estado esperando hasta que oyó que la puerta principal se abría y se cerraba.

– Buenos días -le dijo Loretta, ataviada con uno de sus trajes y con las perlas puestas.

– Pensé que te habías marchado.

– No. Fui a la tienda de Lester a por un periódico. Pensé que tal vez querrías saber lo que está ocurriendo en el mundo.

– Gracias -dijo Vanessa. Estaba tan enojada que no se movió del lugar en el que estaba. No le gustaba lo que sentía cada vez que Loretta realizaba un gesto maternal. Le agradecía la consideración, aunque se imaginaba que sus sentimientos eran tan sólo la gratitud de una huésped por la generosidad de su anfitriona. Eso la dejaba descorazonada y con un fuerte sentimiento de culpabilidad-. No tenías que molestarte.

– No es molestia. ¿Por qué no te sientas, querida? Te prepararé una infusión. La señora Hawbaker nos ha enviado camomila de su propio jardín.

– Mira, no tienes que… -dijo Vanessa. Se interrumpió al escuchar que alguien llamaba a la puerta trasera-. Yo iré a ver quién es.

Abrió la puerta, sin dejar de decirse que no quería que fuera Brady. No le importaba que fuera Brady. Cuando vio que quien había llamado era una mujer, se dijo que no sentía desilusión alguna.

– Hola, Vanessa -le dijo una mujer morena, mientras cerraba un paraguas-. Probablemente no te acuerdas e mí. Soy Nancy Snooks. Antes de casarme me apellidaba McKenna. Soy la hermana de Josh McKenna.

– Bueno, yo…

– Nancy, entra -le pidió Loretta, que se había acercado también a la puerta-. Dios, sí que está lloviendo con fuerza…

– Creo que este año no nos tendremos que preocupar por tener sequía -comentó la joven. Permaneció en la entrada, apoyando el peso de su cuerpo unas veces en un pie y otras en el otro-. He venido porque había oído que Vanessa había regresado y que daba clases de piano. Mi hijo Scott tiene ocho años.

Vanessa se imaginó lo que venía a continuación y se preparó para ello.

– Bueno, en realidad no…

– Annie Crampton está encantada contigo -afirmó Nancy, interrumpiéndola-. Su madre es prima segunda mía. Cuando lo hablé con Bill, mi marido, estuvimos de acuerdo en que las clases de piano le vendrían muy bien a Scott. Nos vendría mejor los lunes por la tarde, si no tienes otra clase entonces.

– No, no tengo otra clase porque…

– Estupendo. La tía Violet me dijo que cobras diez dólares por Annie, ¿no es así?

– Sí, pero…

– Podemos pagarlo. Yo trabajo a tiempo parcial en el almacén de grano. Scott estará aquí a las cuatro en punto. Te aseguro que es muy agradable que hayas vuelto, Vanessa. Ahora tengo que irme a trabajar.

– Ten cuidado con el coche -le advirtió Loretta-. Está lloviendo mucho.

– Lo tendré. Oh y enhorabuena, señora Sexton. El doctor Tucker es el mejor.

– Lo es -afirmó-. Es una buena chica -comento, tras cerrar la puerta, cuando Nancy se hubo marchado-. Veo que se parece bastante a su tía Violet.

– Aparentemente.

– Te advierto que Scott Snooks es un diablillo -dijo Loretta, mientras se preparaba una taza de té.

– Genial -susurró Vanessa. Era demasiado temprano para pensar. Se sentó y apoyó la cabeza sobre las manos-. No me habría atrapado si hubiera estado más despierta.

– Claro que no. ¿Quieres que te prepare unas tostadas a la francesa?

– No tienes por qué prepararme el desayuno -replicó Vanessa. Las manos le ahogaban la voz.

– No es molestia -afirmó Loretta, mientras canturreaba una canción. Se había visto privada de su hija durante doce años. No había nada que le apeteciera más que mimar a su hija con un buen desayuno.

– No quiero entretenerte -dijo Vanessa, mirando la taza de té que su madre acababa de prepararle-. ¿No tienes que abrir la tienda?

– Lo mejor de tener tu propio negocio es que tú dictas el horario -contestó Loretta. Rompió un huevo en un bol y añadió una pizca de canela, azúcar y vainilla-. Además, tú necesitas un buen desayuno. Ham dice que te estas recuperando, pero quiere que engordes cinco kilos.

– ¿Cinco kilos? -repitió Vanessa, a punto de atragantarse con el té-. Yo no necesito…

Lanzó una maldición cuando alguien volvió a llamar a la puerta.

– Yo iré a abrir esta vez -anunció Loretta-. Si se trata de otro posible cliente, le diré que se marche.

Era Brady. Estaba empapado. Sin el resguardo de un paraguas, el agua le caía abundantemente por el cabello. Al ver a Vanessa, sonrió. El placer que le produjo a ella esa sonrisa se transformó en enojo en el momento en el que él abrió la boca.

– Buenos días, Loretta -dijo. Entonces, le guiñó un ojo a Vanessa-. Hola, guapa.

Tras lanzar un bufido, Vanessa se concentró de nuevo en su té.

– Brady, ¡qué sorpresa tan agradable! -exclamó Loretta. Después de aceptar un beso en la mejilla, cerró la puerta-. ¿Has desayunado? -preguntó mientras se dirigía a la cocina para remojar el pan.

– No. ¿Estás preparando tostadas francesas?

– Sí. Tardaré tan sólo un minuto. Siéntate y te haré un plato.

Loretta no tuvo que repetir la invitación dos veces. Después de sacudirse un poco el cabello, Brady se sentó a la mesa con Vanessa. Le dedicó una alegre sonrisa que ocultó convenientemente el hecho de que estaba observando el color de cara que tenía. El hecho de que no hubiera ojeras le compensó por el gesto arisco que ella tenía en el rostro.

– Bonito día -bromeó.

– Sí, claro -replicó ella.

Al ver que ella no tenía ganas de hablar, Brady giro la silla y se puso a charlar con Loretta mientras ésta preparaba el desayuno.

«No lo he visto desde hace dos días y ahora se presenta aquí», pensó Vanessa. Ni siquiera le había preguntado cómo se sentía, a pesar de que no quería que le prestara atención. Sin embargo, era médico y al que se le había ocurrido aquel ridículo diagnóstico.

– Ah, Loretta. Mi padre es un hombre con suerte -dijo Brady, cuando ella le colocó un plato de tostadas sobre la mesa.

– Supongo que saber cocinar es una prioridad cuando un Tucker está buscando esposa -comentó Vanessa. Tenía toda la intención del mundo de ser desagradable.

– No vendría mal -replicó Brady mientras se servía un buen chorro de sirope.

Vanessa se puso de muy mal genio, no porque ella no supiera cocinar, sino porque aquella idea machista y retrógrada la enfureció. Antes de que tuviera tiempo de encontrar una respuesta adecuada, Loretta le colocó un plato de tostadas sobre la mesa.

– Yo no me puedo comer todo esto.

– Yo sí -dijo Brady mientras devoraba sus propias tostadas-.Yo me comeré lo que tú no quieras.

– Bueno, si los dos ya estáis servidos, me voy a abrir la tienda -anunció Loretta-. Van, queda mucha sopa de pollo de la que Joanie te trajo ayer. Si la calientas en el microondas, te la puedes tomar para almorzar. Si sigue lloviendo así, probablemente regresaré temprano. Buena suerte con Scott.

– Gracias.

– ¿Scott? -preguntó Brady, cuando Loretta se hubo marchado.

– No me preguntes -respondió Vanessa.

– Como quieras. En realidad he venido porque quena hablarte de la boda.

– ¿De la boda? ¡Ah, de la boda! Sí. ¿Qué pasa?

– Mi padre ha estado ejerciendo su poder de convicción. Cree que ha convencido a Loretta para que se casen el sábado de la semana que viene.

– ¿Tan pronto?

– ¿Por qué esperar? Así pueden aprovechar el picnic que él celebra precisamente ese fin de semana como conmemoración de los caídos para invitar a todos los amigos.

– Entiendo -susurró Vanessa. Ni siquiera se había acostumbrado a vivir con su madre otra vez y ella… Se recordó que no era decisión suya-. Supongo que se mudarán a casa de tu padre.

– Creo que sí. Han estado pensando que acabarán alquilando esta casa. ¿Te importa?

Vanessa se concentró en cortar un trozo de tostada. ¿Cómo lo iba a saber? No había tenido tiempo para descubrir si aquella casa seguía siendo su hogar o no.

– Supongo que no. No pueden vivir en dos casas al mismo tiempo.

– No creo que Loretta vaya a venderla. Esta casa lleva años siendo propiedad de tu familia.

– A menudo me he preguntado por qué la ha conservado.

– Igual que tú, ella creció aquí -dijo Brady mientras se servía una taza de café-. ¿Por qué no le preguntas qué planes tiene al respecto?

– Tal vez lo haga. No hay prisa.

– En realidad, de lo que yo quería hablar contigo es del regalo de boda -comentó Brady. Como la conocía, decidió cambiar de conversación-. Evidentemente, no necesitan ni la vajilla ni el tostador.

– No, supongo que no…

– He estado pensando. Se lo he preguntado a Joanie y le ha gustado la idea. ¿Por qué no juntamos un poco de dinero y les regalamos una luna de miel? Un par de semanas en Cancún. Ya sabes, una hermosa suite con vistas al mar Caribe, noches tropicales… Todo. Ninguno de los dos ha estado nunca en México. Creo que les gustaría.

Vanessa lo miró atentamente. Era una idea estupenda, algo que sólo se le podía haber ocurrido a Brady.

– ¿Y será una sorpresa?

– Creo que podremos conseguirlo. Mi padre ha estado tratando de organizar sus citas para tener un fin de semana libre. Comprar los billetes y hacer las reservas es muy fácil. Luego, tendremos que hacerles las maletas sin que se den cuenta.

Vanessa sonrió. Le gustaba la idea.

– Si tu padre está en este momento tan cegado por el amor como mi madre, creo que podremos conseguirlo. Podríamos darles los billetes durante el picnic y luego meterlos en una limusina. ¿Hay limusinas por aquí?

– Hay una en Frederick. No se me había ocurrido eso -comentó Brady. Sacó una libreta para tomar nota.

– Resérvales la suite nupcial. Si vamos a hacerlo, hay que hacerlo bien.

– Me gusta. Limusina, suite nupcial, dos billetes de primera clase… ¿Algo más?

– Champán. Una botella en la limusina y otra en la suite cuando lleguen. Y flores. A mi madre le gustan las gardenias -dijo. Se detuvo en seco mientras Brady seguía escribiendo. Había llamado madre a Loretta. Le había salido de un modo completamente natural-. Bueno… le gustaban las gardenias.

– Estupendo -afirmó Brady-. Vaya, veo que no me has dejado ninguna.

Atónita, Vanessa dirigió los ojos hacia donde él estaba mirando: su plato vacío.

– Yo… yo… Supongo que tenía más apetito de lo que había imaginado.

– Eso es buena señal. ¿Tienes acidez?

– No -contestó. Completamente asombrada, se levantó para llevar el plato al fregadero.

– ¿Dolor?

– No. Como ya te dije antes, tú no eres mi médico.

– Ya lo sé -afirmó Brady. Cuando Vanessa se volvió, estaba justo detrás de ella-, pero nos imaginaremos que yo me voy a hacer cargo de las citas del doctor Ham Tucker para hoy. Hagamos un reconocimiento vertical -dijo. Antes de que Vanessa pudiera apartarse, le apretó suavemente el abdomen-. ¿Te duele?

– No, ya te he dicho que…

Le apretó firmemente bajo el esternón. Vanessa hizo un gesto de dolor.

– ¿Te molesta?

– Un poco.

Brady asintió.

– Estás mejorando. Dentro de unos cuantos días hasta te podrás tomar un burrito.

– ¿Por qué está todo el mundo obsesionado con lo que como?

– Porque no has estado comiendo lo suficiente. Comprensible, con una úlcera.

– Te repito que no tengo úlcera. ¿Quieres apartarte?

– Cuando me hayas pagado por mis servicios.

Antes de que ella pudiera poner alguna objeción, Brady la besó firme y posesivamente. Tras murmurar su nombre, profundizó el beso hasta que ella tuvo que aferrarse a él para no perder el equilibrio. El suelo parecía hundirse a sus pies.

Brady pensó que Vanessa olía a mañana, a lluvia. Se preguntó cómo sería hacerle el amor en aquel instante y cuánto tiempo más tendría que esperar.

Por fin, levantó la cabeza, aunque dejó las manos enredadas en el cabello de la joven. En el verdor de sus ojos, se vio a sí mismo, perdido en ella. Entonces, con una dulzura infinita, volvió a besarla. Vanessa se abrazó a él con fuerza e inclinó la cabeza para que sus labios pudieran alinearse más perfectamente.

– Vanessa…

– No digas nada. Todavía no…

Le apretó la boca contra la garganta y la besó. Sabía que debía pensar, pero, por el momento, sólo quería sentir.

El pulso latía alocadamente sobre la garganta de Brady. Su cuerpo era firme y sólido. Poco a poco, él fue relajando el modo en el que le asía el cabello y comenzó a acariciárselo. Vanessa notó de nuevo el ruido de la lluvia y los aromas que flotaban en la cocina, Pero el deseo no desaparecía, como tampoco lo hacían «confusión y el miedo que batallaban dentro de ella.

– No sé qué hacer -dijo por fin-. No he podido pensar desde que te volví a ver.

– Ya sabes que te deseo, Van. No somos unos adolescentes.

– Para mí no resulta fácil…

– No. Ni quiero que lo sea. Si quieres promesas…

– No. No quiero nada que no pueda devolver.

– ¿Y qué es lo que me puedes devolver?

– No lo sé. Dios, Brady -susurró ella, tras dar un paso atrás-. Me siento como si estuviera atravesando un espejo.

– Esto no es ninguna ilusión, Vanessa. Somos sólo tú y yo.

– Mira, no voy a fingir que no quiero estar contigo. Al mismo tiempo, deseo salir corriendo en la dirección opuesta, tan rápido como pueda. Espero de todo corazón que tú puedas alcanzarme. Sé que mi comportamiento ha sido muy errático desde que llegué, y en parte se debe al hecho de que no había esperado encontrarte aquí ni revivir todos estos sentimientos del pasado. Eso es parte del problema. No sé cuánto de lo que siento por ti es sólo un eco del pasado y cuánto es real.

– Ahora somos personas muy diferentes. Van.

– Sí. Cuando yo tenía dieciséis años, me habría ido a cualquier parte del mundo contigo. Nos imaginaba juntos para siempre, Brady. Una casa, una familia…

– ¿Y ahora?

– Ahora los dos sabemos que las cosas no son tan sencillas ni tan fáciles. Somos personas diferentes, Brady, con vidas diferentes y sueños diferentes. Yo tenía problemas antes… y los sigo teniendo. No estoy segura de que sea sensato empezar una relación contigo, una relación física, hasta que los resuelva.

– Es algo más que física, Vanessa. Siempre ha sido mucho más.

– Lo sé -afirmó ella-. Razón de más para tomárselo todo con mucha calma. No sé lo que voy a hacer con mi vida ni con mi música. Tener una relación sentimental sólo conseguirá que todo sea mucho más difícil para los dos cuando yo me marche.

Brady sintió que el pánico se apoderaba de él. Si Vanessa se marchaba otra vez, le rompería el corazón.

– Si me estás pidiendo que me olvide de mis sentimientos y me marche, no lo haré. Ni tú tampoco.

– Lo único que te estoy pidiendo es que me dejes organizar mis ideas. La decisión es mía, Brady. No pienso dejar que se me presione, ni que se me amenace ni que se me seduzca. Créeme si te digo que la gente ya ha intentado eso en muchas ocasiones.

– Yo no soy ninguno de tus elegantes y educados amantes, Van -replicó él-.Yo no presiono, ni amenazo ni seduzco. Cuando llega el momento, tomo lo que puedo.

– Pues te aseguro que no tomarás nada que yo no te quiera dar -repuso ella, irguiéndose ante lo que le parecía un desafío-. Ni tú ni ningún hombre. No sabes lo que me gustaría enseñarte algunos modales educados y elegantes, pero haré algo mucho mejor que eso. Te diré la verdad. No ha habido ningún amante porque yo no he querido que los hubiera -añadió, dándose la vuelta-. Si decido que tú tampoco lo seas, tendrás que unirte a todos los demás que he desilusionado.

Nadie. No había habido nadie. Brady dio un paso nacía ella, pero se detuvo. Si la tocaba en aquellos instantes, uno de los dos terminaría arrastrándose por el suelo y no quería ser él. Se dirigió a la puerta y la abrió antes de que pudiera controlarse lo suficiente como para darse cuenta de que lo que ella deseaba precisamente era que se marchara.

– ¿Qué te parece si vamos al cine esta noche? -le sugirió entonces.

– ¿Cómo dices? -preguntó ella, muy sorprendida.

– Que si vamos al cine. ¿Te apetece?

– ¿Por qué?

– Porque me apetece mucho tomar palomitas de maíz -le espetó él-. ¿Quieres ir o no?

– Yo… sí…

– Muy bien.

Se marchó dando un portazo.


Vanessa decidió que la vida era un rompecabezas. A ella le estaba costando mucho encajar las piezas. Llevaba una semana inmersa en los planes de boda y del picnic de aquel fin de semana. Estaba segura de que era un error tratar de coordinar un picnic con una boda familiar e íntima.

A medida que fue pasando la semana definitiva, estaba demasiado ocupada y demasiado confusa como para darse cuenta de que no se había sentido mejor desde hacía años. Además de los preparativos secretos de la luna de miel, había que encargar flores y… cientos de hamburguesas.

Salió con Brady casi todas las noches. Al cine, a cenar, a un concierto… Era una compañía tan agradable y tan divertida que empezó a preguntarse si la pasión y la ira que habían vivido en la cocina de su casa habrían sido reales.

Cada noche, cuando la acompañaba a la puerta, le daba un beso de buenas noches. Al fin, ella comprendió que con el beso le estaba dando también cosas en las que pensar. Y eran muchas.

La noche de antes de la boda, se quedó en casa. Sin embargo, no dejó de pensar en él, a pesar de que Joanie y Loretta no dejaban de enredar en la cocina.

– Yo sigo pensando que los hombres también deberían ayudar -musitó Joanie.

– Sólo serían un estorbo -comentó Loretta, mientras le daban forma a la carne para las hamburguesas-. Además, esta noche estoy demasiado nerviosa como para estar con Ham.

– Te aseguro que lo estás haciendo muy bien -replicó Joanie, entre risas-. Cuando fue a mi casa hoy, me pidió tres veces una taza de café. Y llevaba una en la mano desde que me la pidió la primera vez.

– Me alegra saber que él también está nervioso -dijo Loretta, también riendo-. Espero que no llueva mañana.

Vanessa, que estaba colocando la carne de las hamburguesas entre papel encerado, dijo:

– Han dicho que estará soleado y que hará mucho calor.

– Oh, sí -susurró Loretta con una sonrisa-.Ya me lo habías dicho antes, ¿verdad?

– Solo cinco o seis veces.

– De todos modos, aunque lloviera -observó Loretta-, podríamos celebrar la boda en el interior, aunque sería una pena que se estropeara el picnic. A Ham le gusta tanto…

– No va a llover -prometió Joanie-, aunque es una pena que hayáis tenido que posponer la luna de miel.

– Bueno -dijo Loretta encogiéndose de hombros-. Ham no ha podido cambiar sus citas. Tendré que acostumbrarme a ese tipo de cosas si voy a ser la esposa de un médico… ¿Es eso lluvia? ¿Está lloviendo?

– No -respondieron Joanie y Vanessa al unísono.

Con una débil sonrisa, Loretta terminó su trabajo y se lavó las manos.

– Debo de estar imaginándome cosas. He estado tan nerviosa durante esta semana. Esta misma mañana, no podía encontrar una blusa azul de seda que tengo… ni tampoco unos pantalones de lino que me compré el mes pasado. Lo mismo me pasa con mis sandalias nuevas y un vestido de cóctel que tengo muy bonito. No sé dónde los he puesto.

Vanessa miró a Joanie para que su amiga no se echara a reír.

– Ya aparecerán, no te preocupes.

– Sí, sí, claro… ¿Estáis seguras de que no está lloviendo?

Exasperada, Vanessa se colocó una mano en la cadera.

– Mamá, por el amor de Dios. No está lloviendo. No va a llover. Ve a darte un baño caliente -rugió. Cuando los ojos de Loretta se llenaron de lágrimas. Vanessa se arrepintió de sus palabras-. Lo siento. No quería hablarte de ese modo.

– Me has llamado mamá -susurró Loretta-. Creí que no volverías a hacerlo…

Cuando las lágrimas empezaron a rodarle por las mejillas, salió rápidamente de la cocina.

– Maldita sea -dijo Vanessa-. He estado esforzándome toda la semana para mantener la paz y lo estropeo todo la noche antes de la boda.

– No has estropeado nada -le aseguró Joanie. Se acercó a su amiga y le colocó una mano sobre el hombro-. No voy a meterme en lo que no es asunto mío, porque somos amigas y mañana seremos familia. Desde que regresaste, os he estado observando muy atentamente a Loretta y a ti. He visto el modo en el que te mira cuando tú estás de espaldas o cuando te marchas de una habitación.

– No sé si puedo darle lo que desea.

– Te equivocas. Claro que puedes. En muchos sentidos, ya lo has hecho. ¿Por qué no subes y te aseguras de que está bien? Yo llamaré a Brady y le diré que me ayude a cargar toda esta comida para llevarla a casa de mi padre.

– Muy bien.

Vanessa subió lenta y silenciosamente, tratando de pensar en lo que iba a decir. Cuando vio a Loretta sentada en la cama, nada le pareció bien.

– Lo siento -murmuró Loretta mientras se secaba los ojos con un pañuelo-. Supongo que esta noche estoy muy sensible.

– Y tienes derecho a estarlo -dijo Vanessa, desde la puerta-. ¿Prefieres estar sola?

– No. ¿Te importaría sentarte conmigo un rato?

Incapaz de negarse, Vanessa cruzó la distancia para sentarse al lado de su madre.

– Por alguna razón -prosiguió Loretta-, he estado pensando en cómo eras cuando sólo eras un bebé. Eras tan guapa… Me lo decía todo el mundo y así era. También eras muy inteligente y despierta y tenías mucho pelo… Algunas veces simplemente me sentaba para observarte mientras dormías. No me podía creer que fueras mía. Desde que tengo memoria he deseado tener una casa llena de niños. Era mi única ambición. Cuando te tuve a ti, fue el día más feliz de mi vida. Lo comprenderás mucho mejor cuando tengas un hijo propio.

– Sé que me querías mucho. Por eso, me resulta tan difícil comprender el resto. Sin embargo, no creo que éste sea el momento más adecuado para que hablemos.

– Tal vez no, pero quiero que sepas que entiendo que estás intentando perdonar sin pedir explicaciones. Eso significa mucho para mí -dijo. Agarró la mano de su hija-.Te quiero ahora más aún de lo que te quise cuando te vi por primera vez, cuando te colocaron entre mis brazos. Vayas donde vayas o hagas lo que hagas, siempre te querré.

– Yo también te quiero -susurró Vanessa. Se llevó las manos unidas a la mejilla durante un instante-. Siempre te he querido -añadió. Aquello era precisamente lo que más le dolía. Se levantó y trató de sonreír-. Creo que deberías intentar dormir un poco. Quiero que mañana estés guapísima.

– Sí. Buenas noches, Van.

– Buenas noches.

Se dirigió a la puerta y la cerró muy suavemente a sus espaldas.

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