Capítulo VI

La noche era templada y olía a lluvia. Los lilos habían florecido y su aroma flotaba como un elegante susurro en el aire. Al oeste, el sol se hundía en las montañas en medio de llamaradas rojizas. Rodearon la casa y se dirigieron hacia un campo de heno.

– Me he enterado de que tienes una alumna.

– Veo que la señora Driscoll hace correr muy rápidamente las noticias.

– En realidad me lo contó John Cory mientras le ponía la vacuna del tétanos. A él se lo había dicho Bill Crampton, que es hermano del padre de Annie. Tiene una tienda de reparaciones en su garaje. Todos los hombres se reúnen allí para contar mentiras y quejarse de sus esposas.

A pesar de las molestias que tenía, Vanessa se echó a reír.

– Al menos resulta tranquilizador saber que radio chismes sigue funcionando.

– ¿Cómo fue la clase?

– Tiene… posibilidades.

– ¿Cómo se siente uno al estar al otro lado?

– Muy rara. Le prometí que la enseñaría a tocar música rock.

– ¿Tú?

– La música es música -replicó Vanessa.

– Si tú lo dices…

Brady le colocó un dedo bajo el lóbulo de la oreja para poder observar el brillo del pendiente con la última luz del atardecer, aunque también para poder tocarla.

– Ya me imagino a Vanessa Sexton tocando el teclado de un grupo heavy metal -añadió-. ¿Crees que podrías ponerte uno de esos corsés metálicos o como se llamen?

– No, no podría, se llamen como se llamen. Si has venido a acompañarme para burlarte de mí, prefiero pasear sola.

– Está bien…

Brady le había rodeado los hombros con el brazo. Le agradaba el hecho de que aún se notara el aroma de su champú en el cabello de Vanessa. Se preguntó si alguno de los hombres con los que la había visto en periódicos y revistas se había sentido de aquel mismo modo.

– Me cae muy bien Jack -dijo ella.

– A mí también.

– Joanie parece muy feliz aquí, en la granja, con su familia. A menudo he pensado en ella.

– ¿Has pensado alguna vez en mí? Después de que te marcharas, de que te convirtieras en alguien importante, ¿pensaste alguna vez en mí?

– Supongo que sí -contestó ella, sin mirarlo.

– Yo no hacía más que esperar que me escribieras.

– El tiempo fue pasando, Brady. Al principio, me sentía demasiado furiosa y herida. Contigo y con mi madre. Me llevó muchos años perdonarte por haberme dejado plantada la noche del baile.

– Yo no te dejé plantada -replicó él-. Mira, es una tontería y ocurrió hace mucho tiempo, pero estoy cansado de cargar con la culpa.

– ¿De qué estás hablando?

– Yo no te dejé plantada, maldita sea. Había alquilado mi primer esmoquin y había comprado por primera vez un adorno de flores para una chica. Supongo que estaba tan emocionado con aquella noche como tú.

– Entonces, ¿por qué te estuve esperando dos horas y media en mi habitación, ataviada con mi vestido nuevo?

– Aquella noche me arrestaron -confesó él.

– ¿Cómo dices?

– Fue un error, pero, para cuando conseguí aclararlo todo, era demasiado tarde para ir a darte explicaciones. No tenían nada importante contra mí, pero yo tampoco había sido un santo hasta entonces.

– ¿Por qué te arrestaron?

– Por violación de una menor. Yo tenía más de dieciocho años. Tú no.

– Eso es ridículo. Nosotros nunca…

– Sí -dijo él, con cierto arrepentimiento-. Nunca.

– Brady, eso es una estupidez. Aunque hubiéramos tenido relaciones íntimas, en ningún caso habría sido violación. Tú sólo tenías dos años más que yo y nos queríamos.

– Ése era precisamente el problema.

– Lo siento mucho -declaró ella. Se llevó una mano al estómago. El dolor era casi insoportable-. ¡Qué mal debiste de sentirte! ¡Y también tus padres! Nadie debería pasar por algo tan horrible. ¿Quién querría que te arrestaran? -le preguntó. Al ver el gesto que Brady tenía en el rostro, supo inmediatamente la respuesta-. ¡Oh, no! ¡Dios!

– Estaba completamente seguro de que yo me había aprovechado de ti y de que te arruinaría la vida. Tal y como me explicó la situación, iba a ocuparse de que yo pagara por lo primero e iba a hacer lo necesario para evitar lo segundo.

– Me lo podría haber preguntado a mí -susurró ella-. Por una vez en la vida, me lo podría haber preguntado a mí… Es culpa mía…

– No digas tonterías…

– No son tonterías. Es culpa mía porque yo nunca le hice comprender lo que sentía. Ni sobre ti ni sobre nada. No hay nada que yo pueda decir para compensarte por lo que él hizo -musitó, mirándolo.

– No tienes que decir nada -le aseguró Brady tras colocarle las manos sobre los hombros-. Tú eras tan inocente como yo, Van. Nunca hablamos de esto porque, durante algunos días, yo estaba demasiado furioso como para intentarlo y tú demasiado enojada como para preguntar. Después, te marchaste.

– No sé qué decir -murmuró, con los ojos llenos de lágrimas-. Debiste de sentir mucho miedo.

– Un poco. Nunca me acusaron formalmente, sino que se limitaron a detenerme para interrogarme. Supongo que te acordarás del sheriff Grody. No sentía ninguna simpatía por mí. Más tarde, comprendí que simplemente estaba aprovechando la oportunidad para hacerme sudar un poco. Otra persona hubiera manejado el asunto de un modo muy diferente. Además, aquella noche ocurrió algo más, algo que ayudó a equilibrar la balanza un poco. Mi padre se puso de mi lado. Yo nunca me habría imaginado que me apoyaría de ese modo, sin preguntas, sin dudas. Simplemente me dio su apoyo total. Supongo que eso cambió mi vida.

– Mi padre sabía lo mucho que aquella noche significaba para mí -dijo Vanessa-. Lo mucho que tú significabas para mí. Toda mi vida había hecho lo que él quería… excepto en lo que se refería a ti. Se encargó de ocuparse también de eso.

– Todo esto ocurrió hace mucho tiempo, Van…

– Yo no creo que pueda…

Una exclamación ahogada de dolor interrumpió sus palabras. Alarmado, Brady la giró para tenerla frente a frente.

– Vanessa, ¿qué te pasa?

– No es nada… -susurró. Desgraciadamente, la segunda oleada vino demasiado fuerte, demasiado rápidamente y la hizo doblarse en dos. Con rapidez, Brady la tomó en brazos y se dirigió directamente hacia la casa- No, no hace falta. Estoy bien. Sólo ha sido un pinchazo.

– Respira lentamente.

– Maldita sea, te he dicho que no es nada. Espero que no vayas a montar una escena -susurró, a duras penas.

– Si tienes lo que creo que tienes, vas a verme montar una buena escena.

Cuando entraron en la cocina, ésta estaba vacía. Brady subió rápidamente las escaleras y tumbó a Vanessa sobre la cama de Joanie. Encendió la lámpara y comprobó que la piel de la joven estaba pálida y sudorosa.

– Quiero que trates de relajarte, Van.

– Estoy bien -respondió ella, a pesar de que el ardor no había pasado-. Sólo es estrés y tal vez un poco de indigestión.

– Eso es lo que vamos a descubrir ahora mismo. Quiero que me digas si te hago daño -dijo, mientras se sentaba a su lado. Muy suavemente, le apretó la parte inferior del abdomen-. ¿Te han operado de apendicitis?

– No.

– ¿Alguna otra cirugía abdominal?

– No.

Brady la miró fijamente a los ojos mientras proseguía con el examen. Cuando apretó justamente debajo del esternón, vio que el dolor se dibujaba en los ojos de Vanessa antes de que ella gritara. Aunque tenía un gesto serio en el rostro, le tomó la mano suavemente.

– ¿Cuánto tiempo hace que sientes dolor?

– Todo el mundo siente dolor -replicó ella. Se sentía avergonzada de haber gritado.

– Contesta a mi pregunta.

– No lo sé.

– ¿Cómo te sientes ahora?

– Bien, sólo quiero…

– No me mientas. ¿Tienes sensación de ardor?

– Un poco -admitió, al ver que no le quedaba elección.

– ¿Te ha ocurrido esto antes, después de haber tomado alcohol?

– En realidad ya no bebo.

– ¿Porque es esto lo que te ocurre?

Vanessa cerró los ojos. ¿Por qué no la dejaba en paz?

– Supongo que sí.

– ¿Sientes algo que te corroe por dentro, justo aquí, debajo del esternón?

– A veces.

– ¿Y en el estómago?

– Supongo que es una molestia algo más fuerte.

– Como cuando tienes hambre, aunque mucho más agudo.

– Sí, pero se pasa.

– ¿Qué te estás tomando para el dolor?

– Medicamentos que puedo comprar sin receta. Mira, Brady, veo que convertirte en médico se te ha subido a la cabeza. Estás creando una enfermedad a partir de nada. Me tomaré un par de antiácidos y me pondré bien.

– La úlcera no se trata con antiácidos.

– Yo no tengo úlcera. Eso es ridículo. No vomito nunca.

– Escúchame. Vas a ir al hospital para hacerte unas pruebas y también vas a hacer lo que yo te diga.

– No pienso ir al hospital -replicó ella. Aquella idea le hacía recordar el horror de los últimos días de su padre-.Tú no eres mi médico. Ahora, déjame marchar.

– Vas a quedarte aquí. Y quiero decir aquí mismo.

Vanessa obedeció, aunque sólo porque no estaba segura de poder ponerse de pie. Se preguntó por qué había tenido que ocurrirle allí. Había tenido ataques tan virulentos como aquél, pero siempre había estado sola. Siempre había podido superarlos y los superaría también en aquella ocasión. Justo cuando estaba levantándose de la cama, Brady regresó con su padre.

– ¿A qué se debe todo esto? -preguntó Ham.

– Brady está exagerando -respondió ella con una sonrisa. Se habría levantado si Brady no se lo hubiera impedido.

– El dolor la hizo doblarse en dos cuando salimos a dar un paseo. Tiene ardor y sensación de dolor agudo bajo el esternón.

Ham se sentó en la cama y empezó a examinarla suavemente. Le hizo más o menos las mismas preguntas que Brady. A medida que ella iba respondiendo, la expresión de su rostro se iba haciendo cada vez más severa.

– ¿Qué está haciendo una chica tan joven como tú con una úlcera? -le preguntó por fin.

– Yo no tengo úlcera.

– Pues dos médicos te están diciendo todo lo contrario. Creo que tu diagnóstico es acertado, Brady.

– Los dos os equivocáis -insistió ella. Trató de ponerse de pie, pero Ham se lo impidió. Con suavidad, la hizo recostarse contra la almohada.

– Por supuesto, confirmaremos este diagnóstico con radiografías y pruebas -dijo Ham.

– No pienso ir al hospital -afirmó ella-. Las úlceras las tienen los corredores de bolsa de Wall Street y los presidentes de empresas. Yo no me preocupo compulsivamente ni siento que la tensión rige mi vida.

– Yo te diré lo que eres -dijo Brady-. Eres una mujer que no se ha preocupado de cuidarse y que es demasiado testaruda para admitirlo. Te aseguro que vas a ir al hospital aunque tenga que llevarte atada.

– Tranquilo, doctor Tucker -le recomendó su padre-. Van, ¿has vomitado o has escupido sangre?

– No, claro que no. Sólo es un poco de estrés y puede que un exceso de trabajo…

– Y una úlcera -le aseguró él con firmeza-, pero creo que se podrá tratar con medicación si insistes en no ir al hospital.

– Claro que insisto. Además, no creo que necesite medicación ni dos médicos encima de mí.

– Pues es la medicación o el hospital, señorita -comentó Ham-. Acuérdate que he sido yo el que te ha tratado de casi todas tus enfermedades, hasta de la erupción que te produjeron los pañales. Creo que la medicación podría ayudarla -le dijo a Brady-, mientras se mantenga alejada de comidas picantes y el alcohol mientras dure el tratamiento.

– Yo preferiría que se hiciera las pruebas.

– Y yo también -afirmó Ham-, pero, a menos que la sedemos con morfina y la llevemos a rastras, creo que nos será más fácil tratarla de este modo.

– Déjame pensar en lo de la morfina -gruñó Brady, lo que hizo que su padre soltara una carcajada.

– Te voy a extender una receta -le informó Ham a Vanessa-.Ve por ella esta misma noche. Tienes veinte minutos antes de que cierre la farmacia de Boonsboro.

– No estoy enferma -insistió ella.

– Mira, hazlo por tu futuro padrastro -replicó Ham-. Brady, tengo mi maletín abajo. ¿Por qué no vienes conmigo?

En el exterior de la habitación, Ham agarró a su hijo por el brazo y lo llevó hasta la escalera.

– Si la medicación no soluciona el problema en tres o cuatro días, la presionaremos para que vaya a hacerse esas pruebas. Mientras tanto, creo que cuanto menos nerviosa la pongamos, mejor.

– Quiero saber lo que ha provocado esa úlcera -dijo él, con furia.

– Yo también. Estoy seguro de que ella hablará contigo, pero no le metas demasiada prisa. En ese aspecto, se parece mucho a su madre. Si te acercas demasiado, se cierra en banda. ¿Estás enamorado de ella? -le preguntó a su hijo.

– No lo sé, pero esta vez no voy a permitir que se marche hasta que no lo haya averiguado.

– Sólo espero que recuerdes que cuando un hombre se aferra con demasiada fuerza a algo, esto termina escapándosele entre los dedos -afirmó. Entonces, apretó con fuerza el hombro de su hijo-.Voy a extender esa receta.

Cuando Brady regresó al dormitorio, Vanessa estaba sentada en el borde de la cama, avergonzada, humillada y furiosa.

– Venga -dijo él-. Podemos llegar a la farmacia antes de que cierre.

– No quiero tus malditas pastillas.

– ¿Quieres que te saque de aquí en brazos o prefieres ir andando? -le preguntó él, muy tranquilo.

– Iré andando, muchas gracias -contestó ella, tras una pequeña pausa.

– Muy bien. Bajaremos por las escaleras de atrás.

Vanessa no quería agradecerle que le librara de las explicaciones y de la compasión de los demás. Empezó a andar con la barbilla muy alta y los hombros cuadrados. Brady tampoco dijo nada hasta que no cerró de un fuerte golpe la puerta del coche.

– Alguien debería hacerte entrar en razón.

– Déjame en paz, Brady.

Brady no contestó. Se dirigió en silencio hacia la carretera principal. Cuando metió la quinta marcha del coche, se sintió más tranquilo.

– ¿Sigues sintiendo dolor?

– No.

– No me mientas, Van. Si no puedes pensar en mí como amigo, piensa en mí como médico.

– Todavía no he visto tú título.

– Te prometo que te lo mostraré mañana mismo -replicó él. Aminoró la marcha cuando llegaron al pueblo de al lado. No volvió a hablar hasta que no llegaron a la farmacia-.Tú puedes esperar en el coche. No tardaré mucho.

Vanessa permaneció sentada en el coche mientras Brady se dirigía hacia la farmacia. Una úlcera. No era posible. No era una persona adicta a su trabajo, ni tenía miles de preocupaciones. Sin embargo, al tiempo que lo negaba, el dolor la corroía por dentro, como si estuviera burlándose de ella.

Sólo deseaba marcharse a casa y poder tumbarse, descansar hasta que el sueño la hiciera olvidarse del dolor. Todo habría desaparecido al día siguiente… ¿Acaso no llevaba meses y meses diciéndose lo mismo?

Cuando Brady regresó, le colocó la pequeña bolsa blanca sobre el regazo y arrancó el coche. No pronunció palabra alguna, lo que permitió que Vanessa se recostara en el asiento y cerrara los ojos.

Aquel silencio le dio tiempo a Brady para pensar. No servía de nada recriminarle su actitud a voces ni enfadarse con ella por estar enferma. Sin embargo, le dolía y le molestaba que ella no confiara lo suficiente en él cuando le decía que estaba enferma y que necesitaba ayuda. Él le iba a proporcionar esa ayuda, tanto si la quería como si no. Como médico, haría lo mismo por cualquiera. ¿Cuánto más estaba dispuesto a hacer por la única mujer que había amado en toda su vida?

«Había amado», se recordó. En este caso, el tiempo verbal pasado era vital. Como una vez la había amado con toda la pasión y la pureza de la juventud, no permitiría que ella pasara por aquella enfermedad sola.

Aparcó delante de su casa y salió del coche para abrirle la puerta. Vanessa salió y comenzó el discurso que tan cuidadosamente había planeado durante el trayecto.

– Siento haberme comportado como una niña y haber sido tan desagradecida. Sé que tu padre y tú sólo queréis ayudarme. Tomaré esta medicación.

– Eso espero -replicó él. Entonces, la agarró del brazo.

– No tienes que entrar.

– Voy a hacerlo. Pienso ver cómo te tomas la primera dosis y luego te voy a meter en la cama.

– Brady, no soy ninguna inválida.

– Ya lo sé y, si depende de mí, no lo serás nunca.

Brady abrió la puerta de la casa, que nunca estaba cerrada con llave, y la llevó directamente arriba. Allí, le llenó un vaso de agua en el cuarto de baño y se lo dio a Vanessa. A continuación, abrió el frasco de las pastillas y sacó una.

– Traga.

Vanessa tardó un momento en abrir la boca. Después, obedeció.

– ¿Vas a cobrarme la visita como médico?

– La primera es gratuita, por los viejos tiempos -contestó, mientras la hacía entrar en su dormitorio-. Ahora, desnúdate.

– ¿No se supone que debes llevar una bata blanca o un estetoscopio al cuello cuando dices eso?

Brady no se molestó en responder. Abrió un cajón de la cómoda y estuvo rebuscando en su interior hasta que encontró un camisón. Después de tirarlo sobre la cama, hizo que Vanessa se diera la vuelta y empezó a bajarle la cremallera.

– Te aseguro que, cuando te desnude por razones personales, lo sabrás perfectamente.

– No me vengas con ésas -replicó ella. Atónita, se agarro el vestido antes de que éste le bajara más allá de la cintura.

– Puedo controlar perfectamente mi apetito animal pensando en tu estómago -le aseguró Brady mientras e metía el camisón por la cabeza.

– Eso es asqueroso

– Efectivamente -afirmó él. Le bajó el vestido a tirones. El camisón ocupó rápidamente su lugar-. ¿Medias?

Sin saber si debía sentirse furiosa o avergonzada, Vanessa se quitó las medias. Brady apretó los dientes. Ni siquiera montones de horas de clase de anatomía podrían haberlo preparado para ver cómo Vanessa se quitaba lentamente las delicadas medias. Se recordó que era médico. Trató de recitar la primera línea del juramento hipocrático.

– Ahora, métete en la cama -le ordenó. Apartó el edredón y luego la tapó suavemente cuando ella se metió. De repente, le volvió a parecer que Vanessa tenía dieciséis años. Se aferró a su profesionalidad y dejó el frasco de pastillas sobre la mesa de noche.

– Quiero que sigas las indicaciones.

– Sé leer.

– No bebas alcohol -dijo Brady. No hacía más que repetirse que él era médico y que Vanessa era su paciente-. Ya no se utilizan las dietas blandas, sino más bien el sentido común. No tomes comidas picantes. Vas a notar alivio muy rápidamente. Seguramente, ni siquiera te acordarás que tienes una úlcera dentro de varios días.

– Ni siquiera la tengo ahora.

– Vanessa, venga… -susurró él. Entonces, le apartó suavemente el cabello del rostro-. ¿Necesitas algo más?

– No -contestó ella. Antes de que Brady pudiera apartar la mano, se la agarró-. ¿Puedes…? ¿Tienes que marcharte?

– Durante un rato, no -respondió. Le besó suavemente los dedos.

– Cuando éramos adolescentes, no podía dejar que subieras aquí -comentó ella.

– No. ¿Te acuerdas de la noche que entré por la ventana?

– Nos sentamos en el suelo y estuvimos hablando hasta las cuatro de la mañana. Si mi padre lo hubiera sabido, te habría…

– Ahora no es momento de preocuparse de eso.

– No se trata de preocuparse, sino de preguntarse. Yo te amaba, Brady. Todo era inocente y dulce. ¿Por qué tuvo que estropearlo todo?

– El destino te guardaba grandes cosas, Van. El lo sabía. Yo estaba en medio.

– ¿Me habrías pedido que me quedara? Si hubieras sabido que mi padre iba a llevarme a Europa, ¿me habrías pedido que me quedara? -quiso saber. Nunca había pensado en preguntárselo, pero siempre había deseado saber la respuesta de aquella pregunta.

– Sí. Yo tenía dieciocho años y era egoísta. Si te hubieras quedado, no serías lo que eres ahora. Ni yo sería lo que soy.

– No me has preguntado si me habría quedado.

– Sé que lo habrías hecho.

– Supongo que sólo se ama con esa intensidad una vez en la vida -suspiró ella-. Tal vez lo mejor sea que ocurra y pase cuando uno es joven.

– Tal vez…

– Yo soñaba que tú venías y me llevabas contigo -confesó, tras cerrar los ojos-, especialmente antes de una actuación, cuando estaba muy nerviosa y lo odiaba.

– ¿Qué era lo que odiabas?

– Las luces, la gente, el escenario… Deseaba tanto que tú vinieras por mí para poder marcharnos juntos… Entonces, comprendía que no ibas a hacerlo y dejaba de desearlo… Estoy muy cansada.

– Duérmete -susurró Brady. Volvió a besarle los dedos.

– Estoy cansada de estar sola -murmuró, antes de quedarse dormida.

Brady permaneció allí sentado, observándola, tratando de distinguir los sentimientos del pasado de los que sentía en el presente. Comprendió que aquél era precisamente el problema. Cuanto más estaba con ella, más se diluía la frontera entre pasado y presente.

Sólo había una cosa que resultaba evidente. Jamás había dejado de amarla.

Después de besarle dulcemente los labios, apagó la luz y dejó que Vanessa descansara.

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