Capítulo 6

Charlotte permaneció de pie, con los brazos en jarras, y observó a Roman con cautela. Él se sentía como una mierda, y suponía que realmente lo era, teniendo en cuenta todo lo que había ocurrido entre ellos desde su regreso e incluido el hecho de que acababa de entrar a la fuerza en su apartamento.

Tras marcharse del baile había estado merodeando frente al edificio de Charlotte un buen rato. Cuanto más tardaba ella en llegar, más se le desbocaba la imaginación, hasta que se había visto obligado a reconocer que, cuando se trataba de Charlotte, no controlaba sus sentimientos. El hecho de que llegase por fin, y sola, no lo había tranquilizado. Aunque Rick hubiera respetado los límites fraternales, Charlotte no pertenecía a Roman en absoluto.

Por muy posesivo que se sintiera, tenía que dejarlo estar. El rato que había pasado esa noche, caminando arriba y abajo, le había brindado la oportunidad de pensar, y Roman sabía exactamente qué tenía que decirle a Charlotte. El problema era que no sabía por dónde empezar.

– Es muy raro que estés tan callado, teniendo en cuenta que acabas de entrar a la fuerza en mi apartamento -declaró ella finalmente.

– No he entrado a la fuerza…

– Yo no te he abierto la puerta, así que ¿cómo lo llamas a irrumpir por la ventana?

– Hacer una visita. -Se quedó callado y se pasó una mano por el pelo-. Está claro que no estás de humor para hablar conmigo así que ¿qué te parece si me escuchas?

Charlotte se encogió de hombros.

– Estás aquí. Cuanto antes hables, antes te marcharás.

Ahora que había entrado en el santuario, lo último que quería era marcharse. El apartamento era coqueto y femenino, como Charlotte. Se fijó en las paredes blancas, los ribetes amarillos, la tapicería floreada, y aunque se suponía que debería sentirse fuera de lugar rodeado de tanta feminidad, se sintió en cambio intrigado y excitado. El periodista que había en él quería profundizar, saber más. El hombre que era se limitaba a desearla.

Verla con aquel exiguo vestido sin mangas hizo que sus venas bombearan más adrenalina. Aunque era obvio que era cómodo e informal, resultaba sumamente sensual. El blanco inmaculado de la tela contrastaba con su cabello negro y desgreñado. A pesar de ser un color que simboliza la inocencia, la envoltura blanca conjuraba pensamientos que no tenían nada de puro.

Pero no estaba allí para embarcarse en la danza sensual que tan bien conocían, sino para explicar sus sentimientos, algo que Roman Chandler nunca había hecho, por lo menos no con una mujer. Pero Charlotte no era una mujer más. Nunca lo había sido.

Y merecía saber que su marcha atrás no tenía nada que ver con sus sentimientos y sí con sus diferencias; y con el hecho de que él respetaba las necesidades de ella.

– Tengo que aclarar varias cosas.

– ¿Qué cosas?

– Hablaste de la necesidad de apartarme de tus pensamientos y viceversa.

Charlotte abrió los ojos como platos mientras su vulnerabilidad resultaba tan obvia como la tensión sexual que bullía entre ellos.

– Creo recordar que rechazaste la oferta. Me apartaste. Luego, me ignoraste en público, y ahora vuelves, invadiendo mi espacio privado con ganas de hablar. Te intereso, no te intereso y te vuelvo a interesar. -Charlotte movía las manos con rapidez siguiendo sus palabras como ráfagas y caminando arriba y abajo por delante de él-. ¿Acaso tengo cara de juguete que se coge o se tira según el momento?

Su pregunta confirmó el comentario de Rick y los temores de Roman: que estaba hiriendo sus sentimientos transmitiéndole mensajes contradictorios, y por eso mismo le debía una explicación. Pero ella todavía no le había dado la oportunidad de explicarse.

– O a lo mejor eso es lo que te gusta: la caza. Lo prohibido. Quizá seas uno de esos hombres que no quieren las cosas que les resultan demasiado fáciles. -Negó con la cabeza-. Y no cabe duda de que yo te lo he puesto fácil. -Se sonrojó al recordar lo ocurrido entre ellos en el probador de la tienda.

Él la sujetó por la muñeca en una de sus pasadas y no la soltó hasta que lo miró fijamente con sus ojos verdes.

– ¿Crees que no te deseo? -masculló.

– No me has dado ninguna prueba que demuestre lo contrario.

Sus palabras equivalían a un desafío que despertaba sus instintos más primarios. Apartando sus buenas intenciones, Charlotte lo había llevado al límite y le había hecho cruzarlo. Roman dio un paso hacia adelante y la colocó de espaldas a la pared hasta que sus cuerpos estuvieron alineados. Era imposible que ella no advirtiera el deseo de él, igual que Roman no podía ignorar sus pezones erectos, duros contra su pecho. Sin esperar respuesta, inclinó la cabeza para darle un beso, un beso en el que juntaron las lenguas como si se batieran en un duelo, tan erótico como deseado por ambos.

Para interrumpir ese momento Roman hizo acopio de toda su determinación y levantó la cabeza.

– ¿Qué te parece esto como prueba? -preguntó, respirando todavía con dificultad.

Ella inhaló con fuerza antes de apartarse.

– De acuerdo, Roman. Se acabaron los juegos.

Lo que menos quería era jugar con sus sentimientos pero, cada vez que estaba cerca de ella, sus sentimientos se descontrolaban y le hacían comportarse al contrario de lo que le dictaba el sentido común.

– ¿Qué quieres de mí? -Se frotó los brazos con las manos, como si quisiera proporcionarse calor y bienestar.

– Lo que quiero y lo que puedo tomar son dos cosas distintas -respondió él llegando al final quid de la cuestión-. No voy a quedarme en el pueblo -declaró en voz más baja, diciendo la verdad que sabía que lo apartaría de ella. Por mucho que le doliera hacerlo.

– Lo sé. -Charlotte se mordió el labio inferior manteniéndolo un momento entre los dientes-. Ojalá mi padre hubiera sido tan sincero con mi madre.

Ese comentario pilló a Roman desprevenido. Sólo sabía lo mismo que el resto del pueblo, que Russell Bronson había salido precipitadamente de Yorkshire Falls y abandonado a su esposa e hija pequeña. Regresaba a intervalos irregulares, se quedaba unos días y luego volvía a marcharse. Roman también sabía que ese abandono hacía mucho daño a ambas mujeres. Algo que él ni quería ni pensaba hacer.

Estiró la mano y le tocó la mejilla.

– No es lo mismo.

– Eso es porque yo sabría que no existe ningún tipo de compromiso duradero. De lo contrario, sería exactamente igual.

Habló con voz ronca y llena de emotividad, por lo que sus palabras le llegaron a Roman a lo más hondo. Hacía mucho tiempo que alguien o algo no tocaban esa fibra tan sensible en su interior. No desde la muerte de su padre y los primeros años de dolor de su madre, y Roman se rebeló de forma instintiva contra los sentimientos que se agolpaban en su interior.

Por desgracia, la fibra, una vez tocada, vibró cada vez con mayor intensidad. Y no le gustaba ser colocado en la misma categoría a la que pertenecía el padre temporal y marido errante del pueblo, el hombre que tanto había herido a Charlotte.

– Nunca dejaría de hacer honor a mis compromisos de ese modo. -Pero mientras Roman pronunciaba esas palabras, se dio cuenta de que eso era exactamente lo que había pensado hacer. Casarse, dejar embarazada a su esposa y largarse. Exactamente lo que el padre de Charlotte le había hecho a su madre. Roman había estado demasiado ensimismado por el cambio de vida que le esperaba para plantearse lo que sus acciones supondrían o podrían suponer para la mujer en cuestión.

Negó con la cabeza, asqueado. Aunque sus motivos fueran desinteresados, por el bien de su madre y no del suyo, sus actos estaban de todos modos destinados a herir a otra persona. Reprimió una imprecación. Visto con los ojos de Charlotte, a través del prisma de su pasado, sus planes eran vergonzosos.

Pero la obligación familiar y la necesidad de su madre perduraban. A Roman sólo le cabía esperar que su plan, tan egoísta como ahora se daba cuenta que era, fuera aceptado por una mujer que no temiera el abandono, que comprendiera cómo tenían que ser las cosas, y que quisiera tener hijos, pero no necesariamente el entorno familiar típico. Charlotte no lo entendería ni aceptaría. Otra mujer quizá sí. Pero si Roman no se quitaba a Charlotte de la cabeza lo antes posible, la promesa realizada a sus hermanos corría peligro.

– Ya sé que no te vas a quedar -dijo ella-. Lo supe cuando… me acerqué a ti. Pero apartarte de mi mente…, eso no tiene nada que ver con el largo plazo. Yo no quería ningún compromiso por tu parte. No te pido eso.

– Pero acabarías resentida. No es propio de ti conformarte con menos y yo no puedo darte más. No soy el tipo de hombre que necesitas. El que se quedaría aquí para siempre. -Negó con la cabeza-. Sería una tontería que nos liáramos. Y doloroso. -Para ambos-. Por mucho que deseemos lo contrario.

Ella inclinó la cabeza y apoyó la mejilla en la palma de la mano de él.

– Sé que no lo harías. Me refiero a no hacer honor a tus compromisos. Los Chandler sois demasiado honestos.

«Si ella supiera», pensó Roman. Charlotte no debía enterarse por nada del mundo del a cara o cruz y el dichoso trato.

– Sí, somos los ciudadanos más honrados del pueblo -declaró con ironía.

– Por eso estás aquí, dándome explicaciones de por qué me rechazaste. Es más de lo que yo hice por ti en el pasado -reconoció Charlotte con voz queda-. Eres un gran hombre, Roman, mejor de lo que creía.

– No cometas el error de imaginarme como un buen chico -le advirtió él.

Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró por entre sus espesas pestañas.

– No diría que eres un ángel, pero te preocupas por mí. Y te lo agradezco aunque no me guste lo que oigo. -En sus labios se dibujó una sonrisa llena de tristeza.

– Yo tampoco puedo decir que me guste. -Nada de todo aquello. A pesar de sus palabras de advertencia y protesta, Roman anhelaba sobremanera besar aquellos labios una última vez. El último adiós.

Charlotte debió de leerle el pensamiento, porque se puso de puntillas al mismo tiempo que él hacía descender su boca hacia la de ella. Pero un simple beso no bastaba para satisfacer su deseo, y le sujetó la cabeza entre las manos para acceder mejor al interior de su húmeda boca.

Se suponía que era un beso de despedida, lo suficientemente intenso y apasionado como para ser recordado toda la vida. Deslizó las manos hasta la cintura de ella y empezó a arremangarle el vestido, subiendo el fino algodón centímetro a centímetro hasta que por fin palpó la piel desnuda de su diafragma.

Se aferró a su carne suave y cálida y, mientras ella dejaba escapar un débil gemido, a Roman el corazón le latía cada vez más fuerte.

Y de repente lo supo: no podía decirle adiós ni tampoco elegir a otra mujer como esposa y como madre de sus hijos. Antes de procesar ese pensamiento, alguien llamó a la puerta con fuerza y los sobresaltó a los dos.

Charlotte dio un respingo y volvió a la realidad debido a los golpes incesantes.

Roman dejó escapar un gemido de frustración.

– Dime que no esperas a nadie.

– No espero a nadie. -Desvió los ojos, incapaz de mirarlo a la cara-. Tampoco te esperaba a ti, y nadie se presentaría a estas horas sin previo aviso.

– Bien. -No estaba de humor para tratar con otros seres humanos-. Lárgate -gritó, y ella le dio un codazo en las costillas.

– He dicho que no esperaba a nadie, pero a lo mejor es algo importante.

Roman la soltó, conmocionado todavía por la conclusión a la que había llegado después del beso.

– Abre, Roman. Es la policía. -Oyeron la voz de Rick.

A pesar del ensombrecimiento que se había apoderado de ellos, Charlotte no consiguió contener la risa; a Roman no le hizo gracia. Rick era la última persona a quien quería ver. Sobre todo cuando el mero hecho de pensar en su hermano y Charlotte seguía poniéndole de mal humor.

Mientras se dirigía a la puerta, Charlotte se alisó el vestido arrugado e intentó peinarse con mano temblorosa. Era imposible ocultar lo que habían estado haciendo.

Tampoco es que él quisiera disimularlo. Los labios despintados y besuqueados de Charlotte la delataban, y a Roman eso le encantaba.

Vaya con las buenas intenciones. Había irrumpido en su apartamento para disculparse por transmitir mensajes contradictorios. Había querido ir allí a despedirse y poner fin a toda ilusión que cualquiera de ellos pudiera albergar por el otro. Pero con Charlotte nunca podía darse nada por terminado o definitivo, por mucho que él lo intentara.

Lo vio claro de repente y esa idea lo pilló desprevenido. El adiós no era posible. No con Charlotte. No podía apartarse de aquella mujer y recurrir a otra, independientemente de sus motivos.

Negó con la cabeza sabiendo que acababa de tener una revelación. Sabiendo que para ella sería una conmoción tan grande como para él. En vez de liberarse para ir a la caza de esposa, Roman ya tenía a su candidata. Una mujer que no quería ser la esposa que se queda en casa de un marido lejano y trotamundos. Tendrían que llegar a un acuerdo. Pero eso no le parecía mal. Hasta los planes mejor trazados solían cambiar a lo largo del camino. Y por Charlotte él cambiaría lo que hiciera falta. No le quedaba elección.

Sin embargo, antes tenía que convencerla de que se dieran una oportunidad después de su discurso sobre marcharse. Dejó escapar un gemido. Roman sabía que ella no le cerraría la puerta en las narices. Si tenía ocasión, se acostaría con él con la intención de olvidarlo. Y mientras tanto, Charlotte intentaría convencerse de que podría dejarlo cuando así lo decidiera.

A Roman no le quedaba más opción que convencerla de que se equivocaba. Tendría que llevarla en esa dirección lentamente, eso sí lo veía claro. Pero esta vez no había vuelta atrás.

El estómago se le había revuelto por las conclusiones a las que había llegado, pero a pesar de los pesares, era lo correcto. Rotó los hombros para reducir la tensión; sin embargo, antes de que pudiera seguir pensando en opciones, Charlotte había dejado entrar a Rick. Chase iba pisándole los talones.

Roman se preguntó qué ocurriría para que sus dos hermanos fueran al apartamento de ella.

– ¿Beth está bien? -Charlotte miró fijamente a Rick, obviamente preocupada por su amiga.

– Está bien. La dejé cuando recibí una llamada urgente, pero estaba bien.

– Entonces ¿qué sucede? -Miró a Rick con cautela-. Roman no necesita acompañante, así que ¿a qué se debe esta visita?

Roman también quería una respuesta.

– Sentémonos -indicó Rick.

– No -farfulló Roman, pues no quería prolongar su visita.

– Es el ladrón, ¿verdad? -preguntó Charlotte alzando la voz-. ¿Ha vuelto a actuar?

– Es lista -afirmó Rick-. ¿Sabías que era lista, Roman?

– Una sabihondilla -rió Charlotte.

Roman puso los ojos en blanco, se dio la vuelta y se dirigió hacia la sala de estar. Al parecer, estaba a punto de tomar asiento junto a su hermano policía, su otro hermano y Charlotte, que no era ni su amante ni su ex amante… sino su futura esposa. En esos momentos no le apetecía plantearse qué haría si ella lo rechazaba. A Roman empezó a subirle la adrenalina mientras en su fuero interno luchaba por vencer los nervios que sentía al pensar que ella pudiera rechazarlo. Sólo era capaz de imaginar la reacción de ella, pero de ninguna manera podía contarle sus planes. Todavía no. No hasta que la hiciera suya de un modo al que ella no pudiera negarse.

Se acomodó en el sofá mullido y floreado.

– Bueno, ¿qué ocurre? -preguntó Roman cuando estuvieron todos sentados.

– Charlotte tiene razón. Ha habido otro robo. -Rick fue el primero en romper el silencio.

– Y voy a hacerlo público por la mañana -informó Chase.

Roman asintió. Sabía que su hermano mayor no podía mantener en secreto otro robo. Lo había hecho por respeto a la policía y su necesidad de investigar sin que se supiera.

Charlotte se inclinó hacia adelante.

– Por favor, dime que no han robado exactamente la misma marca.

Rick asintió.

– Jack Whitehall tampoco está muy emocionado por la elección.

– ¿Las de Frieda? -Charlotte se llevó las manos a la cabeza y gimió-. Hacía muy poco que las había terminado. Se las enviamos a su casa hace sólo unos días.

Roman siguió el hilo del comentario de Rick.

– ¿Por qué se ha enfadado Whitehall, aparte de porque hayan entrado a robar en su casa? ¿Qué más le da al viejo la marca que hayan robado?

– Bueno, que Jack sepa, su mujer es partidaria de las prendas sencillas de color blanco -repuso Rick.

– Las de Frieda eran blancas -informó Charlotte, saliendo en defensa de su clienta.

– Blancas y sexys -aclaró Chase-. Los hemos dejado discutiendo para quién pensaba ponerse esas bragas.

– Las compró para darle una sorpresa a su marido en su septuagésimo cumpleaños -murmuró Charlotte-. Hay que ver, los hombres son capaces de llegar a todo tipo de conclusiones erróneas.

– Eh, no te metas con nosotros, nena -dijo Roman, y ella le dio un codazo en el costado que le hizo soltar un gemido. Por lo menos el dolor le hizo centrarse en algo que no fuera el deseo. Y cuando el dolor menguó, Roman volvió a dedicarse a observar el entorno para distraerse de la seductora fragancia a la que olía Charlotte. Pasó la mano por un libro satinado de gran formato que había visto tiempos mejores.

– O sea que ha habido tres robos en total… -dijo Charlotte.

– Cinco.

El número llamó la atención de Roman.

– ¿Cinco? -preguntaron él y Charlotte a la vez.

– Esta noche se han producido tres. Mientras el pueblo entero estaba en el baile de San Patricio, algún tío se dedicaba a robar bragas.

– ¿Quién es capaz de hacer una cosa tan…, tan… -Charlotte se levantó del asiento; al percibir su frustración, Roman no intentó detenerla-… tan infantil? Tan estúpida. Tan perversa. -preguntó.

Rick rió disimuladamente. Roman no tenía ganas de revivir su juventud delante de Charlotte.

– Bueno, podemos limitar la lista de sospechosos sabiendo a quién vimos todos en el baile.

– Hay un problema -apuntó Rick.

– ¿Cuál?

– Los horarios no concuerdan. El último robo se produjo a eso de las diez y media. Whitehall persiguió al tío por el jardín de su casa, pero éste fue muy hábil y consiguió llegar a la pequeña arboleda. Entonces a Whitehall le dio un ataque de asma y se desplomó.

– Mierda -farfulló Roman.

– Exacto. Sabemos que es alguien con mucho aguante. Y si entró en dos casas antes de las diez y media, en calles distintas y alejadas, eso es mucho tiempo. Es decir, que no sabemos nada. Yo me marché de la fiesta a eso de las diez menos cuarto, Chase no vino porque estaba trabajando y, según los testigos, tú, hermanito te marchaste alrededor de las nueve y cuarenta y ocho.

– Algo que Whitehall se aseguró de hacernos saber -intervino Chase.

Roman notó cierta desazón en su interior.

– ¿Por qué?

Charlotte dejó de caminar delante de la enorme butaca en la que estaba sentado Chase.

– Sí, ¿por qué?

Chase se pellizcó el puente de la nariz y Roman se dio cuenta de que se había metido en un lío.

– El viejo se ha acordado de cierta travesura que Roman hizo hace mucho tiempo.

– Mucho, mucho tiempo -puntualizó Roman.

– Cuando era infantil y estúpido -añadió Rick, repitiendo las palabras pronunciadas por Charlotte.

– Pero no perverso -añadió Chase con una sonrisa.

– La correría de las bragas -murmuró Charlotte-. Hace tanto tiempo que ya lo había olvidado.

– Ojalá lo hubiera olvidado todo el mundo. -Roman dedicó una mirada asesina a sus hermanos.

– De todos modos, ¿por qué iba Whitehall a desenterrar una vieja hazaña ahora? -inquirió Charlotte.

Roman se frotó los ojos con las manos.

– Porque las chicas se habían quedado a dormir en casa de Jeannette Barker, pero las bragas que robé eran…

– Que robaste y colgaste del retrovisor -añadió Rick con actitud servicial.

– … eran de Terrie Whitehall -terminó Chase-. Que ha llegado corriendo a casa de sus padres justo cuando nos íbamos.

Maldita sea, ¿cómo era posible que Roman hubiera olvidado todo aquello? Se había pasado un montón de rato hablando con la remilgada empleada de banco esa misma noche y ni por un momento se había acordado de que en una ocasión le había robado la ropa interior.

– ¿O sea que cuando Terrie se enteró de lo que le habían robado a su madre, supuso que yo debía de ser el culpable? -preguntó Roman negando con la cabeza en señal de incredulidad.

– No, sólo ha mencionado que te había visto salir corriendo del ayuntamiento. Por desgracia, no fue la única que te vio hacerlo. -Rick se puso en pie y se cruzó de brazos-. Jack Whitehall te ha señalado como posible sospechoso.

Roman no daba crédito a sus oídos.

– Es un viejo chocho…

– Estoy de acuerdo, pero cuando se formula una acusación, tengo que investigar. -Con su mejor actitud de agente de la ley, deslucida tan sólo por la media sonrisa de su rostro, Rick se dirigió a Roman y dijo-: ¿Te importaría decirme dónde has estado esta noche después de salir del ayuntamiento? ¿Y si alguien puede dar fe de tus movimientos?

Charlotte abrió la boca y la cerró en seguida. Chase se echó a reír.


Aquella noche había habido una sorpresa tras otra, pensó Charlotte mientras acompañaba a Rick y a Chase a la puerta. Como Roman permanecía detrás de ella, tenía el presentimiento de que todavía no habían acabado.

– Gracias por pasaros por aquí para informarme de que había habido otro robo -dijo Charlotte.

Rick se detuvo.

– Bromas aparte, hemos venido a advertirte. Ha habido cinco allanamientos de morada con robo con un solo vínculo: tú. No sólo vendes los artículos que roban, sino que son los que haces tú.

Roman arqueó las cejas sorprendido, pero no preguntó nada y se dispuso a asumir el mando.

– Por eso no voy a dejarla sola.

Charlotte negó con la cabeza y guardó silencio. Ya había previsto que a Roman le saldría la vena protectora, pero tenía pensado guardarse los argumentos por los que no debía quedarse para cuando estuvieran a solas.

Agradecía su consideración, pero era injustificada. El ladrón de bragas había entrado en las casas de las cuentas sin hacer daño a nadie. Iría con cuidado, pero creía estar a salvo. No podía permitir que se quedara a pasar la noche con ella. Teniendo en cuenta que cotillear era el pasatiempo preferido de la gente del pueblo, no tenía ninguna intención de que los vecinos lo vieran saliendo a hurtadillas por la puerta, o por la escalera de incendios, al amanecer.

– En casa estás segura -dijo Rick, mirando a Roman y proporcionándole a Charlotte una excusa si es que la quería-. Teniendo en cuenta que tienes vecinos a ambos lados, nadie sería tan idiota como para irrumpir aquí, pero te sugiero que mantengas esa ventana cerrada con llave. En estas circunstancias, mejor que no te arriesgues a invitar a entrar a un sinvergüenza.

Miró a Roman con el rabillo del ojo y consiguió contener la risa. Los dos sabían que él era el último sinvergüenza que había trepado hasta su ventana, pero Charlotte no veía motivos para dar más munición a sus hermanos.

Ya le estaban dando la lata lo suficiente, aunque eso sí, con cariño, algo que ella nunca había experimentado en la vida. Era hija única, y había madurado demasiado rápido después de que su padre las dejó, mientras que, a pesar de todo, los hermanos Chandler habían sido capaces de ir haciéndose mayores y conservar cierta faceta infantil. La rivalidad entre hermanos, las ganas de superarse unos a otros y el cariño eran tan obvios entre ellos que su compañía hacía que a Charlotte se le formara un nudo en la garganta. Ella no había experimentado ningún tipo de verdadera unidad familiar y ahora se daba cuenta de lo mucho que se había perdido.

Lanzó una mirada a la ventana abierta.

– Me ocuparé de ello, lo prometo.

– Estamos haciendo horas extras, pero no puedo prometerte nada hasta que pillemos al tipo, así que ojo.

Charlotte asintió una vez más.

Chase le colocó la mano en el hombro con gesto amistoso.

– En cuanto publique el artículo, tendrás a todo el pueblo pendiente de ti.

– Lo que me faltaba, que me controlen a mí y mi vida. -Dejó escapar un suspiro-. Espero que esto no perjudique el negocio. No puedo permitirme el lujo de que a la gente le dé miedo comprar mis artículos.

Rick negó con la cabeza.

– Yo creo que, como mucho, habrá un descenso en las ventas de la prenda en cuestión.

– Espero que estés en lo cierto. -Desde luego, no podía enfrentarse a un descenso generalizado de las ventas y seguir pagando el alquiler. Los ahorros de la época pasada en Nueva York no le durarían mucho más y justo ahora empezaba a recuperar la inversión inicial.

– Haremos que patrullen el barrio, ¿de acuerdo?

Charlotte asintió y por fin cerró la puerta detrás de Rick y Chase. Entonces se armó de valor y se volvió hacia Roman. Tenía un hombro apoyado en la pared, con postura sexy y expresión segura.

Si no le fallaba el instinto, Charlotte intuyó que entre ellos algo había cambiado. Una vez más.

– ¿Qué tiene de especial la ropa interior que están robando? -preguntó.

– Tú sabrás. Pudiste verla el otro día. -Tragó saliva-. En el probador.

El recuerdo oscureció sus ojos azules, que adoptaron un matiz tormentoso.

– ¿Las hiciste a mano?

Charlotte asintió. Él entrelazó su mano con la de ella y las yemas de sus dedos encallecidos causaron estragos en las terminaciones nerviosas de Charlotte, enviándole dardos de fuego incandescente por todo el cuerpo. Al final él le cogió ambas manos para vérselas mejor.

– No sabía que estuviera tratando con una artista.

Ella dejó escapar una risa nerviosa, desconcertada por el contacto y el deseo que siempre le inspiraba.

– Tampoco te pases.

– Querida, he visto esas bragas y te he visto con ellas. Ni mucho menos exagero. De hecho, entiendo por qué un hombre sería capaz de hacer cualquier cosa para conseguir unas. Sobre todo si tú las llevaras puestas. -Bajó la voz y adoptó un tono ronco y seductor.

Roman le giró la muñeca y le dio un beso estratégico, seguido de un mordisquito en un dedo. A Charlotte se le endurecieron los pezones al primer contacto, y cuando él repasó todos los dedos, un deseo ardiente embargó todo su cuerpo.

Charlotte se preguntó adónde querría ir a parar, por qué habría empezado a seducirla ahora en vez de despedirse. No comprendía aquel repentino cambio de estado de ánimo. No dudaba que el beso que se habían dado antes había sido una especie de despedida.

– ¿Sabes que esta noche no podía quitarte los ojos de encima? -Roman le lamió la cara interna de la muñeca y le sopló aire fresco en la piel húmeda.

Charlotte reprimió un gemido de placer.

– ¡Pues disimulas muy bien!

– Intentaba engañarnos a los dos. Incluso esta noche, cuando he irrumpido aquí con la idea equivocada de que podría alejarme de ti, intentaba engañarnos a los dos.

Se le formó un nudo en la garganta mientras lo escuchaba.

– Con los años he perfeccionado el arte de observar sin ser visto. Es necesario para mi trabajo. -Le recorrió el brazo con la boca, excitándola con el suave roce de sus labios-. Te estaba observando.

– Vaya. Entonces, decididamente me has engañado.

– Pero no creo que haya engañado a Terrie Whitehall -declaró al llegar a su hombro. Entonces se detuvo para acariciar la piel sensible del cuello de Charlotte.

Le flaqueaban las rodillas y Charlotte se apoyó en la pared.

– ¿Así que Terrie te ha acusado por celos?

– Eso parece -reconoció él, dejando su aliento cálido en la piel de Charlotte.

Roman apuntaló los brazos en la pared detrás de ella y la cubrió con su cuerpo duro y fibroso. Charlotte intentó respirar con tranquilidad mientras la erección de él, plena y dura, se situaba entre sus piernas. Intentó recordar de qué habían estado hablando, pero era incapaz de articular palabra.

– No puedo concentrarme -acertó a musitar.

– De eso se trata. -Introdujo los dedos en su pelo-. Deja que me quede esta noche, Charlotte. Déjame cuidarte.

Charlotte había imaginado que querría hacer de guardaespaldas.

– No es buena idea. -Por mucho que le hubiera gustado. Apoyó ambas manos en los hombros de él, pero en vez de apartarlo, saboreó el calor y la fuerza que transmitía su cuerpo contra el de ella.

– Entonces ¿por qué parece buena idea? -Roman echó las caderas hacia adelante, empujando su dureza contra el pubis de ella. Las oleadas de sensaciones cobraron vida. Charlotte cerró los párpados y disfrutó del momento.

– Parece buena idea porque el sexo no tiene nada de racional. Pero ahora soy racional. No puedes quedarte porque has venido a despedirte. Lo has dicho antes. -Recordó sus palabras con el dolor alojado en la garganta.

– Y entonces te he besado y me he dado cuenta de que no puedo marcharme de ninguna de las maneras.

– ¿Qué? -Una excitación y esperanza sin igual cobraron vida en el interior de Charlotte mientras procesaba sus palabras-. ¿Qué estás diciendo? -preguntó, porque quería estar segura.

– Siempre ha habido algo entre nosotros. Algo que no va a desaparecer. Si tienes las agallas de arriesgarte a ver adónde nos lleva, yo haré lo mismo. -La observó con su mirada azul.

El pulso empezó a desbocársele. La había pillado por sorpresa. Al parecer, él también estaba conmocionado. Ella comprendía el tira y afloja entre ellos igual de bien que Roman.

Pero a pesar de que la había pillado desprevenida, ya se había planteado esa posibilidad. Liarse con Roman no sólo era lo que quería sino lo que necesitaba. Porque dando rienda suelta al deseo que se había ido fraguando durante años, también le daba la oportunidad de que siguiera su curso.

Sin duda, Charlotte sabía que su corazón corría peligro. Se había alejado de él en el pasado y, aunque nunca lo había reconocido, ni siquiera a sí misma, lo había lamentado profundamente. Tenía que saber cómo era hacer el amor con Roman. Necesitaba tener ese buen recuerdo para poder pasar el resto de la vida sin él.

Pero le pondría fin. A diferencia de su madre, que vivía pendiente de la espera interminable, Charlotte sería fuerte y saldría de ésta con entereza.

– Di, ¿puedo quedarme? -insistió él con una sonrisa encantadora.

– ¿Porque crees que necesito protección de una amenaza inexistente o porque quieres estar conmigo?

– Los dos motivos me sirven.

– Puedo cuidarme yo sólita. Incluso Rick ha dicho que estaba a salvo. Con respecto a lo otro…, es demasiado pronto. -Charlotte no pensaba acostarse con él por mucho que su cuerpo protestara contra esa decisión.

Quería tiempo para asimilar sus intenciones. Saber que esta vez no volvería a cambiar de opinión. Pero sobre todo, quería conocerle mejor. Todo su ser. Necesitaba tiempo para entrar tanto en su cabeza como en su corazón. Porque cuando se marchara, tal como Charlotte sabía que pasaría, no tenía ninguna intención de esforzarse por olvidar. Estaba claro que no le olvidaría, aunque ella siguiera adelante con su vida.

Roman asintió a modo de aceptación de su respuesta. No quería forzarla, no cuando había hecho progresos y había conseguido traspasar sus barreras de precaución. Ella le reía las gracias, aceptaba sus cambios de actitud. Por ahora le bastaba.

Después de todos los mensajes contradictorios que le había enviado, no esperaba que le abriera el corazón y confiara en él de la noche a la mañana.

– ¿Qué te parece si duermo en el suelo y hago de guardaespaldas? -sugirió él en un último intento de compartir más tiempo con ella.

Ella negó con la cabeza y se echó a reír.

– Ninguno de los dos dormiría.

– Se da demasiada importancia al dormir. Podemos quedarnos despiertos hablando. -Por lo menos, así la tendría a su lado.

– Sabes perfectamente que no nos pondríamos a hablar. -Sus mejillas adoptaron un saludable tono rosado-. Y mis vecinos también lo sabrían.

A Roman los vecinos no le importaban, pero a Charlotte sí, y en un pueblo pequeño un negocio estaba ligado a la reputación. Se pasó la mano por el pelo en señal de frustración y se obligó a aceptar lo que ella le decía.

– ¿Me llamarás si me necesitas? ¿Si por casualidad crees que me necesitas?

Charlotte lo miró de hito en hito.

– Oh, te necesito, Roman. Pero no te llamaré para ese tipo de necesidad.

Roman suspiró con fuerza. Él también la necesitaba a ella. De una forma que iba más allá del deseo sexual. Como si le hubiera rodeado el corazón con una mano. Su única esperanza era que quisiera soltarlo cuando llegara el momento de seguir adelante.


Roman se despertó cuando los rayos del sol iluminaron su habitación de la infancia inundando su cuerpo de calor. Se había marchado del apartamento de Charlotte, pero ella había permanecido con él toda la noche, en sueños calientes y cautivadores que no llegaban a consumarse.

Cerró los ojos y se recostó en las almohadas, evocando todo lo que había observado la noche anterior. Mientras Charlotte y sus hermanos hablaban de los últimos robos, Roman había puesto en práctica su talento para escuchar una conversación y mirar todo lo que le rodeaba a la vez, y había descubierto los libros de gran formato y revistas situados en la mesa que tenía delante. En las portadas aparecían lugares lejanos y entornos glamurosos. Algunos del país, otros extranjeros, como castillos en Escocia, o exóticos, como el Pacífico Sur. Nada que no pudiera servir como tema de conversación, pensó Roman.

Mucha gente compraba libros de ese estilo para decorar. Pero pocas personas los leían hasta que estaban gastados, y menos todavía dejaban esos ejemplares sobados y con las esquinas dobladas a la vista. Charlotte sí.

Así pues, mientras observaba lo que le rodeaba había sido capaz de hacerse una idea, compuesta de contradicciones y tentaciones. Charlotte era femenina y sexy. No era de extrañar que le gustaran las flores. No obstante, pensó, vacilaba, no estaba convencida de su atractivo y le costaba atreverse con ciertas cosas, lo cual hacía que el negocio que había elegido resultara sorprendente. Igual que la ropa interior que tejía a mano. Aquellas prendas enseñaban más que ocultaban. No sólo dejaban al descubierto la piel que había bajo las bragas de encaje, sino a Charlotte y su mundo interior.

Los libros revelaban mucho más. Aunque le gustaba tener casa y hogar en Yorkshire Falls, a una parte de ella le intrigaba el extranjero y los lugares exóticos. La idea hizo que la adrenalina circulara a toda prisa por sus venas. Era más perfecta para él de lo que ella estaba dispuesta a aceptar.

«Charlotte», pensó. Lo cautivaba como nunca lo había cautivado ninguna otra mujer. Tenía que ganársela, convencerla de que estaban tan profundamente entrelazados que no tenían más remedio que intentar una vida en común. Sólo entonces podría cumplir con la obligación contraída con su familia y satisfacer el deseo de su madre de tener un nieto. Sólo entonces podría retomar su vida errante, ir a donde las noticias le llevaran y continuar concienciando al público sobre temas importantes. Y a lo mejor un día ella querría viajar con él.

– Oh, Dios mío. Roman, levántate ya -oyó la voz de su madre.

Vivir solo tenía sus ventajas, y cuando su madre irrumpió en su cuarto sin llamar, recordó de qué se trataba: intimidad.

Se incorporó en la cama y se destapó.

– Buenos días, mamá.

A su madre le brillaban los ojos por algo que había descubierto y despedían un toque de diversión que lo asustó sobremanera.

– Lee esto. -Se acercó a él blandiendo el Gazette ante su cara.

Roman tomó el periódico.

– BRAGAS BIRLADAS -leyó en voz alta.

– Bonito titular -observó ella-. A Chase siempre se le ha dado bien la lengua.

Roman alzó la vista hacia su madre y vio su expresión risueña.

– ¿No te preocupan los robos? -le preguntó.

– Rick lo tiene todo controlado. Igual que el inspector Ellis. Además, nadie ha resultado herido. Lee la última línea, Roman.

Antes de que pudiera obedecer, su madre le arrancó el periódico de las manos y leyó ella misma:

– «Por el momento, la policía carece de sospechosos, pero Jack Whitehall persiguió a un hombre de raza blanca por el jardín antes de que desapareciera en el bosque situado detrás de la casa. Aunque la policía todavía tiene que identificar a algún sospechoso, Jack Whitehall señaló que el regreso de Roman Chandler le parecía demasiada coincidencia. Según el señor Whitehall, Roman Chandler estuvo detrás de una travesura juvenil relacionada con el robo de ropa interior. Entonces no se presentó ninguna demanda, que se produjo hace más de diez años, y la policía no cree que exista relación entre los incidentes».

– Bonita noticia -farfulló Roman.

– ¿Tú qué opinas?

Roman puso los ojos en blanco.

– Por Dios, mamá, eso fue cuando iba al instituto. ¿Qué esperaba que dijera?

Pero Roman estaba enojado con su hermano. Aunque la acusación se atribuyera a Whitehall y la policía la negara, a Roman le costaba creer que Chase fuera capaz de publicar tamaña sandez.

– Pensaba que Chase sería lo bastante sensato como para no…

– Chase informa de los hechos, jovencito. No culpes a tu hermano de los actos pasados que te persiguen en el presente.

Hacía años que Roman no oía a su madre emplear ese tono admonitorio con uno de sus hijos. Teniendo en cuenta la voz suave que utilizaba desde que estaba enferma, el tono le sorprendió. Pero nunca había tolerado que un hermano estuviera enfadado con otro, y eso no cambiaba aunque no se sintiera bien. Creía que sus chicos tenían que ser uno. Estar unidos independientemente de las circunstancias.

La mayoría de las veces, Roman estaba de acuerdo con esa idea, pero no en esa ocasión. Sin embargo, no quería que su madre se preocupara porque él estuviera molesto con Chase.

– Siéntate. A tu corazón no le convienen las preocupaciones. -Dio una palmada en la cama.

Raina se sorprendió, pero se sentó lentamente en el extremo de la cama.

– Tienes razón. Sólo pensaba que tenías que estar preparado. Te han señalado como expoliador de bragas.

Roman no podía hacer nada aparte de fruncir el cejo y cruzarse de brazos.

– Lo único que no acierto a imaginar es la reacción que tendrán las mujeres.

Roman se preparó para lo que venía.

– ¿A qué te refieres?

Su madre se encogió de hombros.

– No sé si cuando te vean se te van a echar encima o van a correr en dirección contraria. Por la cuenta que te trae, más vale que sea un acicate para ellas. Espero que lo sea, o los nietos que quiero estarán incluso más lejos.

Roman renegó para sus adentros.

– ¿Qué te parece si te metes con Rick o con Chase?

Raina dio un golpe con el pie en el suelo de madera.

– Por desgracia, ahora tus hermanos no están aquí. -Tomó el artículo y pareció volver a releerlo-. ¿Sabes qué? Cuanto más lo pienso, más convencida estoy de que las mujeres de este pueblo se mantendrán alejadas de ti hasta que se retiren las acusaciones. Nadie quiere tener nada que ver con un delincuente convicto. Una buena chica no querría presentarles a sus padres ni siquiera a un posible sospechoso.

– Por Dios, mamá -volvió a decir.

– ¿No te había dicho que estas cosas te persiguen en la vida? Es igual que la nota de la selectividad o las notas del bachillerato. Determinan la universidad a la que vas. Pero ¿tú me hiciste caso? No. Tú siempre eres más listo que nadie. -Sin previo aviso, le atizó en el hombro con el periódico-. ¿No te dije que esto volvería a salir a la superficie algún día?

Intuyendo que su madre estaba a punto de sermonearlo, Roman gimió y se tapó la cabeza con las mantas. Era demasiado mayor para vivir con su madre y estaba demasiado cansado para oír sermones.

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