Roman recogió a Charlotte a la hora acordada. La llevó hasta las afueras del pueblo antes de aparcar en el arcén de la carretera y abrir la guantera para sacar un pañuelo de seda. Lo agitó delante de ella.
– ¿Para qué es? -Charlotte observó el pañuelo, intrigada.
– No quiero que veas la sorpresa antes de que esté preparada.
La embargó una gran expectación.
– Me encantan las sorpresas.
La carcajada de Roman la envolvió por completo dentro del pequeño coche de alquiler.
– ¿Me equivoco o detecto cierto tono de agradecimiento?
Se inclinó hacia ella y le tapó los ojos con el pañuelo. Charlotte sintió un escalofrío de emoción en las terminaciones nerviosas.
Se llevó las manos a la venda que le impedía ver y notó un cosquilleo en el estómago. En cuanto había perdido momentáneamente la vista, los otros sentidos se le habían aguzado. La respiración profunda y la fragancia masculina y embriagadora de Roman desencadenaron toda suerte de sensaciones trepidantes en su interior.
– Entonces ¿adónde vamos?
– Tendrías que haber sido más sutil. Si quisiera que lo supieras no necesitaría la venda, ¿no? -Puso el coche en marcha y Charlotte se desplazó hacia atrás cuando se reincorporaron al tráfico.
No sabría decir cuánto tiempo transcurrió mientras charlaban de forma amigable. Se llevaban bien, lo cual no resultaba sorprendente, como tampoco lo eran las cosas que tenían en común: la pasión por la historia y los parajes extranjeros, muchos de los cuales Roman le describió con un nivel de detalle propio de un observador muy atento. Charlotte envidiaba sus viajes mucho más de lo que era capaz de admitir en voz alta.
– Cuando estuve en tu apartamento me fijé en los libros que había en la mesa. -No era un cambio de tema sorprendente después de haber escuchado las anécdotas y descripciones que había compartido.
– Mucha gente tiene esos libros -repuso Charlotte; pues todavía no estaba preparada para desnudar su alma.
– Eso creí, pero al mirarlos de cerca me di cuenta de que estaban desgastados y más que leídos.
Maldita sea. Observaba y analizaba todo hasta llegar a la conclusión correcta.
– Tal vez te parezca superficial, pero me gustan los libros ilustrados.
– Me pareces muchas cosas -le colocó la mano en la rodilla, y el calor de la palma le atravesó los finos pantalones elásticos de algodón-, pero no superficial. Creo que albergas el deseo secreto de viajar.
– Menuda conclusión por ver unos cuantos libros.
Roman negó con la cabeza.
– Ya lo suponía, pero las veinte mil preguntas sobre mis viajes y el tono anhelante de tu voz me indican con claridad que algún día te gustaría visitar esos lugares.
Charlotte se planteó mentirle, pero cambió de idea. Había prometido liberarse de todas las inhibiciones y disfrutar al máximo para luego no tener que arrepentirse de nada. Eso significaba que no mentiría ni omitiría nada.
– Supongo que una parte de mí querría viajar -reconoció.
– ¿La parte aventurera que ocultas? -preguntó en tono humorístico.
– La parte superficial -repuso sin el más mínimo atisbo de humor. Charlotte apartó la cara de Roman y la dirigió hacia donde sabía que estaba la ventanilla, pero mirara donde mirase sólo veía oscuridad.
– Superficial. Otra vez esa palabra.
Charlotte notó que el coche aminoraba la velocidad, luego aparcaba, y después oyó la tela vaquera en contacto con el asiento mientras Roman se volvía.
– Yo viajo. ¿Eso es lo que piensas de mí, que soy superficial? -le preguntó finalmente.
Se lo imaginaba mirándola con un brazo en el reposacabezas, pero no podía verlo, claro, sólo conjeturar qué hacía o qué revelaba su expresión. Su tono destilaba un leve dolor ante la posibilidad de que ella lo considerara insustancial. Parecía como si a Roman le importara lo que ella pensara, y eso hizo que el corazón le latiera con fuerza.
Roman era inteligente y cuidadoso. Procuraba enterarse bien de las cosas y luego informaba de las noticias de un modo que atraía a los lectores. Charlotte había leído sus artículos. Roman no le parecía superficial, todo lo contrario.
– Es lo que temo ser. -Nada de mentiras, se recordó Charlotte, y bajo la protección de la oscuridad admitió su mayor miedo. Quería que Roman lo supiera.
– La curiosidad por lo desconocido te vuelve inteligente, no superficial.
– ¿Y si la necesidad de ver esos lugares o hacer esas cosas te retiene lejos de casa? -inquirió-. Lejos de las personas que te quieren.
Roman prestó atención a sus palabras. Tal vez hablara de él, aunque intuía que estaba revelando sus miedos más íntimos.
– Te refieres a tu padre, ¿no?
– Es una pregunta retórica. -Charlotte seguía mirando hacia la ventanilla.
Roman le tocó el mentón con la mano y le giró la cabeza.
– El problema no fue que quisiera vivir en Los Ángeles ni ser actor, sino su poca disposición para estar a la altura de sus responsabilidades, y el hecho de que parece estar emocionalmente desconectado de su familia. Fue lo que él eligió. Tú elegirías otras cosas porque eres distinta.
Charlotte se encogió de hombros.
– Mi padre, mis genes. Nunca se sabe.
– También tienes los genes de tu madre, y ella es una persona muy casera. -Más bien una reclusa, aunque no lo dijo-. Seguramente eres una combinación de ambos. -«De lo mejor de los dos», pensó-. Entonces ¿qué otro motivo tienes para temer tanto esos deseos secretos?
Charlotte no respondió.
Roman tenía la corazonada de que la genética no era lo que preocupaba a Charlotte. Sólo era una tapadera. El sabía de sobra que ella no era ni egoísta ni una réplica de su padre, y ella también lo sabía, aunque era normal que alguien que estuviese resentido con su padre temiese ser como él. Charlotte era lo bastante inteligente como para mirar en su interior y ver la verdad.
– No eres más superficial que los libros que había en la mesa.
– No eres imparcial. -Charlotte esbozó una sonrisa.
– Eso no es una respuesta. Venga ya, Charlotte. Has vivido en Nueva York y te gustan mucho los libros sobre países extranjeros. Deseas viajar, pero te niegas a admitir que eso te haría feliz. ¿Por qué?
– ¿Y si la realidad me decepciona?
Roman pensó que Charlotte ya se había llevado demasiados chascos en la vida, pero él estaba a punto de cambiar eso.
– Si pudieras estar en cualquier lugar ahora mismo, ¿cuál escogerías?
– ¿Aparte de aquí contigo?
Roman sonrió.
– Buena respuesta. -Sin pensarlo dos veces, se inclinó hacia ella y rozó sus cálidos labios con los suyos. Charlotte sintió un escalofrío inconfundible y su cuerpo reaccionó poniéndose tenso.
– Creo que ha llegado el momento de que te enseñe dónde está ese «aquí». Daré la vuelta para guiarte.
Roman se levantó del asiento, rodeó el coche hasta su lado y la ayudó a salir. La llovizna, la niebla y las nubes que los rodeaban contribuían al ambiente casi melancólico del lugar que había escogido. Esperó a que estuviese frente al destino final para quitarle la venda.
– Echa un vistazo.
Mientras Charlotte se fijaba en el entorno, Roman la observaba. El pelo negro como el azabache, despeinado por la venda y la intemperie, se le arremolinaba sobre los hombros y alrededor de la nuca. Se sujetó el pelo con una mano y dejó la nuca al descubierto. El sintió el abrumador impulso de mordisquear aquella piel blanca, pero logró contenerse y se limitó a mirar.
Charlotte parpadeó, entrecerró los ojos y arrugó la nariz mientras examinaba aquel lugar.
– Parece una granja.
– En realidad es un establo reformado. Está bastante aislado y dispone de unas vistas maravillosas de los montes Adirondack. Nos hemos perdido la puesta de sol, pero podremos disfrutar del amanecer.
Charlotte dio un paso hacia adelante, con ganas de ver más detalles.
– Espera. -Roman recogió el equipaje del maletero. Charlotte había llevado poca cosa, algo que no sólo le sorprendió, sino que, aunque pareciese absurdo, le hizo pensar que se llevaría mejor con ella, o que ella entendería su modo de vida de una forma que él no habría esperado.
Puesto que no sabía cómo interpretar esos sentimientos, se situó a su lado.
– No es un castillo escocés, pero tendrás la impresión de haber salido del mundo real. Te prometo que no te decepcionará.
Charlotte se volvió hacia él.
– Eres perspicaz e intuitivo. Supongo que son rasgos que forman parte de ti porque eres reportero. Lo que no sé es si esto te beneficiará a ti o a mí.
Roman no se sintió insultado. Charlotte estaba pensando en su padre y por ello tenía la necesidad de buscar motivos ocultos en la actitud de Roman. Él lo comprendía, y no le importaba responder.
– Salir de la ciudad nos beneficia a los dos, traerte conmigo me beneficia a mí, y elegí este lugar en concreto para ti, cariño.
– Crees que me tienes calada. -Charlotte se mordió el labio inferior.
– ¿Y no es así? -Roman extendió un brazo y señaló la montaña-. ¿No te gusta esta escapada repentina? ¿Este paraje no te recuerda esos lugares que te gustaría ver pero que nunca has tenido la oportunidad de visitar?
– Sabes de sobra que sí. Es evidente después de observar con atención mi apartamento o analizarme con tu instinto de reportero, pero eso no significa que lo sepas todo. Todavía quedan muchas cosas ocultas.
– Me muero de ganas por descubrir el resto de tus secretos. Charlotte frunció los labios lentamente hasta formar una sonrisa pícara.
– ¿Y a qué esperas? -le retó, tras lo cual giró sobre los talones y se encaminó hacia la casa, aunque el efecto de su salida majestuosa quedó empañado por el andar titubeante, por culpa de los tacones altos, sobre el terreno sin pavimentar del aparcamiento.
Charlotte y Roman disfrutarían, por acuerdo y necesidad, de una aventura breve. «Aventura» era la palabra clave. Por mucho que le gustara confiar en él y escuchar su voz tranquilizadora y sus palabras comprensivas, no quería malgastar el poco tiempo que tenían hablando.
Y menos cuando podían dedicarse a cosas más apasionantes y eróticas, cosas que recordaría con cariño y que le servirían para demostrar que se valía por sí misma y que era más fuerte que su madre. Podría tomar lo que deseara y marcharse en lugar de esperar a que él regresara y diera sentido a su vida. Seguiría sola y entera, por mucho que le echase de menos.
Para cuando Charlotte hubo entrado en la granja reformada, que tenía el modesto nombre de The Inn, el entusiasmo era su único acompañante.
Una pareja mayor salió a recibirlos.
– Bienvenido, señor Chandler.
– Roman, por favor.
La mujer, con vetas de pelo cano y ojos brillantes, asintió.
– Pues Roman será. ¿Sabes que te pareces a tu padre?
Roman sonrió.
– Eso dicen.
– ¿Conoce a tus padres? -preguntó Charlotte, sorprendida.
– Mamá y papá pasaron aquí la luna de miel.
Lo dijo con toda naturalidad, pero a Charlotte no le pareció tan normal. La había llevado al lugar donde sus padres habían pasado su noche de bodas. Vaya.
– Ya lo creo que la pasaron aquí. Soy Marian Innsbrook, y él es mi marido, Harry.
Charlotte sonrió.
– Entonces eso explica el nombre de este lugar.
– Fácil de recordar por si alguien quiere volver -repuso Harry.
Charlotte asintió.
Roman se colocó junto a ella y le puso la mano en la zona baja de la espalda. Aquel contacto hizo que la agitación que había sentido al entrar en The Inn se convirtiera en excitación pura y dura. La embargó una sensación de calidez, de pesadez en los pechos, y una palpitación inconfundible entre las piernas. Todo ello resultaba inapropiado en aquel momento y lugar, pero pronto estarían a solas, y pensaba despojarse no sólo de la ropa sino también de las inhibiciones.
Ajeno a los estragos que había causado en el cuerpo de Charlotte, Roman sonrió a los Innsbrook.
– Les presento a Charlotte Bronson.
Charlotte les sonrió mientras Roman y ella les estrechaban las manos. Charlotte miró alrededor para admirar la ambientación y el encanto europeos que destilaba The Inn. Techos con vigas de madera y paredes revestidas con paneles. «Cómodo» y «hogareño» eran las palabras más apropiadas.
«Vacío» fue otra palabra que pasó por su cabeza. No había nadie más.
– ¿Lo regentan ustedes?
Marian asintió.
– Pero está muy tranquilo en esta época del año. Aunque estamos a apenas una hora de Saratoga, todavía se notan los momentos de calma entre las escapadas de invierno y la temporada de carreras. Me alegro de que hayáis podido encontrar sitio con tan poca antelación.
– Y se lo agradecemos -repuso Roman.
– Con mucho gusto. Y ahora vamos a acomodaros.
Tras subir un pequeño tramo de escalera y recorrer un pasillo estrecho, Marian Innsbrook los condujo hasta una habitación tenuemente iluminada.
– Aquí está el salón. El dormitorio está arriba. Hay televisión por cable, y el termostato para controlar la temperatura es éste. -Se dirigió hacia la pared del fondo y les explicó el funcionamiento del sistema-. El desayuno se sirve a las ocho, y os podemos despertar a la hora que queráis. -Se dispuso a salir de la habitación.
– Gracias, señora Innsbrook -le dijo Charlotte.
– Llámame Marian, y no hay de qué.
Roman la acompañó hasta la puerta y poco después la cerró con fuerza. Estaban solos.
Roman se volvió y apoyó la espalda en la puerta.
– Creía que nunca se marcharía.
– Ni dejaría de hablar. -Charlotte sonrió-. Aunque me caen bien.
– Han estado en contacto con mi madre todos estos años, e incluso acudieron al funeral de papá.
– Qué detalle.
– Son buenas personas. -Se encogió de hombros-. Y mamá y papá venían todos los años para celebrar su aniversario.
Sus miradas se encontraron, la de ella oscura y apremiante, y se miraron de hito en hito hasta que él la apartó.
– No sé qué decir -admitió Charlotte.
Roman comenzó a acercársele.
– Se me ocurre que podríamos hacer muchas cosas más interesantes que hablar. -Se detuvo delante de ella.
La fragancia almizcleña de Roman le despertó un deseo tan intenso que las rodillas le cedieron y tragó saliva.
– ¿Y por qué no me las enseñas?
Roman emitió una especie de gruñido sordo que también revelaba su deseo. Instantes después, la tenía entre los brazos, la llevó escaleras arriba y la tumbó en la enorme cama de matrimonio, tras lo cual la besó con fuerza.
Había estado esperando lo que desconocía: ese beso intenso, exigente, que nunca acababa y que le producía oleada tras oleada de deseo carnal que le recorrían el cuerpo a la velocidad de la luz. Los labios de Roman eran implacables, aplastaban los suyos, y aquella embestida fogosa y húmeda avivó su interior.
Cogió la cara de Roman entre las manos y le pasó los dedos por el pelo, deleitándose con la suavidad sedosa, toda una contradicción con el cuerpo masculino y duro que tenía encima. Roman le recorrió la mejilla con la boca y luego descendió por el cuello, donde se detuvo para mordisqueárselo.
– Cuando te recogí y vi que llevabas este jersey escotado, no paraba de pensar en saborearte -le susurró al oído con voz sensual.
El deseo de Roman intensificó la lujuria y el valor de ella. Arqueó la espalda, apoyó el cuerpo en el colchón y empujó sus pechos deseosos y sus pezones endurecidos contra el pecho de Roman, para así ofrecerle todo el cuello.
– ¿Y bien? ¿Tengo un sabor tan bueno como imaginabas? Roman emitió otro de aquellos gemidos que tanto la excitaban y le hundió más los labios en la piel.
La sensación tirante de los dientes contra la carne encontró una respuesta entre sus piernas, el lugar que estaba y siempre había estado vacío…, y que lo estaría hasta que Roman lo llenase.
Roman se colocó mejor sobre ella, con la entrepierna caliente y pesada entre sus muslos. La tela vaquera era una barrera infranqueable, pero Charlotte sentía el peso y la fuerza de Roman, presionándola, buscando una entrada. Su cuerpo se agitaba debajo de él, quería algo más que las arremetidas de los cuerpos vestidos. Aunque nunca lo admitiría en voz alta, su cuerpo le recordaba lo que había intentado olvidar: llevaba toda la vida esperando a aquel hombre. Y ahora era suyo.
Y ella también era de él. Las grandes manos de Roman parecían apoderarse de ella mientras le recorría el cuerpo con las palmas, deteniéndose sólo alrededor de los pechos, para cubrirlos con sus manos, sentir su peso y acariciar luego los pezones con los pulgares. Dejó escapar un gemido que a ella misma la sorprendió.
Roman se irguió apoyándose en las piernas.
– No te imaginas el efecto que tienes en mí.
Charlotte soltó una carcajada convulsiva.
– Créeme, me lo imagino en parte.
Cuando Roman alargó la mano hacia la cintura elástica de sus pantalones, ella respiró hondo y esperó a que se los bajara de un tirón y se los quitara.
Sin embargo, se detuvo.
– En cuanto a la protección…
En la mayoría de los casos, hablar de ese tema le quitaba las ganas. Con Roman, se trataba de una dilación que ella no quería.
– Tomo la píldora -admitió Charlotte.
Los ojos de él brillaron de sorpresa y luego se iluminaron con el destello inconfundible del deseo. Charlotte se preguntó si estaría pensando lo mismo que ella, que lo único que imaginaba era a Roman en su interior, carne contra carne, sin barreras de por medio.
– Pero… -Charlotte era demasiado lista como para despreocuparse de otros temores.
A Roman se le tensó un músculo de la mandíbula, prueba de lo que le costaba contenerse.
– ¿Qué? -preguntó con una voz más suave de lo que ella lo hubiese creído capaz en momentos así.
– Ha pasado mucho tiempo desde la última vez, y las pocas veces que yo…, usábamos protección. -Desvió rápidamente la mirada hacia la pared de color crema de la izquierda, escandalizada por el contenido íntimo de la conversación. De todos modos, no existía nada más íntimo que el paso que estaban a punto de dar.
Roman respiró hondo y Charlotte se preguntó si sus palabras le habrían sorprendido o incluso asustado. A los hombres no les gustaba pensar que una mujer se entregaba tan a fondo en una sola noche. Pero ella y Roman ya habían hablado del tema y sabían de qué iba el asunto.
– No temas, no soy promiscuo.
Al oír su voz, Charlotte volvió a mirarlo, temiendo el final de lo que todavía tenía que empezar.
– Tengo cuidado -prosiguió Roman-, y antes de viajar al extranjero me hago todos los análisis de sangre imaginables. -Se produjo un silencio incómodo-. Y eso que nunca antes me había preocupado tanto lo que pudiera pensar una mujer, así que no me dejes en suspenso.
Charlotte sintió un peso en el pecho y que se le formaba un nudo en la garganta al notar las muñecas de él entre sus manos, pero se negó a dejarse vencer por las emociones, no cuando el deseo era tan intenso y envolvente.
– Deja de hablar y hazme el amor, Roman, o podría tener que…
Roman la interrumpió bajándole los pantalones con un movimiento rápido, y Charlotte sintió el aire fresco en los muslos.
– Me gustan los hombres que escuchan. -De hecho, Roman le gustaba mucho. Más de lo aconsejable, pensó mientras se quitaba los pantalones.
Roman se levantó para desvestirse y Charlotte se quitó el jersey. Roman volvió a la cama desnudo y esplendoroso. La piel morena complementaba su pelo negro; los ojos azules se habían oscurecido de deseo… por ella.
– Me gustan las mujeres que no temen decirme lo que quieren. -Le colocó las manos en los muslos y le separó las piernas-. Las mujeres que no temen su propia sensualidad. -El rostro se le iluminó mientras observaba el sujetador y las bragas azules-. ¿A que no sabes cuál es mi color favorito? -le preguntó.
Charlotte se dispuso a responder, pero se lo impedían el tacto ardiente de Roman que le atravesaba la piel y el deseo líquido que le recorría las venas.
– Ahora mismo el azul. -Dicho lo cual, hundió la cabeza para saborearla.
Charlotte creyó que moriría de placer. Se preguntó si eso sería posible, y luego ya no fue capaz de pensar nada más. La lengua de Roman era mágica, se colaba por los orificios de las bragas hechas a mano. La lamió a conciencia alternándolo con persistentes chupeteos que le hicieron sentir dardos incandescentes por todo el cuerpo, mientras todos sus nervios suplicaban que parase.
Estuvo a punto de hacerla llegar al clímax en varias ocasiones, pero entonces suavizaba la intensidad de los lametones y ella se relajaba. Charlotte se contorsionaba y suplicaba hasta que Roman usaba de nuevo la lengua y los dientes para rozar apenas los pliegues más sensibles, con lo cual ella volvía a arquearse de placer. Pero Charlotte se negaba a tener el primer orgasmo sin que Roman estuviera dentro de ella. Necesitaba imperiosamente sentir esa conexión emocional con él, y cuando Roman entrelazó las manos con las de ella, supo que lo había entendido.
Sin mediar palabra, se deslizó a su lado, le quitó el sujetador y las bragas rápidamente y volvió a abrazarla.
– Tú sí que sabes. -Le apartó el pelo de la cara y, antes de que respondiera, le cerró la boca con la suya. Al mismo tiempo, presionó con la mano el monte de Venus deseoso y vacío. Charlotte volvió a sentir oleadas de deseo. Alzó las caderas y gimió, un sonido que llegó hasta la garganta de Roman.
Interrumpió el beso pero no apartó los labios.
– ¿Qué pasa, cariño? ¿Esto ayuda? -preguntó mientras le introducía los dedos.
El cuerpo de ella se estremeció.
– Hay algo que ayudaría más.
Roman también lo sabía. Aquel comedimiento no le resultaba fácil. Roman estaba disfrutando, pero si no la penetraba acabaría explotando.
– Dime qué quieres. -Necesitaba oírlo de sus labios besados.
– ¿Por qué no te lo enseño? -Tenía las mejillas encendidas de deseo y los ojos le brillaban de necesidad mientras alargaba la mano para sostener el miembro duro de Roman.
Roman no tenía que responder, sólo seguir sus indicaciones, y eso hizo. Se colocó encima de ella mientras Charlotte separaba las piernas y dejaba la punta del pene frente a la uve húmeda de sus muslos. Los preliminares habían llegado a su fin.
Roman la penetró, rápido, con fuerza. Charlotte le había dicho que había pasado mucho tiempo desde la última vez, y cuando los flexibles músculos de ella se contrajeron alrededor de su pene, supo que realmente había pasado mucho tiempo. Estaba húmeda y prieta y lo envolvía con un calor sedoso. Él comenzó a sudar copiosamente, no sólo porque estaba excitado y tan a punto de correrse que creía que estallaría, sino porque sentía que estaba en el lugar apropiado.
Era como estar en casa.
Roman abrió los ojos y vio su mirada sobrecogida. No era de dolor o incomodidad, sino de comprensión. Era obvio que compartía sus sentimientos.
Comenzó a penetrarla rápidamente intentando distraerse, alejarse de la realidad de sus sentimientos. En el pasado, el sexo siempre había sido una forma de liberación rápida y fácil. Ahora no.
No con Charlotte, no cuando el ritmo de ella complementaba el suyo, sus respiraciones iban al unísono y sus cuerpos se amoldaban perfectamente. Cuando llegó al clímax, a la vez que ella, Roman supo que nada volvería a ser igual.
Roman salió del baño y se encaminó hacia Charlotte, completamente desnudo y sin el más mínimo atisbo de vergüenza. Charlotte supuso que ya no tenían mucho que ocultar y no le importaba mirarlo. En absoluto.
Ella no estaba preparada para mostrarse tan impúdica. Cruzó las piernas y se cubrió con las sábanas.
– Me muero de hambre.
Los ojos de Roman se iluminaron con picardía.
– Yo puedo aplacar esa hambre.
Charlotte sonrió.
– Ya lo has hecho. Dos veces. Ahora lo que necesito es llenar el estómago. -Dio una palmadita en la sábana que le cubría el vientre. Se le había abierto el apetito y no la avergonzaba reconocerlo.
Lo que la avergonzaba era analizar su interior demasiado profundamente, porque no era la misma mujer que había entrado en el hotelito. Le parecía demasiado fácil estar con ese hombre encantador que prometía honestidad con la misma facilidad con que le garantizaba que se marcharía por la puerta.
Roman cogió la carpeta de cuero que había en la mesita de noche y repasó la selección de tentempiés para última hora.
– ¿Qué podemos tomar? -preguntó Charlotte.
– Pues no hay gran cosa, la verdad. Hay un surtido de galletas con tés variados o verduras con mostaza a la miel o salsa de queso azul, y refrescos. También hay fruta del tiempo. No sé qué será en esta época del año, pero lo que está claro es que tomaremos algo frío y no será casero. -Se rió-. Entonces ¿te pido las verduras?
Charlotte arqueó una ceja, sorprendida de que Roman se hubiera equivocado.
– Supongo que no me conoces tan bien como crees.
– Vaya, todo un reto. Entonces ¿quieres la fruta?
Charlotte arrugó la nariz.
– Roman Chandler, ¿con qué clase de mujeres sales? -Negó con la cabeza-. Olvida la pregunta.
Roman se sentó a su lado.
– Lo siento, demasiado tarde -dijo. Y tomándole la mano, comenzó a masajearle la palma de forma constante y tranquila. Su tacto era tan seductor como sus ojos hipnóticos y azules-. La reputación de los Chandler está sobrevalorada.
– ¿Ah, sí? ¿Tus hermanos no coleccionan mujeres?
– No digo que las mujeres no hagan cola por mí -la sonrisa pícara daba a entender que bromeaba-, pero las rechazo a todas. Me estoy haciendo mayor para las aventuras cortas.
A pesar de la expresión socarrona, Charlotte le arrojó una almohada.
– Dime una cosa, no me acuerdo bien de tu padre. ¿También tenía fama de tener a las mujeres a sus pies? ¿Eso es lo que intentáis emular los tres?
Roman negó con la cabeza.
– Mi madre era la única mujer que interesaba a mi padre, y viceversa.
– Ojalá mi padre hubiera correspondido a los sentimientos de mi madre como hizo el tuyo.
Roman ladeó la cabeza en actitud pensativa.
– En realidad nuestras madres no son tan distintas.
Charlotte no pudo evitar reírse.
– Bromeas, ¿no?
– No. Olvida el rencor que sientes hacia tu padre y piensa en esto; él se marchó de repente y tu madre lo ha estado esperando desde entonces, ¿no?
– Sí -repuso Charlotte sin tener ni idea de adónde quería ir a parar.
– Y mi padre se murió y mi madre nunca volvió a tener relaciones con otros hombres. Hasta esta semana, pero ésa es otra historia. -Aquella maldita mirada perspicaz se topó con la suya-. No hay tanta diferencia -añadió Roman-. Las dos dejaron sus vidas en suspenso.
– Supongo que tienes algo de razón. -Charlotte parpadeó, sorprendida de que tuvieran algo tan primordial en común.
Sin embargo, no había cambiado nada para ellos, aunque ahora Charlotte sintiera una mayor dependencia emocional de él. Maldita sea. Sus objetivos a largo plazo seguían siendo diferentes, algo que debía recordarse a sí misma mientras estuvieran juntos.
Las palabras de Roman resonaron en su propio interior. Su madre había dejado su vida en suspenso durante lo que parecía una eternidad. Al haber formado parte de la vida de su padre durante tanto tiempo, se había sentido perdida tras su muerte. De no haber pronunciado esa conclusión en voz alta, Roman nunca se habría percatado de que su madre no había seguido adelante.
– Pero al menos Raina vivió un matrimonio feliz. -La voz de Charlotte interrumpió los pensamientos de Roman.
Sus palabras lo hicieron reflexionar. ¿Acaso las mujeres querían vivir ese cuento de hadas, costara lo que costase, aunque se pasaran el resto de la vida en una especie de limbo infeliz? En el caso de su madre, ¿una felicidad breve a costa de la plenitud a largo plazo? En el caso de la madre de Charlotte, ¿perseguir una fantasía que nunca se haría realidad? Negó con la cabeza, ya que ninguna de las opciones le gustaba.
Había observado a su madre tras la muerte de su padre, el luto, el retiro y luego los pequeños pasos de vuelta al mundo real, pero nunca había vuelto a ser lo que había sido con su padre y tampoco había intentado redefinirse.
Roman se dio cuenta de que eso era lo que su madre había elegido. Igual que su elección había sido alejarse no sólo de su pueblo natal, sino de su familia y del dolor que veía en los ojos de su madre cada vez que estaba en casa, sobre todo al principio.
En aquel momento, Roman se percató de que había estado huyendo del apego emocional, del mismo modo que Charlotte huía de él. Ella temía sufrir el mismo dolor que había visto en su madre, día tras día.
Pero hacer el amor con ella le había mostrado que, en algunos casos, no existían alternativas. Estaban hechos el uno para el otro. No sólo porque la deseaba, sino porque quería darle lo que no había tenido: familia y amor. Lo que no sabía era cómo lo lograría sin renunciar a la libertad que necesitaba para su trabajo y su vida.
Le quedaba mucho camino por delante para demostrarles, a ella y a sí mismo, que esa forma de vivir les satisfaría, que sus vidas no tenían por qué ser una repetición de los errores de sus padres, sino que las construirían por sus propios medios.
Roman se dio cuenta de que eso implicaba un gran compromiso, no sólo con su familia, como había prometido, sino también con Charlotte.
La miró a los ojos y se enterneció.
– ¿Lo que quieres es un matrimonio feliz? -le preguntó.
– ¿Es eso lo que tú no quieres? -replicó Charlotte.
– Touché. -Le acarició la mejilla con un dedo.
Pobre Charlotte. No tenía ni idea de que ya lo tenía todo claro. Roman sabía que la quería… a ella. Estaba a punto de asaltar sus defensas y ella ni se lo imaginaba.
– Me he dado cuenta de que antes has cambiado de tema. Quería hablar de «mis» mujeres.
Charlotte se ruborizó levemente.
– Pues yo no.
– No hace falta que hables, sólo tienes que escucharme. -Con un movimiento suave, la tumbó boca arriba y se sentó a horcajadas sobre sus caderas.
Charlotte lo miró con el cejo fruncido.
– Juegas sucio y te has olvidado de pedir la comida -dijo.
– En cuanto acabemos esta conversación te traeré más galletas de las que podrás comerte. -Acercó sus caderas a las de ella en un gesto provocador y sensual.
– Eso se llama soborno. -Pero Charlotte tenía la mirada vidriosa, dándole a entender que la provocación erótica la había tentado. Su estómago escogió ese preciso instante para quejarse de forma ruidosa y echar a perder aquel momento. Sonrió con timidez.
– Supongo que si quiero comer no me queda otra elección que escucharte.
– Supongo que tienes razón. -Pero no pensaba seguir sin un poco de coacción erótica. Se apoyó en ella para sentir sus curvas y su piel tersa. «Joder, qué placer»-. Escúchame bien -dijo para evitar distraerse, puesto que había mucho en juego-. En primer lugar, siempre he estado tan ocupado que las mujeres casi nunca entraban en la ecuación de mi vida, lo creas o no. Pero te prometí que nunca te mentiría. En segundo lugar, tal vez no me haya comprometido con anterioridad, pero te aseguro que ahora sí lo estoy. Aquella afirmación lo sorprendió incluso a él y, obviamente, también a Charlotte, ya que se produjo un largo silencio.
Algo parecido al miedo brilló en los ojos de ella.
– Dijiste que nunca mentirías.
– Creo que esta vez debería sentirme insultado.
Charlotte negó con la cabeza.
– No te estoy llamando mentiroso.
– Entonces ¿qué?
– No conviertas esto -hizo un gesto entre los cuerpos desnudos- en más de lo que es en realidad.
– Oh, ¿y qué es «esto» para ser exactos? -preguntó Roman, porque necesitaba saber con exactitud a lo que tendría que enfrentarse cuando se viera en la tesitura de hacerle cambiar de parecer.
– Sexo -respondió Charlotte, restándole importancia a lo que habían compartido.
Aunque Roman era consciente de que se trataba de un mecanismo de protección, era innegable que le había dolido. Forzó una risa fácil.
– Me alegro de que no prometieras que nunca mentirías, cariño.
De ese modo le dio a entender que no creía lo que Charlotte le acababa de decir, y esta vez ella inspiró hondo, puesto que se dio cuenta de ello.
Roman también inspiró. El aroma del sexo flotaba en el aire y le excitaba y hacía que la deseara, a pesar de que hubiera trivializado lo que habían compartido. Él ya había expresado su punto de vista: habían experimentado algo mucho más profundo que el sexo.
Le separó las piernas con las rodillas.
– ¿Qué haces? -preguntó Charlotte.
– Has dicho que estabas hambrienta, ¿no? -Roman no esperó a que respondiera-. También has dicho que entre nosotros sólo hay sexo. -Colocó el glande del pene erecto entre sus piernas y la penetró lenta y metódicamente, con un movimiento hábil y palpable que a Charlotte no le quedaba más remedio que sentir. Él lo sentía, vaya que sí.
Charlotte separó los labios y los ojos se le dilataron mientras Roman la penetraba.
Le había preguntado qué estaba haciendo.
– Haré que te tragues lo que acabas de decir.
Le haría experimentar todos los sabores, tactos y sensaciones de modo que siempre formaran parte de ella. Le demostraría que lo que había entre ellos era profundo e importante.
Los movimientos intensos en el interior de Charlotte provocaron una reacción inconfundible, al menos a juzgar por los sonidos de placer que ella emitía.
Cada gemido que salía de sus labios se colaba en el interior de Roman y le producía una sensación de escozor en los ojos y un nudo en la garganta.
Luego, cuando yacía dormida entre sus brazos, Roman supo que ella ya formaba parte de él. «O puede que siempre haya formado parte de mí», se dijo.
Al día siguiente, el sol hacía ya mucho que se había ocultado tras el horizonte, como una pelota de fuego naranja en el cielo color rojo, cuando Roman condujo de vuelta al pueblo. A Charlotte se le encogió el estómago. No estaba preparada para acabar tan pronto esa aventura.
Las cosas se habían animado después de aquella conversación seria que no los había llevado a ninguna parte. Habían hecho el amor, habían comido galletas caseras, habían dormido acurrucados el uno junto al otro y se habían despertado a tiempo para ver el amanecer. Habían disfrutado de una comida campestre en la bonita zona exterior del hotelito, luego habían cenado con los Innsbrook y a continuación habían vuelto a la habitación para hacer el amor de nuevo antes de marcharse del establecimiento.
Tal vez Roman sintiera lo mismo que ella, porque los dos volvieron a casa en silencio. Cuando Roman la acompañó hasta su apartamento, Charlotte sentía un nudo inmenso en el estómago.
No estaba preparada para despedirse.
– Me pregunto si anoche se produjo algún robo -dijo Charlotte para quedarse más tiempo con él.
– No se lo deseo a nadie, pero me libraría de las mujeres de este pueblo. -Los ojos se le iluminaron con una expresión divertida-. Tengo una coartada.
Charlotte sonrió.
– Sí, ya te entiendo. Si nadie sabe que te marchaste del pueblo, entonces el ladrón no podrá usarte de escudo… si es que ésa era su intención después del artículo. -Se encogió de hombros.
– Sólo mamá y mis hermanos saben que he estado fuera del pueblo, así que ya veremos qué pasa.
La madre de Charlotte también lo sabía, pero puesto que casi nunca hacía vida social, era prácticamente imposible que revelara la noticia.
– Entrar en las casas y robar bragas -dijo Charlotte negando con la cabeza.
Se ruborizó y alzó la mano para tocarlo de nuevo. Mientras las yemas de los dedos de ella acariciaban su áspera mejilla, Roman la miró de hito en hito. Un atisbo de conocimiento resplandeció en aquellos ojos azules y Charlotte retrocedió, avergonzada por aquella sencilla muestra de afecto que desvelaba demasiado sus sentimientos.
– Esto es algo más serio que una travesura juvenil -dijo sin darle mucha importancia-. Nadie en su sano juicio te culparía. La mera idea de robar bragas es ridícula.
Roman se encogió de hombros y Charlotte desvió la mirada hacia su camiseta negra y sus músculos marcados.
– Es imposible saber qué puede excitar a un hombre. Vamos, a un hombre raro.
Charlotte asintió y luego tragó saliva. Se produjo un largo silencio. No se oía nada en los otros apartamentos ni en la calle. Sólo faltaba despedirse.
– Entonces…
– Entonces.
– ¿Volveré a verte? -Charlotte se dio una patada mental en cuanto hubo pronunciado esas palabras. Tendría que haberlas dicho él.
– ¿Por qué? ¿Para otra sesión de sexo? -replicó Roman con una sonrisa sardónica.
Charlotte frunció el ceño; aquellas palabras le sentaron como un puñetazo en el estómago. Se había arrepentido de lo que había dicho nada más salir de sus labios. Ahora sabía cómo había hecho que se sintiera Roman.
– Supongo que me merecía esa respuesta.
Resultaba obvio que le había hecho daño al resumir su relación de ese modo. No había sido su intención, había sido una mera estrategia para protegerse. Como método de defensa, las palabras nunca bastaban y llegaban demasiado tarde.
Roman alargó la mano y sujetó el mentón de Charlotte.
– Tan sólo me gustaría que no me cortases con comentarios como ése. Sé abierta de miras y deja que las cosas sigan su curso.
Charlotte ya se lo imaginaba. Ella acabaría en Yorkshire Falls mientras él viajaba al extranjero. Fin de la discusión, fin de la relación.
Pero no parecía que Roman quisiese llegar rápidamente a esa situación, no parecía que fuera a marcharse del pueblo pronto. ¿Para qué preocuparse innecesariamente y discutir con él? Esbozó una sonrisa.
– Supongo que podré.
– Lo dices a la ligera.
– Venga, no discutamos y echemos a perder un fin de semana espectacular, ¿vale?
Roman se le acercó.
– He estado espectacular, ¿eh?
Su fragancia masculina la envolvió, se convirtió en parte de ella, y el corazón comenzó a latirle a toda velocidad.
– Me refería a que el fin de semana ha sido espectacular.
Roman apoyó el brazo por encima de la cabeza de ella y sus labios quedaron junto a los de Charlotte.
– ¿Y yo?
– Incluso mejor -murmuró, mientras la boca de Roman tocaba la de ella. El beso fue demasiado breve y superficial. Roman la dejó con ganas de más, lo cual, supuso, había sido su intención.
– Volverás a verme. -Le quitó la llave de la mano, abrió la puerta y le dejó paso.
Cuando Charlotte se dio la vuelta, Roman ya se había marchado.