Prólogo

– Está usted sana, señora Chandler. El electrocardiograma es normal y la presión sanguínea también. No ha sido más que una indigestión. Con un antiácido y un poco de reposo se recuperará en seguida. -La doctora se colgó el estetoscopio alrededor del cuello y anotó algo más en su expediente.

Raina Chandler sintió una oleada de alivio tan fuerte como el dolor que la había atenazado antes. El dolor que había notado en el pecho y el brazo la había pillado desprevenida. Después de que su esposo murió de un infarto a los treinta y siete años, Raina nunca se tomaba a la ligera un dolor repentino. Desde entonces había empezado a preocuparse más por la salud, intentaba mantener el peso correcto y se había acostumbrado a caminar todos los días un rato a paso ligero.

Al sentir la primera punzada de dolor había descolgado el teléfono y llamado a su hijo mayor. Ni siquiera el mal recuerdo del olor estéril y antiséptico del hospital ni las deprimentes paredes grisáceas la disuadían de preocuparse por su salud. Tenía una misión que cumplir antes de marcharse de este mundo.

Miró a la joven y atractiva doctora que la había visitado en Urgencias. Cualquier mujer con buena presencia y con la típica bata verde de hospital tenía posibilidades.

– Eres nueva en el pueblo, ¿verdad? -Raina ya sabía la respuesta antes de que la mujer asintiera.

Conocía a todo el mundo en Yorkshire Falls, municipio de 1.723 habitantes, pronto 1.724, cuando naciera el bebé del redactor de la sección local del Yorkshire Falls Gazette y su esposa. Su médico de cabecera era el doctor Eric Fallón, buen amigo desde hacía muchos años. Viudo como ella, hacía poco que Eric había sucumbido al deseo de disfrutar más de la vida y trabajar menos. Su nueva compañera de consulta, la doctora Leslie Gaines, era su solución para reducir el estrés.

Era nueva en el pueblo, lo cual, desde el punto de vista de Raina, no sólo la convertía en una mujer interesante, sino en esposa potencial para sus desganados hijos.

– ¿Está casada? -preguntó Raina-. Espero que la pregunta no le parezca indiscreta pero es que tengo tres hijos solteros y…

La doctora se rió.

– Llevo aquí unas pocas semanas y la fama de sus hijos ya les precede, señora Chandler.

A Raina se le hinchó el pecho de orgullo. Sus hijos eran buenas personas. Eran su tesoro más preciado y, desde hacía poco, el origen de su continua frustración. Chase, el mayor, Rick, el policía preferido del pueblo, y Roman, el menor, que era corresponsal en el extranjero y se encontraba en Londres cubriendo una cumbre económica. -Vamos a ver, señora Chandler…

– Raina -la corrigió ella mientras escudriñaba a la doctora. Bonita sonrisa, sentido del humor y naturaleza protectora. Raina inmediatamente descartó a la doctora como pareja para Roman o Rick.

Su talante práctico aburriría a Roman y su horario de trabajo sería poco compatible con el del agente Rick. Sin embargo, podría ser la mujer perfecta para su hijo mayor, Chase. Desde que había sustituido a su padre como director del Yorkshire Falls Gazette hacía casi veinte años, se había vuelto demasiado serio, mandón y sobreprotector. Por suerte, tenía los rasgos finos y agraciados de su padre y podía causar buena impresión antes de abrir la boca y empezar a querer controlarlo todo. Menos mal que a las mujeres les gustan los hombres protectores; de hecho, la mayoría de las solteras del pueblo se casarían con Chase sin pensarlo dos veces. Era apuesto, lo mismo que Rick y Roman.

Su objetivo era casar a sus tres hijos, y lo conseguiría. Pero antes tenían que desear algo más de una mujer que no fuera el sexo. No es que el sexo tuviera nada de malo; a decir verdad, podía resultar de lo más placentero, recordó. Pero la mentalidad de sus hijos era lo que le resultaba problemático. Eran hombres.

Dado que los había criado ella, Raina sabía exactamente cómo pensaban. Raramente querían a una mujer para más de una sola noche. Las afortunadas duraban un mes como mucho. Encontrar a mujeres dispuestas no resultaba ningún problema. Gracias a la buena planta y el atractivo de los Chandler, las mujeres caían rendidas a sus pies. Pero los hombres, incluidos sus hijos, querían lo que no estaba a su alcance, y sus hijos tenían demasiado y de manera demasiado fácil.

El atractivo de lo prohibido y la diversión de la caza habían desaparecido. ¿Por qué iba un hombre a plantearse lo de «hasta que la muerte nos separe» cuando tenía mujeres dispuestas a entregarse sin compromiso? No es que Raina no comprendiera a la generación actual. La comprendía. Pero también le había gustado todo lo que conllevaba la vida familiar, y había sido lo suficientemente lista como para no ceder antes de tiempo.

Pero en la época presente, las mujeres tenían que representar un reto para los hombres. Emoción. Aun así, Raina intuía que sus chicos se resistirían. Los hombres Chandler necesitaban que una mujer especial les llamara la atención y fuera capaz de mantenerla. Raina exhaló un suspiro. Qué irónico que ella, una mujer cuyo ideal era el matrimonio y los hijos, hubiese criado a tres chicos que consideraban que la noción de soltería era sagrada. Con su actitud nunca tendría los nietos que deseaba. Nunca disfrutarían de la felicidad que se merecían.

– Unas recomendaciones, Raina. -La doctora cerró la carpeta y alzó la vista-. Le sugiero que tenga un frasco de antiácido en casa, por si tiene una urgencia. Normalmente basta con tomar una taza de té.

– Se acabó lo de pedir pizza por teléfono a las tantas, ¿no? -Miró a la joven doctora, que la observaba divertida.

– Me temo que sí. Tendrá que encontrar otra forma de entretenerse.

Raina frunció la boca. Hay que ver lo que tenía que soportar por su futuro. Por sus chicos. Por cierto, Chase y Rick estaban al caer y la mujer aún no había respondido a la pregunta más acuciante. Raina recorrió con la mirada el esbelto cuerpo de la doctora.

– No quiero ser pesada pero…

La doctora Gaines sonrió, todavía divertida.

– Estoy casada y, aunque no lo estuviera, estoy segura de que a sus hijos les gustaría encontrar mujer por sí solos.

Raina disimuló su decepción e hizo un gesto con la mano a modo de respuesta.

– Como si mis chicos fueran capaces de encontrar mujer. Bueno, debería decir «esposa». A no ser que se tratara de una cuestión de vida o muerte, no hay nada que les haga elegir a una mujer y sentar la cabeza… -Raina dejó la frase inacabada mientras asimilaba la trascendencia de sus palabras.

Una cuestión de vida o muerte. Lo único que convencería a sus hijos de la necesidad de casarse. La vida o muerte de su madre.

Mientras el plan empezaba a tomar forma en su mente, la conciencia le decía a Raina que desechara la idea. Era cruel hacer creer a sus hijos que estaba enferma. Por otro lado, era por su propio bien. No eran capaces de negarle nada, no si ella lo necesitaba de verdad y, aprovechando su naturaleza bondadosa, acabaría conduciéndolos al «y comieron perdices». Aunque no lo supieran ni lo agradecieran al principio.

Se mordió el labio. Era un riesgo. Pero sin nietos, el futuro se le presentaba demasiado solitario, al igual que, sin mujer e hijos, resultaba igualmente triste para sus hijos. Quería para ellos algo más que una casa vacía y una vida incluso más vacía, el tipo de vida que ella llevaba desde la muerte de su esposo.

– Doctora, mi diagnóstico… ¿es confidencial?

La joven la miró con suspicacia. Sin duda estaba acostumbrada a esa pregunta sólo en los casos más graves. Raina consultó su reloj. Cada vez faltaba menos para que llegaran los chicos. El plan que acababa de urdir y el futuro de su familia dependían de la respuesta de la mujer, y Raina esperó, dando golpecitos con el pie con impaciencia.

– Sí, es confidencial -respondió la doctora Gaines con una buena carcajada.

Raina se relajó un poco más y se abrazó con fuerza a sí misma, todavía con el camisón de algodón del hospital.

– Bien. Estoy segura de que no querrá tener que esquivar las preguntas de mis hijos, así que gracias por todo. -Le tendió la mano para estrechársela educadamente cuando en realidad lo que quería era empujar a la doctora al otro lado de la cortina antes de que llegara la caballería con incisivas preguntas.

– Conocerla ha sido un placer y toda una experiencia -dijo la doctora-. El doctor Fallón vuelve a su consulta mañana. Si tiene algún problema mientras tanto, no dude en llamarme.

– Oh, descuide -repuso Raina.

– Bueno, ¿qué pasa? -Rick, el hijo mediano, irrumpió desde detrás de la cortina seguido de Chase. El desparpajo de Rick recordaba al de su madre. Su pelo castaño oscuro y los ojos color avellana eran parecidos a los de Raina antes de que el peluquero le echara mano y la convirtiera en rubia oscura para disimular las canas.

Por el contrario, Roman y Chase tenían el pelo negro azabache y unos ojos azules centelleantes. Tanto el hijo mayor como el menor eran el vivo retrato de su padre. Su constitución imponente y su pelo oscuro siempre le recordaban a John. Lo que realmente los diferenciaba era su personalidad.

Chase se situó delante de su nervioso hermano y abordó a la doctora sin tapujos.

– ¿Qué ocurre?

– Creo que vuestra madre quiere hablar con vosotros de su estado -dijo la doctora antes de desaparecer tras la horrible cortina multicolor.

Haciendo caso omiso de la punzada de culpabilidad, y convencida de que lo hacía por una buena causa y sus hijos acabarían agradeciéndoselo, Raina contuvo las lágrimas y se llevó una mano temblorosa al pecho. Acto seguido, explicó a sus hijos lo delicado de su estado de salud y su mayor deseo desde hacía años.

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