Capítulo 3

Para cuando Román salió de Norman's al frío aire del exterior, tenía un trabajo que hacer.

Chase había recibido una llamada urgente de su redactor, Ty Turner, que no podía asistir a la reunión del ayuntamiento porque debía acompañar a su esposa embarazada al hospital. Lo último que a Roman le apetecía era ocuparse de ese encargo, pero quería aligerar de trabajo a su hermano. Así pues, se ofreció voluntario para cubrir la reunión.

De este modo, mientras Rick llamaba a Raina desde una cabina para ver cómo estaba antes de volver al trabajo, y Chase se retiraba para trabajar un poco en la edición de la semana siguiente, Roman se encaminó a la sesión de riñas de esa noche.

Consultó la hora y se dio cuenta de que le sobraban unos minutos. Unos minutos para echar un vistazo a la seductora tienda de al lado y desentrañar de quién era. Había visto a Charlotte y casi se había olvidado de su propio nombre. No había estado en condiciones de preguntarle por su nuevo negocio.

Se centró en el escaparate y se quedó boquiabierto. ¿Aquel maniquí increíblemente real llevaba unas bragas de encaje? ¿En el conservador pueblo de Yorkshire Falls? No daba crédito a sus ojos. Sintió una clara punzada de excitación cuando se dio cuenta de que el maniquí de pelo negro se parecía mucho a Charlotte. De repente pensó que debía de parecer un viejo verde babeando ante la lencería femenina y retrocedió. Cielos, esperaba que nadie le hubiera visto o se moriría de vergüenza.

Román dio otro paso atrás y chocó contra algo duro. Al volverse se encontró con Rick, que le sonreía con los brazos cruzados.

– ¿Has visto algo que te guste?

– Eres la monda -farfulló Roman.

– Me he imaginado que estabas recordando tus años mozos.

Roman entendió claramente a qué se refería Rick. Su hermano mediano no olvidaba las travesuras de Roman en el instituto, cuando su idea de diversión había sido, por ejemplo, hacer una redada de bragas en casa de una amiga donde varias chicas se habían quedado a dormir. No sólo había sido idea de él, sino que se había sentido tan orgulloso que colgó un par de ellas en el retrovisor durante unas veinticuatro horas. Hasta que su madre las encontró, le echó un sermón y le impuso un duro castigo que nunca olvidaría.

Raina Chandler tenía una forma especial de curar los hábitos más incorregibles de sus hijos. Tras un verano lavándose él mismo los calzoncillos y tendiéndolos al sol delante de la casa, Roman nunca volvería a someter a nadie a la misma humillación.

Con un poco de suerte, haría tiempo que el resto del pueblo lo habría olvidado.

– No puedo creer que una tienda como ésta tenga éxito aquí -dijo, cambiando de tema.

– Pues lo tiene. Las jóvenes y las viejas, las delgadas y las más… llenitas, todas compran aquí. Sobre todo las más jóvenes. Mamá hace campaña para que las mujeres mayores también lo hagan y es una de las clientas más fieles.

– ¿Mamá lleva ese tipo de bragas?

Los dos hermanos negaron con la cabeza a la vez, porque ninguno de ellos quería que su imaginación fuera por ese camino.

– ¿Cómo está mamá?

– Es difícil de saber. Cuando he llamado me ha parecido que jadeaba, como si hubiera llegado al teléfono corriendo, lo cual es imposible. Así que voy para allá para comprobarlo con mis propios ojos.

Roman suspiró con fuerza.

– Llevo el móvil. Llámame si me necesitas.

Rick asintió.

– Descuida. -Acto seguido, caminó hasta la esquina, giró a la derecha, dio la vuelta al edificio y regresó casi en seguida.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Roman al darse cuenta de que se trataba de una ronda de reconocimiento. Su hermano estaba inspeccionando la zona y Roman quería saber el motivo.

Rick se encogió de hombros.

– Esta semana ha habido un par de robos en Yorkshire Falls. El instinto de reportero de Roman se despertó.

– ¿Qué han robado?

Roman se dio cuenta de que su hermano esbozaba una sonrisa maliciosa.

– De no ser porque no puedo situarte en la escena del robo, serías mi único sospechoso.

– ¿Bragas? -Roman desvió la mirada de su hermano hacia la exhibición del escaparate y miró de nuevo a su hermano-. ¿Insinúas que algún idiota entró en una casa y robó ropa interior femenina?

Rick asintió.

– Os lo habría contado a ti y a Chase durante la cena pero Norman's estaba demasiado lleno como para hablar en privado. Parece ser que la buena gente de Yorkshire Falls se enfrenta a una ola delictiva.

Rick le contó a Roman todos los detalles de los robos. Resultaba que todas las bragas robadas se habían comprado en la tienda delante de cuyo escaparate se encontraban entonces.

Roman volvió a mirar el escaparate. Las bragas en cuestión parecían una provocación. ¿De quién era la tienda? La Charlotte que había conocido quizá no habría tenido la osadía de abrir esa tienda, pero la que acababa de ver vestida con colores vivos y la que le había planteado ese reto… era una mujer totalmente distinta.

– ¿Vas a decirme de quién es esta tienda? -le preguntó a Rick.

Los ojos de su hermano centellearon y Roman aguzó su instinto, confirmando lo que ya sospechaba. Al ver que Rick guardaba silencio con una expresión de complicidad, Roman hizo lo obvio: dio un paso atrás y alzó la mirada hacia el toldo.

Un saliente color borgoña con unas letras rosa fuerte y letras de trazo grueso informaba: EL DESVÁN DE CHARLOTTE: TESOROS ESCONDIDOS PARA EL CUERPO, EL CORAZÓN Y EL ALMA.

– Joder. -Al parecer se había precipitado al descartar la posibilidad. Charlotte, la Charlotte «de Roman» era en efecto la dueña de aquella tienda sensual y erótica.

No cabía duda de que era una mujer sensual y erótica, tal como le había demostrado en el pasillo de Norman's. Y él también se había demostrado algo a sí mismo. Que era un hombre con un apetito carnal saludable y hacía demasiado tiempo que no lo había saciado.

– ¿No tienes nada más que hacer? -preguntó Rick.

Roman hizo caso omiso de la risa de su hermano, le dio una palmada en la espalda y se encaminó al ayuntamiento.

Al cabo de veinte minutos, Roman se sentía embargado por el aburrimiento más absoluto. Había que ver lo que era capaz de hacer por la familia, pensó, al tiempo que bostezaba mientras esperaba que terminara la parte correspondiente al repaso arquitectónico de la jornada. Aunque apenas era capaz de concentrarse, iba tomando notas. Ahora esperaba, con el boli suspendido sobre la libreta.

– Siguiente. Recurso por desacuerdo con la instalación de una puerta para perros en la entrada principal del 311 de Sullivan Street, en el complejo de Sullivan. Los vecinos se quejan de que dicha puerta destruirá la uniformidad y belleza del complejo…

– Mi sabueso Mick tiene derecho a acceder libremente a la casa. -George Carlton, el peticionario, se puso en pie, pero su mujer, Rose, le dio un tirón para que volviera a sentarse.

– Cállate, George. No es nuestro turno de palabra.

– Continúe -le dio permiso un hombre de la junta.

– Estamos envejeciendo, igual que Mick. Tener que entrar y salir cada vez que tiene que hacer sus necesidades nos está agotando. -La mujer permanecía sentada y juntó las manos sobre la falda.

La gente se moría de hambre en Etiopía y se mataba en Oriente Próximo, pero ahí, en Yorkshire Falls, las preocupaciones caninas estaban a la orden del día. Roman recordó que había empezado a ansiar marcharse del pueblo durante su aprendizaje con Chase, y que esas ansias habían ido aumentando con cada reunión a la que asistía que degeneraba en discusiones banales entre vecinos a los que les sobraba el tiempo.

Por aquel entonces, la imaginación de Roman seguía dos rumbos de pensamiento: por un lado, los lugares extranjeros con historias intrigantes y de evolución rápida que visitaría, y por otro, Charlotte Bronson, su enamorada. Ahora que había estado en la mayoría de los lugares con los que había soñado, sólo tenía una cosa en mente. Volvió a pensar en Charlotte y en la atracción que sentían el uno por el otro.

Había intentado acorralarla, hacerle reconocer que había querido evitarlo y averiguar por qué le había dejado en el instituto. Tenía un presentimiento, pero quería oírlo de su boca. No había planeado seducirla y que los dos se excitasen. No hasta que la había mirado fijamente a los ojos y había visto la misma conexión emocional crepitando en lo más profundo de su ser.

No había cambiado nada. Ella se alegraba de verle, por mucho que se resistiera a reconocerlo. Además, estaba el brillo color coral recién aplicado a sus labios carnosos, a los que ningún hombre fogoso sería capaz de resistirse. Había inhalado su fragancia y rozado su suave y perfumada piel. Había estado lo suficientemente cerca como para provocarla sin satisfacer su deseo.

Roman gruñó interiormente porque, aunque el cuerpo de ella había gritado «tómame», que es lo que él había querido, su mente se había revelado. Y ahora sabía por qué. Por fin le había dado un motivo para rechazarlo que él alcanzaba a comprender. El que había sospechado desde un buen principio. «Tendremos esa cita, lo que tú digas. El día que decidas quedarte en el pueblo.»

Ella quería que su hogar estuviera en Yorkshire Falls. Necesitaba estabilidad y seguridad, vivir felices y comer perdices de la forma en que todo el mundo sabía que no lo habían hecho sus padres. En el pasado, él era demasiado joven y no lo había entendido, pero ahora sí. Y eso significaba que era la última mujer a la que podía recurrir para materializar su plan. No podía hacerle daño, y eso implicaba que tenía que aprender una lección de Charlotte y mantenerse alejado de ella.

– Siguiente. -El mazo golpeó contra la peana de madera que había sobre la mesa.

Roman se sobresaltó en el asiento.

– Maldita sea, me he perdido la resolución -farfulló. Porque estaba absorto pensando en Charlotte. En esa ocasión sólo se había perdido el dilema perruno, pero la siguiente vez quizá se perdiera mucho más. Y no podía permitir que eso le sucediera.

– ¿Eres tú, Chandler?

Roman se volvió al oír su nombre y se encontró con un tipo que le resultaba familiar sentado detrás de él.

– Fred Aames, ¿me recuerdas? -Le tendió la mano.

Chase y Rick no le habían engañado. Fred ya no tenía nada que ver con el niño gordito al que todo el mundo intimidaba.

– Hola, Fred, ¿qué tal estás? -Roman le estrechó la mano.

– Pues muy bien. ¿Y tú? ¿Qué haces por aquí?

– He vuelto al pueblo por mi madre, y estoy aquí por el Gazette. -Roman miró hacia adelante. Nadie había presentado todavía nada nuevo que debatir.

– Me he enterado de que Raina estuvo en el hospital. -Fred se pasó la mano por el oscuro cabello-. Chico, lo siento.

– Yo también.

– ¿Estás sustituyendo a Ty? -Se inclinó hacia adelante y dio una palmada a la espalda de Roman, movimiento con el que estuvo a punto de hacerlo caer. Fred había perdido peso pero no fuerza. Seguía siendo un tiarrón.

Roman soltó una tos ahogada y asintió.

– Su mujer se ha puesto de parto y no podía estar en dos sitios a la vez.

– Qué detalle por tu parte. Además, estas reuniones son idóneas para ponerse al corriente de lo que pasa por aquí.

– Cierto. -«Si prestas atención», pensó Roman. Pero no tenía ni idea de si habían concedido la libertad al sabueso Mick o lo habían confinado tras unas puertas cerradas para el resto de su vida canina.

El sonido del mazo sobre la mesa les hizo saber que iba a haber un breve descanso. Roman se puso en pie y se estiró en un intento por despertarse.

Fred se levantó junto a él.

– Oye, ¿estás saliendo con alguien?

«Todavía no.» Roman negó con la cabeza. No pensaba compartir sus planes con nadie que no fuera sus hermanos.

– En estos momentos no, ¿por qué?

Fred se le acercó.

– Sally te ha estado mirando. Creía que iba detrás de Chase, pero no te quita los ojos de encima. -Con un movimiento exagerado que invalidaba su susurro, Fred señaló hacia donde se encontraba Sally Walker, que tomaba notas para el archivo del condado.

Sally levantó la mano a medias a modo de saludo, con cierto rubor en las mejillas.

Roman le devolvió el saludo y apartó la mirada, porque no quería fomentar el interés de ella.

– No es mi tipo -dijo. «Porque no se llama Charlotte», pensó. Esa idea inesperada asaltó sus pensamientos-. ¿Por qué no vas tú a por ella? -preguntó Roman.

– Supongo que no te has enterado de que estoy prometido -le informó Fred con orgullo-. Voy a casarme con Marianne Diamond.

Roman recordó entonces que uno de sus hermanos se lo había comentado. Sonrió y levantó una mano para darle una palmadita en la espalda a Fred, pero se contuvo en el último momento. No quería que el hombretón repitiera el gesto.

– Vaya, me alegro por ti. Felicidades.

– Gracias. Oye, tengo que hablar con uno de los concejales antes de que la situación se caldee. Tengo unos cuantos trabajos pendientes de obtener un permiso… Bueno, no hace falta que te cuente los detalles. Ya nos veremos.

– Por supuesto. -Roman le dio un pellizco en la nuca. El agotamiento estaba a punto de vencerle.

– ¿Qué tal tu primer día de vuelta a las trincheras?

Se volvió y vio que Chase estaba a su lado.

– ¿Qué ocurre? ¿Le ha sucedido algo a mamá? -No esperaba volver a ver a Chase esa noche.

– No, tranquilo. -Chase en seguida posó una mano tranquilizadora en el hombro de Roman y la retiró rápidamente.

– Entonces ¿qué? ¿No confías en que haga bien mi trabajo?-«Lo cual no sería de extrañar», pensó Roman. Todavía no sabía la respuesta al problema con el perro de los Carlton.

Chase negó con la cabeza.

– Me he imaginado que te estarías poniendo de los nervios asistiendo a una de estas reuniones y he pensado en relevarte por si se alargaba mucho. -Se pellizcó el puente de la nariz-. He oído la conversación que has mantenido con Fred. Parece que ya tienes candidata.

– Por lo que ha dicho Fred, a Sally le interesas tú en primer lugar.

– Créeme, tienes vía libre. No te recriminaría que me la quitaras -dijo Chase con ironía-. Sally es demasiado seria para mí. Es de las que se pone a pensar en una casa y niños después de la primera cita. -Se estremeció.

– Si le gustan los solitarios como tú, no va a interesarse por un tipo extrovertido como yo. -Roman se rió, contento de tomarle el pelo a su hermano con su personalidad de lobo solitario. Rick tenía razón al decir que las mujeres se sentían atraídas por el silencio introspectivo de su hermano mayor.

Pero Chase lo miró fijamente, poco dispuesto a tragarse las excusas de Roman.

– Sally está dispuesta a asentarse. Lo que ella quiere en estos momentos la convierte en la candidata perfecta para ti. Así que ¿por qué le has dicho a Fred que no era tu tipo?

– Porque no lo es.

– Perdona que insista en lo obvio, pero ¿no es eso lo que quieres? A Sally le interesas y tú no le correspondes. Prueba a ver si acepta el acuerdo.

Roman volvió a mirar por encima del hombro e inspeccionó a Sally Walter, una mujer inocente, de las que se sonrojan.

– No puedo. -No podía casarse con Sally. Acostarse con Sally.

– Te sugiero que tengas cuidado, hermanito. Si eliges a una fémina que resulta que es tu tipo, a lo mejor no tendrás tanta prisa por largarte. -Chase se encogió de hombros-. Piénsalo.

Menudo era Chase, la figura paterna, para señalar lo obvio. Menudo era también para recordarle a Roman sus prioridades. La caza de una esposa. Su hermano tenía razón. Roman necesitaba una mujer a la que poder dejar atrás, no alguien a quien volver una y otra vez. Otro motivo por el que Charlotte era la opción equivocada. Deseó con todas sus fuerzas poder quitársela de la cabeza de una vez por todas. Pero no sabía cómo. Haberla tocado y saboreado hacía que la deseara más, no menos.

Al cabo de una hora, Roman se dirigió a casa pensando en las palabras de Chase pero con Charlotte en el subconsciente. Esa misma noche, en la cama, se despertó más de una vez acalorado y sudoroso por culpa de Charlotte Bronson.

Más de diez años y la llama ardía más que nunca. Lo cual no hacía más que demostrar una cosa: con tentación o sin ella, Roman no podía permitirse el lujo de liarse con Charlotte. Ni ahora ni nunca.

El sol despertó a Roman temprano a la mañana siguiente. A pesar del tremendo dolor de cabeza, se desperezó y se levantó de la cama con una sensación renovada de determinación. Se dirigió a la cocina tras una ducha rápida. La comida no iba a quitarle el dolor, pero al menos le llenaría el estómago. Abrió la despensa de su madre y cogió un paquete de cereales chocolateados, se los sirvió en un cuenco, añadió mini malvaviscos e inundó la mezcla con leche.

Su estómago gruñó mientras tomaba asiento en su silla preferida de la infancia. Extrajo el último ejemplar del Gazette, examinó la nueva y mejorada maquetación y se sintió henchido de orgullo.

Chase había logrado que el periódico creciera al mismo tiempo que la población del pueblo iba aumentando.

Le sobresaltó el sonido de alguien que bajaba la escalera corriendo y, al volverse, vio que su madre se detenía de golpe al entrar en la cocina.

– ¡Roman!

– ¿Esperabas a otra persona?

Ella negó con la cabeza.

– Es que… pensaba que ya habías salido de casa.

– ¿Y has decidido correr el maratón en mi ausencia?

– ¿No se suponía que ibas a desayunar con tus hermanos?

Entrecerró los ojos para mirarla.

– Esta mañana no podía levantarme de la cama, y no cambies de tema. ¿Has bajado corriendo la escalera? Porque se supone que tienes que hacer reposo, ¿recuerdas? -Pero ¿no había dicho Rick la noche anterior que le había parecido que jadeaba?

– ¿Cómo iba a olvidar algo tan importante? -Se llevó una mano temblorosa al pecho y entró lentamente en la cocina hasta situarse junto a él-. ¿Y qué tal tú? ¿Te encuentras bien?

Aparte de desconcertado por la conversación, estaba bien.

– ¿Por qué no iba a encontrarme bien? Porque seguro que todavía tienes los oídos tapados por el viaje en avión si resulta que te parece haber oído algo tan absurdo como que yo corría, nada más y nada menos. ¿Quieres que te concierte una visita con el doctor Fallon?-preguntó.

Negó con la cabeza con la fuerza suficiente para destaparse los oídos en caso de que los tuviera tapados y miró a su madre de hito en hito.

– Estoy bien, quien me preocupa eres tú.

– No hay por qué. -Se sentó lentamente en la silla de al lado y observó el cuenco de cereales con el cejo fruncido-. Bueno, ya veo que ciertas cosas no han cambiado. Todavía no sé por qué guardo esa basura a mano. Se te van a…

– Pudrir los dientes, ya lo sé. -Se lo había dicho un montón de veces de niño. Pero le quería lo suficiente como para permitirle esos caprichos-. ¿Eres consciente de que todavía no he perdido ni un diente?

– Todavía, tú lo has dicho. Un hombre soltero necesita todos los dientes, Roman. A ninguna mujer le gustaría despertarse de madrugada y descubrir que tienes la dentadura postiza en remojo en la mesita de noche.

Roman puso los ojos en blanco.

– Menos mal que soy un hombre respetuoso y no dejo que las mujeres se queden a pasar la noche. -Que su madre cavilara sobre eso, pensó Roman con ironía.

– El respeto no tiene nada que ver con eso -masculló ella.

Como de costumbre, su madre tenía razón. Las mujeres no se quedaban a pasar la noche porque él no se implicaba con ninguna, y así había sido desde hacía mucho; aparte, las mujeres que se quedan a pasar la noche dan por supuesto que pueden hacerlo otra vez. Y otra más. Y antes de que los hombres se den cuenta, están inmersos en una relación, lo cual Roman pensaba que no sería algo malo si fuera capaz de encontrar a una mujer que le interesara durante más de un par de semanas. Chase y Rick pensaban lo mismo. A esas alturas, Roman se imaginó que los hermanos Chandler llevaban la frase NO PASAR grabada en el corazón. Cualquier mujer inteligente leía la letra pequeña antes de comprometerse a nada.

– Te pasas de lista, mamá.

Cuando Roman se levantó, se dio cuenta de que Raina iba vestida de punta en blanco. Llevaba unos pantalones holgados azul marino, una blusa blanca con lazo y la insignia con tres bates de béisbol con un diamante en cada uno prendida en el centro -regalo de su padre después del nacimiento de Chase y ampliada con cada hijo que había tenido-. Dejando de lado que estaba ligeramente pálida, tenía un aspecto estupendo. Lo normal en su madre, pensó orgulloso.

– ¿Vas a algún sitio? -preguntó.

Raina asintió.

– Al hospital, a leerles a los niños.

Él abrió la boca para hablar pero Raina se lo impidió.

– Y antes de que me lo discutas, como han intentado hacer Chase y Rick, déjame decirte una cosa. Llevo en cama desde el viernes pasado, cuando tus hermanos me trajeron a casa. Hace un día precioso. La doctora me dijo que el aire fresco me iría bien siempre y cuando me tomara las cosas con calma.

– Ma…

– No he terminado.

Ella le hizo un gesto y él volvió a sentarse, sabiendo que no valía la pena intentar contradecirla.

– Siempre voy a leerles a los niños los lunes y los viernes. Jean Parker recibe sesiones de quimioterapia esos días y le encanta el cuento de «Jorge el curioso va al hospital».

Bendita fuese su madre por ser tan altruista, se dijo. «Incluso enferma, piensa antes en los demás.» Siempre había tenido espacio más que suficiente en su corazón para cualquier niño que entrara en su casa.

Como si le hubiera leído el pensamiento, se llevó la mano al pecho y se lo frotó suavemente.

– Además, no hay nada como los niños para rejuvenecer el corazón.

Roman puso los ojos en blanco.

– Si descansas más conseguirás el mismo efecto, así que después de la lectura, espero verte en casa y en la cama. -No pensaba responder a la indirecta sobre los niños. No cuando estaba a punto de embarcarse en la búsqueda de una madre para sus hijos-. ¿Has acabado el monólogo? -preguntó cortésmente.

Raina asintió.

– No pensaba discutir. Sólo quería saber si podía prepararte el desayuno. No me gustaría que te cansaras antes de realizar tu labor de voluntaria.

Raina esbozó por fin una sonrisa. Considerando que tenía más de sesenta años, su cutis poseía un brillo que muchas mujeres envidiaban, y no tenía las líneas de expresión tan marcadas como otras muchas mujeres de su edad. De repente le embargó el temor a perderla. Se puso en pie de nuevo y le tendió los brazos.

– Te quiero, mamá. Y no vuelvas a darme un susto como ése.

Raina se levantó y lo abrazó con fuerza y seguridad. Aquélla era su madre, la mujer que lo había criado y, aunque hablaban sólo de vez en cuando debido a las diferencias horarias, él la adoraba. No se imaginaba su vida sin ella.

– Quiero que vivas mucho, mucho tiempo.

– Yo también -dijo ella.

– No te limpies la nariz en mi camisa. -Las lágrimas femeninas lo incomodaban, y quería volver a ver a su madre vivaracha y fuerte-. La doctora dijo que si te cuidas no habrá ningún problema, ¿entendido? Nada de estrés ni de exigirte demasiado.

Ella asintió.

– Supongo que leer no tiene nada de malo. ¿Te llevo en coche al centro?

– Chase va a venir a recogerme.

– ¿Cómo volverás a casa?

– Eric me traerá después del almuerzo.

– ¿Qué tal está el doctor Fallon? -preguntó Roman.

– Bien. Cuidando de mí igual que vosotros, chicos. -Retrocedió, se secó los ojos con una servilleta de papel que cogió de la mesa y, aunque no lo miró fijamente, volvía a ser su tranquila madre.

– ¿Te apetece un bagel y una taza de café descafeinado? -preguntó Roman.

– No me malcríes. Cuando te marches estaré perdida.

Él sonrió.

– No sé por qué pero lo dudo. Eres la mujer más fuerte que conozco.

Raina rió.

– Y que no se te olvide.

Al cabo de una hora, Roman salió de casa para ir caminando hasta el pueblo, agradecido de que la conversación matutina con su madre sólo hubiera incluido cotilleos y nada más sobre niños. Sabía qué tenía que hacer y ni quería ni necesitaba que se lo recordaran.

La misión que le esperaba no sería nada fácil. A las mujeres del pueblo las educaban para ser esposas y madres, trabajadoras o amas de casa, daba igual. Lo que ponía nervioso a Roman era la parte de esposa, y hacía que se preguntara cómo demonios iba a encontrar a alguna dispuesta a aceptar sus necesidades. Necesitaba a una mujer poco convencional que aceptara sus ausencias y se planteó si era posible encontrar a alguien así en Yorkshire Falls.

Siempre existía la posibilidad de elegir a una mujer más cosmopolita, que comprendiera mejor las necesidades de Roman. Tendría que consultar su PalmPilot cuando volviera a casa, pero le vinieron a la mente unas cuantas a las que había conocido en sus viajes y con las que había intimado en el pasado, como por ejemplo Cynthia Hartwick, una heredera inglesa. Pero Roman en seguida negó con la cabeza. Contrataría niñeras para cuidar de sus hijos y Roman quería que los niños que él tuviera se criaran con el amor de una madre cariñosa.

Yvette Gauthier siempre le había gustado, era una guapa pelirroja muy vivaracha capaz de hacer que un hombre se sintiera como un dios. Acto seguido, justo cuando recordaba que ese rasgo de su personalidad casi lo había hecho sucumbir, cayó en la cuenta de que había empezado a trabajar como azafata de vuelo, lo cual significaba que no estaría en casa si su hijo se caía y se hacía una herida o si necesitaba ayuda con los deberes. Raina siempre había estado disponible para sus chicos. Aunque a Roman no le importaba que su esposa trabajara, era impensable que ambos progenitores lo hicieran lejos del hogar.

Su madre no miraría con buenos ojos a ninguna de esas dos mujeres. Se rió al pensar en la reacción de Raina ante la fría inglesa o la sensual tigresa francesa. Su madre era el quid de la cuestión, ella era la que quería nietos, así que la mujer tendría que vivir o estar dispuesta a instalarse en Yorkshire Falls.

Menudas mujeres había conocido por ahí, pensó Roman con ironía. En cierto modo se sintió aliviado. No se imaginaba casado con ninguna de ellas.

El sol le daba de lleno en la dolorida cabeza. Sin duda alguna todavía no estaba de humor para ver a nadie. No hasta que ingiriera un poco de cafeína, pero su soledad quedó truncada cuando se acercaba al pueblo. Una voz aguda lo llamó y, al volverse, vio a Pearl Robinson, una anciana a la que conocía desde siempre, corriendo hacia él vestida con una bata de estar por casa y con el mismo moño de pelo cano con el que siempre la había visto.

– ¡Roman Chandler! Hay que ver tu madre, ¡mira qué no decirme que estabas en el pueblo! De todos modos, tiene más cosas en que pensar aparte de los cotilleos. ¿Cómo se encuentra? He preparado una bandeja de bizcocho de chocolate y nueces para llevárselo esta tarde. ¿Le apetecerá que le haga compañía?

Roman se rió de las divagaciones de Pearl. Era una mujer encantadora, inofensiva si a uno no le importaban el parloteo y la curiosidad y, tras haber pasado tanto tiempo fuera, Roman se sorprendió de que no le importaran.

– Mamá está bien, Pearl, gracias por preguntar. Y estoy convencido de que hoy le encantará tener visita. -Dio un abrazo rápido a la anciana-. ¿Qué tal estás, y cómo está Eldin? ¿Todavía pinta?

Para ser una pareja mayor, Pearl Robinson y Eldin Wingate tenían un planteamiento de vida poco convencional. No estaban casados, pero compartían una vieja casa propiedad de Crystal Sutton, otra amiga de Raina, que había tenido que irse a una residencia geriátrica hacía más o menos un año.

– Eldin sigue pintando, aunque no es precisamente Picasso. Pero está bien y sano, toco madera. -Y se golpeteó la cabeza con el puño-. Aunque a veces la espalda le juega malas pasadas y todavía no me puede entrar en casa en brazos. Por eso seguimos viviendo en pecado -dijo, empleando su frase preferida para describir su relación.

A Pearl le encantaba proclamar su situación a quienquiera que estuviera dispuesto a escuchar, y tantas veces como fuera posible en el transcurso de una conversación. Era obvio que esa idiosincrasia no había cambiado. Pero la reacción de Roman ante ella sí. En vez de molestarse por su fijación personal, se dio cuenta de que había echado de menos su pueblo y las distintas personas que lo habitaban.

Incluso la tranquilidad de su paseo matutino suponía un cambio reconfortante con respecto a su ajetreada vida diaria. Sin embargo, ¿cuánto tiempo pasaría hasta que el aburrimiento y la reclusión que había sentido en su juventud surgieran de nuevo a la superficie y lo embargaran? ¿Cuánto duraría su disfrute cuando estuviera amarrado? Se estremeció al pensar en su destino inminente.

– ¿Te sientes mal? -Pearl le puso la mano en la frente-. No puede ser que tengas frío con el día tan bueno que hace. A lo mejor tu madre debería cuidarte a ti en vez de al revés…

Roman parpadeó y se dio cuenta de que se había quedado absorto en sus pensamientos.

– Estoy bien, de verdad.

– Bueno, te dejo marcharte. Yo sólo voy al banco y luego a casa. Más tarde ya pasaré a ver a tu madre.

– Saluda a Eldin de mi parte.

Pearl se dirigió al banco de la calle principal y Roman aceleró la marcha. La mayor parte del pueblo no había cambiado, pero lo que le interesaba eran las cosas nuevas y distintas, y se dirigió directamente a la tienda de Charlotte. Estaba claro que era una mujer que siempre le atraía, por mucho que ella intentara apartarlo.

Aunque eran opuestos e incompatibles, ella le tentaba. Por desgracia, no cumplía el requisito más importante: estar dispuesta a aceptar los viajes de él. Sentía un fuerte deseo de asaltar la tienda y las defensas de ella, pero la realidad prevaleció. Todo contacto entre ellos no haría sino herirlos todavía más.

Resignado, se dio la vuelta y se encontró con Rick en el mismo sitio donde estaba la noche anterior, observándole con expresión especulativa.

– ¿Patrullando otra vez? -preguntó Roman.

– Estoy buscando a sospechosos como tú -rió Rick.

Roman dejó escapar un gemido y se frotó los ojos.

– No empieces.

Rick lo miró con cautela.

– Veo que esta mañana estás susceptible.

Roman no lo había estado hasta que Rick empezó a pincharle.

– Más tarde, hermano. Necesito un café.

– Ah, sí. Para que te ayude a despertarte y empezar así la búsqueda de esposa.

Al oír las palabras de Rick, a Roman le dolió todavía más la cabeza.

– Buena suerte. -Rick pasó por su lado en dirección a la tienda de lencería.

– ¿Qué te trae por aquí?

Rick se volvió sin atisbo de diversión en la mirada.

– Trabajo.

– El ladrón de bragas.

Asintió pero no dijo nada más. No hacía falta. Ya le había dado más información a Roman de la que debía, toda ella de forma extraoficial. Alguien entraba por la fuerza en casa de las clientas de la tienda y robaba una marca concreta de bragas. Rick imaginó que Charlotte podría proporcionar datos relevantes que la policía necesitaba para su investigación.

– ¿Quieres venir conmigo? -sugirió Rick.

Roman intentó discernir si Rick se estaba divirtiendo a su costa. Al fin y al cabo, se trataba del hermano que, de adolescentes, respondía al teléfono por él y aceptaba citas a ciegas en su nombre. Pero Rick estaba a la espera, sin atisbo de sonrisa.

Roman calibró sus opciones. No tenía ninguna. La mujer de sus sueños estaba allí dentro. Roman dedicó una mirada de agradecimiento a su hermano mediano. Aunque la intuición y el instinto de conservación le decían que se mantuviera al margen, la curiosidad le empujó al interior.

Al igual que su deseo de ver a Charlotte una vez más, reconoció.

Al oír las campanillas de la puerta, Charlotte dejó de doblar ropa interior de encaje azul lavanda. Alzó la mirada y vio al agente Rick Chandler entrando en la tienda.

Le dedicó un saludo amistoso, pero la mano se le quedó petrificada en el aire al ver que Roman iba detrás de él. Se humedeció los labios secos mientras los observaba recorrer su tienda para mujeres.

Cuando se los veía juntos, el contraste entre los hermanos quedaba muy claro. Los tres hombres Chandler eran guapísimos, pero por muy apuesto que fuera Rick, no ejercía el mismo efecto devastador en ella que Roman. Desde que Charlotte había vuelto al pueblo, Rick y ella se habían hecho buenos amigos, nada más. Incluso Chase, que se parecía físicamente a Roman, no llegaba a un nivel tan elevado en la escala de Richter como Roman.

Charlotte negó con la cabeza y luego movió los brazos, los dedos de las manos y los de los pies.

– Tranquila -se dijo en voz baja. Roman siempre había sido perspicaz, y no quería que pensara que sus nervios tenían que ver con él. La noche anterior ya le había demostrado lo muy engreído que era, y no necesitaba que le subieran más la moral.

– Hola, Charlotte. -Rick se acercó a ella haciendo caso omiso de las bragas que había por todas partes y apoyó un codo en el mostrador, tan tranquilo y confiado como si estuviera rodeado de pelotas y guantes de béisbol en la tienda de deportes que había en la misma calle.

Roman se situó a su lado y la devoró de una sola mirada cargada de erotismo.

– Hola, agente -respondió ella, y consiguió hacer un guiño destinado a ambos hombres-. ¿Qué te trae por aquí? ¿Vienes a ver las últimas novedades en tangas? -Soltó la broma que siempre utilizaba con Rick intentando aparentar normalidad.

Rick se rió.

– No hasta que hagas de modelo para mí.

Ella soltó una carcajada.

– Ni lo sueñes.

Roman carraspeó para recordarles que él también estaba presente. Como sí a ella fuera a olvidársele.

– Venga ya, Roman. Ya debes de saber que a tu hermano le gustan todas las mujeres. Si fuera legal tendría un harén, ¿verdad, Rick?

Rick se limitó a contestar con una risa ahogada.

– ¿Podemos ir al grano? -dijo Roman.

– Asuntos policiales, desgraciadamente. -De repente Rick adoptó una actitud seria.

A Charlotte no le gustó el tono solemne de su voz.

– ¿Por qué no nos sentamos? -Los condujo hacia los enormes sillones de terciopelo estilo reina Ana situados cerca del probador.

Los dos hombres resultaban conspicuos en aquel entorno femenino y recargado. Charlotte observó a Roman. Pensó que ejemplificaba el magnetismo de los hermanos Chandler. Todas las mujeres notaban su presencia cuando estaban cerca de él.

Roman se quedó de pie mientras Rick se sentaba con las manos juntas entre las piernas, con aspecto de ser un hombre que escondía un secreto.

– ¿Qué sucede? -inquirió ella.

Los hermanos intercambiaron una mirada. El sonido de la radio policial de Rick rompió el silencio. Dedicó a Charlotte una mirada de pesar.

– Disculpa.

Mientras cogía el receptor, sujeto a su cinturón, y hablaba de asuntos policiales, Roman no apartó su penetrante mirada de Charlotte.

Rick alzó la vista.

– Lo siento. Se ha producido un altercado en el colmado y necesitan refuerzos.

Charlotte le hizo una seña de despedida con la mano.

– Ve tranquilo. -«Y llévate a tu hermano», suplicó en silencio.

– Roman, ¿puedes informarle del caso? Tiene que estar al corriente de lo que pasa. -Rick hizo trizas sus esperanzas.

Roman asintió.

– Será un placer -afirmó con voz sensual.

Charlotte se estremeció ante la situación. Maldito fuera por el efecto que tenía sobre ella, pensó; pero para cuando Rick se hubo marchado y ella y Roman se quedaron solos en la trastienda, Charlotte esperó haber controlado su expresión y adoptado una cortés máscara de amistad. Dado que Beth estaba fuera y que había poca actividad en la tienda, nadie iba a interrumpirlos, sería mejor para ella que dejara la atracción en segundo plano.

– Si tal cosa fuera posible -farfulló.

– ¿El qué fuera posible? -preguntó Roman.

Ella negó con la cabeza antes de tragar saliva con fuerza.

– Nada. ¿Habéis venido por lo del ladrón?

Roman asintió.

– Tiene que ver con tu mercancía. -Se apoyó en la pared que había al lado de ella.

– ¿Con qué artículos? -Rick no le había concretado nada en su última visita.

Roman tosió y se sonrojó antes de responder.

– Bragas de señora.

Charlotte sonrió.

– Vaya, quién lo iba a decir, hay un tema capaz de sonrojar a un Chandler. -Esa manifestación de vergüenza le permitió ver un aspecto más vulnerable de Roman, quien solía mostrarse seguro en circunstancias normales. Se sintió agradecida por el privilegio, y una parte traicionera de su corazón se abrió para él.

– Hablo en serio -dijo Roman, ajeno al efecto que su vergüenza había tenido en ella.

Charlotte tenía que esforzarse por que la situación no cambiara.

– Parece ser que el hombre es una especie de fetichista.

Fetichismo de bragas. Charlotte negó con la cabeza con ironía antes de asimilar las palabras de Roman.

– Has dicho que el hombre es fetichista. ¿Por qué dar por supuesto que se trata de un hombre? ¿La policía cree que es un hombre?

– Tendrás que hablar con Rick sobre eso.

Charlotte asintió al tiempo que seguía pensando sobre el tema.

– Supongo que eres consciente de que los bienes robados sólo puede llevarlos una mujer sin que nadie se dé cuenta. A no ser, claro está, que el hombre esté muy mal dotado. -Advirtió la expresión divertida de Roman.

– No seas mala, Charlotte.

Su sonrisa la inundó de calidez y sintió una especie de cosquilleo.

– ¿Y qué marca de bragas? Vendo docenas de ellas.

– Bueno, Rick es quien sabe los detalles, pero mencionó las de encaje del escaparate. Me dijo que estaban hechas a mano. ¿Es verdad?

Las hacía ella. Sus prendas eran exclusivas, modernas, personales, y no tenían por objeto convertirse en motivo de obsesión o burla de un pervertido. Tenía sus razones para seguir dedicándose a la afición que se había convertido en un elemento imprescindible de su negocio, pero Charlotte no se imaginaba revelándole secretos personales a Roman, cuando mantener las distancias parecía la vía más segura y los detalles relacionados con esas prendas podían desembocar en un campo de minas emocional.

Su afición de hacer encaje de ganchillo era una vía de entrada a su alma, y hablar del tema supondría revelar su dolor y decepción más profundos. Porque entre otras cosas, su madre le había enseñado a hacer ganchillo. Eran actividades que Annie practicaba como vía de escape, después de que el padre de Charlotte las dejó para buscar fortuna cuando ella tenía nueve años. Hollywood le esperaba, dijo una mañana, y se marchó, aunque volvía a intervalos irregulares. Su costumbre de llegar y volver a desaparecer rápidamente se había convertido en una característica de su vida. Se trataba de un rasgo que Charlotte siempre había temido que se repitiera con Roman, tan fuerte era el magnetismo que ejercía sobre ella.

Él carraspeó y Charlotte pareció despertar.

– Sé de qué marca son -dijo ella por fin-. ¿Qué puedo hacer para ayudar a la policía?

– Por ahora, Rick sólo quiere que estés más informada. Seguro que se pondrá en contacto contigo para decirte lo que necesita.

Ella asintió. Para romper el silencio que siguió, Charlotte buscó un tema de conversación neutro.

– ¿Qué tal está tu madre?

Roman suavizó la expresión.

– Tirando. Puede realizar alguna actividad al día, luego vuelve a casa a descansar. Me siento mejor habiéndola visto con mis propios ojos. La llamada de Chase me dio un susto de muerte.

Charlotte tenía ganas de acogerlo en su corazón, y su deseo de ayudarle a superar su temor y su angustia era fuerte y abrumador. Pero no podía permitirse el lujo de conectar con él en un plano más profundo del que ya habían conectado.

– ¿Cuándo llegaste al pueblo? -preguntó.

– El sábado por la mañana, a primera hora.

Y a Raina la habían llevado a urgencias el viernes por la noche. Charlotte admiraba la fuerte vena protectora de Roman, rasgo compartido por todos los hermanos cuando se trataba de su querida madre. Aunque una parte de Charlotte ansiaba ese cariño también para ella, sabía que aunque se lo diera no duraría.

Él suspiró profundamente antes de acercarse más a Charlotte. Poderoso y seguro, se situó a su lado. El corazón le latía más rápido en el pecho y el pulso se le iba acelerando. El calor corporal de Roman la rodeó junto con una oleada de calidez y emoción que iba más allá del mero deseo. El hombre tenía recovecos ocultos y la bondad innata propia de su familia. Podía darle todo lo que deseaba menos él para siempre, pensó Charlotte entristecida.

Él alargó la mano y le levantó el mentón para obligarla a mirarlo.

– Ten cuidado. Afrontémoslo, Rick no sabe a ciencia cierta si se trata de un incidente excepcional o si es obra de algún chiflado peligroso.

Charlotte sintió un escalofrío.

– No me pasará nada.

– Ya me aseguraré yo de eso. -Su voz ronca destilaba el cariño que ella deseaba y se le hizo un nudo en la garganta.

– Una cosa más -añadió-. Rick quiere que todo esto se mantenga en secreto. La policía no desea que cunda el pánico en el pueblo ni que los rumores sobre el ladrón se propaguen como la pólvora.

– Como si aquí pudieran controlarse los cotilleos. -Hizo una mueca-. Pero yo no diré esta boca es mía.

Charlotte lo acompañó a la puerta, debatiéndose entre el deseo de que se quedara y la necesidad lógica de verle marcharse. Él la miró de hito en hito una última vez antes de dejar que la puerta se cerrara tras de sí. Charlotte tenía las palmas húmedas y el pulso acelerado, y no era por culpa del ladrón.

Al volver a la ropa interior de color lavanda que había dejado en el mostrador, repasó la realidad mentalmente. Era imposible que en la faz de la tierra existieran dos personas más distintas que ella y Roman. Él prosperaba gracias a la transitoriedad y los desafíos, ella necesitaba permanencia y el bienestar de la rutina. Incluso su breve estancia en Nueva York, por emocionante que hubiera sido, se debió a la escuela de moda y el aprendizaje, y regresó a Yorkshire Falls en cuanto le fue posible. Roman, en cambio, había convertido el estar lejos de allí en el objetivo de su vida.

Había roto con él en el pasado porque su ansia de marcharse de Yorkshire Falls la había convencido de que no le ofrecería más que dolor. Nada de lo que él había hecho en la vida desde entonces le indicaba que hubiera cambiado. Agarró las bragas con fuerza deseando de todo corazón que las cosas entre ellos pudieran ser distintas, pero aceptando la realidad como sólo podía hacerlo alguien que viviese en ella.

Tanto en el pasado como en la actualidad, su único consuelo era el hecho de que no le quedaba otra opción. Había hecho lo correcto. No quería repetir la vida de su madre, viviendo en un limbo hasta que su hombre volvía y se dignaba dedicarle un poco de atención bajo sus propias condiciones, para volver a desaparecer al cabo de poco.

No podía permitirse el lujo de reconocer lo mucho que Roman la excitaba ni admitir la verdad que se ocultaba en lo más profundo de su corazón: que tanto su osada personalidad como su estilo de vida la atraían. Y así, había silenciado la parte de ella que deseaba a Roman Chandler y el germen de insatisfacción que crecía en su alma.

Incluso ahora.

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